LA SAGA DE LOS MILENIOS

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LA SAGA DE LOS MILENIOS

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Von JuanRivano8

Saga de Milenios

Juan Rivano

LA SAGA DE LOS MILENIOS

La Saga de los Milenios Novela © Juan Rivano. Lund, 2012.

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Joaquín Albornoz sólo aludió de paso al desarrollo libre del espíritu, pero fue un puñetazo al plexo de Roberto Tironi. Los demás se miraban. No había allí uno que tomara estas cosas en serio. Elisa Bauzá, de atreverse entre tanta eminencia, hubiera sugerido que mejor discutieran el desarrollo libre de los Ferrocarriles del Estado. Algo serio ocurría entre esos dos. El desarrollo libre del espíritu no daba para un exabrupto tan apabullante. Vibró engolada, admonitoria, la voz de Roberto Tironi. Desarrollo libre del espí… Pero, de dónde salió este imbé… – Mire, mi señor… Esas cosas, yo… ¿Cómo decirle?… El milenio, ¿sabe?… Los… los… ¿Cómo decirle?… Los luceros del alba… Yo… ¡Así mismo! No llenaban de vino las copas – las rosadas de “Tarapacá ex-Zabala”, las blancas de “Casillero del Diablo” – y ¡chúpate ésa! ¡Lucero del alba! Tontito en taparrabos corriendo por las orillas del Mapocho. ¡El Reino de los Cielos se ha acercado! Arrepen… Tironi hacía muecas de acidez... Se puede ser tan… Qué se ha creído este… – Su milenio, yo, mi señor… Recogía sus narices como si su palta reina, coronada de langostinos en mayonesa, orlada de pimentón en filigranas y hojitas tiernas de lechuga, fuera el asco personificado. ¿Quién invitó a este señor Alborcuánto? ¿A quién se le ocurrió? Seguro que a nuestro inefable anfitrión Pablo Etcheverry. ¿A quién si no? ¿Pero de dónde? ¿No sería amante de su pequeña Lulú? Está oyéndolo mientras se recorta las patillas ante el espejo. “¿Albornoz? ¿Joaquín Albornoz? Invitable, sí, invitable.” ¡Y ahí lo tienen! Con su desarrollo libre del espíritu. ¡El muy tunante! –…Su milenio, yo, mi señor… Joaquín Albornoz apretaba las mandíbulas. ¿Qué fue con mi milenio, a ver, qué fue? Éste es el tal Tironi, el legendario Tironi, el crédito de la Uni… ¡Ja, ja, ja! Con sus risitas de obispo filibustero, y el salame de sus hondas preocupaciones. A mí me pre-ocupa, preocúpame, señor, pre-ocúpame, Dios mío.

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Pero, entretanto, nadie decía palabra. ¿Qué estarían rumiando? A los anfitriones les saltaban los cálculos en la cara. A Mireya, sobre todo, la pequeña Lulú como la apodaba Elisa Bauzá. ¡Y los otros! A doña Gabriela González, la esposa del gran Domingo Astaburuaga, le bajaban feas las comisuras. Elisa Bauzá se movía nerviosa. Su esposo, Octavio Olavarría, se tiraba el bigote mirando su palta reina. ¿Desarrollo libre del espíritu? ¡Ésa, anda a vendérsela a tu abuelita! ¿Por qué lo invitaron? ¿A él, de todos, con todos estos? ¿Cena de burlas? ¿Fiesta de pitorreo? A ese Pablo Etcheverry le encanta el pitorreo. Anda siempre a las carcajadas por los patios del Pedagógico. ¿Y a quién no le encanta el pitorreo en este país? Muy, muy estrecho se estaba haciendo el comedor. ¿De qué lado volverse con su desarrollo libre del espíritu? ¡Por qué diablos aceptó la invitación! Marcela Köstner, al frente suyo, reía entre Belisario Concha y Gabriel Araya. ¡Ésos también! ¿Qué hacen aquí esos tres? Y este borrachín de Octavio Olavarría, ¿qué monos pinta? Roberto Tironi no parecía en vena de lanzar otra. Dio media espalda a los de su derecha. Sólo Pablo Etcheverry sentado en la cabecera y Elisa Bauzá al frente le vieron todo el fastidio en el semblante ceniciento. ¡Ah, mundito de viernes con sopa de espárragos y palta reina! Ridícula ostentación semanal de afeites y palabras cruzadas. Charadas al florete, estocadas al filete. Comedorcito normando, la mitad al contado, la otra quizás cuándo. Living de mimbre, conchas marinas a granel, redes de pesca colgando en las paredes. ¡Mundito! Ahora, Tironi mira a través del ventanal a espaldas de Pablo Etcheverry. El pequeño jardín interior de la pequeña Lulú. No puede evitar el choque con la mirada de ese Joaquín Albornoz. Resopla. ¿Habrá idiota que le llegue a los tobillos? Y está ahí, al frente, al lado de Elisa Bauzá como lo más natural del mundo. ¿De dónde salió este mentecato con su tango masónico del año ñauca? ¡Desarrollo libre del espíritu! ¿Quién engendra a estos tipos? ¿Cómo hacen para sobrevivir y circular? Mira, fulanito, tu desarrollo libre del e… me lo meto en el c… Sólo faltó que lo dijera en voz alta. Cuando le venía la grande, Joaquín Albornoz castañeteaba el molar con el colmillo. ¿A qué seguir aquí? ¿A cuenta de qué?… ¡Basta, basta! Lo que falta es que salga con la de los tontos graves, la de los monos trepados al árbol de la ciencia. ¡Ésa! La estoy viendo venir. Los monos trepados, colgando de la cola, columpiándose, babeando al aire. ¡Mejor irse! Basta, basta ya. Fingir un cólico, un llamado de urgencia. Eso, un llamado de urgencia que se me olvidó. Que le den la palta reina al gato. ¡Que se la coma el cucho y buenas noches! Por mí no se molesten, sé el camino. Que la pasen bien con el “Casillero del Diablo”, el filete a la no sé cuánto y el no sé qué fricasé. Afuera, noche oscura. Domingo Astaburuaga recitaría, grave y monocorde: La noche americana ominosa, numinosa. Sí, claro, Y la vereda escabrosa. Calle Dublé Almeyda hacia Avenida Macul. Por delante, subiendo hacia lo alto de los plátanos orientales, una andanada de denuestos. Cultura y civilización. Espíritu y libertad. ¡Tamboreo y huifas! – Cuando me calientan la sangre soy capaz de…

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¡Calma, calma! ¿Para qué amargarse? En primer lugar, ¿de quién se trata? ¿Del Papa? Como dice Domingo Astaburuaga, hay que tomar el lugar con su condición. Al toro se le mide por los cuernos y al asno por las orejas. ¡Ja, ja, ja! ¡Ése es el espíritu! Calma y adiós Tironi con langostinos. Síguela a tus anchas. Que te avive la cueca la Elisa Bauzá que no te quitaba el ojo. Que te la tamboree su esposo el Octavio Vinoso Olavarría. Si sirve siquiera para eso. Hasta nunca más ver, crédito de la Universidad. Antes del filete con champiñones, nada de lo que es humano te es extraño. Después del último trago de “Casillero del Diablo” nada te extraña que no sea humano. Bah, mono trepado al árbol de la… – Mire, yo… De milenios y luceros del alba, yo… ¿Y si fuera cierto? Si todo lo que dijo y dejó sin decir fuera… Después de todo, los demás no le ponían mala cara… ¿Y qué, a ver, qué?… A estas alturas del Gobierno de la Revolución en Libertad hasta el mismo Astaburuaga habla de “la encachá” como estilo de vida. ¿Y qué, a ver, y qué? ¡Ja, ja, ja! ¡Cuidado! ¡Hay que caminar con cuidado! Hay hoyos peligrosos por aquí. En ese otoño de 1968, abrieron zanjas a lo largo de la Avenida Macul. Algo debía salir mal sistemáticamente, porque cada dos o tres años desde comienzos de los 50 las abrían, cerraban y volvían a abrir. “Alguien debe estar trastrocando los náufragos con los prófugos” comentaba riendo Belisario Concha, el adorador eterno de Marcela Köstner. Lo decía casi vez por hora, y muy al caso siempre. “No, mi amigo. Alguien está brujuleando con el presupuesto municipal”, respondía Sergio Bahamondes, todo huesudo, moreno, pequeño y mechas tiesas. La antifigura de Belisario Concha, pálido, alto, rubio y melena ondulada. Siempre iban juntos, sin embargo. El gentleman desimplicado y elegante con el rotoemierda marxista-leninista, como comentaba la siempre certera Elisa Bauzá. Año 68, otoño, cenit de la Revolución en Libertad y el Humanismo Integral de los demócrata-cristianos. Y las aceras de la Avenida Macul vueltas a abrir en canal. Desde Avenida Irarrázabal hasta Avenida Grecia. Quizás hasta Rodrigo de Araya, hasta Punta de Rieles. Otoño lluvioso. Zanjas anegadas, otra vez. Había que caminar con mucho cuidado. No fuera que se repitiera lo que ocurrió con ese Gabriel Araya en esos años lejanos del general Ibáñez, ¡ja, ja, ja! Y esto, ¿cuándo fue exactamente? Comienzo de los 50. En ese entonces Joaquín Albornoz más sabía de oídas que de contacto sobre el bestiario del Instituto Pedagógico. Él estudiaba Medicina, ¿qué se creen?

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Tanteando cuidadoso, Joaquín Albornoz va imaginando un cuadro en amplia perspectiva: la ciudad de Santiago vista desde la cima del Cerro San Cristóbal. ¿Cuántas cenas idénticas, palta por palta, filete por filete, se están celebrando en este mismo momento en la ciudad? Yendo de Providencia a Ñuñoa, de Alameda a Blanco Encalada, de Plaza Italia a Estación Central, ¿cuántas botellas de blanco Ex-Zavala y tinto Casillero del Diablo pasan por el gaznate? ¿Cuántas paltas reinas y filetes en salsa y puré? ¿Cuántos Tironis de todos los portes y calañas desenrollan la culebra y venden la pomada? La importancia de vivir, el sentido de la vida, el puesto del hombre en el Cosmos… Y el desarrollo libre del espíritu también, no nos hagamos los… De Tironi pasa a Gabriel Araya. En la cena estaban también con su amor eterno, Marcela Köstner, y su rival multimillonario, Belisario Concha. Cada uno frente a su palta reina. ¡Vaya un trío estelar! ¿Desde cuándo vienen girando y girando? Fines de los años 40, por lo menos. ¿Y de dónde les salió invitarlos a los Etcheverry? Alguna seguidilla universitaria. Si no, qué hacían allí Astaburuaga y su mujer. ¿Cena de burlas? No, Astaburuaga no se prestaría para tonteras. Ni siquiera Tironi… aunque las miradas que le echaba Elisa Bauzá… La memoria se expande en asociaciones sin número. ¡Cómo cambió todo desde esos años 50! La forma de vestir, de hablar. Hasta de pensar. Las faldas se estrecharon, se recogieron y subieron hasta las entrepiernas. Los pantalones se ensancharon hacia abajo, como patas de elefante. Y todos sin chistar siguiendo el amén. ¡Gente frívola! Sin chistar. Mientras salta zanjas, vienen en procesión a la memoria de Joaquín Albornoz, decenas y decenas de figuras haciendo lo mismo a la salida de clases. ¡Qué espectáculo! Cómo gritan, cómo ríen en filas indias que suben y bajan por los montones de tierra apisonada. Belisario Concha viene tras Marcela Köstner equilibrándose con esa elegancia suya. Y tras Belisario, el marxista-leninista Sergio Bahamondes que no quita el ojo de los lindos traseros. – Primero, confunden a los náufragos con los prófugos. Y después, a los prófugos con los náufragos. Para no terminar nunca. – No, compañerito. Pura repartija, como le dijo al búho la lagartija. No me va a decir que en la Municipalidad de Ñuñoa las tienen del porte de las de un toro.

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En ese lejano entonces, cuando comenzó la saga de las zanjas en Avenida Macul, cuando a nadie le pasaba por la cabeza una Revolución en Libertad ni cómo salir de la corrupción en que el país se hundía, Mireya Gómez, Pablo Etcheverry y Roberto Tironi se contaban entre las promesas de la Universidad. El profesor Astaburuaga corregía siempre: “Esperanzas, no promesas”. Sepa Dios por qué. Años después, Mireya Gómez y Pablo Etcheverry se casaron con mucho mar de fondo y quebranto de huesos. El padre de Mireya quería verla casada con un profesional. Con un ingeniero como él o un médico. Hasta un abogado podía pasar. Cualquier cosa, mientras no fuera uno de esos buenos para nada del Pedagógico que estudiaban al dos y al tres para muertos de hambre. Nadie sabía en qué enredos andaba Mireya antes de conocer a Pablo Etcheverry, ni cuáles eran los negocios de éste antes de conocer a Mireya Gómez. A Pablo, unos tipos con facha de matarifes contratados lo buscaron durante buen tiempo. “Es para operarlo de donde él sabe”, terminaron por confesar a los porteros del Pedagógico. La noticia se propagó con la velocidad del sonido. Pablo Etcheverry se esfumó con la de la luz. Marcela Köstner no podía creer. “¿Extirparle los testí…? ¿En qué país de barbarie vivimos?” Belisario, sonriendo al desaire como sólo él podía, le recordó ciertos lances medievales célebres de castración y hasta le detalló los procedimientos con ilustraciones. Marcela quería estrangularlo pero terminó explotando en carcajadas. Entre tanto, en el internado católico de señoritas instalado al frente del Pedagógico, las hermosas se llevaban las manos a la boca y caían de espaldas en sus camas chillando de la risa. Se dividieron al punto en partidos antagónicos: las conservadoras, ¡ja, ja, ja! Y las que estaban por extirpar el mal de raíz, ¡ji, ji, ji! A Mireya le fue peor. Una morena monumental, apasionada, venida directamente desde el siglo pasado, arrebujada en negra capa, le disparó a quemarropa en un café del centro. Parece que era poetisa. Unos cuentan que se escurrió y que los carabineros la alcanzaron en la Estación Central. Otros, que viendo entre el humo de la pólvora que la maldita no caía, iba retirándose, pero a la salida se volvió, separó las piernas y apuntó a dos manos. ¡Pum, pum, pum, pum! – ¡Toma, puta’e mierda! Como suele ocurrir, a boca de jarro y todo Mireya salió ilesa. Pero el entrevero bastó para desestabilizarla por un buen tiempo. Vivía a encontrones con los psiquiatras, las drogas y los periodistas. Éstos la seguían a todas partes. Por semanas llenó las páginas de la prensa sensacionalista. “La académica de las siete lunas”, “Entre la Universidad y Chicago Chico”, “Con la Luger enfundada en la Montaña Mágica”. Así y peores eran los títulos de la prensa roja. Acaso se deba a estos escándalos que de los tres sólo Tironi pasó de promesa a crédito de la Universidad. Además, el hombre era más viejo y si en algunas anduvo en su tiempo y algún percance ocurrió de los muchos que le colgaban, era cosa del pasado y la leyenda cuando el hombre apareció por el Pedagógico. ¿Imaginan una trampa así? Una alfombra otoñal de oro-castaño tendida por el viento sobre las aguas barrosas que llenaban las zanjas abiertas a lo largo de las aceras. Puestos a pensar en grande, a la manera de Astaburuaga, ¿cuántas trampas se forman así, sin ningún tramposo que las tienda? Porque a nadie le va a pasar por la cabeza que el viento sea un

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tramposo. Profundizando más, siempre a la Astaburuaga, ¿se trata de trampas en sentido propio? No hay quién las haya tendido y allí están, a punto para atraparnos. ¡Vaya! Uno puede pasar años cavilando sobre estas cosas sin asomos de una respuesta. Ni qué decir, la cabeza se le puede malear entera. Por ejemplo, cuántos hay dedicadamente y sin tener la menor idea construyendo la trampa de todas las trampas, o sea, su propia tumba. ¡Ésa sí que es grande! Cuidadosamente, dedicadamente, inconscientemente, cava uno su propia tumba. ¡Hay unos imbéciles! ¡Y cuántos hay! – Su milenio, yo, mi señor… Ahí había otra, los milenios. Brotaban como callampas, a partir de la nada. Budismo, marxismo, nazismo. Trampa grande, tonto grande… No, nadie va a quitarte tus puntos, Tironi. – Su milenio, yo, mi señor… ¡Ja, ja, ja! Cierto, muy cierto. ¡Hay unos borricos! Mil años en el país de Jauja donde amarran los perros con longanizas. Basta con que el espíritu se desarrolle libremente y… y… Sí, sí, linda cena de burlas con palta reina. Tironi encajó una como para que le perdonen una docena de las otras. Es un recuerdo preciso. La atmósfera cargada de amenazas. Carlos Ibáñez iba a sacar con vientos frescos de la administración pública a todos esos señores radicales con su masonería corrompida. Antes, ejerciendo la dictadura militar hacia fines de los años 20, había actuado como un caballo esquinado y cabezudo. Ahora, de caballo se transformó en escoba flamígera. Barrería incinerando la corrupción y la inmundicia de Arica a Magallanes. De pronto, se desató un vendaval sobre Ñuñoa. Todo cambió. De un minuto para el siguiente, los árboles desnudos y la Avenida Macul cubierta a todo el largo de oro y castaño. Gabriel Araya salía con Marcela Köstner de sus clases de Historia de la Cultura. Era un curso interesante, fascinante. El profesor iba de un párrafo a otro como si fuera de un milenio al siguiente. Había “momentos culturales cruciales”. Las cosas pasaban de sólidas a plásticas, de plásticas a líquidas. Los números se fluidificaban, el dinero se fluidificaba. Hasta las estatuas perdían tiesura en la fluidificación universal. Marcela Köstner decía fluidez. Era Domingo Astaburuaga el que prefería fluidificación. Gabriel Araya gritaba las novedades por los jardines del Pedagógico y los patios de la Escuela de Derecho. – Todo es fluido. ¿Valores? ¿Individuos? ¡Pamplinas! Cosificaciones, nonadas occidentales. Y, claro, todos se sentían anonadados. Mirando las cosas desde tan arriba, ¿cómo iba a reparar en las zanjas Gabriel Araya? Y vamos a ver: ¿Qué importaban las zanjas ni que abran y requeteabran zanjas? ¡Bah, ábranlas, ciérrenlas y vuelvan a abrirlas hasta que les dé hipo, nonadas municipales!

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Se trata de un recuerdo cargado de recuerdos. Elisa Bauzá diría recuerdo-constelación. Cosas así decía ella, tan original. De un recuerdo se iba al otro. Eran tantos, tantos. ¡Ah, el Instituto Pedagógico! De qué no había allí. Personajes cómicos, tiernos, grotescos, románticos, misteriosos, deprimentes, histéricos, fascinantes. Para todos los gustos. Domingo Astaburuaga diría almácigo de caracteres. “Usted querrá decir circo” le replicara Atilio Valenzuela que enseñaba sicología y se le oponía como el vinagre al aceite. Había también ese Velo de Maya. Llegó al Pedagógico a fines de los años 40 con Gabriel Araya. El Velo de Maya caía sobre todas las cosas, sin perder una. Ocultaba la realidad tras la apariencia, la verdad tras la ilusión. También ocultaba al charlatán tras el catedrático, de acuerdo a los comentarios de Sergio Bahamondes. En fin, que tan bien cumplía sus funciones de ocultamiento el Velo de Maya que hasta se ocultaba a sí mismo, de sí mismo y para sí mismo. Igual que esa alfombra de hojas otoñales que ocultaba las zanjas llenas hasta los bordes de aguas barrosas… Las cosas ocurrieron así: conversando in crescendo apassionato con la hermosa, teutona y valdiviana Marcela Köstner, salía del Pedagógico Gabriel Araya. Sin idea el pobre de la que lo aguardaba. Tampoco hay idea de lo que iba diciéndole a la bella. Algo delicadísimo, salido de las fibras del corazón y de los aires violáceos del crepúsculo cordillerano tendría que ser. En tal guisa trotaba el crédito número uno del Pedagógico tras la valkiria del Calle-Calle que lo llevaba en tranco y en altura sus buenos centímetros (por lo cual no sólo tenía que trotar sino mirar a lo alto mientras hablaba). Y justo al cruzar la verja y salir a la vereda pisó con su pie izquierdo en la alfombra otoñal y… – Gabriel Araya, ¿dónde estás?… Gabriel Ara… Entero desapareció bajo el Velo de Maya. A Marcela Köstner se le engrifó la melena de oro platinado, se le expandieron los azules ojos, se le fue la mano a la boquita pintada, deliciosa, abierta de par en par. Una Rosina tedesca, fredda e inmobile comme una statua. De pronto, como desapareció, apareció de nuevo Gabriel Araya. Había que verlo. Desde los abajos hacia los encimas del Velo de Maya. Mezcla asquerosa de cultura y naturaleza. Fauno corrido, ridículo. Chorreaba aguas fangosas, escupía arena y hojas secas. Más rebuznaba que tosía… ¡Un desastre! Se agarraba del aire, se hundía de nuevo. Frustración de la que se originaba en su boca poética un rosario de garabatos a borbotones. – ¡Hijos de puta! Quién mierda mandó a abrir estas… Marcela Köstner salió también de sopetón del trance. En sus tacones altos, su falda estrecha, inclinándose pulcra y práctica, era la figura exacta de una azafata Lufthansa. ¿Qué ayuda podría prestar? ¿En qué podría asistirlo, herr Araya? Alargaba la mano izquierda, tratando de alcanzar al náufrago.

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– Pásame la ma… Dame, dame la ma… Gabriel, la ma… Pero, ¡ja!… ¡Pero, ja, ja…! ¿Con qué fin se abrieron esas zanjas? ¿Para que Gabriel Araya cayera adentro? ¿Para que Marcela Köstner se pusiera a pensar si no era mejor partido Belisario Concha? No era místico, no era poeta Belisario Concha. No iba a caer en zanjas así no más. Además, los Concha eran los reyes del acero. Claro que si fuera por reyes los Köstner eran los dueños de Valdivia con todo dentro. Curioso asunto el pasado. Los recuerdos se vertebran. Tienen que vertebrarse para formar un pasado. Y con todo así, igual se nos escapa la columna vertebral. Como esas zanjas y los montones de tierra apisonada a sus orillas, a lo largo de las veredas de Avenida Macul. Todo se ordena en torno de ellas, pero nadie las ve. Cientos de estudiantes hormigueaban por las aceras fangosas, despanzurradas. En primavera, se reiniciaban los trabajos. Al mediodía salían en bandadas los estudiantes, haciendo equilibrios, saltando de un borde al otro. Los obreros asomaban las cabezas sudorosas y polvorientas, dándose codazos, riendo y chillando, deleitándose a ras de suelo con las piernas y entrepiernas escurridizas de las muchachas en flor. Tragaban saliva proletaria. – ¡Cuándo en la puta vida me voy a manducar una pollita de éstas! Me dice, compadre, ¿cuándo? Y también eran zanjas y montones de tierra apisonada a lo largo de las aceras lo que irritaba a Joaquín Albornoz cuando, fastidiado con la masonería y el filisteísmo con arrollado picante, Roberto Tironi, flamante crédito del Instituto Pedagógico, no vaciló en arremeter contra el milenio y los luceros del alba. Y puestos a pensar, ¿se abrirían zanjas en el milenio? Y que quede claro: se habla de zanjas, no de zanjas. Habiendo desplegado sus alas el Espíritu, ¿quedará nada por reparar? Parece una pregunta idiota. Pues, de eso se trata. En el milenio, todavía no se ha dicho “Repa…” cuando ya la cosa por su misma esencia milenaria se encuentra reparada. ¡Qué oscuro está! Hay que pisar con cuidado. La noche americana ominosa, luminosa. ¡Ese Astaburuaga! ¡Cuánta palabrería! – Mi señor, su milenio me lo inoculo en el… Mejor retroceder hasta ese poste de alumbrado y saltar desde allí. ¿Cómo será el alumbrado público en el milenio, pagado o gratis? ¿No bastarán las luces del espíritu? ¿Habrá idiotas en el milenio? ¿Habrase visto nunca idiota igual? Sí, tiene que haber muchos. Y más brutos todavía. Pisar con cuidado, pisar con cuidado, que puede ocurrir cualquier cosa y a quién le importa un pito. La noche, la soledad, el abandono. Sí, muy cierto. La noche numinosa, ominosa. Hay muchas cosas que terminan en “osa”, pero son poca cosa para ser ominosas. Hay cosas que terminan en “oni”. Como ser macarroni, caneloni, Tironi. ¡Ah, maldita sea! ¡Cómo hacer con imbéciles así! ¡Hay tantos! ¡Que se te pudra el filete en el casillero del diablo! ¡Ríe, no más, ríe, cara de crucigrama! ¿Tengo un milenio, y qué? Donde nadie saca a manos llenas del presupuesto tengo un milenio, donde nadie se emborracha hasta babear,

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donde nadie… ¡Ahora sí que no hay por dónde seguir!

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– Los recuerdos se fusionan por asociación y forman distorsiones del tiempo en la memoria misma… Cosas así solía decir Atilio Valenzuela. Y así serían. Volvió de Estados Unidos precedido de cierta fama. ¿Fue en 1949 cuando dictó su primer curso de Psicología Avanzada que hizo historia? Sí, asociando y con perdón suyo. Porque Gabriel Araya se acercó al Pedagógico por primera vez ese año. En su zanja cayó en 1951. En esto no puede haber ninguna distorsión. Después de terminar sus digresiones sobre asociación, tiempo y memoria, Atilio Valenzuela se sacudió las manos mirando todavía los esquemas trazados en la pizarra. ¿Satisfecho? Seguro que no. Las soluciones en la pizarra servirían para el Instituto Pedagógico, no para él. Era bajo, de cabeza redonda, rojo de cara, lampiño. Cabello tieso, tupido y todo blanco. De sus ojos, nada se sabía, por las gafas negras que nunca se quitaba. Algunos aseguraban que uno era de vidrio. – Las ideas tienen un lado muy, muy peligroso: su amplitud. Esa era otra de las suyas. Sonreía mirando Dios sabe a quién, pero todos pensaban en Domingo Astaburuaga y esas ideas suyas fabulosas que, como decía Sergio Bahamondes, “le fluían en profusión profusa”. – Vean, por ejemplo, lo que he dicho sobre memoria y distorsión del tiempo. Se puede seguir hablando y hablando. Como en un vuelo sin motor. ¿Es posible un concepto de persona sin pasado? ¿Es posible un pasado sin historia, una historia sin memoria? Pero, ¿se puede tener memoria sin distorsión del tiempo? Ahí la tienen, la gran idea: ¡Se nos metió la distorsión en la persona, en el pasado, en la historia y bla, bla, bla! ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y todo por qué? Por la amplitud de la idea. ¡Mucho cuidado! Sin dejar de sonreír, moviéndose como si no mirara por los antedichos anteojos, se dirigió al pupitre, metió en su maletín libros y cuadernos y se fue casi al trote después de una gentil inclinación. Belisario Concha fue el último en salir. Sentado todavía, miraba el pizarrón sobando

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entre el pulgar y el índice izquierdo el lóbulo de su oreja derecha. Era un gesto suyo. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Seguramente alguna idea amplia, muy amplia. Como se dijo, Gabriel Araya cayó en su zanja en 1951. Muchísimos años antes de esa cena de burlas y paltas reinas en casa de los Etcheverry. Los números no engañan. La cena fue seis años después del intento de Khrushov de instalar misiles nucleares en Cuba. Para entonces, hacía tiempo que habían asesinado a Kennedy y al mismo Khrushov lo habían puesto de patitas en la calle. En Chile, el presidente de la Revolución en Libertad también estaba a un paso de que lo licenciara el Ejército. Otoño de 1968. Roberto Tironi, el de las muecas ante el desarrollo libre del espíritu con palta reina, se había convertido en el nuevo crédito del Pedagógico. El pelo empezaba a ralearle y la revolución cubana a preocuparle. Se presagiaba malo el tiempo para el idealismo académico y el dolce far niente. Tal como en la época de ese general-escoba amenazando incinerarlo todo. En cuanto a Gabriel Araya, que apareció también en esa cena junto a Marcela Köstner y Belisario Concha, sus inquietudes eran otras. Había vuelto de larguísimas y misteriosas aventuras por el sur de Chile. Y de Marcela Köstner, que desapareció también por ese tiempo, se decía que lo había seguido y… ¡Oh, qué de idilios y cosas de las Mil y Una Noches se contaban! Ahora, de vuelta, casada mitad con Belisario Concha, mitad con Gabriel Araya, los sacaba a lucir juntos y por separado en fiestas y espectáculos. Pero, hacía años ya que la valkiria del Calle-Calle se había dejado de tonteras. De mucho antes que Gabriel Araya y de muchas más. Con decir que ya ni de Spengler hablaba. Fue desde comienzos de los años 60, cuando comenzó a distanciarse de Domingo Astaburuaga nadie supo nunca por qué. No más oír especies como “impulso fáustico”, “prurito de consumación”, “sed de absoluto”, vinieran de donde fuera casi escupía su “¡tontera, tontera lisa y llana!”. Y Sergio Bahamondes comentaba feliz que era sólo por higiene de su linda boquita que no empleaba el verdadero nombre de la cosa. Ahora, la misma cuestión de la tontera lisa y llana se le estaba planteando con urgencia a Roberto Tironi. Era entre andar con tonteras, dejarse de tonteras y revolución cubana. El “prurito de consumación” pasaba de comezón figurada a comezón real. El hombre no se sentía seguro. Se sospechó, no mucho después y se verificó más adelante, que aquí estaba el quid de esa explosión suya, cuando en casa de los Etcheverry sin decir agua va se echó con todo el cuerpo sobre ese pelagatos, Joaquín Albornoz. Cierto que no sólo a Tironi se le enredaba la madeja. Se le estaba enredando a medio mundo. No que se enredara nadie, eso no. Era la madeja la que se enredaba. No había manera de reconciliar las dos operaciones, andar con tonteras y dejarse de tonteras. Pero así como venían las cosas con la revolución cubana y la barahúnda que se estaba armando en las universidades europeas y americanas era muy claro que para dejarse de tonteras no quedaba más que meterse en tonteras. Ahí estaba la paradoja y ahí era donde Roberto Tironi, con todo lo que se perecía por las ambigüedades, sentía rabia y ganas de dar de patadas a su palta reina. Pero había más. Para Astaburuaga – diciéndolo con la fraseología köstneriana que la suya era para la Pitia en Delfos – entraba en la misma esencia del chileno una especie de tríada

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dialéctica: andarse con tonteras, dejarse de tonteras y volver a las tonteras. – En la esencia esencial del chileno hay una dialéctica de la tontería. ¡Muy cierto, muy

cierto!

Esa era de Sergio Bahamondes, como se cae de redondo. El marxista-leninista, que seguía dando sus vueltas por el Pedagógico después de tantos años de egresar, decía estas tonterías anti-Astaburuaga sin quitar sus ojos de mandril muerto de ganas de las piernas de una vendedora de la Librería Universitaria. Más parecía ir allí por esas piernas que por las novedades literarias del idealismo en su última etapa imperialista y nihilista. Belisario Concha no le veía el chiste. La tontera, prurito de consumación, desarrollo libre del espíritu o como fuera que la llamaran, era cosa de amplia manifestación cultural. Que no se engañara Sergio Bahamondes. Estaban ante una categoría astaburuáguica. – Köstneriana, mi amigo, köstneriana. Nada de saqueo de méritos. – Como sea, ¿no te parece que encaja en grande? ¡Aplícala a los políticos! Sergio Bahamondes no se veía interesado en aplicar nada como no fuera algo muy personal entre los muslos deliciosos de la vendedora. Qué cierto lo que observaba Marcela Köstner. ¡Cómo iba a ser marxista ni leninista “ese mandril caliente con la lengua afuera que no se pierde culo por la vereda hasta que da la vuelta a la esquina”! Belisario Concha, casi veinte años después, no termina de decidirse entre las ideas muy amplias de Domingo Astaburuaga y las admoniciones positivistas de Atilio Valenzuela. Andarse con tonteras o dejarse de tonteras. Por su parte, Gabriel Araya seguía defendiendo a Astaburuaga, el crédito de los créditos. ¿O simulaba, y por dentro se moría de risa? – Cuando se trata de cuestiones serias, lo que tienes que hacer en este país es correr a tocar el timbre al chalecito de Domingo Astaburuaga. Es una casita muy mona con las espaldas vueltas a la Cordillera. Por La Reina, arriba. Allí hay que ir. Aguantarse el vendaval retórico y las ganas de rajarse de risa. Hasta que, tate, ¡abracadabra! Nunca falla. ¡Ah, no es un decir! ¡Al hombre el país le queda chico, muy chico! No, no es ironía. Aunque tampoco voy a negar que es un vanidoso del porte del San Cristóbal. Fue el comentario de Gabriel en ese tiempo, cuando Belisario Concha yendo los dos en coche a Concepción, trataba de averiguar qué ocurría con Roberto Tironi que andaba tirando paltas reinas a la cara de la gente no más les notara un cachito de revolución cubana. Mirándolo de soslayo y con recelo trataba de adivinar la temperatura de Gabriel Araya. ¿Se le reiría en la cara? ¿Iría con el cuento donde Marcela? – ¿Qué me dices de pasar de una tontera a otra? Gabriel Araya guiaba tarareando algo en italiano.

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– ¿Cómo?… ¡Perdón!… ¿Pasar de qué? – De una tontera a otra. Pasar de una tontera a otra. – Y eso, ¿por qué? – Pienso yo… Mateo, Pablo, Agustín, Lutero… En fin, toda esa gente. – ¿Qué quieres decir? ¿Que pasaron de una tontera a otra? – Bueno… – ¡Ésa sí que te salió grande! De una tontera a otra… Agustín de una tontera a otra ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Te oyera Marcela! – ¡Pero, si es cierto! Toma “El Origen de las Especies” y dime después si no resultan tonteras a la letra. – O sea… Déjame ver. En qué tonteras anda nuestro Astaburuaga… Fue entonces cuando Gabriel Araya insertó su elogio a medias de Domingo Astaburuaga, “ese monstruo de vanidad, esa entre callampa y orquídea gigantesca que sólo en la vastedad e impunidad infinitas de nuestro continente puede salir al aire como si tal, ¡ja, ja, ja!” Belisario Concha se acariciaba delicadamente un bigote que ya no tenía por orden de Marcela Köstner. Vastedad, impunidad. Ideas amplias, muy amplias. Justo, Domingo Astaburuaga decía que una cosa iba con la otra, que la impunidad era un corolario de la vastedad. “Claro, muy claro”, comentaba Sergio Bahamondes aguantándose la risa, “sobre todo en el campo, donde no hay un retén de carabineros en cien leguas a la redonda.” Ideas amplísimas. Gabriel Araya, sin quitar el ojo del camino que de un kilómetro al siguiente había cambiado de milenio y sólo faltaba que en la próxima curva apareciera un dinosaurio, decía que no, no, que las ideas de Astaburuaga podían ser todo lo amplias que criticaba Atilio Valenzuela, pero en ningún caso vacías. Eso no. ¡Cómo estaría riéndose Atilio Valenzuela en su nicho del Cementerio General! El vuelo sin motor, el bla bla bla hipotético-deductivo de los charlatanes de un cuanto hay. – En este país, mi señor, dos y dos son cinco ¡y qué jué! Sí, cierto. Pero cuando Domingo Astaburuaga se enojaba decía lo mismo. Y sin tener que ir a Estados Unidos para saberlo. “Carencia de vínculo”, decía Astaburuaga, “ceguera de

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prójimo”, “impotencia moral”. ¿No era cierto y requetecierto? ¿A quién se le daba un bledo de nada, de nadie? Él mismo, sin tener que ir más lejos, don Belisario Concha. A un paso de cumplir los cuarenta y todavía parloteando sobre la primera estupidez que se le ocurre. De una tontera a otra. ¿Estaba tomándole el pelo Gabriel Araya? ¿Y qué, si estaba? ¿Él se acariciaba un bigotito que no tenía, verdad? Marcela Köstner ordenó afeitarlo. ¡Marcela Köstner! Ahí tenían una más. En el momento en que le viniera en capricho pasaba de señora de Concha en Santiago a señora de Araya en Concepción. Cuando se le ocurriera y todos tan contentos. De una tontera a otra… ¡Uf, qué idiotez! – ¿Te acuerdas de Atilio Valenzuela, de las ideas amplias? – Sí, que su defecto era su exceso, ¡ja, ja, ja! – ¡Que muriera un hombre así! – Una gran pérdida. – Una vida sin terminar… ¿Qué piensas tú? – ¿De qué? ¿De las ideas amplias? – Sí. ¿Qué piensas? – Bueno… – Yo pienso que estamos hasta el techo de ideas amplias. – No es para tanto. Toma el caso de Astaburuaga y su crítico cotidiano. Ese amigo que te echaste, Sergio Bahamondes. – ¿Qué hay con eso? – Cuando Astaburuaga dice que la soledad acarrea impunidad, el miope de tu amigo cree que lo pone en ridículo denunciando la escasez de retenes en el territorio. ¿Has visto idiotez igual? – O sea que… – El problema de las ideas amplias no es su amplitud. El exceso de idiotas sueltos, ése es el problema.

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Decir juntos Atilio Valenzuela y Domingo Astaburuaga suena muy mal. Como decir lengua y bisturí. Y a propósito, contaban que un día Astaburuaga requirió el apoyo de Valenzuela para un suplemento de presupuesto. Unos milloncejos, decía Astaburuaga, para terminar una investigación que culminaría no decidía aún si en Madrid o Toledo, lo que es decir si en Velásquez o El Greco. Tenía por fuerza que inclinarse ante Valenzuela, presidente en ese tiempo de la Comisión de Investigaciones Universitarias. Astaburuaga, como es él, le daba vueltas y vueltas al asunto. Telefoneaba a medio mundo a propósito de lo que fuera, pero sin otra meta que tantear el terreno. Si del otro lado del teléfono llegaba información sobre el dinero que quedaba del presupuesto de investigación, era gracia del otro, de ninguna manera curiosidad suya o favor que pidiera. Llamaba estrictamente por lo que llamaba, no desde los subsuelos o el entretecho de los propósitos velados. Eso de ninguna manera. Así – y era una de sus frases de adopción – si no por las partes de que constaba, por las relaciones de las partes, iba definiendo el terreno y sus posibilidades antes de dar el gran paso y telefonear directamente a la bestia. ¿Era tan bestia como lo pintaban? ¿Cómo iniciar la conversación? ¿Partir con El Greco y terminar en Velásquez o partir con Velásquez y terminar en El Greco? ¿No sería mejor partir por la señora esposa de Valenzuela y sus respetuosos saludos y seguir por la suya, el hogar, las responsabilidades? ¿No se estaría complicando demasiado? Como un vulgar funcionario chejoviano. Se decidió por fin. ¡Vaya! El profesor Atilio Valenzuela estaba encantado de oír su voz. ¿Qué? ¿Comisión de Investigaciones? ¡Claro, claro! ¿Qué, cómo, dónde? Sí, claro, sí, vería. Lo citó para el día siguiente a las ocho de la mañana a un viejo pabellón de Medicina en la calle Panteón. ¡Ocho de la mañana! “Eso es de madrugada”, protestó su mujer, “¿qué se cree ese señor? Y Panteón. ¿Qué lugar es ése?” No alcanzó a desayunar. Y después se dijo que fue por ir en ayunas que ocurrió el percance. Lo condujo un portero que hablaba sin parar abriendo puertas y guiándolo por pasillos que no terminaban nunca. “¡Por aquí, profe, por aquí!” Quería saber qué opinaba el profe sobre las próximas elecciones. “Volvería el… el… caballo” El profesor Astaburuaga le dijo que todos los caballos vuelven a la querencia y el portero se detuvo en seco y se volvió. – ¡Todos los caballos vuel…! ¡Ésa sí que estuvo buena, profe! Estos detalles de la historia de Domingo Astaburuaga y el bisturí de Atilio Valenzuela se conocen justamente porque fue ese portero quien los echó a rodar. Contaba que no se le pasó por la cabeza que el caballero no fuera médico como todo el mundo. Avanzaron hasta el

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último pasillo, el más sombrío de todos. Astaburuaga llevaba rato ya divagando sobre Kafka. El portero se ayudó con el hombro para abrir un enorme portón que colgaba peligroso de sólo un gozne. “¡Adelante, adelante!” gritaron desde dentro como si estuvieran de fiestas y desde las tinieblas, todo de blanco, pero con un asqueroso y sanguinolento mandil colgándole del cuello, emergió Atilio Valenzuela. Practicaba su segunda autopsia de la mañana. Astaburuaga, más que vio, adivinó hileras de mesones cargados de cadáveres. ¿Qué se habían hecho sus rodillas? Valenzuela se le venía encima: – ¡Adelante, hombre, adelante! Alzaba el bisturí con la derecha y con la izquierda aferraba la derecha de Astaburuaga que con la boca abierta tragaba vapores de fetidez imposible. ¿Dónde había venido a dar? Valenzuela no lo soltaba. Con una especie de llave de judo lo inmovilizaba, lo doblaba sobre un cadáver verde-amarillo abierto en canal. ¡Dios de los Cielos! El precio de su peregrinación a Toledo vía Madrid. No, ¡faltaba todavía! Valenzuela le metió el bisturí entre los dedos cerrándole la mano con fuerza. Que lo agarrara bien, que lo empleara. ¿Que no sentía curiosidad por saber dónde estaba “el ansia fáustica”? El portero que contaba la historia esa tarde en el “Quitapenas” de calle Olivos imitaba a Astaburuaga dando tumbos con la asfixia del formol, el estiércol y toda la sangre. – Cuando vio venir el bisturí, anda si no pensó que lo refajaban ahí mismo. Cayó a plomo, con los ojos de este porte y los vómitos hasta en los bolsillos del chaleco, ¡Diosito lindo! Si no fue así, así lo contó el portero. O los que lo contaron después. Del “Quitapenas”, la historia pasó a “La Piojera” por la noche. Y de “La Piojera”, al “Negro Bueno” por la madrugada. De allí saltó a primeras horas de la mañana a la Casa Central, de donde salió en mil versiones a los cuatro vientos y con tal coro de carcajadas que apenas se oía el otro ruido que avanzaba en sentido contrario con el anuncio de que el general-escoba venía corriendo en sus cuatro patas a matacaballo, que se prepararan porque llegaba la grande y no iba a quedar títere con cabeza. Como ésta del bisturí, había muchas anécdotas. Parecían inventadas todas, aunque muchos insistían contándolas en su veracidad. Como el portero, todos juraban besándose los dedos en cruz. Por ejemplo, aquella del estudiante de Ingeniería. Un tal Rodolfo o Rolando. De un día para otro apareció en las clases de Atilio Valenzuela que se lo sacó elegantemente de encima tirándoselo a Astaburuaga por la cabeza. Lucía este Rolando o Rodolfo una expresión de martirio permanente que intrigaba y atraía a las muchachas. Todas se preguntaban quién era, en qué andaba. Comenzó a expandirse un rumor. Rodolfo amaba intensamente pero no era correspondido. ¡Oh, qué romántico! Las chicas del Pensionado Católico se dejaban caer sobre las camas echando sus lindas piernas al aire. Rodolfo llamaba de casa en casa. Contaba sus penas, protestaba, lloraba. Ya se había llegado al punto en que sus amigos estaban por resolverle su problema a palos o corriéndolo a balazos cuando desapareció de la escena. ¿Se habría suicidado? ¡Qué respiro! Pero no. Volvió después de un tiempo y peor que antes. Había recorrido la serie entera: el tren, el gas, el veronal. Todo inútil. Alguien le dijo que era un caso

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típico: Estaba más claro que la mañana. Todos esos intentos frustrados de suicidio demostraban su amor por la vida. Amaba la vida sin saber que la amaba. Amaba la vida por sobre todas las cosas. En particular, sobre las veleidades del amor. ¿Qué es el amor? Ilusión, vanidad, ta, ta, ta, ta. Era axiomático: suicidio frustrado, cualquier cosa menos suicidio. Lo que ocurría no era ningún misterio. Rolando no tenía conciencia de lo que había en su inconsciente, que por algo es inconsciente. Y fue así como el hombre comenzó a interesarse por su alma, su espíritu, su pensamiento. Pero antes de su encuentro con el inconsciente, algunos compañeros que estaban muy por encima de los animales de Ingeniería le dieron una dirección y un nombre espiritual y poderoso: Zulma la Vidente, famosa en todo el barrio Franklin y más muy más allá, hasta llegar a San Bernardo y Puente Alto. Para Rolando fue toda una experiencia. Tanta, tanta fama y él sin la menor idea. La gran vidente le aseguró, previa entrega de una gorda primera cuota, que haría transitar su alma, durante las altas horas de la noche, desde su cuerpo al lecho de la mujer adorada, entrar en ella y conquistarla y poseerla mientras dormía. Rolando se sintió transportado a los cielos y puntualmente estaba en su lecho en el momento de la experiencia cúlmine. Pero no hubo nada a la primera. Ni a la segunda ni a la tercera. Empeñó desde su reloj hasta sus instrumentos de precisión. Pero inútil. Había disturbios en la atmósfera, había poderosos espíritus contrarios custodiando el lecho de la amada durante toda la noche. Cerraban filas y lanzaban conjuros egipcios, babilonios, de un cuanto hay. Las almas altivas de los hermanos de la bella se sumaban al cerco. En fin, que allí no entraba un alfiler, mucho menos lo que se proponía meter Rodolfo… o Rolando. Las señoritas del Pensionado Católico se persignaban, se mordían las uñas, no podían

creer.

– ¡Señor de los Cielos, qué terrible! – ¡No te puedo creer, no te puedo creer! Alegaban, se asustaban, juntaban las piernas. ¿Así que a la menos pensada las podían penetrar mientras dormían? ¿Y ellas como si nada? – ¿Y qué más, qué más? Zulma echaba y volvía a echar sus cartas. “Curioso, ¡qué curioso! Los signos no pueden ser más claros. Aquí hay enormes poderes en contra. No queda otra explicación. Así como ella es la mujer de sus pensamientos, así es usted el hombre de los pensamientos de ella.” Tiene que haber sido en este punto que Rolando saltó de la brujería a la psicología transformándose en asiduo asistente de las clases de Atilio Valenzuela que no ponía ni buena ni mala cara. Más de un pájaro raro aparecía en sus clases de vez en cuando. Una tarde, después de la clase, se decidió Rolando. Valenzuela guardaba sus libros y notas. – Profesor, podría decirme, ¿el pensamiento es finito o infinito?

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¿No era para deshacerse en conmiseración? Qué ideas criaría el pobre muchacho en esa cabeza suya? Pero, por lo visto, Atilio Valenzuela no disponía de tiempo para compartirlo con los pobres de espíritu. Apenas vaciló la mitad de un segundo. – Su pregunta es demasiado profunda para un vulgar profesor. Acaso personas de la estatura de un… sí, de un Astaburuaga, puedan sondear en esas aguas. Rolando no perdió tiempo y voló al pabellón de Sociología. Era el momento preciso. Domingo Astaburuaga salía de clases rodeado por la crema de sus discípulos. – Profesor Astaburuaga, don Atilio Valenzuela dice que es pregunta para usted: ¿El pensamiento, profesor, es finito o infinito? Se oyeron voces ahogadas. Pablo Etcheverry se sujetaba apenas y Elisa Bauzá soltó un ahogado ¡ji, ji! Pero, Astaburuaga tampoco demoró un segundo. Qué se creía ese Freud de pacotilla. Le debía el viaje a Toledo vía Madrid, cierto, pero la del bisturí no se la perdonaría nunca. – Mire, señor, ésa es una idea amplia, muy amplia. Si me pregunta usted si es infinito el pensamiento del profesor digamos Valenzuela, le diría que en un sentido no caben dudas de que es infinito. Así corría la leyenda. Atilio Valenzuela punteaba sus gráficos estadísticos observando al microscopio rebanadas de encéfalo. Astaburuaga, mirando las mariposas desde su estudio abierto al jardín divagaba sobre “la gradiente fáustica de la hipérbole cultural gótica cuyo eje de asíntota se pierde en el infinito”. Esto último, la verdad, era parodia de Sergio Bahamondes. Pero había quienes querían ponerle música. Los alumnos de los cursos generales tenían que digerir en un mismo período escolar las opuestas cosmovisiones de los dos catedráticos: el Edipo de Valenzuela y el Fausto de Astaburuaga. Por todas partes se hablaba de “los dos”. En tonos diferentes, pero siempre con mucho ruido. Hasta en la prensa se hablaba a veces de las dos luminarias del Pedagógico. También las señoritas del Pensionado Católico tenían una palabra que decir sobre “esos… dos”. Los jóvenes de los círculos masónicos se mordían la lengua. Los comunistas, cuando se atrevían a asomar las narices fuera de la clandestinidad, hablaban con displicencia como si el par famoso no fuera más que resumen complementario del idealismo imperialista en su fase final. Pero, ¡les quedaba muy poco! Ya su tumba estaba a punto. La oposición de “los dos” fue prendiendo desde el arribo mismo de Atilio Valenzuela que en el momento de inaugurar su cátedra desempaquetó la cuestión sexual y la puso sobre el pupitre para que la vieran todos. Por miedo de desaparecer en el montón, no le quedó más a Astaburuaga que aceptar el reto. ¡Maldita sea! Vivía tan tranquilo. Sus soliloquios discurrían sin interferencias. ¿El marxismo? Expiraba en las garras de la Ley de Defensa de la Democracia. ¿El freudismo? No iba más allá de la pedantería de café.

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Pero, todo fue cambiando desde el arribo de Atilio Valenzuela y en el curso de un par de semestres se vio a Domingo Astaburuaga tomar el trote, el galope, la carrera. Sexo, sexualidad, sexología. A la vuelta del año, ya se complementaban “los dos” en un duelo de estridencias eróticas del que nacían trances, poemas, cuentos, habladurías y disputas de nunca acabar. En el Pensionado Católico no sabían qué hacer con las abominaciones sexuales sin nombres que las señoritas tenían que aguantar a ese depravado de Atilio Valenzuela. ¿Dejarlas tal cual, ocultas en sus diarios de vida o encararlas reforzando el equipo de directores espirituales? Es que era demasiado, ¡demasiado! Nunca, nunca visto, ni en pesadillas. ¡Envidiar el pene del hermanito, sentir celos de la mamá, deseos de… de… matarla y… y… acostarse con el papá! Señor de los Cielos, qué horror, qué cosa más horrible. Elisa Bauzá y Mireya Gómez iban juntas a sus vueltas por el Pensionado Católico. Tenían que aguantarse la risa con las monjas al aguaite. Volvían con sus noticias calentitas. ¡El Pensionado ardía con el escándalo de “esos dos”! Sobre todo por la envidia del pene y por las ganas inconscientes de… de… fornicar con el papá. ¡Que no hubiera modo de deshacerse, de echar a las llamas a ese Valenzuela con su ayudanta diabólica, una tal Maggie Silverstein! ¿De dónde salió ese monstruo? Increíble que una mujer… La Directora del Pensionado se santiguaba, tronaba. – ¡Cómo puede tolerarse esta especie de corrompidos en la Universidad! Las amigas católicas de Elisa y Mireya tenían té calentito en los termos y paquetes con galletitas de limón. No paraban de hablar mientras llenaban las tazas. – Esto es lo que resulta de esos radicales. ¡Materialistas y ateos! – Es la ruina moral del país. ¡Qué cuadro! – No hay para dónde darse vuelta que no aparezca un pene. – ¡Niña! – ¡Pásame el azúcar! – Digo yo: Además de asquerosos y depravados, estúpidos. Totalmente estúpidos. – ¡Claro, pues! – ¡Con mayúsculas! Estúpidos y estúpidos. ¿A quién, me dicen, a quién va a darle envidia una cosa que no ha visto nunca? ¡Hay que ser un cretino! ¡Depravado y cretino! – Y un monstruo así tiene hijas…

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– ¡Nooo! ¿Tiene hijas? ¡No puede ser! – Dos tiene. Y preciosas. – ¡Las pobres! – ¡El padrecito que les tocó! – ¿Más galletitas? – ¡Y esa ayudanta que tiene! – Silverstein, Silverstein… ¿Judía? A Domingo Astaburuaga no le iba mejor. Para las partes más escabrosas recurría al latín, al francés. Desaparecía detrás de montones de libros acumulados sobre el pupitre, Las confesiones de Agustín, las de Rousseau, de Casanova. Leía sobre don Juan en mil versiones a cuál más picante. Engolaba la voz leyendo largos pasajes del Banquete, Satiricón, Decamerón. ¡Las cochinadas que leía con sonsonete académico! ¿Depravación? Ahí estaban las orgías bacanales, las violaciones de Zeus. Qué decir de las frivolidades de Helena, los celos salvajes de Fedra, el banquete de Atreo, la infidelidad asesina de Clitemnestra. ¡Y la Biblia misma! ¡Qué cuadro de depravaciones! Judith decapitando a Holofernes en el lecho tibio todavía de sus abrazos y excesos. Las astucias libidinosas de Salomé y Dalila. Las hijas incestuosas de Lot, emborrachando a su padre para poseerlo. Sí, asimismo, poseerlo y no vengan con bemoles. Y la corrupción de Sodoma y Gomorra. ¿Qué me dicen? Por todas partes castración, adulterio, homosexualidad, incesto, violación, degeneración. Para decir las cosas como son y hacer justicia, Astaburuaga gustoso diera un brazo por evitarse toda esta basura. Pero Valenzuela no le daba respiro. ¿Que se llevaba el dedo a las narices? ¡Masturbación, mi señor, masturbación! ¿Que eludía las salidas estrechas? ¡Castración, mi señor, castración! El Pedagógico se sexualizaba entero. O entregar las herramientas o fornicar con el mundo entero. Toda la Universidad aguardaba conteniendo la respiración. ¿Cuál pene triunfaría, el de Valenzuela o el de Astaburuaga? Desde el comienzo, Astaburuaga dejó bien en claro una división fun-da-men-tal de los placeres sexuales. Porque una cosa es copular con la mujer legítima y otra radicalmente distinta hacerlo con la primera que pasa. Algo que, empero y hasta cierto punto valía también en la dirección opuesta. Quizás qué quería decir con esto último, pero los varones sonreían guiñándose mientras las mujeres silbaban. “¡Machistas, machistas!” Sergio Bahamondes poniéndose de pie hacía reverencias y gestos provocadores a las dulces enemigas. – ¿Cómo lo querrían las señoritas? – ¡Cállate, alacalufe leninista!

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En estas justas, ponía los ojos tristes Astaburuaga. No eran los suyos propios. Se le agrandaban con los anteojos de lectura que le desvanecían la expresión. Iba con su mirada de un extremo a otro de la audiencia. ¿Tendrían idea de nada? Verdad que muchos, casi todos, no entendían una jota de lo que decía. Pero muchos también, sin comprender, no dudaban de que el hombre decía algo y que los burros eran ellos. Una paradoja para que la enredara más todavía el mismo Astaburuaga. En ese tiempo en que con tanto ruido ideológico inició sus clases de Psicología Avanzada Atilio Valenzuela, en que los grupos en pro y en contra se formaban en un dos por tres y se iban a las manos a la primera por culpa de esa “inserción foránea de materialismo en la Casa de Bello”, el país se encontraba sin brújula y en plena tempestad. Al borde del naufragio y toda la consabida alegoría. La tripulación desesperada no veía más que dos respuestas al reto o desafío según empezaban a nombrarse estas cosas: o se echaba el lastre por la borda o se iban todos a pique. Como es tan frecuente en situaciones así, las opiniones no coincidían sobre lo que era y lo que no era lastre. Los grupos antagónicos antagonizaban y valga la redundancia, como acostumbraba decir riendo Pablo Etcheverry, y andaban insultándose a gritos con el principio de identidad (Etcheverry otra vez) – ¡Lastre, parásitos, basura! – ¡Basura, lastre, parásitos! No era la primera vez. Ni la última como se vio y volvió a ver. Astaburuaga daba un vistazo a su reloj. Nada más simple. Una división tajante sí la hay. De una parte, placeres intramaritales, monógamos, recatados, rutinarios. ¿El resto? Extra, extramarital. Un muchacho alto, enjuto de cara, tieso de pelo, sacó un vozarrón que nadie le había oído. Quería saber si… – …las relaciones extramaritales pueden darse aunque las personas no sean casadas… ¿Me explico? ¿Qué?… ¿Qué dijo? Las muchachas pararon la oreja. Más de un varón se puso turnio. Las miradas iban y venían de Astaburuaga al mechudo, del mechudo a Astaburuaga. – ¡Qué interesante, qué interesante! Astaburuaga se concentró en su reloj. Un rictus hacia abajo le afeaba la cara, más de lo fea que era. Veamos, veamos, ¿qué se puede hacer con este bruto? Por lo visto, ya comienza la chacota. Está oyendo a los bellacos: – Las únicas relaciones verdaderamente extras son las extras.

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Como si no bastara, se colgó a la disputa otro alumno varón: – Lo que importa, lo que verdaderamente importa, es saber si el placer extramarital se lo pueden procurar del mismo modo el hombre que la mujer. ¡Terremoto! Las señoritas gritaban “¡Sí, sí!” riendo y chillando. ¿De dónde les nació este héroe? Los muchachos no podían creer. ¡Un traidor ad portas! No oyeron el timbre ni repararon en Domingo Astaburuaga que se esfumó. En esos años – de guerra fría, carrera nuclear, espías y búsqueda desesperada de alternativas para Occidente en crisis – Domingo Astaburuaga daba por axioma la superioridad de Alemania sobre todo el resto de la humanidad. ¡Así mismo! Y aunque nadie lo crea. Para músicos, pensadores y poetas, Alemania por delante de todos. Pero en primer lugar la Filosofía Alemana de la Historia. Sergio Bahamondes decía que nadie sabía si el gran hombre se acostaba con Goethe y se levantaba con Fichte o si se acostaba con Fichte y se levantaba con Goethe. Crucigrama délfico. En cuanto a Atilio Valenzuela, cuando se le cruzaban ideas grandes en el camino, sacaba su mejor sonrisa, embutía el cigarrillo en la boquilla, encendía su lighter americano alzándolo como una antorcha de la libertad y se echaba a sus anchas en el amplio sillón de su estudio. Durante unos segundos iba y volvía entre el lighter y el cigarrillo. Era todo un señor, Atilio Valenzuela. Anillo de oro macizo y labrado en el meñique, rubíes como almendras engastados en las colleras y una perla sobre una rama de laurel de oro en lo ancho de la corbata. El traje le caía perfecto y nadie podía imaginarlo vestido de carnicero y cuchillo en mano en las mesas de autopsia. Caminaba rápido y echado adelante. Siempre escaso de tiempo. Por fin encendía su cigarrillo y aspiraba profundo. Daba gusto verlo a sus anchas. – La Filosofía de la Historia, mi señor, puede ser alemana hasta los tuétanos de los huesos. Sí, puede ser. Y vea, usted, mientras más alemana sea, más buena para nada es. ¡Dos guerras mundiales, mi señor, dos! ¿Me dice quién viene haciendo la historia en este siglo? ¿No es para pensar un rato? Mientras en Europa los filósofos de la historia salen hasta en la sopa, en los Estados Unidos se hace historia. Cuando Belisario Concha le traía estas noticias, Marcela Köstner movía la cabeza. Ese Atilio Valenzuela no tenía idea de nada. Sergio Bahamondes también movía la cabeza. “¡Pobre hombre!” Y así, por opuesto rechazo ideológico, tanto Marcela Köstner como Sergio Bahamondes recibieron su formación se puede decir bajo los aleros de Astaburuaga. Hasta cierta simpatía por la lumbrera del Pedagógico le nació a la valkiria del Calle-Calle. No faltaba a una de sus clases. En las lecciones de Sociología Avanzada, Astaburuaga pedía a Marcela que leyera los pasajes en alemán. Era un placer oírla, decían todos, aunque no se entendiera una jota. Leía de Spengler sobre el peligro eslavo, la revolución de color y la última oportunidad. También colaboraba Tironi leyendo a Vico en italiano y hasta sus líneas de Heródoto y Plutarco. Astaburuaga sonreía complacido. En ese tiempo de los escándalos freudianos – cuando el general-escoba venía al trote y

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nadie sabía qué iba a ser del país – Astaburuaga no se atrevía siquiera a decir “placer”. Ni aunque lo encañonaran. Después, muchos años después, ¡quién lo creyera! llegó al extremo de decir “descueve”, “cha’e tu madre” y “¡qué tenih, huevón!” en una misma tirada. Pero no entonces, por ningún motivo. Ni siquiera se sentía a gusto diciendo “plaisir”. Una cosa era la “souffrance” que trajo Tironi y que sonaba tan bien y otra el “plaisir” por más bien que sonara. Antes de los años cincuenta, Astaburuaga decía solamente “hedonismo” y “hedonista”. Ponía una “concupiscencia” por aquí y una “líbido” por allí, pero enrojecía. Andando el tiempo, se dejó influir por las intervenciones cultísimas de Tironi y comenzó a decir “edoné” y “edonai”. Los alumnos se relamían como si fuera manjar. Estaban convencidos de que había un no sé qué en “edoné” que no había en “plaisir”. Pero no se piense que en el Pensionado Católico se iban a dejar engatusar con leseras. ¡Bah, las engañifas de Astaburuaga! El muy zorro trataba de pasar en lenguas muertas de contrabando todas las suciedades que le llenaban la cabeza. Empaquetadas en griego y en latín las atribuía a “mundos culturales cerrados”. Provenían de gimnasios atenienses atestados de jóvenes y viejos que no hacían más que ducharse y ducharse, los cochinos. Había estatuas también en esos “mundos culturales cerrados”. Astaburuaga decía que eran de “linaje apolíneo y mensaje ideal” ¡Como para creerle! Con todos los órganos al aire, el mensaje ideal. Se regodeaba ese Astaburuaga entre caderas generosas y sonrisas descaradas. Hablaba de inhibición y seducción, nirvana y lujuria. ¡El desvergonzado! – Acaso los edonai carezcan de logos y arjé en las culturas de raíz cristiana. Pero es meridiano que sí los tienen en la weltanschaung helénica. A la hora de la plática espiritual, los curas del Pensionado Católico más que traducir mascaban con esa furia tan española que les venía: – Arjé es principio, niña. Logos es razón. En cuanto a esa veltan, veltan, ¡no sé qué coños es! Cuesta decidir quién escandalizaba más en el Pensionado Católico. Si Valenzuela armando y desarmando a vista y paciencia de todos unos acumuladores, circuitos, cargas y descargas intensísimas de flujo erótico que tenían a las señoritas – porque después de darse cuenta no les quedaba más – apretando para no mojarse las piernas febriles y temblorosas; o si Astaburuaga con toda esa caterva de edonai con arjé, con toda esa gimnasia rítmica de efebos lustrosos y sudorosos frotándose sabe Dios qué bajo las duchas y el sol ateniense. Había esas estatuas piluchas, también. Preclásicas, clásicas, helenísticas. Eran un escándalo. Y Sergio Bahamondes les comentaba con risitas y la boca llena de saliva hojeando para ellas las reproducciones que las tales Venus no eran más que las mejores putas de la época puestas en mármol para delicia de la posteridad. Había también faunos y sátiros de mirada y hocico bahamondescos, de erecto y colosal equipo. Y toros, haciendo cosas horribles con niñas recién salidas de la primera comunión en orgías y serrallos. Había hombres que con niños hacían… No, ¡Astaburuaga era definitivamente peor que Valenzuela! ¡Peor, peor! Valenzuela no iba más allá, el pícaro, de insinuar las cosas con circuitos eléctricos. Hasta las monjas con sus flores y pajaritos eran peores que Valenzuela. Pero Astaburuaga… ¡Santo Dios! ¿En qué país estamos? Alguien tendría que hablarle claro a ese señor.

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Diciéndolo como en la Biblia, Astaburuaga engendró a Gabriel Araya (el eterno adorador de Marcela Köstner y rival de Belisario Concha se reía cuando escuchaba tamaña estupidez). Con sus genes críticos y temerarios lo engendró. Y con la parte mística de sus riñones dio a luz a Roberto Tironi (quien, siendo como es, aunque va a estar de acuerdo, no va a estar de acuerdo aunque lo cuelguen). Tendido en su cama a la hora de la siesta y escribiendo en el aire como siempre hacía en esa posición, Gabriel Araya alcanzó un punto de culminación en sus meditaciones. Logró esta meta siguiendo paso a paso y sin apuro las implicaciones de los principios socio-culturales expuestos con tanto brillo por Domingo Astaburuaga. No quiere decir que no hubiera obstáculos en la trayectoria de sus ideaciones. Los había, sí, y muy serios. Por ello llegó a sospechar (y los fisiólogos tendrían que saberlo) una conexión acaso esencial entre el cerebro y… los testículos. Asunto muy grave. Pero cuando se lo participó a Belisario Concha obtuvo por reacción tal explosión de carcajadas que se guardó el secreto para un confidente más idóneo y menos frívolo. El caso es así: Gabriel Araya se excitaba sexualmente teniendo ideaciones. Se excitaba tanto y tan sin remedio que se acoplaría hasta con la vieja cocinera si se le cruzara en el baño. Tenía que saltar de la cama en tales momentos, salir a la terraza a respirar profundo y sacudirse los humores. ¡Diablos! Debía existir, era necesario que existiera, una relación profunda entre sexo y creatividad. Un problema también. Porque si no hay con quién fornicar no hay manera de seguir creando. Así pensaba. Salía a caminar por Avenida Pedro de Valdivia sin quitar el ojo de cuanto culo viniera por la vereda. O fuera, por mejor decir. En esto era un hermano gemelo de Jorge Bahamondes. Incluso, como bromeaba Belisario Concha, él era más gemelo que el otro, ¡ja, ja, ja! – Pero esto es serio. Así no se puede vivir. ¿Y si se castrara? Pero, castrado, ¿quién le asegura que va a crear nada? ¡Vaya un embrollo! Urdido por el mismo Diablo. Así y todo, a la vez excitado y cartesiano, Gabriel Araya terminó por llevar su barco a puerto. Aplicando los principios y doctrinas del viejo Astaburuaga al ámbito todo de la sociedad chilena llegó a su conclusión lógica, ineludible, última. Una conclusión-paradojal. Al tiempo que inevitable, imposible. Iba por todas partes Gabriel Araya, como fiera salida de la Biblia lanzando llamaradas. Por los jardines del Pedagógico lo veían venir y no quedaba un alma. Lo mismo en los patios de la Escuela de Derecho. Lo mismo por las avenidas del Parque Forestal. ¡Bah, para lo que importaba! Mejor que mejor, porque la conclusión a que había llegado rezaba así: Los chilenos habidos y por

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haber sólo sirven para una cosa: ¡Abono! Por arrestos así se tiene por segura, sin asomos de duda, la procreación astaburuáguica de Gabriel Araya. Un hijo extramarital, indubitablemente, hecho a escondidas y casi sin edoné por el susto que le vino al eyacularlo. ¡Abono! ¡Mire que decir estas cosas! Cierto que, cambiando la perspectiva, ese general que venía corriendo al galope, inexorable, casi sonámbulo, hacia las elecciones presidenciales, lo hacía blandiendo al viento una tremenda escoba. Cierto también que casi todo el país le gritaba “¡Corra, corra, mi general!” Cierto que mi general ni abono pensaba hacer con toda la basura de parásitos, burócratas y buenos para nada que hacían nata en la administración pública. Cierto, sobre todo cierto, que si el pueblo en votación democrática y directa nombraba presidente al general de la escoba por algo sería. De donde parece que no andaba tan descaminado Gabriel Araya: abono, basura. De Roberto Tironi se decía al contrario que por mucho que por la vía biológica descendiera anda a saber de qué hedionda pescadería napolitana por la vía astaburuágica era intramarital puro, de materia pulcra y lleno de “arjé”. Las muchachas andaban siempre rodeándolo y oliéndolo. De materia pulcra, pero también peludo y recio. ¡Y todas esas leyendas que corrían! Que era un pantagruélico de los buenos vinos y los buenos asados. Además de sudor fuerte rezumaba latín, francés, italiano. Se decía que fue aprendiz de cura, que dejó la sotana a los dieciséis años, que… Pero se hablaba también de su religiosidad irrenunciable, su espiritualidad hasta la “souffrance méta-physique”. Ni podía negarse: feo, peludo y todo, algo de angélico lo nimbaba. Sergio Bahamondes decía: “Tipo dostoyewskano típico y perdonen la redundancia.” Gabriel Araya, pequeño y entallado como un Napoleón criollo, quiso en sus primeros tiempos dedicarse a la política. A la realización de sus ideas, decía, que en esos años de liceo y bachillerato las tenía heredadas de Nietzsche y Maquiavelo. Se consideraba más que dotado para gobernar hombres. En esa época no los consideraba abono todavía, pero tampoco más que mulatos apenas buenos para el servicio doméstico de un Gabriel Araya. Sólo Belisario Concha y Atilio Valenzuela con algunos reparos podían ser considerados. Pero, no hay que confundir la hinchazón con la gordura. Por ejemplo: por más desgarbado y estirado de patas que posara Pablo Etcheverry echado en los bancos del Pedagógico, no se la pegaba a nadie. Así también, por más dialéctica proletaria que le brotara del hocico a Sergio Bahamondes, siempre iba a tenerlo podrido como el rotacuajo que era. Podría entender algunos gramos de política el marxista leninista como para pegarla en las poblaciones callampas, su medio natural. Pero, don de mando, don de mando… Las cosas, pues, se juzgaban así: El país no podía seguir a la deriva. Aquí no había más brújula que el tiempo entre el terremoto que viene y el que pasó. Inaceptable. – Esto no puede seguir. Alguien tiene que hacerse cargo. Este país necesita un superhombre, no un viejo gagá que arremete con una escoba porque no se puede el sable. ¡Fuera con los babosos!

