CAPÍTULO 72
El interior del salón del banquete en el palacio de las mitríades era aún más asombroso que el exterior. El piso de mármol de diferentes colores formaba un círculo en el centro con motivos geométricos en blanco, rosa y gris. Del círculo del centro, partían delicadas formas en mármol rojo y verde sobre un fondo color crema que simulaban pétalos de flores. Rodeando el salón, una serie de columnas blancas, formando una galería de arcos de medio punto, sostenían lámparas colocadas en soportes de oro. Los arcos estaban coronados por un friso de hojas doradas que resaltaban sobre la pintura blanca. Por encima de los arcos, se extendía otra galería protegida por una balaustrada de mármol blanco. Sostenían el techo, un grupo de columnas estriadas con capiteles en forma de hojas. Y el techo... el techo era abovedado y tenía pintada la escena de bosque más magnífica y exquisita que se pudiera imaginar. En la pared del fondo en la galería superior, asomaba una estatua de oro de una mitríade en pleno vuelo, rodeada a los lados por decoraciones en oro que formaban patrones de círculos concéntricos. Esos paneles con círculos concéntricos se repetían también en las paredes del piso de abajo.
Había dos mesas largas ubicadas a lo largo del salón, una paralela a la otra. Tenían manteles de tela verde oscura con bordes dorados, y numerosos candelabros dorados con forma de flores con velas encendidas. Los platos y los vasos parecían ser de porcelana blanca con grabados de delicadas flores, y los cubiertos eran de plata.
Todo el salón bullía de actividad. Los comensales ya estaban sentados en sus lugares y conversaban animadamente, mientras esperaban la comida. Al fondo del salón, estaba la mesa principal, colocada en forma perpendicular a las otras dos. Había seis sillas con altos respaldares de madera oscura ornamentada, forradas en terciopelo verde. Zenir estaba sentado en la silla del extremo derecho, y le seguía Calpar, luego había dos lugares vacíos, y luego estaba Nuada con una silla vacía a su derecha. Una mitríade aleteaba por el frente de la mesa principal, sirviendo un líquido color ámbar en copas de plata para los tres ex-Antiguos.
A la izquierda de la mesa principal, una mitríade tocaba una melodía dulce, rasgando suavemente las cuerdas de un arpa. Y a la derecha, había un grupo de Tuatha de Danann en posición de firmes, con gaitas bajo el brazo.
—Es su turno— me murmuró Tarma al oído.
—¿Dónde está Dana?— pregunté, mirando hacia los lados de la enorme puerta de la antesala que daba al magnífico salón.
—Ella entra después— explicó Tarma—. Su lugar es al lado de Myrddin—indicó.
—Bien—asentí. Me acomodé el cinturón con las incrustaciones de plata con mi nombre sobre la túnica blanca bordada, y Tarma me arregló la capa plateada para que quedara simétrica sobre mis hombros.
—¿Está listo?
—Ahora o nunca— respondí. Ella asintió con una sonrisa y entró al salón. Todos hicieron silencio para escuchar el anuncio. Ella señaló con una mano hacia la puerta donde yo estaba parado, y me presentó con voz clara y fuerte:
—Estimados miembros del Concilio, les presento a Lug, el Elegido, el Marcado, el Sujetador de Demonios, el Pesador de Almas y Buscador y Luchador incansable contra las fuerzas de la oscuridad, el Protector y Salvador del Círculo, el Undrab, el Señor de la Luz.
Todos se pararon al unísono y comenzaron aplaudir. Respiré hondo y entré al salón con paso decidido, la capa plateada flameando detrás. Los aplausos se hicieron más fuertes, y escuché que la gente me vitoreaba. Nunca me había sentido tan grande y tan pequeño a la vez. Mientras avanzaba al compás de una música triunfal tocada por gaiteros de los Tuatha de Danann, sonreía asintiendo con la cabeza a los comensales, agradeciendo su cálida bienvenida. Pude ver que Calpar y Zenir me sonreían y me aplaudían de pie desde la mesa principal. Pero cuando mi mirada se cruzó con la de Nuada, lo que vi en sus ojos me hizo detener el corazón por un momento. Nuada no sonreía, no aplaudía. Su mirada estaba clavada en mí como una daga mortal. Su rostro tan amigable y de buen humor unos minutos antes, estaba pálido y serio. Tenía el puño de su mano sana apretado, apoyado sobre la mesa, y parecía estar haciendo un gran esfuerzo para no gritar.
