Pasitos

Por TaliMau

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La vida de Paula parecía perfecta, tenía un esposo que la amaba y un pequeño y dulce niño. El futuro de la jo... Más

Pasitos
Un nuevo hogar, un nuevo comienzo:
La primera noche:
El accidente:
Rumores:
El llanto del niño:
Daiana:
El incidente del sótano:
Sospechas:
Jugando a las escondidas:
El niño:
El secreto del señor Parker:
Desde las sombras:
Sola en casa:
Rasguños:
La hermana Marta:
Terrores nocturnos:
El doctor:
Un pasado oscuro:
Una segunda oportunidad:
Fuego en el bosque oscuro:
El secreto de los árboles:
El manzano:
Espejismos:
Epílogo (primera parte):
Epílogo (segunda parte):
Epílogo (tercera parte):

Memorias:

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Por TaliMau

Al recordar la última semana que había transcurrido anterior al accidente, Paula sintió miedo y vergüenza. Parecía una historia de terror. No se reconoció a sí misma. Pensaba en todo lo que había pasado como si ella fuera otra persona. No podía reconocerse en esa mujer que había alimentado tanto odio en su corazón. Llegando a extremos impensables.

Recordó haber tenido todos esos sentimientos que le destruyeron el corazón y le envenenaron el alma. Por primera vez se dio cuenta de ello. La semana anterior a lo que ella le gustaba llamar: el accidente, algo había estallado en su interior. Reconoció haberse levantado tarde y se horrorizó al recordar sus propios pensamientos de esa noche, ella había decidido que el niño tenía que desaparecer de su vida para siempre. No soportaba más verle la cara y menos oírlo llorar. Luego se haría cargo de su esposo. Un hipócrita, inútil y maldito infiel. Ya no le servían, la habían traicionado. Eso no era todo, Paula recordó la frialdad con que lo había decidido.

—No, no, no puedo ser yo —susurró al vacío y las lágrimas cayeron de su rostro como un torrente. Ella amaba a su familia, ¿cómo había podido pensar aquello?

Su vida había sido una pesadilla. Y este mal sueño continuaba.

¿Qué fue lo que al fin encendió la mecha antes de que todo explotara? No lo supo con claridad. O quizás fueron tantas cosas, que no alcanzó a sospechar.

El día en que ocurrió la tragedia empezó como cualquier otro. Paula se levantó, desayunó sola en la cocina sin entender por qué su esposo se había encerrado con su niño en la habitación del pequeño, ignorándola, dejándola abandonada y sola. La noche anterior ni siquiera estaba en sus recuerdos. Seguramente, ahora lo comprendía, había tenido algún tipo de ataque de psicosis. Su mente se desconectaba al infierno de su realidad, ya entonces no funcionaba bien o al menos lo que un médico podría llamar "normal". ¿Habría tenido un demonio dormido en su interior a punto de atacar toda su vida? ¿Se habría despertado entonces al alcanzar el límite de su paciencia, alterando su cordura?

Luego fue a trabajar. Allí estuvo bastante distraída, pensando siempre en Franco; en su infidelidad, en la traición de su amiga, en el rechazo de su pequeño hijo. Se había preguntado: ¿por qué no se iban todos al demonio? No los necesitaba. De lo que hizo allí simplemente no tenía recuerdo alguno. Sólo de sus pensamientos.

Cuando volvió a su casa a eso de las siete de la tarde (a la casa de ellos en realidad, no era su casa), los encontró muy felices frente al televisor. No se dio cuenta que se alegraron de verla, sino que creyó todo lo contrario. Había llegado a un punto en donde veía sólo lo que quería ver... Se ofendió al verlos bien, como si su lejanía los pusiera felices. No los había saludado, sólo se había limitado a subir al piso superior para darse un baño. Se sentía incómoda, como si algo dentro de ella la molestara y se le pegara como chicle.

Se desnudó y se metió a la ducha, ignorando por completo el llanto de su niño que se oía desde el piso inferior, reclamando la atención de su madre. Había estado tranquila por un rato con el agua deslizándose sobre su rostro, hasta que el jabón se había deslizado de su mano al piso y ella, para recogerlo, había salido de la ducha y se había acercado a la puerta.

Por casualidad había escuchado a su marido hablar a lo lejos, desde la habitación de ambos. Abrió la puerta sólo un poco para oírlo mejor, imaginando la posibilidad de que fuera Erika quien estaba del otro lado de la línea. No se había equivocado, su esposo estaba hablando con su antigua amiga:

—No puedo ir ahora... Ella está acá —le decía. Su voz era apenas un susurro, parecía preocupado, rayando el pánico—. ¡No puedo decirle! ¡No ahora! ¡No es el momento adecuado!