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Con tales miras, no hay duda de que Gabriel Araya tendría que ir a la Escuela Militar. Pero juzgó que tan bruto no era. O tan alto, le hubieran dicho los del examen físico. En fin, un hombre destinado al mando debe ser por lo menos abogado. Ingresó a la Escuela de Derecho. ¡Diosito santo! ¡Las que tenía que aguantarse allí! Para empezar, no había un superhombre a la redonda. Puros mestizos con sangre de chupilca. Hacían nata y no había manera de sacárselos de encima. La famosa Universidad resultaba peor que el Liceo. La multitud de los subhombres zumbaba en la colmena jurídica. ¿Qué es el Derecho? Un plano inclinado con prótesis de plano horizontal. Restregándose el hocico con las patas una manga de langostas se preparaba para saquear al prójimo con pala, papel sellado y ante notario. ¿Dónde había venido a parar? ¡Si lo viera Nietzsche! De vez en cuando daba sus vueltas por el Pedagógico, pero perdió casi tres años en “ejercicios espirituales jurídicos”, como decía. Clases cargadas de latinajos, de genialidades de señoritos relamidos, feminoides, perfumados hasta la suela de los zapatos. Los futuros dueños del país del abono. Allá se levantaba uno de su asiento, atiplado, presumido, asqueroso: – ¿Me excusa, profesor? Esta ley… El proyecto quiero decir, fue elaborado por mi abuelo don Eleuterio Yáñez en mil ochocientos… Vaya, ¡olvidé el año! De atrás se oía una voz remedándolo: – ¡Anda a preguntárselo a tu abuelita! Así andaban las cosas. Gabriel Araya tenía que cargar código sobre código en una cabeza que sería muy romana – ojos verdes enormes, nariz derecha, cabellera ensortijada como tenía y que encantaba a Marcela Köstner – pero ni Cicerón daría para tanto mamotreto. Ya no aguantaba más. Una mañana se produjo el milagro. De paseo y lectura por el Parque Forestal, se detuvo Gabriel Araya, distraído y sin querer, a escuchar la conversación de un hombre ya anciano con unos jóvenes. Más de una vez había reparado en ese viejo de cabello gris, raleado, sucio, de nariz aguileña, ojos pequeños, enrojecidos y fijos, frente estrecha, dura, rostro cobrizo, esmirriado, curtido, sentado a la larga en el rincón de un banco, mondando una manzana, una naranja, despiojándose, cosiéndose un botón, hablando en monosílabos con algún paseante curioso. Tanta gente había a veces rodeando al viejo – que más se interesaba en mirar al cielo, a la copa de los árboles, a la punta de sus alpargatas que a su público – que Gabriel Araya se hizo la idea de un charlatán profesional con horario fijo: una o dos horas para vender su pomada y el resto para tenderse a la bartola. Esa mañana, sólo Dios sabe por qué, Gabriel Araya se allegó al grupo que escuchaba. No hay un miembro de la familia de Gabriel Araya que no maldiga esa mañana de bodas… ¡místicas! ¡Adiós Escuela de Derecho! ¡Adiós proyectos políticos! ¡Adiós afanes de

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poder y de grandeza! La casa se llenó de lloros y maldiciones. El padre despotricaba por cien. La madre quería salir con una escopeta a dispararle en pleno Parque Forestal y en pleno sermón a ese corruptor de adolescentes incautos. Los hermanos, a la hora del almuerzo, se repartían al profeta con el estofado. – Un vasco bruto, ¡eso es! – ¡Un incompetente y un quebrado! – Arruinó toda esa cadena distribuidora que a su padre le tomó medio siglo consolidar. – Se hunde con familia y todo el imbécil y como si fuera poco anda echado con el culo al aire en los bancos del Parque Forestal. – Sí, ¡predica el nirvana en pelotas! – Descubrió el budismo… ¡No hay que ser un…! – Buena con el superhombre que te encontraste. Eran tiempos de post-guerra. Stalin dominaba Europa más allá de Berlín. Jugaba su ajedrez en el mapa del mundo con los americanos. Marcela Köstner rabiaba con las estupideces que ventilaban esos dos imberbes, Belisario Concha y Pablo Etcheverry. ¿Había leído a Spengler ese primitivo de Stalin? preguntaba Belisario Concha. Pero Pablo Etcheverry tenía otra. – ¿No te parece que tiene más sentido preguntarse si el señor Spengler leyó a Stalin? ¡El imbécil, el tarado! El típico hociquito de chicharra de nuestras clases medias. Habla para el lado del que esté vuelto y de lo que sea. La valkiria del Calle-Calle tenía que morderse la lengua. No sabía qué detestaba más, si a los mestizos diletantes o a los malditos comunistas que sujetaban firme el cuchillo en las entrañas de Alemania. ¡Qué razón tiene Gabriel Araya! Habría que hacer abono con todos. ¡Esa Mireya Gómez, ese Pablo Etcheverry, los pedantes! Eran tiempos de dura prueba para el cerebro. Stalin, ese genial oportunista, hablaba de dientes afuera de la revolución en un solo país mientras la propagaba por toda Europa. Antes, en 1938, firmó un pacto de no-agresión con Alemania. Se zampó los países del Báltico y la mitad de Polonia. Ahora, dominaba media Europa y amenazaba expandir la dictadura del proletariado a todo el mundo. Sergio Bahamondes, el alacalufe leninista, andaba aplaudiendo todo lo obrado por su Dios asiático, recitando por los patios del Pedagógico el madrigal aquél: Que el ferrocarril de la Historia no iba a detenerse porque hubiera margaritas entre los durmientes. A Marcela Köstner le tiritaba la barbilla. ¡El canalla! Con Alemania dividida, ¿cómo

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contener el avance de estos bárbaros? Sergio Bahamondes andaba proclamando que “las correlaciones de fuerza habían cambiado objetivamente” y que “era necesario cambiar al remo izquierdo y avanzar sin transar” porque “las condiciones objetivas así lo exigían”. ¡Las condiciones objetivas! Sí, tiempos duros para pensar con lucidez. Desde Moscú llegaban las directivas. Los alacalufes no perdían tiempo. La correlación de las fuerzas cambió objetivamente y es imperativo avanzar sin transar. ¡Los infelices! Domingo Astaburuaga, Roberto Tironi y Marcela Köstner reaccionaban como un sólo hombre cuando les veían con la balalaika. Junto a Sergio Bahamondes militaba Belinda Ramos. Morena, seductora, exquisita, iba por los jardines del Pedagógico vendiendo la pomada del socialismo a los “elementos progresistas”. A veces se ensartaba con los “elementos”. – Lo que nos une es más fuerte que lo que nos separa. – ¡Qué cierto, mijita rica! – Las condiciones objetivas han cambiado. – ¡Están que te rompen el sostén! Muchas veces el choque era directo y seco: – ¡Comunistas vende-patria! – ¡Hijos de puta, los vamos a podrir en Pisagua! Tironi, recién venido, tenía que estudiar el terreno con mucho cuidado. En aguas revueltas no iba a dejarse provocar. Pero lo neutralizaba, sobre todo, esa Belinda Ramos que tenía otra manera de provocar como para quedarse tiritando. Bah, a los Tironis, Belinda Ramos se los sabía de memoria. Sentada en su banco preferido los hacía bailar la cueca a su antojo. Con sólo cruzar un muslo sobre el otro. Los “canallas fascistas”, los mismos que tenían al pobre Sergio Bahamondes y a la apetitosa Belinda Ramos en la clandestinidad, decían del par que no eran más que un mugriento contubernio: Mientras que Belinda Ramos apretaba los muslos como si entre ellos tuviera un delicioso helado de chupete, Sergio Bahamondes sacaba conejos, palomas y banderitas soviéticas del sombrero sin que hubiera un baboso que se diera cuenta. Las condiciones objetivas habían cambiado y seguían cambiando. Los “Premios Lenin de la Paz” comenzaban a caer del cielo por todo Occidente. Poetas, intelectuales, artistas volaban a la Unión Soviética, el paraíso del socialismo, donde nadie por un segundo dudaba que amarraban los perros con longanizas. La destrucción gigantesca producida por la Segunda Guerra Mundial, la guerra de todas las guerras, parecía esfumarse en el pasado.

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Pero no. En Corea se iniciaban los primeros capítulos de un guerra mucho más larga y acaso apocalíptica. Armagedón, el colapso final. A los cines de inermes poblaciones hundidas en la insignificancia asistía un publico introvertido, indiferente. – ¡Montón de morones! Ésa era de Gabriel Araya. Pero se le sumaba el mismo Sergio Bahamondes. La pantalla se llenaba de aterradoras explosiones. Lento, gigantesco, mortífero, emergía a los cielos el hongo termonuclear. Para muchos (y Gabriel Araya al oír estas noticias casi caía en trance y levitaba) todos esos noticieros con pruebas nucleares no eran más que trucos cinematográficos de la propaganda norteamericana a la medida de los zorzales. ¿Quién, a ver, quién había visto con sus propios ojos estallar una bomba de ésas? Muestren uno. ¡No, mi señor, a mí con ésas no! ¡Las ruedas de carreta que les meten en el hocico a los asnos! Del cine, los antedichos morones salían a comer sándwiches de arrollado picante con vino tinto, empanadas de mariscos con vino blanco, sopaipillas pasadas con café con leche. En bares y fuentes de soda cacareaban como cotorras excitadas hasta la madrugada. ¡Habrase visto! El holocausto nuclear a la vuelta de la esquina y ellos, los borrachines tarados, discutiendo los resultados de las carreras, el fútbol, la lotería. ¡Muy cierto! ¡Ni para abono! Ya daría cuenta de toda esta basura mi general-escoba. Así andaban las cosas en los tiempos en que Gabriel Araya hizo contacto con el gurú del Parque Forestal. Su gurú piel roja, como decía Belisario Concha. Su gurú pope, como decían Mireya Gómez y Pablo Etcheverry. Y mejor no decir el nombre que le daban en la casa del interesado. Eran también tiempos de elecciones presidenciales. La propaganda iba subiendo de tono en la radio y la prensa, ensuciaba los muros, las aceras, se atravesaba en las esquinas colgada en pancartas. Había cuatro candidatos: Uno oficialista que inútilmente sacaba pecho en afiches muy bien impresos que colgaban de poste en poste a lo largo de las avenidas y calles principales. El segundo, minúsculo, se atribuía la representación del pueblo y solicitaba el voto de sus conciudadanos sin más medios que tiza y alquitrán. El candidato de oposición de derecha llenaba la prensa y la radio con avisos desconcertantes. Decía que si para salvar el país era preciso un pacto con el mismo Diablo, no le temblaría la mano. En fin, el cuarto era nuestro general-escoba, independiente, imprevisible, escasamente articulado. Su divisa era muy clara y muy simple: Barrer con la corrupción y la politiquería. No necesitaba de propaganda este general-escoba. Se hacía espontáneamente en boliches, tabernas, mercados. Circulaba una leyenda: En sus años de dictador, con diez centavos se compraba una marraqueta. – ¡Vuelve mi general, vuelve! – ¡No va a dejar títere con cabeza! – El pueblo tendrá pan. Entre tanto, ¿qué especie de pomada vendía el gurú del Parque Forestal? La Escuela de Derecho ardía de política y ahí al frente, a unos metros, estaba el hombre echado en un banco, espantando las moscas, mondando su manzana, escarbándose los dientes y conversando con

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los chincoles. Sonreía a un mosco que chupaba el sebo de sus pantalones y restregaba su cabeza con las patas delanteras. Alzaba la vista hacia Gabriel Araya, Marcela Köstner, Belisario Concha. El mosco frotaba ahora sus alas azul-translúcido. Estos tres eran un docto público de los últimos tiempos. El gurú no quitaba los ojos del mosco goloso. – ¿Verdad que ni Salomón con toda su pompa vistió igual? Pasaban otras especies de moscos. Pensando que se trataba de un profeta en forma, venían con sus preguntas. – Maestro, ¿quién será presidente? El maestro soltó una carcajada que casi le saltaron fuera los ojos. ¡Ja, ja, ja, ja! Gabriel Araya se echó atrás mirando de soslayo a Marcela Köstner. ¿Quién reía? ¿Dónde se escondía la bestia que reía sacudiendo los huesos de su gurú? ¿Lo… lo poseía un demonio? Gabriel Araya palidecía. ¿No habría venido a caer en el círculo brujo de un viejo loco? Sus ojos se encontraron con los del gurú mientras éste se secaba con un pañuelo mugriento las lágrimas y los mocos que le saltaron con las risotadas. ¿Qué había en esa mirada parda mortecina? ¿Plenariedad? “Él ve que tú ves que él ve que tú ves”. Como espejos enfrentados… No fue más de un segundo y Gabriel Araya desvió la mirada. El gurú se volvió al que le preguntaba por el futuro presidente. – Hombre, anda con tus problemas donde importen. Con salidas así mostraba que era hidalgo. No chileno y rotacuajo como parecía. Todos detenían a Gabriel Araya. Querían saber qué aprendía con el Juan Bautista del Parque Forestal. No les iba a salir con que un viejo de esa facha predicaba la doctrina del superhombre. ¿Qué enseñaba? ¿Nihilismo nirvánico, como andaban diciendo? ¿Con qué se comía eso? Ahora era el turno de soltar carcajadas de Gabriel Araya. – ¡Nihilismo nirvánico! ¿De qué hablan, imbéciles? Nihilismo nirvánico, ¡ja, ja, ja, ja! Marcela Köstner no sabía qué pensar. Aparecía por el Parque Forestal los sábados por la mañana acompañada de Belisario Concha. Éste tampoco sabía qué pensar, aunque un comentario de Pablo Etcheverry quedó dándole vueltas en la cabeza. “Sabiduría de cementerio. Todo es polvo. Me dices quién va a discutir con el cementerio”. Pero, claro, no iba a decir algo así en presencia del interesado. También, departiendo como hacía a veces con Sergio Bahamondes y Belinda Ramos en el casino del Pedagógico, Pablo Etcheverry les había contado: “Anda un señor por el Parque Forestal que está haciendo buenas migas con Gabriel Araya. No huele muy bien. Parece vasco y con alguna lectura. Autodidacta. Se toma su tiempo para probarte que si le quitas lo húmedo al universo se queda seco entero.”

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Pero, con toda la burla, las detonaciones atómicas y la carrera nuclear no eran malas señales de la universal nadidad proclamada por ese maestro estragado y vagabundo. Dos ciudades japonesas habían sido borradas del mapa. Además, las bombas atómicas se estaban transformando en reliquias del pasado. Se construía la bomba de hidrógeno y se decía que bastaba con una para hacer desaparecer Santiago con todos sus habitantes. Pero el gurú no hablaba de estas cosas. Sonreía cuando alguno del grupo formado en torno suyo hablaba del holocausto nuclear. – En la superficie del sol se producen explosiones nucleares sin cesar. Vivimos gracias a esas explosiones. Los cargadores de la Vega Central que a veces se acercaban por si les caía algo, se arrugaban enteros. ¿Qué querría decir el abuelo? Después, en el Instituto Pedagógico – al que terminó por trasladarse entre los gritos, maldiciones y vergüenza de su familia – Gabriel Araya tampoco hablaba de estas cosas. ¡Bah, a él con bombitas! ¿Era por influjo del gurú que todo se tornaba insignificante? ¿No sería más bien, como hacía ver Atilio Valenzuela, que el poder americano y no el nietzscheano, el poder de la bomba nuclear y no “la voluntad de poder”, el poder militar que había hundido al imperio japonés de un golpe limpio y contundente cambiando todas las perspectivas, todas las posibilidades de la Historia poniendo riendas sobre Europa y el mundo, no sería ese poder el que exigía a jóvenes como Gabriel Araya una mutación tan completa, tan intolerable, que no vacilaban en caer en tonterías como la vanidad y el sinsentido de todo? Aquí entraba Maggie Silverstein, la ayudanta ad honorem de Atilio Valenzuela que ya estaba dando de qué hablar. – Es muy simple, muy simple. Se trata de un mecanismo de defensa más conocido que el Padrenuestro: Uno mete la cabeza en su pequeño nirvana y chúpate ésa que todo se nirvanizó. Puede denominarse “complejo jirafa”. ¿Qué diría el gurú ante una explicación así? ¿Soltaría otra vez la carcajada? Sí, eran tiempos duros, tiempos de prueba para el cerebro. ¿Cómo hacer para resistir tanto disparate? Sergio Bahamondes argüía en un grupo que las condiciones objetivas no estaban dadas y unos metros más allá, sentada en su banco preferido, con las piernas cruzadas y la falda deliciosamente subida a medio muslo, Belinda Ramos demostraba que había que quemar etapas y que sin audacia no hay historia. Y por si fuera poco, ¡esa Maggie Silverstein! Tenía cuerpo de Venus, pero cabeza de Gorgona y andaba llenando los patios del Pedagógico con mecanismos sustitutivos, sentimientos de culpa, racionalizaciones, neurosis obsesivas, megalomanías y un cuanto hay. Elisa Bauzá decía “Sí, claro, evidente” cada vez que esta Venus-Gorgona tomaba la palabra (por no decir la pala) para enterrar a esa Marcela Köstner fijada al padre con clavos de cuatro pulgadas y que andaba cohonestando con lo que fuera sus frustraciones nazistoides, agitando la voluntad de poder y el ser para la muerte con beatos reaccionarios igual de frustrados que ella. Como ese Gabriel Araya que anduvo en las mismas y ahora se cambiaba el barniz nietzscheano con un budismo de feria y su “todo está bien si está donde debe estar”. Y la verdad que, para ser justos, de la misma Maggie Silverstein decía Gabriel Araya, recorriéndola experta y

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descaradamente por entre las pantorrillas y los muslos, subiendo por el vientre y las caderas, los pechos y los hombros de diosa hasta culminar en el vinagre de la cara, la fijeza de los ojos y la maraña enroscada de la cabellera, que estaba bien como estaba y que tenía todo donde debía estar. Marcela Köstner no dejaba ver que amara a Gabriel Araya. Menos todavía que amara a Belisario Concha que corría tras ella a todas partes. No se prestaba a dejar ver cosas así Marcela Köstner. Era bellísima, casi no hay que decir. Por donde pasara todos se volvían. Por un tiempo fue la atracción del curso de Sociología General que dictaba Domingo Astaburuaga. La sala desbordaba y ya podía el maestro de la ausencia de vínculo y la incapacidad expresiva echar a correr todas las paradojas que le pasaran por la cabeza. Sí, sí, asentía la asamblea hipnotizada por el moño de oro sobre el cuello esbelto de Marcela Köstner sentada en primera fila. Ocurría con Astaburuaga lo mismo que con Sergio Bahamondes que sacaba los conejos del sombrero con las condiciones objetivas madurándole entre las verijas mientras Belinda Ramos cruzaba y descruzaba sus muslos humedeciéndose los carnosos labios con una lengua que era un escándalo. Sólo que Marcela Köstner no era consciente de su “conducta objetiva”. Por lo menos, era lo que Pablo Etcheverry haciendo burlas de Sergio Bahamondes decía a Belisario Concha que no tenía idea de tonteras objetivas. Marcela Köstner buscaba apoyo espiritual y al comienzo creyó encontrarlo en Domingo Astaburuaga que en sus clases daba preferencia a autores alemanes. Y cuántos. Kant, Goethe, Hegel, Weber, Scheller, Nietzsche, Heidegger… ¡Spengler! Fue un idilio intenso, pero breve. Nadie supo nunca qué fue lo que en efecto ocurrió. De pronto, Marcela Köstner comenzó a decir nimiedades: que Astaburuaga no leía en alemán y que hablando en rigor sencillamente no leía; que hablaba de asimetría, complementariedad, indeterminación, álgebra de matrices, números transfinitos, ingeniería cibernética, análisis tensorial, uf, de qué no hablaba, pero la pena era que no sabía ni sumar. Así decía Marcela Köstner, categórica, sin que le aflojara un músculo. El hombre, decía, ha subido alto, muy alto. Tanto, que ahora no se puede bajar. ¡Qué decepción! Un charlatán, nada más que un charlatán. Punto y final. Dejó de asistir a sus cursos sin la menor explicación y hubo quien la oyó referirse, después de algunos tragos, a “Chumingo Astaburroaga” Gabriel Araya se quedó de una pieza. Belisario Concha no tanto. Le parecía que Marcela Köstner tenía preocupaciones reales y serias. En cuanto a Domingo Astaburuaga… Bueno, sí, cierto. ¡Pero, no hay que exagerar! Mireya Gómez no podía creer. Quién era doña Marcela Köstner para… ¿No habría una razón de índole más… íntima? Pablo Etcheverry le transmitía lo que le transmitían a él: que el resentimiento anti-Astaburuaga de Marcela rayaba en el desprecio. – Desprecio, en los boleros, rima con necio. – ¡Esto no es para bromas! – Dice que Astaburuaga es un carácter de Chejov, que se echó sobre los hombros un

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peso que no es para él. – ¿Eso dice? – Que ventila tantas cosas, tantas, que haría mejor callándose y no turbar el trabajo de la gente seria. – ¿Y dónde está esa gente? – ¿Quién está chacoteando ahora? Las preocupaciones reales y serias de Marcela Köstner como las llamaba Belisario Concha tenían que ver con las grandiosas perspectivas históricas y culturales en que su padre la crió desde sus años de niña leyéndole a Spengler. Su padre no se paraba ante hipérboles. El, los suyos, la entera comunidad alemana en el sur formaban una célula de una gran cultura de glorioso pasado y brillante porvenir. Rodeados de nativos, mantenían su identidad en espera del resurgir de la madre patria. Resurgiría vencedora y rectora de los destinos del mundo. No hacía mucho, las fuerzas cósmicas se batieron a muerte dejando millones de cadáveres y a toda Europa en ruinas. En los frentes del Este cayeron millones y millones de lo mejor de la raza germana, pasto de buitres y hienas. Pero no importa, no importa. Ahí están las vigorosas madres alemanas para reparar la pérdida y ponernos en condiciones de intentar el tercer asalto. Duro asunto. ¿Cuántos millones cayeron en la guerra grande? ¿Cuarenta, cincuenta, sesenta millones? ¿Quién sabe contarlos? ¿Cómo se cuentan? ¿Y los otros, los que no cuentan para nada en ese cuadro que imaginaba su padre comentando a Spengler? Ucranianos, judíos, polacos, checos, gitanos. Fusilados, masacrados, gaseados en masa. Millones y millones y millones. ¿Quiénes son los asesinos? ¿Cómo se desglosa una masacre así? ¿Cómo se lava un pueblo de tanta suciedad? ¿Qué queda de civilización, de espíritu, después que hemos aplicado la ciencia, la industria, para liquidar a nuestros semejantes? ¿O no formamos todos una misma especie? ¿Vamos a dar oídos a mitos como la raza aria? De niña y adolescente, Marcela Köstner sudaba en las noches haciéndose preguntas como éstas. Descendiente de campesinos alemanes, formada por su madre en estricta disciplina luterana, no lograba nunca habérselas – como parecía lograrlo su padre – con la carnicería, el genocidio, el primitivismo de los nazis. Dios no puede ser Dios de una raza. El sermón de la montaña no es exclusivo de los alemanes. ¡Esos nazis! Por su culpa tenían los enemigos de Alemania leña para echar al fuego por décadas, quizás por siglos. Todos, todos escandalizados. Todos clamando a los cielos ante “el horror de los horrores”, lo Horrible, lo Innombrable. ¡Los hipócritas! Por todas partes sus lamentaciones, sus chillidos de escándalo. Alemania, lo último en la escala de la barbarie. ¿Los comunistas rusos? ¡No, ellos no, de ninguna manera! ¡Desgraciados, infelices, desgraciados todos! Pero primero que nada los comunistas. Alzaban los brazos al cielo no más oír la palabra “nazismo”. ¡Las vírgenes escandalizadas! Marcela Köstner apretaba sus teutonas mandíbulas. ¡Hipócritas, asquerosos hipócritas! Liquidaron millones de ucranianos, empujaron a los campesinos al canibalismo, transformaron toda Siberia en un campo de esclavitud y exterminio, torturaron, encarcelaron y asesinaron a destajo. ¿Quiénes inventaron el pogrom y lo

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siguen practicando, la persecución, despojo y masacre de los judíos? Los rusos, ¿quiénes si no? Y ahora hasta por estos lados rondan los lacayos de Moscú arrastrando por los patios de la Universidad su conciencia lacerada y su humanismo herido. Imbéciles subalimentados. Los rusos se dividieron Alemania con América. Mitad y mitad. ¿Por cuántas décadas quedan esclavos los alemanes? Esclavos de los americanos y de los rusos. ¡Oh, maldito Hitler! ¡Maldito, estúpido y arrogante Führer! Americanos y rusos, vulgaridad y barbarie. Se reparten Europa, se reparten la producción de las industrias alemanas. La sangre y los músculos de Alemania. Su cerebro y su creatividad. Así sentía y razonaba por esos años de postguerra y comienzos de guerra fría y carrera nuclear la valkiria del Calle-Calle, la hermosa Marcela Köstner.

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Había una relación entre las enseñanzas del gurú piel roja del Parque Forestal y las ideas que andaba ventilando Belisario Concha en ese tiempo del general-escoba y su campaña presidencial. Para el pretendiente eterno de Marcela Köstner todo se reducía a dinero; para el maestro vagabundo de Gabriel Araya todo se reducía a cero. Y lo demostraba: – El mundo se creó a partir de la nada, ¿de acuerdo? De la nada, nada se crea, ¿de acuerdo? Luego, el mundo es nada, ¡ja, ja, ja, ja, ja! Eran esas carcajadas destempladas, salpicadas de saliva, que dejaban a Gabriel Araya mirando a todos lados, preguntándose dónde había venido a parar buscando amparo espiritual. Marcela Köstner se llevó las dos manos a la boca para ahogar la expresión que le salía. Pero Belisario Concha reía igual que el gurú: – Pero… pero usted no puede… Pero, eso es ridículo, ¡ja, ja, ja, ja, ja! Mientras el viento en frías ráfagas hacía las reducciones suyas desnudando el follaje de los plátanos orientales, se estaban los dos riendo, mirándose en los ojos encendidos y volviendo a reír hasta las lágrimas. Pero lejos, lejos del noble Belisario Concha, lejos desear que las cosas todas se redujeran a dinero. Él no lo deseaba en absoluto, pero era así y ¿qué culpa tenía? – No soy yo, es el dinero, ¿qué quiere que haga? Basta seguir el curso del dinero o, si me permite, el discurso del dinero. Ocurre lo mismo que con Copérnico como nos enseña nuestro Domingo Astaburuaga. Lo mismo. Cómo iba a desear el pobre cura que la tierra fuera desalojada del centro del universo. Sólo que, si lo ocupa el sol, ¡todo se ilumina! Igual ocurre con el dinero. ¿Dígame usted si colocándolo en el centro no se ilumina todo? El gurú se estuvo unos segundos buscando en los ojos de Belisario. ¿Sería un elegido? ¿Valdría la pena? – Tarea: Encuentre el curso del cero así como supo encontrar el curso del dinero. Belisario Concha resistió como pudo la mirada y echándose adelante en el banco,

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apoyando los codos en las rodillas, se estuvo acariciando el lóbulo de la oreja derecha entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. Gabriel Araya sentado al lado opuesto del gurú, leía en un plano subliminal el nombre de uno de los candidatos presidenciales escrito con letras gigantes en los parapetos del Mapocho: Matte. Se repetía y repetía a largos trechos. Un adversario político había aprovechado esos trechos para completar una sentencia: Matte a Matte antes de que Matte lo Matte. Belisario Concha insistía, hasta pontificaba: – Todos, todos los problemas resultan de un mismo desatino: Pretender que las cosas sean como uno quiere que sean, no como son. Desde que dejamos de lado nuestros deseos, todo se aclara. Gabriel Araya solía tomar la palabra por el gurú que, a mediodía y sin más que una manzana de desayuno, no estaba en condiciones de seguir parloteando. Marcela Köstner, jugando en su falda con las hojas caídas, aguardaba que saliera con las nonadas occidentales, lo que ocurrió puntualmente. – Dinero, sí, dinero contante y sonante. La persona misma de lo concreto, el dinero. Occidente es la vocación del dinero y viceversa. Se mata a diestra y siniestra por el dinero. Contante, sí, sonante. Occidente es cosa metálica. Hablemos en plata. ¿Dónde está la cosa? Belisario volvía a su lóbulo derecho. Marcela miraba hacia el gris-celeste del cielo otoñal. ¿Con qué saldría Belisario? – No entiendo… ¿Qué tiene que ver? – ¿Ves que no ves? – ¿Que no veo, qué? – ¿De dónde vino el cero, a ver, de dónde vino el cero? – ¿Te volviste loco? El gurú miró sonriendo a Marcela. Pocas veces lo hacía, mirarla. Marcela creía saber por qué. ¿Sabía por qué? ¿Sabía Belisario Concha de dónde vino el cero? Por sus clases de Historia de la Cultura tendría que saber. Por sus clases de Filosofía de las Matemáticas, también. Domingo Astaburuaga había amenazado con una clase dedicada exclusivamente al cero. Pero, ¿no se le estaría pasando la mano? ¡El mito de Astaburuaga! También leía Marcela en su plano subliminal el nombre “Matte” en grandes letras negras a lo largo del parapeto del río. Un chistoso había aplicado a su capricho la regla de posición que Domingo Astaburuaga ni de nombre conocería. Matte a Matte antes… Belisario Concha no daba crédito a sus oídos por más que se estiraba el lóbulo de la oreja. ¿Gabriel Araya? Pero, ¡si el idiota se inflaba! El majadero…

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– Que de dónde vino el cero te pregunté. – Sí, ya te oí. Sólo que no te entiendo. – ¿Ves que no ves? – ¡Éste delira!… ¿Qué quieres que vea? – Muy simple: Sin nada que ver, no eres capaz de ver. – ¡Hay que tener paciencia! – La paciencia, mi amigo, no se tiene. La plata se tiene, no la paciencia. – ¡Oye, tú! – No hay que confundir los náufragos con los prófugos. El gurú, como un pequeño, se tapaba y destapaba las orejas. Marcela Köstner soltó de pronto una carcajada apuntando hacia los parapetos del río: – ¡Belisario, Gabriel, miren, miren! Tenemos que matar a Matte antes de que Matte nos Matte, ¡ja, ja, ja, ja! Mireya Gómez, curiosa que se moría, comenzó a dar vueltas por el Parque Forestal los sábados hacia el mediodía. Si Marcela Köstner aguantaba los olores del Gurú, ¿por qué no ella? Su sombra era Pablo Etcheverry que por esa época se veía dispuesto a barrer el suelo con las manos para que no ensuciara sus zapatitos. Maggie Silverstein también tenía cosas que decir de “ese par”: Que la imaginación no les alcanzaba ni para jugar al doctor. Jugaban a las muñecas, a las enaguas blancas con encajes, a los guantes y los calcetines con liga. Hasta ahí llegaban y por lo visto no iban a ensuciar una sábana en su vida. Se los sabía de memoria, decía. La verdad que así como Elisa Bauzá en su subsubconsciente odiaba a muerte a Marcela Köstner, así no podía ver Maggie Silverstein a esa estúpida posera botada a Shirley Temple de Mireya Gómez. La diferencia es que Maggie Silverstein se lo comunicaba al que iba pasando. “Hay gente que se cree rodeada de idiotas” es lo más que se atrevería a murmurar Elisa Bauzá. Mientras que Maggie Silverstein mirando a Mireya Gómez en su cara decía que hay gentes que se quedaron estampadas en la primera comunión. Había mucho de cierto, por más odio personal que se restara. Marcela Köstner miraba desde arriba, no se podía negar. ¿Pero qué más podía hacer con su elevada cultura y su no menos elevada estatura? En cuanto a Mireya, andaba siempre con sus estúpidos pucheros y sacaba una voz de Alicia en el país de las maravillas que venían ganas de darle con un palo. Se emboscaba en oscuros rincones en los pasillos y daba explicaciones de niñita en el jardín infantil: que Astaburuaga la había regañado, que Tironi la había regañado, que se sentía sola, triste y despreciada. Con ésas y sus vestidos de organdí jugaba Mireya Gómez por el Pedagógico. A veces, Maggie Silverstein no estaba segura si se

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trataba de fijaciones anales o pillerías de hembra hecha y derecha. ¿Había que ponerle pañales o dejar a la loca que eligiera su macho entre los numerosos idiotas que circulaban por la Universidad? Ahora, Mireya Gómez caminaba en puntillas por el césped del Parque Forestal, recogiendo una florecilla aquí una ramita allá y sonriéndole a los gorriones. Aventuraba un pie a orillas del estanque tratando de alcanzar una libélula. ¡Qué espléndido día, qué radiante! ¿Era el verano que se iba o el otoño que llegaba? Delicadamente, Pablo la sujetaba del brazo. ¡Cuidado! Su falda plisada se había enredado en un rosal. Mientras Pablo la sacaba del enredo miraba a todas partes. ¿Dónde, dónde está ese gurú? Ah, qué ganas de encontrarlo por fin aunque oliera a difunto como decía el pesado de Pablo. En el Pedagógico no se hablaba de otra cosa. Hasta la envidia del pene palidecía ante el nihilismo nirvánico. Era increíble, insólito, inaudito. Bastó un toque del gurú y Gabriel Araya echó al Mapocho toda su biblioteca de jurisprudencia. Lo hizo a la vista de medio mundo. Sus condiscípulos miraban sin creer desde las barandas del puente Pío Nono. Abajo, sobre las aguas, un despliegue encabritado de volúmenes en pasta española, con títulos dorados abiertos de cara al río echándole encima todas las leyes o de cara al cielo diciendo ¡Adiós! a la galería asombrada, indignada. – Idiota, ¡más que idiota! – Por qué no me los diste a mí, ¡animal! – ¿Que ni aprendiste siquiera a respetar el Derecho? – Apuesto a que el próximo año vuelve con la cola entre las piernas. ¡Qué iba a volver! Escapó al Pedagógico a estudiar Filosofía. A la madre le comenzaron palpitaciones que no le pararon más. En los jardines del Pedagógico, sentadas al sol, señalaban las muchachas: – ¡En ese grupo de tres, allá! ¡El del medio, el bajito! – ¡Ése! ¡No te puedo creer! – ¿Tan chiquito y tanto da que hablar? – Dicen que con el nirvana y la exaltación que le vino se tiró al Mapocho. – ¡Ja, ja, ja! Tonta, no. Fueron sus libros de Derecho los que arrojó al río. Un saco lleno de mamotretos. Dicen que la gente no podía pasar por el Pío Nono. Toda la Escuela de Derecho salió a ver el espectáculo. Algunos chiquillos se sacaron los zapatos y hasta los pantalones al rescate. – ¡No te puedo creer!

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– ¡Ja, ja, ja, ja! – Justo el martes, Astaburuaga nos contaba que cuando Platón escuchó a su maestro Sócrates por primera vez le vino un ataque de vergüenza y quemó todas las estupideces que había escrito en versos. – Oh. ¡Cómo hace falta un Sócrates en el Pedagógico! – ¿Te figuras el incendio que se armaría? – ¿Tiene novia? – ¿Quién? – ¡Platón, pues tonta! – ¡Ja, ja, ja. ja! – Dicen que anda rondando a esa alemanota. – ¿Cuál, la de Valdivia? ¡No te puedo creer! – ¿Te figuras la parejita? Metro y medio con dos, ¡ja, ja, ja! Poco antes de la entrada espectacular de Gabriel Araya en el Pedagógico había hecho la suya con parecida fanfarria Roberto Tironi. Los dirigentes de los grupos masónicos andaban preocupados. No contaban con un campeón de todos los pesos y Tironi, por más que se emboscara, no engañaba a nadie. Rezumaba incienso hasta por los zapatos. ¿Le haría el peso este Gabriel Araya que llegaba con tantas campanillas? Sí, podría ser. No era masón, cierto, pero sus hermanos eran altos grados ¡y qué decir de su padre! Gran maestre de la Logia Central. Tironi llegó rodeado de historias con las que no iba a competir un burguesito como Gabriel Araya. ¿Que tiró al río una biblioteca completa de jurisprudencia? ¿Que subió al “Abanico” prácticamente en cueros en busca del nirvana? ¿Que estuvo diez días aguantando las tentaciones del Diablo entre diarreas y temperaturas bajo cero? ¡Poca cosa! Casi nada en comparación con lo que se contaba de Tironi. ¡Éste sí que las había pasado! Salió a los doce años de pinche en un barco de la “Sudamericana de Vapores”. Mendigó en las calles de Singapur, peregrinó por las riberas del Ganges. Hasta en la Isla de Pascua se contaba que vivió en una casa de apestosos. Buscaba la verdad (veritas) aunque fuera odiosa de ver, como solía decir él mismo, en las caras de esos lobos de mar que lo violaron y volvieron a violar cruzando el Canal de Panamá. Las señoritas del Pensionado Católico lloraban y se persignaban cuando oían estas brutalidades. ¡El pobre pequeño en manos de esos lobos salvajes!

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Los envidiosos de siempre las tomaron por aquí y echaron a correr historias de Bocaccio como si fueran del pequeño argonauta. Decían (lo que era cierto) que entró al seminario, pero que sin saber nadie por qué dejó la sotana. “El sayal, el sayal”, corregía un cura español, “que sotana sería exceso”. Contaban algunos – y las muchachas se apiñaban abriendo enormes ojos – que ese Roberto Tironi, tan espiritual el muy bandido, se enredó en los bajos fondos de Santiago con una prostituta italiana de película que lo tuvo por meses y meses encerrado para ella sola en un cuarto al fondo de un burdel en la calle Chacabuco. Andaba como loca y no le trabajaba un veinte a nadie. Salía por las mañanas como si le hubieran puesto bencina. Iba al Mercado Central a comprarle ostras, riñones y longanizas. Seguían y seguían las historias. Que embarazó a una madre superiora, virgen santísima, la que intentó suicidarse cuando la dejó. Que hizo felices y dejó sin un centavo a dos pías y bigotudas solteronas de la calle Dieciocho. Que mejor no pensar qué haría con la mujer de Astaburuaga a la que se le caían las tazas de las manos no más verlo aparecer cuando lo invitaban al té. Las señoritas del pensionado católico no podían creer. – ¿Roberto Tironi con esa vieja relamida y bigotuda? – ¡Pero, si puede ser su abuela! Pero todo eso no era nada. Caprichos, chiquilladas. Tironi, el gran Tironi espió para la Armada Chilena. Verus verissimus. ¡Ésa sí que era de película! Dejó un reguero de huachos chileno-peruanos mientras levantaba catastros de las defensas costeras. Se hacía pasar por paisajista venido de Italia mientras cumplía su misión. De vuelta de esa muy peligrosa aventura, vivió semiclandestino en las barriadas altas de Valparaíso. Había desembarcado a la carrera perseguido por dos oficiales SS, homosexuales que huían a ocultarse en el sur de Chile. En el barco, los nazis contrajeron una bonita deuda con Tironi que les dio soles por dólares como si fueran moneda dura. (Circulaban muchas otras historias. Esposas seducidas y estafadas, vendettas pendientes, internación ilegal de dólares. Todas muy chuscas y muy improbables. Pero Roberto Tironi se encontraba muy absorbido en su nuevo medio universitario, muy interesado estudiando la historia de América y la cosmovisión de Astaburuaga como para perder tiempo en desmentir patrañas.)

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¿Y qué enseñaba el gran Astaburuaga? Tendría que ser materia muy interesante, porque siempre estaba rodeado de los mejores alumnos. Si le preguntaran a Sergio Bahamondes – si viviera todavía el inseparable condiscípulo de Belisario Concha – es seguro que respondiera: ¿Qué no enseñaba? Albert Einstein, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Plank eran sus físicos favoritos. Émile Meyerson, Henri Poincaré, Bertrand Russell lo asistían de preferencia en sus incursiones por la Filosofía de las Ciencias. En Lógica, sus maestros eran Husserl, Goblot, Lalande. En Literatura, adoraba a Dostoyewsky, Tolstoi, Gogol, Mann, Proust, Joyce. Desde luego, Shakespeare era su autor de cabecera. En Sociología, Durkhein, Weber, Veblen. En Historia, Trölscht, Burkhardt, Spengler. Pero, éstos eran – como él mismo decía – estrellas alfa en una constelación sin número. Bergson, Nietzsche, Brunschvic, Mach, Galileo, Kepler, Newton, Faraday, Darwin, Poe, Whitman, Leonardo, Cellini, Cusano, Plotino, Agustín y muchos, muchos más que aparecían en los segundos, en los terceros planos formando una pléyade interminable. Por encima de todos estos seres geniales brillaba el sol de los soles, el verdadero príncipe de los ingenios. No, no era Cervantes. No, tampoco Leibniz. Ni tampoco Platón, Aristóteles, Arquímedes, ni Hegel o Plutarco. El sol del sobrepoblado firmamento astaburuagano no podía ser más que uno: el gran Goethe. Cada una de las frases de Goethe era dardo de luz, certero y penetrante. El “Fausto” de Goethe representaba la cima de las cimas, el non plus ultra, la esfera de Parménides. Goethe, como nadie, lograba esa milagrosa adecuación cara a las musas entre la expresión y lo expresado, imbricación feliz de lo explícito y lo implícito, inconcluso vínculo de interior y exterior. – Quien escucha meditar a Fausto en el bosque sobre el bosque, no espere oír nada más de bosque, porque se acabó. No queda más que oír o que decir sobre el bosque. Así hablaba Astaburuaga. O por más precisión así lo parodiaban los animales por los patios del Pedagógico. – Quien escucha a Fausto sobre los arcanos del alma y el universo no haría mal en cerrar la boca para siempre. Marcela Köstner suspiraba como una esfinge a la hora el té en el casino sentada entre su Gabriel y su Belisario. – ¡Cómo ama este hombre a Goethe! ¡Qué no ocurriría si supiera un poco de alemán!

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Cuando por fin el general-escoba arrambló con todos sus oponentes juntos en las elecciones presidenciales, le bastó el meñique para producir un terremoto en la entera Universidad. Los monos trepados al árbol de la ciencia se cimbraban apiñados en la copa chillando y gritando que no se oía nada. Gabriel Araya andaba por los patios soltando carcajadas peores que las del gurú. ¿Llegaría tan alto la escoba? ¿Acertaría con sus escobazos el general? ¿No confundiría a los náufragos con los prófugos o, peor todavía, a los prófugos con los náufragos? Sin que pasara mucho tiempo, los monos apiñados en la copa del árbol de la ciencia comenzaron a gritarse barbaridades, arañarse y hasta defecarse los de más arriba en los de más abajo. No había uno que no dijera de los restantes que eran unos monos trepados al árbol de la ciencia. En eso había unanimidad. – Por lo menos hay una cosa clara: la claraboya. Ésa era de Sergio Bahamondes, aunque no se veía muy claro qué quería decir. Belisario Concha sonreía feliz: Una de sus ideas amplias, muy amplias, se expandía a perderse en todas las direcciones. Por quien fuera que a la primera frase se alejara de prisa o que viniera hacia uno cejijunto, la cuestión era siempre la misma y fundamental: ¿Náufrago o prófugo? ¿Habría siquiera uno que se salvara? Por esas veleidades de la fortuna, la mayoría de los que el mar se llevó estaba formada por los que saltaron antes de puro miedo. Sólo recibieron menguados desahucios y jubilaciones cada mes más chicas por la inflación. Domingo Astaburuaga no cayó en ésa y se aferró al mástil. Roberto Tironi no encontró nada mejor que agarrarse a los faldones del maestro de la ausencia de vínculo. ¿Qué más hacer? Mejor equivocarse con uno que con dos. Además, no había quién pudiera decidir con certeza si Domingo Astaburuaga era náufrago o prófugo, si votó por que no saliera el antiguo Rector de la Universidad que el general-escoba no podía ver ni en pintura o porque saliera si no salía el que salió. En fin un embrollo para Roberto Tironi. Por lo demás, era lo mismo con todos. Nadie había votado porque no saliera el antiguo Rector, nadie había votado porque no saliera el nuevo. En cuanto a las escobas, ¿quién discute? Son instrumentos para sacar la basura. Lo que la escoba barre es basura eo ipso como decía Tironi. Pero, poco a poco, las cosas volvían a su curso ordinario. Mireya Gómez y Pablo Etcheverry, que ya hacían planes de matrimonio aunque aún no egresaban, retomaban esa sonrisa de transporte angélico al salir de las clases de Astaburuaga. Mireya sobre todo, Mireya que después iba a maldecir con tanta furia esa época. ¿Quién podría creerlo? Y Pablo Etcheverry también, aunque demoró mucho más. Pero, no adelantemos ni olvidemos tampoco lo que el mismo Astaburuaga parafraseaba a su manera diciendo que cada uno es inmortal en su lugar y cada época inmediata al Cielo. Saliendo de las clases de Domingo Astaburuaga, Mireya Gómez miraba los jardines sin verlos. Le cambiaba enteramente la expresión y la mirada de sus grandes ojos oscuros se hacía más profunda. ¡Se ponía tan hermosa! Iba flotando por los jardines con la cabeza llena de desgarramientos espirituales, de tensiones expresivas y límites reverberantes entre el alma y el cuerpo, lo finito y lo infinito. ¡Qué clase había dictado Astaburuaga sobre El Greco, qué clase! Profundidad abisal. Tal como decía Roberto Tironi, abisal. Casi no cabía en sí Mireya. Cuánta revelación, cuánta verdad. Cruzándose con grupos en los pasillos, en los jardines, a la entrada

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del casino, Mireya sentía un vivo afán de trascendencia, de ruptura de finitud. Eso es, ruptura de finitud. Se sentía finita, dolorosamente finita, llena de angustia y sudor. ¡Allí estaba la tragedia! ¿Cómo no lo vio? ¿Cómo siquiera no lo presagió antes? No en la finitud, en la pugna. ¡Y esa digresión genial de Astaburuaga sobre el Laocoonte! ¿Cómo no ve nadie esas cosas estando a la vista? ¿Tan poca cosa somos? Pero, si basta mirar ese grupo escultórico. La tragedia, la finitud, el encierro en los límites mezquinos del cuerpo. Laocoonte en lucha desgarradora con las serpientes de Apolo. ¿O eran de Poseidón? La materia y la pugna expresiva del espíritu. El arte como fracaso expresivo. Pero, ¡si era tan cierto! Desgarramiento, impotencia. ¡Inutilidad de inutilidades! Señor de los Cielos, ¡qué clase! ¡Cuánta verdad! Sentada ahora en una mesita del casino con su Pablo adorándola en silencio, Mireya Gómez ve todo tan pequeño, tan insignificante y cerril. La cajera del casino… ¿Cómo puede ser nadie cajera de un casino? Los mozos van de prisa entre las mesas… ¿Por qué? ¿Cómo pueden vivir en la nulidad y la impotencia? Da vueltas y vueltas por el asa a la tacita vacía de café. Alguien de una mesa vecina pide el azucarero. Pablo espanta una mosca posada en la tapa y se lo alcanza como si transara con una sombra. – ¿Hay una copia del Laocoonte en el Museo de Bellas Artes? – Sí, y en mármol. Tiene que ir al Museo con los nuevos ojos que Astaburuaga le acaba de brindar. Lástima que no sea más que una copia. ¿Vendrán tiempos en que pueda contemplar el original? – Y el original, ¿dónde está? – Astaburuaga dijo que en el Vaticano. – No atendí. Era todo tan elevado, que las cosas prácticas… Entonces, oh, abría enormes y tiernos sus ojos, oscuros, bellísimos, nimbados de lágrimas y un gozo inefable. Como una Magdalena de El Greco… No, del Tiziano… ¡Tampoco! No tan grande, tan avasalladora. Una Magdalena flamenca, ceñida en áureo brocado, la cabellera derramada sobre los hombros, la calavera sobre la falda de raso, meditando. Pablo Etcheverry tampoco cabía en sí. Guardaba el silencio de los que escuchan misa. Por ella, por su amor que allí a su lado lo honraba con los desgarramientos que le producía el Laocoonte. ¿Y quién diría? Al mismo augur, Laocoonte, le tomaría tiempo anticipar que de discípula entusiasta, incondicional de Astaburuaga y sus desgarramientos expresivos y trágicos y fáusticos, pasaría después, cuando el general-escoba y sus añagazas fueran ya historia pasada y sin sentido, a militante celosa de la Revolución en Libertad, y mucho más todavía anticipar su incorporación años después a la Dictadura del Proletariado, de donde se le destinaban la cárcel, el exilio y el reemplazo de El Greco por el Caravaggio, de donde le vendría también a ella el

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dejarse de tonteras y volver la pobrecita en el final de los finales a teñir sus canas, comentar a Neruda, enjuagar sus prótesis abiertamente, aporcar sus hortensias hablándoles en italiano en esa casita-jardín que su padre compró años de años atrás en el Cajón del Maipo. Como la Mireya del más apestoso de los tangos.

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Durante un buen tiempo – dejando de lado aquellos primeros años de universidad en que se entretuvo investigando la enorme variedad de casos en que la gente no hacía más que salir de una tontera para encontrarse metida en otra – anduvo Belisario Concha dándole vueltas a ese efecto de nirvana – de halo, de levitación, ¿cómo llamarlo? – que obraban las clases de Domingo Astaburuaga sobre una audiencia asidua y entusiasta. Porque era un fenómeno que sólo una persona sin ojos para ver podía discutir. No se trataba de algo que le ocurría a Mireya Gómez y unos cuantos elegidos. Todos los que asistían a las clases del cada vez más mentado profesor (y llegaba gente madura, hombres y mujeres que aparecían como si vinieran a un espectáculo anunciado en la prensa) salían transportados, transfigurados, como si les hubieran crecido alas en los tobillos, de esa enorme sala-anfiteatro un tanto sombría donde Astaburuaga con retórica muy original, personalísima, hablaba de Goethe y el temple fáustico ante la existencia, de Heidegger y el ser para la muerte, de Heisenberg y determinismo y libertad, de Einstein y el Universo cerrado e infinito, de El Greco y el arte como fulguración y trascendencia. Era patente (Astaburuaga decía “palmario” y Atilio Valenzuela “meridiano”, palabras que permitían anticipar con quién estaba uno hablando en los jardines de Pedagógico) que la masa que se dispersaba hacia los patios estaba formada por partículas sonámbulas. No veían cosa en torno suyo y era palmario que se movían en otro plano, en otro mundo. Belisario Concha detectaba un efecto parecido (no tan imponente, eso sí) cuando en los patios, en el casino de la Escuela de Derecho y hasta en los bancos del Parque Forestal se formaban grupos alrededor de Gabriel Araya. Otro tanto ocurría con Sergio Bahamondes y Belinda Ramos que se reían mucho y hablaban de la “Revolución de los Globos”. – Hay tipos que no tenían idea de que eran globos, hasta que vino un charlatán y los globalizó. Ésa era de Belinda Ramos, y Belisario Concha se estaba mirándola por largos segundos. ¿Globos? Entonces no era el único que percibía el efecto de halo. Hasta hacían chistes sobre los cabezas de avestruz que iban, como que flotaban, como que colgaban, la cabeza metida en su globo y el cuerpo al aire. Pero Belisario no estaba para chistes. Aquí había algo serio, muy serio. ¿Cómo se producía, cómo se transmitía, dónde iba a meterse el aire con que tan a la vista se inflaban los auditores de Astaburuaga? “Las metáforas”, le había dicho Roberto Tironi una vez, trayéndolo de un autor americano que leía a escondidas de Astaburuaga, “son instrumentos heurísticos que nos ayudan en el análisis y la interpretación de los asuntos profundos. Por ejemplo,

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Belinda Ramos anda diciendo que Maggie Silverstein tiene las tejas corridas”. Le decía esto paladeando su vaso matinal de vino en un bar cercano a la Plaza Ñuñoa y Belisario Concha oyendo tan preciosa idea tuvo el impulso de correr al coche, volar a la oficina de su padre, pedirle un cheque por un millón de pesos a descontar de su mesada anual y abrir en el Banco de Chile cuenta a nombre del signor Roberto Tironi. ¡Instrumentos heurísticos! O sea, la metáfora de Belinda Ramos servía para interpretar y analizar a Astaburuaga entero con todos sus globos. ¡Vaya con la cosa! Pensaba y pensaba Belisario Concha. Con las palabras tiene que ver, pensaba. ¿Con qué otra cosa que las palabras? Punto uno: El público de Astaburuaga se infla con las palabras de Astaburuaga. Por ahí va el problema. La gente entra caminando, oye y sale flotando. ¿No es asombroso? Es cosa real, no es fantasía. Astaburuaga habla y habla. No hace otra cosa que hablar y hablar. Y la gente flota. ¿Cómo explicar una maravilla así? También – hijo de su padre y nieto de su abuelo – Belisario se preguntaba por las aplicaciones prácticas posibles de un fenómeno tan peculiar, poderoso y de costo a todas vistas nulo. Porque en la cosa había energía. No, ¡la cosa era energía pura! Por más nirvánica que fuera se daba a ver en manifestaciones físicas. Sea que el cuerpo palidezca o enrojezca, sea que tirite, se encoja o expanda, hay energía en juego. Y como siempre dice don Amado Concha, su padre, donde está la energía ahí está la plata. Consciente de que no era ese su lado atractivo, Belisario no se atrevía a tratar el asunto ni siquiera en broma con Marcela Köstner. Menos con Gabriel Araya que tanta risa hizo cuando le habló del tránsito de las tonterías y que Agustín, Lutero y todos ésos no hicieron más cosa que salir de una tontera para meterse en otra. Y no hay que olvidar que era la época de Atilio Valenzuela y los desmanes de Freud. Era imposible decir una frase sin querer, no se podía tartamudear sin dar a entender, ni olvidar lo que fuera sin quedar en evidencia. “Ésa te psicoanaliza hasta los gases que tienes en las tripas” se reía Sergio Bahamondes apenas aparecía la Venus-Gorgona con ese andar suyo tan masculino pero igual de excitante. ¡Qué no diría esta misma Maggie Silverstein si oyera hablar del efecto de halo que andaba investigando Belisario Concha! Bah, dijera lo que dijera el fenómeno estaba a la vista de todos. Sin ir más lejos, a la vista de la misma Marcela Köstner. Con ella se producía también, que no lo negara. Sobre todo en la época de su contacto electrificante con Astaburuaga. Y todavía años de años después, cuando habiéndose dejado de tonteras todavía volvía de cuando en cuando a su Spengler bajo los aromos y tilos en flor y suspiraba y se encendía entera. Un día, Belisario Concha se decidió a tantear con su padre el tema de los aspectos prácticos del efecto de halo. ¿Se le reiría en la cara? ¡Diantre! ¿Pero con quién discutir si no con un industrial la industrialización de algo a todas vistas industrializable? ¿O estaba equivocado y no había manera de industrializar el efecto de halo? Sergio Bahamondes y Belinda Ramos estuvieron tomándole el pelo toda una tarde. – ¿Son globos entonces, verdad? – Sí, pero globos metafóricos, no olvidar.

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– Además de heurísticos. – Sí, me olvidaba, heurísticos. – ¡Ya, déjense de chacotear! – ¡Pero si tiene sentido! Un globo tiende hacia lo alto. Pero aquí se trata de miles y miles de globos. Amárralos en lugares apropiados de la ciudad y van a levantarla, ¿ves? Digamos, cincuenta metros. ¿Te bastan cincuenta metros? Ésa fue de Belinda Ramos que le sonreía tan especialmente. Y Belisario Concha enmudeció y sólo la miraba. Hablaba con sentido. Pero, ¿tendría idea de lo que estaba diciendo? Y ahora se encontraba en la enorme oficina de su poderoso padre, ante un escritorio de ministro con soportes de encina rústica y gruesa superficie de cristal. Un precioso gobelino cubría casi entera la pared del fondo. Sus colores de oro, cardenal y esmeralda ardían a la luz que entraba por los ventanales formados por las otras tres paredes. Hermanos y cuñadas trataron por todos los medios de impedir que viniera a distraer con ilusos proyectos las horas de trabajo de su padre. En su casa todos se reían pero él no iba a ceder. ¿Que se trata de puro viento? ¿Y qué? ¿No mueve las olas tempestuosas el viento? ¡Respondan, a ver, respondan! Gabriel Araya que algo oyó de la historia no podía creer. Éste no era Belisario Concha. El gurú del Parque Forestal que sólo escuchó retazos, iba diciendo ¡Sí, sí! mientras oía y le iba naciendo un ahogo, un comienzo de tos en el pecho, una risita ahogada que fue creciendo creciendo mientras seguía con sus ¡Sí, sí! yendo finalmente a explotar en tal catarata de carcajadas que Gabriel Araya tenía por seguro que esta vez el demonio que lo poseía terminaría con él echándole el alma fuera por entre las costillas. Ya no era claro si Belisario estaba enteramente loco, si el orate era el gurú o si éste y Belisario estaban viéndoles a todos las canillas o quizás qué cosa. En cuanto a Sergio Bahamondes y Belinda Ramos, ya se dijo. En cuanto a Maggie Silverstein, como Belisario temía, le fueron con el cuento. La Venus-Gorgona no tuvo un segundo de vacilación. La escucharon disertar sobre el caso a la sombra de una de las glorietas en flor del Departamento de Psicología. ¿Efecto de halo? ¡Meridiano! Nada más que envidia del pene paterno. Un pene de acero, industrial. No se le movía un músculo a la discípula de Atilio Valenzuela. El complejo de castración representaba el segundo ingrediente de un síndrome más que típico. Para igualar, superar, suprimir al padre, el consentido Benjamín de la familia, sobreprotegido y feminoide, decide instalar la industria del… ¡efecto de halo! Un caso meridiano de sustitución alucinatoria, masturbatoria y de fijación ano-testículo-oral. ¿Globos de aire? ¡Típico! “Industrias del Halo S. A.” ¡Ja, ja, ja! Así de loca estaba Maggie Silverstein en esos años de presidencia del general-escoba. Así de loca siguió por mucho tiempo, hasta la época en que el susodicho se fue, los comunistas salieron de las catacumbas y vino el presidente de la austeridad con su botella de agua mineral, su dólar estable y los americanos felices. Y si no siguió igual de loca fue porque empeoró y

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siguió empeorando durante el tiempo de la Revolución en Libertad, durante la época del Gobierno Popular, durante la Dictadura Militar y hasta los años que corren. Siempre más y más loca en esa clínica psiquiatra de triste fama y pingüe ganancia que le instalaron los militares. Pero, por fin, ¿qué dijo don Amado Concha cuando escuchó las tonteras en que andaba perdiendo el tiempo el menor y más querido de sus hijos? Dicen que estuvo divagando él también, acodado en la carpeta de cuero extendida sobre el cristal de su escritorio, con la cabeza entre las palmas como si oyera cantar el “Cielito Lindo”. O sea, que de la Sierra Morena vienen bajando toneladas de oro en polvo, cielito lindo, de contrabando. Belisario Concha sentía ganas de arrancar pero porfiaba. No era capaz de decidir si el papá le estaba tomando el pelo, si le grababa el discurso para mandárselo al ministro de Hacienda el Día de los Santos Inocentes o si en el momento menos pensado se le venía encima y le daba en la cabeza con el Caupolicán de acero que le servía de pisapapeles. Pero seguía adelante. Nada ni nadie lo detendrían. Tenía que resultar algo práctico y muy grande de ese efecto de halo, tan increíble, tan eficaz, tan sin costo. ¿Acaso no dan los asnos vueltas al molino? ¿Acaso no trillan las yeguas? ¿Acaso no se inflan los neumáticos? ¿Por qué no podría trillarse con esos idiotas que salen flotando de las conferencias de Domingo Astaburuaga? ¿Y las caídas de agua, eh? ¿Qué me dicen de las caídas de agua? Don Amado Concha se mostraba de acuerdo en todo. Sí, sí, claro que sí. Pero, no hablaba. Sólo eran guiños y sonrisas. Y miradas de reojo al retrato en marco de plata de su señora esposa y madre del prodigio que tenía al frente. ¿Así que efecto de halo? ¡En buenas andamos! Pasaron años antes de que Belisario Concha tolerara y hasta sonriera ante lo que llamaba “la sotana cínica” y que en sus padres y hermanos parecía atavío común. En ello, mucho significó su trato cotidiano con Sergio Bahamondes en los años de la Universidad. Y algo también su contacto con Belinda Ramos, la otra oveja negra y clandestina del grupo universitario. La misma Maggie Silverstein, con su freudismo de prensa amarilla al alcance de todos, contribuyó también a la resignación cínica del pobre Belisario. Todo ello, eso sí, fue una simiente muy lenta en germinar y se puede decir que sólo hacia las postrimerías de la Revolución en Libertad y comienzos de la agitación social en serio se encontraba Belisario Concha como quien dice a mitad del camino de regreso de las canalladas del mundo. ¡Y ese Sergio Bahamondes! Después de sus años en la Universidad se transformó tanto, tanto. Hasta parecerle un extraño cuando aquí o allá lo encontraba. La política lo tornó rígido, antipático, predeterminado en todo. Hasta podría decirse serio. ¡Increíble! Cierto que tenía motivos. ¡Y cuántos y cuán graves! Lo persiguieron, lo hirieron a balazos, lo encarcelaron incluso en los últimos años de la presidencia de ese general escoba. También a Belinda Ramos. Aunque nunca más la encontró después de egresar, llegó a sus oídos que los de la policía secreta la torturaron y la violaron. Y él sin saber nada hasta mucho, mucho después, cuando el Partido Comunista estaba en el poder y Sergio Bahamondes le parecía persona de otro planeta. Pero sobrevivió y siempre perduró su amistad por Sergio Bahamondes como pudo sentir después tan hondamente cuando vinieron a decirle que el marxista-leninista había desaparecido, nombre que se empleaba durante el gobierno militar cuando a uno lo mataban y

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echaban su cadáver a los buitres de la Cordillera. Sí, se podría decir que al Pedagógico llegó el cinismo en serio hacia el último tiempo de la Revolución en Libertad. Se disputaba texto en mano sobre el interrogatorio y la tortura. Era en el Departamento de Psicología y los alumnos estaban a un paso de irse a las manos, armarse, levantar barricadas. – ¡Fascistas, chacales, cínicos inmundos! Maggie Silverstein que había alcanzado las alturas de la cátedra que en tiempos menos tempestuosos sirvió Atilio Valenzuela, no tenía empacho en levantar los puños y enfrentar la asamblea. – ¡Cállense, ustedes, enajenados! Para nuestra profesión, el interrogatorio es una fuente de trabajo y de investigación como otra cualquiera. Esas cosas decía la Venus Gorgona. Marcela Köstner, que se casó con Belisario Concha al terminar sus estudios, no quería oír más de tonteras ni de chusma mestiza. ¿Qué podían importarle las estupideces de esa Maggie Silverstein, ese Roberto Tironi y toda la parentela? Si algo oía de ellos era por Belisario. Y lo que oía Belisario no era mucho. También Belinda Ramos se había alejado. Se dedicaba a la política, pero no tanto como Sergio Bahamondes con el que terminó casándose. Por lo que muchos sugerían formaron pareja por la dura experiencia que compartieron en cárceles y cuartos de interrogatorio. Y se entiende que cuando Belinda Ramos, violada y torturada en esos años de persecución y clandestinidad, supo lo que Maggie Silverstein sostuvo a gritos en esa asamblea, sintió que ardía en medio de un infierno de odio. ¡Esa nazista degenerada! Cuentan que la divisó una noche en un café de intelectuales en Alameda departiendo que era toda carcajadas y pisco sour. Belinda Ramos ya no era oveja clandestina. Gozaba de autoridad y prestigio en el Partido Comunista. Pero no se pudo contener. Habían pasado años y años desde su vía crucis en las mazmorras del general-escoba, pero era recuerdo vivo y doloroso como de ayer. Seguía teniendo pesadillas como sus desgracias de ayer. Y esta degenerada… Irrumpió en el café a gritos: – ¡A ti te quería encontrar, fascista hija de puta! La Venus-Gorgona saltó como si la estuviera esperando: – ¡Comunista mal parida! Se fueron a las mechas con furia de fieras. Trataban con las uñas de arrancarse los ojos. Cayeron al suelo revolcándose. Se querían matar. Las mozas del café viendo a las dos señoras rodar por el suelo, las piernas al aire y al aire sus interesantes paños menores, tenían que

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turnarse para correr a la cocina a llorar de risa. Así estaban las cosas. Pero eso fue después, a un paso de un nuevo cambio de timón con la llegada del Gobierno Popular, años de años después del régimen del general-escoba hacia cuyos finales sin que Belisario Concha tuviera noticias balearon a Sergio Bahamondes y violaron a Belinda Ramos. Su bautismo al fuego de cinismo político lo tuvo Belisario Concha también hacia los finales del régimen de ese general. Resultó que empleaba muy bien la escoba pero sólo barría hacia adentro de manera que sin andar mucho ya tenía la administración del país de nuevo hundida en la inmundicia. 1957, Abril. Fueron días de despliegue de astucias. Todo se combinó como en un concierto. Los disparos, el sálvese quien pueda, el silencio de todos. ¿Dónde andaba Atilio Valenzuela? ¿Qué fue de Astaburuaga? ¿Vio alguien a Tironi? El cerco policial en torno de las clínicas de urgencia, la ciudad abierta al lumpen y el saqueo, las declaraciones del gobierno, los editoriales de la prensa. Todo resultaba un concierto, como si un ser poderoso lo orquestara todo. El gurú piel roja del Parque Forestal sonreía a Belisario Concha desde su lecho de enfermo. – Nadie orquesta nada. Todo está desde siempre y para el momento que sea orquestado. Tosía como desgarrando la garganta y Marcela Köstner se miraba las uñas y las mordía. Soplaba un viento otoñal helado silbando sobre los techos de la casona. Sudando se esforzaba por acomodarse en el lecho. – Es cuando ocurre algo que trata de desorquestar las cosas, cuando usted se da cuenta de lo orquestadas que están. Belisario Concha anduvo muchos días rumiando y rumiando esa doctrina del gurú. ¿La vieja idea de la armonía universal? ¿Y quién dice que no? Esa idea bien pudo ser la brújula de sus conclusiones y su decepción. Demasiado grande el universo. Así sería, pero no con Marcela Köstner, tan erecta, tan definitiva. Su mundo interior parecía más firme que esas estructuras metálicas que distinguían a “Industrias de Acero S. A.” y que todos los materialismos dialécticos de “Bahamondes, Ramos y Cía.”. No podían con ella. ¡Pobrecita! Tan armada por fuera, tan sensible y profunda por dentro. ¡Si no iba a conocerla Belisario Concha, su marido legítimo! Y a propósito, tampoco entraban balas en la caparazón de Gabriel Araya, su marido ilegítimo y superhombre del nihilismo nirvánico. Ni menos en Roberto Tironi. No sólo por su idealismo de alto vuelo. Había toda esa maraña irritante de su hipocresía jesuítica que sacaba de quicio en su tiempo al mismo Sergio Bahamondes. – Santo Dios, compañerito, ¿no me va a decir que a estas alturas de la vida no sabe por seguro que idealismo e hipocresía son la misma cosa?

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¿Qué ocurría, qué ocurría, qué demonios ocurría? Ni para Marcela Köstner ni para Gabriel Araya, ni mucho menos para Roberto Tironi, Mireya Gómez, Pablo Etcheverry, ni Elisa Bauzá o Domingo Astaburuaga, sin hablar de los clanes masónicos, las señoritas del Pensionado Católico con sus monjas, su Directora, sus guías espirituales, para ninguno hubo jamás ni por asomo vestigio de ese efecto de halo que tanto ocupaba a Belisario Concha. ¿De dónde, cuándo se le había metido en la cabeza esa burrada marxista? ¿Iba a salir con que la metafísica, la moral, la religión eran efectos de halo? ¿Los Tribunales de Justicia, la Catedral Metropolitana, el Congreso Nacional, globos inflados? ¡Vaya con ésas! Esto no es ya confundir los prófugos con los náufragos, esto es confundir el cero con el infinito. Pero… pero… si el efecto de halo era real, ¡por la misma…! ¿Que no veían con los ojos que tenían? ¡Si serán animales! Vean las manadas de sonámbulos, flotando, colgando de las tonteras, de las grandes palabras vacías de Astaburuaga y Tironi. ¿Cómo no darse cuenta? Y esa Belinda Ramos y ese Sergio Bahamondes, ¿no andaban en las mismas por los jardines del Pedagógico? – Mire, compañerito, cuando oigo hablar de justicia, cuando oigo hablar de libertad a esos caballeros con los que usted se junta, me vienen unas… ¿Cómo le dijera?… Como si me hicieran cosquillas con una pluma de canario en las circunvoluciones. ¡Tal cual! Esa vez caminaban por Avenida Irarrázabal. ¿Quién iba a soñar lo que ocurriría después a su inseparable compañero de esos años inquietos y brillantes del Instituto Pedagógico? Entretanto, el pícaro Sergio no perdía pantorrilla ni trasero de las mujeres que pasaban. Los ojos se le iban entre las nalgas que subían, bajaban, mientras argumentaba a gritos y Belisario Concha no sabía si arrancar a la acera del frente o agarrarlo a patadas ahí mismo. El marxista-leninista guiñaba, se hacía pipí de la risa. Una cosa sigue a la otra: el idealismo delante, el culo detrás. – En este país, compañerito, los culos son cosa seria, muy seria. No es broma. Aquí no hay cosmovisión como lo expresa el señor Astaburuaga. Nada de eso. Lo que hay aquí es culovisión, mi amigo, culovisión. El ansia fáustica, el anhelo de infinito de los que ya le dije no son más que hambre de culo. Y nada de sublimaciones freudianas que diría doña Maggie Silverstein que tiene un culo bastante pasable dicho sea al pasar y perdone la redundancia. Aquí estamos hablando de culo de carne y hueso, como diría Unamuno. Más de carne que de huesos. ¡Ja, ja, ja! ¡Así no más es! Más vale culo en manos que cien volando, el infierno está pavimentado de culos y todo se ha perdido menos el culo. He dicho. Belisario Concha, pálido y apagado por naturaleza, se ponía rojo hasta las orejas mirando de reojo a los que pasaban. Como si nada el marxista-leninista seguía a los gritos por la vereda gritando para superar el ruido de los buses. – ¡Ah, qué fulanos ésos, los idealistas! Si usted me habla de agua, de electricidad, de porotos granados, entiendo sin problemas, aunque la verdad es que en las poblaciones populares no hay agua ni electricidad ni porotos. Esos señores que hablan de justicia… ¡Perdóneme! Los porotos son cosa muy concreta, muy concreta. No hay manera de pasar gato por liebre con los porotos: O hay porotos o no hay porotos. Pero la justicia, la libertad, el

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hambre fáustica… O ese hombre integral que están cocinando ahora último… ¡Ay, mi amigo! En estas cosas o uno vuela demasiado alto, sin idea el huevón de dónde pisa, o anda vendiendo la pomada para que la gallada tenga a los náufragos por prófugos o a los prófugos por náufragos, según reza su misma doctrina. Claro, todo claro, lucidez cien por ciento. Y lo mismo en el caso de ese efecto de nirvana que preocupa tanto al compañerito en el último tiempo. – ¿Que se requieren palabras? Bah, para eso está el Diccionario, ¿no? Abres el Diccionario en tragar y ¡chúpate ésa! Tiburcio Tragaldabas por tragar trampas tiene las tragaderas como tragaluz. Claro, sí. Pero no, no. El efecto de nirvana no era sólo aire. Producía globos inflados. Y eso no es puro aire. Un idiota inflado, por muy idiota que sea, no es puro aire. ¿Qué más es el burro que gira y gira en torno de la noria que un idiota inflado? Pero, ¡cuidado! Con un idiota así se saca el agua. Y de eso se trata, de sacar agua con los idiotas inflados por los Astaburuagas y los Tironis de este mundo. Bah, era más claro que la clara del huevo como decía Sergio. Lo que ocurre es que uno no se pone firme. Lo que ocurre es que uno está rodeado, ahogado, por cabezas de chorlito. Domingo Astaburuaga no es más que un charlatán. Un gran charlatán, nadie lo niega, pero charlatán y charlatán. Y Marcela tuvo toda la razón del mundo cuando le dio el plantón. ¿Roberto Tironi, Gabriel Araya? ¡Charlatanes los dos! ¡Todos charlatanes! ¿El gurú piel roja? Charlatán de charlatanes. Peor que Astaburuaga… Pablo Etcheverry, Mireya Gómez, Elisa Bauzá, Maggie Silverstein, charlatanes de pacotilla, pero todos charlatanes. Sobre todo esa Maggie Silverstein con sus castraciones, fijaciones y masturbaciones. Belisario Concha, furioso como nunca antes se le vio, buscaba aliados. Sergio Bahamondes, Belinda Ramos, el que fuera con tal que. A este país hay que sentarle la cabeza. ¡Abajo los diletantes! Mueran los siúticos. ¡Los mestizos acomplejados y arribistas no pasarán! Gabriel Araya fruncía el ceño, Roberto Tironi fruncía el ceño. ¿No sería Marcela Köstner que ya no podía oír las astaburuagadas? El resentimiento es un gran poder. ¿Y si le había entrado el virus marxista de tanto Sergio Bahamondes y Belinda Ramos? Tanto va el cántaro al agua que al fin vuelve sin orejas, ¿no? Declinaba el período presidencial del general-escoba y ya resultaba meridiano y palmario que la basura no iba a sacarla ni con bulldozers. Los americanos enviaron una comisión económica que no llegó a ninguna parte. Se ensayó con grandes clarinadas una escala única de sueldos para la administración pública. ¡Escala única! Al día siguiente el país estaba lleno de escalas únicas, únicas. Sin contar las únicas. Finalmente, todos no hacían más que esperar el término de los seis años del famoso general. Que el hombre se fuera con su escoba a otra parte. Pero, quedaba un poco, un poquín, como lo sintieron en sus cuerpos Belinda Ramos y Sergio Bahamondes, y como lo vieron en otros cuerpos Joaquín Albornoz y su condiscípulo Rodrigo Alcántara que en esos días de la masacre de Abril cumplían servicio de asistencia médica en la Posta Central y quienes también con vistas a saber más acerca de la naturaleza humana habían seguido algunos cursos en el Pedagógico atraídos por la fama de “los dos”.

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¡Si uno siquiera de esos dos estudiantes de Medicina hubiera venido antes al Pedagógico! La vida de Belisario Concha fuera muy distinta de lo que fue. Hasta es probable que Gabriel Araya se dejara mucho antes de tonteras. A firme y no a medias. Porque así fue: que no pudo nunca dejarse del todo de tonteras. Como por lo demás ocurrió con todos, yendo desde el gran Astaburuaga hasta terminar en la minúscula Mireya Gómez. Con todos, todos sin excepción fue lo mismo: que se dejaron de tonteras para hacerse los tontos, pasar gato por liebre y lindas pascuas. O si no, para meterse en tonteras cada vez más grandes, los idiotas. Porque las dos balas que le metieron entre las costillas a Sergio Bahamondes y las veinte o treinta veces que violaron a Belinda Ramos pueden tolerarse, aunque sea a regañadientes, por las tonteras en que se metieron ellos, los dos brutos. Pero otra cosa es, Virgen de los Cielos, que por las estupideces en que uno incurre salgan a encarcelar, despojar y asesinar a medio mundo. Como se dijo, de taciturno y apático pasó a inquisitivo y furibundo Belisario Concha. Pero sólo por un tiempo. “El destemple del temple aristocrático”, diagnosticaba Marcela Köstner riéndosele en la cara. Y agregaba que el efecto de halo y todas esas cosas sobre las ideas amplias, muy amplias las mandó cortar a la medida para quedarse pensando por los siglos de los siglos en la inmortalidad del cangrejo. ¡Qué cosas de Marcela Köstner! Como si Belisario Concha tuviera que mover un dedo para financiarse la vida. Con la renta de uno de los edificios obsequios de su abuelita por parte de madre que se levantaban en el mismo centro de Santiago bastaba para llenar el gusto del caballero en lo que se le antojara. Marcela movía la cabeza y sonreía. – La sabiduría requiere de ocio, pero el ocio no basta. Y en el Barrio Alto hacían nata los ociosos buenos para nada. Astaburuaga, con sus pies de plomo y de arribista, hacía tiempo que le buscaba sentido a esa clase buena para nada. En cuanto a Tironi, ya en los primeros tiempos de su pirotecnia retórica advertía no confundir el ocio de la buena clase con la clase de ocio de la mala. – ¡El pobre huemul! Ése era todo el comentario de Sergio Bahamondes. Y el de Belinda Ramos mejor dejarlo inédito. La cosa grande que ocurrió en ese tiempo – cuando Gabriel Araya y Roberto Tironi recién iniciaban el ascenso a lo alto del firmamento intelectual chileno y Belisario Concha pensaba cómo podría hacerse algo práctico con el efecto de halo no fuera más que escamotear el hambre de los pequeños en las escuelas de primeras letras – fue el menos esperado y menos creíble de los acontecimientos: la muerte del siglo. Ni que hubieran muerto tres Papas en una semana. Debe recalcarse que ni Sergio Bahamondes ni Belinda Ramos dieron jamás indicio de pertenecer a esa clase legendaria, asiática, para la cual Stalin era una deidad encarnada. Tan tarados de la cabeza no eran. O no creían ser. Lo cierto es que a un tiempo con la noticiabomba, la muerte del Gran Oso Soviético, no se les vio en parte ninguna por mucho tiempo.