Rodeé la mesa y fui a ubicarme al lado de Calpar, como Tarma me había indicado. A mi derecha, al otro lado de una silla vacía, Nuada no me quitaba la vista de encima. Me incliné hacia él para preguntarle qué sucedía, pero antes de que pudiera articular palabra, Tarma pidió silencio para hacer otro anuncio. Todos nos pusimos de pie nuevamente.
—Estimados miembros del Concilio, les presento a Dana, hija de Nuada, Señora de los Tuatha de Danann, la Mensajera.
Al verla entrar, solo pude aplaudir boquiabierto. No podía creer que aquella mujer pudiera verse más bella de lo que yo nunca la había visto. Llevaba un fastuoso vestido rojo oscuro ceñido al cuerpo, hecho de terciopelo y seda drapeada, con un cuello alto bordeado con filigranas en oro y piedras preciosas. Las mangas ajustadas hasta el codo, se abrían luego cayendo casi hasta el suelo. Un ancho cinturón de plata le envolvía la cintura, y otro cinturón rodeaba su cadera con eslabones de oro y piedras preciosas que caían por delante formando una v con una extensión terminada en una cadena de oro. La falda amplia y larga hasta el piso acompañaba sus movimientos regios, terminada en una cola de un metro que se arrastraba por el pulido mármol. Su cabello rubio y sedoso caía en cascadas con piedras preciosas asomando entre los mechones, y su cabeza estaba coronada por una diadema de plata con piedras de distintos colores. De su pecho colgaba una gruesa cadena de plata con un pesado medallón también de plata con un motivo de círculos delicadamente entrelazados en patrones exquisitos. Pero la joya más perfecta que la adornaba era su sonrisa radiante. Paseaba la mirada por los presentes, asintiendo sus gracias por el reconocimiento. Casi me derrito cuando sus ojos se posaron en los míos, y me sonrió con mirada cómplice.
—Es una mujer extraordinaria, pero creo que ya deberías cerrar la boca— me murmuró Calpar al oído.
Sonreí para mis adentros, recordando que Colib me había dicho aquellas mismas palabras la primera vez que conocí a aquella increíble mujer.
—Parece una reina— le dije a Calpar, mientras seguía aplaudiendo junto con el resto de los comensales.
—Es una reina— corrigió Calpar—. Ella es la líder de su gente. Tuatha de Danann significa "pueblo de Dana".
—Creí que Nuada era el rey.
—Lo fue por muchos años hasta lo de su mano. Luego tuvo que dejar el trono a su hija.
—¿Por qué?
—Una persona físicamente lisiada no puede ser líder de los Tuatha de Danann. Todo el pueblo respeta a Nuada y sigue sus directivas, pero oficialmente, quién tiene la última palabra es ella.
—Pero es solo su mano, no es como si estuviera mal de la cabeza o algo— protesté.
—Es la tradición de su clan: un rey que no puede blandir una espada, no puede ser rey, no puede defender a su pueblo. Pero ahora que Cathbad está aquí, tal vez pueda ayudarlo a volver a su trono.
—¿Cómo?
—Restaurando su mano.
—¿Me estás diciendo que Zenir puede hacer que le crezca una mano nueva?
—Mi hermano es un sanador muy poderoso, puede hacer muchas cosas asombrosas, pero me temo que el orgullo de Nuada le impida pedirle ese favor.
—No tiene que pedirle nada, yo mismo hablaré con Zenir— decidí.
Dana se sentó a mi derecha, acomodando la cola de su vestido hacia un costado. La fragancia de su piel me inundó con el deseo largamente reprimido de tenerla en mis brazos, como la había tenido aquella noche fuera de la cueva, al norte de las sierras de Rijovik. No podía creer que una mujer como aquella pudiera haberse fijado en alguien como yo. Me pasé la mano por la frente y suspiré, recordando todas las cosas por las que habíamos pasado, pensando que nunca había comprendido la encumbrada posición que aquella mujer ostentaba.
—¿En qué piensas?— me preguntó Calpar al oído al ver mi rostro preocupado.
—En que vomité encima de una reina— contesté.
Calpar rió de buena gana.