Entonces algo ocurrió en su mente, la grieta se abrió. Paula jamás había sentido tanta ira antes. Tomó la toalla y salió hacia su habitación en donde estaba Franco.

— ¿Qué tienes que decirme? —le dijo con una calma forzada.

El hombre saltó del susto, no la había oído. Se dio vuelta, mientras cortaba el teléfono. No obstante y por desgracia, escuchó unas palabras de Erika y la mujer supo con certeza que no se equivocaba.

—Nada —balbuceó Franco.

— ¡Estás hablando con Erika! —estalló de repente y le lanzó el jabón por la cabeza, que ni sabía que todavía aferraba en su mano.

Franco decidió decirle la verdad.

—Sí, espera... Cálmate.

— ¡No voy a calmarme! ¡Has estado con ella, lo sé! ¡Te has acostado con ella, maldito degenerado! ¡Seguro que hasta delante de tu propio hijo! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡¿Cómo has podido hacerme esto?! —Mientras gritaba le lanzaba cosas que el hombre esquivaba con sus brazos.

El niño lloraba en el piso inferior, desde su corralito.

— ¡Basta! ¡Estás confundiendo todo! —gritó el hombre e intentó acercarse a ella.

— ¡Si quieres irte con ella, vete! ¡Vete! ¡Fuera de mi vista! —Franco intentaba quitarle un adorno de vidrio que representaba a una pareja de enamorados. Mientras que Paula lo empujaba contra la puerta. Logró sacarlo del cuarto y le cerró la puerta en la cara, sin embargo perdió la posesión del adorno.

— ¡Tienes que escucharme, Paula! Déjame entrar —gritaba Franco.

La mujer se colocó mejor la toalla en torno a ella y se sentó en la cama, para recuperar el aliento. El cabello caía por sus hombros, mojándole la espalda. Entonces fue cuando recordó el arma. Franco la había comprado luego de un robo que habían sufrido cuando se cambiaron de casa. Ella había protestado, no le gustaban las armas y no quería una en casa, pero el hombre no la había escuchado.

Como sonámbula se levantó y abrió el ropero, en la parte alta, escondida entre unas toallas, estaba el arma. La miró fascinada. Por un momento había creído que no estaba allí... Había deseado que no estuviera allí... Sin embargo, ahora estaba entre sus manos.

Temblaba entera, atrapada por el poder que le daba el objeto. No pensó con claridad qué iba a hacer con ella. Sólo la miraba, como fascinada.

Franco, por su parte, aún gritaba desde la puerta, golpeando con todo su cuerpo contra ella para abrirla. Le gritaba a su esposa su inocencia. Él nunca la había engañado con nadie. Él la amaba. Sin embargo, Paula no escuchaba. Estaba ausente, como si su mente se hubiese desconectado de la realidad. Hasta que por fin, la madera de la puerta se astilló, y la puerta logró abrirse. Entonces se escuchó más claro el llanto del niño.

Paula estaba de espaldas a la puerta y al principio no vio el arma.

— ¡Tienes que escucharme, cariño! ¡Te juro que jamás te he engañado con nadie! ¡Y menos con Erika!

— ¡Mentiroso! ¡Siempre el mismo mentiroso! —gritó Paula y al darse vuelta Franco vio el arma, colgando de su mano. Se quedó inmóvil y el terror apareció en su rostro.

—Deja eso, Paula —dijo con seriedad.

—No... Los he escuchado, ya no tienes que mentirme. ¿Qué quiere ella que me digas? ¿Sobre sus relaciones? ¡Ya lo sé! ¡Ya no hace falta que te niegues, porque sé la verdad! Sé de sus planes... puedo imaginarlos, quieres irte con ella y el niño. Pues te aclaro algo, lo harás sobre mi cadáver —dijo Paula con una frialdad espeluznante.

—No lo hagas —sólo dijo Franco, creyó que su esposa iba a matarse. Sin embargo Paula no tenía esa intención—. No he hecho planes ni nada por el estilo. ¡Tienes que creerme! Estábamos... estábamos hablando sobre un médico para ti, un psiquiatra. Estamos muy preocupados por ti, cariño. Erika sólo quiere ayudarte.

— ¡¿Quieres internarme en un loquero para deshacerte de mí?! —chilló Paula fuera de sí, la rabia y el desprecio que sentía por ellos aumentaron.

— ¡Claro que no! ¡No quiero deshacerme de ti, Paula! ¡¿Qué clase de ser humano crees que soy?! —se enfureció Franco—. Sólo queríamos ayudarte.

— ¡No es cierto! ¡A Erika siempre le tuvo sin cuidado mi vida! ¡Sólo quiere arrebatarme lo que yo tengo, como siempre! ¡La odio! ¡Maldita prostituta! ¡La odio! —gritó Paula.