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Se decía que se avergonzaban de tener que aceptar la mortalidad de su ídolo. Se decía que, como hacía tantas veces Gabriel Araya, habían subido a la montaña con aceitunas, nueces y leche condensada. Hasta se decía que iban de luto explicando la muerte increíble por las poblaciones callampas. ¡Ahí sí que quemaban las papas, en las poblaciones callampas! Había que ir despacito por las piedras y con un par de matones. Entre los obreros, la muerte de Stalin era provocación pura y ya les habían echado las tripas afuera a media docena de calumniadores en Franklin, Matucana y Plaza Chacabuco. Belisario Concha no podía creer. ¿De modo que el gran Sergio Bahamondes, comisario de las siete suelas, comecuras desde el desayuno a la noche, Galvarino de la lucha de clases, tenía en la cabeza un forado para elefantes? ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Y Belinda Ramos también? Cuando hacía estos comentarios, Gabriel Araya movía la cabeza. – ¡Dios te guarde! Pero, ¿qué otra cosa creías tú? ¡Si la de ésos es una religión como otra cualquiera, hombre! Con sus dogmas, sus credos, sus santos. Con sus ritos también y sus liturgias. ¡No vas a decirme que no te habías dado cuenta! No, no se había dado cuenta. Así de idiota era. Ni tampoco se le pasó por la cabeza ni por asomo que el efecto de halo venían industrializándolo por los siglos de los siglos y que había descubierto – como casi le escupió en la cara Sergio Bahamondes una mañana en que no andaba con humor para perderlo en tonteras – nada menos que el día Domingo. – Estricta y rigurosamente el Domingo. No es ningún chiste. Anda a misa, pedazo de… Cuando murió Stalin, Mireya Gómez, Marcela Köstner, Gabriel Araya y Belisario Concha pasaban unos días felices en la mansión veraniega de los Concha en Santo Domingo. Al comienzo, Mireya Gómez no quería ir ni por nada. ¿Cómo hacerle una cochinada así a su amado Pablo? Además… sí, Gabriel Araya podía ser, sí, con sus nirvanas místicos y esos desgarramientos que también tenía de vez en cuando. Pero, ¿Belisario Concha? ¡Jamás, jamás! ¡Lo odiaba, lo odiaba con toda su alma! En el Pedagógico, en presencia de todos, ¡le había hecho una! La había dejado tan en ridículo el idiota. No, todo lo que quiera Marcela Köstner con la variedad y el gusto, que el gusto está en la variedad y la variedad en el gusto, pero con ese petulante de Belisario, ¡nunca, nunca! ¿Qué se creía el tonto? No se creía nada. Esa mañana del bochornoso tête à tête con Mireya Gómez, igual pudo ir Belisario Concha a una conferencia en la Escuela de Periodismo que a presenciar los ensayos del grupo de teatro. Sentada en un banco, Belinda Ramos leía de un libro a Sergio Bahamondes que estirado de piernas y echado en el respaldo, fiel a su cosmovisión, no perdía detalle de las tetas y culos circundantes. Seguro que Stalin llevaba meses tieso en el Kremlin y ellos sin la menor idea. El industrial del efecto de halo se acercó con cara no muy buena. Andaba en vena de sinceridad, de decir las cosas que pensaba tal cual y nada de eufemismos ni concesiones. ¿Se atrevería? Era el lugar preciso: la palabrería, el fastidio, la inautenticidad. ¡Si pudiera purgarse el cerebro, si así como se saca uno la mugre del estómago pudiera sacarse la basura del cerebro! Las ideologías, las concepciones del mundo, ¡uf! Hasta Marcela, después de tanta crítica, tanta denuncia y evidencia, seguía con su Spengler y sus “visiones de totalidad”. Ahora, Tironi había

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empezado con una nueva: la soledad del hombre contemporáneo. Y, como era su manera, no podía decirlo en dos palabras. ¡No, de ningún modo! Había que desimplicar las implicaciones, exhibir la ambigüedad y la paradoja. No había forma de curarle al hombre la parte podrida y archisabida de su discurso. – Vivimos amontonados por millones en la metrópoli contemporánea. De allí nuestra radical soledad. Sergio Bahamondes hacía ¡ji, ji, ji! agachándose y sin poder impedir que las manos se le fueran a las verijas. – Robertito Agudito Tironi, ¡ji, ji, ji! Además, como si no bastaran esos misteriosos y mafiosos personajes que rodearon al general-escoba tan pronto entró en el Palacio de La Moneda, la prensa comenzó a llenarse de una “pérdida alarmante de lo humano”, una “peligrosa caída en el materialismo técnico”. Había que volver a los ideales de nuestra tradición, subordinar la economía a la moral. Hasta los políticos hablaban de “problemas existenciales”, “falta de autenticidad” y “soledad del hombre contemporáneo”. ¡Era el colmo! Con este humor, mirando fiero de un lado a otro, caminaba Belisario Concha por los jardines del Pedagógico sin que le diera un bledo la belleza de la mañana primaveral. ¡Hasta cuándo! Y todos en lo mismo. ¡Bla, bla, bla! Esto es una confabulación. La confabulación como forma de vida. ¡Ya! ¡Más mierda de la misma! El mundo intelectual como una orquesta. Todos tocando y dejando de tocar en el momento preciso. ¿Dónde demonios está el director? El gurú piel roja del Parque Forestal no se lo había dicho todavía. A él no se le iba a ocurrir dónde estaba aunque le dieran un siglo para pensarlo. Y en ésas iba, sacudiéndose los sinsentidos y vanidades del mundanal ruido cuando tropezó para su vergüenza y ridículo con la preciosa Mireya Gómez. En un jardín de la parte sur del Pedagógico, en una glorieta idílica envuelta en jazmines y madreselvas, rodeada de alumnos primerizos boquiabiertos, con su Pablo al lado montando guardia, inflaba un globo enorme Mireya Gómez de los Desgarramientos. ¿Hay nada más perfecto, hermoso y milagroso que un globo? Una burbuja de agua y jabón que crece y crece mientras Mireya – gloriosa, cuidadosa, el canutillo entre los hermosos dedos y los deliciosos labios – sopla. Todos los colores, todo el brillo, el equilibrio increíble de tensiones en graciosa y delicada rotundidad. El globo sigue creciendo. Un temblor lo estremece. Parece que ya revienta, tan grande ha crecido. Todos están prendidos con asombro al milagro. Mireya – lenta, suave – sigue soplando por el canutillo, las mejillas infladas, rojas, los grandes ojos negros y turnios, fijos sobre la esfera pomposa, luciente, iridiscente. ¡Cuánta razón tiene Tironi! Casi tanta como no tiene. Las metáforas son instrumentos heurísticos. Maggie Silverstein tiene las tejas corridas y Marcela Gómez tiene… tiene… ¡Oh, pero qué globo infla ante los mestizos recién ingresados al Pedagógico! ¡Si la viera Belinda Ramos! ¡No olvidar, no olvidar! Es obligatorio pagarle a Tironi. Instrumentos heurísticos. Belisario se llevó la mano a la solapa sin

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pensarlo, buscando allí un alfiler heurístico para pinchar el globo metafórico de Mireya Gómez. ¡Qué chiste para sacarse de encima el mal humor, paf! Pero se trataba de un globo de colores sombríos. Los verdes, los azules, los rojos chorreaban negro. Un globo de El Greco formado con desgarramientos, absurdas distorsiones y un sentimiento trágico de la vida. – ¿El sentimiento trágico de qué? ¿Qué es eso? A Mireya no le quedó más que darse vuelta. Pero se veía divertida y mamá grande. – ¡Ah, Belisario! ¿Cómo, que no lo sabes? – ¡No, no lo sé! – ¿Posando de ignorante? – ¡Pero, si no lo sé! La pura verdad que no lo sé. Mireya estrechó las cejas. ¿De entrometidos andamos? Y se hace el cándido. Los alumnos novatos cambiaban miradas. Quién es este tipo. Mireya estuvo a un pelo de decir “¡Deja a los niños tranquilos!” ¿Qué quería probar? ¿Qué le había hecho? ¡Ah, fastidioso Belisario! – La vida es un fracaso. Mírala por donde quieras. Un completo fracaso. A eso venían al Pedagógico. Un completo fracaso. Empezó a subirle la temperatura. – ¡Sí claro! Y una mezcla de azar y de necesidad. – Pero… – ¡Y un tango! La asamblea se tornaba indecisa. Entonces, ¿la dama era para la chacota? Mireya apenas podía contenerse. – ¡Así no se puede hablar! – ¡No! ¡Es así como no se puede hablar! ¿Qué se proponía el idiota? ¿Y por qué callaba Pablo? ¿Miedo del ridículo, el cobarde?

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La asamblea cada vez más desconcertada. ¿De qué disputaban estos dos? ¡Sepa Dios! – ¡Mira la guerra! Mira la postguerra. Decadencia, alienación, degeneración. La Física se derrumba, la… – ¡La Física, quéee? Mireya, Mireya… –Lee a Bohr, lee a Heisenberg. El principio de incertidumbre… – ¡Mireya, por favor!… – ¿Viste “Milagro en Milán”? No nos queda más que la fe. Volvemos a retomar camino. ¡Si es necesario, al siglo IV! Del fracaso de la Física a la Santísima Trinidad. Lee a Marcel. ¡Anda al cine! Así de loca estaba Mireya Gómez en esos años del general-escoba. Los alumnos volvían a cerrar filas. Sí, anda al cine y no jorobes. – ¡Qué cosas grandiosas dices Mireya! – ¿Con ironías ahora? ¿Por qué no hablaba Pablo? ¿Le comieron la lengua? – Si uno ve las cosas grandes tiene que ver también las medianas, no te parece. Un alumno paró la oreja. Otros dos las agacharon. Los demás, seguro que no entendían jota… Mireya sonrió. – ¿Qué ves tú? ¿Me dices que ves? – No he dicho que vea nada. He dicho que si viera las cosas enormes que ves tú, vería también otras enormes. Bueno, no tan enormes, pero enormes de todas maneras. ¿Para dónde iba este Sócrates de circo pobre? ¡Ah, Pablo por fin! El amante a toda prueba de Mireya miraba hacia lo alto de la glorieta y se rascaba el cuello. – Tú quieres ver estas cosas como se ven los edificios. – Ni más ni menos. – ¡A mí no me vas a venir con ésas!

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– ¿Que no te voy a venir con qué? – Tú, mi amigo… – ¡Sinceramente! Lo que ocurre es que cada vez entiendo menos. Hay mucha gente que habla y habla. Demasiada gente. El sentimiento trágico de la vida, el absurdo, la angustia… Señor de los Cielos, ¿de qué hablan? – Te las estás dando de neo-positivista, gallo. – Que me las estoy dando de… ¿Y de qué te las das tú, idiota? ¡El imbécil! Mireya no se lo perdonaría nunca, nunca. Pero igual se lo perdonó cuando Marcela Köstner la invitó a Santo Domingo. ¡La excitaba tanto el nihilismo nirvánico de Gabriel Araya!

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Ahora, después de tantísimos años, cuando todo quedó atrás y no restan de ese mundo tan propio y tan amado más que retazos dispersos y desvanecidos de memoria, Belisario Concha ha caído en la obsesión de rehacerlo. Nada le ha sido más útil que ponerse en el lugar de ese amigo tan querido que fue Sergio Bahamondes. Ahora, en lugar de “en lugar” se dice “perspectiva”. En los años de oro de Domingo Astaburuaga recibía el nombre de “percepción del mundo” y había los que decían “cosmovisión” y hasta abiertamente “weltanschaung”. ¿Qué fue de Sergio Bahamondes? – Una noche vinieron a buscarlo… Así, como miles de mujeres en el país, comenzó su relato Belinda Ramos la tarde en que Belisario Concha fue a visitarla después de tantos años. Le pedía detalles y Belinda apretaba los labios. Fumaba sin parar. Una noche vinieron a buscarlo. – Fue en Diciembre del año 76. Belisario Concha sabía la fecha exacta y el lugar. Hasta la hora en que ocurrió. Gracias a los contactos de su padre en el Ministerio del Interior pudo leer las cartas que la madre de Sergio Bahamondes enviaba sin perder esperanzas. Eran otras las cosas que Belisario quería averiguar, sin lograrlo hasta entonces. Por encima de todo, quiénes lo entregaron. Sospechaba de Roberto Tironi. Juraría que fue él. Mireya Gómez, cuando la visitó en Madrid, movía la cabeza. – ¿Qué razones tenía Tironi? ¿Metafísicas? No, mi amigo. Fue Maggie Silverstein. Ella fue la que confeccionó las listas y las entregó a los fiscales militares. Me consta. Las vi con estos ojos en el escritorio del capitán que me interrogó. Estaban escritas con su puño y letra. Y su firma clarísima al pie, Maggie Silverstein, para que no hubiera dudas. Fue en Agosto del año 74. Una noche negra como una cueva. Creí que me pasaban al cuarto de torturas. El capitán – estoy segura de que lo hizo adrede – dejó los papeles bien a la vista y salió a pedir que le trajeran café. La firma resaltaba al pie de una columna de nombres. Sergio Bahamondes se encontraba entre los primeros. ¡Si lo voy a olvidar! ¡La hija de puta! Entregó docenas, cientos. Ahora, asiste profesionalmente a los de Inteligencia Nacional. ¿Recuerdas? La tortura como fuente de ocupación psiquiátrica. Psicopatología de la interrogación. Siempre estuvo con ellos

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la Gorgona Silverstein. Dicen que cobra en dólares. Odiaba a Sergio Bahamondes que nunca la tomó en serio. ¡El muy ingenuo! Pero odiaba infinitamente más a Belinda Ramos. Un día se agarraron de las mechas en pleno centro. Ahí tienes motivos. A través de los amplios ventanales la luz de la mañana inunda el hall. Belisario Concha mira hacia el follaje de los castañoss, allá, al fondo del parque. No ha logrado precisar cuándo vio a Sergio Bahamondes por última vez. De un encuentro tiene memoria precisa. Volvían a casa con Marcela después de una cena muy desagradable en casa de los Etcheverry. Gabriel Araya les transmitió la invitación y en la mañana de ese día los llamó por teléfono para recordarles. Se trataba de hacer algo por Elisa Bauzá que vegetaba dando lecciones en un colegio de monjas y manteniendo a ese borracho inútil de Octavio Olavarría. Horario recargado, sueldo miserable, vida de perros. Daba también la pobre clases de inglés, francés, de lo que fuera, los fines de semana. Marcela guiaba de regreso gritando indignada. ¡Qué país! ¡Cómo era posible! Una mujer de la cultura, la sensibilidad, la inteligencia de Elisa Bauzá perdida para el mundo en un sucucho de monjas. Estaba enteramente de acuerdo con Gabriel Araya. Había que hacer algo y pronto. Eran Mireya Gómez y Pablo Etcheverry los que enrolaron a Gabriel Araya en la causa de Elisa Bauzá. Pero los que tenían el poder de instalarla en el Pedagógico eran Domingo Astaburuaga y Roberto Tironi. En ese tiempo, más Tironi que Astaburuaga. Felizmente, Tironi y Elisa Bauzá eran de la misma generación. Guiando por calles oscuras y peligrosas, Marcela seguía y seguía. ¡La pobre Elisa Bauzá, la pobre Elisa Bauzá! Y Belisario para sus adentros sonreía. Si supiera Marcela cuánto la odiaba la pobre Elisa Bauzá. Fue entonces, lo recuerda muy bien. Entraban por Avenida Ossa y subían hacia Providencia cuando apareció de pronto un grupo de siluetas atareadas quizás en qué, en plena calzada. Marcela frenó a fondo soltando un garabato de los que tanto detestaba. Una de las sombras vino hacia el coche. Belisario saltó afuera. – ¡Pero, si es Sergio, Sergio Bahamondes! ¡Un pelo más y te matamos! Se abrazaron a palmetazos y Sergio volviéndose al coche escrutando dijo “¡Hola!” a Marcela. Nunca fueron más allá del “¡Hola!” esos dos. Tocado con su gorra a la Lenin, reía y palmoteaba el marxista-leninista. Sí, andaba en trabajos de propaganda. Tenían que actuar rápido antes de que aparecieran los pacos. Comenzaba a clarear sobre la Cordillera. – ¡Y qué me dice, compañero Concha! El gorro era de Lenin, pero la bufanda larga era al estilo del Presidente Austero, el que vino después del general-escoba. Los dos habían pasado a la historia sin mucha música. Ahora, el país se encontraba en la segunda y última fase de la bullada Revolución en Libertad. A cada uno su oportunidad. Pero esta vez venía de verdad. Los terratenientes comenzaban a apertrecharse. Año 68. Las universidades, enteramente politizadas, comprometidas, revolucionarias. La temperatura subía y subía y la caldera ya no aguantaba más. La ultraizquierda discutía sobre dónde empezar. ¿Guerrilla rural o guerrilla urbana? Nadie sabía en qué terminaría todo. Pero Sergio Bahamondes no se enredaba. Gritaba sus órdenes sin vacilar. Un verdadero Lenin mestizo, pequeñito, rodeado de orangutanes que acarreaban tarros de engrudo, rollos de papel, chorreando alquitrán.

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– Estamos dando la gran batalla de las paredes. Embadurnando a la burguesía, ¡ja, ja, ja! ¡Pero no se preocupe, compañerito! Su domicilio lo pasamos por alto. Nos bastan las murallas kilométricas de “Industrias del Acero”, ¡ja, ja, ja! Belisario Concha miró el nombre del candidato comunista en letras gigantes y no pudo evitar una sonrisa despectiva. ¡Ahí se molestó Sergio Bahamondes! – ¿Le encuentra algún pero? – Bueno… No me vas a negar que es una mierda… ¿Oiría bien? ¿Cuántos años hacía que no se veían? Éste parecía otro Belisario Concha. Sí, mirada penetrante, mentón más firme. ¿Enemigo declarado? Los orangutanes oyeron que estaba insultando a su candidato. Se acercaron gruñendo y Marcela se asustó. – ¿Seguimos, Belisario? Sí, ésa es la última vez que lo vio. No, no fue ésa. Sí, ésa fue. Sergio Bahamondes con el brazo derecho estirado contenía la patota de orangutanes. No iba a olvidarlo en esa actitud, como un capo mafioso de película. ¡A eso había llegado! – ¡Mejor dejamos esta cuestión de lado! Pero Belisario no estaba de acuerdo y cerraba los puños. Lo llenaba una rabia grande de ver en ésas a su viejo amigo. – ¿De lado? O sea, déjame ver, ¿me pides que te deje a ti entero de lado? Estaba encima del Lenin chileno, echándole el aliento en la cara. ¿Qué se creía este desgraciado? ¿Era su amigo, o qué? Lo atenazaba el impulso de agarrarlo del cuello. Dijo temblando: – Estuviste por años de años despotricando contra la burguesía. Sobre todo, contra sus bufones y parásitos. Y ahora… Mira, mira, andas por las calles en la noche haciendo el payaso de un bufón de la burguesía. A Sergio Bahamondes no le salían las palabras. Quería escupir. – ¡Qué… qué dices tú! Ahora extendía los dos brazos para contener a sus gorilas. Éste, éste no era Belisario. ¿Vendría borracho de una de sus fiestas? ¡Claro, eso era! Pero Belisario seguía. Quería decir algo… Quería decir algo definitivo y ahora, recordando, le vuelve la duda que siempre lo

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rondó sobre si estuvo bien o debió guardárselo. – Siempre me consideraste un pobre huevón, ¿no es verdad? Un tío simpático, pero de todas maneras un pobre huevón. ¡Pues, mira, mira lo que son las cosas! Yo nunca lo pensé de ti. Son horas enteras las que se le van a Belisario Concha sentado en el hall en el viejo sillón de su padre, mirando a través de los ventanales hacia el parque que sube por la falda del Manquehue y por el que tanto gustaba a Marcela dar sus largas caminatas. Sí, todos los análisis de Sergio Bahamondes eran adecuados. El problema estaba en sus interpretaciones. Ese efecto de nirvana, por ejemplo. Sergio Bahamondes lo llamaba alienación y mala conciencia. Sepa Dios que quería decir con eso. – Unos tipos astutos cuentan cuentos y unos tipos idiotas se los creen. Eso es todo. Y sonreía, bandido él también. Marxista-bandido-leninista-cuentista. Era la época de los globos, cuando Belisario trataba de inventar métodos de industrialización del efecto de halo y los gases que salían de la boca de Domingo Astaburuaga. – ¿Efecto de nirvana? ¡Pero, compañero Concha, por favor! Entonces fue cuando Sergio Bahamondes lo fulminó. Que había descubierto el día Domingo, le dijo, y que no era figura del habla. Había descubierto el Domingo tal como esos fulanos que descubren el San Cristóbal. Belisario lo miraba de arriba a abajo. Tendría que sentarse en el suelo para hacerlo de otra manera. ¿Qué se creía? – Mira, escucha, no se trata del mero efecto de nirvana. Estoy hablando de aplicarlo, emplearlo, utilizarlo. ¿No comprendes? – ¿Utilizarlo? ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ahora descubriste el resto de la semana! – ¿Que descubrí qué? – Vaya, compañerito, ¿que nunca oyó del opio de los pueblos? El Domingo, nirvana puro. El resto de la semana, nirvana aplicado, que es decir trabajo explotado. Belisario se quedó mudo, pensando. No, no pensando. Tratando de pensar. O sea que… O sea que… Entonces estalló la chispa. ¿Así que así? – Y tu sociedad sin clases. ¿Me dices qué es tu sociedad sin clases? Yo te voy a decir, espera, yo te voy a decir. ¡Puro Domingo, eso! Domingo hoy, Domingo mañana, Domingo toda la semana. ¡Chúpate ésa!

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Sergio Bahamondes se envaraba. No porque le pagara el lomito con mayonesa y la pílsener le iba a venir con ésas el señor Concha. – La sociedad sin clases, mi señor, es la conclusión al mismo tiempo lógica e histórica de la … – ¡No veo nada, nada de nada! Globos veo. Igual que los de Astaburuaga. La única cosa cierta de todo tu bla bla bla es la explotación. Lee a Marx. El hábil se monta al asno. Y eso sí que es todo. Belisario Concha sonríe. ¿Y ésa, de dónde le salió? ¿De su padre, monarca de las industrias del acero? No, su padre no perdía el tiempo en cosas así. ¿Astaburuaga? Tampoco. Cuidaba mucho su empleo Astaburuaga. “Para lo cual”, comentaba Marcela Köstner, “es necesario que vuele muy alto.” Sin darse cuenta, acerca y abre la caja en que están los cigarrillos. Más allá de la pequeña mesa junto al sillón, duerme “Köstner” el gato angora que Marcela recogió una noche a orillas del Canal San Carlos. Un minino recién nacido que todo empapado chillaba contra las inclemencias del mundo. Marcela lo bautizó “Teng” porque lo salvaba de la corriente peligrosa tal como ocurría por esos días con Teng en China, salvado de las fauces del “Gang de los Cuatro”. Pero Belisario lo llamaba “Köstner” y cuando Marcela se fue, con ella se fue el “Teng” y quedó el “Köstner”. ¡Pobre Marcela que se fue hace tantos años! No quería oír de nada ni de nadie. Aborrecibles todos. Escribe una vez a las perdidas. Trabaja en París, de intérprete en la Unesco. ¿La reconocería “Köstner” si alguna vez volviera? ¿Y quién la reconocería? Pablo Etcheverry, vuelto del exilio por intervención del mismo Belisario, le contó de los tiempos en que la encontraba paseando un perrazo por Las Tullerías. Un par de veces almorzó con ella en el restaurante de la Unesco. Pocos la saludaban y no se le conocía amante. Había cambiado mucho. – Igual que en un tango. ¿Te has fijado? En los tangos las mujeres envejecen que da miedo. ¡Ese idiota de Pablo! También envejecía como en los tangos, aunque no se echaba a morir. Había vuelto por fin a Chile. No se atrevía por un proceso pendiente con los militares. Belisario llegó muy alto en la jerarquía para asegurarse de que no lo perseguirían. Volvió sin Mireya. Se trajo una italiana de película y se dedicaba a la importación y venta de automóviles con bastante éxito. Se le iba la mano a la caja de los cigarrillos. Rodrigo Alcántara fue terminante en su última visita: – Despídete del tabaco y el alcohol o despídete de tu médico. Cerró la caja y la alejó sonriendo. ¿Era suya la idea o de Sergio Bahamondes? Que si Rodrigo Alcántara y Joaquín Albornoz hubieran venido un par de años antes al Pedagógico

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desde Medicina las cosas fueran de otra manera para todos. Hasta para Belinda Ramos. No, sobre todo no para ella. Anota algo en una libreta. Vuelve sobre las páginas escritas. ¡Cuánto dato recogido! Piensa y se estremece. ¿Sería Tironi? Mireya Gómez y Belinda Ramos están seguras de que no. Él está seguro de que sí. Mireya dice que vio una lista con el nombre de Bahamondes firmada por Maggie Silverstein. ¿Y si la dejaron ver la lista justamente para despistarla? ¿Y qué importa que lo haya denunciado Maggie Silverstein y otros cien con ella? Si Tironi lo denunció, Tironi lo denunció. ¡Eso es lo que cuenta! ¿Y si diera nada más que una chupada? ¡Ja, ja, ja! A Gabriel Araya cuando le nacían ideas se le despertaba el sexo. – Tiene que haber una relación entre el intelecto y los testículos. Y cuando Atilio Valenzuela apareció una vez viniendo a clases con sus tranquitos cortos y apurados sin que en los patios hubiera un alma a la vista, recuerda cómo lo apuraba con el codo Gabriel Araya. – ¡Ahora o nunca! ¡Corramos, corramos! ¡Yo lo detengo, tú le preguntas! – Mejor al revés. – No, tú. A ti te contesta, vas a ver. – ¿Por qué a mí? – Tú vas vestido a la inglesa, como él. – ¡Tú estás mal del mate! – Gentlemen, the both of you, yes sir! – Lo que pasa es que tú no te atreves. – No es eso. ¿Cómo se te ocurre? – Mira, mejor así. A la salida le preguntamos a esa, ¿cómo se llama? – ¿La Venus-Gorgona? – ¡La misma! Ésa tiene que saber, ¡ja, ja, ja, ja! Despertó “Köstner” y se está mirándolo. ¿Qué pensará ese cerebro gatuno? ¿Le

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alcanzará para un silogismo? ¡Que no le va a alcanzar! ¡Esa mirada! Asunto para Astaburuaga. “La mirada animal, ensimismada en un presente sin horizontes”. Ése no pierde una. El mozo de la limpieza entra como si “Köstner” lo hubiera llamado. Con sus manos enguantadas de blanco alza al gordo gato y lo lleva colgando hacia la terraza para su baño de sol y su siesta bajo los rosales en el jardín. ¿Ganará la pobre Belinda Ramos en el mes lo que se gasta en “Köstner”? Vive en una casucha de madera al fondo de un patio en la comuna de San Miguel. ¡Estaba tan avergonzada cuando la visitó! De buen ver todavía y hasta coqueta. Preparó café y se cruzó de piernas frente a él en un sillón que se hundía hasta el suelo. La misma Belinda, tal como provocaba con sus piernas en los jardines del Instituto Pedagógico. Bueno, no la misma. El sufrimiento no se le iba del rostro. Belisario Concha la escuchaba reclinado a la romana en un sofá-cama destartalado, con lomos de camello. Entró un joven y Belisario sintió que le golpeaban fuerte en el pecho. ¡Una copia exacta de Sergio Bahamondes en los años dorados! El muchacho besó a Belinda que le dijo algo al oído. – Éste es don Belisario Concha, un viejo amigo de la Universidad. – ¡Mucho gusto! ¡Era Sergio Bahamondes en todo! Sólo le faltaba el Pedagógico alrededor. Belinda se disculpó, fue al velador junto a la cama en el fondo oscuro. Vino donde su hijo que se paró de espaldas a Belisario para cubrir la operación monetaria. ¡Dinero! ¡Si él se atreviera y ella aceptara! Vuelve a tragar saliva Belisario y otra vez las lágrimas le nublan la mirada. Al fondo del jardín, junto al estanque, aparece el mozo seguido a pasos lentos por “Köstner”. Está pensando en el gurú piel roja. Todo se reduce a dinero. Filosofía antigua y vieja reducción. Pero, no es verdadera. ¿Cada hombre tiene su precio? ¡No, qué va a tener precio Sergio Bahamondes! Pero, la mayoría lo tiene. Cierto también. Cuántos señores compró don Amado Concha que todavía pasan por padres de la patria en el Congreso. En la televisión aparecen a cada rato contando la fábula de una vida entera entregada al servicio del pueblo. ¡Los canallas! ¿Y si, sin decir palabra, hubiera dejado un cheque sobre esa mesita en casa de Belinda Ramos? ¡La está viendo venírsele encima! “Tú, ¿qué te has creído tú, por quién me tomas?” Tal como la muchacha idealista de hace… ¿cuánto? Cuarenta años. Anda por los sesenta entonces. ¡No puede ser! Se ve tan fuerte y buenamoza. Terminó casándose con Sergio Bahamondes y ahora… – ¿Desaparecido? ¿También te ilusionas tú con esos eufemismos? ¡Muerto, muerto! ¡Asesinado por asesinos! ¿No eres capaz de decírtelo? ¡Yo soy capaz! ¡Muerto!… Hace ya catorce años… Lo asesinaron, lo asesinaron… Vinieron a buscarlo una noche para eso, para matarlo. Apretaba el mentón, contenía las lágrimas. Las mujeres no lloran. Le caía amplia y negrísima todavía la rizada cabellera sobre los hombros. ¡Cuánta furia en esos ojos oscuros relampagueantes de odio! ¡Belinda Ramos!

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– ¿Quién, quién crees tú que lo entregó? – ¿Quién? Di mejor quiénes. Puedo nombrarte una docena de los que corrieron donde los fiscales de la Fuerza Aérea. – Entonces, ¿fueron de aquí, del barrio? – Pero, ¡si no vivíamos en este barrio! Lo denunciaron del Ministerio, de la Prensa, de la Universidad… – ¿Del… del Pedagógico?… – De allí fueron los más. Pero también de la Casa Central, de Medicina, ¡de dónde no! ¡Mira, mejor no sigamos! – Yo quiero saber, Belinda. Tú, tú tienes que comprenderme. Era… es mi mejor

amigo.

– La gente en que tú piensas no tuvo nada que ver. Por ésos, quédate tranquilo y no le des más vueltas. ¡Esa Belinda! Igual de segura, autoritaria y cortante que Mireya Gómez. Igual que Maggie Silverstein. Y sin decir nada de Marcela Köstner. A Mireya Gómez, una rival de armas tomar a la letra no fue capaz de pararla ni a balazos. Así contaban. A Maggie Silverstein la excitaban los interrogatorios con la picana eléctrica. Se decía que los agentes de la DINA tenían que echarla fuera en medio de las sesiones en la parrilla, que se mojaba entera y se ponía hedionda que era un asco con los gemidos y los alaridos de los torturados. Se resistía cuando la sacaban, insultaba a medio mundo. Así era Maggie Silverstein. Consideraba a los oficiales de inteligencia unas mujerucas, sin idea de patología social. ¡Sin esfínteres! En el país había que eliminar medio millón, mínimo, entre comunistas y compañeros de ruta. ¡Oyeron los gallinas! ¡Mínimo! También gritaba estas cosas aquella noche, cuando Belisario Concha se encontró con la sorpresa de que la habían invitado a una cena dada en casa por su padre. Fue hacia el cuarto año de la dictadura, cuando los militares todavía vacilaban sobre qué hacer con los demócrata cristianos y andaban consultando con los civiles más connotados. En esos días, Marcela se había retirado a Concepción donde dictaba sus clases Gabriel Araya. Desde que fusilaron a su hermano en Valdivia no quería oír de nada ni de nadie. Gabriel Araya la consolaba remando con ella por la Laguna San Pedro y leyéndole capítulos de una biografía de su gurú que pensaba publicar en España. A la cena ordenada por don Amado Concha, asistieron con sus mujeres los secretarios de Hacienda Pública y Economía, un general de la Oficina de Planificación, un sacerdote Opus Dei de la Universidad Católica y un funcionario de rango del Ministerio de Justicia. Don Amado sonreía.

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– Cuando hay problemas, ningún termómetro como las estructuras de acero. Son, contra lo que se cree, sensibilísimas. Las verdaderas damas de la producción. Claro, esta idiotez no la decía don Amado, sino el secretario de Economía con la copa en alto. Los argentinos estaban creando dificultades, pero no lograban ponerse de acuerdo con los brasileños. Los peruanos también estaban creando dificultades. Pero tampoco lograban ponerse de acuerdo con los bolivianos. Difícil asunto. Rivalizaban los pronósticos dentro del Gobierno Militar. Se formaban corrientes contrarias sobre cómo proceder con el gran partido de centro, la Democracia Cristiana. Maggie Silverstein revolvía los pies y daba con la rodilla a su flamante pareja bajo el mantel. Un oficial naval recién llegado de Europa donde andaba en viaje de consultas. El animal no decía una sílaba. Belisario Concha, sentado a la izquierda de la Venus-Gorgona, también recibió su ración de taconazos, codazos y hasta saliva que le saltaba a la Furia al echar por lo bajo sus garabatos. Estaba como para sacarla con camisa de fuerza. Sin contenerse más se puso a hablar, a gritar. Don Amado Concha, impávido, cambiaba una sonrisa neutra con el oficial de Inteligencia que había aparecido muy a propósito hacia el término de la cena. Los de la corriente blanda hacían ver que si se producía un conflicto con Perú o Argentina, el país se alzaría como un solo hombre. Ahí fue donde no pudo aguantarse Maggie Silverstein. – ¿Que cerrarán filas? ¿Que los comunistas y sus compañeros de ruta cerrarán filas? ¡No me hagan reír! Un poco más de psicología, un poco más de lectura, por favor, un poco más de historia. ¿Que no los han visto todos estos años? Hemos estado interrogándolos por cientos, por miles ¿y todavía no los conocen? Bah, éstos nos acuchillan por la espalda y nos venden enlatados a nuestros enemigos. Es el poder lo que quieren, aunque tengan que ejercerlo en el cementerio. ¡Si no los voy a conocer yo! Van a espiar, a boicotear, a chantajear. Ya están haciéndolo, aquí y en el extranjero. Son capaces de formar brigadas en el ejército argentino en defensa de la democracia chilena, ¡ja, ja, ja! ¡No, mis señores, no! A esos tipos hay que encerrarlos en campos de concentración, primera medida, interrogarlos científicamente uno por uno, segunda. Ahí entro yo, con mi equipo de personas serias y competentes. Los que no pasen limpios, deben ser eliminados sin piedad. No puede ser más simple ni más meridiano: O los eliminamos nosotros o nos eliminan ellos. Quitada la vociferación, era el mismo cuadro que desde el ángulo opuesto pintaba Sergio Bahamondes. ¿Pensaba igual Belinda Ramos? ¿Pensaba igual su padre? Don Amado sonreía. Él también solía hablar de ángulos, de perspectivas. Son siempre correctas las perspectivas. Mientras se las tenga por lo que son, correctas. Es una pena, lo que más abunda en este mundo son las personas que confunden su perspectiva con la realidad. Parece del todo idiota, pero así es. No empleaba palabras así su padre, pero las daba a entender. – Toda la diferencia resulta del juicio que hacemos. Eran los últimos años de don Amado, pero todavía llevaba el peso de “Industrias del Acero, S. A.”. Se anunciaba una economía liberal inspirada en la Escuela de Chicago. No había derecho de crítica ni tiempo para perderlo en disputas sin término ni “revolturas conflictivas”. No se supo quién echó a correr la palabra. En los años del Gobierno Popular, el apelativo “momio” caía sobre los oponentes como la peste. Ahora, la palabra “conflictivo” caía sobre la

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nueva oposición como la sarna. A la menor, lo allanaban a uno y hasta lo encarcelaban por “conflictivo”. Sin líderes conflictivos, los trabajadores no tenían defensa. El capital y el desarrollo irían viento en popa. Pero, había problemas. Don Amado Concha suspiraba y se reía para sus adentros. Belisario, mirándolo por lo bajo, sabía que no lograría nunca entenderlo a cabalidad ya desde los años tan lejanos del efecto de halo y las carcajadas del gurú, cuando una vez con otra jugaba don Amado con él que parecía burla que parecía serio. – Hay gente, Chayito, para la que las cosas son como son y punto. Lo llamaba “Chayito” cuando estaban solos. Después de una abertura así se estaba mirándolo sin hablar y con esa tristeza suya en los ojos. ¿Se estaba transformando en un gurú, a punto de sentarse al sol pelando su manzana en un banco del Parque Forestal? – Para otra gente, no sólo son como son las cosas, sino que así como son así deben ser. Callaba de nuevo. ¿Estaría entendiendo esta lumbrera de hijo suyo? – Queda todavía un tercer grupo. Los que pretenden que las cosas sean, no como son, sino como ellos piensan que deben ser. Ahí está ese general que acaba de llegarnos con su escoba. No hay duda del grupo a que pertenece. – Al tercer grupo, por descontado. – Hay algo más, muy importante, Chayito. Hay dos… dos… paradojas, como dirían esos amigos suyos tan letrados. La primera paradoja se refiere a los dos primeros grupos. A ver, veamos cómo lo expreso para que quede claro. – No te preocupes, estoy atento. – Es como lógica del Diablo, Chayito. Para los del primer grupo, los del tercero son como son y eso es todo. Mientras que para los del segundo grupo, los del tercero no sólo son como son sino como deben ser. ¿Ve? No, no veía. ¿Sería al final de cuentas el imbécil que tantas veces sospechaba ser? Si lo viera en éstas Sergio Bahamondes, ¡cómo se reiría! ¿Se estaba riendo también su padre? – Perdón, no veo dónde está la paradoja. – ¡Vaya! Siendo las cosas así, los dos primeros grupos tendrían que ser eliminados por el tercero, ¿verdad?

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¡Claro! ¡Qué idiota era! ¿Cómo no lo vio? Seguro que la segunda paradoja era igual de evidente. Sólo que… ¿Cuál era la segunda paradoja? Se le caía la cara de vergüenza. – Dijiste que eran dos. – Como dijimos, los dos primeros grupos tendrían que desaparecer, ¿de acuerdo? – De acuerdo. – Pero no desaparecen. ¿Es un recuerdo genuino? ¿No estará atribuyendo a su padre algo que escuchó al gurú piel roja? ¿Cuándo habló así su padre? Nunca. Esas tonteras eran para Tironi, ni siquiera para el gurú. Y a propósito, fue con la llegada del presidente austero – el “agüita” como lo llamaba su madre, porque no bebía más que agua de la llave en las comidas y por la noche agüita de boldo con azúcar quemada – que comenzaron a abrirse las puertas para Tironi. Se había prestigiado como persona espiritual, desinteresada. Pertenecía, eso sí, al tercer grupo. Igual que Maggie Silverstein y Sergio Bahamondes. Para ellos, las cosas de este mundo no debían ser como eran. Sin embargo, Sergio Bahamondes se entregó sin titubeos al trato amistoso de Belisario Concha. Y viceversa. Pero ninguno de los dos podría decir por qué. Marcela Köstner los comparaba con esos enemigos que salen a emborracharse juntos mientras los cañones duermen. Y Maggie Silverstein sentenciaba displicente: El señor y su valet, típico. ¡La insoportable idiota! Pero, con tipos de la especie Tironi la actitud de Sergio era otra: no se trataba más que de ratas ilustradas. – Esas maneras pulcras, compañerito, esas palabras laaargas y esdrújulas… Idealistas profesionales, o sea… Porque, ¿sabe, usted? No hay más que dos especies de idealistas: las ratas ilustradas y los tontitos. En una palabra, nullus plus nullus igual flatus vocis como dijo el loro. Había tres cargos vacantes. Los tres apetecidos por Tironi. Agregado cultural en el Vaticano, Director General de Bibliotecas y Museos y catedrático de Filosofía Medieval. El presidente austero caía en trance cuando le hablaban de “personas auténticas”. Así se llamaba en esos años a la flor de la flor. Cada vez que oía de una persona auténtica, el presidente quería verla sin demora. Hay que reconocer en su favor que en la casi totalidad de los casos salía del trance al minuto de darle un vistazo a la persona auténtica. Carraspeaba, estornudaba y había que sacudir una nube de alergias en torno del sillón presidencial. Tironi aprobó, aunque dicen que el austero estuvo a un pelo de estornudar. En el Pedagógico se discutía. Se hablaba del nuevo Abelardo. Se argüía que no, que mil veces preferible el Vaticano. Se contra argüía que no, que mejor poner luz y orden en ese caos llamado Biblioteca Nacional. Pero, triunfó la corriente pro Suma Teológica y Hombre Integral. De la cátedra pasaría al decanato por un tobogán. ¡Había tanto que hacer! Se había acumulado tanta inmundicia bajo el mandil masónico. Y del general-escoba mejor no hablar.

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Belisario Concha contempla los jardines en flor recordando cuando caminaba en los atardeceres con Marcela hacia las faldas del Manquehue bajo el follaje naciente de los castaños. Cuesta poner en secuencia los neblinosos recuerdos. Atilio Valenzuela está ante él desprendiendo con el meñique izquierdo la ceniza del cigarrillo. ¡Atilio Valenzuela! ¿Por qué tenía que morir tan joven un hombre como él? ¡Eso no fue justo, no fue justo! La distorsión del tiempo en la memoria. A ver, veamos. Aquí no hay ninguna distorsión. Esa idea se expuso en 1951. Hace ya cuarenta años. ¡Cuánto tiempo! ¿A dónde fue a desembocar la ola que produjo el Freud traído a Chile vía USA? ¿A Maggie Silverstein y sus clínicas de seguridad durante la Dictadura? Al comienzo, Joaquín Albornoz y Rodrigo Alcántara, buscando el eslabón entre ciencia y humanismo, escuchaban a Maggie Silverstein en confuso silencio. Se retiraban casi sin hablar. No se atrevían a comparar notas. ¿A qué venían aquí? Mejor darse una vuelta por el Circo Caupolicán. Después de un tiempo, un paso aquí, un paso allá, fueron interesándose. Primero, en el grupo en torno de Gabriel Araya. Después, en el que capitaneaban Sergio Bahamondes y Belinda Ramos. Si Rodrigo Alcántara prefería a Gabriel Araya era más que nada por la atracción de Marcela Köstner. Qué hacía tanta belleza en este zoológico. Joaquín Albornoz se entretenía más con el circo dialéctico que dirigía Sergio Bahamondes… Ahora, Belisario Concha está golpeando como un alienado sobre su libreta de notas. ¿Qué asociaciones son ésas? ¡Eureka, eureka! ¿Cómo se le pudo escapar si está a la vista? Los bueyes detrás de la carreta, eso era todo. ¿De dónde salieron tantos imbéciles? Dios de los Cielos, este país parece un paridero de topos. ¡Calma, calma! Ahora sí que va a fumarse un cigarrillo y que se vaya al cuerno el doctor Alcántara. ¿Por qué ocurrió? ¿Por qué ocurre todo lo que ocurre? Por los bueyes, por eso. ¡A quién se le ocurre ponerlos detrás de la carreta! A los imbéciles, claro. De muestra un botón: Joaquín Albornoz. Ahí tienen uno. Y eso que viniendo de Medicina a Filosofía tendría que haberlo visto al tiro. Los bueyes detrás de la carreta. Filosofía. No sólo no lo vio sino que lo vio al revés. Y eso que tonto no es. O no era por mejor decir. Recuerda perfectamente. Ninguna distorsión del tiempo en la memoria. En un segundo de lucidez captó el quid del embrollo. Fue en esa cena en casa de los Etcheverry cuando el matasanos Joaquín Albornoz intentó vendernos la del desarrollo libre del espíritu y Roberto Tironi le quería tirar a la cabeza su palta reina. ¡Qué recuerdo más claro! Belisario Concha está viéndolos a todos. Fue la misma noche en que de regreso a casa con Marcela se encontraron con Sergio Bahamondes embadurnando las paredes de la gente decente con el nombre de ese candidato de transacción del Partido Comunista. Se trataba de conseguir un puesto en el Pedagógico para Elisa Bauzá. Está viéndolos a todos y viéndose él mismo. Los tontos graves. Cada uno con su propio milenio y riéndose de Joaquín Albornoz. ¡Sí, sí! ¡Qué ridículo! Belisario Concha vio y juzgó. Fue en un segundo. Lo recuerda sin ninguna distorsión. Vio y juzgó. Andarse con tonteras, dejarse de tonteras, pasar de una tontera a otra. ¡Sí, sí! La dialéctica de las tonteras. Los desgarramientos y el hambre de absoluto estaban de baja y la Revolución Cubana de alza. Sí, y Roberto Tironi como si le hubieran metido un capi de ají en el culo, ¡ja, ja, ja! Entonces, en lo que dura un segundo, vio con claridad y juzgó con certeza. ¡Qué seguro está! Y en el segundo siguiente se metió el juicio en el bolsillo del pañuelo. Nunca más se ocupó de la idea. Un boleto del bus, una pelotilla insignificante en el bolsillo del pañuelo. Estaba ahí cada vez que metía la mano. Parecía comunicarle algo por la punta de los

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dedos. “¿Me sacarás por fin, burro, a la luz? ¿Me extenderás bajo la lámpara? ¿Terminarás por darte cuenta del barco de locos en que vas a la deriva?” Los bueyes detrás de la carreta. ¿Hubo nunca explicación más simple y estupidez más grande?

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A Mireya Gómez le correspondía hacerse cargo del momento difícil que siguió. Un invitado, justo cuando la cena comienza, se retira dando un portazo. ¡Idiota de Pablo que invitó a ese engreído! ¿Que se hace ante un exabrupto así? ¿Qué dice el Manual de Carreño? Hay que admitir que a Roberto Tironi se le pasó la mano. ¿Qué tiene de especial Joaquín Albornoz que lo saca de quicio? ¡No va a ser el desarrollo libre del espíritu! Maquinalmente, había cogido la campanilla. Se estuvo mirándola por algunos segundos. ¿Qué van a pensar de mí? La hizo sonar, brusca y molesta y ordenó a la empleada que quitara el cubierto y la silla del señor que “se retiró indispuesto”. Por lo menos, habría más espacio. Pablo Etcheverry, en el extremo opuesto, tartamudeaba algo a un Roberto Tironi furioso. De éste, se volvía con los mismos tartamudeos a Elisa Bauzá, a su izquierda. ¡Pero, qué tanto asunto! No se van a amargar la noche por el desarrollo libre del espíritu. Hay tanta cosa interesante que conversar. Elisa Bauzá, vestida con lo mejor que encontró, vino a la cena con su esposo, Octavio Olavarría. Una pareja toda sonrisas, con todos de acuerdo en todo. Octavio Olavarría no quitaba ojo de las copas que llenaban frente a su palta reina. Ese era su departamento. Vendía vino del mejor. Aunque en los últimos tiempos… Elisa Bauzá, sentada frente a Roberto Tironi, evitaba el encuentro de los ojos. ¡Qué emocionante! Todavía no empezaban a cenar y ya tenía una muestra interesante, aunque un poco ruda, del carácter de este hombre del que se hablaba cada vez más. Tanto se encumbraba que ya no estaba segura de haber sido su condiscípula. ¡Cómo tronaba! Por lo visto, no le caían bien los milenios. “Igual como a mi padre, cuando refunfuña a la entrada de la iglesia. En lugar de mojarse los dedos con agua bendita, se los escupe para persignarse. ¡Curas y la puta que los parió!” De niña lo oía blasfemar así. De soslayo también, miraba Elisa Bauzá hacia el trío a la derecha de Roberto Tironi. Marcela Köstner entre sus dos atentos y eternos servidores, Belisario Concha podrido en plata y Gabriel Araya podrido en misticismo. Al menos, por lo que decían, no por la mirada lasciva con que la había desnudado al llegar. ¿Cómo le caería a la valkiria del Calle-Calle el exabrupto de Roberto Tironi? ¿Le importarían todos los presentes un pito a Belisario Concha? Y a propósito, ¿qué hacían aquí esos tres? No sabía de ninguno de ellos por años de años y no recordaba una pizca de interés común. Levantaremos un reino que durará mil años. Eso es lo que asocia a la valkiria del Calle-Calle. Tendrán algo que ver Tironi o Astaburuaga con el milenio nazi. Porque entonces no aceptaría nada de ellos. Octavio, su esposo, la conocía de antes a Marcela Köstner. Hasta anduvieron en las mismas por un tiempo,

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cuando el general-escoba seguía en sus trece y los nazis estaban instalando un campo de entrenamiento y comunicaciones en el mismo centro del país. Octavio le contaba que se encontraban en fiestas deprimentes, entre tipos salidos de algún manicomio o bunker berlinés. Atrabiliarios, desgreñados, drogadictos. La náusea y la nada formaban la nata de esos medios. Una noche encontró a esa Marcela Köstner pasada de whisky. Se veía de malísimo humor y le daba un comino de nada. Octavio volvía de orinar en el segundo piso, abrochándose por el pasillo y bastante alegre. Le pareció oír una marcha militar musitada a ritmo fúnebre. Tarareo en alemán apenas audible. Empujó la puerta y asomó la cabeza a un amplio estudio a media luz. La escena era de película: el respaldo del sofá vuelto hacia la puerta. De un extremo subía un elegante hilillo de humo. En el centro, apuntando también hacia el cielo raso, se balanceaba una pierna perfecta envuelta en translúcida media de seda. Octavio avanzó, se inclinó apoyándose en el respaldo del sofá y se encontró cara a cara con la misma Marlene Dietrich, el cigarrillo en un extremo de la boca más preciosa del mundo, una mano posada tiernamente en el pecho y la otra acariciando entre los muslos a Venus Aburrida. Se inclinó sobre ella todavía más el traficante vitivinícola. – Fraulein Köstner a solas con… ¿sus penas? Elisa tiene frente a sí a la dama de la anécdota pero está viéndola tal como la pintó Octavio. Eso no se le puede quitar al hombre por más alcohólico y perezoso que se haya vuelto: cuando relata, pinta. Ve a Marcela Dietrich toda una Marlene Köstner envuelta en sedas y encajes negros. No se puede negar que es estupenda. Y se ve a sí misma, nada de mal tampoco, toda una señora Bloom aguantando las suciedades sexuales de Octavio Olavarría en lo mejor de su época, cuando vino el presidente austero y el vendedor de vino de un día para otro se transformó en gobernador de Melipilla. Octavio se inclina todavía. Marcela comienza a doblar la pierna estrechando la mano donde la tiene metida. Octavio traga saliva. Se le va en un Jesús el efecto del whisky. Marcela gira hacia el borde del sofá, suben escandalosamente sus caderas de diosa y cae sobre el vientre soltando un gemido. Mueve su generoso trasero ajustándolo a la mano que ahora está debajo y se mueve rítmica donde está tan rico. Apoya sonriendo la mejilla sobre el antebrazo. No, así no se puede, la molesta el cigarrillo. Escupe en su brasa y lo dispara sobre la alfombra. Sonríe, ahora sí, plácida. Octavio sigue tragando. Quiere ir a la puerta por si hay moros. Sube y baja las cejas. ¿La dama… desearía? Marcela Köstner está mirándolo por entre los cabellos que caen revueltos sobre el rostro. Saca la lengua humedeciendo los labios. ¡Puta deliciosa! De pronto, arruga el entrecejo y se alza a medias. ¿Qué va a ocurrir? Una orden, seguro. ¡Desvístete, idiota! No, es otra la orden. – ¡Qué te quedas ahí, macaco! ¡Recoge la colilla y hazte humo! Elisa Bauzá no podía creer. ¡Macaco! ¡Un Olavarría Echeñique, macaco! ¡Racista asquerosa, qué se creía! Y ahora estaba ahí, como si tal cosa, Venus con sus dos satélites. ¿Iba a humillarse por un puestucho en el Piedragógico como lo llamaban en los tabloides? El superhombre, el nihilismo nirvánico. Por lo que parecía, Gabriel Araya seguía en las mismas tonteras en que andaba cuando lo conoció en esos años. Que los yanquis se limpiaban el culo con Latinoamérica, que el país rebasaba de mestizos buenos para nada. ¡Abono con todos! Ahora, con la Reforma Agraria de la Revolución en Libertad, decía que los beatos brutos, la parte más bruta, estaban sirviéndole a los rusos el país en bandeja. La tenía con los rusos y los

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americanos. Mireya Gómez, que lo veía a veces en encuentros universitarios, contaba que sin aguantarse más tiraba “El Mercurio” por la ventana seguido por la bandeja del desayuno, saltaba desnudo de la cama a la terraza que dominaba los patios vecinos. Desde esa tribuna y en tal guisa – como acostumbraba decir él mismo – gritaba sus insultos. A la familia Edwards, primero que nada, a la familia roñosa de los Matte, en segundo lugar, y después, a los clanes putos de los Vial, los Larraín, los Vial Matte, los Edwards Larraín, los Vial Vial, los Matte Larraín Vial y toda la judería, con los políticos, paniaguados y lameculos de sus alrededores. En éstas se entendía a maravillas con Marcela Köstner, la otra resentida. Era su oasis. Un poco marchito ya, pero fresco en algunos rincones. Cantaban un dúo en español estilo “Revista de Occidente” y en alemán estilo “Goethe Institut” que sabía a epopeya spengleriana, nietzscheana, budista y nihilista. ¡Esos dos! Mejor dicho, ¡esos tres! Enrolaron a Belisario Concha desde los comienzos. Y ahí estaban los tres, H2O, la más estable de las moléculas que se formaban día por medio en el Piedragógico. Marcela Köstner sentada frente a su palta reina, sonriendo a derecha e izquierda, a su marido legítimo y su marido natural. ¿Por qué razón los invitaron los Etcheverry? ¿No bastaban Astaburuaga y Tironi? ¿Algún poder secreto de Belisario Concha? ¿Algún contacto clave de Gabriel Araya? En estas cosas nunca se puede estar seguro y anda a saber si Gabriel Araya no vuela en esferas y jerarquías que Tironi no sueña. Muchas y muy poderosas relaciones las de esos tres. Mucha gente se juntaba con ellos. Sobre todo en este último tiempo, cuando la conflagración revolucionaria amenazaba por los cuatro costados. Con decir que hasta los curas se subían la sotana y corrían por las poblaciones obreras denunciando la explotación del hombre por el hombre. La ultraderecha comenzaba a complotar. Subía un rumor de descontento en la Fuerzas Armadas. El padre de Elisa Bauzá, Coronel en Servicios de Aprovisionamiento, movía la cabeza ante la testarudez demócrata cristiana. Se estaba llegando al colmo. Las mujeres de los oficiales tenían que zurcir y volver a zurcirles los calcetines. – Así como van las cosas… Cada vez peor el rancho de la tropa, cada vez menos carne en la cazuela. ¡Huesos pelados! Los porotos no aflojan ni a culatazos. ¡Para qué hablar de los sueldos! ¡Lindo gobierno! El día menos pensado se acaba la paciencia… Como se le estaba acabando a Elisa Bauzá con su Octavio Olavarría. Muy atrás quedaron esos meses contados de vacas gordas que tuvo el flamante Gobernador de Melipilla. Le dio por la parranda y los prostíbulos. Llegaba a la Gobernación directamente de la juerga curado como un piojo. Se tumbaba a roncar babeando en un sofá al fondo de su escritorio y no despertaba hasta que el sol de la media tarde le caía en la cara. Recibía “atenciones” en la calle el muy imbécil. Comenzaron las murmuraciones, siguieron las denuncias y acusaciones. Tendría que haber redondeado una fortuna con el cargo. Pero no, el muy bruto salía corriendo al primer pedazo de bofe que le mostraban. Las habladurías llegaron a Santiago. ¿Era éste un hombre auténtico, un funcionario digno del presidente austero? No demoraron en sacarlo con vientos frescos. ¡Se la farreó el animal! Y ahí lo tenía ahora, a su lado, idéntico a sí mismo, despachando su copa de “Tarapacá ex-Zabala” antes de haber comenzado su palta reina. Gran señor, tenían que venirle a punto las ganas para salir a terreno y tratar de colocar los vinos del tío Abelardo. Más hablaba que vendía, más tomaba que hablaba. El tío Abelardo se lo decía así y en su misma cara cuando almorzaban en su casa los fines de semana. Humillaba al sobrino en presencia de la servidumbre. ¡Vaya una vida! Menos mal que no tenían hijos. Menos mal que Elisa Bauzá tenía

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casa propia, amplia y bastante bien ubicada en el Barrio Alto. Defendía las apariencias a brazo partido con su sueldo de profesora y sus clases particulares. Pero el problema no estaba ahí. Si fuera por eso, se aguantara. Es que Octavio Olavarría había cambiado tanto. Se había vuelto tan abusador, tan mezquino. La humillaba, la golpeaba. Más de una vez tuvo que ir con anteojos oscuros a dar sus clases. Era un escándalo. Ya no sabía con quién se había casado. A ese hombre, tan simple y llano cuando lo conoció, le venían apareciendo unas maneras de engreído para la risa. Parece que siempre, en unos adentros suyos, había elucubrado cosas profundas, últimas, que ahora con una mujercita con dos dedos de frente inclinada a escucharlo salían a la superficie. ¡Tenía unos proyectos! Elisa comentaba con su padre, el coronel Bauzá: “Parece que se propone trasladar el San Cristóbal a San Bernardo, ¡ja, ja, ja, ja!” Cuando partía a sus clases, Octavio Olavarría se quedaba todavía por horas en la cama rumiando, fumando, bebiendo café. Un “M. de P.”, como vino a saber que era la popular denominación de los maridos parásitos de profesoras burras de carga. Iban desapareciendo los rasgos hermosos que tenía. Engordaba, comenzaban a caerle en mofletes las mejillas. Algo verdaderamente horrible. Elisa entraba de vuelta del trabajo abriendo puertas y ventanas, expulsando el humo y los humores del nuevo pensador. ¡Qué sujeto ridículo! ¿Cómo no lo vio tal cual desde el comienzo? Su padre, que hubiera preferido para su hijita regalona un esposo militar como se debe, le clavó una vez en la cabeza un alfilerazo que nunca, nunca le perdonaría: – Lo que pasa, hijita, es que usted se prendó de dos apellidos en sucesión, Olavarría y Echeñique, ¡ja, ja, ja, ja! De tumbo en tumbo, Elisa Bauzá terminó por no aguantar más. Demasiado sacrificio para absolutamente nada. Renovarse o podrirse. Fue a dar una vuelta por el Pedagógico tanteando cuidadosa. Allí se encontró con Mireya Gómez a cargo de algunos seminarios de perfeccionamiento y con Pablo Etcheverry, ahora su esposo, jefe en la oficina de presupuesto. Riendo a voces, Mireya y Pablo se la repartían entre los brazos. ¡Pero, si era la misma Elisa Bauzá! No podían creer. Después de tantos siglos. ¿Volvía al origen, a su lugar natural? Ellos se encargarían, ¡no faltaba más! Ya encontrarían algo para empezar. – ¿Te acuerdas de Tironi? – Sí, creo. ¿El gurú del nihilismo nirvánico? – ¡Nooo! ¡Ja, ja, ja, ja! Ése es Gabriel Araya. – Claro, sí, siempre lo tomé por el otro. – ¡Que no te oiga ninguno de los dos! Ahora, muy escotada frente a Tironi en persona no se atrevía a mirar. El gran hombre no terminaba de componerse y olvidarse de ese aguafiestas del desarrollo libre del espíritu, el tonto grave de Joaquín Albornoz. Elisa Bauzá debatía en su fuero interno la vieja cuestión propia de su edad: ¿Soy joven todavía, joven y deseable? Pero la debatía de verdad,

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limpiamente, no con sostenes de goma ni dientes de porcelana como diría su padre. Juzgando por las miradas que el prestigioso profesor Tironi deslizaba al soslayo por el canal de sus senos, ¿cómo dudar? Decían que era ducho en ambas Sumas, la teológica y la otra. Mireya Gómez, aunque en el otro extremo de la mesa, se daba perfecta cuenta y sonreía complaciente. Marcela Köstner, para qué decir. Ni mucho menos de Gabriela González, la mujer de Domingo Astaburuaga, que parecía a punto de estrangularse retorciendo su collar de perlas cultivadas. Se decía que rondaba a Tironi sin recato alguno y que Tironi prefería “mil veces la muerte académica antes que la mujer de Putifar”. Ésa la echaron a correr las señoritas del Pensionado Católico. Toda ella bochorno adolescente, Elisa Bauzá ensartó el tenedor entre los langostinos con mayonesa. No, la mayonesa con langostinos. No, el tenedor con mayonesa, ¡ji, ji! El orden de los factores me revuelve el estómago. ¡Qué cara pone esa vieja! ¿Quién la sentó a mi lado? ¡Vaya, sí! Es por el hueco que dejó… ¿Joaquín Albornoz? Daba vueltas por el Pedagógico como pollo en corral ajeno. Venía de Medicina. El virus del marxismo lo atacó en forma. Sí, iba a veces con Belinda Ramos. Seguro que ella lo contagió. Parece que no voy a poder con estos langostinos asqueados en mayonesa. Y si hago una mazamorra con la palta. Se han visto langostinos cargando paltas, ¡ji, ji! Tironi lo puso en su lugar y lo puso colorado. No, él se puso. A una no la ponen así. Octavio me pone, cierto, me pone y me lo pone. Si es por eso, yo también me pongo. Todos se ponen. Un tonto grave de la tabla redonda, eso es. El desarrollo libre de tu abuela. Un masón marxista corriendo a perderse con el milenio colgándole entre las piernas las… ¡ji, ji! ¿En qué se parece un masón marxista a una palta reina? En algo tiene que parecerse. Me sigue mirando por donde el callejón se pierde. ¡Cómo te gustaría! Dicen que las ayudantías en el Pedagógico se concursan entre catre y catre. Si es por eso, yo tengo un tío que toca el piano. A nadie le falta un piano. Entre catre y catre. O sea, en el piso. ¡Qué cosas dicen! No es lo mismo que una quiera entrar y que la entren a una, ¡ji, ji! Con una vieja horrible como ésa, cuáles serán los caprichos de Astaburuaga. Recuerdo que aseguraban que él y Marcela Köstner… Con la fama que tiene Tironi, quizás qué cosas exige. ¡Ay, Dios mío, cuántas cosas pasan por la cabeza! Si Astaburuaga viera la película joyceana que se me desenvuelve, la asquerosa y deliciosa suciedad. Como las ostras, tal cual. Estoy siempre de vuelta al baño, haciendo mis flexiones cuando viene el muy cochino por detrás. Voy a hacer un puré de palta reina. “¡Quédate así, quédate así, tal como estás! Extiende las palmas sobre el piso”. ¿Por qué no? ¿Qué hay de malo? Hasta los curas decían que “Te tengo una sorpresa”. “¿Sorpresa? ¡Tonto!” “No, una sor Presa de este porte”. “¡Pretencioso!”

Baja la mirada radiante. Le salta la risa sobre las virutas de pimentón. Comienza a dividir la palta reina. ¿Estará bien la mayonesa? ¿Estará observándola Octavio? Las cosas más íntimas y embrolladas suelen quedar explícitas en un destello que no dura un segundo. Estoy descubriendo el mundo. Me salió un verso sin ningún esfuerzo le dijo el burro al nastuerzo. Joyce, otra vez, siempre Joyce. ¿Secretos para Octavio? ¡Qué va! No hay más que oírlo cuando mira a los otros hasta por los riñones. No se le escapa una. Un sorbo de ese vino blanco no estaría mal. Roberto Tironi, al aguaite, alza a un tiempo la copa con ella. ¡Qué distinción! Al crédito

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de la Universidad se le pasó el mal humor y le sonríe. ¿Hasta dónde penetrará esa mirada? Dicen que es Astaburuaga vuelto a nacer. Dicen que el maestro le enseñó el camino, los recovecos, repliegues, intersticios, subsuelos en fin del alma. Dicen que el alma chilena no tiene secretos para Domingo Astaburuaga, que te mira y ¡zás! quedaste pilucha en el chiquero que te corresponde. ¿Estará ahora mismo viéndolo todo Astaburuaga? Su mujer, por lo menos, lo mira todo. A Tironi muy en especial. Como si fuera su palta reina, ¡ji, ji! ¡Vieja descarada y ridícula! Dicen que a esa edad las mujeres se acuestan con el que sea, que se ponen ardientes y descaradas. Bueno, para la cara que les queda. Astaburuaga está a este mismo lado de la mesa, pero en el otro extremo, a la derecha de Mireya que le sirve el “Tarapacá ex-Zabala” con risitas agudas. Fue ella la que asignó los lugares: en el extremo opuesto al suyo, Pablo con Elisa Bauzá a su izquierda y Roberto Tironi a su derecha; a la izquierda de Elisa Bauzá, el milenario Joaquín Albornoz que ya se fue; luego de Albornoz, la mujer de Astaburuaga con Octavio Olavarría a su izquierda y después Astaburuaga a la derecha de la pequeña Lulú a cuya izquierda se sienta Gabriel Araya que con Belisario Concha al otro lado encierran a la linda Marcela. Joaquín Albornoz dejó a la mujer de Astaburuaga entre dos pájaros de plumaje no muy definido. Sobre todo que no tienen qué llevarse a la boca por lo que estuvo contándole Mireya. Todo esto está muy bien, pero ella y su marido, ¿qué tienen que ver? ¿Se trata de una cena-colecta? Entonces, ¡no piensen en ella! Mucho menos en Domingo con los cajones de su escritorio llenos de letras por pagar. – Nosotros no vinimos pensando que… – Pero, doña Gabriela, ¿cómo se le puede ocurrir? – Porque, si es por dinero… – ¡Ni lo piense, ni lo piense! – …en todo el país tendría que hacerse una colecta para la familia AstaburuagaGonzález. – ¡Doña Graciela, por favor, no haga esos chistes! – Es la verdad, mi niña. La casa está hipotecada. No se imagina lo que nos están costando los estudios de nuestros hijos. ¡El pobre Domingo! ¿Sabe? Ha pasado toda su vida leyendo a crédito. Ni para los libros… – ¿Leyendo a cré…? ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Eso sí que fue divertido, doña Graciela! – Yo no le veo nada de divertido… – ¡No, no, lo decía en broma!

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– Sí, a crédito. Y cuando no es a crédito es de prestado. A crédito o de prestado. – ¡Ja, ja, ja, doña Graciela! ¡Venga, venga conmigo! Vamos a tomarnos un vermouth las dos solitas. Octavio Olavarría enfrentaba a Marcela Köstner que lo ignoraba tanto a él como a “Chumingo” Astaburuaga gracias a la conversación inagotable de sus dos escoltas. ¿Le habrá pasado por la cabeza el recuerdo de aquella noche cuando se masturbaba con una pierna apuntando a los cielos? Hace muchos, muchos años. Eran los tiempos del general-escoba. Pero él no olvidó un detalle y todavía se la guarda. – ¡Recoge la colilla, macaco! Ella tampoco olvida. Lo identificó tan pronto entró en el living y alargó la mano delicada y displicente. Olavarría va del uno al otro de sus satélites. ¿A cuál de los dos prefiere? Aunque el marido es el alto y el de los pesos, tendría que ser el pequeñín por esas miradas que le da. Algo muy, muy especial debe tener el enanito. Elisa le cuenta que han vivido juntos por años de años en idílicas haciendas cordilleranas y que se separan de vez en vez cuando se cansan de tanto amar. Para descansar, ¡ja, ja! Dice que Marcela volvió un día a Santiago y no le quedó más que casarse con el alto para quedarse con los dos. Es un Concha de los grandes, los reyes del acero. Podrido en plata. Ella va a los seminarios de temporada que dicta Heidegger en Alemania como quien va a la playa y se escribe con el filósofo cartas no muy neutras que digamos. ¿Heidegger? ¿Ese teutón pesado? ¡No puede ser! Ahí sí que se le pasó la mano. Pase con el pequeñín pero no con un saurio por más neuronas que le queden. También le contó Elisa que después de las nupcias, no mucho después, nació el hijo que tienen y que el problema de los problemas se refiere al padre. ¿El alto o el bajo? Porque no va ser Heidegger. ¡Qué mujer increíble! Pisa lo que sea como si fuera el suelo y sigue tan campante. Dicen que a poco de casada preparó una maleta de mano y se fue volando a Alemania. ¡Otros dicen nones! Se fue volando al sur, donde su pequeñín la aguardaba muerto de celos y de desesperación. ¿De qué vivían? Ninguno de los dos trabajaba. Elisa cuenta que ella se concentraba en Nietzsche, Spengler y Heidegger en una casita de campo en Valdivia, muy alemana, muy abrigadita. Gabriel Araya daba largas caminatas filosóficas y se estaba mañanas enteras mirando cosechar manzanas, cargar papas, desembarcar canastadas de mariscos. Desde Santiago, el alto les financiaba la felicidad, que era su modo de ser feliz él también. Lindo trío, felicidad indivisible, tres personas distintas y un presupuesto no más. Y ahí están ahora en indivisible conversación. Mundo aparte, cerrado, con el milenio debajo de la mesa para que no lo vea Tironi y le venga otro ataque. Elisa dice: Dos matrimonios, uno intra y el otro extra, ¡ja, ja, ja! ¿Quién es la madrina? Doña Catalina Industrias del Acero S. A. Ahora, cosa curiosa, Elisa Bauzá tiene ganas de dejar caer cuchillo y tenedor sobre su palta reina. ¿También de excursión mental? ¿Qué asociaciones hace, qué le ocurre? ¡Suerte perra! ¿Cómo dice su padre? – Nosotros de sol a sol para que estos…

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¿Será cierto que viene la grande, que los militares están tanteando con la derecha? ¡Que venga, que venga, que nadie la detenga! Cualquier cosa que ocurra, seguro que es para mejor. El coronel Bauzá dice que el castrocomunismo... dice que el Ejército no aguanta más, que los democratacristianos están entregando el país a los comunistas. – Así como van las cosas. Viene una…

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Cuando Elisa Bauzá lió sus petates y antes de desaparecer le gritó en su cara a Octavio Olavarría todas las que le tenía guardadas, sin contar la plata que le debía, la ropa limpia para el señor, la comida servida, la cama calentita y no hablemos de las palizas ni de los ojos en tinta, el hombre pensó que la señora había despertado con un circo en la cabeza y que ya se le pasaría. Pero cuando no tardó en aparecer un enorme camión que dejó la casa enteramente vacía y a él con los pantalones en la mano, le vinieron tiritones que no se parecían nada a los que todos los días le venían con la sed al levantarse. Por si no bastara con el atropello de esos cargadores roteques que lo empujaban de entrada y de salida como un trasto molesto, aparecieron dos tipos tomando medidas con una larga huincha y anotando mil detalles de la casa en un cuaderno. En las ventanas exteriores pegaron carteles sobre los vidrios. “Se Vende”. Y partieron. Así venía. En serio y sin apelación. Cuando hacia la media tarde volvió Elisa por algunos cacharros olvidados en la cocina, Octavio se sintió sin fuerzas para nada. Lo habían puesto de patitas en la calle sin tocarle un pelo y tal como estaba. Sin saber qué era un trago desde la noche anterior, el hombre apenas se aguantaba en pie. ¿Dónde sentarse? En el suelo. No había dónde más. Elisa fue a la puerta y con un gesto frío y seco lo invitó a salir. Se inclinaba, extendiendo el brazo. ¿Estaba bromeando? ¡Ah, claro, sí, era eso! Sonriendo corrió a tropezones. ¡Claro, una broma! Se cambiaban a otro lugar. Su linda mujercita le daba una sorpresa y ahí estaba toda la explicación. Una vez en la acera, vio que Elisa echaba doble llave a la puerta y la aseguraba con un candado que no había visto antes, tomaba el bolso enorme en que sonaban sartenes y cacerolas y cruzaba la calle hacia un taxi con el motor en marcha. ¡Para no verte nunca más! Así quedara todo y cada uno siguiera por su lado si no fuera por lo que siguió y valga la redundancia. Ésa sí que no la iba a aguantar un Olavarría Echeñique, ¡no señor! Antes lo capaban y lo dejaban parejo. Lo que siguió fue esto: la grandísima puta levantó tienda con ese mequetrefe, ese hocico de diccionario, esa caca ilustrada de Roberto Tironi. Como para quedarse sin habla. Habían estado formando un nidito secreto sin decirle nada a nadie en un predio que poseía la madre de Elisa en La Reina. Calculándolo todo, ladrillo por ladrillo. Octavio Olavarría no se aguantaba lo que le ardía en las tripas. ¡Que no se le cruzara ese canalla! La furia del vendedor de vinos, sobre todo cuando se emborrachaba, no se la conocía nadie de antes. Algunos decían que eran las primeras nupcias de Tironi. Otros que no, que eran las

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cuartas, las quintas. Que para estar seguro habría que indagar en Singapur, en Hong-Kong, Arequipa, Antofagasta. En todo caso, segundas eran sin ninguna duda. Una mañana los porteros del Pedagógico con mucha extrañeza vieron sentarse en los peldaños de la entrada a una dama de cierto porte, morena, ya entrada en años y en carnes, buenamoza todavía y medio aindiada. ¿Quién podría ser? Ensimismada, pero segura, tendió un negro chamanto araucano y sacó qué tejer de una cesta de mano. Cuatro pequeños de entre cinco y nueve años la rodeaban. Los porteros se miraban sin saber qué hacer. ¿Quién diablos era? ¿Una cuentera que tan pronto salieran los alumnos colocaría una caja de zapatos y un letrerito “Ayuden a una pobre madre mapuche con cuatro hijos mongólicos y un padre alcohólico”? Peores se habían visto en aquellas puertas. Por fin, uno de los porteros se acercó. ¿Qué deseaba la señora? – ¡No se preocupen ni por nada! Espero a don Roberto Tironi que está en clases. Y siguió tranquilamente con sus palillos. La noticia voló por las oficinas de la administración, saltó a las bibliotecas, a los laboratorios, al casino de los estudiantes, a la sala de profesores. Ahí afuera, a las mismas puertas del Pedagógico, estaban las cinco cargas familiares que mensualmente cobraba don Roberto Tironi. Ahí afuera esperaba una pobre mujer, una vez seducida, hoy avejentada y abandonada. Aparentemente serena, pero aindiada, imprevisible. ¿Y si traía un trabuco bajo esas faldas medio bolivianas? Pasaba el tiempo y volando entre corrillos y murmuraciones todas las secretarias, oficinistas, mayordomos, porteros, chóferes, jardineros, fueron concentrándose en el pabellón principal. Observaban sin ser vistos desde las ventanas, se amontonaban en las terrazas. ¿Qué iba a ocurrir? ¿De qué sería capaz esa mujer? No vendría de la Isla de Pascua con la lepra escondida en ese canasto. La dama como si nada seguía con sus palillos, estirando aquí, enrollando allá, gritando a ratos a sus cuatro Tironitos (porque viéndolos nadie podía negar que los cabritos eran miniaturas perfectas del padre) que no pisaran las plantas, que se comportaran, que esta era la Universidad donde trabajaba el papá y no el matadero donde trabajaba el tío. Tal era la cantidad de público concentrada en el pabellón de entrada que ya no quedaba más que hacer sonar los timbres y terminar las clases. ¿Qué ocurriría, qué ocurriría? Es para no creer lo que ocurrió. Tironi salía en gloria y majestad de una de sus conferencias mejor logradas. Avanzaba por un sendero a través de los jardines flanqueado por una veintena de sus incondicionales. Algo había tratado en su clase que había encendido pasiones al extremo de casi rebasar los límites. Se hablaba a gritos entre la comitiva. – ¡Libertad! – ¡Revolución! – ¡Revolución en libertad! – ¡Asno, no ves ni el bozal con que te tiran!