— ¡No hables así! ¡Ella estaba muy preocupada por ti! ¡Erika es una excelente mujer! ¡No merece tu desprecio! —dijo Franco.

Aquello fue el colmo para Paula. Se dio cuenta que su esposo defendía a la otra mujer y creyó ver la mentira en sus ojos. Ella ya no significaba nada para él. Todo era una mentira para deshacerse de ella. Algo en Paula cambió y la ira la desbordó. Tomó el arma y apuntó a su marido.

Franco, horrorizado, dio unos pasos hacia atrás.

— ¿Qué haces? Baja eso...

—No, jamás te irás con ella. ¡Jamás!

—Paula... cariño, baja el arma —intentó negociar Franco, alzando un poco las manos—. No lo hagas. Te arrepentirás toda la vida.

Entonces cometió un error fatal, caminó hacia ella para quitarle el objeto de las manos. Paula perdió el control y el arma se disparó. El tiro impactó en el hombre, en medio de su rostro. La sangre salpicó a Paula y Franco cayó hacia atrás... Estaba muerto.

Paula tuvo un ataque de pánico, con un grito surgido desde sus entrañas mismas miró el arma, cubierta de sangre, y la dejó caer a sus pies en la alfombra. Miró a Franco en el suelo, muy cerca de ella, y se inclinó hacia él, palpándolo.

—No, no... Franco... ¡Franco!

Entonces se dio cuenta de lo que había hecho y tuvo un momento de cordura. Tenía que llamar a una ambulancia. Sobre la cómoda estaba el celular de Franco, corrió hacia él y lo tomó en sus manos. Temblando marcó el número de emergencia. No obstante, se detuvo. El llanto del niño le taladraba los oídos y no la dejaba pensar. ¡No podía pensar!

Desde el teléfono se escuchó la voz de la operadora.

—Hola... ¿Cuál es su emergencia?... ¿Hola?... ¿Hay alguien allí?

Paula no podía pensar, el llanto la estaba alterando. Dejó caer el teléfono al piso y salió de la habitación. Tenía que hacer que el niño se callara la boca. No podía pensar con claridad. Lo encontró en su corralito, empapado en llanto y mocos. Cuando la miró vio miedo en sus ojos.

—¡Maldito y asqueroso mocoso! —dijo Paula, con asco—. ¡Ya cállate! ¡No me dejas pensar!

El niño, por supuesto, comenzó a llorar más fuerte. Su llanto era casi un chillido de terror. Paula se inclinó y trató de tomarlo, pero el pequeño se hizo para atrás. Esto enfureció a la madre.

— ¡¿Yo no soy como ella, no?! ¡¿A mí no me quieres?! —le gritó furiosa, pensando en Erika—. ¡Ya cállate!

Levantó la mano y lo golpeó en el rostro con toda su fuerza. El pequeño cayó hacia atrás y se golpeó en la frente, haciéndose un profundo corte del cual comenzó a emanar sangre. Por un segundo pareció callarse, sin embargo su llanto se tornó más parecido a un chillido de auxilio. Entonces Paula lo tomó en sus brazos y con la palma le tapó la boca para que callara de una vez por todas.

— ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!

El niño se retorcía en sus brazos tratando de soltarse y luego, tan solo unos segundos después, se quedó muy quieto. Paula lo soltó y su cabecita cayó inerte sobre sus brazos. Entonces se dio cuenta de que lo había asfixiado. Su mano era demasiado grande y al taparle la boca también le había tapado la nariz.

La joven madre lo dejó en el piso y lo miró, horrorizada.

¿Qué había hecho? ¡Sólo quería que se callara! ¡Dios, qué había hecho! Se levantó y por primera vez pudo pensar con claridad, sabía que tenía que hacer algo, tenía que llamar a una ambulancia. ¡Urgente! No obstante, en su mente había un quiebre y fue normal para ella llegar a la siguiente conclusión: si pedía ayuda la acusarían por sus muertes.

Se imaginó a Erika señalándola en el tribunal y diciéndole a todo el mundo que lo había hecho a propósito. La odiaría por arrebatarle a Franco y se vengaría de ella. Todos sus amigos iban a enterarse de la infidelidad de su marido. Imaginó el desprecio y la burla de los vecinos. El escándalo que produciría todo... Entonces entró en pánico y concluyó que la única salida que tenía era deshacerse de los cuerpos. No tenían familiares cercanos que los visitaran y podía muy bien decirle a sus amigos del trabajo que había huido con la otra mujer, llevándose a su niño.