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Elisa Bauzá caminaba feliz junto a su ídolo que no sabía cómo hacer para separar a los cristianos marxistas de los marxistas cristianos. Así avanzaban y así disputaban cuando a punto de descender por la escalinata de salida, ¿qué ocurre, que paraliza al profesor Tironi? Elisa Bauzá lo percibió todo en el acto. Sintió que la sangre la dejaba y el alma se le iba zumbando por las orejas. ¡Qué vergüenza, qué vergüenza! Miró a su Tironi pálido, a punto de rodar escalinata abajo. El cortejo, detenido, impedía el avance de los que venían atrás. En segundos, el hall rebasaba de alumnos que gritaban. – ¡Qué pasa, qué pasa! – ¡Por qué no avanzan! – ¡Dejen salir! ¡Dejen salir! Tironi descendía de peldaño en peldaño sobre rodillas de algodón. – ¡Papá, papito! – ¡La mamá nos trajo, papito! – ¡Linda tu universidad, papito! La señora Tironi propiamente tal, sonriendo que la Mona Lisa muriera de envidia, echaba en el canasto sus tejidos, palillos y rollos de lana. Remolona y algo calambrienta, se estiraba la falda, se enderezaba, enorme madona, alargando los brazos para rodear con ellos y consolar en sus pechos a su errante Tironi. Ya había dos porteros solícitos y risueños sacudiendo el chamanto de madame Tironi y doblándolo como habían visto hacer en las películas con la bandera norteamericana. Elisa seguía en el umbral sin saber dónde mirar sintiendo encima cientos de ojos divertidos a costa suya. ¡Cómo disfrutarían su humillación todas esas mujeres! ¡Cómo hacer para desvanecerse! Y Tironi, allá abajo, moviendo sus brazos como aspas ante esa terrible mujer. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vulgaridad! Recién, allá adentro, desde la gloriosa cátedra, hacía la apología de la autenticidad. ¡Autenticidad! ¡Qué estarían pensando sus alumnos, sus colegas, sus admiradores! Una india con cuatro hijos dejada a su suerte. ¡Vaya autenticidad! Un Roberto Tironi muy erguido, la cara una mueca rígida y tragicómica, guiaba ahora a la matrona de las faldas y los chamantos hacia las puertas de salida. ¿Cómo se le ocurrió venir aquí? ¡Debía irse inmediatamente, inmediatamente! Así parecía ordenarle con visajes que le agriaban la cara. “¡Váyase, váyase, váyase ya! No tiene nada, absolutamente nada que hacer aquí!” Los pequeños Tironitos reían y gritaban siguiéndolos y colgándose de todos lados. Y allá iba el grupo de alborotos, girando como un carrusel en doce patas. Muy maquinal proseguía Tironi, enteramente embotado. Sólo trataba de sacar lo antes posible de la vista a la dama aindiada y sus cuatro cargas familiares.

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Y entonces ocurrió lo increíble con mayúsculas, lo in-e-na-rra-ble. Con tantas cosas a que atender y tan de sorpresa todas, no supo Roberto Tironi cómo ni cuándo fue a caer con toda su parentela en una zanja abierta a lo largo de la vereda. Sí, otra vez habían abierto zanjas. Dios sabrá por qué. La historia de Gabriel Araya volvía a repetirse. Felizmente, ahora no había agua. Felizmente también, la señora Tironi propiamente tal, presta y enérgica, aferró del brazo a su precioso marido amortiguándole la caída. Y más felizmente todavía, la dama se las arregló para caer primero con su Tironi encima muerta de risa y placer atenazándole las piernas que se habían metido entre las suyas. Mostrando con las polleras subidas hasta las caderas unos cuartos morenos, tersos, cálidos, nada de despreciables. Y sobre la pareja ya estaban los cuatro Tironitos tironeando: – ¡Ya, mamá, suelta al papá! – ¡Sí, suéltalo, suéltalo! – ¡Arre, papito, arre! No hay que decir, miles de chistes corrieron por el Pedagógico, por toda la Universidad. De “las cuentas zanjadas”, “la zanja dentro de la zanja”, de “el rey de los zanjadores” y “veritas zanjarum”. Hizo época la frase que los pícaros de la portería atribuyeron, jurando que la habían oído clara clarita con sus propios oídos a madame Tironi, corpulenta, toda excitada con su amor encima y a su merced: – ¡La zanjita en que cayó, mi amor! Octavio Olavarría echó sus líneas. Primero lo primero. Abrió una carpeta con las iniciales R. T. y puso en movimiento una campaña que había de durar años de años. Tenía a Tironi constantemente en la mira. Donde se le despejara el blanco, ¡pum! Apretaría el gatillo ipso facto. Pero el hijo de puta se le escurría y volvía a escurrir. Dejado en libertad de acción por Astaburuaga, empujado por los Etcheverry, arrastrado por Maggie Silverstein y hasta por Elisa Bauzá que veían ahora sí la oportunidad de sus vidas y no iban a dejarla pasar, Roberto Tironi comenzó a mostrar cierta simpatía por la liberación del hombre y la justicia social. Domingo Astaburuaga lo escuchaba, a medias asentía pero no decía una sílaba. Sólo el recuerdo de los tiempos del general-escoba lo ponía nervioso. ¿Venían los náufragos o eran los prófugos? Tironi se refugiaba en parroquias remotas y se arrodillaba por horas sin quitar los ojos de María Santísima. Octavio Olavarría sin perder sílaba catalogaba sus declaraciones en entrevistas de prensa, sus discursos en reuniones políticas, su firma, allá, en un rinconcito de los manifiestos de izquierda. En estos trámites y por natural contradicción, Olavarría iba implicándose cada vez más en el otro gran círculo de la polarización política de esos años. Paso con paso, se iba ultraderechizando como el que más. Asimismo, siendo el mínimo que podía exigir el honor y el derecho de un Olavarría Echeñique el ajusticiamiento con sus propias manos y su pistola personal de siquiera uno de esos rufianes vendidos al oro de Moscú – un canalla elegido por él, estudiado y radiografiado por él, conceptuado y definido

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por él meticulosa y exhaustivamente como germen peligrosísimo del más nefasto nihilismo ateísta – resultó por la misma mecánica del asunto que Octavio Olavarría terminó incorporado a una célula de células, una partida formada por los más audaces, los llamados y elegidos para mandar, para decidir por sí y ante sí sobre lo recto y lo torcido, sobre el Destino y la Patria, la vida y la muerte. Todas estas estupideces, al decir de muchos, las gritaban estos señores más que borrachos, golpeando en las mesas con el vaso, pidiendo más whisky antes de salir por las calles al choque abierto con los vende-patria que andaban ensuciando las paredes con sus obscenidades seudopolíticas. Si por una desgraciada casualidad, Roberto Tironi, del brazo de su Elisa volviendo del cine pasara a tiro de bala por alguno de los rincones en que se emboscaban Octavio Olavarría y sus compinches camisas pardas, seguro que de allí no siguiera y que de un solo balazo desapareciera todo todo, sus perplejidades bizantinas, su cruz existencial y la nueva incógnita de su carrera revolucionaria. La otra cosa mecánica por no decir preestablecida que le cayó encima a Octavio Olavarría cuando esa grandísima puta de Elisa Bauzá lo abandonó y lo rebajó a los abismos del delirium tremens, empujándolo en brazos de la ultraderecha y el crimen político por pura pasión de venganza personal, fue la abertura inesperada y generosa de la caja de caudales de su tío Abelardo. ¡Ahí sí que cambiaron las cosas! Gruñendo, pero complacido y hasta relamiéndose por dentro, don Abelardo Olavarría fue entregando remesa tras remesa. Eran tiempos de grandes decisiones. Esos comunistas se habían transformado en muy seria amenaza. Emboscados en las iglesias, en los partidos de derecha, en las universidades, en los mismos seminarios católicos y con los sonantes títulos de demócratas y cristianos, se estaban apoderando de las riendas, sí señor. Empezaban a expropiar los fundos, a dividirlos entre el rotaje para después de enterrar a sus legítimos dueños apropiárselos tranquilamente. ¡Hijos de perra! Sacaban de la manga doctrinas sociales humanistas, encíclicas papales y hasta testimonios evangélicos y artículos sacramentales. Sólo faltaba que pusieran el INRI de la cruz de Nuestro Señor sobre la hoz y el martillo. Los curas ya no decían misa. Bailaban la cueca en el altar. Sólo faltaba que lo hicieran en pelotas. ¡No! ¡Esto no podía seguir! A estos canallas había que correrlos a balazo limpio. Contra la insurrección impía de la plebe inculcada por los saboteadores foráneos, el látigo inmisericorde y restaurador de los señores. ¡Aquí se corta por lo sano y el resto al cuerno! Octavio Olavarría se sobaba las manos. Hacía sus ejercicios de tiro los miércoles y los sábados en un fundo de su tío en Talagante. El pulso mejoraba, la moral subía alto. Un día le mostraría a esa ramera desde qué distancia y con qué precisión da un balazo a sus diferencias y resuelve sus entuertos un Olavarría Echeñique. Caído el rufián, la zorra volvería arrastrando la cola. La humillaría, la poseería por todas partes a la vista del cadáver del canalla. Pero, ¡atención! Lo primero, primero. A ese Tironi… Una noche, a la madrugada, Agosto de ese año de 1969, sonó el teléfono en el velador de Octavio Olavarría. ¿Quién sería a esa hora? Nada menos que Tomás Pineda, el jefe indiscutido del grupo. – ¡Golpe militar ad portas! Se le esfumó el sueño en el acto. De un salto estaba de pie tanteando por la automática

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bajo la almohada. – ¿Cómo vamos nosotros? – ¡Viento en popa! Pero… en la popa. – ¡Cómo es eso! ¡Qué se han creído! – ¡Calma y tiza! – ¿Quién manda? – No vas a creer. El general Berríos. – El general Be… Pero, de dónde sa… – ¿Ves? ¡Donde menos se espera salta la liebre! Octavio Olavarría que ya tenía la Luger en la diestra se puso a sacudirla gritando. – ¡Berríos! Pero… ése… ése… ¿No te das cuenta? ¡Son los comunistas! – ¡Calma, calma! No son los co… – ¡Te digo que son! Tengo un suegro coronel de ejército, ¿no? Tan en pelotas no estoy. Te digo que Berríos tira para Moscú. Por años de años, agregado militar en el Kremlin. ¿O no? – ¿Y qué? – ¡No me vas a decir que andan papando moscas en el Kremlin! ¡Berríos! Mi suegro le dice Berrojo. Regalón de la Embajada Soviética. ¡Estamos listos! – Tiene mucho que aprender todavía, mi amiguito. En política… – Ándate con la política a la… – Está bien. Sólo me queda decirte que los comunistas en este mismo momento están llamando por sus radios a parar el golpe, a entregar armas al pueblo. ¿Qué me dices ahora? Están histéricos. Dentro de unos minutos enciende la radio. – ¿Armas? ¿A los comunistas, armas?

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– Eso piden los muy huevones. ¡Plomo les van a dar no más asomen las narices! – ¿Y…? – ¿Sí…? – ¿Qué hacemos nosotros? – Ya te dije. Nosotros atrás, en la popa. Pero, nosotros no culo. Nosotros cabeza, gran cabeza. Por ahora, alerta y control, ¿entendido? Octavio comenzó inmediatamente a telefonear. Golpe militar ad portas. General Berríos. Viene por la derecha. Alerta y control. Ojo con los infiltrados, ojo con los provocadores. Todos los canales abiertos. Las armas a mano. Toda información nueva, a la Central. Atender a las emisoras de izquierda. No emplear las líneas sin suma urgencia. La Central se ocupa de las provincias. Descorchó una botella. ¡Teléfono otra vez! ¿Pineda? No, el tío Abelardo. – ¡Aló, sobrino! ¿Qué sabe de eso? – No más que la radio, tío. – ¡Huevadas conmigo, no! – ¡Es que es la pura verdad! – ¿Crees que aguanten tres días? – Parece que sale el Buin. – ¡A pararlos! – ¿Quién se lo dijo? – ¿Se cae de maduro, no? – No sé… – Sólo necesito tres días. – Si es por eso, tómese diez.

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– ¿Seguro, sobrino? – Como de que tengo el teléfono en la mano. ¡Y ahí fue donde se armó de verdad Octavio Olavarría! En lugar de tres fueron justamente diez días. Don Abelardo subió a caballo con su gente. Y tomando vuelo con él, los terratenientes vecinos arrasaron a balazo limpio. Los activistas democristianos – los comunistas con escapulario como les decía don Abelardo – corrían a perderse por los barrancos seguidos por los perros de los patrones. – ¡Arréelos pa l’estación, compadre! – ¡Eso es, eso es, pa l’estación! – En Curicó me los afusila mi general Berríos. – No va a quedar un hijo de puta para que cuente el cuento. Los campesinos trancaban las puertas de los ranchos haciéndose cruces. ¿Quién los mandó meterse debajo de las patas de los caballos? A los diez días se vino al suelo el general Berríos. El Ejército Chileno estaba dividiéndose y eso no se podía aceptar. Pero el mensaje llegó bien hasta adentro de La Moneda. Octavio Olavarría salió de Santiago esa madrugada. Hacia mediodía, entraba cauteloso en las casas del fundo. Se llevó la sorpresa del año. – ¡Sobrino Octavio, venga que lo abrace! – Fracasó la cosa, tío. Todavía le falta al curanto. Don Abelardo se daba en el pecho con el pulgar. – ¡Para este pecho, no le faltó ná! ¡El ojito que se gasta, sobrino! ¡Los sacamos cagando! – Seguro que vuelven… – ¡Que vuelvan, que vuelvan, Diosito lindo! ¡Me los estoy esperando! Solito me basto, sobrino. ¡Que vuelvan, no más, que vuelvan! Claro, si les queda culo, como le preguntó el sacristán a la hija del carnicero, ¡ja, ja, ja! Así, don Abelardo no sólo sacó de miserias a su sobrino dejándolo prácticamente usufructuario de su fundo en Talagante para que financiara cuanta acción anticomunista se le pasara por la cabeza, sino que además le sirvió en bandeja una idea brillante. El sobrino

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redactó cuatro carillas de informe bajo el título “Los incidentes de Curicó” con un memorable colofón a modo de moraleja. Los del grupo se quedaron pasmados. ¿Estaba bien o estaba mal? ¿Estaban ante un genio estratega o ante un aventurero provocador? No sabían – porque la cara se le puso entre verde y roja – si era rabia o envidia lo que sentía Tomás Pineda, ni qué quiso significar cuando dijo que si no proponía “Escipión” como “nom de guèrre” para Octavio era porque ya lo había empleado para un perro ovejero de esos tan peludos que uno no sabe si ven nada a una cuarta de los ojos. En fin, la idea brillante de Octavio Olavarría corrió con el nombre de “teoría del conato” y cuando la oyó el coronel Bauzá que consideraba a Octavio Olavarría como su legítimo yerno y que vestido de civil había empezado a aparecer de vez en cuando en las reuniones del grupo, no dijo que no, pero tampoco dijo que sí ni mucho menos. Consistía esta teoría en desplegar todas las fuerzas paramilitares en torno de los centros vitales de la ultraizquierda: todos los focos de intercomunicación, centros de liderazgo, radioestaciones, secretarías, centros de propaganda, sindicatos, embajadas de países comunistas, escuelas universitarias. Cubrir todo lo que se pueda cubrir. Paralelamente, movilizar a los oficiales más audaces y afines a nuestro movimiento. Con un par de guarniciones sobra. ¡Golpe militar! ¡Esta vez sí! Al amparo del conato y en medio del sálvese quien pueda, se despliegan los camisas pardas. ¡Patria y Libertad! ¡Muerte al Comunismo! Con resolución y al blanco. ¡A matar! Las preguntas se hacen después. El mejor comunista es el comunista a la parrilla. Con dos conatos de golpe, basta y sobra… Al tercero, no habría un rojo de muestra. Firmado, Octavio Olavarría Echeñique.

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Gabriel Araya tuvo un sueño que lo dejó cavilando por largos meses. Fue en las postrimerías del gobierno del general-escoba. Algunos decían que fue por ese sueño que no se le vio por un tiempo. Después, por un tiempo también, desapareció Marcela Köstner dejando en vacaciones a Belisario Concha. Siempre había un mucho de misterioso entre esos tres. “El Velo de Maya”, se burlaba Pablo Etcheverry, “las cosas nunca son lo que parecen”. Año 1957. ¿Quién iba a pensar que hacia fines de 1957 darían de balazos a Sergio Bahamondes? ¿A quién se le iba a pasar por la cabeza las torturas y las violaciones de Belinda Ramos? Fue un año de los malos. Mataron mucha gente en disturbios callejeros y no se sabía quién estaba a cargo del país. Cuando primero Gabriel Araya y después Marcela Köstner se ausentaron del Pedagógico fue como un mal agüero. Un grupo de universitarios superdotados – siguiendo las prédicas de un tal Karl Schlieman que vino de Alemania después de la guerra y se sumergió por años de años nadie sabía dónde – decidió abandonar la rutina escolar. Por lo que trascendió, tenían cosas tan serias en vista que la Universidad representaba para ellos un obstáculo. Karl Schlieman se había autodesignado apóstol de un evangelio grandioso. Hasta había quienes decían “sublime” y no era para menos. Se trataba de la trasplantación de Europa, agónica ya. El viejo continente renacería en el cuerpo inerme pero virgen de la América morena. ¡Ésa sí que era fáustica! Como no fuera cuento del tío, como también muchos pensaban. En el grupo pro-trasplantación había ciertos acuerdos de principio: reafirmar la tradición occidental, educar a los jóvenes en la resolución y el compromiso, el vigor y la disciplina, desalojar de nuestros medios toda forma de ponzoña ateísta (en especial, ¡fuera con los marxistas y los masones!), volver a las fuentes clásicas, crear vínculos espirituales auténticos con el pasado, purificar la ciencia del nefasto materialismo. El grupo comenzó con el nombre “Alturas del Cóndor”. Pero a la menor noticia ya estaban de baja. Un chusco – porque no iba a ser Gabriel Araya como corrió el rumor – les hizo llegar una cantimplora de las Fuerzas Armadas dada de baja dentro de una caja de zapatos envuelta en papel dorado con una tarjeta donde decía: “Para que le suban agua al cóndor”. Se estuvieron con la boca cerrada por largo tiempo. La volvieron a abrir, aunque parezca increíble, cuando Marcela Köstner regresó y sostuvo discusiones de alto vuelo con Karl Schlieman acerca de Spengler y la “segunda oportunidad”. Fue entonces que empezaron a correr los nombres “Tradición y Humanismo”, “Vocación y Humanismo”, “Tradición y Progreso”. Nunca se ponían de acuerdo. Los dividía el significado prístino, originario, de las palabras. Algunos las querían del latín, otros del griego. Terminaron separados en dos grupos: los que estaban por la disciplina, la tradición, el saber y el progreso y los que se cuadraban con Dios, la Patria y la Libertad. Se decía que estos últimos eran los duros y que si los comunistas comían niños burgueses, bah, ellos comían comunistas.

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Se hacían muchas preguntas sobre esta gente. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿A dónde iban? ¿Eran de verdad algo o no eran nada? ¿Acaso nazis? ¿Acaso Opus Dei? ¿O simplemente títeres del Departamento de Estado? ¿No serían más bien, como sugería tímidamente Pablo Etcheverry, fulanos que andaban pegándola para esconder su fracaso en los estudios universitarios? Sergio Bahamondes se reía de los idiotas que no ven más allá de sus narices. – ¿Qué quieren que sean? ¿Las huestes del Arcángel Gabriel? ¡Ja, ja, ja, ja! Belinda Ramos dictaba la clase. – ¿Que quiénes son? Los hijos de la canalla dorada. Los nietos de los viejos escleróticos del Club de la Unión. Los biznietos de los grandes terratenientes, señores del trigo, la carne y los buenos mostos, los tataranietos de los vivos que se repartieron el país durante la Reconquista. En resumen, la última reverberación de una cacerola aristocrática para la risa, una olla podrida que ya no aguanta más. Buscan de qué aferrarse y no se les ocurre más que la ideología alemana. ¡Y hablan de historia, los borricos! Para ese entonces – el entonces del sueño de Gabriel Araya – hacía tiempo que rondaba por el Pedagógico Joaquín Albornoz seguido aunque no muy de cerca por Rodrigo Alcántara. “Andan husmeando en busca del eslabón perdido”, se burlaba Sergio Bahamondes haciendo morisquetas de chimpancé. Habían venido también algunos de la Escuela de Derecho y nunca faltaban dos o tres de Ingeniería. Con éstos, todo terminaba en risa porque a la primera dificultad en las discusiones se llevaban la mano al bolsillo alto en busca de la regla de cálculo. A Belisario Concha le costaba aguantarse. Sergio Bahamondes no le veía el ridículo. “Es natural, tratan de calcularle el culo a la Metafísica”. El primero que vino de la Escuela de Derecho (sin contar a Gabriel Araya que es mundo aparte) fue un tal Rodrigo Quintana. Sentencioso, pundonoroso, de hablar lento y grave. Le llevaba una cabeza a Gabriel Araya. Así y todo, para hablar con Marcela Köstner tenía que mirar hacia arriba. La rondaba sin parar echándole interminables parrafadas de Filosofía Jurídica. Tenía que andarse muy despacito por las piedras, eso sí, porque a la primera pifia la valkiria del Calle-Calle arrugaba su frente de diosa, fruncía y estiraba su boquita y ¡agáchate con la que viene! De Ingeniería vía Derecho vino también Esteban Marinovich. Alto, rubio, bien conformado. Decía estar hasta la coronilla de cálculo de resistencia. Iniciaba sus discursos con señorial ceremonia. Al primer choque con el que fuera, la sangre le subía a la cara que daba miedo. Pero no hablaba mucho. Iba siempre muy elegante. “Para un museo de cera”, decía Belinda Ramos. Se erguía al hablar y aunque también sacaba de vez en cuando la regla de cálculo, la volvía al bolsillo sonriendo y excusándose. No se sentía a sus anchas al comienzo, pero se aguantaba por lo que le cayera. Como Quintana, por encima de todo detestaba la inautenticidad. – ¿Quién vacila entre el forado de una mina y la caverna de Platón?

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Así hablaba. Al comienzo, Pablo Etcheverry y Sergio Bahamondes se lo repartían para pasar el tiempo. – ¿En efecto, quién vacila? – ¿Quién en efecto? – Tendría que ser un bacilo. – O un basilisco. Cuando Astaburuaga venía por los jardines con su séquito de adeptos, Esteban Marinovich se quedaba en éxtasis. ¡El ateneo peripatético! Cuando el grupo desaparecía rumoroso hacia las puertas del paraíso académico, soltaba un suspiro grande. – ¡Cómo se puede ser tan sabio! Y miraba después en torno suyo todo ese hormiguero increíble de seres diminutos, mestizos, pero cada uno, gracias al amparo espiritual de eminencias como Domingo Astaburuaga, formidable dialéctico que mejor no desafiar en disputa si no quieres quedar en calzoncillos al primer asalto. Fue Quintana el que trajo a Marinovich al Pedagógico en busca de la existencia auténtica. Llegaron de provincias los dos. Quintana de Copiapó, Marinovich de Punta Arenas. Se instalaron en un pensionado universitario en Avenida de la Paz. Comenzaron a intimar cuando Esteban Marinovich dejó Ingeniería y se inscribió en Derecho. Almorzaban en el pensionado: cazuela de vaca, porotos en mazamorra, ciruelas secas en jugo. Los fines de semana daban largas caminatas departiendo con simpatía y entusiasmo sobre cuestiones filosóficas, ideológicas, jurídicas. Iban y volvían por la costanera a lo largo del Parque Forestal. En la Escuela de Derecho, Quintana oyó más de una vez en su tiempo del pequeño y pintoresco Gabriel Araya, de sus inclinaciones hinduistas, sus ascensos a la Cordillera y su legendario gurú. Un sábado hacia el mediodía, él y Esteban Marinovich encontraron justo a ese Gabriel Araya en animada conversación con su maestro. Todo un grupo los rodeaba, gente de distintas edades, de distintos estratos sociales, atendiendo cada cual desde su ventana privada. ¿De qué conversaban? Aníbal Quintana no iba a admitir en su vida que le escapara el sentido del discurso que fuera. Esteban Marinovich, menos todavía. Pero, ¿era discurso lo que oían? Entre los interlocutores, iban y venían la eternidad, el alma, el destino, el universo, como pelotas de ping-pong. ¿Y qué palabra era ésa que repetían y repetían? – ¿Qué dijo? ¿Sama qué? – Samadi, creo.

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– ¿De dónde sacaron esa palabra? Y la repiten y repiten como si fuera una obviedad. – Estos tipos están locos. ¡Vámonos! – ¡Espera, espera! Aníbal Quintana había visto a Marcela Köstner y estaba paralizado. El famoso “efectoKöstner”. Contacto directo con los cielos. ¡De dónde salió ese ángel! – ¡Pregúntale a ella, a ella! – ¡Cuál, la trigueña? – ¡No, la rubia! ¿No es de película? – Sí, pero la otra no está nada de mal. Aníbal Quintana apenas podía respirar. ¿De dónde salió? ¿Qué hace en medio de estos vagos tamaña belleza? Parece que anda con el diminuto Gabriel Araya. ¡Cómo lo mira! ¡No, no puede ser! – ¡Anda, anda tú! ¡Pregúntale por el samadi! Marcela Köstner se puso de pie y vino hacia él. Aníbal Quintana sintió que le aflojaban las rodillas. ¡Cómo puede ser tan bella! Y no le cambia la sonrisa angelical cualquiera sea el patán al que se dirija. ¡Un ángel! ¡El Parque Forestal, un paraíso en flor! – ¿Samadi? ¿Que no han oído? Entiendo que es palabra hindú. ¡Qué labios, qué mirada, qué voz! – ¿Palabra hindú? – Como decir nirvana. – ¡Nir… Claro, claro! – ¡No me vas a decir que tampoco sabes lo que es nirvana! Ahora, a medias, reía. ¡Campanillas de oro y de cristal! ¿De dónde sale una creatura tan perfecta? ¡No puede ser! ¿Será auténtica? ¿Tendrá existencia propia? Seguro que es cruel, seguro que ronca.

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– La experiencia mística… – ¡Ah, claro, sí, la experiencia mística! – El encuentro de lo finito y lo infinito… ¡Sí, sí, claro! ¿No me estará tomando el pelo? Sí, sí, lo infinito en lo finito. Y esta beldad va al Pedagógico. Pero, si allí va lo que bota la ola. ¿Y qué? ¿No fue a parir en un pesebre la virgen María? Lo infinito en lo finito, claro. – El encuentro del alma con Dios. Sí, preciosa, sí, con Dios. A Joaquín Albornoz no le fue peor. También estaba de acuerdo con la teoría de “lo que botó la ola”. Más que de acuerdo. Lo único que faltaba era la ola que botó lo que tenía que botar y retrocedió a perderse. “Hay que andar con cuidado por estas orillas, hay que pisar con cautela. Al menor descuido, ¡anda a saber el nidero de alacalufes en que vas a darte de narices!” Digan lo que digan, – dígalo el mismo Joaquín Albornoz, resentido con tanta mediocridad – la Universidad consiste en tres escuelas: Medicina, Ingeniería y Derecho. Y en ese orden estricto. El resto, residuo social y no se hable más. Pero cuando, sentado entre esos sujetos residuales, oyó sonar la voz cavernosa de Astaburuaga dando variaciones sin número al tema “culturas de indeterminación” como asuntillo anotado al dorso de la cuenta del gas y para entretener unos segundos a la chusma de la galería, cuando en su cabeza cada vez más sacudida y definitivamente febril la Escuela de Medicina entera con todos sus aledaños, clínicas, hospitales, maternidades, manicomios, postas de urgencia comenzó a crujir remecida por los embates de una simple idea, Joaquín Albornoz sintió de forma profunda y dolorosa su pequeñez. Largos minutos después de concluir la clase, la sala vacía y medio oscura, seguía en su asiento. ¡Vaya! ¡Culturas de indeterminación! Y quiso el azar que apareciera entonces una alumna residual que había olvidado su bolso de mano. Así eran las clases de Domingo Astaburuaga: uno salía flotando como efecto del efecto de nirvana y se olvidaba hasta de los zapatos. La muchacha venía fumando y martillando el piso con sus tacones. Le salió un ¡Perdón! y se quedó sin aire del susto cuando vio a Joaquín en la penumbra. Una mano en el corazón, la otra a un centímetro de la boca abierta. Joaquín, abstraído, había soslayado levemente un bolso olvidado un par de asientos más allá. Habían escuchado la clase casi juntos. Ahora por gentileza del azar se miraban. ¡Linda mujer! Morena, suave de piel, ojos enormes, oscuros, un poco tristes. Labios sensuales del grueso justo. Mentón de acariciarlo, pero con cuidado. Cuerpo a la medida. ¡Linda mujer! Joaquín Albornoz ya estaba de pie junto a ella, alcanzándole el bolso. ¿Qué llevaba dentro que pesaba tanto? ¿Una Biblia? Belinda Ramos sonrió y ladeó la cabeza mirándolo.

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– Y tú, ¿de dónde saliste? ¿Qué haces aquí? Me diste un susto… Atracción inmediata. Dos cuerpos en su campo gravitacional propio y común. Estas cosas no se separan así como así. – Soy de Medicina. Vine a escuchar. – ¿De Medicina? ¿A escuchar qué? – La cultura de la indeterminación… Quiero decir, ¡me dejó aplastado! – ¡Vaya! No te podías levantar, ¡te apuesto! – ¡Palabra! Tengo la cabeza hecha un caos… Belinda Ramos aprovechó para inspeccionarle la cabeza. El amor a primera vista es cosa seria. Nada de trámites. Se siente el impulso de consumarlo en el acto, en el piso, donde sea. Que cierto que hay que andarse con cuidado en este mundo. Que cierto lo que dice ese siútico de Tironi. Una está ex-puesta, lista para el primer animal atractivo que pase. – ¿Te impresionó Astaburuaga, eh? – No veo más que indeterminación por todas partes. – Se des… determinó todo. Y Belinda Ramos separó los labios dejando que el humo saliera solo. Entornaba los ojos. ¿Le iba a decir este matasanos que la veía como si estuviera indeterminada? – Y eso que no estaba en un uno de sus días. ¡Si lo escucharas cuando vale la pena! Una perla en la corbata de la burguesía nacional. ¿Qué dijo? ¿Burguesía qué? O sea, que se trata de una… Seguro que es “Das Kapital” lo que lleva en el bolso. ¡Estos residuales! Belinda Ramos le devolvió la misma sonrisa de suficiencia. Chupó de nuevo el cigarrillo. – Tiene el don de la descripción. Tú sabes. La fenomenología… – ¿La feno qué? – Bueno, ¿existen los fenómenos, no?

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O sea, linda y tonta siútica. Todavía seguían donde mismo. Vino el portero. Encendió las luces mirándolos con descaro y hosquedad. Con sospecha. No quedaba más que salir y despedirse. Joaquín descendía sujetándola del brazo. Esos tacos altos lo ponían nervioso. ¡Qué pena! Tan buenamoza y con la cabeza echada a perder. ¡Burguesía nacional! – ¿Le encuentras sus peros, eh? – ¿A Astaburuaga? Bueno, ya te dije. Llegaban al primer piso, pero ninguno de los dos quería separarse. – ¡Apuesto a que estás viendo indeterminación por todas partes! – Mientras más miro, más veo. – Se trata de una categoría… A Joaquín casi se le soltó un ¡Ja! – ¡Así que era eso! – Una categoría cultural. En culturas de… de mierda como la nuestra, la indeterminación abarca hasta las tablas de multiplicar. ¡Sí, señor! Categoría cultural. Ahí se detuvo Joaquín Albornoz y la miró de lleno en los ojos viéndola de nuevo. ¡Vaya, vaya con los residuales! – ¡Me desayuno! – Todo es indeterminación, claro. Pero también todo es mala fe, cháchara, mitología. Todo es explotación… – ¡Ya saliste con la pomada! – ¡No! ¡Ja, ja, ja, ja! – A propósito, lo que estamos hablando, ¿no te parece pura indeterminación? Iban saliendo del pabellón, Belinda Ramos cimbrándose feliz. Se le despertó el sexo. Con un idiota, por lo visto. Pero, ¿qué remedio hay para estas caídas pequeño-burguesas? La luz del crepúsculo se presta. ¿Y si le doy un beso sin decir agua va? ¿Y en toda la boca? Mejor que no. Las estupideces que…

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– ¡Si lo oyeras cuando habla de lo trágico en el otro! – ¿En el otro, lo trágico? ¡Qué será eso! Alguien se acerca. Un simio residual con oscuras intenciones. ¿Quién será? Tendrá algo que ver con la señorita. Sergio Bahamondes miraba escrutando desde muy alto. Como si Belinda Ramos viniera saliendo de clases con un cernícalo. Bueno, son las cosas que pasan por aventurarse entre lo que botó la ola. Si no fuera por la indeterminación de Astaburuaga no vuelvo por otra. Si no fuera por la señorita mandada a hacer a la medida… Algo percibe el simio que mira y mira. Esa mirada… ¿Cayó entre estos dos de casualidad? – Trataba de explicarle al compañero, aquí, de Medicina… ¡Perdón! ¡Dónde metí los cigarrillos! ¡Compañero! ¿Qué te crees? ¡Anda a compañerear a tu abuelita! ¡Maldita sea! ¡La que me cae del cielo! Marxista y de yapa comunista. Dicen que meterlas en el Partido es como ponerlas en escabeche. ¿Se le podrá extirpar la lesera? Belinda Ramos, como si Sergio Bahamondes fuera el perrillo que la espera a la salida, siguió con el cuento de la explotación y las categorías. No terminaba de encontrar los cigarrillos. – Una cosa es ver la indeterminación. No digo que sea poca cosa, no creas. ¿Pero queda la tarea de explicarla, no? ¡Y ahí es donde no se atreve Astaburuaga! ¿Sergio, tienes fuego? ¡Ay, qué estúpida soy! Éste es Sergio, Sergio Bahamondes. Sergio, éste es… ¡Si seré bruta! ¿Cómo te llamas, tú? – Joaquín Albornoz, mucho gusto… – El gusto es mío, compañero… ¡Otra vez! Y no con muy buena cara que digamos. – Como te decía, o Astaburuaga no ve la explicación… – ¡…o es un cobarde! ¿No le parece, compañero? – ¡Eso! To be or not to be, tú sabes. Joaquín se encogió de hombros. ¿Por quién me toman estos reclutadores de poblaciones callampas? Salían a Avenida Macul. Justo apareció su bus. Echó a correr gritando ¡Adiós, adiós!

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– ¡Espere, compañero, espere! No, el compañero no espera. ¿Así que comunistas? ¡Qué pena de linda mujer! ¡Par de

idiotas!

Aníbal Quintana no iba a seguir ni por pienso los pasos de Gabriel Araya. Fue también al Pedagógico, pero siguiendo las pantorrillas de Marcela Köstner. También Esteban Marinovich la siguió, pero no tanto por las pantorrillas como por las ideas que le emanaban. Sabían a Nietzsche, a Spengler, a Heidegger, a tanta delicia. Siguiendo a Marcela Köstner vinieron los dos a parar en ese exótico conciliábulo seudo-ideológico (así lo nombraba Belinda Ramos) que vino al mundo con el nombre burlado de “Alturas del Cóndor” y que cambió sin gran aceptación al de “Dios, Tarea y Tradición” por lo menos en el tiempo en que la participación de Marcela Köstner así lo exigió. Gabriel Araya andaba muy irritado por ese entonces. Se decía que Belisario Concha y su matrimonio inminente con Marcela Köstner no tenían nada que ver. Ni eso ni ninguna tontería de sueño que viniera a turbarle su cosmovisión y transmitirle claves sobre qué hacer de su vida. Esas estupideces le cuadraban a retardadas como Maggie Silverstein o Mireya Gómez, no a él, qué se creían. Tampoco fue, como algunos murmuraban, que de una vez por todas se propusiera alcanzar el nirvana en los altos nevados de la Cordillera. No, el asunto era otro, y muy simple de entender. Marcela Köstner se estaba implicando demasiado en esas “Alturas del Cóndor”. Una chambonada así es para devolverse y comenzar a pensar de nuevo. Una cosa es Nietzsche, Spengler y toda la cabalgata de los señores teutones y otra muy distinta el Tony Chalupa. ¡Vamos, vamos, Marcela! ¡Seamos serios no sea más que porque no hay otra cosa que ser! Quien se respete, por poco que sea, no puede saltar como si jugara al ping-pong desde los altares de lo trágico a los chiqueros de lo grotesco. ¡No, señor, eso no! ¡Y nada menos que una Marcela Köstner! ¿En qué país estamos? ¿Dónde vamos a parar? Y esos dos, Astaburuaga y Tironi, poniéndole el visto bueno. ¡Los irresponsables! Construir una Europa en América del Sur. ¿Vióse idiotez igual? Y doña Marcela Köstner… ¿No veía, la muy burra, más allá de sus narices? Y hablaba de Spengler como si lo llevara entre el sostén. ¡Pedazo de bruta! ¡Alemana tenía que ser! Así andaba Gabriel Araya. Pero, los de las “Alturas del Cóndor” no estaban para chillidos de ratones. Lo de lo trágico y lo grotesco algo les picó, porque a vuelta de correo le mandaron decir que él sí, él sí tenía toda la facha de esos mestizos pasados de listos que fusilan a los náufragos tomándolos por los prófugos. Se equivocaba de redondo el señor Araya. Aquí, en las “Alturas del Cóndor”, hemos firmado y puesto el sello a nuestro compromiso con la Historia, sí, la Historia, la Tradición y Occidente. Que quede muy claro: aquí se trata de aristocracia in-te-lec-tual, que es lo mismo que decir aristocracia a secas, ¿capito? Nada con clases medias, nada con plumarios a sueldo, nada con arribistas siúticos. La primera resolución no puede ser más obvia y más imperativa: A fojas cero, borrón y cuenta nueva, comienzo absoluto. ¡Fuera de la cátedra, de la tribuna, del estrado, los Caupolicanes con corbata, los Michimalongos con levita y sin calzones! Si hay algo recuperable en la Iglesia, en los Tribunales de Justicia, en la Constitución, ya se verá. Por el momento, se procederá suponiendo que no hay nada. ¡Tabula rasa! ¡Fuera los antropoides con toga! Y a propósito, ¡quién podría entender

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a don Gabriel Araya! ¡Con éstas salía después de haber andado gritando por los foros universitarios que los chilenos ni para abono servían! ¿En qué quedamos, somos o no somos? No hay que recalcar que todos estos cuentos sobre las “Alturas del Cóndor” y la “Inauguración de la Nueva Europa” no iban más allá de la pura habladuría. Aunque un grupo existía y cuando el río suena… Años después se vería. La misma Marcela Köstner que perdió al hermano que más quería pudo comprobarlo a ese precio. De manera que no hay que desconocerle sus puntos a Gabriel Araya que desde el comienzo vio para dónde iban las cosas. Y si Tironi y Astaburuaga lo vieron también, pero se lo guardaron, ¿quién puede saberlo? En ese entonces no decían ni chus ni mus. ¿Sería porque en su intimidad más íntima estaban de acuerdo en que ocurriera lo que ocurrió después? Belinda Ramos decía que no, de ninguna manera. Sergio Bahamondes decía que sí, que bastaba mirarlos. Belinda Ramos replicaba que no, que para eso no eran ni servían. – Esos estuvieron, están y estarán por siempre al aguaite. No son más que dos cobardes oportunistas. Gabriel Araya volvía y volvía sobre las “Alturas del Cóndor”. Dedo con dedo le sacaba las cuentas a un Belisario Concha cada vez más avergonzado de las tonteras en que quería meterlo Marcela Köstner. Primero, ¿qué se frustró en la Segunda Guerra Mundial, qué se frustró? Segundo, ¿qué buscan estos hojalateros de la continuidad de Occidente, a ver, qué buscan? ¿Palmario, no? Tercero, ¿qué nacional socialismo pueden instalar estos hijitos de su papá en la República de la Indeterminación? ¿Palmario, no? Un nazismo a su exacta medida: la peonada como siempre, los capataces como siempre y ellos como siempre, escarbándose los dientes bajo el parrón y haciendo gárgaras con Píndaro y Esquilo. Rechinaba de rabia Gabriel Araya y se iba encima de Belisario Concha que tenía que volver la cabeza para evitar la lluvia de saliva. – Y no me va a venir Astaburuaga con la del inocente. Y no me va a venir Tironi con que no es posible. Tan imbéciles no son. ¡Par de bandidos! ¡Par de asnos sagrados! ¿De dónde se engendra una sociedad como ésta? ¡De esas mierdas de vasco y catalanes, de esa basura de andaluces! ¡Que broten eczemas así! Esto es un chiquero, un prostíbulo de impunidad. De un día para la mañana que sigue, salen del lodazal callampas gigantescas que terminan podridas en la tarde. Y nadie dice nada ni a nadie le importa nada. Ahí, a la vista del mundo una manga de retardados tocando el tambor. Como Pedro por su casa. Hacen, deshacen y vuelven a hacer. ¡Con el culo al aire los babuinos, dándoselas de presocráticos, ja, ja! ¿Cómo no dice nada Astaburuaga? Roberto Tironi, pase, el cobarde. ¡Pero, Astaburuaga! Muy llenos de sonrisas los dos bandidos. Sonrisas por aquí, sonrisas por allá. La ausencia de forma, el caos, la compota de la indeterminación en pleno, ante sus narices, y los dos maricones como si lloviera. ¿Será como dice el marxista-leninista Bahamondes? ¿Impostores, cobardes, mercenarios, payasos de la burguesía? ¿Y qué no estarán tramando en esas “Alturas del Cóndor”? Unos petimetres que no saben las tablas de multiplicar, que no distinguen un serrucho de un alicate. Y quieren levantar entre la indiada lo que se vino al suelo entre los cañonazos y bombardeos de la más formidable de las guerras. ¡Santo Señor del Cielo, basura de país! ¡El pobre Gabriel Araya! Pero tanta indignación y furia no podían durar. Así, terminó

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por ampararse en la indiferencia. Y cuando no pudo más, en las selvas del sur. Otros preferían la explicación romántica: Marcela Köstner, sus caprichos, y Belisario Concha que nadaba en dinero para financiárselos todos. Algunos decían que ni por nada, que Marcela Köstner no era una mujer de ésas y que si fuera por dinero, los Köstner de Valdivia tenían, sólo en bosques y graneros, suficiente para taparle los hoyos al presupuesto nacional. Además, si fuera cierto que Gabriel Araya se fue al sur porque Marcela terminó casándose con Belisario Concha, ¿cómo se explica que antes del año saliera la bella detrás de su Gabriel? Porque no van a venir, como venían algunos, con ese cuento de que Marcela se fue a Alemania a dar brillo y culminación a su doctorado. No, nada de nada. La verdad del exilio sureño de Gabriel Araya fue una crisis de vocación, eso fue. Mil y mil veces ensayó el discípulo predilecto del gurú piel roja del Parque Forestal alcanzar las alturas de la experiencia mística. Pero inútil. Decían que el gurú decía: “Le sobra intelecto, le prevalece mucho, demasiado el intelecto sobre el espíritu”. Había los aspectos prácticos además. Problemas de dieta, de relajación, respiración, concentración. Las glándulas sexuales también le prevalecían demasiado. Concéntrese, le decía el gurú, concéntrese. – ¿En qué? – ¿En qué? Vaya, hombre, en nada. No hay nada igual para concentrarse. Demasiado de carne y huesos Gabriel Araya para concentrarse en nada. La gente en los alrededores, las lindas mujeres sobre todo. Pero también los gatos en los tejados, los ladridos en los patios vecinos, los gritos de las empleadas domésticas por arriba de las panderetas, los bocinazos de los camiones distribuidores de gas, los pregoneros de la fruta, las verduras y las tortillas, las visitas de las tías cotorras, las clases que debía dictar todos los días, las lecturas, los amigos, en fin, la enorme y destartalada ciudad, más imprevisible, peligrosa y despiadada que la selva, la falta de humanidad, la hipocresía, el egoísmo desplegado en mil y mil variaciones y situaciones, ejercido con infalible y sutil astucia hasta en la última transacción en la última esquina entre los dos últimos pobres diablos disputándose el último guiñapo, los incontables detalles de las cosas de todos los días tenían al pobre Gabriel Araya dividido sin esperanzas, boqueando impotente y perplejo. ¡Había que huir de la ciudad! La experiencia mística no era cosa de ascender cien metros por la Quebrada de Macul. ¡Ésa sí que sería de Hollywood! No, lo que había que hacer de una buena vez era quemar las naves, probarse de verdad, verificar si no era más que un pedazo de bofe con ojos. Oyendo estas historias años después, todavía en tiempos del presidente austero, muchos viejos amigos de Gabriel Araya movían la cabeza compasivos. Porque el hombre seguía desaparecido. Si eran historias ciertas, a estas alturas no quedaría del genio del nihilismo nirvánico más que unos cuantos huesos desparramados en remotas quebradas cordilleranas. Hasta Sergio Bahamondes que aparecía de vez en cuando por el Pedagógico para dar una mano a los compañeros de la Juventud Comunista, se ponía serio y tenía que volver la cara. Mireya Gómez y Belinda Ramos, que también se encontraban a veces en actos universitarios lloraban recordando a Gabriel. Y contaban que en el Pensionado Católico había dos o tres

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monjas que lo amaron en secreto más que al mismo Tironi y que nunca faltaban velas encendidas en su nombre a los pies de la Virgen del Perpetuo Socorro.

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Con el recuerdo de ese sueño de Gabriel Araya – que soñó en las postrimerías de un general-escoba rodeado hasta el tope de basura – vienen a la memoria de Belisario Concha muchos otros que no pueden separarse. Un caso más de esos recuerdos-constelaciones de Elisa Bauzá. Viene el recuerdo de las torturas y las violaciones de Belinda Ramos, de las balas en el cuerpo de Sergio Bahamondes, sangrante, arrastrado como un saco por el pavimento de la Plaza Bulnes. Viene el recuerdo de Pablo Etcheverry y Mireya Gómez peleándose, rebeldes, con Roberto Tironi en los patios del Pedagógico. Y como un trasfondo de esa constelación el recuerdo de Maggie Silverstein que ya comenzaba a ponerse las botas y de Marcela Köstner que ya empezaba a preparar sus maletas aunque todavía se la encontraba a veces por los patios leyendo a su Spengler. También en ese entonces, Belisario Concha se encontraba semana por medio con un Sergio Bahamondes que venía a su encuentro riendo, bromeando y como si colgara de las muletas que tuvo que usar durante más de un año. Pero el humor no le fallaba y comentaba echándose atrás en el banco, buscando cigarrillos en los bolsillos, que sí, sí, meridiano, sin soñar lo que soñó, Gabriel Araya sería como un Moisés sin zarza, un Newton sin manzana… –…un Arquímides sin su tina de baño o, como diría Tironi, sin tina de baño de tina, ¡ja, ja, ja, ja, ja! Así se burlaba, aportillado como lo dejaron los balazos del general-escoba, el muy bandido de Sergio Bahamondes. Y el bueno y aristócrata de Belisario Concha no sabía de qué lado volverse para reír. Pero las cosas no son tan simples. El grupo que se formó en ese tiempo, el conciliábulo de intelectuales que querían cambiarle al país la mentalidad, sacudirle sus piojos masónicos, bolcheviques, anarquistas y ateos, no puede echarse por la borda como Gabriel Araya echó sus libracos jurídicos al Mapocho. Los cuatro o cinco personajes principales de la “Continuación Latinoamericana de Occidente” comenzaron a llamar a las puertas de las grandes familias. Y en casa de don Amado Concha no les dijeron que se fueran con sus majaderías a otra parte. Todo lo contrario. Y con don Amado se fue formando la cola. Gente de la industria y las finanzas, todos con vínculos políticos de alto poder. Don Amado asentía a ratos. Estas no eran las escaramuzas especulativas de su Chayito. Aquí había gente que tener en cuenta. Ese señor Pineda, por ejemplo, sabía de qué estaba hablando. – No vamos a tolerar otro año 39. Ni menos otro 52. Este gobierno conformado por

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mediocres y zánganos tiene dos puntos a su favor. Primero, ha permitido que se instale en el país una moderna y disciplinada colonia alemana. Gente de pura cepa, brava y noble que nos ayudará en la formación de cuadros armados. Sin capacidad de fuego, podemos ser todo lo que ustedes quieran, pero nunca más que viejas chismorreras. El segundo punto significa una vergüenza sin nombre para todos nosotros. Este gobierno ha mantenido la ley anticomunista que le legó el anterior. Pero nosotros, fíjense bien, nosotros, no hemos sabido aprovechar tan enorme ventaja. Tenemos que hacerlo ahora. Tenemos que aprovechar el poco tiempo que nos queda. Tenemos que ponernos en condiciones de enfrentar a los comunistas y destruirlos de aquí a cuatro años. ¡Cuatro años! Que no se engañe nadie: los comunistas vienen. No hay por dónde perderse. Vienen y no hay uno de ellos que no sueñe en la noche con masacrarnos a todos. Don Amado trataba de descifrar el rostro de su hijo. Con Marcela Köstner no cabían dudas. Estaba toda encendida y hasta apretaba los puños. Ésa no vacilaba cuando era asunto de comunistas. ¿Cómo dijo que se llamaba el muchacho sentado junto al señor Pineda? Marinovich, sí. Había un Marinovich en el laboratorio de “Industrias del Acero” ¿Un pariente? Se veía un muchacho despejado y resuelto. Fue un sueño, formado por capítulos. Un sueño de gloriosa gesta. Soñaba un capítulo, a medias despertaba, soltaba un bufido, gruñía y soñaba el capítulo siguiente. Cada capítulo, una campaña guerrera. Cada campaña, una provincia conquistada. Marchaba desde el centro del país hacia el sur. Las guarniciones iban cediendo con menos resistencia según avanzaba y el pueblo iba sumándose a sus fuerzas. Había batallas en todos los terrenos y para todas las armas. Rugían los cañones, granizaban los fusiles, sembraban el pavor y el desconcierto las embestidas de la caballería. ¡Qué sueño grandioso! Hasta los lejanos horizontes alcanzaba el fragor. Ciudades enteras envueltas en conflagración de muerte, de duelo y griterío. Los cañones no dejaban oír. El polvo que subía en nubes al derrumbarse los altos muros almenados no permitía ver ni respirar. Se gritaban órdenes, se lanzaban al ataque los escuadrones bajo la lluvia de la metralla. O de flechas y lanzas, que todo venía al caso. Poblaciones en llamas, los gritos y lloros, el diente con diente, los golpes en el pecho, los cadáveres de cara al sol y ojos vacíos. En el capítulo final, el generalísimo Gabriel Araya conquistaba las regiones más remotas del sur, donde en la vida real su madre – su padre para ese entonces no era más que un oficial en provincias de Impuestos Internos – lo trajo al mundo y lo crió correteando, jugando al pillarse, a las escondidas, a la gallina ciega, corriendo los caballos en pelo, encaramándose en las araucarias, zambulléndose en cristalinos raudales. Tan joven y amazona era en esos años la señora de sus días. ¿Qué significaba ese sueño? Tenía un final hecho entero de paradojas. Conquistada la última provincia en el último capítulo, la provincia que lo vio nacer, Gabriel Araya marchó con su séquito de generales al rincón más remoto de su remota capital. Allí, en las afueras, un callejón miserable desemboca en chiqueros y lodazales. En ese antro – se revela ahora – se encuentra un tesoro sin precio, vellocino dorado de tan grande gesta que encarna en una pequeña de cabellos de oro, ojos de cielo y piel más blanca que la nieve. Por toda la información recogida por sus espías de provincia en provincia sabe que la pequeña está ahora en poder de siniestros gitanos emboscados en un sucucho y que en su hora serán hervidos lentamente en aceite. ¡Pero, la pequeña no está, no hay un alma en la habitación! Como ocurre con los sueños, y Maggie Silverstein sabrá por qué, Gabriel Magno o Alejandro Araya se

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encontraba ahora vestido sólo de las caderas arriba. De las caderas abajo, desnudo hasta las verijas. Su espada invicta colgaba fría rozando el muslo izquierdo. Según expresión suya y característica, en esa guisa hablaba de pie en el círculo de sus poderes generales. ¿Dónde, dónde estaba la pequeña? ¿Toda esta larga y sangrienta guerra civil, qué sentido tenía si no la encontraba? ¿Quién, quién la arrebató? Una pena profunda le nacía. Una congoja que al salir por su garganta le llevaría el alma. Cuando yendo y viniendo por los jardines en flor de la Avenida Pocuro, daba vueltas y vueltas a ese sueño suyo y nada más que suyo, Gabriel Araya tenía por seguro que la clave de su significado se ocultaba justamente en esto: que con toda la angustia que lo ahogaba por la ausencia de la pequeña, así y todo no despertó. Durmió, acaso, no más de un segundo todavía y en ese segundo cambió todo. Mientras discutía con sus oficiales lo que debía hacerse se dio cuenta de un roce leve pero insistente en su muslo derecho. También captó a medias la conversación quejumbrosa de algunas mujeres a sus espaldas, aparecidas de pronto. Seres cadavéricos, en harapos, susurrando gemidos como furias sonámbulas. El roce en su muslo derecho, subía hacia la cadera rasguñándolo levemente ¡Un reptil, un asqueroso reptil! Alzó la mano abierta para aplastarlo. Antes miró. Quería partir, había dado órdenes para alejarse de aquel lugar de dolor y frustración. ¿Quién se atrevía a retenerlo del cinto? Entonces vio el rostro, los negros ojos enormes y tristes, la cabellera negrísima y rizada de una pequeña que alzaba los brazos, enclenque, trémula, sollozante. Sus manitos delicadas apenas alcanzaban a la cintura del héroe. Gabriel se agachó, y alzándola sintió sobre su mejilla la palma entumecida. La pequeña fue estrechándose a su pecho y acercando su rostro. ¡Dios de los Cielos! ¡Pero si era ella! ¡Si siempre fue ella! Todo el tiempo de espaldas el muy torpe sin volverse a mirar. Y ella allí, todo el tiempo aguardando. Belisario Concha recuerda muy bien el momento en que Marcela Köstner le contó el sueño de Gabriel Araya, con todos sus pormenores y cuantas cosas siguieron. La infidencia de Marcela que no dejaba de reír se le contagió y cometió el error de contarle la historia a Pablo Etcheverry. Lo que quiere decir a Mireya Gómez, o sea, al mundo en su totalidad. Belisario Concha recuerda también sin ninguna deformación del tiempo en la memoria, como decía Atilio Valenzuela, que fue en el último año del general-escoba o a lo más a comienzos del presidente austero, que se produjo un cambio profundo en Gabriel Araya. Ni él ni Marcela supieron nunca qué ocurrió. Gabriel Araya tendría que haber entrado en la arena política cuando las cosas empezaron a calentarse. Pero no lo hizo y por el contrario después de un tiempo optó por emprender el vuelo. Lo cierto es que por ese entonces el freudismo se transformó en una antítesis de peso en el libro de notas de Gabriel Araya. Y si no fue por ese sueño del que tanto se habló, por el tiempo de ese sueño fue. Sueño largo, elaborado, complejo y enigmático. Paradojal a la vez que meridiano como diría Maggie Silverstein de la Escuela de Atilio Valenzuela. Ominoso también, para pasar a la de Domingo Astaburuaga. Y ya que estamos en escuelas, idiota, nimio y para penecos de jardín infantil, como hubieran afirmado Belinda Ramos y Sergio Bahamondes si hubieran sido habidos en esos tiempos de persecución, violación y asesinatos. Marcela Köstner no se podía convencer. ¿Gabriel Araya enredado aunque fuera en

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broma con el freudismo de Atilio Valenzuela y esa loca rematada de Maggie Silverstein? ¿Un hombre de sus quilates y sobre todo de su edad vuelto a las tonteras? Para no creerlo. Y a propósito de quilates, ¿cuáles eran y cuántos los quilates del freudismo en los tiempos de Atilio Valenzuela? ¿Hasta dónde podía decirse freudismo, propiamente freudismo, considerando los extremos a todas vistas frívolos y superficiales de una Maggie Silverstein? ¿Aprobaba el maestro las estupideces y payasadas que su pretendida discípula ventilaba en los patios tan suelta de cuerpo? Nuestro Gabriel Araya examinaba yendo lento lento por la Avenida Pocuro transformada en un paraíso primaveral. Freudismo, sí, freudismo. Pansexualismo. ¿Podría negar que los ojos se le iban a la siga de cada trasero que pasaba? No, de ninguna manera. Seamos sinceros. ¿Podía negar que era este hábito suyo tan o más ordinario y plebeyo que como se manifestaba en ese antropoide de Sergio Bahamondes? No, tampoco podía. ¿Podía negar que ese deleite suyo, consciente, subconsciente, inconsciente estaba metido hasta en las entretelas íntimas de su… líbido? Menos todavía. Bien, ¿y entonces, qué? Más de una vez había pensado en lanzar una bomba incendiaria sobre esa peste de psicología sexual llegada a la Universidad. Quería ir derecho al grano e incinerar toda esa inmundicia. Quería ocupar la tribuna ante la comunidad universitaria en pleno y desahogarse de una vez por todas del embrollo entre freudismo y seriedad. Y he aquí que un sueño, en el mejor sentido psicoanalítico, lo despertaba a la cortante pregunta: “¿Es usted una persona seria, Gabriel Araya?” Pero no aflojaba en su postura, aunque el problema lo tuviera tanteando en los bordes peligrosos de una pretendida identidad personal. Título: Freudismo y Promiscuidad. No, Freudismo y Sociopatología. No, Freudismo y Seriedad, ¡eso! Seriedad y Freudismo. Porque hay que tener sentido de los límites, señores. ¿No sería mejor eso, Freudismo y Sentido de los Límites? ¡La cara que va a poner Atilio Valenzuela! ¿Son compatibles freudismo y seriedad? Ese es el gran problema, señores. ¿Compatibles? ¿Freudismo y seriedad, compatibles? Porque debemos ir al fondo de las cosas y aquí parece haber un mar de fondo. Pongamos, por ejemplo, una Marcela Köstner, un Domingo Astaburuaga, ¡un Tironi incluso! ¿Viéronse nunca en este país tres personas más serias? Pero, considérense las cosas que vienen apareciendo en esta sociedad nuestra. Ocurre entre nosotros, mis señores, que el primer pelafustán que pase y que no haga más que coger al vuelo lo que murmura en la carnicería sobre Freud la cocinera del señor Atilio Valenzuela, se va a sentir autorizado para atribuir a estas lumbreras de nuestra cultura dos o tres neurosis per cápita. ¡No, señores, no! ¡Esto no se puede tolerar! Algo no está funcionando bien aquí. O tómese como un ejemplo real la retahíla de idioteces que Gorgona Silverstein soltó sobre Belisario Concha, hijo del conocido industrial metalúrgico, cuando este brillante joven investigaba el efecto de nirvana. Puede ser que tal efecto de nirvana sea puro flatus vocis. Pero ese no es el punto. ¿Qué dijo Gorgona Silverstein del efecto de nirvana? Ya pueden adivinarlo. “Pura envidia del pene paterno”. Eso dijo con todas sus letras. ¿De qué se trata aquí? ¿Hacia dónde se va? Destructividad pura, sin detenernos a considerar la increíble vulgaridad. Se puede emprender nada en este mundo, se puede emprender nada que doña Gorgona Silverstein no transforme en envidia del pene paterno, en búsqueda fraudulenta de un pene mayor para expulsar al padre del lecho materno y acostarse con… con… Considérenlo, señores, considérenlo. Pero esto no para aquí. Si don Belisario Concha se está tranquilo y no emprende nada y se olvida de investigar su efecto de nirvana, entonces, ¡tanto peor! Lo que ahora ocurre, lo que meridianamente ocurre de acuerdo a doña Maggie Gorgona es pura táctica

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elusiva, diversionista, ocultista de este Edipo concupiscente. Táctica para instalarse en la cama de la mamá sin tener que mover un dedo… Porque, diciendo toda la verdad, así de descarada se había vuelto Maggie Silverstein. Y más y más cada vez. Las fantasías de Belisario Concha – “la industrialización alucinatoria del efecto de nirvana” como las resumía la horrible Gorgona – aunque en rigor no fueran más que fijación anal, revelaban también palmariamente que la gesta en busca del superpene seguía como si nada. Ahora se trataba de un pene-testículo inflado con el efecto de nirvana. – ¡Qué vulgar, qué grotesco, señores! Gabriel Araya se detenía, rechinando y gesticulando que daba miedo y la gente bajaba a la calle segura de que se trataba de un loco escapado del manicomio. – ¡Repugnante, re-pug-nan-te! ¡A qué alcantarillas no se puede llegar con inmundicias así! Y consideren, señores, que a esta gente le pagan. Con dinero fiscal, dinero de todos nosotros. Contante y sonante. ¡Dios de los Cielos! Cuánta razón tiene doña Marcela Köstner. ¿Freudismo? Decadencia y corrupción. Rotería y chacota. La relación entre cultura y basura es perennemente inversa. Busquen basura en Alemania, busquen basura en Holanda, en Suiza. No van a encontrar en el suelo una colilla de cigarrillo aunque la busquen con vela. Cierto, muy cierto. ¿Cultura? En este país no se llegaba más arriba de los órganos sexuales y el trasero. Belisario Concha decía que ahí estaba el obstáculo de Sergio Bahamondes. Los traseros, según decía él mismo, no lo dejaban ver el bosque. Y por lo dicho y redicho, tampoco a Gabriel Araya. Los traseros, las tetas y la… En esos tiempos, cuando el generalescoba se preparaba para irse con la basura a otra parte y el presidente austero estaba a poco de aterrizar, circulaba un chiste con el que Marcela Köstner no sabía si reír o escupir. Vino a Chile un vice-presidente de USA. No faltaba un mes para las elecciones. Los periodistas rodeaban al visitante. – Which is your guess, Mr. Vice? – Who do you think is going to be the one? Eran otros tiempos. Uno podía comerse un hot dog sin miedo de ir a parar a la Posta de Urgencia o acercarse a un vice-presidente norteamericano sin que lo pusieran fuera de combate de un puñete. Como ocurrió después a ese pariente del que contaba Belisario Concha, que trabajaba en el Ministerio del Exterior en tiempos de la Revolución en Libertad. El funcionario quiso acercarse en un cóctel al enviado del presidente Lyndon Johnson, pero sólo logró que uno de su guardia personal, un gringo de unos dos metros de altura, de un golpe seco con el canto de la izquierda lo mandara al hospital donde estuvo mes y medio meditando sobre la crítica de la razón pura con tres costillas quebradas. Sí, eran otros tiempos. Todavía no lo corrían a uno gritándole “Momio concha’e tu madre!” ni lo mataban por “conflictivo” como ocurrió no mucho después.

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– ¿Quién será presidente, Mr. Vice, quién será? Viniendo desde el aeropuerto, el gringo había observado muchos nombres escritos en las murallas de las poblaciones. Había uno que se repetía por encima de todos. – Mister Pico, piensa yo, yes, mister Pico. Marcela movía la cabeza. Historias así se combinaban a maravillas con el freudismo llegado a Chile vía USA. Igual se fastidiaba Mireya Gómez cuando oía de imbéciles que en los patios comentaban entre risotadas de animales que Astaburuaga se masturbaba con El Greco y que Tironi lo hacía a dos manos con la Razón y la Fe. ¡Así mismo! La procacidad freudiana de Maggie Silverstein le venía como anillo al dedo a una gentuza sin más objeto de imaginación que los testículos del prójimo ni más brújula que los culos meneándose por la vereda. Lo cual, como se dijo, le ocurría ahora mismo a Gabriel Araya como si no le ocurriera mientras paseaba su sueño por la Avenida Pocuro que era un mar de flores. ¿O no era cierto que yendo como iba, serio y caviloso, no por eso dejaba pasar trasero bien forrado en su falda sin someterlo a experto y depravado escrutinio? ¡Vaya paradoja! En cuanto a sus análisis, proseguían más o menos así: Tomando el toro por las astas, ¿qué viene a ser efectivamente ese sueño? El público corría al Aula Magna de la Casa Central Universitaria al sólo nombre del conferenciante. “Sueño y Autognosis, prof. Gabriel Araya, Aula Magna, hoy 6.30”. “Porque el sueño, señores, es muy diferente cosa que esas ficciones analizadas con tanto candor e ingenio por nuestros improvisados freudianos de última hora. El sueño, ejem, el sueño consiste en un discurso hecho con imágenes. Y entiéndase bien desde el comienzo: un discurso, señores. Hecho con imágenes, sí, pero un discurso, no obstante. Un imago-discursus o un discursus-imago, ¡eso! Como los jeroglíficos si ustedes prefieren. Muy concreto discurso, el sueño, muy concreto. Por eso, y si ustedes me permiten seguir el paralelo, no hay Champollion que supere en el desciframiento del sueño al sujeto mismo que lo sueña. Cada quien, Champollion de sus sueños. ¿Por qué? ¡Palmario, señores, palmario! Un sueño, digamos, de Gabriel Araya, es un imago-dicursus que produce Gabriel Araya. Por más dormido que esté, es él quien lo produce. ¿Quién, entonces, va a superar a Gabriel Araya en el análisis de un discurso que produce él mismo? Pero, hay más, mis señores, mucho más. ¿A quién dirige Gabriel Araya este discursus-imago? Obvio otra vez, palmario, meridiano: a Gabriel Araya. Díganme, siendo que allá en su cuarto de soltero, abrazado a su almohada, sueña a solas su sueño-discurso, ¿a quién más que él mismo podría dirigirlo? Y fíjense, porque todavía hay más: ¿De qué trata este discurso? ¿No es evidente, no es palmario? Trata de una misma y siempre misma cosa: del sujeto Gabriel Araya, ¿verdad? De donde resulta, señores, que Gabriel Araya está siempre soñando el mismo sueño, está siempre dirigiendo a Gabriel Araya un discurso sobre Gabriel Araya y que, lógica pura, nadie puede entender propiamente como no sea el mismo Gabriel Araya. Ésta, señores, es mi teoría autognóstica del sueño. Si Gorgona Maggie, pongamos por caso, sueña que está comiéndose un queso con enormes gusanos, con pebre picante encima y mermelada de frutillas muy arrellanada en la cama de su abuela, todo ello representa un discurso muy exacto, muy exacto, – por más envuelto que se encuentre en metáforas, sinécdoques, paradojas, y cuanto tropo exista – un discurso muy exacto, muy exacto, repito, que Gorgona-Venus dirige a Venus107

Gorgona acerca del sujeto Gorgona-Venus. No puede haber nada igual de evidente. Y si la antedicha Gorgona V. contiende que no es así y se sienta, como diría ella misma, y hace tortillas con mi teoría autognóstica del sueño pasando de su abuelita a su abuelito, y de su abuelito a su papito, asunto suyo es y pena que se divierta en fantasías incestuosas, muy explicables en su caso, en lugar de atender a lo que ella misma está diciéndose a sí misma sobre sí misma y claro, clarísimo, como si se desnudara ante un espejo (lo que no dejaría de ser autognosis deliciosa de experimentar siempre que ascendiendo desde los deliciosos tobillos por las pantorrillas, los muslos, las nalgas y caderas y pechos y hombros no se vaya más allá del cuello). Porque eso hay ciertamente, ejem, con los sueños. Son casi siempre una voz, una composición, un discurso riguroso y ciertísimo sobre el que sueña, un hablar de sí mismo a sí mismo que el mismo Sócrates ya se quisiera y que, ¡oh, señores, atiendan, atiendan no sea más que por un segundo! Porque en la casi totalidad de los casos suena sin ser oído, ¡sin ser oído, señores! No es una burla y… y… una tragedia. El yo onírico discursea sin cesar y sin aliento desde los huecos más recónditos de su propia intimidad, por más chata y bruta que ésta sea. Pero, no escucha. ¿Se dan cuenta? El mismo se habla a sí mismo desde lo más profundo de sí mismo. ¡Y no oye nada! Algo así ocurre también para ser sinceros y dejarse de delicadezas con el fundamento último de mi teoría autognóstica del sueño. ¿Por qué? Porque he estado dirigiéndome a mí mismo por años de años en incontables variaciones oníricas el mismo discurso acerca de mí mismo sin entender, sin siquiera oír una sílaba. Y ahora, vecino ya a la treintena, recién viene el muy… muy… a darse cuenta cabal. ¿Increíble? Podría ser… Pero, no nos engañemos, señores. Debemos dar lugar a una aceptación no sé si más dolorosa que verdadera o más verdadera que dolorosa y perdónenme estos involuntarios excesos retóricos. Lo que quiero decir es que aunque todos lo pretendan y lo proclamen a los cuatro vientos, son pocos, poquísimos los que en su fuero interno desean conocerse a sí mismos. Poquísimos, casi ninguno. ¿Y por qué? Nada más simple, más palmario y más… secreto. De algún modo y en lo íntimo, cada cual sospecha y más que sospecha el riesgo en que lo pone una tarea como esta de conocerse a sí mismo. Riesgo grande, riesgo de caer nada menos que en el odio y la repugnancia de sí mismo. Sí, señores, odio y repugnancia. Porque, una de dos: O conociéndonos a nosotros mismos no hacemos otra cosa que ponernos de manifiesto como un minúsculo poroto en una montaña enorme de porotos o no podemos seguir por lo fea y poroto-degenerada que se ha vuelto nuestra facha. Tal cual, y no hay otra alternativa. De donde, girando la cosa, queda muy claro que la autognosis del sueño no es más que el sueño de la autognosis y espero que se entienda. Muy claro, señores, muy claro. Y suplico que pongan atención. De un hecho así resulta que tan pronto despertamos del sueño lo olvidemos, o que ni siquiera recordemos que hemos soñado, o que no le demos más importancia a los sueños que a las tonterías de los niños. Los sueños, sueños son. ¿Y no hay en esta inconsciencia todo el sentido práctico del mundo? Pongámonos en el caso de la antedicha G. V. ¿Cómo va nadie en sus cinco sentidos a echar a perder las tres cosas, el pebre, el queso y la mermelada de frutillas, haciendo una ensalada con todo? ¡Bah, eso es una estupidez! Y más todavía encima de las pulcras sábanas de la abuela. Por tanto, para que uno se detenga – y esto va también incluido en mi teoría autognóstica del sueño – para que uno se detenga, digo, y pare la oreja y atienda a lo que el sueño le dice en su imago-discursus, se requiere que lo dicho sea algo tan extraordinario, tan fuera de lo usual, tan increíble, algo tan contrario y portentoso, que se quede uno patidifuso al despertar, alelado, pensando no en más cosa que uno mismo y diciéndose: ¿Cómo es posible, cómo es concebible que yo, yo, sueñe aberraciones así de chocantes? ¿Es que yo no soy yo? ¿Es que lo que me parece que soy yo es justamente mi anti-yo? ¿Qué ocurre conmigo que hago en sueños cosas que ni por todo el oro del mundo haría despierto? ¿Qué tengo metido en la cabeza que mientras duermo despierta y me transforma en un gusano, un piojo,

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una inmundicia? Si algo así, señores, si una explosión como ésta no se produce (y lo común es que no se produzca), ¿qué quiere ello decir? Obvio, palmario: Quiere decir que uno no es más que un poroto en esa enorme montaña de porotos a que me he referido. Lo cual, como va de suyo, también se suma a mi teoría autognóstica del sueño. En efecto, cuando uno no es más que un poroto entre porotos (y conste, con todo respeto, que no hay uno que sea más) el sueño puede divertirlo mostrándole de mil y una maneras lo que es sin que el resultado final sea más que autognosis… de un poroto. Algo que, ¿cómo decir?… ¿Pero que no es de Perogrullo? La autognosis de un poroto, señores, no puede exceder el valor de un poroto. Sólo que, si un día, sólo Dios sabe por qué, un poroto se sale de madre, por decirlo así, si, por decirlo así otra vez, se des-porota o contraporota, ¡ja, ja, ja, ja! Perdón, entonces el asunto cambia de la tierra al cielo. ¡Cómo cambia! Los sueños (que son nuestro asunto y no quiero apartarme) se tornan angustiosos, tormentosos. Lo que quiero decir en términos llanos es que no es necesario para nada en el orden del mundo que cualquier Perico de los Palotes se conozca a sí mismo. Todo lo contrario, señores, todo lo contrario. ¡Seamos honestos! ¡No seamos ridículos! ¿Va a ganar nadie nada porque averigüe que es un Perico de los Palotes? ¿Le va o le viene al mundo, ni que decir al Universo, con que un Perico de los Palotes sepa o no sepa que es un Perico de los Palotes? ¡Lindo negocio haría la naturaleza! Son pues los seres monstruosos, transgresivos, anormales – los que como digo sólo Dios sabe por qué no son porotos como los demás porotos en la universal porotada – quienes deben andarse con cuidado, atender, percatarse de lo que están haciendo de su vida si no quieren ir a parar en quizás qué antro de perversión, degeneración y crimen. Estos son los que deben atender a sus sueños de acuerdo al principio autognóstico fundamental que he tratado con lo mejor de mis pocas luces de exponer ante ustedes. Tal es, señores, la función, esencia y sentido del sueño: es aquel apartado en la vida de uno en que uno se muestra a sí mismo lo que es uno mismo. En especial, cuando uno mismo no tiene idea del monstruo en que se está transformando sino que piensa exactamente lo opuesto: que es un dechado de humanidad. Por ejemplo – y no se vea en esto alusión a una persona determinada por más alusión determinada que sea – a una dama, en lugar de cabellos, comienzan a salirle culebras por toda la cabeza. En sus sueños, como se entiende. ¿Y cómo responde a esto la dicha señora? No me van a creer. Se compra una peineta para culebras la muy burra.