Entonces dio media vuelta y salió corriendo, subió hasta su habitación y lo primero que vio fue el celular. ¡Se había olvidado por completo de él! Lo agarró y colgó. Luego se vistió a toda velocidad, con su esposo muerto a sus pies, y cuando hubo terminado lo envolvió en la alfombra en donde había caído, junto al arma. Sin embargo, el siguiente problema que tuvo fue que era demasiado pesado. Miró por la ventana, aún no estaba oscuro, tendría que esperar hasta la madrugada. De todos modos, decidió deshacerse primero del niño. Era más fácil de cargar hasta el auto.

Volvió al piso inferior, lo envolvió en su mantita de ositos y lo cargó en el auto. Como un paquete. Recién entonces se detuvo a pensar. ¡Le costaba tanto pensar!... Fuera la oscuridad comenzaba a extenderse. En unos quince minutos estaría oscuro. Esperó en el auto y cuando estuvo más segura salió del garaje. Nadie la vio. El barrio comenzaba a dormirse.

Pronto conducía a toda velocidad hacia las afueras de la ciudad en donde se extendía un bosque. Pensaba dejar al niño allí, nadie lo encontraría jamás. Luego se haría cargo de su esposo y si Erika aparecía, ya se encargaría de ella también. El pánico de ser descubierta la hizo imprudente, y en una curva cerrada casi choca de frente al ser encandilada por otro auto. Dando un volantazo, se desvió del camino y descendió unos metros por la pendiente del bosque dando contra unos árboles que estaban allí, golpeándose la cabeza con tanta fuerza que perdió la conciencia unos minutos.

Cuando despertó no sabía qué hacía allí. Salió del auto como pudo y caminó tambaleándose al menos un minuto por la ruta hasta que las luces de un auto la iluminaron. Se paró a un costado y un hombre alto salió corriendo. Le preguntaba algo pero Paula no entendía. Todo parecía irreal, borroso. Poco después apareció la policía y la pesadilla comenzó.

¿Comenzó? Pensó Paula, sentada en la cama que le habían prestado sus tíos. La pesadilla había sido toda su vida y ella comenzaba recién a despertar.

No recordó muy bien lo siguiente, sólo supo que se había descubierto todo. La habían acusado y ella había dicho que llevaba al niño al hospital, que todo había sido un accidente. ¿No se le había ocurrido llamar a una ambulancia por el celular? Le había preguntado alguien... No, había respondido. ¿Entonces por qué su celular tenía una llamada a emergencias? La encaró... No lo recordaba, todo estaba muy confuso, había dicho. Había entrado en pánico, no pensó con coherencia. Como en definitiva aquel camino llevaba a un hospital importante de las cercanías, hubo personas que le creyeron. Aquello fue lo que la salvó. Los hechos, sus dichos y su actitud la condujeron a una condena diferente. Alguien creyó que merecía otra oportunidad, los argumentos de su abogado sembraron una duda razonable y fue internada en el prestigioso Psiquiátrico Santa Ana.

No obstante, Paula sabía la verdad... Había mentido, realmente había querido deshacerse de ellos, a pesar de que sus muertes habían sido un accidente. Se sentía culpable. Estaba horrorizada de sí misma. La mentira la asqueaba... Debía haber pagado por lo que había hecho. ¡Por su conducta baja y reprochable!

Comprendió todo, cada pieza del rompecabezas encajó perfectamente en su lugar. El por qué sus tíos se habían negado a acogerla en su hogar. El por qué la vigilaban todo el tiempo. Le tenían miedo... Mucho miedo. Entendió a su tío y sus deseos de que se fuera. Se sintió contaminada, sucia, una basura. No valía nada. Las lágrimas cayeron de sus ojos.

Unos golpes en la puerta la sobresaltaron.

— ¿Paula, cariño, estás bien? —era su tía, su voz sonaba afectada, como si hubiese estado llorando.

—Déjeme sola —dijo con autoridad.

La mujer insistió un tiempo más pero acabó por rendirse.

Paula entendía muy bien lo que había querido decirle la monja, aterrada por todo lo que estaban ocurriendo y que no podía explicar, había confundido las cosas. El niño no era real, había sido una jugada de su propia mente que la obligaba a recordar. La monja sólo lo había visto en sueños. Ahora comprendía todo. Además, se dio cuenta de un detalle: nadie más lo había visto y escuchado. Sólo ella.

Tenía que recordar y había recordado... El doctor había dicho que debía hacerlo... Todos le decían que debía hacerlo. Pero, ¿de qué le había servido? El horror la invadía y no entendía cómo era posible que sabiendo todo sobre su oscuro pasado pudiera ayudarla en algo a progresar... a sanarse. No se sentía mejor, sino todo lo contrario: se sentía enferma... muy enferma.  


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