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Belisario Concha está de pie ante el ventanal del hall. “Köstner” sigue tumbado allá, al otro lado del estanque. ¡Qué viejo está el pobre! ¿Alcanzará Marcela a verlo antes de que el veterinario lo ponga a dormir? Con “Köstner” se computan trece años. Cuando Marcela lo sacó del canal colgando y chorreando entre el pulgar y el índice, riendo y llorando dijo “¡Teng! ¡Pongámosle Teng!” por el líder chino que en esos días sus partidarios trataban de sacar del pantano en que se estaba hundiendo. Año 77. Más tres, año 80. Desde este año vivía Marcela en París. Intérprete de la Unesco. ¿Volverá algún día? Seguro que sí, a darse unas vueltas en lancha llorando sus penas por el Calle-Calle, a servirse unas ostras al vapor en Talcahuano con su Gabriel Araya. Siempre que Gabriel… Bueno, ¡allá ellos! Pero se distraía, estaba en otro asunto. Seguía los pasos de Joaquín Albornoz. Cuando vino al Pedagógico ya era médico y hacía su práctica en la Posta Central. Al comienzo, iba siempre con Rodrigo Alcántara. Habían atendido en cantidades tantos obreros y estudiantes baleados por el ejército que les surgió la curiosidad. ¿Qué pasaba con ese Instituto Pedagógico? El grupo de la tradición y la continuidad de Occidente que tanto sacaba de quicio a Gabriel Araya recién empezaba a organizarse. Rodrigo Alcántara cayó en su esfera de influencia embrujado por Marcela Köstner. Como le pasaba a todos. Sergio Bahamondes reconocía gruñendo que no era arribismo de clase sino atracción sexual pura y Belisario le replicaba que de medio bruto estaba pasando a bruto y medio. Por ese corto tiempo en que Marcela se dejó llevar, fueron muchos los que atraídos por ella terminaron incorporándose al grupo que organizaban Karl Schlieman y Tomás Pineda. Hasta Mireya Gómez y Pablo Etcheverry que ya estaban casados se entusiasmaban al principio. ¡La continuidad de Occidente en Latinoamérica! Si se lo echaran en cara ahora a cualquiera de los dos no les quedaría más que tragarse la rabia. Se defendían de las burlas de Sergio Bahamondes. – ¡Pero, de qué hablas tú! Andas cazando zorzales para la dictadura soviética con las piernas de Belinda Ramos, ¿sí o no? Al comienzo, Joaquín Albornoz y Rodrigo Alcántara comparaban notas. Pero no demoraron en distanciarse. Alcántara tenía cosas más concretas que decir. A veces se gritaban en los patios. Surgía entre ellos un resentimiento que todos notaban aunque nadie sabía explicar.

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– La sociedad no es más que una prolongación de la naturaleza. – Yo nunca he dicho que no. – ¿De dónde sacaste entonces ese reino de la libertad? – De los principios, es obvio. – ¿Y de dónde sacaste los principios? ¿Del Sinaí? Ésa la recuerda Belisario Concha, porque le gustó y la anotó. ¡Ja, ja, ja! Así argüía en sus buenos tiempos Rodrigo Alcántara. – La sociedad no es ningún reino de fines. Naturaleza prolongada. ¡Pro-lon-ga-da! – ¿Quién la prolonga? ¡Tú! – Yo no prolongo nada. ¿Quieres que me salga una cola? Belisario recuerda las risas y recuerda el desprecio en la mirada de Joaquín Albornoz. Como si Rodrigo Alcántara se sintiera feliz con el payaso en que se estaba transformando y el público que le festejaba las estupideces a costa de un supuesto amigo. – Hay un proyecto social, ¿no te parece? Cuando… Pero Alcántara no lo dejaba seguir. – Dime, las abejas, las hormigas, ¿qué son sino naturaleza, pura naturaleza organizada en sociedad? – ¡Pero, si no es lo mismo! Yo te voy a… – ¡Claro que es lo mismo! Cuando llegues a tu sociedad sin clases vas a ver que es lo mismo. Un hormiguero, eso va a ser tu sociedad sin clases. Fue poco después, en los comienzos del presidente austero, que Gabriel Araya, luego de pelearse con medio mundo y recomendar que cada uno de los tarados que salían del Pedagógico escribiera con tinta china su credo en un cuadrito de pergamino para leerlo dentro de veinticinco años, desapareció en las selvas del sur. O eso decían unos. ¡Qué historias no corrían! Desde su dedicación a la teología mapuche hasta su fusión con el absoluto en Las Torres de Paine. Alguien contaba que lo había visto en el sur de Argentina, en una plaza de Neuquén, vendiendo maní tostado y leyendo en voz alta de un libraco de la Oxford University sobre filosofía hindú. Vestía que daba pena y gastaba una enorme barba. Cuando se acercó a

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hablarle en medio de una zalagarda de mujeres y chiquillos que gritaban encima no logró más que una mirada ausente y hasta dura. Luego, como si se sacara moscas de los ojos y las orejas, volvió a su lectura en voz alta junto al carrito de maní. Estaba flaco, sucio y olía que era un asco. Igual que el gurú… ¡No, peor que el gurú! Claro, ésa no la creyó nadie. Marcela, después de unos meses lo siguió sin más explicaciones. Como era ella. Pero, también eran rumores, aunque es cierto que por muchos años, durante buena parte del período del presidente austero, no se supo de ninguno de los dos. Con el agregado de Marcela, las historias corrían como películas en cinemascope. Que los habían visto en Florencia de la mano y riendo a voces por las costaneras del Arno. En Río, de la mano también, por las playas de Copacabana y sin mirar a nadie. En Sevilla, en Marsella, en Ciudad de Méjico. ¡Dónde no los habían visto! Pero sobre todo en el sur, su amado sur. En Frutillar, Villarrica, Pucón. Siempre en escenas de película, en idilio costoso que todos se morían de envidia y juraban que era él, Belisario Concha, quién pagaba puntualmente las cuentas desde Santiago. También en ese tiempo se puso malo el gurú del Parque Forestal. Algunos de sus incondicionales debían darle apoyo mientras caminaba. Finalmente, tuvo que recluirse en su cuarto. Vivía solo y en extrema pobreza. Mireya Gómez y Pablo Etcheverry integraron el grupo que se hizo cargo en los últimos días del maestro de la nulidad universal. De la nada, nada se crea; el mundo se creó a partir de la nada; luego, el mundo es nada, ¡ja, ja, ja! Casi en los huesos, soportaba los dolores de su cáncer – como diría su discípulo predilecto – más por vasco que por budista… En los últimos días, pocos resistían contemplar la agonía. ¡Y había un hedor en el cuarto! Sólo Joaquín Albornoz y Rodrigo Alcántara que se turnaban sabían cómo hacer con las inyecciones y ponerlo en las posturas más estrambóticas sobre las almohadas. Sudaba frío, pero no movía un músculo. Mireya suspiraba, se le llenaban de lágrimas los hermosos ojos y quería rezar. Había un nimbo de gloria y pestilencia en el cuarto. “Así tenía que ser”, sentenciaba después Pablo Etcheverry. Murió sin decir una palabra. ¿Resentía la ausencia de Gabriel Araya? Soltó un suspiro largo echando fuera todo el cansancio de la vida. Tuvo una mirada intensa y adusta para Mireya que se asustó y corrió a llorar al patio. La cabeza se hundió en el pecho sobre la barba gris, sucia, sudorosa. ¿Dónde se encontraría Gabriel Araya? Belisario Concha juega con el cigarrillo sin encender entre los dedos. Un coche sale de uno de los garajes al costado del jardín. El de su hijo, que se despide del jardinero alzando el brazo. Belisario sonríe. ¡Su hijo! ¡Todo un hombre ya! Tiene muchos rasgos de Marcela, físicos sobretodo, pero ninguno suyo. Tampoco de Gabriel Araya. Por el carácter parece un nuevo don Amado Concha. Pero, hay un detalle: cuando reflexiona, se está masajeando el lóbulo de la oreja derecha entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. ¿No es concluyente? Bah, si es por eso, cuando está tendido en su cuarto escribe en el aire con una pluma invisible, lo que sólo puede venirle de un gen de Gabriel Araya. Marcela sabrá. ¡Pero basta ya! Él tiene que concentrarse en Joaquín Albornoz. ¿Cómo decía Elisa Bauzá? La pobre volvió al Pedagógico después de estar por años de años corrigiendo cuadernos en un colegio de monjas y aguantando la vida bohemia de Octavio Olavarría. “Hay

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recuerdos-constelaciones”, decía Elisa Bauzá, “algo ocurre que se graba con fuerza en la memoria y da lugar a un campo de gravitación”. En torno de un recuerdo así, se ponen a girar mil otros. Como esa tarde, cuando Gabriel Araya se hundió hasta las orejas a la salida del Pedagógico en una zanja llena de aguas fangosas, ¡ja, ja, ja, ja! Un enorme fresco de recuerdos. Macul otoñal. Bandadas de estudiantes salían de clases. Gabriel Araya trataba de agarrarse de los bordes gredosos. ¡El bueno para nada! Resbalaba y volvía a hundirse. Llegaron corriendo con Sergio Bahamondes y Belinda Ramos. El marxista-leninista se doblaba de risa y a punto de caer él también se agarraba de Pablo Etcheverry. Y los dos siguieran la suerte de Gabriel Araya dentro de la zanja si no fuera que Marcela sujetó a Pablo y él con Belinda sujetaron a Marcela. Fue la sola vez que Belisario tocó a Belinda, ¡pero de qué manera! Rodeándola con su brazo izquierdo por debajo de los senos. Sintió el calor, la vitalidad del cuerpo entero estrechado al suyo. Una descarga eléctrica, tal como las dibujaba Atilio Valenzuela en el pizarrón. ¡La lozanía, la carnalidad, el olor sensual de Belinda Ramos! 1951. Ese año fue, está seguro. Recuerdoconstelación si los hay. Belinda riendo estrechada a su cuerpo y sujetando por la falda a la enorme Marcela. Belisario con la mano derecha aferrando el brazo izquierdo de Marcela y con el izquierdo suyo rodeando con brusca firmeza el busto de una belleza morena que se agitaba deliciosa estrechada a su cuerpo. ¿Fue así? ¿Recuerda de verdad tanto detalle? Recuerdoconstelación, muchas cosas se fijan en la memoria por vínculo con ese recuerdo que se imprimió inolvidable, por el desquicio y el nuevo ajuste de todo. Belisario Concha amó a Marcela Köstner como muchos la amaron: de sólo ver su belleza, de sólo verla mirar y sonreír. Porque no quedaba más que amarla, por eso. Quería estar por siempre a sus pies adorándola. ¿Pero, era amor su adoración? Y siempre que se hacía esa pregunta le venía el recuerdo de esos segundos en que estrechó contra su pecho el cuerpo ardiente y palpitante de Belinda Ramos. ¿Y ella, qué sintió? ¡Qué iba a sentir! Sólo trataba de evitar que también Sergio cayera en esa zanja y quedara hecho un asco. ¿Sería cierto lo que decía Mireya Gómez, que Belinda Ramos era el sebo que empleaba Sergio Bahamondes para ganar votos y atraer bobos a la causa del proletariado? Pero… ¡eso sería una ruindad sin nombre! Belisario Concha, conociéndola tanto y por tantos años, ignora muchas cosas de Marcela Köstner. Parece increíble, pero es así. Por ejemplo, de sus aventuras sabe mucho, aunque la verdad es que no sabe nada. Ni siquiera sabe quién fue primero para Marcela, si Spengler o Nietzsche. ¿Llegó, ella también como todos los demás, al Pedagógico con su cosmovisión al día? ¿O le ocurrió como a Joaquín Albornoz que no llegó con nada y no más entrar dio de narices con la cultura de la indeterminación? Por eso le ocurrió lo que le ocurrió al pobre. A la entrada se le evaporó la cosmovisión que traía y se quedó sentado en el aire. Pero los otros no. El mismo Rodrigo Alcántara siguió adelante con su cosmovisión casi sin enmiendas por más que ascendiera a las “Alturas del Cóndor” tras las pantorrillas de Marcela Köstner. Gracias a ello no se puso a matar gente como los demás, aunque lo cierto es que dejaba que mataran. Hasta falsificaba certificados de autopsia, que no lo niegue. Pero, eso fue después… ¿Y no se aclaran las cosas de después por las de antes? ¿Cómo si no? ¿O es al revés? Esas preguntas son para Tironi, para Astaburuaga. “Como los cerdos ilustrados que son” diría Sergio Bahamondes. Si viviera todavía. De todos modos es cierto: algo tuvo que ver con lo que vino después el hecho de que antes aparecieran muchos como Joaquín Albornoz. Eso hay que reconocerlo. No hay que echarse tierra en los ojos. “Descerebrados”, decía Domingo Astaburuaga. “Gente inmadura”, sentenciaba su padre. “Imbéciles del milenio” gritó Tironi esa noche en casa de los Etcheverry. Y se refería justamente a Joaquín Albornoz.

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Belisario Concha se ha sentado en el viejo sillón de su padre, las piernas estiradas sobre una banqueta. Sigue sin fumar. ¿De dónde se originó ese brusco cambio de Marcela con respecto a Domingo Astaburuaga? ¿Qué ocurrió entre los dos? Cuando empezaron a venir de otras escuelas atraídos por la fama del maestro de los desgarramientos expresivos, Marcela Köstner llegó a extremos intolerables. Espantaba a la gente, que no se acercaran a ese señor Astaburuaga. – ¡Ese charlatán! ¡No tiene idea de nada! Reza con el rosario de los noes. Impotencias, ausencias, carencias. Belisario Concha recuerda que por ese tiempo comenzó a aparecer por su casa Antonio Rivera que pintaba horrores abstractos. ¡Era una pieza! Decía “¿Me permite?” y se zampaba la carne que su padre había dejado en el plato. Su padre lo celebraba riendo. – ¡Así se hace, bravo, no hay que perder nada! Por ese tiempo, Antonio Rivera no tenía noción de un tal Domingo Astaburuaga. Sin embargo, parecía seguro de lo que ocurría como si estuviera viéndolo desde el cielo. – ¿Dices que se pelearon? No queda más que una de dos: O ella no quiso acostarse con él o él no quiso acostarse con ella. No hay otra, mi amigo. Y le pegó un mordisco a una pera de agua chorreándose entero, poniéndose de pie de un salto, tosiendo y metiéndose la servilleta hasta por el ombligo. Ése era el animal y ése el recuerdo que no tiene nada de neblinoso y mucho de ofensivo, como cuando Sergio Bahamondes le dijo esa mañana en presencia de Belinda Ramos que movía la cabeza apiadada, que lo que él llamaba efecto de nirvana, Marx humildemente y si no le molestaba lo llamaba alienación. Esas cosas no se olvidan nunca más. – ¡Una de dos, no hay otra, mi amigo! Marcela decía: “Los valores son tema de límites; y los límites, tentación de traspaso”. Decía también: “Los grandes pueblos son custodios de límites”. ¡Una mujer así! Y esta bestia, esta basura de pintor que no emplearía para pintar la verja del garaje, sugiriendo… ¿Cómo llegó a meterse en su casa este animal? ¿No sería la misma Marcela la que lo sacó de algún lodazal como después sacó al ahora gordo y veterano de “Teng”? Nada de raro. Y no había forma de sacárselo de encima. Siempre a punto, justo cuando empezaban a servir el almuerzo. – ¡A los artistas…! Sí, no hay más que hacer. Seguir manteniéndolos en sus jaulas. Que chillen, que se llenen de piojos y hagan sus cochinadas sobre las zanahorias y las papas cocidas. “Los pueblos grandes son custodios de límites”. ¡Mujer extraordinaria! ¿Qué estará pensando ahora mientras pasea su perrazo por Las Tullerías? “Los pueblos grandes…” ¿Qué pensaba entonces cuando

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Cuba quiso cambiar los límites trayendo el incendio sobre Latinoamérica? Aquí no había límites que custodiar. Bastaba la embajada de Washington para vigilar el lugar de la indeterminación y el caos. – ¡Hay que irse de aquí, hay que irse! ¡Rusia quiso instalar sus misiles en Cuba y la que estalló! Los pueblos grandes no se andan con chicas. “¡América para los americanos y la selva para los macacos!” ¡Pobre Marcela! Los militares fusilaron a su adorado hermano y enloqueció y ya no vio más que traidores y asesinos por todas partes. Belisario sigue resistiendo la tentación de fumar. Juega con su encendedor que ya no usa. “Para Belisario Concha, de M. K., 5.10.58” Fue cuando la derecha después de “dos décadas de corrupción y seudodemocracia”, como decían a todos los vientos Tironi y el gran Astaburuaga, retomó el poder político, único que había perdido puesto que los otros siempre los tuvo. Se anunciaba un gobierno de gente profesional a las órdenes de un hombre igual de competente además de austero. Sergio Bahamondes desapareció por años de años. Vino a encontrarse con él hacia el último tiempo de la Revolución en Libertad, aquella noche, cuando el marxista-leninista embadurnaba las paredes con el nombre del “payaso de la burguesía” que el Partido Comunista llevaba como precandidato, lo que Belisario le refregó en su cara al pequeño Lenin chileno que le dio la espalda y para no verte nunca más.

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Belinda Ramos sólo amó a dos hombres en toda su vida. A Belisario Concha, ese parásito social bueno para nada, espigado y triste como un ángel de la melancolía, y a Joaquín Albornoz a pesar de todas sus inhibiciones, indeterminaciones y milenios pequeño-burgueses. Hasta piensa a veces que sólo amó a Joaquín, porque lo deseó no más verlo, con todo el cuerpo y con toda el alma. Y porque ahora está muerto. De sólo recordar ese encuentro en la sala silenciosa, desierta y a media luz le sube a la garganta el corazón. A los cincuenta años le tiembla igual el cuerpo de sólo recordar. Pero amó también a Belisario Concha. ¡Ah, cuánto lo amó! Por años de años. ¡Cómo no amarlo si era la figura exacta del príncipe que desde siempre soñó! Leyendo poesía, novelas de amor, viendo en su adolescencia películas románticas fue formando la imagen de su hombre ideal. Estúpida niñita de liceo pegando recortes en su álbum y anotando sueños en su diario. De pronto, una tarde, lo vio venir por los jardines del Pedagógico. No era la primera vez que lo veía, ¡qué iba a ser! Estaba hasta la coronilla de ese hijito de su papá chupasangre, educado en el Saint George, acunado con institutriz inglesa, criado con las papas de las mejores tetas proletarias. ¡Cómo lo detestaba! Esa tarde de Octubre de 1950 – está segura, aunque ya no llevaba diarios románticos, porque fue el año de su ingreso y los ciruelos perdían ya el manto rosado de sus flores – al levantar la vista del libro en que estudiaba lo vio venir hacia el banco en que estaba sentada, sofocado por el sol, respirando a medias, como si fuera a desmayarse en su falda. El corazón le dio un brinco y vio que era él, que lo había amado siempre y que no había remedio para esa enfermedad. Ahora mismo, no hace media hora, había estado ahí, sentado en ese viejo sofá. Elegante como siempre, pero casi un anciano. ¿Cuántos años entre ahora y entonces? Igual lo amaba. ¿Cómo no iba a amarlo? Igual callaba. Nunca saldría de sus labios que siempre lo amó. ¿Hay nada más absurdo? Amar, amar y seguir amando por toda la vida a dos hombres opuestos como el cielo y la tierra. No dejará nunca de amarlos, nunca. Y casarse con otro hombre que nunca amó. ¡Estúpido sinsentido! Belinda Ramos, echada atrás en el sillón, cruzada de piernas en su viejo estilo, alarga la mano por otro cigarrillo. ¡Este Belisario! ¡A quién se le ocurre! ¡Por qué no me deja tranquila! Venir ahora… ¿Hace cuántos, cuántos años? ¡Cómo se me pasó por la cabeza darle mi dirección! Él también. Como si fuera poco, como si no bastara. ¡Ah, qué ganas de descansar, de morir! Por años de años escribiendo cartas, golpeando puertas, aguardando en vestíbulos, en umbrales, sentada al frío de la noche en peldaños desnudos. Desde la madrugada, tiritando, espiando la llegada del oficial que sabe pero que no sabe, que cree recordar, sí déjeme ver, ¿cómo dijo? ¿Bahamondes? Sí, sí, había un Bahamondes… Sergio Bahamondes, sí… Hace años de eso… Veré si encuentro algo en mis papeles… ¿Para qué? Para que dos noches después apareciera un piquete por su casa registrándolo todo, preguntándole, a ella, por Sergio

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Bahamondes, que no se hiciera la gansa, que los creía tarados, que andaba contándola al revés, haciendo como que buscaba para esconder. Vamos ya, ¿dónde está su maridito, señora? ¿En Valparaíso, en Antofagasta, en Moscú recibiendo instrucciones? ¡Vamos, dónde! Si no es molestia, comuníquele que está entre nuestras prioridades. ¡Buenas noches y compórtese!… Ah, sí, y no ande molestando a nuestros oficiales jubilados. ¡Así lo hacían, los infelices! Entraban, salían, volvían a entrar. Trajinaban todo. Confiscaban. Así llamaban sus robos. Jugaban al gato y el ratón. Todas las cartas en la mano. Mataban como si no mataran, encogiéndose de hombros, asombrándose llenos de indignación. Pregunte en la otra esquina, escriba a la OEA, vaya a la ONU, pregúntele al Papa. ¡Los desgraciados! Animales sin alma. Y en la absoluta impunidad, sin nadie que diga una sílaba, todos muertos de miedo. ¿Don Domingo Astaburuaga, don Roberto Tironi, don Gabriel Araya, dónde están? ¡Los hijos de puta! El amor como detalle, ingrediente, de la pasión fáustica arrolladora. Ésa es de Astaburuaga que sigue cargándolas al presupuesto universitario. El amor como reencuentro y fusión feliz de finito e infinito. Ésa es de Tironi. Llegó mucho después, pero se pudrió mucho antes. ¡Bah, estaba podrido cuando llegó, nació podrido el miserable. La fusión de finito e infinito mientras matan a la vista de todos. Poniendo caritas cuando teníamos el poder y ahora pidiendo a gritos que nos maten. Belinda Ramos se pone de pie de la rabia que le viene y va a la cocinilla en el rincón del cuarto. Echa una cucharilla de Nescafé en un jarro. Ahora tararea golpeando con el pie. Mirándola desde el rincón opuesto, casi no se la distinguiría en la habitación en penumbras. ¡Qué buenamoza era Belinda Ramos! Ahora viste gruesas medias de lana, falda polleruda, también de lana, y chomba ceñida. Todavía despiertan deseos las caderas, el busto, los hombros. Si se vuelve para echar el azúcar en el jarro, vienen ganas de llevarla a la cama, tenderla y acariciarla. Tal como hacía Sergio Bahamondes, trémulo, muerto de miedo de que a la pobre le volvieran esos ataques de histeria y vómitos que seguían por meses, por años después de esas sesiones interminables de violación. Abril, 1957. Sergio Bahamondes en la Posta Pública, baleado. Belinda Ramos en ese subsuelo sórdido donde unos bebían, cantaban canciones mejicanas, discutían de fútbol mientras otros dos la sujetan de brazos y un tercero la penetraba jadeando, insultándola a gritos. Belinda Ramos vuelve a su desvencijado sillón sosteniendo el jarro de café a medias anonadada en el recuerdo. Enciende un cigarrillo. Despacha dos cajetillas al día. En los tiempos de la espera en los Tribunales, la Central de Detenidos Políticos y el Episcopado, llegaba a cuatro y hasta cinco. Se hunde en el sillón que cruje agudo. ¡Ja, ja, ja! Debió ofrecerle el sillón a Belisario, no el sofá. ¡Lo que parecía el pobre! ¡Si se hubiera visto en un espejo! Tan educado, tan elegante, tan adinerado… ¡y tan burro! No hallaba qué hacer con sus brazos y sus piernas. Más se veía arriba de un camello que sentado en un sofá. Burro, ¡adorable burro! Andaba por el Pedagógico siempre como perro en corral ajeno. Caballero de la cabeza a los pies. Complotaba con Sergio. Quería industrializar… ¿qué era? El efecto de halo, de nirvana, ¡qué sé yo! ¡Ja, ja, ja! Quería ajustarle tubos conductores en las mandíbulas a Gabriel Araya. Sergio se le reía en la cara… – Pero, si es cierto. ¿Que no ves? Mira, todos andan flotando. Mira a ese Marinovich, a ese otro, ¿cómo se llama? Esos dos que conversan con Marcela. Uno navega en el océano del Estado de Derecho, el otro no se quita la escafandra para no perder contacto con el Ser. ¿De qué te ríes, a ver, de qué te ríes?

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Sergio no podía aguantarse. ¿Cómo no era capaz de ver el animal que el efecto de nirvana se encontraba súper industrializado desde antes del Diluvio? – Por curas, masones y cuanto hijo de perra echó Dios al mundo. Buena cosa, compañerito Concha, descubrió el día Domingo, ¡ja, ja, ja! Belisario se ponía rojo, tartamudo. ¡Qué se creía el mestizo! – Tú… tú… también andas flotando tú… Y, por lo visto, como todos, sin idea. – ¿Quién? ¿Yo? ¡Lo único que faltaba! – Exacto, lo único que faltaba. Con la escafandra también para no perder contacto con el Reino de la Libertad, ¡ja, ja, ja, ja! Belinda sorbe el café. Amargo sobre amargo. ¡Esos otros dos! Vinieron de la Escuela de Derecho. ¿Año 55, 56? Vinieron juntos y no demoraron nada en sumarse a los nazis de esas “Alturas del Cóndor”. Andaban metidos en todas con sus “risitas omnicomprensivas” como decía Elisa Bauzá parodiando a Domingo Astaburuaga. El Estado de Derecho, piedra angular de la civilización. Esa era de Quintana que trataba de atracarle el bote a la Marcela Köstner y que ahora hace negocios millonarios con los americanos y la piedra angular. Decían que la valkiria del Calle-Calle lo aguantó por un tiempo. Y el tal Marinovich. ¿Qué pomada vendía? Cualquiera que se prestara para eliminar del mapa a los comunistas. Con esa facha de romano yugoslavo que adoptaba terminaba todos sus discursos carraspeando grave: “Con los socialistas, pase, con los comunistas ¡ni a misa!” Y las miradas que le lanzaba a Sergio. Si se le pone a tiro lo aplasta como una cucaracha. Después, cuando se sintió en su casa, al tanto de todo, entró en contacto con el grupo de Tomás Pineda y Karl Schlieman, el escapado nazi. Había preparado su archivo el yugoslavo. También Tironi había preparado su archivo. Cuentan que cada vez que agregaba un nombre a su lista el charlatán de la fusión de finito e infinito entraba a gachas en el confesionario de la primera iglesia que encontrara. “A mí me pesa, pésame, Señor…” Por su parte, Astaburuaga no toleraba la más leve alusión a esa especie de canalladas. Por lo menos, antes de la intervención militar. Después, los de Inteligencia mandaban a sus colaboradores de la alta academia para que lo sondearan. Salían de su casa flotando por el famoso efecto de halo. ¿Dijo náufragos o dijo prófugos? En ésas andaba también el burro de Belisario, sondeando a medio mundo. Quería saber si Marcela Köstner o Gabriel Araya tenían algo que ver. Sobre todo en el arresto de Sergio. A eso viene. Sí, al comienzo Gabriel Araya colaboró con los militares. Seguramente, Marcela Köstner también. Entonces, ¿no queda claro? ¿Porque estaban matando, no? Si colaboras con los que matan, matas también. Pero el prócer del nihilismo nirvánico no demoró en apartarse. Y Marcela Köstner no alcanzó a quemarse el meñique. Las cosas hay que decirlas como son. Y fue mucho después cuando hicieron desaparecer a Sergio. Belisario Concha no sabe que Rodrigo Alcántara también tuvo que ver. ¡Si le dijera! ¡Bah, no creería! Ahora es su médico de cabecera. ¡Si le contara la historia que urdieron todos, con Pineda, Marinovich y Octavio Olavarría a la cabeza para sacarse de encima trescientos cadáveres! Karl Schlieman y Maggie Silverstein operaban dentro de los aparatos de inteligencia como “advisers”. Tenían que sujetar a esa canalla que hociqueaba hecha una hiena por los pisos de la Escuela de Medicina, gritando que

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mejor rezaran, que ni siquiera habían empezado, que no habían eliminado ni el uno por ciento de los traidores. ¡Esa asesina! Fue la que señaló con el dedo a Joaquín Albornoz y sin que Rodrigo Alcántara dijera una sílaba. Habían rodeado todo el sector de Medicina. Los blindados se apostaron en todas las salidas. Joaquín corrió a un laboratorio, se puso una cotona y hundió la cabeza en un microscopio. Los soldados entraron a un tiempo por las dos puertas. Uno leyó la lista con voz de trueno. No volaba una mosca. – ¡…Joaquín Albornoz! Todos en ese laboratorio eran de derecha, pero ninguno abrió la boca. Entonces apareció en la entrada Maggie Silverstein en guerrera militar. Fue directa a Joaquín y apuntó con el índice. – ¡Éste es! Belinda deja que corran las lágrimas por sus mejillas ardientes. ¿Por quién llora? Por Joaquín y por Sergio. Por ella y por Belisario. En ellos estaba todo el amor. ¡Pobre Sergio! Siempre supo que ella amaba a Joaquín. No se resentía y le hacía bromas. Que andaba como una bruja destemplada a la busca de categorías para hechizar a Joaquín Albornoz; que lo tenía clavado con los alfileres astaburuáguicos de la indeterminación, la ausencia de interioridad y el sentido de lo trágico en el otro. No, no iba a sentir celos Sergio Bahamondes, no iba a caer en las tonteras irrelevantes de la pequeña burguesía. No, ella no amaba a Sergio. ¿Y la amaba a ella Joaquín Albornoz? No sabía qué hacer con sus sentimientos el muy idiota. Pontificaba. – Todo lo que merezca el nombre de amor se refiere a la atracción que siente la mujer. El hombre puede sentir patas arriba, patas abajo. Es la mujer quien decide qué genes va a aceptar. ¡Bruto! Más bruto que Sergio. Más inhumano que todo el materialismo junto. ¿Pero, quién iba a creerle? ¿Por qué entonces la rondaba? Tonto de Medicina como todos los tontos de Medicina. Tratando de impresionar con sus endocrinas y farmoquímicas. Todo se reduce a lo que ocurre en la sangre. ¿El amor? Cosquillas adrenalínicas. Un músculo crece, se calienta, se pone duro durísimo y aguarda el ¡adelante! de la damisela. ¿Aceptaría usted mis genes? Son de lo mejor que hay. ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Bruto, adorable bruto! Ni de la violación natural te enseñaron. Mucho menos de la violación política. ¡Ay, Dios del Cielo, los sádicos torturadores del generalescoba! Si ése no te desmayó, te meten otro. Y otro y otro y otro. Te dejan hecha un guiñapo de sangre, vómitos, orines, semen, tirada en el suelo de la celda. Pasan después, insultando. – ¿Y… te gustó? – ¡Así que universitaria la tonta! – ¡Prepárate para el cambio de guardia!

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– Viene uno que se la gasta. – ¡Te va a volar la lucha de clases, huevona! Todavía recuerda los rostros. Hasta en el Día del Juicio podría señalarlos. Uno por uno. ¡Bestias degeneradas! Con sus zarpas desgarraron para siempre el amor. 1957, otoño. Por años no se atrevió a pensar en Belisario Concha. Menos todavía en Joaquín Albornoz. No comenzaba la ilusión con ellos cuando venían las arcadas violentas. La sola idea de… con Belisario, con Joaquín la hacía correr al baño más cercano. A veces, leyendo el diario, escuchando la prensa, la más inocente asociación la obligaba a llevarse el pañuelo a la boca. Una portada de revista, una escena en el cine y ya estaba sudando frío. ¿Quién podría imaginar que fue Maggie Silverstein quien la curó de la náusea? Pero, eso fue años de años después. Belinda buscaba por los alrededores del Gabinete de Investigaciones, de la Fiscalía Militar, del Ministerio del Interior. Llevaba en el bolso algo mucho más contundente que “El Capital”. Desde su asiento en el bus miraba las esquinas, las aceras del centro. Más de una vez bajó corriendo, atropellando. ¡Ése era uno! Pero antes de enfrentarlo ya sabía que no. Después, mucho después, quién lo creyera, cuando por fin estuvo segura de ver a uno de sus violadores, cuando por fin tenía el poder para aplastarlo, se precipitaron sobre ella inmovilizándola, sus propios compañeros. No la dejaban decir una sílaba. ¿Estaba loca? ¿Qué se proponía? Habían transcurrido trece años. No, catorce. Habían quedado atrás la Ley Maldita, el general-escoba, el presidente austero, la Revolución en Libertad. Comenzaba el reino del socialismo, del humanismo, del gobierno del pueblo para el pueblo. El país cambiaba de rostro… ¿O era sólo de chaqueta? Las oficinas públicas estaban llenas hasta el techo de compañeros, camaradas, hermanos. Todos eran hermanos. ¿De dónde salían tantos? Rostros nunca vistos aparecían radiantes de hermandad tras los escritorios. Corazones abiertos de par en par y con sueldos excelentes. De cara al futuro todos, a la entrega total. ¡Pero, aguarda! ¿Quién es ése? ¿De dónde salió ése? ¡Uno de sus violadores en un cóctel en el Ministerio del Interior! Bastó una fracción de segundo y una fracción del rostro. ¡Uno de ellos, por fin! Pero ya se había dado cuenta él también, le volvía la espalda, desaparecía entre los demás. Belinda soltó a gritos una amenaza que igual no se oyó. Sus propios compañeros la rodeaban ahogándola. ¿Qué estaba haciendo? ¿Se había vuelto loca? ¿Que no recibió instrucción política? ¿Que no sabía nada de táctica, de condiciones objetivas? Pero quien puso la lápida fue Sergio, el mismo Sergio. Una lápida con sobre relieves de infantilismo, falta de responsabilidad, indisciplina, residuos de moralina pequeño-burguesa. Belinda Ramos estaba sin habla. Tú, Sergio Bahamondes, el padre de mis hijos. Pero Sergio Bahamondes no caía en vacilaciones sin sentido. Entonces menos que nunca. Primero que nada, lejos muy lejos primero que nada, la Revolución. – ¿Qué somos frente al futuro? ¡Una nonada! Millones incontables de seres en una sociedad mundial de libertad absoluta. ¡Por ellos luchamos! ¡Qué somos nosotros por comparación! ¡Nada, rotundamente nada! ¿Nuestros pequeños dramas? ¡Bah! Así era Sergio, de eso se las daba. También seguían en servicio activo los que lo balearon en 1957 y los que lo torturaron en 1967. ¿Y qué? Esa vez, la misma Maggie Silverstein y un agente de la CIA dirigieron la interrogación. ¿Y no seguía en su cargo esa loca fascista?

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Como si nada. ¿Quién iba a tocarla nunca? Nadie. Ni Sergio ni las condiciones objetivas. – Entiende, Belinda, nunca vas a terminar con tu resentimiento. Se trata de algo serio. La dialéctica… Belinda Ramos se levanta. Va al closet y descuelga su chaquetón. Tiene que leer el informe económico en la junta de vecinos. La reunión es dentro de media hora. ¡Maldita sea! Se sale de una para entrar en otra. Dialéctica de la pelotera. Aquí hay un compromiso. Claro, un compromiso. Los socialistas tienen el poder en la comuna. Pero no hacen nada, como siempre. Se reparten los cargos y a nosotros nos dejan el trabajo. Gentecilla sin conciencia, sin disciplina. Y se nos ríen en la cara. Mejor sería entenderse con los democristos. Los compañeros dicen no, de ninguna manera. – Si los socioslistos nos sacan la billetera, los democristos se llevan la casa entera. Además, además… Dialéctica, dialéctica. Hay una cuestión de principios, ¿no? Sí, ahora salen con la de los principios. Pero cuando te violan, cuando te asesinan al marido, ¿qué? Anda a pedirle socorro a los curas. Belinda sale por el portón de la casa. Los que le arriendan la cabaña al fondo están en el living viendo televisión. En la calle iluminada al frente por un farol de neón cinco o seis muchachos corren a gritos tras la pelota. Belinda dobla al llegar a la esquina y se echa a caminar hacia la Gran Avenida. “Lo que ocurre en este país es que no ocurre nada”. Ésa era de Pablo Etcheverry y Sergio asentía. “Muy cierto, nada es lo único que ocurre, ¡y eso!” Astaburuaga decía “no significar” y Belinda trataba de que Joaquín Albornoz, recién llegado, adquiriera el hábito de las categorías. Era la época de las cosmovisiones. Tironi decía “milenios”, riéndose y el alemán Schlieman trajo la “weltanschaung”. Marxismo, existencialismo, freudismo. Sí, y humanismo, neotomismo, neopositivismo. Hasta budismo. Y aquínocurrenadismo, ¡ja, ja, ja! Dobla en Gran Avenida, hacia el sur y sonríe recordando. – ¿De qué te ríes? Astaburuaga habla del no-significar. Échate a caminar por la gran metrópoli y muéstrame algo que signifique un comino. ¡Joaquín Albornoz! Esa noche cuando vinieron a contarle que Maggie Silverstein lo entregó sintió tan adentro, tan aguda la cuchillada.

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Los americanos pusieron su hombre en la luna y a un par de periodistas se les ocurrió entrevistar a Roberto Tironi que en ese entonces iniciaba su romance con Elisa Bauzá en una parcelita de La Reina. Era el hombre indicado. ¡De qué no hablaría! De mitos ancestrales, de los progresos asombrosos de la técnica y el futuro de la humanidad, de sus fantasías y ensueños infantiles con Julio Verne. Sí, podía valer la pena. Tironi se dio tono. Un acontecimiento más que extraordinario. Lleno de augurios, preñado de futuro. Proeza sin precedente. Un nuevo Colón, indudablemente, que abre para la humanidad las puertas del Universo. – Un gran acontecimiento, mis amigos, contemplado en el momento mismo en que se produce, simultáneamente, y por todos los habitantes del planeta. ¿No resulta palmario? Ello no sólo es una muestra más del progreso asombroso de la ciencia sino que evidencia al tiempo las posibilidades reales de la paz, la solidaridad y el entendimiento mundiales. ¡Vaya! ¡Ésa sí que era una! ¿Para dónde iba Tironi? De Elisa Bauzá no podía venirle. Astaburuaga, olvidado por los periodistas, no quiso comentar “tan enorme obviedad”. Pablo Etcheverry habló de “comentario de comentarios” y que no quedaba más que agregar. Sergio Bahamondes que no veía con buenos ojos “las últimas embestidas oportunistas del señor Tironi” se tuvo que tragar lo que pensaba por orden de partido. En “El Siglo” se habló del “perceptivo juicio del profesor Tironi sobre las implicaciones pacifistas del progreso tecnológico”. En esos días, Gabriel Araya andaba por Santiago en las de siempre: Llevarse a Marcela Köstner a Concepción. Aunque vuelto hacía años ya de su exilio prolongado y legendario, todavía se resistía a mezclarse en “asuntos aborígenes”. Los periodistas no lograron de él más que una sonrisa búdica que resultó muy televisiva acompañada de la frase “De todo hay en las viñas de Señor.” (sic) Quien se hizo algún eco de “las declaraciones del señor Tironi” fue nada menos que el mismo pobre hombre que no hacía mucho recibió en las narices una palta reina lanzada por el profesor y justamente por andar en la luna, molestando a la gente con sus milenios y paparruchas. Joaquín Albornoz envió una larga carta a Sergio Bahamondes que no sabía dónde meterla. ¿Tendrían un lugarcito en “El Siglo”? ¿Aunque… aunque… para qué meterse en tonteras? Mejor poner la carta en un sobre sin remitente y deslizarla bajo la puerta de “Punto Final”, ese pasquín ultra izquierdista financiado por La Habana. Para decir la verdad, algo de punto final traía la carta del “amor a primera vista” de Belinda. ¿Y si le daba el mensaje a ella?

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¡Diantre que era una buena carta! Mandada a la medida para sacudirle los huesos a un burócrata apoltronado. Denunciaba tanta doblez, tanta basura y canallada. Y en el momento preciso, cuando miles y miles andaban por corredores y oficinas clamando que eran náufragos, no prófugos. Ni que decir, el mismo Sergio Bahamondes leyendo las denuncias de Joaquín Albornoz se sentía un bandido de los peores. Hay muchas, infinitas maneras de pasar gato por liebre. ¿Qué había hecho el mentado Tironi durante la crisis de los misiles en Cuba? Vociferar a grito pelado sobre el expansionismo soviético, contra el belicismo de “los fanáticos del siglo XX”. Se las tenía todas guardadas al señor Tironi, que no se creyera. Eran los años de la austeridad y la autenticidad. ¡Qué de barbaridades y estupideces no propagaba por la prensa y la televisión ese señor Tironi! Se sentía seguro, disparaba a quemarropa. “Fanatismo historicista,” decía, “metafísicos del Circo de las Águilas Humanas, materialistas antediluvianos, párrocos sin sotana”. Así las soltaba. Charadas al por mayor, insulseces de almanaque. Llovían las aclamaciones. Que la lucha de clases no era ninguna clase de lucha, que la dictadura del proletariado no era más que el proletariado de la dictadura. Las revistas de la clase media siútica abrían sus páginas. “Aquí, don Robertito, escriba aquí, diga lo que quiera, ¡lo que quiera!” En los últimos tiempos, quizás qué cábalas hacía. Había cambiado mucho. Bueno, no mucho, pero había cambiado. No dejaba pasar hueco en sus artículos, entrevistas y conferencias sin meterle su cachito de “paz, entendimiento y solidaridad”. Era su tapaboca predilecto. Enteramente en la línea de Moscú. Tiempo después, ya a las puertas de la Revolución a Secas, Belinda Ramos encontró la carta de Joaquín Albornoz entre los libros de un estante. A medias escondida y olvidada. La puso en su bolso y se dedicó a leerla horas más tarde mientras almorzaba con Sergio en un enorme y oscuro restaurante en las vecindades del Estadio Nacional. Había una concentración al día siguiente y quedaba todavía mucho por hacer. Sergio la observaba mientras pinchaba con el tenedor sus betarragas en aceite. Belinda sabía muy bien qué estaba pensando. Los dos sabían. Mientras leía, dedos nerviosos repasaban las cuentas del collar. A ratos, no podía seguir. Miraba hacia el fondo de la sala, se estaba considerando y suspiraba. De pronto, clavó la mirada en Sergio con esa fiereza suya. Se veía y oía lo que decían esos ojos. ¡A qué inmundicia de oportunismo habían descendido! – ¿Cuánto tiempo hace de esta carta de la que no tenía idea? ¿No me consideraste a la altura? ¿Aquí hay preguntas de fondo, no te parece? Oye, oye que te leo. No van a enterrarnos mitad astutos mitad idiotas, ¿verdad? Y por favor no me vengas con la del tontito pequeñoburgués con la cabeza en las nubes. Escucha, aquí, este párrafo: Viene con dirección y apellido: No sé si vale para otras sociedades, sólo conozco la mía. Aquí, se va y se viene de un credo al otro y tan campantes. A vista y paciencia de todos. ¿Cuáles son tus razones? ¿A ti qué te importa? ¿Me meto yo en las tuyas? Cultura de la indeterminación. Aquí hasta los más tarados tienen su stock de cédulas de identidad. En el momento preciso, sacan la precisa. No hay quién los pille. O mejor, no hay quién los quiera pillar. Un desgraciado día te encuentras en la Posta Pública con tres balas en el cuerpo. ¿Quiénes fueron? Los mismos que marchan ahora contigo por la solidaridad y la paz mundial. Belinda resopla de rabia y de vergüenza. Aplica la rabia en la separación de la grasa del bistec. En casa de sus padres, no se habla más que de colesterol. Está de moda, como la

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minifalda, la marihuana y el topless. Su madre, con esa desvergüenza tan propia de las viejas locas, hace gimnasia en monokini, se queja del desabastecimiento y el mercado negro. Sólo come la clara del huevo y ha eliminado el azúcar del café. Dice que está in y no la deja comer tranquila. – ¡Belinda, niña, qué horror de pastel! ¡Si es pura crema! Sergio ha encendido un cigarrillo. Trata de pasar a otra cosa. ¡Bah, cartitas! Mejor dejar con sus cánticos a los románticos. – Pero, ¿qué esperaba de mí? ¿Por qué no mandó sus majaderías donde se debe? ¿Qué tengo que ver yo? Belinda se está mirándolo por un largo rato. Diciéndole muchas, muchas cosas sin

hablar.

– ¿Y dónde es eso? ¿Dónde tienen que ver? – Ni sé ni me importa. Mejor pasamos a nuestro asunto. Queda poco tiempo. – Si me hubiera escrito a mí… – ¡Ahí está! Te escribió a ti. ¿Cómo no me di cuenta? Yo era sólo el cartero. – ¡Ponte serio! Te escribió una carta que debiste responder, y no lo hiciste. – A la edad suya… – ¡No me vengas con las mismas! – Pero, ¡si esto es política! ¿Que no sabe el… el… lo que es política? – Lo serio es que el oportunismo nos ahoga. ¡Sí, sí! ¡Ya sé, ya sé! Todo lo que sirve a la revolución… – ¡Oye, tú!… – Es que debemos poner un límite. ¡Hay un límite! ¡En todo hay un límite! ¿Que no lo sabes, animal? En esos días, andaba muy irritable Belinda Ramos. Fue el tiempo del encontronazo con Maggie Silverstein. El escándalo llegó a la prensa y en su partido se habló abiertamente de

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someterla al Tribunal de Disciplina. Pero, por encima de todo, lo notable fue que en ese entrevero a maletazos y rasguñones con la Gorgona fue como si a Belinda la exorcizaran de todas sus fobias y náuseas sexuales. De pronto, se dio cuenta que se había desvanecido todo el asco. ¿No era para quedarse pensando y correr a preguntarle a Atilio Valenzuela, si viviera todavía? Sergio Bahamondes, paso a paso, iba transformándose en un tonto grave. Sólo miraba las cosas, así decía el petulante, con objetividad revolucionaria. ¿De dónde sacaría esa estupidez? Hasta echaba sus frases a la Tironi. “La política es un cálculo frío de cosas calientes”. ¡El idiota! “La política hace de la moral un sayo”. ¡El pedante! Cuando – como comenzaron a decir todos, la misma Maggie Silverstein en primer lugar – el pueblo tomó el poder, el estilo tironiano inesperadamente subió a las nubes. ¿Por qué sería? Hasta en las peluquerías de señoras la razón de la política era la política de la razón. Había que hacer reverencias tácticas a la cosmovisión fáustica de Domingo Astaburuaga, a la pintura abstracto-revolucionaria del señor Antonio Rivera recién vuelto de Paris vía La Habana. Había que tragarse el marxismo freudiano de Maggie Silverstein que cambiando de milenio subía a las alturas del poder popular. En la Embajada Cubana, donde no se perdía banquete, no terminaban de tomarle el rumbo a la Venus Gorgona. ¿Era marxista freudiana o freudiana marxista? Tironi imperaba en esos tiempos – que él mismo describió después, cuando entraron los militares y tuvo que retroceder a la carrera, como “revoltura popular”. Miraba fiero desde su cátedra. Nadie se atrevía con la solidaridad ni con la paz mundial. Las oficinas públicas se transformaban a vista de ojos en secretarías políticas o consultorios psiquiátricos. O casas de cita. Había tertulias chúcaras a la hora del té. Los sartreanos se peleaban con los althuserianos, los freudianos con los marcusianos. Nunca antes se vio población semejante en los edificios ministeriales. Las oficinas se dividían y las divisiones se volvían a dividir. Los pasillos se llenaban de escritorios. Los organigramas no cabían en las pizarras. Belinda por horas de horas esperaba que Sergio terminara con los papeles que traía del Ministerio. Comenzaba a clarear, pero el marxista-leninista seguía fumando y escribiendo. Soltaba un garabato. Pedía excusas. Rogaba por un cafecito todavía, por favor. Belinda le decía riendo que su bolígrafo más parecía alicate… A dónde irían a parar. Corto-circuito aquí, corto-circuito allá. En las paredes de las poblaciones seguía la pelea entre los moderados y los termocéfalos. Avanzar sin transar. No al infantilismo. Poder Popular. Consolidar.

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Disciplina y Vanguardia. Belinda, sosteniendo la cucharita colmada de Nescafé sonreía. Recién le habían contado una de Marcela Köstner. La valkiria del Calle-Calle volvía a su casa una madrugada con Belisario Concha y vio con grandes garrapatas de alquitrán en las paredes de la iglesia de San Francisco: “Pueblo, conciencia y fusil”. Por ese tiempo, asustada con los desórdenes callejeros, Marcela Köstner volaba entre Santiago y Concepción. Peor en Santiago que en Concepción, peor en Concepción que en Santiago. Entre Belisario Concha que se desvivía por el honor y Gabriel Araya que retomaba en el acto sus deberes de macho y sus lecturas en voz alta de los Upanishads a orillas de la laguna de San Pedro. ¡Ah, Marcela, Marcela, la muy grandísima sonriendo sus enigmas mientras tejía una chomba para su pequeño nadie sabía de quién! ¡La valkiria del Calle-Calle! ¡Quién le puso ese nombre? Seguro que Elisa Bauzá que nunca la tragó. La valkiria del Calle-Calle y la molécule licensieuse. Belisario Concha y Gabriel Araya, sus dos satélites rutilantes. ¿Quién iba a atreverse con ella? Razonaba que daba miedo. No había nada que oponer a la resolución de la diversidad en la unidad, sea bajo los castaños del Manquehue o bajo los abedules de la ciudad universitaria. Cuentan que después del “nirvana” se engarzaba en argumentos con Gabriel Araya que comenzaba en el aire con sus ejercicios de caligrafía. – Vuelas tan alto, que si en estos momentos entran y nos matan vas a caer bendiciendo las metralletas. – ¿Que no viste la Luger en el cajón de nuestro velador? Como dice Krishna, cuando hay que pelear, peleamos. – No entiendo nada. ¡Nada de nada! ¿Dónde está el control? – ¿El qué? – Ya te conté. En la Alameda, en ese horrible muro colonial de San Francisco decía “Pueblo, Conciencia y Fusil”. En letras grandes, sucias, llenas de amenaza. ¿Escrito en alquitrán, te das cuenta? – No me vas a decir que tú… ¡Pero, si son estupideces! – Ay, Gabriel, no me saques palabras… – Simplemente no puedo creer que te hagan impresión esos rebuznos. Si se trata de gentuza, de pobres infelices sin nada en el coco. – Pueblo, Conciencia y Fusil… ¡Cómo no lo ves! Si es lo mismo que dice Spengler… – ¿Spengler? ¡De dónde sales con eso! – Está todo, todo en esas tres palabras. Pueblo, Conciencia, Fusil.

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– ¿Qué es lo que está?… ¡Bah tú deliras! – Pueblo y Fusil… Sí… Pueblo y Fusil puede ser… sí… Pero, ¿Conciencia? ¿De dónde van a sacar la Conciencia? ¿De Astaburuaga, de Tironi? ¡No me hagan reír! ¿Y va a llegarles un sobre con la Conciencia desde Moscú? Sí, veo un pueblo, veo fusiles. Lo que no veo es conciencia… ¡Ah, mi amigo, esto va mal, muy mal! Aquí hay mucha gente que se deja arrastrar. – ¡Muy cierto! Por las tonteras, como las llamas tú. Las tonteras propias y las tonteras

ajenas.

– ¡Déjate de ironías! Esto va a terminar sólo Dios sabe dónde. Belinda Ramos sigue recordando acodada frente a Sergio que sigue garabateando sus instrucciones al dorso de hojas mimeografiadas. Combina mentalmente las anticipaciones de Marcela Köstner (Gabriel Araya se las contó a Belisario Concha, Belisario Concha se las contó a Sergio) con aquella carta de Joaquín Albornoz. – La verdad pura es que esto va de mal en peor. Se están coludiendo los nazis, los americanos y los militares. ¡Para dónde vamos! Sergio se está mirándola largos segundos. Se ve tan cansado. Hay preocupación y desconcierto en su mirada. ¿Están pensando los dos lo mismo, releyendo en sus cabezas la carta de Joaquín Albornoz? Los hechos están certificándola de día en día. El país de la indeterminación pura. Todo va disolviéndose al tiempo que se expande un rumor de peligro soterrado, inexorable. Nadie está seguro de quién es quién. Espías todos, provocadores todos, agentes de la CIA, traidores. Corría un chiste: Tironi y la Venus-Gorgona se encuentran en una casa de cambio. La Gorgona dice: “Mi dilema es: ¿Cambio mis rublos por dólares o mis dólares por rublos?” Tironi responde: “¡Qué extraordinario! El mío es justo al revés!” Se decía también que mientras Tironi trabajaba para la KGB, la Gorgona lo hacía para la CIA y que los fines de semana intercambiaban información. ¿Y los militares? Aquí la cosa ardía. Los garabatos iban y venían. Que eran unos gallinas. No, que se hacían los gallinas. Unos decían que el país estaba al borde del golpe militar. Otros, que el golpe se había dado ya y que si no creían miraran al presidente hundido entre ministros militares. Una noche, Sergio regresó tarde del trabajo y fue detenido dos veces en el trayecto. Primero, por carabineros, luego, por militares. Trataba de hacer chistes con sus aprensiones. Pero no le salía muy clara la risa. Algo comenzaba a oler muy mal. Que te detengan dos veces en la misma noche gente uniformada que te registra y trata como un bicho sospechoso… – ¿Sabes que el país se llenó de metafísicos? Hasta los pacos parecen preocupados por las grandes cuestiones. Te detienen con la metralleta apuntando a quemarropa y te preguntan quién eres, de dónde vienes y a dónde vas. ¿No es para Tironi? Después te ordenan que salgas del coche, las manos en el techo, las piernas separadas. Te hacen cosquillas entre las piernas. ¡Igual que en las de gángster!

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Belinda, sentada ante Sergio que suelta garabatos contra invisibles saboteadores que le atascan los papeles, quisiera volver sobre Joaquín Albornoz. ¡Lo amaba tanto! ¿En qué andará ahora? Sonríe pensando en las que le colgaría a los dos esa sucia de Maggie Silverstein. – Esa carta de Joaquín… ¿Cuánto tiempo hace? Sergio demora en responder. – ¡Joaquín?… Creía que… – No le respondiste… Podríamos tratar de hablar con él… – ¿Con ése? ¡Si estamos de termocéfalos hasta la coronilla! ¡Las cosas que se te ocurren! – No me dijiste nada de la carta… – ¡Vamos, déjate! Sé muy bien lo que sientes por él. Pero ésas son otras esferas. – ¿Qué sabes tú? Tú no tienes idea… – ¿Que no tengo idea? Pero, cómo puedes… ¿Por quién me tomas? Sé muy bien qué sentías por él. Y para que veas, sé muy bien lo que sentías por Belisario Concha. Belinda lo miró con la boca abierta. – ¿Qué… qué dices, tú? – ¡Pero, Belinda, somos mayorcitos ya! – ¡No tienes derecho, ningún derecho! – ¿Qué dices? ¡Si me enorgullece! Te quiero así como eres. ¡Qué digo! Te quiero porque eres así. Le falta mucho al mundo para que seamos libres. ¡A cuántas mujeres quise yo y vuelvo a querer no más verlas de nuevo! Oculté la carta de Joaquín para no darte más preocupación. Además… además… estas cosas las decide el partido, ¿no? Belinda separa dos partes en el discurso del señor Sergio Bahamondes. La primera, para un bolero. La otra, para darle una bofetada. – ¡Cuánta delicadeza! Ni que fuera la cocinera del vecino. – Belinda, mira…

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– Sigue con tus papeles mejor. Voy a acostarme. Sergio Bahamondes se queda dando golpecitos con el bolígrafo. ¡Maldita sea! Para los sujetos como Joaquín Albornoz hace tiempo que se estableció la regla y Belinda lo sabe. Gente inmadura. Proceder como si no existieran. Si se pasan de la raya, ¡a la cárcel con ellos! Y que agradezcan. Esta es la hora de la acción. Barrer con los obstáculos, vengan de donde vengan.

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Aunque nadie lo crea, cuando se produjo el bloqueo de Cuba, en el año 62, Sergio no tenía ni idea. Quizás en qué tareas andaría metido. Y muy bien pudo ser que en el fondo fondo de su fanatismo marxista-leninista paísitos como Cuba le importaran un bledo. Marcela Köstner y Gabriel Araya no fueron más allá de enviar un telegrama a Belisario Concha desde Frutillar. De ellos nada se sabía por cierto, pero el telegrama llegó y cabía suponer que mientras el mundo se encontraba a unas cuantas horas de la guerra nuclear, esos dos flotaban en bote por el Lago Llanquihue, Marcela leyendo en voz alta a Nietzsche y Hölderlin, mientras Gabriel escuchaba en éxtasis, inmóviles en el aire los remos, la mirada en el infinito. Belisario caminaba hecho un sonámbulo por la calle Moneda. Se ponía el sol y el cielo a sus espaldas enrojecía en sangre. Sergio caminaba en sentido contrario, por la acera opuesta. ¿Que no era Belisario Concha? ¡Y qué le ocurría que caminaba tan raro! ¿Le vendría un ataque de amnesia que no sabía de su alma? – ¡Belisario, Belisario! El aristócrata del efecto de halo y la dialéctica de las tonteras, se detuvo a medias mirando como si lo llamaran desde uno de los rascacielos o del cielo mismo. Sergio estaba cogiéndolo de un brazo. – ¡Belisario Concha! ¡Qué me dice, compañerito, cómo está! Entre los largos dedos del sonámbulo colgaba una hoja de papel. Miraba sin ver y Sergio se asustó. – ¡Pero, qué te pasa! ¿No me reconoces? Soy Sergio Bahamondes, ¿recuerdas? – Vaya, claro… Sergio… Ahora, le daba palmadas cariñosas en las mejillas. – ¿Me tomaste por náufrago? A ver, ¿qué papel es ése, un cable?

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Belisario dejó que el amigo tomara la hoja. – Lee, lee… – “Momento del poder stop momento histórico stop Marcela y Gabriel”. ¿Y esto, qué es? Los barcos soviéticos con su carga de cohetes nucleares se encontraban ya a mitad de camino de su viaje a Cuba. El ultimátum de Kennedy se haría efectivo dentro de unas horas. Sergio se encogió de hombros y echó a caminar con Belisario que sílaba a sílaba iba recobrando el habla. ¿De dónde salió este Sergio? ¿Cuántos años que no se veían? ¿Apareció por azar o hay que atribuirlo al determinismo histórico? Llegaron a calle Estado, doblaron hacia Alameda. Entraron en ese café, el mismo en que nadie hubiera creído que dentro de siete años Belinda Ramos y Maggie Silverstein se irían a las mechas por la tortura como fuente de trabajo de los psicólogos. Ahora eran Kroutshov y Kennedy los rosqueros. Kennedy rugía, Kroutshov desenfundaría en cualquier segundo. – ¡Esta mitad del mundo es mía! – Era tuya. – ¡Viejo idiota, no has visto un mapa en tu vida! – ¿Queeeé? ¿Te creís John Wayne? – ¡Desenfunda y vas a ver! –No, desenfunda tú, te doy la ventaja. Igual te voy a volar las huevas. – ¡Ja, ja! ¡Te vas a caer de culo sobre las tuyas! – ¡Desenfunda, gringo maricón! Momento del poder stop momento histórico. Belisario no terminaba de salir de la parálisis mental. – Estamos… estamos… a unas horas de… estamos… Como diría Tironi, le hervía en el cerebro la ideación. Y no había con quién hablar, nadie escuchaba. A nadie le importaba un pito lo que estaba ocurriendo. Dos imbéciles jugando a las patadas con el mundo. Dos imbéciles flotando en el Lago Llanquihue. Leyendo las idioteces de otros dos imbéciles. Momento del poder. ¡Par de idiotas! Cambiaba de humor a vista de ojos Belisario Concha. Con su qué de siniestro en la

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expresión, movía en arco el índice para que Sergio Bahamondes se acercara. Le susurró, casi silbándole en la oreja: – ¡Ahora se transa… se traaansa! Sergio Bahamondes respingó. ¿Le volvía el ataque? – ¿Perdón, qué dijiste? – En este mismo minuto. – ¿De qué estás hablando? Por lo visto, Belisario seguía balanceándose en la zona crepuscular. Cogía el lóbulo de su oreja derecha entre el pulgar y el índice de su mano izquierda y comenzaba a sobarlo suavemente. Otra vez Belisario. Echó un terrón de azúcar en el café. Lo dejó deslizarse con gran cuidado. Como si se tratara de un detonador nuclear. Sergio también volvía a ser Sergio examinando las piernas culos y tetas de las mozas morenas. ¡Ah, qué ganado, qué ganado! – ¿Has leído a Morris? – ¿A quién? – A Desmond Morris. ¿O es Edmond? Belisario no recordaba a ningún Morris, ni Edmond ni Desmond. – ¿Experto en bombas? – Bueno, en cierto sentido… Es un antropólogo. Tiene una teoría, sí, ¡bomba! Sobre los senos femeninos. Dice que evolucionaron como imitaciones de las nalgas. De manera que ahora las damiselas te atraen por delante y por detrás. ¿Qué te parece? En su forma ancestral, el coito es por atrás, mi amigo. La mujer se agacha y… ¡momento de poder! ¡Ja, ja, ja, ja! No, Belisario no sabía nada. Suciedades no. No había vuelta que darle con este Sergio. El simio lascivo de siempre con sus fijaciones infantiles y su culovisión. Para mandárselo a Maggie Silverstein. El aristócrata revolvía su café. Rumiaba aquelarres nucleares sin quitar la vista de la calle. El mundo santiaguino giraba de ida y vuelta como si nada. – Con una bomba de hidrógeno basta para Santiago. ¿Cuántas habrá dirigidas hacia nosotros? ¿Seis, doce? ¿Ninguna hacia Frutillar? De pronto se dio cuenta lúcida de la teoría de los

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senos que el marxista-leninista exponía hecho una pascua y como si el enfrentamiento nuclear de soviéticos y americanos fuera una película de dibujos animados. ¿Había oído bien? ¿Era Sergio quien había hablado? Lo miró como si no lo hubiera visto nunca. ¿Habrá terminado por convertirse en un bruto entero? Recuerda esos meses de la muerte de Stalin. Fue como un mazazo en toda la cabeza. El hombre desapareció como si fuera un Gabriel Araya. Tres años después, el nuevo líder soviético (este mimo animal de Kroutshov que ahora venía a Cuba con sus bombas) hizo papita con el papito Stalin trasformándolo en el monstruo del siglo. Fue el segundo mazazo, mucho más devastador que el primero. ¿Se habrá vuelto un completo imbécil por eso? Uno nunca sabe con estos fanáticos. Por ejemplo, con ese Tironi, que es otro. Y con la misma Marcela. Ahora, aparecía otro que trataba de instalar misiles de cabeza nuclear a noventa millas de los Estados Unidos. ¿Fanático o idiota? ¡Bah, da lo mismo! Estamos al borde de la hecatombe nuclear y ¿de qué habla este animal? ¿De la crisis cubana? ¡Noo! ¿No estará informado desde Moscú? ¿No se tratará más que de aserrucharle el piso a Fidel Castro? Habla de tetas y culos. Y se relame mirando a las mozas. ¡No puede ser! – ¿Te haces una idea de lo que se está transando? – ¡Transando! ¿Qué se va a transar? ¡Déjate de tonteras! – Déjate tú de tus fijaciones anales y ponte a pensar no sea más que dos segundos. ¿Escuchas? ¿Escuchas cómo transan? – ¡Te digo que no se transa nada! – ¿Nada? ¿Seguro que nada? – ¡Nada de nada! – No tienes una pizca de idea. – ¿Y tú? – ¡Tampoco! Como dice Astaburuaga, no significamos nada. ¡Qué vamos a saber! ¿Pero… esto, eh? Belisario se da golpecitos en la sien. Con expresión de zorro astuto, sube y baja, sube y baja las cejas. Sergio piensa que le vuelve de nuevo. – ¿Te has puesto a pensar alguna vez en el cerebro? Quiero decir, a pensar en serio. ¡Lo que faltaba! Ahora la va a tomar con el cerebro. En el Pedagógico le venía cada cierto tiempo.

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– Justo ahora estaba pensando… – ¡Déjate de idioteces! Sergio Bahamondes se echó atrás. Ése no era Belisario Concha. – Funciona que parece cosa mística. Se pone a pensar en sí mismo. Se investiga a sí mismo. Extrae otro cerebro de un cráneo. Lo corta en lonjas como si fuera un salame y va estudiándose a sí mismo lonja a lonja en el microscopio. De cerebro a cerebro. Nada hay que se conozca a sí mismo como el cerebro. Valenzuela decía… ¿Te acuerdas de Atilio Valenzuela? Sergio miraba de soslayo hacia las mesas vecinas. – Sí, claro. – ¡Qué pena que muriera! – Sí, una pérdida. – ¡Una gran pérdida! – Sí, cierto. – ¿Te has dado a pensar en la cantidad de cerebros que se producen día a día? – Millones, supongo. – Millones, sí. Déjame que te explique mientras te sirves el café. – Sí, pero… ¿Qué sabes tú del cerebro? – Lo que me enseñó Atilio Valenzuela. – ¡Lucidos estamos! A mí me enseñó lo mismo y es como si no supiera nada. – Déjame que te hable de una angustia que me viene a veces. Hoy sobre todo. – ¡Pero, si no va a ocurrir nada! – ¡Dios te oiga! Entonces, déjame que te hable de algo que ocurrió.

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– Y si lo dejamos para otra ocasión. Tú sabes. Para cuando estés más tranquilo. – Quiero decir de guerras y desastres. Cataclismos, terremotos, inundaciones. Millones y millones de seres humanos, muertos todos… – Sí, sí, pero no hay que agitarse. ¿Qué me dices de un poco de coñac en el café? ¡Queda de perlas! – ¡…con qué desprecio y atropello! De lo que somos, quiero decir. Y muy en especial del cerebro que todos llevamos dentro del cráneo. Sergio se movía nervioso. ¿Se oiría desde las mesas vecinas? Parece que retumbaba en todo el café. Hasta la señora de la caja junto a la puerta de salida miraba con alarma. – Sí claro. – Cada quien lleva un cerebro dentro del cráneo. – Eso espero… – ¡Te dije que te dejaras de idioteces! – ¡Perdón, en serio, perdón! – No creo que haya en todo el Universo prodigio igual de ingeniería. Todo lo que ha inventado el hombre en la historia entera de las técnicas, desde el reloj hasta la computadora, desde la pólvora a la bomba… Sergio intercalaba cada cierto tiempo sus “Sí, claro”. ¿Cuándo terminaría? – ¡… obra tan delicada, construcción infinitamente compleja hecha para conocer, para comprender, para tener conciencia de sí misma, milagro inefable!… – Sí, claro. – Y mira, mira, montones de cadáveres pudriéndose. Con cada uno, un cerebro se pudre. ¿Te das cuenta? Dentro de cada estuche craneal un cerebro, una joya de joyas. Desparramados en trincheras, en fosas, en mazmorras, barrancos, lodazales. ¡Millones y millones! Había levantado tanto la voz que no había uno que no mirara. ¿De dónde salió este loco? ¡De qué estupideces habla! ¡Cómo no le dicen que se vaya con sus cerebros donde se los frían!

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– ¡Pero, mira, mira! – ¡Sí, claro! ¡Señorita, la cuenta por favor! – ¡…y siguen engendrando más y más cerebros! ¡No es una ofensa! ¿No es un horror? – Sí, claro. – ¡Cerebros y cerebros y cerebros! ¡Millones y millones y millones! Para que los exterminemos y echemos a podrir. ¿Comprendes, comprendes? Como si fueran la cizaña de los prados, como si producirlos fuera una nimiedad y hasta un fastidio en los jardines del Universo. ¡Ay, qué vas a comprender tú con tus culos y tus tetas! Lo sacó del café a medias sollozando y haciendo reverencias de excusa hacia izquierda y derecha. “Lo que sí es claro”, decía después a Belinda Ramos, “es que a nuestro amigo se le están corriendo las tejas”. Belinda se interesó sin ocultarlo. ¿Qué ocurría? – Le llegó un telegrama de esos dos, la del milenio alemán y el del milenio hindú. ¿Te acuerdas? – ¿Y qué decía el telegrama? – Algo como “momento del poder, momento histórico”. Por el bloqueo de los americanos. ¿Qué te parece? ¡Estos burgueses! ¡Estos buenos para nada! Flotando los niños por los lagos del sur. Dándole a las ostras y las langostas con pipeño y enviando telegramas para el mundo. Belinda quería saber qué se transaba, qué quería decir Belisario. Sergio le contó lo de los cerebros pudriéndose. – ¡No, no hay nada que hacer! Se le están corriendo las tejas. Dice que los cerebros humanos son perlas arrojadas a los chiqueros del mundo. ¡Figúrate! – ¿Pero, qué es lo que se transa? – ¡Avanzar sin transar, ja, ja, ja! – ¡Déjate de idioteces! – Mira tú, lo mismo me dice él, que me deje de idioteces. Es que los Castro’s boys se me enredan en el discurso. Avanzar sin transar, aquí. ¡Pero, mira en Cuba! ¡Los patudos! – Bueno, ¿y?

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– Belisario… Ya te dije cómo anda. Se da golpecitos en la sien, hace morisquetas. “Se transa”, dice, “¡se traaansa!” Zonas de influencia, países, continentes. Anda con el mundo en el bolsillo del chaleco. Da unas miradas de salir arrancando. ¡Está más loco! “¡Se transa, ahora mismo se traaansa!” Y yo le digo: “¿Bueno y qué?” Se queda mirándome como si el idiota fuera yo y va y me dice: “No te das cuenta, no te alcanza para darte cuenta? En este mismo momento es más que seguro que te están transando a ti con todo tu partido y tus alternativas revolucionarias”. Así está nuestro viejo compañero de universidad. ¿Viste nunca paranoico igual? Y va suelto por la calle. Eso fue en 1962. Ahora, nueve años después, Belinda mira sin ver los papeles que pasan de un montón a otro entre las manos morenas de Sergio Bahamondes. No, ella no olvidó al paranoico Belisario Concha. ¿Cómo olvidarlo cuando comenzaron a caer en manos militares, primero Brasil, luego Bolivia, Perú, Uruguay? Marcela Köstner no sólo hablaba de límites y de pueblos custodios de límites. Sabía leer a su Spengler. De él aprendió a discernir “los hechos preñados de futuro” de “las tonteras que carecían de trascendencia”. No se cansaba nunca de citar a su maestro: “Son poquísimos los hombres que ven más allá de sus narices y parece que es mejor así”. Estas cosas decía Marcela sin darse cuenta de que Belisario Concha, su marido de acuerdo a la ley, veía mucho más allá.

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Aníbal Quintana y Esteban Marinovich, gracias al apoyo de Marcela Köstner, instalaron sus oficinas en un moderno edificio de la Calle Huérfanos propiedad de la madre de Belisario Concha. Cuando se consideraron las condiciones de arriendo, Marcela procedió como si fuera la dueña. Que no se preocuparan, ya hablarían cuando tuvieran con qué pagar. Si no se hubiera encontrado dictando clases en Concepción por ese tiempo, Gabriel Araya les hubiera puesto la proa. No le gustaba nada ese petimetre de Quintana. Y menos el zalamero señor Marinovich. En cuanto al virtual dueño del edificio, Belisario Concha, no dijo nada. Casado con Marcela Köstner desde hacía años, nunca se opuso a nada que emprendiera en el terreno material. Se conformó con poner en claro que dentro de seis meses se firmaría el contrato de arriendo. Uno a uno, Quintana fue trayendo los primeros clientes. Culto y caballero, tranquilo y seguro, custodio incorruptible del Estado de Derecho, no demoró en adquirir una selecta clientela. Después de algún tiempo, en los comienzos auspiciosos y temibles – según fuera el ángulo – de la Revolución en Libertad, Esteban Marinovich tomó el comando. Casi sin que se notara. Tenía su bola de cristal y eran tiempos para estas cosas. Poco a poco, expandía sus discursos. Nunca le faltaba un comentario político que insertar aquí o allá. Un sesudo y muy informado artículo del “Finantial Time”, una encuesta recién aparecida en “The Economist”, una entrevista en “New Stateman”. Le entusiasmaba la elaboración de “paralelos” y siempre abundaba en “obvias implicaciones”. A veces, al llegar al estudio a las diez de la mañana como era su costumbre, Aníbal Quintana pensaba que se había equivocado de puerta. Respetables señores de la industria y el comercio atendían sentados en semicírculo y hasta en doble hilera ante el amplio escritorio de don Esteban Marinovich. El gigante yugoslavo, vestido en impecable traje inglés, sonreía radiante. Era un modelo de cortesía y delicadeza. Asentía a todo y se explayaba a sus anchas. – ¡Meridiano, palmario, una implicación obvia! Y si me permite agregar… Aníbal Quintana, sonriendo por fuera a los millonarios clientes y por dentro a los gambitos retóricos de su colega, desaparecía en puntillas. Finalmente, Esteban Marinovich se levantaba y un coro de viejos hechos unos niños lo rodeaban palmoteándolo. – Hay que resistir, hay que aguantarse por unos años. Dos, tres a lo más. Esta gente depende del apoyo de los trabajadores. Ya se cansarán éstos de su demagogia. Créanme. Qué tienen para darles. Leyes, reformas en el papel. Y cuando pierdan el apoyo popular, ¿en qué

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van a apoyarse? ¡Ahí los quiero ver! No tienen idea de lo que se piensa en los cuarteles… El grupo se interesaba infinitamente más cuando se trataban asuntos económicos. ¡Ahí estaba la cosa! – ¡No crea, don Esteban! Viene la reforma agraria, viene la chilenización del cobre. Ya nos tienen en la batea. Esteban Marinovich sonríe palmario. ¡Sí, sí, muy cierto! La economía es la cosa, sí. Pero, hagamos el supuesto y examinemos las obvias implicaciones de su política económica. – ¿Qué pasa con el cobre? Las implicaciones son obvias. Si suben los salarios, aumentan los costos de producción y ya estamos en desmedro en el mercado internacional. ¿Y qué me dicen de las nuevas técnicas de extracción? ¿Vamos a competir en esto con los gringos? De la reforma agraria, mejor no hablemos. Por ahí no hay camino, mis señores. Ya se está viendo. Maquinarias, semillas, viviendas para los asentados. ¿Dónde está la plata, me dicen? ¡Pero, si ya estamos viviendo las obvias implicaciones! Se malogran las cosechas, se abandonan las tierras. ¡Se están comiendo los animales! Linda fiesta. Ya se está instalando el mercado negro. ¡Ja, ja, ja! Yo no tengo nada contra las utopías. ¡Son tan lindas de ver! ¡Pero, métanse con la gente! Sin contar el bloqueo. ¿Ven a los cubanos? Hagan el paralelo, no cuesta nada. Estos señores creen que los gringos son de las chacras. ¡Las cosas! ¡Ya los van a ver a los gringos! Dicen que van a gobernar treinta años. Y yo les digo que den gracias si aguantan los seis. Los viejos corrían por el pasillo tras el nuevo líder. – Bravo, don Esteban, bravo, bravo. “Quintana y Marinovich, Abogados” tenían un sueño dorado. Antonio Rivera decía “dolarado”. Trataban por todos los medios de conseguir la representación de los intereses yanquis ante la arremetida expropiadora del gobierno de la Revolución en Libertad. Ahí sí que lloverían los verdes. Al tanto de la enorme influencia de “Industrias del Acero S. A.”, los abogados comenzaron por frecuentar la casa de don Amado Concha. Al poco tiempo se los sabían allí de memoria. Por ese entonces, Belisario Concha vivía en armonía trinitaria con su Marcela y Gabriel Araya que habían vuelto hacia el final del gobierno de la austeridad de su larga, romántica y también legendaria peregrinación por el mundo. Muchas tonteras habían quedado atrás. Marcela Köstner vivía con su esposo lo más del tiempo. Gabriel Araya había abandonado sus “Upanishads”. Con decir que ni de Nietzsche se acordaba. Los sábados hacia el mediodía, don Amado Concha sentado a la sombra de los tilos entre que leía y cabeceaba. Hasta allá llegaban Quintana y Marinovich llenos de saludos y preguntas por la salud del caballero. Los recibía como “emisarios de las altas esferas descendidos a su humilde rincón”. Quería saber cómo les iba, en qué juicios trabajaban, si

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estaban hasta los tobillos o hasta el cuello, ¡ja, ja, ja! Los abogados le seguían el humor encantados. ¡Las teclas que podía tocar el “Rey del Acero” con sólo alargar los dedos! Belisario y Marcela bajaban de sus habitaciones y se sumaban a la charla. Sin falta, cuando la mesa estaba servida, aparecía Antonio Rivera con sus risitas de sátiro y sus cortesanas reverencias a don Amado, acercándose sin mucho disimulo a la ponchera. Engordaba como un cerdo el pintor. Pero, al parecer orgulloso de sus jamones, llevaba los pantalones muy ajustados. Marcela Köstner no le tenía simpatía, aunque, cosa extraordinaria en la valkiria del Calle-Calle, nunca lo daba siquiera a entender. ¡Si le hubiera contado Belisario aquella salida del gordo pintor cuando al oír que no se podía ver con Domingo Astaburuaga preguntó cuál de los dos no quiso acostarse con el otro! Había dicho esto el cerdo cuando no tenía mucha idea de Marcela y mucho menos de Astaburuaga. Recordando esta salida, Belisario estuvo muchas veces por sacarlo a patadas de su casa. Pero, no sabía. Algo había en el bicho que divertía a Marcela. ¡Si la pobre supiera! Pues, sí, sabía. Sonrió moviendo la cabeza cuando se lo contó Gabriel Araya, a quien se lo contó riendo Pablo Etcheverry, a quien se lo contó el mismo Belisario como prueba de que la famosa amoralidad de los artistas no recibía el nombre apropiado. – ¿O vamos a sostener que los cerdos son amorales? Antonio Rivera, que ni por todos los Belisarios del mundo iba a dejar de ser lo que era, no mordía presa ni chupaba hueso sin repasar haciéndose el distraído la “senaduría” de Marcela Köstner. Así llamaba lo que Sergio Bahamondes, de acuerdo a su maestro Desmond Morris, llamaba “culo anterior”. Después de preñada y parida, así se expresaba el animal, más senadora que nunca se veía la valkiria del Calle-Calle. En estos pases de reojo del pintor abstracto, Belisario Concha más que nada parecía divertirse. ¡Pero, Aníbal Quintana! Tenía que agarrar firme la fuente de la ensalada para que no se le fuera volando a la cabeza del rufián. ¿Qué se creía ese desvergonzado? ¿Quién lo invitó? Qué bien estuvo Esteban Marinovich cuando Belisario Concha le presentó. – ¡Mucho gusto! Antonio Rivera, pintor. – ¿Pintor? ¿Y se podría saber qué monos pinta? ¡Ja, ja, ja! Marcela casi se cayó de la silla. Belisario enrojeció. Tenía sentido. ¿Qué monos pintaba? ¿Venía a casa nada más que a matar el hambre? La verdad que de comer, comía. ¿No sería que Marcela…? ¡No, qué idea más descabellada! ¿Marcela con ese gordo? ¡Ah, Marcela Köstner, Marcela Köstner! Dueña y señora de sus antojos. Los alternaba entre Santiago y Concepción a la vista de todos ¿y qué? Si no les parecía no tenían más que tragársela. ¿Que ni ella misma sabía quién era el padre de su hijo? ¡Bah, así hasta el mismo Aníbal Quintana podía fantasear que era suyo! Sólo habían estado juntos una vez. Una noche de amor y luna llena en la mansión veraniega de los Concha en Santo Domingo. ¡Y ahí estaba! Un varoncito a los nueve meses más o menos. ¿No era un indicio? Más todavía, considerando los años de oportunidad que tuvieron los otros sin ningún resultado.

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Ahora mismo, mientras Aníbal Quintana, rojo todavía, acuchillaba el filete como si fuera Antonio Rivera, Marcela lo miraba sonriendo. ¿Caprichos? ¿De qué están hablando? ¿Son caprichos los espermatozoides? Aníbal Quintana estaba tan bien pintado como el que más. Ahora levantaba los hombros. Él, Aníbal Quintana, prestigioso abogado, podía medirse con el que fuera, discutir doctrinas a destajo, libros a granel, rastrear las tendencias filosóficas contemporáneas, examinar, analizar, ponderar de derecha a izquierda, seguir las implicaciones y requiebros de una idea tan bien como ese mentado Gabriel Araya o mejor que ese tal Roberto Tironi. La cosmovisión (la ideología como decía él con el adjunto inseparable del “crepúsculo de las ideologías”) del señor Astaburuaga la tenía sabida, requetesabida y archivada. La cosmovisión de ese señor – Marcela Köstner había separado los labios mirándolo curiosa cuando lo dijo a gritos en el Parque Forestal y seguro que de allí resultó lo que resultó esa noche de amor y luna llena en Santo Domingo – no era ninguna cosmovisión. ¡Qué iba a ser! No se trataba más que de una mezquina, personal y caótica ensalada introspectiva. Eso es, y vayan a decirle que lo digo yo. – Toda esa fenomenología de la no-convivencia, del no-vínculo, toda esa monserga de la incapacidad de prójimo, todo ese derrame y difusión interior, esa ambigüedad axiológica, ausencia de los otros, colapso de la comunicación, cultura de la indeterminación, soledad, impotencia, nostalgia de absoluto y de etcétera, etcétera, etcétera no son más que cardos y correhuelas archisabidas en el yermo de la psicología chilena, empanadas cocinadas a la que sale, charquicán chancado entre Pirihueico y Panguipulli. Y en cuanto al impacto de estas zarandajas en la gente que asistía a sus charlatanerías, se explicaba por un hecho muy simple. – Se trata de pomposos diletantes buenos para nada. Tal como él… Ahí está toda la explicación: Astaburuaga dictando en un jardín infantil de Astaburuaguitos. Marcela Köstner no pudo evitar la carcajada. Le salía del alma. Literalmente, Aníbal Quintana cambió de estatura de una parrafada. Justo en el blanco: ¡a patadas con Astaburuaga ante la Minerva del grupo! Belisario, aunque no iba a ponerle la firma a ninguna de sus idioteces, empezó a mirarlo con más cuidado. No fuera más que por si el sujeto estaba loco. Roberto Tironi empezó a no mirarlo en absoluto por muy diputado de los americanos que se le viera venir. En cuanto a Gabriel Araya, lo miraba, pero sin verlo. En cuanto a Esteban Marinovich, consideraba un honor caminar a su lado. Bueno, no estaba mal para empezar. Ya lo verían todos en su verdadero porte. Lo verían sin falta cuando, Dios y don Amado mediante, “Quintana y Marinovich, Abogados” comenzara a navegar por aguas internacionales. Aguas procelosas también, porque era grande la que venía. No se necesitaba la bola de cristal de Esteban Marinovich para adivinarlo. La congruencia programática entre comunistas y demócrata cristianos en los inicios de la campaña presidencial del año setenta ponía los pelos de punta. Pablo Etcheverry y Mireya Gómez andaban del brazo por el centro con Sergio Bahamondes y Belinda Ramos. ¿Quién lo hubiera creído nunca? Sólo faltaba que cantaran en cuarteto la “Internacional”. Para nadie eran ya un secreto las bodas místicas de Roberto Tironi con Carlos Marx vía Vaticano. El hombre aparecía con su Elisa Bauzá en todos los mítines populares. Desde “Alturas del Cóndor”, que

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para ese entonces se había transformado en “Patria y Progreso”, Octavio Olavarría enviaba a sus agentes con la grabadora a punto. Entraban en sus archivos hasta las pisadas del criptocomunista Tironi. Sí, no había que ser ningún brujo. Venía grande. Sergio Bahamondes y Gabriela González se encontraban en las mismas murallas pintando sus consignas. La mujer de Domingo Astaburuaga había descubierto de una tirada la segunda juventud, el hombre integral y la liberación femenina. Andaba hecha una hippie con blue jeans parchados, blusa floreada anudada sobre el ombligo, aros gitanos que le llegaban a los hombros. Gritaba que no había primera sin segunda, escribía versos desde las tetas para abajo y alquitranaba recaditos revolucionarios para el arzobispo en las mismas puertas de la Catedral.

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Hay que decir la verdad: Maggie Silverstein no era tan biforme como pretendían las malas lenguas con el mote “Venus-Gorgona”. Los militares que asistían a sus clases en el Instituto de Inteligencia la miraban en la cara y se sentían complacidos. Don de mando, sin duda, don de mando. El cuerpo lo dejaban para relamerse cuando la dama freudiana se volvía a la pizarra ofreciéndolo a discreción mientras se empinaba trazando sus curvas psicométricas con variables como el deseo y el temor, la ansiedad y el ataque. Encantaba a la audiencia. Tenía la frente amplia Maggie Silverstein, la nariz regular, los pómulos acusados y el mentón anguloso. Los ojos zarcos, siempre ardientes y despiertos. Los labios firmes, recerrados, pero generosos cuando se relajaba y sonreía. Lo malo tenía que ver con esa expresión suya, con la forma de su ácido desgarramiento interior, como diría Mireya Gómez que, con todo lo que estaba sucediendo ya no estaba muy segura de los desgarramientos suyos. “A Maggie Silverstein”, comentaba la pequeña Lulú con el asentimiento un tantín dubitativo de Pablo Etcheverry, Roberto Tironi y Elisa Bauzá, “se le metió entre ceja y ceja esta cuestión de la tortura como medio de investigación, como recurso en la búsqueda de la verdad… ¡Sí, la verdad! Allí está su desgarramiento y por favor no se rían. ¿Saben? Dicta sus conferencias con la “Retórica” de Aristóteles en mano. Tienen que escuchar lo que dice sobre tortura y poesía… ¡Pero, si es en serio! La vida toda del poeta es tortura. ¿O no? Afloran a la garganta del alma torturada, en chorros, a borbotones los versos del dolor y el desgarramiento. ¡No se rían, por favor, no se rían! Tienen que escucharla primero. La muerte y la verdad; Kierkegaard y Heidegger. ¡Tienen que oírla, tienen que oírla! Tienen que oír cómo, sin que haya necesidad de apremiarlos, confiesan sus crímenes, revelan la verdad y abominan de sus miserias, hombres y mujeres ante el cadáver del ser amado. El dolor desgarra, saca todo a luz. ¿No es una obviedad palmaria? ¿Quién va a negar que la tortura se presta mejor que nada para sacar las cosas del olvido? ¡Y esperen! Cuando les digo que la tortura se le metió entre ceja y ceja a Maggie Silverstein no piensen que es figura. Se le metió de verdad. Su rostro retorcido, medusiano, expresa la tortura in propria persona. ¡No se rían, no se rían! ¡Estas cosas no son para reírse!” En una canalla así, paso con paso y casi sin darse cuenta, se estaba transformando Mireya Gómez. Después de tales discursos, a la sombra del enorme parrón de los TironiBauzá, se aplicaba a su entrada de espárragos con mayonesa como si nada. Y no sólo bajo el parrón. Donde se prestara volvía y volvía sobre la verdad, la tortura y Maggie Silverstein la Desgarrada. Belisario Concha sonreía.

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– Es muy simple. Se trata de que están en el mismo bote. Pero la explicación no valía. Basta poner el ejemplo de Belinda Ramos que a la primera noticia de esta nueva Mireya Gómez no quiso saber más de ella. En un pasado no muy lejano se había ido a las manos con esa tarada criminal de Maggie Silverstein. Ahora aparecía esta nueva descerebrada elevando al cubo las idioteces de la primera. ¿Para dónde iba el país con tales brutas? Belinda se mordía sus lindas uñas con sus lindos dientes. Se retorcía las manos yendo y viniendo por el living de la linda casita recién adquirida gracias al auge político nada menos que arriba, en Los Domínicos. ¡Qué rabia, qué rabia grande! ¡Qué descaro! ¡Las hijas de puta! Y tener que aguantarlas por el compromiso táctico, la orden de partido, la disciplina, la seriedad, la responsabilidad y toda la cháchara de los “señores maduros”. Podría echarlos a todos a la mierda, meter un ladrillo en la cartera y salir a partirle la cabeza a esta nueva campeona de la tortura científica. ¡La mal nacida, la hija de perra! Sabía dónde encontrarla, sabía dónde se reunía con esos revolucionarios de boudoir, marxistas nietzchanos apadrinados por el viejo Tironi, campeón del oportunismo, por la Elisa Bauzá, el Pablo Etcheverry y por esta misma pequeña Lulú. La tortura como fuente de poesía y de verdad. La tortura en la historia de las ideas. La tortura y el poder. La tortura, la catarsis y la conciencia auténtica. ¡La tortura y la puta que los parió! Habían metido en medio la “Fenomenología del Espíritu”, la “Civitas Dei”, la “Política”. Sólo les faltaba el Sermón de la Montaña. Publicaban su basura en pasquines que más parecían financiados por el “Departamento de Estado” que por la “Casa de las Américas”. ¡Ahora sí que estábamos en vereda progresista! Resulta que los agentes que la habían violado en los años del General Escoba eran pobres conciencias cosificadas. ¡Así mismo! Reaparecía la cosificación de los años nirvánicos de Gabriel Araya. Sólo les faltaba el velo de Maya a los desgraciados. ¡Lindo gobierno! Tal como anticipó Joaquín Albornoz. Los oportunistas de siempre. Los pijes y los buscones de siempre. Se subían al carro. Ya llenaban los ministerios, las reparticiones de la administración. Estaban controlando la información, la propaganda. Tenían de todo, como en botica. ¿Quiere usted los pro, quiere usted los contra? Estaban penetrando la seguridad, la policía política. Todo un equipo de Maggie Silverstein se expandía por los ministerios del Interior, Defensa y el Gabinete de Investigaciones. Era gente suya la que daba conferencias de seguridad y defensa por el canal nacional de televisión. ¡Aparecían unos tipos! “Tortura es por “torcer”, ¿sabía usted? ¡De cuántas maneras se tuerce y se retuerce! Viene de “turguere” de donde derivan torsión, retorcijón, retorta, tortero. Lo que sea que se tuerza, de algún modo se somete a tortura. Lógico: torcer, retorcer un texto de Marx para entrarlo en un chiste de mal gusto. Ocurre a cada rato.” Ésa era del mismo tironista que metía la “Fenomenología del Espíritu” en las mazmorras de la policía secreta. Hasta el mismo Sergio Bahamondes asentía riendo, recordando las torceduras en la cara de Belinda mientras leía aquella carta de Joaquín Albornoz y olvidando las suyas cuando lo interrogaban en la época de la revolución en libertad. Y a propósito, el médico del desarrollo libre del espíritu andaba perseguido. De pronto, no se habló más. Unos decían que lo mataron en un enfrentamiento, otros que se sumergió para

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hacerse cargo de una clínica clandestina al servicio de los termocéfalos. Se empezaba a jugar con fuego. Rodrigo Alcántara, condiscípulo de Joaquín Albornoz y con el andar del tiempo, médico de los Concha, no tenía nada que ver con los dimes y diretes de los políticos y subía alto en el Servicio Médico Nacional. Él sabría cómo. Navegaba sin tropiezos desde la época de la austeridad y la revolución en libertad y seguiría igual con el gobierno popular, después con el gobierno militar y hasta la consumación de los tiempos. Movía la cabeza cuando le hablaban de su colega clandestino. ¿Joaquín Albornoz? No podía creerlo. Termocéfalo era, cierto, pero no para tanto. “¡Ése hipócrita!” gritaba Belinda Ramos, y tras su escritorio colmado de informes Sergio Bahamondes respondía “¡Sí, sí!” para que no hiciera tanto ruido. “¡Qué se le va a hacer! ¿Uno ara con los bueyes que tiene, no?” Pero, ésas no eran para Belinda. Se le vino encima. Sergio se arrugaba entero. ¿Qué estaba ocurriendo con Belinda? Había tanto que hacer y esta señora… ¿Es que de verdad no entiende nada de realismo político? ¿No es capaz de una pizca de autocrítica? ¿Pensaba que esa linda casita en que vivía se la habían dado por su linda cara? Se quita los anteojos y se fricciona el rostro con las palmas. Enciende un nuevo cigarrillo. En el último tiempo, el ajetreo del Ministerio lo tiene fumando más que la misma Belinda. Se levanta y le sonríe. ¿Hacen las paces? ¿Le cuenta el último chiste que le contó el ministro mientras bajaban en el ascensor? Belinda no está para frivolidades. Va al dormitorio del pequeño. Todo anda mal. En la cocina, ¡hay un desastre! Y ese barrio lleno de gentecilla presumida y mirona. El jardín infantil plagado de beatas. ¡Increíble! Le pidieron el certificado de bautismo de su hijo. Cuando iba a empezar con esas brujas pechoñas, su madre se adelantó y sin decir palabra alargó el certificado. ¡Habían bautizado a su pequeño a espaldas suyas! Sus padres y Sergio se habían encargado. Sus padres, pase, ¡pero Sergio! ¡El traidor! Se estuvo mirando atónita el certificado. Tendría que haberse ido encima de esas brujas y destruirlo. Tirárselo a la cara a ese… ese… ¡Su hijo, su propio hijo bautizado contra su voluntad y a escondidas! ¡Ésa sí que fue rabia grande! Le vuelve igual cada vez que recuerda. Por años y años su hijo bautizado y ella sin saber. Habría que matar a ese bruto de Sergio. – ¡Qué es el bautizo, qué es! Agua que te echan en la cabeza. ¿Cómo se dice? ¿Asperjar? Agua que te asperjan para limpiarte una mancha que tienes. Todos los quita-manchas del mundo no te la pueden quitar. Sólo el cura, con agua y hocus pocus. ¿De verdad te importan idioteces así? ¿Y no está Belinda bautizada? ¿Objetó el partido algo? ¿Quién no está bautizado? Al partido se entra bautizado o no. Pero, el jardín infantil es otra cosa. En ésas estamos y en ésas estaremos en este paisito hasta que las velas no ardan. Belinda aplasta y aplasta la colilla en el cenicero. No. Aquí no hay remedio. Éstos son todos iguales. No sólo las Maggie Silverstein. En qué no anda metida ésa. O la mujer de Astaburuaga. ¡Vieja descarada! De la revolución en libertad a la revolución a secas. ¡A secas! Viaja a La Habana, le da besitos a Fidel, viaja a Moscú, a Berlín. Trae y lleva contratos a manos llenas. Se está apoderando de la Editorial del Estado. Anda en exportaciones, anda en…

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– Salgo a dar una vuelta. Desde su escritorio, Sergio la mira por encima de los anteojos. – ¿Una vuelta a esta hora? Belinda lo mira largo. Tiene manos de mono, morenas encima, blancas por dentro. ¿No es para morirse de risa? Tiene maneras de mono también, siempre las tuvo. Belinda no sabe si reír o llorar. Siente tanta rabia y han adquirido una casita tan mona. Sergio lanza el bolígrafo sobre los papeles y se pone de pie estirándose. – Espera, espera, salgo a vagar contigo, hermana. Ahí suelta la risa Belinda. – ¡Eso es! Cabeza de Machu Pichu es la que tienes. Mientras caminan, miran el cielo estrellado. Belinda nunca sabe cuál es la Cruz del Sur y nunca se atreve a preguntar. ¿No es increíble? Increíble pero cierto. – ¡Mira, qué claro el cielo! – Aquí está el aire más limpio. Se respira. – Sí, cierto, se respira. – ¿Sabes? No es mala idea, salir a una vuelta todas las noches. Belinda va de la Cruz del Sur a un verano en Las Cruces, a la cruz que lleva, a las cruces del camposanto, a la Morgue, al tiroteo, ése, de los ultras con la policía política. No quedó uno de muestra. ¿Qué será de Joaquín Albornoz? ¡Cielo santo, cuánto lo amó! Lo vuelve a ver, como lo verá siempre, en esa sala sombría, alzándose mientras ella se acerca… – Sergio… ¿no te enojas?… – ¿De qué? A lo lejos, de pronto, suenan sirenas de coches policiales. Se acercan más. Comienzan los disparos. Se abren ventanas y asoman sombras curiosas. Belinda se vuelve, tropieza, casi cae. – ¿Qué ocurre, qué fue eso?

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– ¡Quién sabe! Alguien que no obedece el “¡alto!” Belinda está en brazos de Sergio que la sostiene. Oye un “¡Alto!” – ¿El ¡“alto!”? ¿Para dónde vamos, Sergio, para dónde? – Con calma y paciencia, muy lejos. – ¿Tú crees? – Estoy seguro. Calma, paciencia, lucidez. – ¿Lucidez? ¡Se te pasó la mano! ¡Como para creerte! ¡Lucidez!

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Atilio Valenzuela, allá en los lejanos comienzos de los años cincuenta, sin darse mucha razón de lo que hacía, liberal como era y un tanto ingenuo, engendró a Maggie Silverstein que prestigió la tortura como quehacer científico y fuente de trabajo para la profesión de psicólogo. ¡Quién lo hubiera pensado! Y Maggie Silverstein, esa Venus perfecta vista por atrás, engendró a Ricardo Valdés que egresó de la Escuela Militar, que siguió cursos antisubversivos en Panamá, que sirvió como agregado militar en Filipinas y que terminó nombrado capitán de boinas negras en Colina. También (pero importa decir entre paréntesis que se trata sólo de rumores) este mismo Ricardo Valdés en colaboración con su colega de armas, primo y cuñado Arturo Rodríguez Alessandri, se habría dedicado desde fines de los años sesenta a una meticulosa investigación sexual, o sexología como la llamaron. Eran sexólogos militares. Nada de originales aunque del tema muy poco se trataba en el país. Mucho antes, sociólogos americanos habían destapado la olla cerrada a piedra y fuego y que casi reventaba por la presión interna de las fantasías y aberraciones sexuales. Sadismo, masoquismo, incesto, para empezar. Las clandestinas Sodoma y Gomorra de las grandes metrópolis. Las perversiones con menores, con animales, con un cuanto hay. Con las tratativas preliminares de la Venus-Gorgona, el escándalo no demoró en considerarse pura y simple investigación sociológica. “Una realidad”, sentenciaba Maggie Silverstein segura de que el recado se lo iban a llevar en punto a los beatos marxistas de sus alrededores, “tan objetiva como tantas otras realidades objetivas.” Entre psicólogos y sociopatólogos se peleaban por la mecha de una bomba recién descubierta y cuyos componentes básicos los formaban el sexo y la violencia. Sin que nadie alcanzara a decir nada estaba ya Maggie Silverstein yendo de la “realidad objetiva” del sexo a su “realidad política” y trazando en la pizarra esquemas y organigramas del burdel como Congreso Nacional y Bolsa de Comercio. O sea, la cadena de los escándalos. Para ese entonces, el Pensionado Católico de Señoritas que existió desde los comienzos vecino al Pedagógico (que ya empezada a recibir de los tabloides el nombre de “Piedragógico” debido a los enfrentamientos políticos) se trasladó, huyendo del extremismo marxista, materialista y ateo, a las inmediaciones de la Escuela Militar en el Barrio Alto. Entre las señoritas pensionistas, como si cortada con una navaja, se produjo de inmediato la división. La madre directora y el padre espiritual se santiguaban. Un partido vitoreaba el cambio de ambiente, más aristocrático, sin rotos y sobre todo poblado de esos cadetes militares tan gallardos en sus uniformes que iban y venían por Apoquindo y Américo Vespucio. Estaban de pescarlos a mano. Las del bando opuesto suspiraban y lagrimeaban por esa feria de intelectuales mechas largas, muertos de hambre, buenos para nada, pero tan románticos y tan im-predecibles. Pero, sobre todo gemían por la falta de esas habladurías pícaras, por el copucheo a escondidas, por el descaro de esas compañeras tan liberadas y escandalosas, tan

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intelectuales, que traían a sus cuartos cerrados con doble llave las noticias más increíbles, las historias más excitantes, más inquietantes, de esos bandidos con caras de ángeles. Pues bien, la leyenda de Ricardo Valdés y Arturo Rodríguez se encargaría de poner a esos bandidos fuera de órbita por un buen tiempo. Por meses y meses no se habló de otra cosa en Santiago que del estudio sobre “conductas sexuales de la mujer chilena” que, alentados por su maestra doña Maggie Silverstein, sacaron a luz los dos jóvenes oficiales. La publicación sentó escuela entre las Fuerzas Armadas. Aunque al comienzo sólo circuló en páginas mimeografiadas, muy restringidas y desde luego anónimas, terminó por expandirse a todos los ámbitos. Relamiéndose, dos periodistas comenzaron a dosificar en primicias la entrega al público de tan sabroso material. La gente comenzó a apiñarse en los puestos de diarios. Subía un rumor de risas hasta explotar en abiertas carcajadas. Muchos daban un vistazo y seguían su camino mascullando: “¡Puchas, la novedad! ¡Si hubieran visto las barbaridades que acaba de perpetrarme en el baño mi empleada doméstica!” Había también curiosos inocentes que se hacían preguntas asombrados: “¿Cómo, aquí, entre nosotros, esto? ¡No señor! ¡Vaya a contarla en Buenos Aires, no en Santiago!” Maggie Silverstein, de quien se murmuraba que había redactado la introducción si no el panfleto entero, se mantenía muy en la sombra, aunque la oyeron decir que sí, sí, obvio, meridiano, un tema de importancia crucial para cualquier diagnóstico social. Que los moralistas y sermonistas amañaran sus considerandos como mejor les calzara, que sabios y filósofos respingaran por donde les saliera. ¡Allá ellos! ¡Pero que no se atrevieran con la realidad objetiva! ¡La realidad objetiva! ¡Ésa la aprendió de Lenin Bahamondes y harto que le servía! Venían en el bullado panfleto sesudos apéndices sobre inhibición y fantasía, vulnerabilidad y enmascaramiento, sexo, humillación y control, sexo, exposición y peligro que llevaban a muchos a sospechar la mano de Mireya Gómez y hasta del mismo Roberto Tironi. El primer capítulo, “Fantasía y Realidad Sexuales” ponía las bases teóricas del cometido: “La sexualidad es el compartimento de la conducta humana donde la fantasía muestra más fuerza, variedad, aplicación, significado y eficacia que toda facticidad”. ¿Qué profundidades eran éstas? Seguía otro capítulo, también general, “El Sexo y la Mujer”, con parecidas pretensiones filosóficas: “El mundo sexual de la mujer consiste en una muy sui generis y delicada combinación córporosensitivo-emocional que el macho no se da el trabajo de considerar, ni llegaría muy lejos si se lo diera.” Había también afirmaciones provocadoras, como diría Gabriel Araya si se rebajara a la lectura de los graffiti de la soldadesca. Como ésta: “En la relación sexual, la mujer está siempre en control”. ¿Paradoja o perogrullada?, se preguntaban los mismos autores. El tercer capítulo era una trompetada de liberación apocalíptica. ¡Venía la píldora anticonceptiva! ¡Que no cupieran

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dudas, venía! Y ella sola, la píldora, se bastaba para saltarse a pies juntos todas las beaterías: “Por fin estaremos en condiciones de separar a voluntad orgasmo y procreación, sexo y maternidad”. Pero, como es obvio y meridiano, las implicaciones de un hecho de tamaña trascendencia estaban muy más allá de los modestos alcances de los autores de la investigación. Y ellos mismos se adelantaban a enfatizarlo. La alta oficialidad del Ejército se dividió de inmediato. ¡Dios, Patria y Hogar! para unos. Para los otros, evidente. Pero Dios y Patria primero. Después, veamos, veamos. Una chica que si no quiere no la embarazan ni a cañón rayado… Hm, hm… Esa chica puede hacer su servicio militar sin problemas… Hm, hm… Escaso de volumen, de distribución controlada y prácticamente top secret, así y todo el panfleto saltó la valla hacia extensiones más amplias. Primero, ese par de periodistas lenguaraces. Y soeces. Segundo, los sabelotodo y hurgalotodo del Opus Dei. El Arzobispo de Santiago tuvo su ejemplar bajo la almohada por un buen tiempo. El Director de la Escuela Militar paseó largas meditaciones por su oficina mientras hojeaba de aquí para allá de allá para acá el manoseado ejemplar que un instructor requisó a un grupo de cadetes y que atrajo su atención por las inconfundibles risitas que se oían al fondo de las letrinas. El Director volvía y volvía sobre la pregunta: ¿Podría un engendro de esta especie producirse en la cabeza bien puesta de un oficial del Ejército Chileno? También llegó un ejemplar a manos de Belisario Concha. Lo obtuvo directamente de Maggie Silverstein. Caminaba por Apoquindo una mañana cuando un coche a su lado frenó en seco y vio salir de un salto a la Venus-Gorgona. En shorts y casaca militar, vino corriendo hacia él, le dio un besito en la mejilla mientras le metía en el bolsillo del vestón un panfleto doblado y se alejó a saltitos llena de risas y aspavientos. Desde el coche le hizo el gesto de cerrar la boca con un cierre relámpago. En la puerta del vehículo se leía: “Ejército de Chile”. ¡Esta Maggie! Seguro que su único propósito era hacer llegar el panfleto a Marcela. ¡Que no lo soñara! Pero no demoró en surgir un mercado clandestino de copias preparadas a máquina. Hasta empezaron a circular algunas con ilustraciones de una obscenidad in-e-narrable. Se rumoreaba que esas suciedades salían de los talleres de Antonio Rivera, pintor abstracto. ¡Las cositas que pintaba el pintor abstracto! También, apareció un artículo muy picante en un pasquín matutino que remitía las novelas de Vargas Vila, las “Memorias de una Princesa Rusa” y la “Philosophie du Boudoir” a las calendas griegas. ¡Para dónde íbamos! Otro periodicucho anunció una serie de artículos ilustrados sobre “el escándalo del siglo”. Cada tirada se agotaba a la hora de salir. No hay que decir que la totalidad de los comentarios se concentraba en “las anécdotas sexuales” de la investigación Valdés-Rodríguez, donde damas anónimas describían cómo, cuándo, dónde, con quién. ¡Qué cosa horrorosa! ¡Qué cosa increíble! Cotorreaban sobre cómo les gustaba más, cómo les gustaba menos. “Hay docenas de posturas de lo más fantásticas y caprichosas”, casi se puede decir que pregonaba otro pasquín con un “¡Horror, horror!” al término de cada párrafo. ¿Sería cierto? ¿Cómo iba a ser cierto? ¡Eso no iba a creerlo nadie, nadie! ¿La mujer chilena? Ese monstruo de lujuria y depravación, ¿la mujer chilena? ¡No, señor, no! ¡Esa vaya a que se la compren al otro lado de la Codillera! Este panfleto es un

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urdido, señor, una calumnia sin nombre, una… una mugre para los mugrientos. ¡Calumnia y suciedad! ¡Y esta basura se vende! ¡Y la compran! Este inmundo engendro no es otra cosa que un aborto de quienes buscan desprestigiar a nuestras Fuerzas Armadas. A nuestra mujer chilena, nuestras madres, nuestras esposas, nuestras hijas. La mujer chilena. Lo más noble, más puro y generoso que jamás existió. – ¿Y ésta, cómo? – preguntaba Pablo Etcheverry. – Físicamente imposible – respondía doctoral Antonio Rivera. – Pero, si ella misma lo describe. – Así será, pero entonces tendría que tener tres piernas, ¿no te parece? El famoso Kama Sutra que alcanzó su zenit en el período tántrico de Gabriel Araya y que llegó al triunfo de atravesar las mamparas del Pensionado Católico bajo las polleras de Elisa Bauzá en sus años de deliciosa irresponsabilidad, resultaba muy esquemático, casi infantil en comparación con las fantasías sexuales de la mujer chilena. Las había con animales de las especies más exóticas. El libidinoso de Sergio Bahamondes andaba de capa caída. – ¡Aquí no me venga con leseritas, compañerito! Esto no tiene nada que ver con el “¡Cómeme, perro!” de la huasa caliente. Aquí anda metido el zoológico entero. No hay que decir que todas estas historias habían hecho tabla rasa de la no muy original distinción de Domingo Astaburuaga (aborrecida en la práctica por Tironi y Elisa Bauzá sin decir nada de la molécule licensieuse) entre relaciones intra y extra maritales. Ni menos, que los resultados de su difusión tenían flotando de satisfacción a Maggie Silverstein. Como si fuera poco y como si por encargo, irrumpía una moda traída de Francia. Muy freudiana y muy sartreana. También contribuía el teatro cruel que se puso de moda en París sepa Dios por qué. Por sobre estas nubes de Pentecostés ascendía a las alturas el Marqués de Sade. Nadie podía presentarse en público si no lo había leído o estaba leyéndolo. En sus páginas que el lujurioso Sergio Bahamondes confesó conocer sólo de oídas y que no se atrevía a ir más allá, colgaban a uno de sus órganos sexuales en pleno escenario. Era el “deslizamiento” según los respingos siúticos de Mireya Gómez. Las muchachas corrían a revolcarse con los muchachos en los baños, en los garajes, en los clóset. Para remate, llegó de USA una publicación sobre sexo y fantasía sexual que redujo la sexología de Valdés y Rodríguez a travesuras de jardín infantil. Pablo Etcheverry la rebautizó “sexocaca”. Los autores chilenos – a quienes se empezó a tildar de plagiarios subdesarrollados – habían entrevistado no más de 50 mujeres que según corría no eran más que prostitutas profesionales o en el mejor de los casos aficionadas. El muestreo iba desde la Estación Central al Canal San Carlos, desde los 20 años hasta los 50. El informe norteamericano, en cambio, iba desde los 15 hasta los 75 años, cubría medio continente y reunía las respuestas de 3.000 mujeres sobre lo que les gustaba más, lo que no les gustaba, sobre el orgasmo a solas o en pareja, sobre posturas, lesbianismo, incesto, adulterio, zoofilia, sadismo, masoquismo y mil barbaridades sin nombre. Reducía,

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cierto, a los autores chilenos a muy poca cosa. Pero, cierto también, viniendo de donde venía les prestaba un respaldo formidable. Pero, ¿cuál fue en cuentas concretas el impacto de todo este barullo sexológico? Difícil de decir, más que difícil. Belisario Concha, que para esos tiempos mantenía a su diosa del Calle-Calle fuera de la órbita nirvánica, aspiraba a la formación de una familia respetable, se lo guardaba muy en secreto. Más todavía en ambientes tan viciados. ¿Sexo con animales? Se le paralizaba el sistema. Más todavía con las visitas de almuerzo de ese… ese… Antonio Rivera. Definitivamente un degenerado. Él y todos los de su raza. ¡Y ahora andaba llenándose la boca con humanismo socialista! Gordo grosero, comilón, asqueroso. Pero… bueno, sí, simpático. Por su parte, Antonio Rivera miraba a Belisario Concha y tampoco podía creer. ¿Cuarenta años y sin idea de las cosas ricas que hay entre las piernas? Un paso más y sale con que no ha chupado una ostra en su vida. Francamente increíble. O tenía al frente a un bobalicón de marca o a un fariseo de cuidado. Pero, el golpe de gracia se lo dio a Belisario la misma Marcela Köstner. Era la hora de todo el calor y las chicharras no paraban entre los arbustos y el pajonal reseco. Marcela prefería esa parte agreste del parque más allá del estanque, a la sombra de los nogales y fuera del alcance de la casa. Descalza, en shorts y blusa sin mangas, leía tendida en una chaise longue. Felizmente, hasta allí no se aventuraba en sus siestecillas don Amado, que la ponía molesta con esas miradas entre faunescas y filosóficas que solía echarle. Una tarde, viniendo a unírsele, Belisario escuchó mientras se acercaba las carcajadas de Marcela. ¿De qué se trataba? ¿Qué leía? – Aquí hay una carta al director, ¡ja, ja, ja, ja! ¡Es tan gracioso! Una lectora se refiere a ese artículo del número pasado sobre el incesto. ¿Lo recuerdas? – Lo leí por encima… – ¿Sólo por encima? ¿Ninguna curiosidad? – Esas cosas… No sé… Pero, ¿qué dice esa carta? – Escucha, vas a morirte de risa: Dear sir, in my early years I played like every little one… ¡ja, ja, ja! – ¿Bueno, y?… – Pero, ¿que no adivinas? – No. ¿Qué quieres que adivine? – ¿No es palmario como diría Chumingo Astaburuaga? Like every little one in the whole

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world, jugaba con su hermanito al doctor, ¡ja, ja, ja! – Sí, al doctor. ¿Y qué? Era tal como decía Antonio Rivera. A un paso de los cuarenta, Belisario era como un tonto a un paso de un hoyo. Marcela reía y reía. – Un día, el pícaro hermanito empezó a examinarla a fondo. A la hermanita, con el bistu… ¡ja, ja, ja!, con el bistu… bistu… ¡ja, ja, ja, ja! – ¿No vas a decirme que…? – Las visitas al doctor se fueron haciendo más asiduas, más penetrantes, ¡ja, ja, ja!, hasta que a la pobre se le formó una adicción al bistu… ja, ja, ja… al bistu… ¡ja, ja, ja, ja, ja! – ¡No te creo! – Pero, si está escrito aquí, ¡léelo! Por años de años siguió visitando a su doctor… ¡ja, ja, ja! – Esas son faramallas para entretener a los bobos… – Lo hacían todos los días, en un desván lleno de trastos… ¡Hacían una sonajera! ¡Ay, mi Dios! – ¿Ves que son pamplinas? No podía ser todos los días. – ¡Tonto! ¡No tienes un gramo de imaginación! Pero, escucha, hay más. Siguieron haciéndolo hasta la boda de ella. Siguen haciéndolo todavía en su cama de matrimonio. Y dice que sólo con él alcanza el orgasmo, con nadie más que con él. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! De pronto Marcela se inclinó hacia Belisario y estuvo por largos segundos mirándolo intensamente. Daba miedo. ¿De dónde le salió esa mirada de piedad, desprecio y tanta ternura? A Belisario apenas le alcanzaba para una sonrisita muy muy débil. ¡Lo que faltaba! Freud se le estaba metiendo en la cabeza a la misma Marcela. El muy descastado judío de Viena metiendo sus narices en todo, olisqueándolo todo. Daba con los codos a Spengler y Heidegger para que le hicieran lugar. ¿Qué estaba pasando en el país? Ahora mismo, en el seno de las instituciones militares, lugar natural, como diría Tironi, del honor y la dignidad, entraba Freud bajo las faldas, entre las piernas y el paso militar de la Gorgona Silverstein seguida por sus discípulos boinas negras mayor Ricardo Valdés y capitán Arturo Rodríguez. Sexo y violencia. Fantasías sexuales. ¿Que los hombres las prefieren rubias? Pues, las mujeres los prefieren con un pene de burro. Quieren que las cojan en el claro del bosque, que las cacheteen, las insulten y las sujeten firmes de los brazos mientras las cigarras se desgañitan y el sol lo incendia todo. Sexo y violencia. ¡Esa Maggie Silverstein! ¡Ahí sí que la hizo grande Atilio Valenzuela! Psicología y

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tortura, sexo y chantaje. ¿No se lleva a los hombres – ejemplo a punto, Sergio Bahamondes y Gabriel Araya – meneando el trasero como se lleva al asno agitando la zanahoria? Pues, igual corren las mujeres tras un pene descomunal que las desgarre en el claro del bosque de tal manera que ni El Greco tendría más que desgarrar. En el claro del bosque o en el camastro de la mazmorra como sabe tan bien Belinda Ramos. Freud, Freud, Freud. Judío sucio, judío libidinoso. Maggie Silverstein sabía. Judía también, Gorgona depravada. Vaya con el negocio. El del efecto de nirvana es para principiantes. Sexo, instinto de posesión y control. El efecto de halo es como un silbido para llamar a un quiltro. El profeta no era Marx. ¡Qué iba a ser Marx! ¡Vaya con el idiota de Sergio Bahamondes! Los culos lo mueven como una marioneta y el muy imbécil… Freud por delante de todos, todos. Muy por delante. La psicología se ha tornado profunda. ¿Por qué? Gabriel Araya lo gritaba en su tiempo. Por la cristiana vocación de la superficialidad y el borreguismo. Por eso, nada más que por eso. No era profunda en el sentido en que pretendía Atilio Valenzuela con su engendro de Venus y Gorgona. Era profunda en la cabeza estulta, roma de los beatos, las viejas cretinas y los pobrecitos de Dios. Belisario seguía mirando a la bella con su cara de señorito escandalizado. Marcela estudiaba los alrededores por si alguien escuchaba. Estaba más linda que nunca y a Belisario le venían ganas de arrodillarse y meter la cabeza en el regazo. La diosa se incorporó un tantín. – ¡Ven, acércate, acércate! Quería comunicarle un secreto de secretos. Ahora parecía la ocasión precisa. ¿Comprendería con esa cara? Era un impulso cruel, juguetón y muchas cosas más, inextricables. Tan propio de ella. Podría dejar pasar el momento, pero… Hay mujeres malas malas, ja, ja, ja. Belisario seguía asustado y algo en suspenso, aunque parecía adivinar. – ¿Quieres que te cuente, quieres? – ¿Que me cuentes qué? – ¿Quieres que te cuente? No te vas a… ¡ja, ja, ja!… – ¡Pero, qué te ocurre, preciosa! – ¡Ja, ja, ja! ¡Si te vieras la cara! ¿Estas fantasías sexuales, estos caprichos depravados, te repugnan? ¿De verdad te repugnan? ¿De verdad verdad? – ¿Y a ti no? ¿Te parece posible lo que dice esa… mujer en su carta? – ¡Pero, Belisario, si es cierto! Aquí está escrito. – Bah, también están escritas las cosas que garabatean en las paredes Sergio Bahamondes y la mujer de Astaburuaga.

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Larga pausa. Marcela se acomoda en su chaise longue con tal relajo erótico que al viejo Tiziano se le haría agua la boca. – ¿Y a mí, me creerías a mí? – A ti… ¿Qué quieres que te crea? Ahora sí que se le erizan los pelos al industrial del efecto de halo. Los ojos se le abren enormes. Marcela apenas contiene la carcajada. – Sí, a mí, a mí… ¿Me creerías si te dijera que jugaba al doctor con mi hermanito… Que nosotros también, eh? – ¡Tú estás bromeando! Cómo... – Al comienzo, sí, bromeábamos. Cuando me hacía sus primeros exámenes no me podía aguantar… Ay, Dios, me saltaban las lágrimas con las cosquillas, ¡ji, ji, ji! ¡Qué delicia más intolerable! Pero, no pasó mucho y ya… ¡Ja, ja, ja, ja! La cara que tienes, ¡ja, ja, ja, ja! ¡Si te la vieras en un espejo!

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El gurú del Parque Forestal proclamaba que todo es cero. Belisario Concha, con el beneplácito de don Amado y después de pasearlo largas vueltas por la Avenida Manquehue como si se tratara de uno de esos oráculos de Domingo Astaburuaga, llegó a la conclusión de que todo es dinero. Gabriel Araya no veía la diferencia. – ¿Qué es el dinero? Pura convención. Maggie Silverstein también reducía: Todo iba a parar al principio del placer. – No se mueve un pelo en el universo si no es en aras del placer. Pero, más allá del principio del placer, cierto, obra el principio de destrucción universal, el instinto de muerte. En esto, acaso un día se encontraran Maggie Silverstein y Gabriel Araya. Si Gabriel no veía en el dinero otra cosa que cero igual podía Belisario Concha argüir que no veía diferencia entre su aspiración a la experiencia mística y las postulaciones de la VenusGorgona. ¿O no? ¡Y para qué hablar de las reducciones de Sergio Bahamondes que sólo veía la lucha de clases hasta debajo del último de los ladrillos! Domingo Astaburuaga reducía también como es palmario. Sólo que sus reducciones eran tantas – indeterminación, ceguera de prójimo, desgarramiento, soledad, etc., etc., etc. – que había un premio para el que descubriera la reducción de todas las reducciones. Pero, se hablaba cada vez menos de él, aunque su hombre latinoamericano, su hombre solitario y fáustico siempre desafiante y siempre claudicante frente a un universo ahora en expansión, aparecía un domingo que otro en la sección cultural de alguna prensa. Con razón se dijo “Al ojo del amo engorda el caballo”, sobre todo para cuando el amo se pone viejo, jubila y no hay remedio. En medio del fracaso sin vueltas del Gobierno Popular, de los bombardeos masivos sobre Vietnam, la destrucción de Cambodia, la revuelta de las universidades americanas y europeas, Tironi aventuraba algún artículo sobre la soledad del hombre contemporáneo, la crisis de la ciencia, la vuelta a la metafísica. Hasta de la autenticidad escribía a veces y de que le dolía el Ser y lo angustiaba el Dassein. Cuando algún periodista despistado le preguntaba sobre

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yerbas como la esperanza del hombre actual “hacinado en los suburbios del mundo industrial” el ingenioso discípulo del maestro de la indeterminación aprovechaba para insistir en que al concepto de soledad le faltaba la mitad más grande. En esto hay que reconocer que Tironi puso un huevo de cierto tamaño que se incubaría más adelante – en la época en que el país se llenó de exiliados interiores. Porque fue Tironi solo, sin la asistencia de ningún Astaburuaga, quien descubrió la soledad interior. Aunque nadie hasta entonces se había dado cuenta de la soledad interior, ¿quién podría negarla tan pronto se la indicaran? Había millones de seres atestados en barriadas sin nombre. Tabique con tabique, espalda con espalda. ¿No estaban, pues, interiormente solos? Maggie Silverstein asistió – y se la vio tomando notas sin parar – a la conferencia “Encierro y Laceración” que dictó en esos días Tironi. Ese fue el título que apareció en los diarios, pero en las pizarras del hall de la Casa Central decía “Eremitas, Aislamiento y Soledad”. ¿En qué quedamos? La Venus-Gorgona estiró la jeta, pero terminó encogiéndose de hombros y entrando en la sala de actos. No había comenzado Tironi cuando saltaba la chispa. Autolaceración: San Antonio, Martín Lutero. Hasta el mismo Pascal se laceraba. “Autolaceración… Averiguar, averiguar”. En un tiempo, hacia fines de los años 60, se la vio en París a Maggie Silverstein. Asistía a cuanto evento y descalabro se producía en las universidades francesas. Se perecía por las ideologías en boga, anarquistas, freudianas, existencialistas. Vio todo el teatro de la época. Tomó contacto con la soledad, la crueldad, la gratuidad, la absurdidad. Recortaba cuanto artículo nouvelle vague aparecía en diarios y revistas. Compraba libros al voleo. Llegó a pelearse a grito pelado en el Quartier Latin defendiendo a Sade, Genet, Arthaud, Becket. Hasta se encontró un par de veces con Paul Sartre, según dijeron. En el Pedagógico, había instalado un seminario que dejó en manos de Mireya Gómez y Pablo Etcheverry. Tenían que indagar exhaustivamente ese tema astaburuaguiano-tironiano de la soledad. Las formas del aislamiento. Tenían que rastrear la vida de los eremitas, el claustro, la mortificación, todo, todo, sin dejar nada. Problema: Opositor político aislado por meses en celda de Inteligencia Militar, ¿se pone o no se pone a un paso de algo místico? Investigar: La pérdida de la identidad del hombre en la mazmorra, del anacoreta en el desierto. Investigar concepto: Noche oscura del alma. Grandes noches con Lucifer: Lutero, San Antonio, San Paulo o Saulo, Fausto, etc., etc. Mireya se contraía entera. Miraba a Pablo Etcheverry. ¿Qué pelota era ésta? ¿Ves en alguna parte la lucha de clases? Si me preguntan a mí… Maggie Silverstein se alejaba quizás hacia dónde. ¿No estaría coludiéndose con los golpistas? La sujeto dicta clases en la Academia de Guerra, en Inteligencia Militar. ¿O no? – Estamos tan cerca de algo tan enorme que se puede decir que ya llegamos. El hombre no es otra cosa que un mecanismo. Nos acercamos, desde todas las direcciones nos acercamos. El hombre se reduce entero a la combinación de unos cuantos mecanismos elementales. Como un arroyuelo que desciende del monte, ¿lo ven descender? Desde lejos, nos parece un ser vivo, una serpiente que se desliza hacia el valle. Una sílfide, ¡ja, ja, ja! ¿No es un cuento delicioso? Una diosa que se desliza hacia el valle. Pero, díganme: ¿hay cosa más simple de entender que un arroyuelo? Se desliza hacia el valle de acuerdo a dos o tres leyes físicas. Y eso es todo. Igual ocurre con el hombre. Animal muy simple de entender, de controlar. Pero…

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¿hay que meter las manos, eh? Lo primero, lo básico, despejar el terreno. Y esto quiere decir sacarnos el cura supersticioso, tonto y timorato que todos llevamos dentro. ¡Fuera con el cura! Los oficiales la rodeaban aclamando. Pero, tartamudeando también. – ¡Bravo, profesora Silverstein, bravo! – Instructivo, instructivo… – Plétora racionalista de enormes consecuencias. – ¡Jesús, María y José, profesora, me he llevado el susto del año! – ¿Y qué vamos a hacer con los curas? “Hay una ligadura invisible, insidiosa” mascullaba Sergio Bahamondes metido hasta las orejas en la “Agitpol” como él mismo llamaba a la sección propaganda de su ministerio. Era muy cierto. Un vínculo invisible envolvía, unía en sutil afinidad a personas como Elisa Bauzá, Mireya Gómez, Pablo Etcheverry. En esferas más viriles, pero con vínculo semejante circulaban Esteban Marinovich, Aníbal Quintana, Tomás Pineda. Con éstos, el cuento era bastante más serio. – Siniestros, facciosos, dedicados fascistas. Ésa era de Sergio Bahamondes que comenzaba a ponerse nervioso. Los sujetos del caso comenzaban a hacerse ver. No tenían dudas sobre cómo venía la cosa, sobre el desenlace que aguardaba a la revolución a secas. Olavarría se sobaba las manos. – ¡Los huevones! ¡No tienen idea de la que les viene! Marinovich sentenciaba burlón. – Se les atascaron las ruedas del carro irreversible de la Historia. – Qué menos les podía ocurrir a los irreversibles brutos. Los “siniestros facciosos” no perdían tiempo. Recolectaban dinero, aceitaban las armas, se infiltraban, anotaban, calculaban para cuando llegara el momento. Preparaban listas. Las bocas que había que cerrar para siempre, los tontos útiles que había que apalear, encarcelar, exiliar, los años necesarios de terror implacable. Instruía Pineda. Objetivo número uno: Erradicar las ideologías foráneas y devolver a los indios su mentalidad ancestral. Patria y Progreso, Tradición y Libertad…

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Todos se hacían la misma pregunta: A la hora de la verdad, ¿qué parte de la oración sería Maggie Silverstein? Cada vez más rodeada de expertos militares y boinas negras, ¿a dónde pretendía llegar con sus obsesiones? ¿Pensaba en serio todas sus tonterías? Una cosa es la interrogación científica, objetiva, impersonal de los enemigos del Gobierno Popular. En esto hasta archienemigos suyos como Sergio Bahamondes y Belinda Ramos estaban dispuestos a alcanzarle a Maggie Silverstein los instrumentos si fuera necesario. Muy distinta, muy para enfermos mentales la idea de someter a la sociedad entera al sillón psiquiátrico o a la parrilla eléctrica. Como siempre – aunque también Tironi en largas tardes de examen mental, a solas con su vaso de vino en una taberna de mala muerte, daba vueltas y vueltas al asunto tratando de distinguirle la cola de la cabeza – era Belinda Ramos la que más se preocupaba, la que parecía también mirar más lejos y percibir lo que después de todo no había que ser una Casandra para ver. ¡Los estúpidos! Todos vueltos del lado contrario. Lo repetía en todas las reuniones, se lo escupía en la cara al que se le atravesara. – Vienen los militares, idiota, ¿que no ves? Venían los militares. No faltaba mucho para que llegaran. Signo infalible: las ratas abandonaban el barco. Desde el Vaticano, aleve, negro, autoritario, vino el general de los ejércitos jesuitas. Dio la orden de retirada y no quedó uno de muestra en todo el país. ¿Había señal más cierta? A Belinda se le atropellaban las palabras para detallar lo que ocurría en los antros siniestros de la reacción. – Uno: Se aprovechan de nuestra política de precios para llenar sus bodegas al tope de mercaderías, vaciar los almacenes del pueblo y explotar el mercado negro llenándose de plata. Dos: Sacan por carretadas los dólares del Banco Central a cuenta de importaciones brujas. Tres: Manejan la prensa a su antojo con los dólares de la CIA. Cuatro: Infiltran a los grupos de ultraizquierda para provocar a las Fuerzas Armadas. Cinco: Reducen la producción de las industrias al mínimo. Seis… Pero lo que sacaba de quicio a Belinda, obligándola a ponerse de pie, gesticular, gritar y perder todo el efecto de su análisis, eran las legiones de oportunistas y traidores a corto plazo que inundaban las filas del gobierno y que ahora mismo en esta misma asamblea la miraban desde todas partes sonriendo de soslayo. ¡Cómo los conocía! ¡Los canallas! Ya venían los militares. Bien, cuando aparecieran surgiría gigantesca su quinta columna. Pero a nadie parecía importarle nada. ¿Es que no sabían sumar dos con dos? Ni el mismo Sergio se inmutaba y seguía imperturbable redactando informes y componiendo discursos. En la pelea de los papeles, el animal. – Estás haciendo alegremente lo que los enemigos quieren que hagas como si lo hicieras tú. – ¡Vamos, Belinda! ¡Deja la paranoia a los paranoicos!

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– Estamos rodeados de revolucionarios auténticos. Los revolucionarios auténticos nos van a liquidar. En poco tiempo no va a haber aquí más que revolucionarios auténticos. – Mejor te acuestas. Descansa un poco. – ¡Y las Fuerzas Armadas! Primero, tres interventores de Carabineros. Después, cuatro del Ejército, cinco de Aviación. Y sigue y sigue. ¿Sabes cuántos miembros de las Fuerzas Armadas están a cargo de empresas a través del país? Cuando venga la asonada, ¿en manos de quién estará la producción? Y mira el transporte. Enteramente en poder de fascistas. Ahora mismo discuten la huelga. Van a paralizar el país. Los médicos se dispararon ya. Mira a los mineros del cobre, ¡esa cáfila de traidores! ¡No, de ésta no salimos! Mucha gente preparándose para muchas cosas. Los jesuitas se fueron. ¿No te dice nada eso? A mí, con eso me basta. – La verdad, Belinda… – Toma los aparatos de seguridad. ¿Quién está en control? – ¡Nosotros, pues mujer, quién más va a estar! – ¿Nosotros? ¿Me dices por favor quiénes son esos nosotros? ¿Los que te balearon y me violaron? ¿Ésos son? – Te digo que mejor descanses… – Y los de “Patria y Progreso” nos penetran. Acuérdate de lo que te digo cuando aparezcan debajo de tu escritorio. Tienen su propio Gabinete de Identificaciones. Nos tienen a todos en sus archivos. Vas a ver, vas a ver. Preparan sus cárceles, sus cuartos de interrogatorio. Le hacía falta Joaquín Albornoz a Belinda Ramos. Con él sí que podría razonar. Aclararse ella misma sobre todo. ¿Por dónde andaría? ¿No lo habrían asesinado ya? Sergio seguía encogiéndose de hombros. ¿No sería que…? ¡Se irritaba tanto cuando lo mencionaba! No quería oír de aventureros pequeño-burgueses. Qué no esperar de sujetos así sin más control que sus vísceras. – Esos tipos están en las listas de pago de la CIA. Y que se llenaban la boca con la dictadura del proletariado mientras le daban duro al whisky, escondidos en la casa veraniega del papi en Santo Domingo o Cachagua. – ¡Ah, el papi sabe muy bien lo que objetivamente está haciendo su ovejita negra! Aserruchar el piso al Gobierno Popular, empujar a los militares aventureros.

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Belinda apenas se contiene. ¿Así ve Sergio Bahamondes a Joaquín? ¿A esto ha llegado el idiota con su marxismo científico? Indeterminación pura, cinismo pleno. Ay, cabeza de alcornoque, ¡ay! Cuando llegue la que nos viene te quiero ver. No, no te quiero ver, ¡qué cosas digo! No te quiero ver pero igual voy a verte y me voy a ver. No quiero imaginar la que te espera con Maggie Silverstein si llegas a caer en sus garras.

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Un resultado pintoresco del sensacional informe “Sexo y Fantasía Sexual” dado a luz por el binomio militar Valdés-Rodríguez se produjo vía Antonio Rivera que lo llevó para divertirse a un asado campestre organizado a todo trapo en la parcelita de los Tironi-Bauzá. La pequeña Lulú abría asombrada sus enormes y tan hermosos ojos recorriendo las páginas y leyendo en alta voz algunos párrafos. Seguía sin poder creer, aunque casi nadie le creía. Marcela Köstner que llegó con Belisario Concha tomó de inmediato la palabra. Antonio Rivera y Pablo Etcheverry pararon la oreja muy interesados, pero no se apartaban ni por nada de la enorme ponchera. Belisario Concha, recordando las confidencias recientes de la incestuosa valkiria, no sabía de qué lado volverse. Marcela lo miraba con una sonrisa que daba miedo. ¿Y si le venía el capricho de contar los exámenes caprichosos de su hermanito doctor? Con Antonio Rivera llegaron dos poetisas. Pablo Etcheverry le cuchicheaba conteniéndose apenas a Roberto Tironi: “Estas gallas pasan por una crisis de creación. Las dos al mismo tiempo. Mejor no meterse en ellas”. Groseras y gordas como para que las pintara el mismo Rivera si no fuera tan abstracto. Por lo que se oía, escribían poemas furibundos y descarados sobre cada una de las partes de su cuerpo. “La vocación ardiente de mis muslos”, escribía la más gorda. “Libad el jugo arcano de mi sexo”, decía la otra. O “el zumo arcano”, porque a Antonio Rivera no se le entendía muy bien cuando recitaba estos versos con la boca llena de jamón. En fin, un horror. Ahora comían como contratadas. Metían gruesas rodajas de arrollado en el pan, le rociaban encima cucharadas de pebre picante y se zampaban todo el combinado como un entremés. No se necesita decir que su compromiso con la revolución a secas era irrestricto, visceral y mejor no se atreviera a dudarlo ningún momio hijo de puta. Decían que una de las dos, la menos gorda (y era esta historia la que tenía a Roberto Tironi repasándole las partes pasables) se había acostado con la mejor mitad de los escritores latinoamericanos que vinieron al país durante la inauguración del Gobierno Popular. ¡Si sólo la hubieran cogido a tiempo los autores de “Sexo y Fantasía”! Pablo Etcheverry que había escuchado la historia de “la mejor mitad” pero sólo ahora tenía el honor de conocer a la heroína todavía tenía una confusión que le planteaba a Antonio Rivera sotto voce: Si la de “la mejor mitad” era la del “zumo arcano” o la de “la vocación ardiente ardiente de mis muslos”. También fue ese un momento con su qué, como decía Belinda Ramos moviendo la cabeza. El país se llenó de intelectuales, escritores, artistas venidos de todas partes del mundo. Una verdadera invasión de celebridades. Las mujeres andaban que nadie las conocía con la cabeza llena de fantasías sexuales. Las celebridades – le comentaba Sergio Bahamondes, pero que no se le pasara por la cabeza repetirlo porque la desmentiría – también andaban hechas unas locas. Sin ir más lejos, la misma gorda del zumo arcano y la mejor mitad, con un descaro más de prostituta que de poetisa, relataba con risitas y chillidos la anécdota de un escritor demasiado

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viejo y demasiado homosexual. “Pero, elegante como un gentleman y revolucionario auténtico”. Mientras hablaba, a Marcela Köstner le nacía una sonrisa de flotar en los Altos Cielos. Y era que este viejo elegante y revolucionario auténtico seguía a todas partes a la gorda por si le caía una gota del susodicho zumo. Tanto la seguía a todas partes, que en Viña después de un banquete no pudo resistir y fue a meterse en su habitación justo cuando… – ¡Ay, qué bochorno, niñas! Pero él, como si nada. Saludó y se fue por el pasillo vitoreando y diciendo a voces: ¡Gozad, hijos, gozad! Como dijo Oscar Wilde, ¡después de esta vida no hay otra! ¿No es para llorar de ternura? Antonio Rivera – entre las risas de todos menos Belisario que con abierta manifestación de asco miraba a la gorda sin dejar por nada de sobarse el lóbulo – trataba de llamar la atención sobre el ya más que famoso informe sobre las fantasías sexuales. ¡Había tanto allí para entretenerse tanto! – ¡Escuchen, escuchen ésta! “Mientras lo hago en el suelo con el muchacho que trae las cosas del almacén, imagino que es mi último tango en París con Marlon Brando, ¡palabra! Y cuando lo hago en el baño con el cobrador de la luz imagino que es Paul Newman. Dispara siete tiros de un round, ¡sí señor! Y yo les digo a los que lean esto: Animales así son lo que este país necesita. Machos que den duro y que sepan con qué”. Las poetisas se pusieron de pie, alzaron el puño en alto y a un tiempo gritaron: “¡Amén!” Antonio Rivera reía tal como esos borrachos faunescos que pinta Velásquez. Iba de uno a otro de los varones presentes clavándolos con la mirada. Belisario Concha no sabía si meterse debajo de la enorme mesa campesina o si tirarle el ponche a la cara con vaso y todo. El pintor gordo de brocha gorda se decidió por Tironi. ¿No contaban historias increíbles de este caballero? – ¡Qué me dice mi profesor Tironi, qué me dice! Usted que sabe tanto, cuénteme. ¿Es cierto que esos señores Ortega y Gasset pensaban que lo único que vale en Chile es la mujer? ¡Pucha, parece que es cierto! Mire esta modesta dueña de casa. No se conforma con Marlon Brando después del desayuno ni se conforma con Paul Newman antes del almuerzo. Tienen que ser los dos. Entre el almuerzo y el desayuno. ¿Qué me dice? La mesa estaba servida bajo una higuera gigante. Tironi en mangas de camisa y con un vaso de vino a medio vaciar, que él no era para ponches, sonreía imperturbable, pero rojo hasta las orejas. No, no tenía nada que decir en ese momento. Como no fuera que el culo de la menos gorda de las dos poetisas no se veía tan mal que digamos. Y comenzaron a lanzar las carnes en la enorme parrilla. Antonio Rivera y Pablo Etcheverry se hacían cargo cuchillo y tenedor en mano entre el humo y el chisporroteo. Chuletas, costillares y longanizas primero. Las damas se amontonaban en torno de Elisa Bauzá que se había apoderado del folleto sobre las fantasías sexuales. Soltaba grititos, apenas se aguantaba la risa. Todas las demás querían saber dónde, por qué.

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– Es ésta, miren. Dice… ¡ja! Dice que le gustan gordos como prie… ¡ja, ja, ja! – ¿Cómo prie…? ¡Nooo! – ¡Déjame ver, déjame! – ¡Pero si yo es primera vez! – Mira ésta. ¡Ja, ja, ja! Dice que le basta y sobra con sus tres perros falderos. ¡Ja, ja, ja, ja! – ¡Noooo! – ¡Bah, ésa les está tomando el pelo! – Ésta dice que ella arriba y con un rebenque… – Uuuuuh, ¡como para creerle! ¡Capataz, capataz! – ¡Pero, van a dejarme a mí por fin! Marcela intervino de lo alto, agarrando el folleto de un manotazo. – ¡Una amazona! ¿Quedan todavía? Belisario se puso a temblar. Sólo faltaba que… Marcela se dio cuenta y le hizo una morisqueta pícara. Un tanto fastidiada con tanta beata cursi, la gorda de la “mejor mitad” y el “zumo arcano” se fue acercando a los de la parrilla. Las chuletas y las longanizas ya estaban a punto. Con una sonrisa llena de lujuria, Antonio le preguntó si le daba lo mismo una chuleta o prefería la longaniza. Ni corta ni perezosa la gorda abrió una mitad de marraqueta como si fuera un choro y la adelantó subiendo y bajando las cejas. – ¡Longaniza, claro! ¡Métemela aquí! Antonio soltó la carcajada y la poetisa, dando un mordisco que le corrió el jugo hasta el cuello fue a sentarse en el césped cruzando las piernas. Tironi apreciando las nalgas bajo la minifalda miraba a Antonio Rivera que guiñaba a Pablo Etcheverry. De ver a la gorda devorando su longaniza ya no pudo contenerse Antonio Rivera. Ensartó una con el tenedor y corrió a la mesa por un vaso de vino. – ¡Espera, espera! Pablo Etcheverry le siguió con una botella del mejor entibiada junto a las brasas y le

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llenó un vaso de los grandes. Marcela levantó la cabeza. – ¡Longanizas! Pablo Etcheverry corrió a la parrilla y volvió con la mejor que encontró a punto. La echó en un plato con media marraqueta al lado y un tazón de pebre. – ¡Servida, su merced! Como si al olor de las longanizas, llegan a un mismo tiempo los coches del ahora general Bauzá y el profesor Domingo Astaburuaga. Ambos con sus esposas. Roberto Tironi con Elisa Bauzá salen a recibirlos. Las poetisas se miran estirando le jeta. ¿Dónde vinieron a meterse? Tironi no cesa de inclinarse a izquierda y derecha. – ¡Cuánto honor, cuánto honor! ¡Y todo de una vez! A un gesto de Elisa, las empleadas domésticas – que hace tiempo ya que se llaman “asistentes del hogar” – corren a traer las bandejas con las ensaladas de papas con mayonesa, tomates con cebollín, porotitos nuevos con cilantro y las carnes para la parrilla adobadas la noche anterior. Tironi, Rivera y Etcheverry tienen las caras rojas y sudorosas por el sol, el fuego y el buen tinto. Elisa corre a ordenar más ponche para los recién llegados. Con la venida de tanta gente seria todo cambia. Pero sólo por unos minutos, porque los ojos de Gabriela – que viene de blue jeans estrechos, blusa floreada suelta y sandalias ceylandesas – caen infalibles sobre el panfleto “Sexo y Fantasías Sexuales” en manos de Marcela. ¡Vieja verde! – ¡Con que en ésas estamos! ¡Miren, miren, miren! Ese librito lo conozco yo, lo he visto más de una vez en lugares inesperados. ¡Déjenme, déjenme! ¡Mira, mira, Domingo! Las cosas que leen tus viejos alumnos, ¡ja, ja, ja! Domingo Astaburuaga mira sostenidamente a Marcela Köstner. ¿Cuantos años han pasado? Se saludan formalmente, apenas una inclinación y desde lejos. Astaburuaga pondera con esa fina balanza que sólo él tiene para ponderar. Hay tanta decepción en esa boca. Hay rasgos de hastío y de profundo desprecio en esa mirada. ¿Se quedarán para nunca más esas líneas en el entrecejo? Dicen que dice de él cosas terribles. Mono trepado al árbol… Sí, eso. Pero en este medio… cultural, ¿quién no dice de quién sea lo que sea? De todas formas, ella… En algún rincón de su “Manual de Antropología Filosófica” habrá dejado una nota sobre el tema. El tonto y sus tonteras. Algo así dicen que dice. Pero, obvio, él la ve más allá de las tonterías de ella, más allá de las habladurías, más allá del bien y del mal. ¡Qué hermosa era! ¡Qué hermosa es todavía! ¿Qué edad tendrá ahora? ¿Cuarenta? No, no tanto. Una hembra para el Tiziano y no para… Marcela parece estar meditando en torno al mismo tema, aunque – otra frase más del mismo Astaburuaga – las perspectivas no son conmutativas. Enrojece levemente. ¿Deseó alguna vez siendo muchacha a este buhonero latinoamericano de la Antropología? ¡Qué feo es! Esa boca que se le tuerce hacia abajo y se le enchueca como asqueada. ¡Repugnante! ¡Y los

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ojos! ¡Una vaca reflexiva, ja, ja, ja! Belisario percibe sin falta el intercambio inalámbrico de refunfuños. Se pone de pie y va a saludar al distinguido profesor y su señora. Pero Gabriela Rodríguez de Astaburuaga casi no lo nota. Está hecha una colegiala ansiosa yendo de postura en postura por las páginas de las aberraciones sexuales. Elisa Bauzá está mirándola con un “¡Vieja babosa!” a punto de escapársele. – A mí, y excúsenme la ingenuidad, lo que más me intriga de todas estas… investigaciones es la señorita del columpio. ¿Cómo es posible hacer nada en un columpio? ¿Columpiarse? Mira descaradamente a Domingo Astaburuaga que se ha dedicado a examinar sus uñas sin dar muestras de interés en vulgaridades. ¡Hasta cuándo siguen en las mismas! Todo partió con ese señor Atilio Valenzuela y miren dónde hemos venido a desembocar. Hasta su misma mujer… ¡Cómo ha cambiado! ¡Quién lo creyera! ¡Dónde, dónde está la beata de los placeres intra y nada más que intramaritales! Con la Revolución a Secas ha volado a La Habana, París, Berlín Oriental, Moscú, pero no ha visto un Rembrandt la muy bruta... Bueno, como sea, todavía no sabe cómo se puede fornicar en un columpio. Y parece que disfruta poniendo en ridículo a su marido, el maestro de la ascensión fáustica que es como decir el columpio cósmico. – ¿Qué me dice, maestrito, se le ocurre a usted? Belisario traga saliva. ¡Qué insolente y vulgar! Perdió la noción del marido que tiene. A esto hemos llegado. ¡Vieja imbécil! Una perfecta patata del jardín chilensis para que la pele el mismo Astaburuaga. Ahora, ¡lo que faltaba! Se entromete Antonio Rivera. Lleva ya media docena de chuletas en la panza y botella y media del bueno. Ahora le hace el honor a dos palmos de longanizas con puré picante. Pablo Etcheverry le va pisando los talones con Roberto Tironi dos pulgadas atrás de longaniza y medio litro delante. Comen de pie. Antonio se acerca a Gabriela chupándose los dedos en su más puro estilo abstracto y cogiendo al vuelo un vaso que le alarga Tironi le habla a Gabriela haciéndole arrumacos como si tuviera año y medio. – Pero, si no hay para qué imaginarlo, doña Gabrielita. La cosa está ya pasada y repasada. Hasta en viejos cuadros de pintura la cuentan. ¿Nunca oyó hablar del “Jardín de las Delicias Mundanas”? – ¿Delicias mundanas? – Es un cuadro famoso. En él se encuentran por triplicado todas las travesuras sexuales de ese panfleto que tiene ahí. Pregúntele al maestro. El general Bauzá que fue a lavarse las manos y recién vuelve se acerca a su esposa que le alcanza sonriendo un vaso de ponche. ¿De qué están hablando? Ah, del folleto ése. No, no

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lo ha leído. Pero no está de acuerdo con nada de lo que ha oído. En primer lugar, le molesta mucho esa calumniosa asociación con las Fuerzas Armadas. En una reunión de Patria y Progreso asistió a la disputa entre el señor Marinovich, su… su… yerno Octavio y ese señor tan caballero y ponderado, don Aníbal Quintana. Debe confesar, primero que nada, que no entiende una jota de toda la disputa. ¿Qué relación puede haber entre el sexo y la política? Con toda razón tenía esa cara de escándalo don Aníbal Quintana. ¿Sexo y política? El señor Marinovich decía sí, sexo y política. Enfáticamente sí. O si lo prefieren más claro, cuerpo y política. – ¿No dicen – y perdone la rudeza, general – no dicen que el mundo gira alrededor del trasero? Claro, todos reímos con el chiste. Pero, ésa es justamente la manera de reconocer su verdad, riéndonos. ¿Conoce el chiste de la primera rusa cosmonauta? Cuando le preguntaron a Khroushov por qué una mujer, respondió: “Hasta aquí, el mundo ha dado vuelta alrededor del trasero. Bien que por lo menos una vez el trasero dé vueltas alrededor del mundo” ¡Ja, ja, ja! Sí, mis amigos, los chistes son la verdad en píldoras. Muy gracioso. Pero el general Bauzá no le veía la relación. – ¡Pero, mi general! Si el mundo gira alrededor del trasero, ¿no le parece que aquel que controle el trasero controla el mundo? ¡Pura lógica! Don Aníbal Quintana lo interrumpió bruscamente. ¡No, que mejor no siguiera su

colega!

– Las inmundicias de los prostíbulos se quedan en los prostíbulos. El señor Marinovich, que ya entraba en la fase de salir a gritar “¡Patria y Libertad!” y tomarse la calle, andaba viendo comunistas hasta debajo de su cama. ¿No sería, a las bien últimas, un agente de Moscú este Aníbal Quintana? – ¡Justo, justo, prostíbulo, prostíbulo! ¿Has pensado en la madame que los regenta? Poder puro, el culo. Porque así se llama y mejor nombrarlo en pelotas. No va a incomodarse con culos ni con prostíbulos el general Bauzá. No, no es eso. Lo que pasa es que no entiende tanta pugna, tanta disputa, sobre cosas que están a la mano. El soldado, con el perdón de las damas, coge las mujeres al pasar igual que un ramillete de flores o un trago de vino. ¿Qué tiene que ver el… el… en fin, qué tiene que ver la señora que sea con el aprovisionamiento del Ejército? – ¡Vamos, señores, seamos serios! Todo el poder se reduce a cero sin aprovisionamiento. Sin aprovisionamiento mejor no hablar de nada. La derrota de los alemanes en el Frente Oriental, ¿qué tiene que ver con el… el…? Fue falta de aprisionamiento, señores. Insuficiencia de calorías, eso fue. Seamos realistas. Ustedes hablan… ¿De qué hablan? En este mismo momento, ¿cuál es el problema? Desabastecimiento. Ahí lo tienen. Y no me extrañaría mucho que así como va la cosa…

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Antonio Rivera atiende que es todo oídos y suma seriedad. ¡Vaya! Cambió la brújula de un segundo para el siguiente. Pide por las fuentes de ensalada, ordena por más asado, grita por vino hacia la casa. Todos están excitados. ¡Qué honor! ¡A un mismo tiempo el profesor Astaburuaga y un estratega del ejército! Porque son días de suma incertidumbre y es bueno que el Ejército y la Universidad se sienten a la misma mesa. Entre trago y trago, los comensales comienzan a tantearse. Nadie está muy seguro de quién es quién, de qué lado empuja el del lado. ¿Hacia dónde vamos por fin? ¿Hacia dónde navega el barco del Estado sobre un mar tan chúcaro? ¿Hacia la dictadura del proletariado que sueña Sergio Bahamondes o hacia un baño de sangre a cañonazo limpio como vaticinan cada vez más seguros Tomás Pineda y sus camaradas de “Patria y Progreso” y que andan alquitranando las paredes con un siniestro “¡Yakarta!” a todo alquitrán? ¿Va a repetirse la carnicería de Indonesia, el millón de comunistas masacrados por los ejércitos de Suharto? ¿Había ya quedado atrás la hora de las definiciones y no había uno que no estuviera afilando su cuchillo? Para Belisario Concha, que se había tornado sensible como un diapasón desde la época de la Crisis Cubana, la suerte estaba echada y decidida desde hacía tiempo en el país de los ciegos. Así estaban las cosas. Y surgió esta idea de mirarse las caras, de tantear en torno de un sabroso asado a personas que algo sabían de lo que hervía en la Universidad, el Ejército y la Industria. Antonio Rivera, cuyo hermano recién se hacía cargo nada menos que del Ministerio del Trabajo, se encontraba en medio de las cosas mucho más de lo que los otros pudieran imaginar. Vino a la fiesta interesado en lo que pensaban en “Aprovisionamiento del Ejército”. También valía la pena estirarles la lengua a esos dos, Astaburuaga y Tironi, acerca de los momios de su facultad. Hasta tantearle las impresiones a Belisario Concha algo aportaría. Después de todo era el hijo regalón del magnate del acero. Marcela Köstner pertenecía también al grupo de los que consideraban al Gobierno Popular hundido hacía tiempo ya. No era puro snobismo el suyo, rumiando su Spengler por años de años. Por un tiempo vaciló leyendo ese “Pueblo, Conciencia y Fusil” garabateado sobre los muros del Convento de San Francisco. Pero, una mañana se despertó riendo con la obviedad de todas las obviedades. Porque así como era cierto que a los revolucionarios les faltaba la conciencia, más cierto era que no tenían los fusiles. ¿Tan idiota era que se le había escapado lo que estaba ante sus narices? Bueno, ¿y entonces qué? Entonces, nada más simple: Los señores de la especie Sergio Bahamondes, Antonio Rivera y todas las subespecies aledañas tenían los días contados. No, mejor dicho, estaban ya bajo tierra. Sin saberlo los pobres, bajo tierra. Y fue ella, Marcela Köstner, la que echó a correr la historia que circuló con gran resonancia de carcajadas entre los miembros de “Patria y Progreso”, esa historia petrificante del cortesano chino caído en desgracia al que el verdugo decapitó de un mandoble tan fino y veloz que la cabeza le quedó donde mismo. El verdugo con sonrisa triunfante le hizo una reverencia de despedida y el cortesano avanzó feliz hacia la puerta. Ya a la salida y volviéndose para replicar la cortesía se inclinó y su cabeza cayó rodando por el suelo. Porque hay que repetirlo y repetirlo en su honor: Por mucho que cayera en hondas depresiones, la valkiria del Calle-Calle era discípula genuina de Spengler. Pensaba para el siglo que viene y no para despuecito como los indios y mestizos que la rodeaban. “Piensa el mundo en su totalidad”, solía decir Belisario Concha, aunque con un granito de sorna que le venía de los genes de don Amado, “No pierde su tiempo en los arrabales de la Historia”. Pero, Spengler se había ido, Heidegger estaba por irse y lo más granado del pueblo alemán había caído en las

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mil batallas de la Guerra Grande. No había una tercera oportunidad para Occidente, no la habría jamás, y ya comenzaba el nuevo capítulo de la Historia del Mundo: la Revolución de Color. Seguramente, todo este cuadro abarcador y apocalíptico explicaba los vuelcos inesperados de Marcela Köstner, sus cambios fantásticos, paradojales, desesperados, siempre espectaculares. “Los caprichos tan suyos”, se decía Belisario Concha, “los caprichos que la arrastran a fornicar con su pequeño Gabriel Araya bajo los abedules del cementerio, detrás de un altar, a la orilla de la carretera, debajo de un puente que ya se viene abajo. De ahí también esas recaídas de mocosa chica en las tonteras de Karl Schlieman sobre continuar con las tareas de Occidente en Chile, ¡ja, ja, ja! a partir de nuestra raza homogénea, ¡ja, ja, ja! nuestro aislamiento, nuestras costumbres incontaminadas, nuestro Ejército pru… pru… siaaano. ¡Ja, ja, ja! ¡Ay mi Dios, cuánta estupidez!” Ahora mismo, en medio de esta patota entre canalla dorada y fronda aristocrática, con el aliño consabido de los tres o cuatro rotitos, sorbía su ponche y picaba su longaniza nada menos que un general del Ejército. ¿En qué estrategia pensaba? ¿Se moverían por fin los militares? ¿Y cómo, hacia la izquierda o hacia la derecha? ¿Moscú o Washington? ¡Yakarta! Una cosa era clara: la nobleza y seriedad en el rostro del general, la pulcritud impecable de su uniforme prusiano. Tironi se veía muy ocupado en la parrilla. También Antonio Rivera y Pablo Etcheverry. Seguían llegando visitas. O dejándose caer desde las parcelas vecinas. Ahora, ¡horror!, en la puerta cochera sonaban las risotadas de barítono de Esteban Marinovich. “¿Quién lo invitó?” gruñó por lo bajo Pablo Etcheverry. “El dueño de casa. ¿Quién, si no?” le respondió Rivera. “¡Lo único que falta es que aparezca Aníbal Quintana!” “¡Bah, te la doy firmada!” “¡Ojo con el fascista!” Antonio Rivera miraba a Tironi con piedad. ¡Invitar a ese hijo de puta! No más ver a Esteban Marinovich, las dos poetisas se sacudieron la letargia del vino con longanizas y corrieron dando grititos al baño “a estucarse” como le dijeron a Elisa Bauzá que en esos momentos salía de lo mismo. Un poco fascista sería ese Marinovich, pero una nunca sabe, ¿verdad? Como lo temía Pablo Etcheverry, a los minutos llegaba también Aníbal Quintana que se inclinaba muy ceremonioso y perfumado de dama en dama. Marcela le tomó la mano y no se la soltaba mientras le refería que se estaban divirtiendo a mares con ese opúsculo de historietas sexuales francamente surrealistas. Ahí le dolía al estandarte del Estado de Derecho y Marcela se divertía mirándole los respingos de beato sin remedio. Tironi miraba a Astaburuaga quien desde luego conocía hasta la última sílaba de las tiradas de Quintana en su contra, cosa que ni cosquillas le daba. Pero, viendo a Marinovich, quiso llamar su atención sobre lo último publicado en Alemania en Filosofía del Derecho. Algo nuevo sobre algo viejo se estaba ensayando por las noticias que tenía. Sobre causalismo y finalismo. ¡Oh, pesado, pesadísimo, oh! Importuno y tan propio de un petulante. Gabriel Araya decía que el país le quedaba chico a Domingo Astaburuaga o, si preferían, Domingo Astaburuaga le quedaba grande al país. Y ahora, recordándolo, Antonio Rivera casi se atragantó con la chuleta enésima. ¡Hay unos tíos! Esteban Marinovich se inflaba, se sentía honrado, honradísimo, pero, ¡por Dios! ésas no eran en absoluto sus alturas. ¿Qué podía decir que no sonora como vieja zarandaja en los oídos de un profesor Astaburuaga?

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– A no ser que aquí, el señor Quintana… El oloroso y pudoroso abogado se había quitado el vestón con las excusas debidas y era figura curiosa de mirar, en camisa blanca resplandeciente, en impecable pantalón de franela, zapatos y cinturón de gamuza rosada, suspensores al par con la corbata y en ésta un prendedor de oro con perlas incrustadas, en juego también con las colleras. Las poetisas volvían del baño ajustándose y dándose con el codo en el momento mismo en que Kelsen, Green, Hegel y otra media docena de dinosaurios de rara estirpe salían de la boca de Quintana, tartamudo al comienzo, mono-subido-al-árbol-de-la-ciencia después. Pero, el señor Quintana no parecía impresionar, ni mucho menos al gran Astaburuaga. Por contraste, ¡qué andanada hubiera soltado un Joaquín Albornoz de estar allí! Y de estar vivo, se entiende, algo que muchos empezaban a dudar en esos días de represión violenta contra la ultraizquierda. Astaburuaga pensaba – lo que quería decir volvía a pensar – por esos días sobre la cuestión de los delitos y las penas. Nadie sabía por qué, aunque Maggie Silverstein, Pineda y Marinovich habían intercambiado un par de anticipaciones. O sea que el viejo zorro se preparaba para las que venían con el cien por ciento seguro golpe militar. Por el putis contingere, que era el mismo “putis pudiera” de don Abelardo Olavarría. “A éste no lo van a pillar en calzoncillos” reía la Gorgona. Y Pineda reconocía que no, que no a él, pero que a su mujer la iban a pillar pilucha. – ¡La huevona! – ¡Sí! ¡Y el huevón! Así andaba el lenguaje por esa época y había que ser un Belisario Concha para no soltar un “cha’e tu madre” a la primera. Astaburuaga detenía al que fuera en la vereda. Estaba reconsiderando, sí, reconsiderando la vieja cuestión de los delitos y las penas. En el fondo, el principio de la “equivalencia espiritual”. “A veces, mi amigo, puede ocurrir que uno es igual a diez. Lea a Goethe”. Predicaba que lo que toda Latinoamérica requería, de verdad y no en palabras, era un Hartman, un Husserl. “¡A las cosas mismas, mi amigo! ¡Basta ya de cuentos! Siempre lo he dicho como a todos les consta”. Desde lejos, asperjando la carne en la parrilla con un manojo de perejil, al tiempo que daba vueltas a las empanadas y mantenía a raya las longanizas, Tironi asentía a las repeticiones machaconas del gran Astaburuaga. Rojo como pancora, lacrimosos por el humo los negros ojillos saltones de corsario medieval. Todos atendían a la parrilla a la espera de la cosa seria: el asado del carnicero. Pero Astaburuaga no paraba. Cuando lo cogían las concatenaciones de la cosa no iban a pararlo con asaditos. – Es hora de ver la realidad tal cual. Nada de envoltorios ideológicos. Siempre he dicho: Todas las cosas son compatibles con todas las cosas. Antonio Rivera, sin apartar el oído de los dimes y diretes entre los señores abogados y el maestro de la indeterminación y el impulso fáustico, vigilaba a Pablo Etcheverry que a esta altura de los tragos tenía que hacer fuerzas para no estallar a garabato limpio. Y si era todo compatible con todo por las re… Se acercó a la mesa de las botellas, cogió una y se acercó al

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chisporroteo y el humo. – ¿O… tro tra… guito? – ¡Venga! – ¿Entiendes para dónde va este gaaallo? – ¡Que me capen! – Algo tiene que estar dic… iendo, ¿nooo? – Pura tinta. Experto en cachañas de liebre. Una mierda, nada más que una mierda. – Y… los otros… el par ése… – Ahí sí que pica el pollo. Le venía el fuego por dentro a Pablo Etcheverry, pero se las arreglaba con una cancioncita que le salía mientras daba vueltas a las tiras de costillares, colmaba las copas, servía ensalada. Borracho como estaba, no se ensuciaba la punta de los dedos. Siempre tan pulcro, tan bien criado, aunque en su casa en el último tiempo ya no lo conocían. No decía frase sin su final feliz y hasta a su padre le decía “huevón” sin darse la menor idea. Mireya lo contagió. A ella la contagiaron los “compadres” del Ministerio de Educación donde para “desalienar” la cultura chilena se les había dado pega (comentario de Elisa Bauzá) a los más connotados “oones” y “cha’e tu madre” de la Universidad. Doña Graciela de Astaburuaga tampoco lo hacía mal y se decía que fue ella la que contagió al marido que llegó al extremo de exclamar “¡Pero, si eso no es evidente huevón!” en un encuentro de intelectuales ante las cámaras de la Televisión Nacional. Tuvo que abstenerse por casi un mes de ir al Pedagógico porque oyó que cientos de alumnos lo esperaban a la entrada para sacarlo en andas a un paseo triunfal por la Avenida Macul. ¡Por fin había dicho algo que se entendía clarito! Frente al televisor, Belisario Concha se sobaba el lóbulo de la oreja izquierda entre el pulgar y el índice de la derecha. ¿Para dónde íbamos? Si Astaburuaga, nada menos que Astaburuaga, trataba de “huevón” a un colega ante el país entero, ¿qué cabía esperar? Cuando Marcela Köstner le contó el exabrupto a Gabriel Araya en Concepción, el ex-practicante del nihilismo nirvánico se quedó mirándola largo y moviendo la cabeza. ¿Cómo podía una mujer de sus quilates creer esos rumores? ¿Que no se daba cuenta del tiempo en que vivíamos, tiempos de la calumnia, la procacidad y la canalla? Terminados los postres, algunos salieron a caminar por los huertos y jardines de la chacra; otros se retiraron a una siestecita. Un grupo se formó con los que no iban a apartarse ni por nada del ponche y el buen vino. A Esteban Marinovich se le soltaba la lengua y Antonio Rivera se hacía el dormido. El gigante yugoslavo se puso a hablar justo al revés de lo que traía proyectado, que era galantear, callar y tomar notas. Como decía Octavio Olavarría citando a

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don Abelardo, “En el país de los tontos hazte el leso”. Pero, el hombre sencillamente no podía con tan buen trago y tan selecto público. La verdad, que a Antonio Rivera no le tomó trabajo emborrachar a todos lo justo: El conceptuoso Quintana, ante una Marcela más alegre, sensual y deseable que nunca, ni cuenta se dio de lo que bebía. Pablo Etcheverry la comenzó con Antonio Rivera dándole con el codo y haciendo el teatro de la santa indignación por esos camioneros, esos traidores de clase que se proponían paralizar el país, boicotear un gobierno elegido por ellos mismos. Belisario Concha iba a intervenir con su manual de lógica elemental. ¿Traidores de clase? ¿Pero, con qué imbéciles creía estar conversando este hijito de su papá? ¿La paciencia tiene sus límites, no? Pero, Esteban Marinovich se le adelantó. – Tanto como elegido por ellos, no. Seamos honestos. Tironi miraba hacia la casa como si tuviera algo por lo que ausentarse. Antonio Rivera dio un golpe en la mesa. Pero, dándose cuenta de que se le pasaba la mano hizo como si se tratara de una mosca. – Dos tercios del pueblo votaron por el mismo programa. Prácticamente el mismo programa, ¿verdad? A lo que replicó Marinovich con esa jactancia que sacaba a Pablo Etcheverry de sus cabales: – Aunque fuera así, y conste que no es en modo alguno así, dos tercios del pueblo para emplear su apelativo no son el todo del pueblo, ¿no le parece? Rivera tenía que contenerse. ¡El asqueroso petimetre! – ¡Dos tercios son dos tercios! ¡Y sírvanme otro trago! Marinovich, el caballero, pedía que le sirvieran también y empezaba a levantar la voz. Comenzó a formarse público con los del paseo que ya volvían. Con todo respeto, el señor Marinovich no entendía bien de qué dos tercios hablaba el señor Rivera. No estaría viendo doble… – Porque donde usted, mi señor, ve dos tercios, yo sólo veo uno, por más que miro. Lo que llevó a Antonio Rivera a golpear en la mesa por segunda vez. Esta vez tan fuerte que el general Bauzá despertó con un sobresalto. ¿Comenzaba ya? ¿Estaban cayendo los misiles? El señor Antonio Rivera estaba gritándole al señor Esteban Marinovich que ya vería lo que eran dos tercios en las próximas elecciones municipales. De lo que resultó otro golpe, esta vez del señor Esteban Marinovich, para sobresalto del ponche que se encontraba por ese lado y estremecimiento de Tironi y Astaburuaga. – ¡Sí, dos tercios! Pero al revés de lo que piensa su merced. ¡Vamos a barrer con

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ustedes! Marcela miró a Mireya, Elisa miró a Marcela. Mireya sólo tenía ojos para ese señor Esteban Marinovich… Ninguna de las tres parecía ebria. ¿En qué pensaban? No en lo mismo, por descontado. Astaburuaga trataba de contener a Gabriela que tiraba de algo en su bolso. No el revólver para liquidar a Esteban Marinovich, afortunadamente. En su lugar sacó una botellita de whisky. De ésas para el bolsillo. Tocaba la trompeta, soltaba una interjección, el remedio se le subía a las narices por dentro de la garganta, le corría por las feas comisuras. Tosía, carraspeaba, escupía. Belisario miraba por lo bajo al miserable Astaburuaga. Marinovich tuvo que echarse atrás. Una de las Furias se le venía encima. – ¡Qué…! ¡Qué te…! ¡Tú…! ¡Qué te…! ¡Tú …! Tironi intervino llamando a gritos a una de las auxiliares del hogar (ex-domésticas, exsirvientas, ex-chinas, futuras nanas): – ¡Oiga, usted! ¡Sí, usted! Traiga inmediatamente whisky del refrigerador… ¡No, espere, espere! ¿Qué se sirven? – ¡A mí, ron! – A mí, pisco. – ¿Hay vodka? – A mí, nada. Me suministro sola. Esa era Gabriela, indecisa entre echarse otro trago al coleto o tirarle con la botellita en la cara a ese apestoso petimetre que ahora exhibía pitillera y encendedor de oro ofreciendo un cigarrillo a Marcela Köstner. Mientras se lo encendía la valkiria del Calle-Calle le sujetaba la mano mirándolo con una de esas sonrisas suyas. – Traiga hielo también… y limón. El general Bauzá, chasqueando, se puso en ánimo de mediador. Mejor dicho, de disolvente. Había en primer plano un asunto muy serio y los señores harían mejor en dejar los dos tercios tranquilos y atacar el grave problema del abastecimiento. Marinovich convino en el acto y con estadísticas al canto sobre fuga de capitales, desaliento de la inversión extranjera, paralización política de la producción, desestabilización política del mercado, liquidación de la infraestructura agraria. Mientras Gabriela se contenía de pararse, acercarse a Antonio Rivera y con ayuda de Pablo Etcheverry levantar la parrilla y dársela vuelta encima con todo el sobrante de chuletas, longanizas, empanadas y costillares, al gigante yugoslavo, éste se extendía en los conflictos del trabajo, la huelga de los mineros, los portuarios y ahora a un paso la de los camioneros. Elisa Bauzá bostezaba para que la vieran todos. Mireya jugaba a las morisquetas

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con Pablo Etcheverry. El señor Esteban Marinovich parecía sabérselas todas. – Desde luego, no soy político ni economista. Lejos de mí el honor. Pero, cualquier cristiano con dos dedos de frente… Todo ha quedado muy a la vista, ¿no les parece? No hay que subir a las nubes para mirar. En las trastiendas hay de todo, siempre que se pague. Se emite por carretadas el dinero. El señor, ése, a cargo del Ministerio de Economía, trata de hacer la revolución soltando las riendas al poder de compra. ¡Va a ver muy antes de lo que espera la revolución que le va a resultar! ¿Están enfermos los señores de arriba o es cierto que en este país, con el perdón de las damas, hay un tercio de pelotudos? ¡Así mismo! La cosa prendía de nuevo. Tironi, Elisa, Mireya, Marcela y hasta el mismo Aníbal Quintana se habían echado al sistema un vaso lleno de whisky sin darse la menor cuenta. Astaburuaga alargaba el suyo para que se lo llenaran de nuevo. Antonio Rivera, con una risita que apenas le alcanzaba para disimular el reventón de la bilis quería saber quién le contó al compañero Marinovich esa historieta de la emisión por carretadas. – Se emite lo que se debe emitir. Ni un peso más ni un peso menos. – ¿Y quién va a discutir eso? – ¿Entonces?… – Entonces se emiten las carretadas que yo digo. Ni una más, ni una menos. ¿O es que estamos hablando entre tarados? – ¡Seamos serios, compañero! – ¡Oiga, óigame bien! ¡Yo no soy compañero suyo! – Son los momios los que andan hablando de emisiones inorgánicas. Los huevones no tienen idea. Mireya y Gabriela aplaudían. Pero el gigante yugoslavo no había empezado todavía. Rivera lanzó sin esperar el segundo revés. – Ustedes, al acaparamiento lo llaman escasez. – Y viceversa. – Son los comerciantes antipatriotas los que acaparan las mercaderías.

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– Son sus compañeros revolucionarios los que las echan al mercado negro. – ¡Pero, compa…! – El ron, el pisco, el whisky que estamos bebiendo, el exquisito asado que acabamos de saborear, dónde, si me perdonan la falta de delicadeza, ¿dónde fue a adquirirlos el “compañero” Tironi? ¿Dónde, me dicen dónde? Porque yo, y excúsenme la llaneza, no he visto carnicerías con más que bofe colgando. ¡Y los precios, ah, los precios! Aquí fue donde Tironi encajó un “¡Salud!” que hizo saltar a todo el mundo. Después, como por el mismo resorte, soltaron la carcajada. ¿Sólo que cuál resorte? Aníbal Quintana mirando a lo alto de la higuera aclaró la garganta y comenzó a decir algo. Sonaba como la “problemática” o la “aporética”, pero los actores principales a estas alturas de la polémica no estaban para tonteras. Antonio Rivera le pidió a Marinovich que le permitiera, que lo perdonara, que había una componente determinante de la escasez. No, componente no. Era la causa entera de la escasez… – ¡Los camioneros! ¡Ellos son los que bloquean la distribución! Marinovich alzaba las manos haciendo gestos de que le dolían los oídos con los chillidos de doña Gabriela. Si de causas enteras se trataba el señor Rivera tendría que agregar a las carretadas de emisiones inorgánicas, las patotas de matones que monopolizaban la distribución en los barrios. Pablo Etcheverry saltó, más con ganas de irse a las manos que de argüir con un tarado de la cabeza. – ¡Eso es una calumnia infame! – ¿Calumnia? ¡Ja, ja, ja! Dices calumnia y sabes muy bien, sabes mejor que nadie que si no muestras la tarjeta que te da el partido no te venden ni cabezas de pescado. Gabriela se engrifó y tuvieron que sujetarla. – ¡Tú… Tú vienes aquí a provocar! – ¡Ah, mira, mira! Ésa también, la de la provocación. A ustedes no se les puede refutar sin provocarlos. ¡Me hacen reír! Belisario Concha, recién vuelto de una saludable caminata, quería saber qué ocurría, por qué tanto griterío. Marcela le guiñó que se callara y se sentara a su lado. Ahora venía lo que todos aguardaban. ¿Era el objeto del asado, no? Las poetisas volvían de su siesta chasqueando la lengua y acercándose a la generosa ponchera mientras el general Bauzá aparentemente a contrapelo tomaba la palabra.

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– Bueno, digo yo, no es necesario pelearse. Menos entre caballeros. Y más todavía, si me permiten, cuando a lo último de las cuentas somos todos amigos. Antonio Rivera y Pablo Etcheverry cambiaron miradas. Todos amigos, ¿por qué no? El general parecía por fin dispuesto a salirse del libreto. Sin pelos en la lengua. Mientras hablaba, mirando como si buscara higos en la gigantesca higuera, su mujer asentía con plácida sonrisa echando migas a los gorriones. El general tamborileaba suave sobre la mesa con el índice como si marcara su propio ritmo. – Yo sólo tengo que decir… Se trataba de ese asunto de las emisiones in… orgánicas como decía aquí el señor Marinovich… mejor dicho el señor Rivera. O sea, que no eran tales sino ficciones de los… de la oposición. – ¿Digo bien? Antonio Rivera sonreía como en el jardín infantil. – ¡Emisiones inorgánicas! Se trata de un concepto perimido, mi general, obsoleto. – Sí, eso oí el otro día por la televisión al señor Ministro de Economía. No cabe duda. Como decía mi abuelito materno, “Si las palabras han caído en desuso, no queda más que morderse la lengua”. Sí, así no más es. Y mi profesor en la clase de gramática nos hacía observar que cuando uno carece de la palabra que corresponde es como si la cosa que esa palabra nombra no existiera. Algo casi increíble. Pero también es cierto que cuando uno tiene que morderse la lengua es para que se esté callada que se la muerde, ¿verdad? A Quintana se le soltó un ¡ja! sin querer. A Etcheverry, otro sin entender. Astaburuaga, sonriendo, hizo ademanes para que se le permitiera una intervención y Marcela sintió que le bajaban unas ganas de pararse, ir donde el general Bauzá y, mujer menos mujer más, estamparle un beso en toda la boca. Desde luego, Antonio Rivera no tenía problemas en que el general le tomara el poco pelo que le quedaba mientras fueran el costo sus muy valiosas informaciones. ¿Qué estaban pensando los generales? Iba demasiado lejos el general Bauzá o se le estaba pasando la mano con el pisco? Tironi fijaba la atención en Astaburuaga. Elisa Bauzá en su padre y Antonio Rivera. Algo de gracia inefable entre la digestión de las carnes, el excelente vino y el café-café se fundía con los arreos lingüístico-maulinos del general Bauzá que iba tomando un trote de a poco poquito. Un no sé qué de cazurrería dialéctica que le eructaba mientras hurgaba entre sus dientes con un palillo, formado con emisiones inorgánicas que van y acaparamientos orgánicos que vienen, o al revés o qué se yo, humilde ignorante como soy, porque lo que importa es la cosa en su realidad, ¿no le parece? Y no vamos a decir una cosa por otra porque, ¿qué sacamos a estas alturas del partido cuando ya no hay sardina que pique?

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– …y mire, sin ir más lejos, ayer pasó por la casa un señor medio improvisado ofreciendo, ¿qué cree usted? ¡Televisores! Y es el mismo rotito que antes pasaba con un saco vendiendo pasto para las gallinas. Y mi yerno… digo Octavio que todos conocen le dice que sí, que se interesa porque recién llegó la electricidad a su casa en el campo. Y parten, pues, los dos a una población más al sur del Estadio Nacional y entran a un bodegón al fondo de una humilde casa lleno de radios, tocadiscos, refrigeradores, cocinas. Y televisores, claro. Las gentes entraban por un garaje al lado de la casa y salían por donde mismo cargando sus cajas felices por los buenos precios y por no tener que pagar un cobre del impuesto a la compra-venta. Y mi yerno, como les digo, se hizo el sin plata suficiente y salió para volver en la noche con otros dos de testigos para saber cómo hacían. No demoró en aparecer un camión que apenas cabía de una vereda a otra. Descargan a toda carrera. Todo lo cual, desde luego, no es más que un botón de muestra de bodegaje inorgánico ya que estamos en ésas. Y yo, para decirle la verdad, no sé a quién beneficia este negocio, si a los señores que se dicen de izquierda o a los señores que se dicen de derecha. Pero, a quién perjudica, lo sé muy bien. Como sé muy bien por mi experiencia con enseres y logística de aprovisionamiento acerca de la manera como se puede traer un barco a pique. Desde la despensa, como quien dice. Perdóneme, son imágenes que se me pegan en las conversaciones cada vez más arduas que sostenemos en el último tiempo con los altos oficiales de la Armada.

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En aquel tiempo – cuando la dictadura y el terror iban quedando atrás y un Belisario Concha encanecido y adelgazado que daba pena la visitó en ese sucucho de San Miguel donde vivía a medias allegada con su hijo – Belinda Ramos no quiso agobiarlo con los detalles del arresto de Sergio Bahamondes, el gran despliegue militar alrededor de esa casa de Los Domínicos, ni los numerosos allanamientos que vinieron después, la larga, inútil peregrinación en busca de Sergio, su propia detención, el interrogatorio a que la sometieron desnuda sobre el camastro de hierro donde le aplicaban electricidad y le hacían preguntas muy precisas, dictadas, estaba segura, por Maggie Silverstein a resguardo en el cuarto vecino. ¡Qué historias podía contar! La expulsaban y volvían a expulsar de miserables empleos que conseguía por vías clandestinas donde tenía que entregar la mitad del sueldo a solidarios colegas. Perdió el segundo de sus hijos que había cumplido cinco años. Tuvo que vender la famosa casita de Los Domínicos para pagar el hospital y los médicos que iban de un diagnóstico a otro, con largos, frustrados y costosos tratamientos. ¡Cómo sufrió a solas y sin consuelo la pérdida del pequeño! Trabajó de camarera en un hotel, de servidora en un par de fuentes de soda, de vendedora a domicilio, de empleada doméstica. En todas partes lo mismo: Aparecía el sujeto que exigía servicios adicionales, patrones borrachos que se le venían encima, degenerados que la cercaban en la noche con sus ofertas asquerosas. Por casa de sus padres no podía acercarse. Su madre se lo había dicho abiertamente: demasiado comunista para la familia, muy peligroso. ¡Y cómo la persiguieron los agentes de la DINA! ¡Y cuántas veces negoció con su cuerpo un dato falso sobre el lugar en que tenían a Sergio! De allanamiento en allanamiento, los de Inteligencia Nacional fueron desmantelando la casa. En largas colas, esperando por trabajo, tejía sus hipótesis sobre el paradero de Sergio. Una noche vinieron a golpear. La una de la madrugada. Atisbó por la ventana. Dos carabineros cuchicheaban ante la puerta. ¡Otra vez! Abrió alelada. – ¡No se asuste, señora! ¡Por favor no se asuste! Venimos con buena intención. – ¡Y con mucho riesgo, señora! Sabían del esposo de la señora. ¿Podían pasar? Uno de ellos estaba seguro de haberlo visto entrar en “Colonia Dignidad”. – ¡“Colonia Dignidad”!

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– A nosotros no nos dejan asomarnos, pero controlamos todo movimiento desde el retén, ¿comprende? – No entra ni sale una mosca sin que sepamos. – Estoy seguro de que es él. Lo reconocí al tiro. Porque me tocaba servicio en el Ministerio. En los buenos tiempos. Fue muy buena persona conmigo. Le debo la casa que tengo. – El año pasado nos trasladaron. Sólo por un tiempo. ¡Las cosas que se ven allí! – Él entró, señora. Estoy seguro. Belinda, como sonámbula, fue al closet del dormitorio a sacar la cajita con el dinero. Había algunos dólares de “los buenos tiempos”. ¡Estaba vivo, Dios del Cielo, estaba vivo! En la infernal “Colonia Dignidad”, pero vivo. Sabía por las emisiones de Radio Moscú que allí no liquidaban. Sólo interrogatorios a la alemana. Vino hacia el living. Los carabineros seguían de pie. – No es mucho, pero… – ¡No, señora, no! – ¡Ni por nada del mundo, señora! – Ahora nos vamos. Estamos en la Prefectura del sector. Cuídese, señora. Y ya nos conoce, por si algo se le ofrece. A la salida se detuvieron y volvieron a sus cuchicheos. Belinda se sobresaltó. ¿Una más de las consabidas trampas? Se volvieron, un poco indecisos. – Sí, aquí, el compañero me recuerda… Belinda retrocedió. ¡Bah, venían a lo mismo que todos! – Lo vimos… Bueno, yo lo vi, entrar en Febrero de este año. Exactamente, diecisiete de Febrero hacia las once de la noche. No se veía muy bien, pero caminaba en sus pies. De ahí no ha salido. Por lo menos hasta la semana pasada, el Miércoles, cuando nos trasladaron a Santiago. Yo creo que sigue ahí. Estoy casi seguro, sí. Entonces comenzaron sus averiguaciones más a fondo sobre “Colonia Dignidad” y pudo darse cuenta a poco andar que era terreno minado.

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– Como atracar un bote a un acantilado. Fue el comentario de un oficial de marina que conoció en “los buenos tiempos” y que ahora pasaba los malos tallando en hueso puños cerrados en la Cárcel Pública. De allí obtenía Belinda casi toda la información que empleaba en la búsqueda de Sergio. Pero con “Colonia Dignidad” resultaba casi imposible. ¡“Colonia Dignidad”! ¡Qué nombre insultante! Campo de concentración y tortura dirigido por expertos veteranos de la Alemania Nazi, informaban desde Radio Moscú. Celdas de confinamiento, instrumentos brutales de interrogación. Métodos y objetivos nazis. Secreto grande, muros altos, alambradas electrificadas. Y silencio por todo el territorio. Existía desde los tiempos legendarios del general-escoba. Protección secreta e incondicional desde las altas esferas, perros adiestrados para matar, brazos de largo alcance. Los que salen de allí, nunca sabrán dónde estuvieron ni por qué. ¡“Colonia Dignidad”! ¿Hablarle de todo esto al cándido y envejecido Belisario Concha? ¿Para qué? ¿Para enredarlo más de lo que ya estaba? ¿Para comprometerlo? ¡No, eso nunca! Belinda sabía muy bien en las que andaba el pan de Dios. Quería asegurarse de que fue Roberto Tironi el que entregó a Sergio. Estaba seguro de que fue él. No sabía decir por qué, pero estaba seguro. Buscaba los “hechos irrefutables”. Quería asegurarse también de que Marcela no había metido manos en el asunto. Ni en el que menor. Y que Roberto Tironi y nadie más que él, era el responsable. ¿Roberto Tironi? Belinda tampoco sabe por qué fue tan enfática. – ¿Roberto Tironi? ¿De dónde se te ocurre? Absolutamente no. Le dio a entender que estaba muy interiorizada, muy al tanto. Aunque, ¿podría de verdad decir categóricamente que no? ¿Quién podía? La verdad es que tal fue la plaga de delaciones, cobardía y caza de brujas que ni el mismo Tironi, ese de los claroscuros y las ambigüedades, sería capaz de desimplicarse ante sí mismo. “Hay situaciones en que hacemos algo sin idea de que lo hacemos”. Esa era una de sus perogrulladas que ahora podría aplicarse a sí mismo. Sí, muy bien podría ser. Sergio no lo tragaba. Ni él a Sergio. Choque frontal: el beato eterno y el materialista de pies a cabeza. Igual que Joaquín Albornoz, el insobornable. Pero, ese Tironi… ese… Había corrido a aplaudir la Declaración de Principios de la Junta Militar. Tal como dijo de él una vez Joaquín Albornoz viéndolo venir por los patios del Pedagógico: “No se preocupen, no nos va a llegar con su lata. Es de los tipos que dan un paso y retroceden dos”. Sergio lo seguía de cerca. Había estado flirteando con el Gobierno Popular y ahora… El marxismo, un cáncer. El comunismo, intrínsecamente perverso. Los diagnósticos de Leigh y Pinochet de un tiro. Así hablaba después del golpe. En “El Mercurio”, inesperadamente el gran Tironi abría los brazos. ¡Ah, libertad! ¡Por fin cortaban de un tajo las Fuerzas Armadas “el inextricable nudo gordiano”! ¡Intrínsecamente perverso, sí, sí! “Mandoble sobre mandoble, el Gobierno Militar sostenido abrumadoramente por el pueblo cercena uno a uno los tentáculos del maquiavelismo materialista”. Los que no estén de acuerdo, un paso al frente y… ¿Y qué? Ahí le venían los tiritones a Roberto Tironi. Pertenecemos a la cultura occidental. Somos cristianos y somos humanistas. No tenemos vínculo ninguno con el despotismo asiático, ni con el materialismo ateo. ¿Sí? Y entonces, ¿qué? Hace muchos muchos años que venimos estudiándolos, que venimos tolerándolos sin chistar. Los conocemos bien, muy bien. Ahora,

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los tenemos en la sartén. No obstante… Así andaba Tironi por las calles de Santiago, saliendo de un bar, entrando a una parroquia con un decir no diciendo, muy tironiano. No, el pobre diablo no era para ésas. Pero no iba a saltar fuera tan fácilmente. Desde los primeros meses de la Dictadura ya estaba Esteban Marinovich conminándolo a que hablara claro, que bajara de esas cumbres borrascosas tan cómodas. Por radio y televisión le llegaba el mensaje con todas sus letras. Aníbal Quintana, más ponderado y sesudo, más señor de la palabra, le venía mejor a “El Mercurio”. Dictó al mundo su clase magistral de ética y política en el momento crucial. “Hay tiempo de hablar y tiempo de callar. ¿Puede relativizarse el dictum famoso diciendo que el tiempo de hablar de unos es el tiempo de callar de otros y viceversa? Lo que parece innegable es que no se puede callar hablando ni hablar callando. ¿Somos místicos o somos qué? Si el signo de los tiempos cambia, los que ayer hablaban hasta desgañitarse deben callar. Hoy se nos dan las cosas bajo el sol del meridiano. Rigurosa disyuntiva: O Gobierno militar o comunismo internacional. Disyuntiva real, no nos engañemos. Y que quede claro también: No nos escapa que las disyuntivas reales dividen en tres al grupo humano: Los que están firmes por una, los que están firmes por la otra, y los que están firmes por una en la mañana y por la otra en la tarde”. Así habló Aníbal Quintana. Fue un “momento de expectación” como dijo Mireya Gómez mientras liaba sus bártulos para mandarse mudar. Pablo Etcheverry había salido del país mucho antes con Antonio Rivera. Los cobardes, como los llamaba ella misma, se escondieron en la Embajada de Méjico. Había paradojas en ese tiempo. Si uno salía del país era un cobarde y si se quedaba era un colaborador. Quedarse equivalía a mondar entre la mañana y la tarde la disyuntiva ventilada por el prestigioso abogado Aníbal Quintana que se lucía en las páginas de “El Mercurio” arrinconando nada menos que a un maestro de paradojas como Roberto Tironi. El “momento de expectación” se prolongaba. Había muchos que no decidían entre arrancar o quedarse o, como se decía también, “luchar desde dentro o desde fuera”. Aguardaban la respuesta de un Astaburuaga, de un Tironi. El abogado Quintana no les daba tregua. “Y bien, ¿somos o no somos? ¿O es que nos van a quitar con la mano izquierda lo que nos entregan con la derecha? ¡Vamos, de una buena vez, decídanse!” Momento de expectación. ¿Saldría Tironi, la espada en alto, a recoger el guante? ¿Le daría para tanto su humanismo cristiano? ¿Y Astaburuaga, ahora que decimos, dónde se metió? ¿Dónde está Gabriela, su mujer? ¿En algún camastro de algún regimiento aguardando el magneto? Sálvese quien pueda como pueda, aunque tenga que hundir a otros para salvarse. Belinda Ramos aporca la tierra. Le corresponde un trocito de huerto en el fondo del patio. Este año plantó papas, porotos y tulipanes. ¡Ese Belisario! Le ha dejado un agri-dulce en el alma. Hace días ya desde que estuvo haciendo sus encuestas, pero todavía no se va el sentimiento. Entre que canta y llora recordando. Tanta vida, tanta belleza, tanta frustración. Su hijo la mira y mira durante el desayuno. Cree comprenderla, ¡pero qué va a comprender! Y ese Belisario con sus preguntas, con sus obsesiones. Que si sabía, que confiara en él, que no tuviera

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cuidado, que sólo quería saber dónde estaba. – ¡Fue Tironi! ¡Estoy seguro de que fue Tironi! Pero, dime, dime, dónde está. Yo he tratado de averiguar por mi cuenta. Pero nadie tiene idea. Como una aguja en un pajar. Tú sabes más. Ten confianza en mí. ¿No fuimos amigos una vez tú y yo? Ten confianza. Yo… yo no tuve ni tendré un amigo como él. Tú tienes que saberlo mejor que nadie. ¿Que dónde está? Pero… pero, ¿que no tiene idea del mundo el muy burro? ¡Pobre Belisario! ¡Es tan cierto! La amistad, el amor… Una se enreda entera en esas cosas. ¿Dónde está Joaquín, dónde está Sergio? ¡Maldito Belisario! ¿Por qué tuvo que venir? ¿Que no sabe el borrico que están muertos? ¿Que no sabe que están muertos todos los desaparecidos? Belinda pica con rabia en la tierra. ¡Muertos, muertos! ¡Oh, qué dolor, qué insufrible dolor! Y ahora están urdiendo un informe. Se fue la dictadura, llegó la democracia. Y se prepara un informe. La bofetada en toda la cara. Un informe y a callar. Sí, como dice Aníbal Quintana, hora de callar. Momento táctico. Como cuando una descubre al violador y tiene que guardar un silencio táctico. ¡Se fueron los dictadores! ¿Se fueron? Gritamos por nuestros muertos. ¿Quiénes escuchan nuestros gritos? Sordera táctica. Preparan un informe. Un aaamplio informe. Muy autorizado. Nos dicen: Basta con averiguar lo que ocurrió y ponerlo por escrito. Es nuestro deber y nuestro compromiso con la Historia. ¡Con la Historia! ¡Los hijos de puta! A la Historia sólo le importa la Verdad. ¡No, maldita sea, no basta con la verdad! ¡Estos son crímenes y demandan justicia! “¿Justicia? ¿Quieres que vuelvan los militares?” “Yo prefiero el olvido” “Yo, la verdad y el perdón” “Yo, la verdad, el perdón y el olvido” ¿Olvidar la verdad? Ésa es para que la pele Tironi. ¿Qué vale la verdad sin la justicia? Ahí tienen otro bolero. ¿Y cómo se puede hacer justicia sin castigo? Otro más. ¿Y qué pasa ahora con el dictador en retiro? Belinda leyó una entrevista al dictador retirado en “El Mercurio”. – Estas cosas, señorita, sólo el tiempo las cura. O sea, el dictador también cantaba sus boleros. “No puede haber reconciliación sin verdad” “No puede haber reconciliación sin perdón” “Mejor aguardar hasta que mueran todos”

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“Mejor ayudarlos a morir” Estos soliloquios de Belinda nacían de ir y venir en bus y leer en las paredes pringadas de consignas en rojo de sangre, negro de muerte, verde de esperanza y azul de cielo: “Juicio y Castigo” “Juicio y Perdón” “Verdad y Olvido” “Olvido y Reconciliación” “¡Nada con Beatos!” “Dios es Amor” “Si encuentras al que te torturó, ¡mátalo!” “El cristiano no mata” “Pinochet es cristiano” ¡Mátalo, mátalo! Aporca tus papas y olvídate. ¿Saldrán los tulipanes que un exiliado le envió por manos clandestinas desde la misma Holanda? Cómo reía Sergio leyendo las disputas de esas dos eminencias, Aníbal Quintana y Roberto Tironi. ¡El pobre Sergio! Por años de años a salto de mata después del golpe militar. De escondite en escondite. Aparecía de pronto, sonriendo, haciendo gestos de secreto sumo, clamando de rodillas por un par de huevos con jamón. Sí, aparecía de pronto y desaparecía igual. De pronto también aparecieron sus captores. Como avisados por teléfono y en el segundo mismo. Con enorme despliegue de blindados en esa población llena de siúticos, donde ellos también sentaron sus reales culos durante el Gobierno Popular. 1976. No hacía una semana que habían puesto en libertad al secretario general del partido. En Moscú se regocijaban con su arribo. La época de la persecución terminaba. ¡Para tu abuelita terminaba! Belisario, sentado como un sheik en el sofá con jorobas, tirándose de la oreja como hacía siempre, daba vueltas y vueltas a esos tres años que pasaron antes de que vinieran a buscar a Sergio. – Tres años es mucho tiempo. ¿Qué piensas tú? – ¿Qué quieres que piense? Son ellos, a su antojo, los que…

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Pero Belisario no la oía. Sospechaba de Tironi y de allí no lo sacaba nadie. – Alguien fue después donde los militares a recordarles. Se habían olvidado de Sergio. De muchos se olvidaron. O no les alcanzaron los calabozos, ¡qué sé yo! Alguien les sopló después, alguien que odiaba a Sergio de muerte. Y Tironi es el que más. A Belinda le viene el recuerdo de esa carta de Joaquín Albornoz. De la indeterminación y los pases de birlibirloque. De las personas que saltan a pies juntos de un milenio a otro. De Spengler a Marx, de Aquino a Lenin, como si nada. La mujer de Astaburuaga descubrió la revolución en el minuto preciso. Elisa Bauzá la llamaba “la revolucionaria del minuto preciso”. ¿Y qué tenía que decir de las largas caminatas especulatorias de su amado Tironi? De la Suma Teológica al Capital. De Heidegger a Lenin, ¿y qué? Y ahora se preparaba para el salto al revés. ¡Ah, las charadas interminables! ¿Desde cuándo venía la saga de los milenios? Atilio Valenzuela, el freudismo vía USA. La autenticidad, el hombre integral. Las empleadas domésticas se transformaron en las auxiliares del Hogar Auténtico. Ahora son las nanas del Hogar Colonial. Con el hombre integral y la existencia auténtica vinieron la minifalda y la marihuana. Aparecieron los revolucionarios in, los momios out y el absurdo. Vinieron las ambivalencias y los malentendidos a la medida de Roberto Tironi. ¿Yo momio? ¡Tú serás momio! Después, con los militares, aparecieron los conflictivos. ¿Y quién lo diría? Llegaría un tiempo en que Aníbal Quintana exigiría a Roberto Tironi por la tribuna pública de “El Mercurio” que decidiera si era o no era conflictivo, con cuál milenio se quedaba y por favor nada de ambigüedades. Sí, tenía toda la razón Joaquín Albornoz, ¡el pobrecito! Belinda Ramos deja que las lágrimas corran. Alguna que otra vez hay que llorar. ¡Y sin dormir de nuevo por culpa de ese Belisario Concha! ¡Si tuviera una tumba que mostrarle! ¡Mira, aquí está! ¿Te convences ahora? Aquí está. Y aquí, a su lado, está Joaquín Albornoz. ¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas a Joaquín Albornoz? Llegó olfateando las ideas por el Pedagógico junto con tu actual médico de cabecera. Había egresado de Medicina y después de escuchar a Astaburuaga andaba molestando a mundo y medio con la cultura de la indeterminación. Dicen que en Medicina salían arrancando no más verlo aparecer. ¡Al pobrecito! Vino solo primero y después lo siguió ese… ¿Alcántara? Sí claro, Alcántara, que tomó a poco andar la ruta de las “Alturas del Cóndor”, ese contubernio nazi que creó Karl Schlieman. También tu Marcela andaba en ésas. Pero, en fin, mejor dejarse de historias. Ese Schlieman es de los fundadores de “Colonia Dignidad”. ¡Mira que nombre! Allí encerraron a Sergio, allí lo interrogaron. Dicen que por años de años estuvo encarcelado allí, pero yo no creo. Dicen que aplicaban los métodos de las SS en los interrogatorios. También andaba metida la Maggie Silverstein, la vieja profesional de la tortura. Ella entregó a Joaquín Albornoz con el encargo de desaparecerlo en el acto. Pero no le resultó. La primera vez, quiero decir. Yo lo amaba, ¿sabes? ¡Pero, qué vas a saber tú! Volvieron a encarcelarlo. Tenían que hacerlo. Tenían que matarlo. Por culpa de ellos mismos, de sus criminales errores, tenían que matarlo. Porque el pobre Joaquín, amarrado como estaba en el galpón de un regimiento por meses y meses, presenció la liquidación a patadas de dos muchachos que tiraron maniatados en el embaldosado de las letrinas. Uno insultó y el otro escupió al coronel que los interrogaba y el coronel no se desahogó hasta que fueron una masa de sangre y mugre bajo sus botas. Se habían olvidado de poner la venda a Joaquín. Lo vio todo. Por eso lo mataron. Por eso y la idea nefasta que fraguaron entre Tomás Pineda, Esteban Marinovich, Octavio Olavarría y la Maggie Silverstein. Porque fueron ellos los que propusieron exportar cadáveres de liquidados por la DINA a la Argentina, inventando que

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los grupos de izquierda se estaban matando entre ellos en el extranjero. Publicaron listas de personas ultimadas por la DINA como si fueran nombres de ultras caídos en Argentina en enfrentamientos inventados por los cuatro ingenios de “Patria y Progreso”. Y en esas listas iban también los nombres de los que Joaquín Albornoz vio masacrar. Así terminó el destino con el pobre, cuando toda esa astucia de las lumbreras chilenas del nazismo se destapó y vino la interrogación. Por eso lo mataron, para que no testimoniara contra el Ejército, contra ese coronel. Y con él quizás a cuántos más mataron en la barrida de las evidencias. Belinda lo supo por casualidad, tal como por casualidad supo Joaquín Albornoz de ese doble asesinato. Le contó toda la historia una chica que estaba en la celda donde la recluyeron por tres meses porque querían asegurarse de que no quedaban en su cuerpo rastros de tortura. Se lo contó una noche susurrando. Suspiraba la pobre y sollozaba sin saber que Belinda conocía a Joaquín Albornoz y que también lo amaba tanto, tanto.

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Tan pronto se produjo el golpe militar, Octavio Olavarría puso en marcha una máquina infernal que venía instalando pieza a pieza, día a día, desde años de años. Desde que esa perra y puta traidora se dejó seducir por el más avieso y artero de los comunistas, siempre emboscado, siempre mimetizado. ¡Por fin sonaba la hora! ¡Por fin se haría realidad un sueño acunado sin cesar cada segundo vacante de su cerebro! ¡Venganza! ¡Restitución! Sí, restitución también. Dios sabe por qué esa puta se le hacía cada vez más deseable. Por las noches, borracho como un cerdo, la imagen y el recuerdo de la muy canalla lo calentaba hasta los sudores de muerte. Sus ensoñaciones de vendetta y reparo eran cosa de Homero. Helena y Menelao. Una noche de fuego y cerco de blindados, surgiría terrible y justiciera ante esos dos, espantados, atrapados en su lecho de inmunda lujuria, la figura tremenda de Octavio Menelao blandiendo en alto la tizona flamígera. Tanques, cañones, tropas rodearían esa cabaña siútica de La Reina. La puerta colonial caería estrepitosa. Granadas de mano harían saltar en añicos las ventanas con sus barrotes labrados y esas grotescas tinajas y ruedas de carreta que habían puesto a ambos lados de la puerta los tortolitos pedantes. Volaría toda la basura. Los choapinos, chamantos, charreteras, colgajos y cerámicas que fascinaban a Pablito Etcheverry, Toñito Rivera y Mireyita Nosé Cuánto, a Marcela Köstner con su Gabriel a rayas, su Belisario concha de su madre y toda la cola interminable de huevones y maricones buenos para nada. Saltarían por los aires con techo y todo. ¡Ah, qué irrupción formidable del poder! Gran despliegue militar a las dos de la madrugada. Medio mundo en los alrededores tiritando de espanto, a medias vestidos, las luces apagadas, atisbando, muertos de miedo detrás de los visillos. ¡Esta sí que es grande! ¡Apareció el poder! ¡De rodillas, todos los desgraciados! ¡Al suelo, las manos en la nuca! ¡Al que se mueva un pelo, lo rajo a balazos! Octavio Menelao da las órdenes cortante y perentorio. ¡Vamos, adentro! A ése que se está haciendo en los pantalones me lo amarran bien. ¡El hijo de puta es más resbaladizo que la mierda! ¡Véndenmelo bien! Que no vea ni a la puta que lo parió y ¡fuera! ¡A la camioneta con él! Al cuartel, al calabozo, incomunicado. Que termine de cagarse allí, antes del interrogatorio. ¡Andando! ¡Fuera! En cuanto a la perra caliente, la puta traidora, ¡a su jeep! Ya veré qué hacer con ella. Que le entre bien en la cabeza quién es el amo. Que no sueñe con salir otra vez a correr calles y promiscuar con perros vagos. ¿Quedó claro? ¡Andando! Así eran, detalle más, detalle menos (por ejemplo, matar al perro vago in situ y montar a la perra caliente también in situ y entregar al tiempo la casita siútica al saqueo de la tropa, incendiarla entera o clausurarla colgando de la puerta “Casa Clandestina de Putas y Maricones. Clausurada”) los dulces sueños que Octavio Olavarría soñaba y volvía a soñar mientras recorría el país de Arica a Magallanes con directivas, consignas, panfletos, remesas de armas cortas y medianas para los grupos de “Patria y Progreso” cada vez más numerosos y agresivos. Porque

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venía la grande. Y llegó. Ahora, con la salida al ataque de los fighters incendiarios, el cerco de La Moneda por los tanques y sus ametralladoras de gran calibre, el despliegue de la Armada por todo el litoral, sonaba finalmente la hora de las cuentas pendientes. Octavio Olavarría hacía flexiones bajo el parrón de la hacienda del tío Abelardo en Talagante. – ¡Vamos a rajar con todos los vende-patria, tiíto lindo! No va a quedar uno para que cuente el cuento. Ya desapareció el primero, el más huevón y más maricón de todos. Sigue el segundo, el tercero, el cuarto. Todos en la mira, uno después del otro, ¡pum, pum! La cola va de Arica a Magallanes. No va a escaparse ni el último piojo. Pero don Abelardo Olavarría no estaba muy seguro de por dónde iban las cosas. Le habían quitado la mitad del fundo de Curicó esos comunistas crestones. Y ahora, ¿podrían decirle dónde estaba esa mitad? ¿Se la llevaron a Moscú? – Cuidado, sobrino, cuidado con los milicos. ¿Quién nos dice que no saltamos del sartén a las brasas? ¡Ande que no me quiten la otra mitad de ese fundo que vale más que los otros dos juntos! Iban más de tres meses de dictadura con todas las de la ley. Las cárceles no daban abasto. La Morgue ya reventaba de cadáveres recogidos en baldíos y embalses. Seguían a la orden del día los fusilamientos. Comenzaban las liquidaciones en la noche. En callejones, en barrancos, a la orilla de las carreteras. Octavio Olavarría intentaba por todos los medios de sacar adelante su “Operación Tironi”. Todo el tiempo sin resultado. No le cabían dudas: había comunistas infiltrados por todas partes. ¿O lo estaba atacando la paranoia del comunismo omnipresente? No dejaba piedra sin levantar por si había un marxista debajo y dormía con la diestra bajo la almohada sin soltar la automática. ¿Cómo, cómo explicar que todo se le frustrara? Algo no funcionaba aquí, alguien no se había presentado allí. Una prioridad sin apelación surgía a última hora. Sin contar las prioridades grandes. Primera, los grupos armados; segunda, los sindicatos; tercera, las poblaciones. El Gobierno Popular había sido descabezado. Los que no estaban muertos, estaban encarcelados o habían arrancado a perderse. Pero quedaba todavía mucho trabajo. En las provincias del Norte, en los puertos. Había que limpiar la administración pública de comunistas y compañeros de ruta. Pasar y volver a pasar el peine hasta que no quedara ni la liendre de un piojo. Había que liquidar a los saboteadores. Había que resistir la presión externa del comunismo internacional. Las empresas estatales seguían pringadas de extremistas. Había grupos armados en el Norte que amenazaban la producción minera y la seguridad en los límites con Perú y Bolivia. Los cordones marxistas en torno de las zonas industriales de la capital retrocedieron al primer embate, pero seguían intactos y a la expectativa. Con los grupos ultraizquierdistas no era nada de fácil. Apoyados por infraestructuras casi invisibles operaban en las grandes ciudades. Dispersos, pero efectivos. Sí, tomaría tiempo, mucho tiempo.

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Pero, ésas no le entraban en la cabeza a Octavio Olavarría y daba de patadas al suelo. Con todas estas huevadas de prioridades le quitaban el queque de la boca. Tironi, ese verdadero peligro, ese proteo ideológico, se le escurría por entre los dedos. ¡Maldita sea! Y ahora aparecían las prioridades económicas. Había que levantar una nación en ruinas. El país debía retomar los hábitos capitalistas. Libre empresa, fronteras abiertas, paz social. Había que dejarse de desórdenes para atraer la inversión extranjera y reactivar la producción. Don Amado Concha, uno de los pocos industriales que mantuvo su empresa sin contaminación política, se había transformado sin más esfuerzo en guía y faro de los militares. Casi no pasaba un día sin entrevistas y largas consultas telefónicas. Viejo ya, igual se veía entero y con espaldas para resistir largo todavía. De oírlo hablar, casi no se le notaba la inteligencia política. Siguiendo al pie de la letra sus indicaciones, la cosa resultaba muy distinta. – Mire, ¿dirigentes políticos? Déjelos hacer como les venga en gana. Ocúpese de los líderes sindicales. ¡Ahí está el resorte! Los trabajadores, mi señor, no fallan una. Déjenlos tranquilos, que se organicen ellos. Lo harán de acuerdo a las condiciones que rigen. No son tontos. ¡Qué van a ser! No hay necesidad de mentirles una jota. Ellos saben hasta mejor que usted de qué se trata. ¡Así es! Se acabó la parranda. Los que quieran seguirla, mejor lo piensan de nuevo. ¿Está claro? Este país tiene que desarrollarse. No me asustan las verdades desnudas. Al contrario, son las vestidas las que me asustan. Nosotros dirigimos y Dios nos asista. Pero, los trabajadores producen, no se olvide. Producimos, capitalizamos. El capital es producto del trabajo. Trabajo transformado en capital, ¿no es cierto? No me asusta Marx ni sus obviedades. Los industriales somos marxistas todos desde mucho antes que Marx. Los trabajadores aportarán el costo entero de la reconstrucción y el desarrollo. Si algunos entre ellos no están de acuerdo, ningún problema. Que se den el lujo bajo… custodia, ¿no le parece? No hay dificultad con las ideas mientras haya fuerza para avalarlas. El nivel de los salarios determina el índice de desarrollo. Mientras no se pueda explotar fuera, no queda más que explotar dentro. Los políticos dicen que la economía antecede a todo. Descubrieron el Cerro San Cristóbal. Mientras tanto, que se queden en la punta del cerro. Así hablaba don Amado Concha. Sólo que no tan largo ni tan abstracto. Una frase mientras desayunaba, otra a la salida del Club de la Unión. Los militares tanteaban con sus sentencias. No fallaban nunca. Y cada vez, como si hubiera contactos inalámbricos, subía el griterío de los políticos. El dictador se sobaba las manos: “Ladran, Sancho, señal de que se hace camino al andar, como le dijo el pejerrey al jote”. La Junta Militar hizo llamar al señor Tomás Pineda una mañana a primera hora. El general en jefe de la Fuerza Aérea tomó la palabra sin pedirla: – Su grupo ha cumplido una misión que no desestimamos. De eso no tenga dudas. Están muy equivocados en sus ideas, pero así y todo patriotas son. Sí, patriotas son. Ahora, la Junta espera que hagan ustedes pronta entrega de las armas y se disuelvan. Pueden servir a la Patria todavía. Pero, sus pretensiones militares en el actual estado de cosas resultan… ¿cómo decirle?… resultan infantiles. ¡Eso es, infantiles! ¿Ha visto usted un Hawker Hunter, señor Pineda? No es un Cesna, ¿verdad? Este es un país grande en tradiciones militares. Un país que ha hecho su camino gracias a sus Fuerzas Armadas. Fuerzas disciplinadas, profesionales,

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autosuficientes que no vacilaron jamás cuando fueron necesarias las rectificaciones. ¡Bien, a qué seguir! La Junta Militar considera que los grupos formados, se puede decir, por el señor Pineda con su sólo carisma, tienen ahora un rol eventual en el campo de la propaganda polí… doctrinaria. Conocemos las cualidades de su pluma acerada. Tiene usted a disposición de su buen criterio nuestra prensa, televisión y radio. No le voy a decir que seremos generosos, porque anticipamos la generosidad de usted y su gente en este cometido que es su real vocación y que de tan alta inspiración será para el país y sus Fuerzas Armadas. Sonreía el general, y con él sonreían sus colegas. A Pineda no le quedó más que sonreír también. – Eso es todo. Buenos días, señor Pineda y que tenga suerte. Salió del enorme edificio con andar de sonámbulo. ¡Así que en ésas estamos! ¡Ése es el pago por tantos y tan largos años de sacrificio! De perseverancia y denuedo. ¿Qué era en palabras llanas lo que acababan de decirle ahí dentro? ¡Váyase a freír monos! Eso le dijeron. Vaya a rascarse el trasero con su pluma acerada. Empezaba a arder por dentro. Se le iba el susto, se le iba la palidez de la cara, le subía la sangre a la cabeza mientras detallaba todavía sin creer los insultos de ese señor… general. Qué se creía el muy… Qué se creían esos… No tenían idea de nada cuando él las tenía ya de todo. ¡Qué se creían! ¡De patitas en la calle! Escriba, usted. Con su pluma acerada. Pedazos de… Escriba, usted, escriba. Así retribuían. Y claro, aparecían los advenedizos de siempre. El Ministerio de Justicia era lo mínimo que le debían. Preferían a una mujerzuela que no alcanzaba para administrar una peluquería. Y ahora, esto. Entregue las armas, licencie a su gente. Escriba. Sí, escriba con esa pluma acerada que se gasta. Redacte sus horóscopos con esas bolas de cristal que se gasta. ¡Hijos de…! Cruzó la Alameda. Esteban Marinovich, Aníbal Quintana y Octavio Olavarría aguardaban ansiosos en su Dodge. Se sentó al volante y dio un fuerte portazo. Los de atrás se miraron mientras el jefe aceleraba hecho una furia hacia Plaza Italia. Subiendo por Providencia, Octavio Olavarría, al lado de Esteban Marinovich, comenzó a silbar mirando por la ventana. Rodaron a todo el largo del Parque Inglaterra sin una sílaba. – ¡Parece que Adiós al Séptimo de Línea! Ése fue Octavio, sentado detrás de Pineda que se mordía los labios. Por fin estalló el jefe. – ¡Los desgraciados! Después de todo el trabajo, los riesgos, los sacrificios… ¡Los hijos de puta! Andaban como quiltros mojados a la siga. ¿Qué piensa usted, don Tomasito? ¿Cómo ve la salida, don Tomasito? ¿Tendremos que aguantarnos, don Tomasito? ¡Infelices! Años de vida, los mejores años de nuestra vida. ¿Dónde estaría este país sin nosotros, me dicen dónde estaría? ¿Quién enfrentó las hordas comunistas? ¿Quién puso en claro las cosas? ¿Quién se definió en el momento crucial? Y ahora, así, temprano por la mañana, casi a escondidas, nos echan a la misma mierda. ¡Qué canallada! ¡El discursito que me soltó ese pobre imbécil de la Fuerza Aérea! Tendrían que haberlo oído. ¡El pomposo huevón! ¡Y los otros tres! Mudos

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como viejas sordas los hijos de puta. ¿Saben? Ahora resulta que estamos obstruyendo el tránsito. Resulta que somos unos renacuajos con la cartuchera enredada en los testículos. Resulta que nuestra invaluable vocación es la de bufones de sus mercedes, claque de sus sandeces. Exigen que nos disolvamos y que los menos tontos se dediquen a la propaganda política. Exigen que entreguemos las armas a la…. Ahí saltaron a un tiempo Marinovich y Olavarría: – ¡Las armas! – ¡Que se la vayan a cantar a su abuela! – ¡Ahí sí que nos tendrían capados! – ¡Primero me chupan ésta! – ¡Al revés, justo al revés! ¡Tenemos que aumentar el arsenal! – ¿Dónde está el problema? Siempre fuimos clandestinos. – ¡Disolvernos! ¡Lindo estaría para los comunistas! – Estos gallos son unos huevones sin remedio. – ¡Maricones querrás decir! ¡Cómo necesitaba Pineda una andanada así! Antes de doblar en Tobalaba ya era el jefe de siempre. Se volvió a Aníbal Quintana, su prudente oráculo, preguntándole a la cubana: – ¿Y qué tú piensas, chico? Unos decían que Quintana era introvertido. Otros que no, que se tomaba su tiempo porque pensaba en grande. – Yo… Entiendo perfectamente que se molesten… Pero… Esto de las armas… Octavio se le vino encima desde su sitio de atrás. Sacudió con fuerza el respaldo del asiento de Quintana tronando: – ¿Quieres tú, quieres tú que las entreguemos? Por el espejo retrovisor, Pineda observó cómo arrugaba el ceño Marinovich. El

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yugoslavo no podía creer. – ¿Sí? Esto de las armas, ¿decías? ¿Qué hay con esto de las armas? Pero Octavio estaba por aferrarlo del cuello. – ¿Quieres que fundemos un club de rayuela, eso quieres? – No, escuchen. Hablo en serio. Las armas casi no tienen importancia si nos concentramos en información. Ni los comunistas nos igualan en información. Si monopolizamos… – ¿Y qué vamos a hacer con tu información? – ¡Déjame hablar! – ¿Y qué tienen que ver las armas? – ¡Déjenlo que hable! – Nos constituimos en servicio paralelo, independiente, pero coordinado con Inteligencia Militar. Es tarea muy importante y allí los milicos no pueden con nosotros. – ¡Pero, si eso lo hemos hecho siempre! Silencio largo. Tan largo que Quintana llegó a pensar que, por donde iban, sus compañeros podían sin dificultad estacionar el coche, aturdirlo y echarlo al Canal San Carlos envuelto en una bandera soviética. Habló Pineda. Todavía le saltaban algunas chispas de la rabia pasada con los generales. Se dirigió a Quintana que sentado a su derecha soportaba paciente el aliento podrido de Octavio Olavarría que le tenía la barbilla encajada en el hombro izquierdo. Pestañeaba que se lo llevaban los diablos Olavarría. El campeón del Estado de Derecho levantaba sus anteojos quitándose el sudor de los párpados con su flamante pañuelo. Pineda concluyó. – Sí… sí… es cierto. En las nuevas condiciones inteligencia pasa a primer plano. Pero también es cierto que para recoger información se necesitan armas. Hay que allanar, detener, interrogar, ¿verdad? Marinovich y Olavarría saltaron otra vez a un tiempo. – Sí, señor, ni nos disolvemos… – ¡…ni entregamos las armas!

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– ¡Antes nos entregan a su mamita! – ¡Correcto! ¡La yegua que los parió! Pineda, con esa risita suya que le ganó el mote de “cucho Pineda”, agregó mientras enfilaba por Avenida Colón: – Algo de chatarra les podemos entregar. ¿Qué idea tienen los imbéciles de nuestros arsenales? Un corolario de esta confabulación, a la que Quintana se sumó con una cara más agria que la de Gorgona Silverstein, lo dedujo para sus adentros Octavio Olavarría sobándose las manos y canturreando la Internacional. ¡Ahora sí! La oportunidad que ni mandada por correo de echar a andar su “Operación Tironi”. Todo de perillas. Maggie Silverstein entraría en erupción tan pronto oyera lo que se proponía ese general aviador al que no podía ver ni en pintura. La gran Maggie pondría a su disposición toda su infraestructura. Tampoco podía ver a Tironi la Venus-Gorgona. Justo por ese sobrenombre que la leyenda atribuía al ingenio del discípulo de Astaburuaga allá en sus tiempos de estudiante. Lo conceptuaba de prodigio castrado, maníaco-depresivo, megalómano con los pies de plomo y muchas exquisiteces por el estilo y según las circunstancias. Chocaron más de una vez en “teoría de la tortura y la evidencia”. Todo por el sobrenombre de Venus-Gorgona que la Silverstein no le perdonaría nunca y que jamás pudo sacarse de encima. ¡Ah, lo aplastaría como una cucaracha sin pararse a pensarlo! Pineda tampoco lo aguantaba. “A ése habría que darle una lección”, solía decir mirándole esa cara de boxeador con torturas místicas que afectaba en sus entrevistas de la televisión. Pero cuando Olavarría intentó por primera vez su “Operativo Tironi” tropezó justamente con Pineda. Propiciaba la idea de “una gran lección”, pero nada más. – No tienes idea de ante quién estamos. – Sí, ante el amante de tu mujer. – ¡Pero, si no es eso! Ese gallo bate la gangrena. Un agente nefasto. Nada de gran lección. A ese gallo hay que sacarlo de circulación. ¡Y éste es el momento! Pero no, no era tan simple como le pareció en los primeros días del Gobierno Militar. Pineda le advertía eso también: la polvareda iba posándose y en estas cosas había que andarse con cuidado. – Estas cosas resultan, si resultan, sobre caliente. Sí, cierto, el polvo se posaba insensiblemente cubriendo las diferencias y las asperezas. El mismo Quintana terminó por convencer al mismo Marinovich de que acompañar a Octavio Olavarría en sus hazañas anti-Tironi resultaba muy mala propaganda si la instigaban quienes, después de todo, habían sido sus discípulos. El tiro podía salirles por la culata. No, mejor

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ganarse al hombre. No iba a costar gran cosa con esas veleidades suyas. Además, no podía echarse por la borda un hombre con el prestigio de Tironi. Olavarría rugía. ¿Prestigio? ¿De qué hablan estos cretinos? ¡Prestigio! Pero hasta “El Mercurio” abrió sus páginas al “pensador Tironi”. Así lo traicionaban, ¡pero ya verían! Actuaría solo con su propia gente. Escasa, pero leal. Lo intentó una, dos, tres veces. En la última, lo tenía a tiro de pistola. Porque ya se había decidido por despacharlo él mismo y como el perro rabioso que era. Pero… ¡Siempre la de siempre! Antes de llegar a la pocilga de lujuria donde dormían la perra caliente y el perro baboso se le cruzaron por vez tercera los boinas negras. “¡Don Octavio, don Octavio, en qué anda a estas horas de la noche!” ¡Pero ahora sí! ¡Ahora sí que sí! Con todo el repudio y la rabia que produjeron en las filas de “Patria y Progreso” los intentos de esos cuatro tarados de la Junta Militar el “Operativo Tironi” era pan caliente. Lo primero, Maggie Silverstein y el mayor Valdés. Comenzaba el año 74. Octavio Olavarría no cabía en el pellejo, se sobaba las manos, cogía la automática y la estrechaba entre el hombro y la mejilla danzando: – Una noche de luna de Enero como en un bolero, ¡ja, ja, ja, ja! Sí, tal cual, como en un bolero de Shakespeare: Sorpresas de una Noche de Verano.

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¿Quién será el caballero? Se veía como una fotografía del siglo pasado. ¡La gente que conoce la mamá! ¿No será un amante de antes de…? Se veía interesante la señora. Toda excitada. Ni reparó en el dinero que me dio. ¿Quién será? Mal no vestía. Y afuera lo esperaba un Mercedes con chofer y todo. Bueno, por lo menos esta tarde la pobre no se va a irritar los ojos revisando las leseras de la Junta de Vecinos. ¡Pobre mamá! De los papeles sin asunto a los rosarios sin cuentas. A los rosarios sin cuentas, ¡ja, ja, ja! Así la crucificaba mi abuela. ¡No, no le pasan películas a la abuela! “Ella reza también, hijito, no creas que no reza... Reza y no para de rezar. Dondequiera que vaya, siempre reza. No se le ve el rosario, pero igual le da vueltas sin parar”. ¡Ja, ja, ja, la abuela! Si no fuera por las pelotillas que hizo siempre con las tonteras de la mamá, ¿qué hubiera sido de mí? Sí, mi señor, no es llegar y darse cuenta así no más de las tonteras. Desde los pañales. Lo empaquetan a uno y lo vuelven a empaquetar. Pero, por las noches, la abuela me cepillaba toda la mugre que me había caído encima durante el día, como decía ella misma, ja, ja, ja. Sí mamita linda, toda la mugre. Prefería mil veces sentarme a cantar tangos en la cocina con la abuela que tener que aguantarme de pie en medio de esa multitud estúpida y maloliente escuchando discursos prehistóricos. Y aguantarme, Santo Señor del Cielo, aguantarme esos interminables minutos de silencio. ¿Cómo comparar un minuto de silencio con un tango o un bolero cantado por la abuela mientras desgranábamos las arvejas? Y si algún atardecer las gardenias de mi amor se mueren es por que han adivinado que tu amor me ha abandonado porque existe otro querer. ¡Los dichosos minutos de silencio! Siglos, no minutos. Peor, mucho peor que en misa. Cállate, no hables, no pienses ni un poquito así. ¡Y la mamá, que estudió psicología del niño! Si los señores comisarios del marxismo sólo supieran lo que hicieron de mí esos solemnes minutos de silencio. Si pudiera de nuevo saborear los budines que me preparó la abuela embutiéndole esos minutos de silencio como si fueran pasas. “Son minutos para rezar, te lo aseguro”, decía la abuela. “En un minuto de silencio te caben holgados dos padrenuestros y tres avemarías. Pregúntale a cualquiera de esas beatas comunistas”.

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Carlos Bahamondes cruzó corriendo la Gran Avenida a la altura del Paradero 5. El chofer soltó el acelerador viendo al joven sorteando peligrosos vehículos y haciéndole señas de que aguardara. Ya arriba del bus, echó manos a su carné de estudiante, pero el chofer negó con la cabeza feliz. – ¡Nones! Se le pasó la hora, mi caballero. Tarifa ordinaria. Avanzó por el pasillo sujetándose de los respaldos. Hay una frenada brusca, un giro y una rabiosa aceleración. En segundos metió, sacó y volvió a meter los dedos en la cara de una enorme señora cargada de niños y paquetes. ¡Diantre, no hay de dónde sujetarse! – ¡Perdón, señora, perdón! Sonrisas van, sonrisas vienen. Otra frenada con chirridos y giro brusco. Parece que empezamos mal el viaje. Carlos Bahamondes se encontró prácticamente sentado en la falda de otra dama. Pero esta vez sin nada de sonrisas. Lo mira mal, muy mal. A un paso de matarlo. Se enderezó con una reverencia, mascullando “Ya que así me miráis, miradme al menos”. Todas las mañanas, después de negociar a empellones y restregones algún asiento junto a una ventana del bus, Carlos Bahamondes vagaba con su imaginación en pequeñas empresas literarias, que a nadie la faltan musas. Soñaba no fuera más que una mención honrosa en el “Concurso Nacional del Cuento Aficionado” con el título “Salí de mi Casa un Día”. Belinda disfrutaba con sus ocurrencias disparatadas. – ¡Si es una Odisea, mamá! Todos los días una Odisea diferente. Tan abigarrada, tan llena de descosidos y miserables. Con sus granitos de ilusión. Hasta de romance y belleza. Sin contar que si te descuidas te levantan la billetera y si te engallas te sacan un ojo. Se la puede calzar punto por punto, sin forzar nada sobre la “Odisea” de Homero. O sobre la de Joyce. Basta cambiar los riñones a la paila por los chunchules a la parrilla. ¿Polifemo? En el mercado de Franklin hay un turco tuerto con sus corderos zanjados en canal. Vuelves de la Facultad, de los lances heroicos con el Derecho Romano, subes al bus y caes de culo hipnotizado en el asiento. ¿Qué ocurre? Circe te ha flechado con sus ojos de fuego y sus párpados de… de… ¿terciopelo? ¡Eso es! terciopelo. ¡Huele a jazmín, a madreselvas en flor, oh! La miras como que no la miras. No te mira. Después de unos segundos, vuelves a mirarla. Vuelve a no mirarte. No te das cuenta de los que te están mirando mientras la miras. En un idiota así te ha transformado Circe. El juego sigue y sigue. Circe inconmovida. ¿Que te parece inconmóvida? ¿Se la chuparán los viejos del concurso? Rima con panimóvida. Sigues mirando. Al cateo de la laucha. Sigue sin mirarte... Bah, si es por mirar cucarachas. Claro está, ella sabe desde el comienzo que estás mirándola. No iba a ser Circe si no lo supiera al dedillo. ¿Se podrá decir “al dedillo”? ¡Ya está! ¡Por fin! ¡Se volvió! Ya caíste en la red de sus embrujos. Le basta separar un milímetro sus labios de coral, dejar que asome a tientas el blanco alabastrino de sus dientes ¡y listo! Caíste como el jilguero que eres. ¡Ah, Circe, Circe! Asomarme al azul profundo de tus ojos quisiera antes de que el bus llegue a Bandera con Huérfanos que es donde desciendo de esta góndola veneciana de ensueños. Beber en tus labios anhelo el néctar del delirio y la pasión. Saciarme en los pechos palpitantes de tu cuerpo de… de… mármol y… y… rosa. Exprimir en mi boca, la noche tropical de tu sexo. Caer extenuado en la playa de tu piel, patidifuso hasta

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llegar a Plaza Chacabuco, cuando a mis oídos llegue la melodía salvaje del eco de la pena de estar pensando en ti… ¿No te parece que hay muchos “de”? Belinda, aguantándose la risa le ponía el plato con arroz con bife con cuidado o vendría la abuela cuchillo en alto a salvarlo del eco de la pena del colesterol. Carlos Bahamondes se ajustó la corbata como joven bien educado que va para licenciado en leyes con distinción unánime. Miró de reojo a su vecina. No, no era Circe, pero no estaba nada de mal. La mamá decía que lo heredó del papá. Eso, andar siempre al cateo de las mujeres. De sus traseros primero que nada. – ¿Del papá? Pero, entonces, ¿de dónde les viene a los demás? ¿También del papá? La mamá dice que el papá pensaba igual, que en Chile no hay una visión del hombre sino de la mujer. Más exactamente, del culo de la mujer. ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo empezaría el papá? ¿Ajustándose la corbata? ¿O no usaría corbata por nada del mundo? La mamá habla poco del papá. ¿Así que el viejo no dejaba pasar ninfa sin evaluarle los jamones? Tal como yo. Dicen que era chiquito, pero entallado. ¡Las que correría si tuviera con qué! Pero no tenía. Tal como yo. Puro vitrinear. Uno se asoma al azul profundo de sus ojos y eso sería todo. Hace falta plata, buena plata. Hace falta un coche. ¡Si yo tuviera el Mercedes de ese viejito que vino a ver a mamá! ¿Quién será? Salí de mi casa un día. Sí, y dejé a mi madre hecha una amapola con un Ulises viejo que la miraba y miraba. Un Ulises elegante y decrépito tendido a la romana en el viejo sofá. Mi madre estaba de pincharla con un tenedor. El pecho le subía y le bajaba y no se le iba una temperatura y un aroma del cuerpo que no le conocía. ¿Una aroma de… primavera? ¡Así que en ésas andamos! No cabía en la cocinilla adjunta a nuestro cuarto living dormitorio escritorio comedor. Se agitaba, se ahogaba ajustándose la chomba que se le hacía estrecha, estirándose la falda, dando vueltas y vueltas sin encontrar y sin saber qué buscaba, sacudiendo las cucharas como si fueran servilletas, riendo histérica y sin saber qué hacer con la tetera en una mano y la cafetera en la otra, ¡ji, ji, ji! – Belisario, éste es mi hijo Carlos. Saluda al señor Belisario Concha, Carlitos. El caballero me miraba como si viera un espectro. – ¡Pero… pero… Si es igual! Mi madre me sonríe como ya se me había olvidado. Me lleva al velador, me entrega el dinero sin contarlo y me da besos donde caen. ¡La pobre mamá! Siempre tan arisca, tan agria con medio mundo. Sobre todo desde los años en que desapareció mi padre, como dice la abuela. Más todavía cuando murió mi hermano. Mi abuela dice “antes de tu padre” y “después de tu padre”. No me dejaban vivir en el colegio y en el barrio. “Es hijo de un desaparecido”. Y la mamá siempre enojada con todos. Pero ahora estaba como antes, como la recordaba siendo muy pequeño. ¿Fue por ese anciano caballero? No cabía en la cocina y se le caía todo de las manos. Increíble. ¿El amor de su vida? Algún secreto amante? ¡Ese calor perfumado que irradiaba! La había olvidado así. Desapareció el papá y no fue nunca más igual. Yo tenía mis

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siete años cumplidos. Se fue la sonrisa, se fue el seno cálido de la mamá. La irritación, la desconfianza, el nerviosismo. Siempre fumando, esperando sentada en ese cuarto oscuro. En espera del papá. Y después, la búsqueda que no terminaba nunca. Imaginaba que lo encontraba, estaba segura de que esta vez lo encontraba. Y yo casi lo oía reír entrando en mi cuarto a la medianoche. ¡Si no fuera por la abuela! Y ahora aparece ese anciano señor. ¿Quién será? La mamá se transforma entera. ¡Increíble! Se le encienden las carnes que es un escándalo. ¡A su edad! Me dobla la mesada… ¿Qué… qué estará ocurriendo ahora mismo…? Salí de mi casa un día… No será que… ¡No, qué idea! Pero, si era una mujer a punto de… ¿Quién será ese caballero, quién diablos será? Belisario Concha. ¡Vaya con la mamá! Cómo habrá sido de joven, cómo se conduciría. La abuela dice que las mujeres se enamoran de los hombres con todas las leseras que traen incluidas. Que si venden calcetines, se enamoran de los calcetines. A fardo cerrado. Dice que se ponen tan tontas que no se sabe si se enamoraron del hombre o de sus leseras, ¡ja, ja, ja! Mi madre era la muchacha más pícara, coqueta y graciosa de todo el barrio. Una Carmen mordiendo el clavel por el tallo, falda gitana, blusa escotada, tacos en punta, ¡tra-la-la-la-lá! – ¡Pero, ay, hijito! ¡Apareció tu padre con su marxismo-leninismo! Vuelve a suspirar mi abuela. – Sí, de Carmen que era pasó de un sólo envión a papagayo de la explotación del hombre por el hombre. Ay, hijito, la casa se llenó de explotación y plusvalía. No había estofado en la mesa, torta en el refrigerador, saco de carbón en la despensa que no estuvieran hasta los bordes de plusvalía. Y yo –¿podrás creer? – de un día para el siguiente me transformé en… ¡ja, ja, ja!… ¡me transformé en mercancía sexual, hijito! ¿No es para perecer de risa? Yo, mercancía sexual que se va pregonando por las veredas. Un poquito pasada, pero vendible. ¡Qué cosas! No podía limpiarme las uñas sin enajenarme entera. Tú abuelo, que en paz descanse, se encontraba mucho peor. No podía mover sus dedos sin que se adhirieran a sus garras capitalistas las carnes desgarradas del proletariado. En fin, que tuvieron que irse. No cabíamos en una misma casa por grande que fuera. Fue tu abuelo el que liquidó el asunto. Tuvo una idea brillante. Le salió como un disparo. Un domingo, antes del almuerzo, discutían tus padres con sus amigos de clase, sus compañeros. Discutían a gritos. Con tanta pasión, terminaron con el vino y las empanadas que tu abuelo puntualmente traía del centro después de la misa. Los señores discutían en la cocina porque no querían atropellar la dignidad de la compañera cocinera. Entonces le cayó del cielo a tu abuelito una iluminación para hacerse pipí de risa. – ¡Pero si se comieron y tomaron toda la plusvalía de la semana! ¡Ja, ja, ja, ja, ja! De ahí no los soltó más. Cucharada que se llevaban a la boca, plusvalía que engullían. Ampolleta que encendían, plusvalía que despilfarraban. No había un grano de sal en el huevo a la copa que no se tragaran a cuenta de la explotación del hombre por el hombre. La casa no podía con las carcajadas de tu abuelo, especialmente a la hora de las comidas. Terminaron por liar sus bártulos. Pobre Belinda. Salió pegadita a los talones de su Lenin, agachadita. ¡Dios santo! Cierto que las pasaron también. ¿Quién no, en esta perra vida? En los tiempos del general-escoba les tocó duro. Nunca decía nada tu mamá, pero yo sé que las pasó, la pobre. ¡Ay de mi alma! ¡Si tú la hubieras visto, hijito en el esplendor de sus días! La más graciosa, la más

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peligrosa, la más femenina de las mujeres. Con decirte que mirándola me venían ganas de ser hombre, ¡ja, ja, ja, ja! Hasta que llegó su príncipe azul en caballo con alas. Pena que en lugar de la espada y el halcón traía la hoz en la diestra y el martillo en la siniestra. ¡Qué pena, hijito, qué pena! Dicen que Dios los cría y el Diablo los junta. Cierto será, porque después, ya ves, subieron alto en poder. Tú no recuerdas nada de esos tiempos. Apenas decías ¡Agú! ¡ja, ja, ja! ¡Si los hubieras visto! ¡Y mira ahora! Los entendidos dicen que tu padre fue una potencia intelectual, un crítico de primera línea, un experto ingeniero social. ¡Qué voy a entender yo de esas cosas! Era un hombre siempre atento conmigo. Tenía buen humor, pero hasta por ahí no más. Humor de allá para acá no más. Así no es gracia. Tu madre se puso igual. Aunque ahora está cambiando un poco. Por lo que pasa en Rusia, supongo con ese Gorbachov y esa perescuánto. Se le vino el mundo abajo a la pobre. Primero Sergio. Después los sueños de Sergio. ¿Será todo como cuenta la abuela? Viendo hoy a la mamá con ese caballero del Mercedes con chofer a la puerta, parece que el príncipe azul no fue el papá. A gran velocidad, el bus avanza peligrosamente hacia el centro. Cruza Avenida Matta, Diez de Julio, Alonso Ovalle... Carlos Bahamondes nunca puede determinar si la suciedad aumenta yendo desde su casa al centro o desde el centro a su casa. – ¡Perdón! ¡Ella se ha puesto de pie! ¡Qué coincidencia! También baja en Huérfanos. Caballerosamente cede el paso. Ahora puede mirarle las partes traseras a su gusto mientras avanza por el pasillo hacia la puerta de atrás. La falda se le enredó entre las piernas que es una delicia. ¿O es de esas faldas-pantalón? No está mal. La verdad que no está nada de mal. Le aparece la exacta expresión de simio libidinoso de su padre. Al bajar, la dama cambia de humor. Lo mira y le sonríe con descaro. Hermoso busto. Todo perfecto. Pena grande que su Evelyn lo está esperando dos cuadras más allá. ¡Si pudiera estar en dos lugares al mismo tiempo! Así es Carlos Bahamondes, igual que su padre. Mientras da al pasar una ojeada a los titulares de prensa, mientras Saddam Hussein forma con sus rehenes europeos y americanos un escudo para protegerse del Satán imperialista, capitalista y sionista, mientras los tanques rusos avanzan hacia la frontera lituana, mientras Colo Colo hace flexiones para enfrentar a Universidad Católica en el clásico de los clásicos, Carlos Bahamondes avanza pegado a un trasero desconocido, pero de chuparse los dedos. ¡Cómo se menea! ¿Hay forma más descarada de seducir? En pleno Paseo Ahumada moviendo el culo que es un orgasmo de fuego. ¿Alguien va a ponerlo en duda? O sea, Carlos Bahamondes va formando su culovisión. La historia vuelve a repetirse, como dice el tango. Pero tiene que dejarla ir, ¡destino aciago! Lo espera Evelyn y debe estar echando chispas mientras se pierde la mitad de la película. Para lo que a Carlos Bahamondes le importa.

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Es una de Woody Allen, ese viejo verde esperpento. A Evelyn la vuelve loca. ¿Quién la entiende? ¿Fijación al papito? Por si fuera poco, detesta a Clint Eastwood. ¿Vióse aberración igual? Una mujer tendría que desarticularse de risa si le dieran a elegir entre Clint Eastwood y Woody Allen. No Evelyn. Exótica y estrambótica si la cuestión es erótica. Salen del cine. El sol poniente dora el follaje de los árboles en el Cerro Santa Lucía. A Evelyn, con Woody Allen y todo, no se le pasa el enojo. ¿Y si me la llevo al cerro? Y yo me la llevé al cerro creyendo que era mozuela. No es tan mala idea, ahora que lo piensa. Hay un lugar que ni mandado a hacer. Un compañero de curso lo puso en el secreto. No eran muchos los que tenían el privilegio. Iban una mañana por el Parque Forestal hablando de lo de siempre: mujeres, dinero, mujeres. Y su poquín de política. El poder, la buena plata, las buenas hembras. En los parapetos del Mapocho decía “Aylwin” de trecho en trecho. A veces, inserto entre dos “Aylwin” se leía “Pato Cínico”, pero con tal capricho de las letras que no se podía decidir entre “Pato Cínico” y “Pato Único”. La mayoría clamaba que Aylwin llamó al golpe, que si había un cínico en el país era el señor Aylwin. Pero el compañero de Carlos afirmaba que lo que decía en las paredes era “Pato Único”. – Hay que tener unas patas únicas, ¿no te parece? Primero llama a los generales a dar el golpe y ahora el perla se candidatea para presidente de la república. Esa vez los dos compañeros caminaban sin plata y sin programa. Cruzaban ante el Palacio de Bellas Artes y el compañero de Carlos Bahamondes dijo de pronto. – ¡Ven, vamos al Cerro! Casi a la carrera llegaron ante la estatua de Pedro de Valdivia. Subieron por unas estrechas escalinatas al fondo de la plazuela. Un desvío a la izquierda y ahí estaba el lugar. – Viste nada igual. Oculto desde donde mires. No hay quién tenga idea, ni los cuidadores. La sientas aquí, ¿ves? O te sientas tú y te la sirves con las piernas al pecho. No hay por donde te cachen. Y en Primavera, todo el perfume de las flores. Ni en el Hotel Hilton. Mira, también puedes mandártela por atrás. La pones así. ¿Qué me dices? ¡Qué iba a decir! Muchas veces aprovechó el dato. Se ahorraba esos hoteles mugrientos de San Diego. La primera vez llevó a una chica de Derecho Procesal que protestaba entre risas y chillidos, muerta de miedo pero más de ganas. – ¡Loco, loco, las cosas que se te ocurren! ¿Quieres que nos asalten? Mirando hacia atrás subían las escalinatas. Bahamondes siguiéndola echaba la lengua afuera como perro caliente ante la espectacular culovisión. No se demoraron un credo, como diría la abuela. Después llevó a otra y otra y otra hasta terminar con todas las de Derecho Procesal, ¡ja, ja, ja, ja!

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Evelyn Maldonado no tenía nada de buena cara cuando Carlos la encontró en el hall del “Cine Central”. – ¡Idiota, mil veces idiota! ¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo se le ocurría dejarla esperando media hora a la entrada de un cine en pleno centro? ¿Que lo parieron con fórceps? Ya le habían hecho media docena de ofertas a cuál más sucia. Los viejos degenerados hacían nata. “Si me lo chupa adentro, le pago la entrada, mijita”. ¡Así mismo! Ahora este mismo Carlos idiota la arrastraba por el “Paseo Huérfanos” hacia el Cerro Santa Lucía. Mientras subían en el ascensor se ponía el sol. Arriba, al salir se encontraron con un “Pato Cínico” alquitranado en una roca. Tres tipos que subieron con ellos caminaban unos metros detrás. De pronto se tornaron sospechosos y Carlos tomando a Evelyn firme del brazo se detuvo bruscamente. Los tipos pasaron de largo sonriendo por lo bajo. Algo se traían. Mejor dar un rodeo. ¿Me aguantará sobre los ladrillos? Con esta Evelyn nunca se sabe. Viene volando todavía con las leseras de Woody Allen, la muerte y la fijación a la mamy. Y los tartamudeos sin ton ni son. Evelyn no parecía interesada en los alrededores, pero Carlos avanzaba ojo atento. Los tres tipos iban lejos ya, pero muy bien podían estar simulando la retirada. ¿Y si lo dejo para otro día? Ninguna gracia que me violen a Evelyn y nos dejen piluchos. Capaz que me violen a mí. La que armaría la mamá si me viera en éstas. “¿Liberación femenina? ¿Así llaman ahora a la prostitución?” Evelyn Maldonado responde: “Envious old woman! Si hubiera tenido la píldora en su tiempo, ¡las panzadas que se hubiera pegado! Silly cow!” Ahora mismo, por las asociaciones con Woody Allen, Evelyn le cuenta de una amiga que viene llegando de New York y que no piensa en más que volverse y quedarse allí for ever. ¡Súper, súper! – ¡Si la oyeras! Transmite como condenada. Que la píldora permite que lo pasemos rico sin problemas, que me la trague bien. La píldora, ¡ji, ji! Que no sea tonta. No hay como los americanos, la pura verdad, quite so! ¡Cuándo se le van a ocurrir estas cosas a un beato! Ni en mil años my dear. Pleasure without troubles, see? Antes era rico, cierto, harto rico. Pero, con big problems, lies, abortions and what not. Nada, nada como la american sexology. Please, have a pill. No inhibitions. ¡Súper práctico, súper entretenido!… Pero, ¿para dónde me llevas? ¿Al trono de ladrillos? ¿Te volviste loco? ¿No viste a esos tipos que nos vienen siguiendo desde que subimos al ascensor? Allá están, al acecho, mira. Si te puse tan hot, volvamos al cine, a las hileras de atrás. Allí están todos en lo mismo, ningún problema. Mucho más seguro y más rico. Una amiga me enseñó cómo se hace en una butaca. Te vas a quedar con la boca quite open.

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– ¿Te ayudo con los remos? – ¡Déjame a mí, no te preocupes! – ¿Entonces, te leo? – Después. ¿No dijiste que tenías algo que preguntarme? – Sí, de veras… ¿Te acuerdas de aquella vez, cuando Pablo Etcheverry y su mujer nos invitaron a cenar? – Recuerdo más de una. – Estaba Chumingo Astaburuaga con… con esa mujer suya… – Domingo Astaburuaga, sí… ¿Y quiénes más? – Estaba Elisa Bauzá con su primer marido. Sí, y nosotros dos con Belisario. – No fue cuando Tironi se prendó de Elisa Bauzá. – Sí, Tironi también estaba… – Muy arriba de su columna, sin idea de que la seductora Elisa lo bajaría con un silbidito. ¡Ja, ja! – ¿Recuerdas quién más? – Déjame ver… Sí, alguien más había… – ¿No recuerdas un médico?

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– Sí… ¿No era Joaquín Albornoz? – ¡De él quería que te acordaras! – Por esos años, el esposo de Elisa Bauzá era Octavio Olavarría Echeñique. De apellidos vinosos y vendedor de vino él mismo. – Era un don nadie, como bien lo merecía. Y mira ahora.. Señor de la vida y de la muerte, con todos esos otros. ¡Los facinerosos! – Pero, oí que Octavio Olavarría te admira mucho. – ¡Ugh, el rufián! – Así como vamos, un día de estos lo despachan los ultras. – ¡Ojalá! – ¿Y cuál era tu asociación? – ¿Mi qué? – ¡No te agites que esto se da vuelta a la primera! Lo que digo es: la cena, ésa, con su Joaquín Albornoz… ¿Por qué la recuerdas? – Curioso. Algo ocurrió con Belisario en esa cena. Anduvo abstraído por semanas, meses. Pensando y pensando todo el tiempo. – ¡Bah! Si es por eso, ¿te acuerdas cuando le dio por las ideas amplias de Atilio Valenzuela? – Sí. Y después salió con la de las tonteras. Andarse con tonteras, salir de una tontera para meterse en otra. – Después las tomó con el cerebro. – En ésas sigue todavía. Tiene toda una biblioteca sobre el tema. – ¡Este Belisario! Como dice él mismo, sale de una para meterse en otra… – ¿Seguro que no quieres que reme yo?

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– No, deja. Estamos muy bien así. – Por un tiempo, le dio por el efecto de nirvana. – ¡Por el qué! – ¡Ja, ja, ja! ¡La cara que pones! Claro, sí, recuerdo que me insistía mucho en que siempre que se hablara contigo sobre el efecto de nirvana se dijera efecto de halo, no de nirvana, ¡ja, ja, ja! – ¡El animal! Una cosa es el cerebro… – Me ha hecho leer toneladas de neurofisiología. – Muy del señor Belisario Concha. – Sí, muy cierto. Pero harto que me entretengo. La sinapsis, mi amigo… – De la primera tontera se pasa a la segunda el pachá, y a ti te deja metida. – ¿Te acuerdas del bloqueo de Cuba? Lo vieron caminando por las calles como un

zombi.

– ¡Ja, ja, ja! En ésa lo metimos nosotros. – Momento del poder. Fue idea tuya. – No, eres tú la discípula de Spengler. – ¡Te digo que tuya! – Bien. Pero tú enviaste el telegrama... – No se le pasó por meses. – ¿Meses? ¡Todavía le dura! – Por culpa tuya. – No, tuya.

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– Pero la grande fue con el viaje a la luna. – Meses y meses refunfuñando. – Decía que no eran más que patrañas inventadas por los americanos, ¡ja, ja, ja! – ¡El muy bruto! Hasta que terminó por creer. – Sí, cierto. – Ése es Belisario. – Levantaba los brazos al cielo clamando: “¡Se acabaron los mitos sublunares!” – ¡Ja, ja, ja, ja! Se vinieron al suelo todas las columnas y todos los Simones Estilitas se partieron el culo sobre las piedras, ¡ja, ja, ja, ja! – ¿Nunca habló contigo? – ¿De los mitos sublunares? – No, tonto, de lo que pasó esa vez en casa de los Etcheverry. – Ahora que preguntas… Creo que algo me dijo. Sí, fue en un viaje que hicimos juntos desde Santiago. Yo manejaba. ¡Claro! Ahora recuerdo bien. Octubre de 1968. Gran revuelo universitario. No había más opción: o te revolucionabas o te momificabas, ¡ja, ja, ja! – Igual que ahora: O te militarizas o te meten a la cárcel por conflictiva. – Bueno, ahora puedes leerme, si quieres. – Fue por culpa de Roberto Tironi… – ¿De qué hablas? – De esa cena. Fue por culpa suya que se echó a perder. – Sí, pero no es necesario que te muevas tanto. Esto no es un transatlántico… – No, culpa no. Lo que quiero decir… ¡Bueno! Pero, por fin, ¿qué te dijo Belisario en ese viaje?

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– ¡Te digo que no te agites! Contempla el lago. Mira qué deliciosa y elegante composición en verde y en azul. ¡Viste nunca nada igual! ¡Y cuánta luz! – Contigo no se puede llevar una conversación a ninguna parte… ¿Qué te dijo Belisario? – No recuerdo nada. Lo único que recuerdo es que se refirió a esa cena y a Tironi. – ¡Vaya una memoria! – ¡Espera! Sí, claro… No fue algo sobre el desarrollo libre del espíritu que dijo Tironi y que… – ¡Pero, si no fue él! Fue Joaquín Albornoz que confundió el asalto a la razón con el desarrollo libre del espíritu, ¡ja, ja, ja! – ¿De ese porte fue? – Y después, por fin, habla que te habla, el desarrollo libre de la razón resultó del es-pi-

ri-tu.

– Pero, ¿cuál de los dos decía esa idiotez? – ¡Idiotez! – Bueno la misma de hoy en Alemania, ¿o no? – ¡Eso es distinto! – La diferencia no puede ser más alemana. Allá los idiotas son serios y están todos en la

cárcel.

– Esos no cuentan. Cuatro gatos a cual más tuerto. Además, se están suicidando uno después del otro. – Los están suicidando, querrás decir. – Como quieras, pero no cuentan. – Estábamos… ¿Dónde estábamos? – En el desarrollo libre del espíritu.

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– ¿Sabías que es el lema de la Universidad de Concepción? – ¡Quién no lo sabe! – Yo no tenía idea. ¡Figúrate! Recién lo supe por ese almirante que me citó al Ministerio de Defensa. – ¡Ésa no te la creo! – ¡Palabra! Casi me atraganté. – Lo que mejor recuerdo es la cara que puso Mireya Gómez. – ¡Mireya Gó…! ¡De qué estás hablando! – En esa comida, la cara que puso, ¡ja, ja, ja! ¡La estoy viendo! – Elisa Bauzá le decía la pequeña Lulú. Y la verdad que se metía en todo con sus ojos y pucheros. Intrusa como ella sola. – Bueno, no sólo ella. ¡Oh, qué tiempos! ¡Cuántas estupideces! – De estupidez en estupidez. Mireya y Pablo Etcheverry andaban no mucho después en las mismas que Joaquín Albornoz por ese tiempo. Supongo que ahora, en el exilio, siguen igual. – Tironi decía milenio. – Belisario decía tontera. Supongo que lo heredó de ti. – Y tú hablabas de los Simones Estilitas arriba de sus columnas. – O sea, de columna en columna… – …de tontera en tontera… – …de milenio en milenio, ¡ja, ja, ja, ja! – ¡Vaya un mundo! – Joaquín Albornoz tenía su sociedad sin clases, enterita, arriba de su columna, ¡ja, ja,

ja!

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– Decía que sólo en la sociedad sin clases somos perfectamente libres. – ¡Pobre alma! – Decía que en la sociedad sin clases uno hace lo que la sociedad quiere y… – …la sociedad quiere lo que uno hace, ¡ja, ja, ja! – ¿Oíste nunca estupidez igual? – Bueno… la verdad… Hegel dice lo mismo, ¿no? – Pero yo no hablo de Hegel. ¿Qué tiene que ver Hegel? – ¡Nada, nada!… Pero, hay que reconocer que Tironi lo puso en su lugar. – ¡Pero si acabas de decir que no te acuerdas! – Digo yo… Como tú dices que… – Además, Roberto Tironi andaba pocos meses después predicando lo mismo. – Lo mismo, cierto. Pero no porque creyera en una pizca de sociedad sin clases. Ese nunca se perdió una. – Tal como todos. Tal como esa… esa… La mujer de ese… ese… – ¡Deja, preciosa, deja! ¡No vale la pena! – Esa desgraciada, esa vieja podrida, degenerada… – ¡Deja, por favor, deja, preciosa! Vinimos aquí para que estés tranquila… – ¡Tú estás poniéndote tonto, tú también! “Para que estés tranquila…” ¿Por quién me tomas? Tonto, igual de tonto que Belisario. Tontos los dos. Tontos cristianoides tolerantes. – Pero, Marcela, ¡qué estas diciendo! – ¿Qué pretendes, tú? ¿Que olvide? ¿Eso pretendes? ¡Tonto de papirote! ¡Si voy a olvidar! ¿Sabes lo que voy a hacer, sabes? ¡No, qué vas a saber! Ustedes, tú y Belisario se creen que… Ustedes no tienen idea del mundo. Mira, primero tengo que despejar, ¿entiendes? Despejar. ¿Sabes cómo hacen los cazadores? Despejan, desenraman hasta que se abre el

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claro… – ¿Qué se te metió en la cabeza, preciosa? – No me digas “preciosa”, ¡idiota! Oh, oh… Mejor que sigas remando. – ¿Ahora te enojas conmigo!… Si tuvieras idea de la belleza en que te transformas cuando te enojas. – ¡Burro! – A ver, ¿por qué no me dices la razón de que recordaras esa cena? – No sé… Por las tonteras, supongo. – ¿Las tonteras? ¡Pero, eso es el infinito! ¿De cuáles tonteras dices? – Ninguna en especial. Las tonteras como… como la categoría tontera. ¡Ya está! – ¡Ésa es mi Marcela! La tontera como categoría… ¿Dónde escuché eso? – De Belisario. ¿De quién más? Por eso te preguntaba. Después de esa cena en casa de los Etcheverry no hacía más que hablar de tontos y tonteras. – Pero yo tenía entendido que eras tú… ¡No, nada! – Se le metió en la cabeza que… ¿Por qué no remas hacia esa playita? El agua estará tibia allí. Quiero bañarme. – ¿No será un poco tarde ya? – ¿Tarde? En Valdivia nos bañábamos en la noche. Cruzábamos el Calle-Calle hasta… hasta… Ay, que no puedo, no puedo… Lo… lo… Mi pobre hermano… ¡Dios de los Cielos, cómo me duele! – ¡Pero precio… Marcela de mi alma, no te pongas así que me duele también! Piensa en otra cosa. Tienes que resistir. – Sí, muy cierto, hay que resistir… – Qué cara dijiste que puso Mireya cuando… ¿Por qué puso esa cara?

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– Sí, sí, Mireya la pequeña Lulú… – ¡Era una cara de uuuuy!, ¡de aaaah!, ¿de qué era? – Era de… de… – ¿Por lo que dijo Joaquín Albornoz sobre el desarrollo horrible del espíritu? – ¡No, ja, ja, tonto! – ¿Por lo que dijo Tironi, entonces? – No creo. Algo fuerte gritó Joaquín Albornoz al levantarse de la mesa. Pero Belisario me decía no me acuerdo qué en el mismo momento y sólo pude ver la cara que puso Mireya. Para no olvidarla nunca, para reventar de risa, ¡ja, ja, ja! – No sería, no sería que se metieran la palta reina en… en… Porque casi seguro que sirvieron palta reina… – ¡Ja, ja, ja, ja, tonto, las tonteras que dices, ja, ja, ja, ja! – ¿No habría algo entre ella y Joaquín Albornoz? – Sí… podría ser. Porque… ¿qué más podía hacer allí Joaquín Albornoz? – No tenía pito que tocar en esa cena. – La verdad, no se me había pasado por la cabeza… – En estas cosas, mi amiga… – ¿Y ahora, por dónde andará? – ¿Joaquín Albornoz? – No, Mireya Gómez. Joaquín Albornoz está muerto. Muerto sin remedio. ¡Los asesinos! – ¡El pobre! – ¡Asesinos, asesinos! Yo les voy a…

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– ¡Cálmate, te digo, cálmate! ¡Qué puedes hacer tú! Quieres arruinar tu… ¿Tienes un hijo, no? – Tú… tú… ¡No tienes idea tú!… No me conoces… ¿Qué dijiste? ¿Un hijo dijiste? ¿Se puede saber qué te crees? – Amiga mía, un hijo, un hijo tuyo es un ser muy valioso, un… un diamante que te corresponde pulir. – ¡Pero… pero tú te vuelves a cada rato más idiota! ¡Rema, mejor, rema! ¡Por la izquierda, por la izquierda! “¡Diamante que te corresponde pulir!” ¿No te da vergüenza? ¡Y venirme a mí con ésas! – Parece que ese baño no te haría nada de mal. – ¡Ahora con la derecha, con la derecha! Estás girando en redondo. – No por mi culpa. – Oí que estaba en Méjico. – ¿Quién? – Mireya Gómez, pues. – Bah, yo creía que se fue a España. – Pablo Etcheverry se asiló en Méjico. – Entonces Méjico. – ¡Los pobres! – ¿Eran amigos nuestros, verdad? – Bueno, sí. – No los únicos, claro. – Tú tenías tu gurú. – Mi inolvidable maestro.

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– Ahora rema derecho. – Derecho, escucho y obedezco. – Pero tú no viste la cara de Mireya Gómez cuando Joaquín Albornoz se retiró. ¡Claro! ¡Seguías el hilo de quizás qué idiotez con esa… esa… esa hija de puta! – ¡De quién estás hablando! – Lo sabes muy bien. – Pero, ¿qué fue lo que dijo uno que el otro se retiró? – Bueno, algo sobre el milenio. – ¿Por eso se retiró? ¡No puede ser! – Y Belisario cogió la fiebre de las tonteras. ¡Ya estamos llegando! – ¿Seguro que te vas a bañar? – Aquí el agua está tibia. ¿Y tú? – No, muchas gracias. – ¿Tienes reparos? – Tú nadas, yo me tiendo en la playa. – Acércate a esos totorales por si hay nidos de patos. – ¡Otra vez tú y tus nidos de patos! ¿Que no ves que no hay un pato ni de muestra? – Tú cazabas patos en esta laguna. – Quién te dijo. – No sólo patos… – ¡Ahora vas a empezar con ésas!

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– ¡No creas! Me han contado muchas de tus aventuras en Concepción. – Querrás decir fábulas. La gente por estos lados… ¿Ya te he advertido, no? – ¿Sí? ¿Es fábula la de esa dama casada con que el terremoto te pilló en un hotel? – Marcela, Marcela, ¡no me vas a decir que crees esas paparruchas! – ¿Así que en la camita los dos, eh? – ¡Pero, Marcela, qué vulgar! – Nada más cierto, vulgar y ridículo. Fornicando los tortolitos en pecado mortal cuando de repente ¡Buuúm, terremoto! ¡Ja, ja, ja, ja! – ¡Tú no puedes creer esos chistes! – Pero si el otro día me señalaron la dama, la dama damnificada. La miré con estos ojos y se puso como una amapola. ¿Vas a decirme por qué? – ¡De quién estás hablando! Te digo que… – Me contaron todo. Que vinieron los bomberos con la escalera telescópica… – ¿Con la qué? Pero, Marcela, ¿no te das cuenta? ¡Son bromas que te hacen! – ¡Ay Gabriel Araya, qué ridículo! Una dama casada y nada de mal parecida. Y en esta aldea, Gabriel. A la vista de todos bajando por… por… ¡Qué ridículo! ¿Cómo te las arreglaste con el marido? ¿Un duelo? – ¡Las patrañas que escuchas! Y tú de todos. Te juro que… – ¡Sí! ¿Qué me juras? – ¿Sabes? Ahora que recuerdo, Belisario decía que las grandes conversiones… – ¡Y ahora vienes con Belisario! – Es algo serio, muy serio. – Mejor te fijas para dónde remas.

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– ¿Ves? Ni rastro de nidos de patos. – Ya, rema hacia la playa. – Decía que en el camino de Damasco lo que hizo Saulo el matacristianos fue… – …pasar de una tontera a otra. ¡Con la izquierda, con la izquierda! – De Saulo a Pablo. ¿Oíste nunca tontera igual? – Sí, en ésa y en otras parecidas andaba Belisario por ese tiempo. Debido al cinismo de sus hermanos, primero que nada. – ¿Así piensas? Yo creo que tiene que ver con Darwin. Su lectura le derrumbó todo. – Es que tú no imaginas lo que significa ser miembro de esa familia. Ahí no hay más que estructuras de acero. – Muy cierto. Pero, Darwin… – ¡Qué tiene que ver Darwin! – Decía que con Darwin terminaron todas las tonteras. No sé si ésa se le habrá pasado. – ¡Ahora con la derecha, con la derecha! – Voy bien, no te preocupes. Ahora hay que vadear un poco. ¿Se dice así? Es por los bancos de arena. – ¿Estás de baqueano ahora? ¿Pero no con el terremoto, eh? Te pilló en paños menores. ¿Se dice así? – ¡Marcela, para ya!… ¡Qué estás haciendo! ¡Si te desnudas en el bote nos damos vuelta! – No va a pasar nada. Traigo el traje de baño puesto. – Mejor espera que ya llegamos… – Me quito la falda sin moverme, ¿ves? – ¡Ahora me estás tentando!

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– ¿A ti? ¿Con este frío? ¡No te creo! – Ya veo que no era bañarte lo que querías. – Por lo menos, si un terremoto nos pilla aquí… – Vas a cansarte, ¡por fin! Esos son cuentos que te cuentan porque te consideran una gringa ingenua. – ¡Así que de aventuras el niño! – Aquí atracamos. – ¿Atracamos? – ¡No seas vulgar! Baja y empuja el bote. – ¡Baja tú! ¿Por quién me tomas? – Si bajas y empujas, te cuento de esa vez, cuando Belisario tuvo a Tironi en las cuerdas. – ¿Belisario? ¿A Tironi? ¿Cuándo fue eso? – Baja primero. Fue en presencia de los incondicionales de Tironi. – ¡No te creo! – Belisario estaba con Sergio Bahamondes, su sombra proletaria. – ¡Levanta los remos! – ¡No, espera! Mejor bajo yo. – ¿Y entonces, qué pasó? – Venían las elecciones. No había modo de anticipar quién ganaba. – ¿En cuáles elecciones? – Sudaba sangre el viejo Tironi entre su antiguo protector el presidente austero que

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ahora se presentaba de nuevo, el segundo candidato de la Revolución en Libertad y el muy veterano candidato de la Revolución a Secas a quien Dios tenga en su Santo Reino. – O sea en una de las de siempre el asno de Buridán, sin saber de dónde tirar. – Eso mismo, el asno… pero no el burro. – Y entonces, ¿qué? – Belisario le decía en su cara que era de los que andaban saltando de milenio en milenio. Bueno, no con esas mismas palabras, pero sin que se prestaran a interpretaciones. Como si diciéndole: “Viejito, así como van las cosas no te queda más que pasarte desde los departamentos de la autenticidad y el hombre integral a la Plaza Roja. Cambio de milenio, ¿estamos?” – ¿Y qué respondió Tironi? – ¡Orden, orden! Antes de decirte que respondió Tironi tengo que decirte lo que dijo Belisario, ¿no? – ¡Perdón, maestro! Qué dijo Belisario. – Tiéndete aquí. Toma el sol primero. A ver si te calienta un poco. – ¡Gabriel Araya! – Pero, si hablo en serio. No puedes entrar al agua sin calentarte primero. – ¿Vas a seguir? Que esté o no caliente es cosa mía. – ¿Quieres que siga? – ¿Que sigas, qué? – Tú sabes, a Tironi le das a elegir entre un plato de ostras y una ensalada de paradojas… – …y termina en la paradoja de quedarse sin ostras, el animal. – Belisario le decía (y Sergio Bahamondes tenía que sujetarse las verijas a dos manos): “Cuando se pasa de una tontera a otra, o mejor dicho, cuando se flota entre dos tonteras, ése es el momento en que mejor se ve que no son más que tonteras”.

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– Noooo, ¿Belisario? ¿Así le dijo? – Con todas sus letras. Y no sólo eso. Con maneras hipotéticas que tenían a punto de reventar de risa a Sergio Bahamondes, le insinuaba que tomara el caso suyo. – ¿Suyo de Belisario o suyo de Roberto Tironi? – Sergio Bahamondes quería tomar la palabra, pero Belisario en medio del barullo que se armó le gritaba que no se metiera, que lo dejara arreglar las cuentas solo, ¡ja, ja, ja, ja! – Pero, ¿cuándo fue eso? ¿Cómo nadie me contó? Si Belisario y Sergio Bahamondes no se veían por años de años. – Así será, pero ahí estaban los dos, Belisario y Sergio Bahamondes, su sombra y antípoda en los años del Pedagógico y actual desaparecido en los antros de la DINA. – ¿No estarás confundiendo a Sergio Bahamondes con Joaquín Albornoz? – ¿Cómo voy a confundirlos? ¿Qué tiene que ver Belisario con Joaquín Albornoz? – Poco, casi nada. – ¡Bueno, a lo que Belisario le dijo a Tironi! Te puedo decir que lo recuerdo a la letra, porque lo escuché del mismo Belisario. – ¿Tal cual, eh? – Le dijo… ¡Ahora no voy a poder seguir! ¡Es que es tan cómico! – ¿Vas a decirlo, por fin? – Le dijo que en las actuales condiciones no era cosa fácil para un funcionario público – un profesor universitario, por ejemplo ¡ja, ja, ja! – hacer bien sus cálculos con vistas al cambio de gobierno. ¡Así mismo! Le dijo “lo cómico, o lo trágico, o mejor dicho lo tragicómico, se da en esos momentos en que no hay manera de pasar inadvertido, donde no queda más que salir de la tontera en que uno está metido, hacer una reverencia a la galería, y meterse en la que sigue, ¡ja, ja, ja, ja!” – ¡Tú estás inventando! – Así le dijo, tal cual. Debo haberlo anotado por ahí.

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– Entonces… ¡entonces fue por eso! – ¿Que fue qué? – A ver, espera, déjame pensar… – ¿Qué quieres que te sirva? Hay cerveza helada y café caliente en el termo. – ¡Por eso fue! ¡Ahora lo veo! – Hay sándwiches también. – ¡Por eso fue, claro, ja, ja, ja, ja! – ¿Se podría saber…? – Fue por Tironi, ¿no te das cuenta? ¡Era demasiado para Belisario! El muy canalla insultaba a Joaquín Albornoz por su marxismo delirante y al día siguiente estaba firmando los registros del partido. De ahí le nació a Belisario la tontovisión en que se divertía por esos años: salir de una tontera para meterse en otra. ¿No ves? – O sea que… – ¡Tuvo que ser así! Tironi dándoselas de Júpiter Tonante con el pobre Joaquín Albornoz. Belisario le guardaba cierto aprecio a Tironi y tuvo que resentirse del contraste cuando en esa gran asamblea del pueblo en el Teatro Baquedano apareció en la primera fila del proscenio rumiando “La Internacional” entre Pablo Etcheverry y la pequeña Lulú. – Sí, entonces fue cuando empezó en forma. Los oportunistas saltaban a pies juntos a la plataforma del Carro de la Historia. – Hasta Chumingo Astaburuaga llegó a estar con un pie en la pisadera. – Aguijoneado por su mujer que ya estaba arriba y lo tiraba del cuello de la chaqueta. – Sí, y que después se transformó en la zorra de “las alamedas de la historia”. – ¡Espera! Estaba ya bien pasadita cuando apareció en esa cena. – ¡Bah, una zorra y una puta! ¡Vieja asquerosa, cobarde! Apenas le mostraron el magneto comenzó a entregarlos a todos, la… la… ¡Habría que machacarla!

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– Pero, Marcela, ¡cuántas veces te dicen! ¡No sabemos nada, Marcela! Ésas sólo son… – ¡Tú no sabrás nada, pobre idiota! La detuvieron y al día siguiente cogieron a mi hermano y todos sus amigos. ¿A eso llamas no saber nada? – Los detenían por centenares, por miles, ¡Marcela! ¡Por miles! – Después voló a Estados Unidos dándoselas de exiliada, hablando pestes contra los fascistas. ¿Era fascista mi hermano, era fascista? ¡Canalla, asesina! – Pero, precio… ¡tienes que tranquilizarte te digo! – Aterriza en Washington. La rodea la leyenda. Mártir de la revolución chilena. Gritos de las multitudes con el puño en alto, fogonazos, entrevistas. ¡La Historia no se detendrá! Atrás quedaron los fusilados que la mártir sirvió en bandeja a los fascistas… – Pero… ¿Qué sabes tú? ¿Qué es exactamente lo que sabes tú? Lo que tú sabes es lo que echaron a correr Maggie Silverstein, Octavio Olavarría y todos los demás. ¿A ésos vas a creerles tú? Si no es más que comidilla sucia y archisabida, basura echada a todos los vientos. – ¡Basta y basta! No quiero oír una sílaba más. Déjame en esta playa. Quiero estar sola. Voy a nadar hasta ahogarme. ¡Ándate, ándate! – Marcela, precio… ¡cálmate, por favor cálmate! – Tú… tú estás con ellos, colaboras con ellos. ¡Ándate ya! – ¡Que estás diciendo! Yo hago lo que me parece correcto. ¿Nos opusimos o no nos opusimos a esa gran estupidez? ¿Qué esperas ahora de mí? ¿No vas a confundirme con Tironi o con Astaburuaga, verdad? – ¡Yo no he dicho eso, idiota! – ¿Qué quieres entonces que haga? Combatí a esa patota de enfermos mentales, imbéciles y oportunistas. Los del milenio y los de los quinquenios. Ahora, don Tironi aparece en “El Mercurio”. Pelo más y le levantan una estatua. Oh, él sí combatió, él sí se opuso realmente, desde dentro, peligrosamente, mimetizado tan a la perfección que ni él mismo se daba cuenta. Y Astaburuaga otro tanto. ¿Leíste como despotrica contra el terrorismo alemán? ¡Para lo que cuesta! La cosa está muy lejos para que le venga el miedo. Y como la cosa es alemana. Terrorismo alemán, terrorismo fáustico. ¿Terrorismo en Chilito? ¡Qué va ser! ¡Ya se curó, mi capitán! Baader Meihof Terror Gruppen. Así sí, así suena. – ¡El charlatán, el impostor!

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– Sí, cierto, pero no vale la pena. Mejor te echas al agua.

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Tres eran los objetivos del “Operativo Tironi”. Y tres los obstáculos con que Octavio Olavarría chocaba y volvía a chocar. En orden de complicación legalista, los obstáculos se llamaban: Marinovich (para fusilarlo), Pineda (para colgarlo) y Quintana (para electrocutarlo a la parrilla). ¡Malditos burócratas! ¡Abogados tenían que ser los infelices! Octavio Olavarría urdía las mil y una para sacárselos del camino. Pero, hasta aquí… Esteban Marinovich se encontraba en deuda con Octavio Olavarría. Recurriendo al general Bauzá, Octavio le sacó un primo conflictivo del Estadio Chile. Estaban a punto de “tratarlo”, así que no era deuda chica. Pero Marinovich no era el único. En los tiempos difíciles los miembros de “Patria y Progreso” dispusieron de amparo seguro en el fundo de Talagante. Sin agregar los almacenes de víveres, el entrenamiento militar, la instrucción política. Ni el trabajo infatigable de distribución de armas y panfletos de Arica a Magallanes. Ahora, sólo pedía una cosa en retribución: Capacidad de fuego y carta blanca en el caso “Tironi y sus Asociados”. Insistía ante Pineda, que se lo sacaba de encima respondiendo teléfonos, redactando circulares, corriendo a los tribunales, a entrevistas de prensa, encuentro ante las cámaras. – ¡Ya vuelvo, Octavio! ¡Ya veremos, ya veremos! Pero no olvides que en estas cosas mejor esperar que el polvo se pose. ¡Paciencia y lucidez!! Así se las arreglaba Pineda. Pero no consideraba el caso Tironi como pura vendetta personal, que era el juicio de Quintana. No. Los argumentos de Olavarría merecían atención. Muy cierto, contra ofuscación y precipitación serenidad y disciplina. ¿Pero, no se dijo también que los pernos hay que meterlos sobre caliente? Entonces… – ¿Esperar que el polvo se asiente? ¡Cuidado, mi amigo! Con ésa de que el polvo se asiente, los ánimos se calmen y la vista se aclare, a la vuelta de poco tendremos los mismos problemas y los mismos señores problemáticos. Hay gente con la que no se saca nada metiéndoles cuco. Así trataba de alcanzar su primer objetivo Octavio Olavarría: Sacar a Tironi de la circulación ab aeternum, como diría él mismo. El segundo objetivo seguiría detrás del primero como por un tobogán: Meter a todos sus secuaces en la cárcel. El tercero, casi una nada, pero muy importante: Darle a esa puta el susto de su vida y volverla al gallinero que le correspondía.

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Su Menelao, correa en mano, se encargaría de ponerla en cintura. Esteban Marinovich, que bajo la dirección clandestina de Karl Schlieman trataba de poner en marcha “La Juventud Patriótica por la Renovación Nacional”, andaba que parecía más ocupado que Tomás Pineda. Además, ¿qué minucias eran ésas? En rueda de tragos se le había escapado una grande contra Octavio Olavarría, “ese tipo obseso y sus vendettas de cabro chico”. El apóstrofe llegó en cosa de horas a oídos del afectado. La tarde del mediodía siguiente el gigante croata se encontró con que el pasillo que iba de su estudio al ascensor además de sin luz se encontraba peligrosamente poblado. Aquí no había clientes suyos llenos de sonrisas sino rostros de fiera expresión. De entre todos emergió Octavio Olavarría que lo enfrentó. Apenas le llegaba a los hombros el antiguo vendedor de mostos. Mejor que mejor. Un Olavarría Echeñique no es hombre que se achique. Lo primero que le nació a Esteban Marinovich fue posar su fraternal manaza en el hombro de Octavio sonriendo con esa genialidad suya. Justo lo que faltaba, porque se vio empujado bruscamente con un fuerte golpe al pecho contra la pared. Tanta fuerza no le suponía al alacalufe. Los otros cerraron y estrecharon el semicírculo. ¿Iban a liquidarlo? En ese momento, como mandado a buscar, apareció el obstáculo número uno del “Operativo Tironi”. El señor abogado Aníbal Quintana salía de su oficina mirando a pestañazos. ¿Qué ocurría con la luz? Vino inquisitivo después de poner llave a su puerta con doble cierre. – ¿Qué pasa aquí, Esteban? ¿Qué ocurre? Le abrieron camino cerrando filas por detrás. Seguía pestañando, se ajustaba los anteojos. – ¡De qué se trata! Octavio Olavarría no vaciló un segundo. El momento preciso, los dos pájaros de un tiro. Este par de huevones tenían que entender de una vez en qué tiempos estaban viviendo. Sin dejar de sujetar a Marinovich contra la pared, dio un agarrón con la izquierda a Quintana y lo empujó al lado de su colega. Engordaba Octavio Olavarría, pero al asalto era un tigre con tantas rayas como el que más. – “Quintana y Marinovich, Abogados”, ¡el par de pares! Se estrechaba el cerco agresivo. Octavio dio un paso atrás, se desabotonó la casaca de cuero y encajó las manos en la cintura. Que se viera clarito el pistolón en la sobaquera. Miró a ambos lados. Todos sus hombres oteaban igual. Quintana tragaba saliva. Éstas no eran bromas y lo sabía. Estos brutos andaban matando a destajo. Olavarría dijo otro tanto con voz ronca.

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– ¡Éstas no son bromas, huevones! Se acercó para que le olieran bien la rabia los dos siúticos. Se volvió a los suyos con una inclinación versallesca. – Quintana y Marinovich, a vuestra disposición. Los de la banda rieron y Quintana aprovechó el relajo. – ¿Pero, de qué se trata, Octavio? – “¿De qué se trata, Octavio?” De limpiar el país de ratas pestilentes, de eso se trata. De poner las bases para los mil años. Se trata de sacar afuera a los leguleyos y cagatintas y cobardes. ¡A balazos si es necesario! Así que don Esteban Marinovich me toma por obsesivo, ¡por vindictivo! ¡Así que el caballero me tiene por cabro chico! ¡Así que nada más que un huevoncito con cuentas personales! ¿Por qué no hablamos mejor de cuentas en dólares? ¿La buena plata, eh? No, mis señores, este país no se va a poner de pie si no empezamos por purgarle la mugre, ¿entienden? ¡Mucho cuidado, mucho cuidado! Ahora, échense a caminar despacito. La próxima vez que se nos crucen dudo mucho de que vayan a salir caminando. Esa misma noche llegaron los blindados a la parcela idílica de Tironi en La Reina. Los pernos se meten sobre caliente. Sentado en su jeep, Octavio Olavarría hacía vaho con el aliento en sus gafas negras limpiándolas con su camisa. Los perros ladraban furiosos. Dos disparos a los más cercanos y desaparecieron gimiendo por los matorrales en sombra. Silencio absoluto. El suboficial vino hasta el jeep. Octavio se ajustó las gafas y saltó fuera con tal ligereza que al suboficial se le escapó un silbido. Iniciaron la marcha hacia la casa a taconazos sobre el maicillo. Comenzaba la realización del sueño, la puesta en escena tantas veces ensayada y glosada en su cabeza. ¡Ahora verían! Había dispuesto todo. Elisa iría custodiada a la enfermería del Regimiento Tacna. Allí la interrogarían dos duros de su grupo. Podían amenazarla todo lo que quisieran. Pero, ¡cuidado con tocarla! No sólo porque eso le correspondía a él, su legítimo esposo engañado y traicionado, sino que un pelo que le toquen y el general Bauzá… No, mejor no pensar en ésas. En fin que la muy grandísima soltaría todo a la primera jeringa que le mostraran. Por lo demás, no sabía nada que no supieran ellos. Ni tampoco iba a aportar novedades el canalla de Tironi. A ése había que ponerle en claro desde el comienzo que era caso sin vuelta. Le pondría la firma llorando a gritos a cuanta lista le tenían preparada con los nombres de los vende-patria enquistados en las universidades y el Ministerio de Educación. Con tales documentos en su poder, Octavio Olavarría se proponía dos cosas: Denunciar a Tironi como el cobarde y el traidor que siempre fue, lo que se remacharía con la oleada de arrestos que sucederían a su detención, y levantar nubes y nubes de polvo negrísimo, tantas como para que no hubiera quien reparara en la desaparición de Tironi per saecula saeculorum, como rezaría él mismo, ¡ja, ja, ja! La iba a armar grande esta vez, ¡por fin! Tomás Pineda, el gato de las siete vidas, andaba en Nueva York defendiendo por la vez enésima el “pronunciamiento militar” ante las Naciones Unidas. Tuvo sus encontrones con los diplomáticos suecos, los tontos útiles de

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siempre. Pero con los comunistas se las arreglaba a combo limpio. Ése sí que valía, ¡Pineda! Los otros dos, Quintana y Marinovich, seguro que a estas horas seguían todavía sentados en el W. C. Dentro de unos tres días a lo más, ¡fait accompli! Desapareció Tironi y a los dos abogados no les quedaría más opción que seguirle la corriente, con “El Mercurio” de tambor mayor. A la oportunidad la pintan calva. Ésta iba a ser una barrida histórica. ¡Toda la gangrena de la intelectualidad chilena fuera de un sólo golpe! No quedaría un piojo izquierdista de muestra en las universidades. Hasta los rectores-militares, esos viejos blandengues y buenos para nada saldrían rajando. ¡Fuera con toda la basura! ¿Quieren el milenio? Bien, ¡yo voy a mostrarles cómo se empieza! Golpeó con puño de martillo. ¡Pam, pam, pam! ¡Abran, abran inmediatamente! ¿Oyeroon? ¡Abran, abran! ¡Ejército de Chile, abran!… ¿Se habrán subido al entretecho? ¡Abran, abran! Se encendió la luz del vestíbulo al tiempo que la de un farol muy colonial colgando al lado de la puerta. Pasos arrastrados, voz de anciana. – ¡Ya voy, ya voy! Algo raro ocurría. Se volvió hacia el suboficial, retrocedió unos pasos. ¿Se habrían equivocado de casa? La puerta se abrió no más de una pulgada. – ¡Abra! Avise al señor… Déjeme ver… Sí, avise al señor Tironi… – ¡Pero, si el patrón no está! La patrona tampoco. Salieron de visita… – ¿A qué hora vuelven? – Mañana será… ¿Hay toque de queda, no? – ¿Quién más hay en casa? – ¿Cómo dijo? – ¡Pregunté si hay alguien más en casa! ¿Está sorda? – ¡No, señor! ¿Quién quiere que haiga? Yo no más. Octavio se volvió hacia el suboficial. – Que entre la gente. Que no quede rincón sin revisar a fondo. Aquí vive un pez que pesa sus toneladas. ¡Andando! Comenzó el revuelo por toda la casa. De un puntapié cedió la puerta del dormitorio de

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la lujuria y la traición, y Menelao Olavarría se detuvo en el umbral mirando hacia el lecho con odio y repugnancia. ¡La maldita y el rufián! Los soldados entraban y salían acarreando cajones de libros y papeles. Octavio avanzó hasta uno de los veladores y el suboficial se acercó jadeando. – A éstos se la soplaron en el minuto preciso. Salieron volando. Abrieron closets, cajoneras, baúles. Sí, habían llenado un par de maletas a la carrera. ¿Quién les avisó? Seguro que ese hocicón de Quintana. “¡Esta misma noche detengo a este desgraciado! ¡No, lo mato! Lo mato como el perro que es y que se lo carguen a los comunistas”. Volvió al velador, a la izquierda del amplio lecho y con asco sumo echó atrás las coberturas. Pensar que aquí… Algo suspendido entre el velador y la cama cayó al suelo. Se agachó recogiendo un marco de cuero labrado desde el cual Elisa Bauzá le sonreía deliciosa. Como si se burlara, la grandísima. Y ahí le vino la congoja como si le estrujaran el corazón. La manito delicada y preciosa de esa ramera miserable se lo estrujaba y sonreía como un ángel. ¡Cómo negarlo! La amaba por encima de todas las cosas del mundo. Siempre, siempre la amó con toda el alma. Y ahí estaba sonriéndole como una mañana de primavera. ¿Cuántos años harían desde esa foto? Estamos en 1974. Veintidós años. ¡Qué hermoso tiempo! En torno a ella hacían nata los poetas. Era una fiesta todo. No había uno que no creyera en el viejito pascuero. Los comunistas, para empezar. De Europa llegaban los charlatanes con sus baúles atiborrados de pomadas de la virtú, con sus biblias manoseadas y enormes papagayos de mil colores cagándoles en el hombro. Los milenios se vendían en la Quinta Normal rellenos con manjar blanco. Ella, la hermosa, se sentaba en ese parapeto de granito allá en lo alto del Cerro San Cristóbal. Una liceana todavía, un ángel. Pasaba la palma de sus manitos menudas entre los muslos y la piedra, movía sus piernas y sonreía saltando de un milenio al otro como si jugara al luche. Se chiflaba entera por los hombres con milenios. Todo era lingüístico, todo era retórico, poético, determinístico, fisicocuantístico. ¡Una mujer así no es de este mundo, no, señor! ¿Lo amó alguna vez? Una mujer así, ¿amó a nadie alguna vez? Vino el suboficial. Ya no quedaba un rincón sin revisar. ¿Literatura política, papeles? Sí, un buen poco. Todo requisado. – Ah, sí, esta libreta de direcciones y esta otra cifrada. – ¿Cifrada? ¿Qué va a cifrar este señor? ¿No será la “Suma Teológica”? Sin percatarse, aferraba el retrato de Elisa contra su pecho. Pero el oficial se percató de una ojeada. ¿Había burla en su mirada? No, sonreía suspirando. ¡Un retrato que sea! – Bien, aquí no hay más que hacer. Seguro que ya están a reparo en la Embajada de Italia.

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¿Qué ocurrió con Joaquín Albornoz? Parece increíble, pero Antonio Rivera era de los que más sabían del caso. Tuvo acceso a las más inesperadas fuentes de información. Y sin proponérselo. Muchos se resintieron de tanto crimen y arbitrariedad, y terminaron en la oposición y hasta en el exilio. Contaban horrores. De ellos fue escuchando Antonio Rivera noticias a retazos sobre la odisea de Joaquín Albornoz. No sabe cuándo ni por qué le nació un sentimiento de piedad y admiración por el médico. Marginalmente, se fue formando un archivo. Recortes de prensa en Francia, en Italia, en Méjico, informes de organismos internacionales. Donde aparecía el nombre Joaquín Albornoz automáticamente tomaba las tijeras. Anotaba también meticulosamente todo lo que le llegaba de oídas y testigos. Terminó por escribir a los padres que seguían golpeando en puertas de ministerios y tribunales. La madre le envió fotocopias de todo lo que tenía en cartas, solicitudes, respuestas de autoridades y artículos de prensa. Le hizo también detallada relación de sus pasos buscando al hijo en comisarías, regimientos, campos de concentración, cárceles clandestinas, por más de diez años sin perder jamás la esperanza. Cuando iba a perderla, la Santa Señora de los Cielos la reanimaba con su sublime amor. Todavía, cuando por fin pudo visitarla Antonio Rivera en 1990, se hacía ilusiones la piadosa dama. ¡Quién lo creería! Antonio Rivera, en 1974, pasó de Méjico a España, donde tuvo que afrontar muy serias dificultades. No le extendían ni permiso de residencia ni menos de trabajo. En las oficinas de inmigración, los oficiales no le aguantaban una sílaba. – Hombre, ¡más claro no puede estar! Solicitasteis asilo político en Méjico. Pues, en Méjico os quedáis que en estos asuntos no hay carambolas. Antonio no era excepción al axioma de los exiliados que reza: Donde se choca con autoridades, se choca con fascistas. Telefoneaba a Ciudad de Méjico: – Esto se encuentra atestado de fascistas. No entra ni un alfiler. Dando de bote en bote, a fines de los años setenta se había hecho un lugarcito en Madrid. Tan a escondidas, que al menor descuido podían ponerlo de patitas en la frontera. Expuso su pintura un par de veces. En Madrid y en Barcelona. Algo dijeron los críticos, pero mejor se callaran lo que dijeron. No, en España no iba a sentar escuela de pintura. Trató de aplicar el pincel a la denuncia política al modo de Picasso. Las multitudes chilenas masacradas

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por Pinochet, el Chacal del Mapocho… Ensayó con la miseria, el abandono, la sobreexplotación. Algo rendía, pero no alcanzaba. Intentó pintar el sentimiento europeo de culpa. Mal negocio. Con la moda en auge del idilismo precolombino y los horrores de la destrucción “político-ecológico-cultural de Hispanoamérica”, la competencia no le dejaba para parar la olla. Además, ¿pintura de esas cosas? ¡No, por favor! Con el cine era distinto, y así fue como pasó de la pintura al cine. Y de Madrid a París donde no demoró en formar equipo con otros exiliados como él. Viajó filmando por las islas y costas del Caribe. Por fin dio el golpe. Se produjo siguiendo al Papa que viajó a Centroamérica en 1980. Fue cosa sencilla, genial, y que logró casi sin darse cuenta. Con tomas simples, pero bien montadas pudo finalmente expresar la voracidad infinita de Europa y la destrucción despiadada de las culturas aborígenes. El Papa, también sin la menor idea, hacía de tambor mayor. En París se levantaron aplaudiendo a gritos. Lo mismo en Londres y Berlín. ¡Por fin encontraban su verdugo! ¡Oh, qué delirio masoquista de latigazos! El terremoto llegó a Roma y se decía que el mismo Papa había visto el cortometraje en privado y que chasqueaba la lengua con fastidio viendo correr a los jesuitas de un lado a otro con la sotana al aire. ¡Oh, paradoja! La pequeña obra maestra de Antonio Rivera premiada de festival en festival representaba un bofetón en las meras narices de Europa. ¿No querían masoquismo? ¡Ahí tenían! Desde entonces, se terminaron los problemas para Antonio Rivera. Las ofertas llovían. Lo invitaban desde La Habana, Moscú, Berlín... ¡Ahora sí que sí! Ya podían en Madrid meterse su permiso de residencia donde mejor les cupiera. Si era por residencia, residía en Méjico. Si era por trabajo, trabajaba en el mundo. Todo el material fílmico que se había acumulado en los duros años de las vacas flacas entró al mercado como por un embudo. Todos sus reportajes, de tanto sudor y tanta ilusión – “Altiplano”, “Pampa”, “Guayana”, “Mato Grosso”– eran devorados por las distribuidoras, las proyectoras y el público. Todos poseían “el inconfundible sello Rivera”: la sutil y por ello mismo arrasadora denuncia del desprecio, la explotación colonialista y la destrucción cultural llevada a cabo en siglos y siglos de “insaciabilidad europea”. Los comentaristas sencillamente se consumían en suspiros y ayes y elogios. Una mujer maya seguida entre rastrojos y pedregales por la cámara “muda y absorta” de Antonio Rivera tenía la vitalidad de un Renoir, la elementalidad de un Gauguin, la elegancia de van der Weyden. La pintura de Rivera recibió así un empujoncito colateral y la misma Mireya Gómez que volvió a Chile en el año noventa, contaba, no sin un dejo de “tonta patriotera” como decía su ex Pablo Etcheverry, que en más de un departamento de amigos en Madrid le mostraban con orgullo un horroroso garabato sobre la chimenea firmado por el famoso Antonio Rivera. Así y todo, cuando volvió a Chile buscando, como bromeaba él mismo, permiso de residencia y de trabajo, Antonio Rivera se encontró con que no había noticias suyas ni la que menor por estos lados. O si se prefiere más claro, había noticias, desde luego, pero desde luego no había ninguna noticia. Todos se las guardaban tan bien que no había uno que se las guardara. Etcétera, etcétera. Pero, por encima de todo estaban ese permiso de residencia y esa carta de trabajo. ¿Trabajo? ¿Cómo es eso? ¿Qué se proponían estos señores retornados? ¿Quitarles lo poco que había a los que se quedaron en el país resistiendo y padeciendo? ¿Eso querían, despojarlos de sus menguadas fuentes de ingreso? ¿Dejar caer sobre sus sufridos compatriotas el peso de sus antecedentes europeos, sus títulos europeos, sus muchas lenguas, sus logros encumbrados, sus relaciones internacionales? ¿Eso querían? ¿Apabullar con sus zarandajas extranjeras a los verdaderos exiliados, los que padecieron el exilio verdadero, el exilio interno y sus horrores pelando el ajo mientras ellos turisteaban posando de héroes y

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mártires por Francia, Italia, Rusia, Alemania? Antonio Rivera no sabía si llorar o reír. ¿De manera que le llovía de vuelta igual que le llovió de ida? No ignoraba la sentencia que acuñó un… ¡chileno tenía que ser! y que resonó por todos los rincones del exilio. ¿Cómo olvidar una frase así? Era tan… tan ¿cómo decir? La izquierda chilena estaba formada por dos clases excluyentes: los maricones que habían salido arrancando y los huevones que se habían quedado, ¡ja, ja, ja, ja! Las semi autoridades que tomaron contacto semi oficial con don Antonio Rivera no tenían ningún problema. Ningún problema en absoluto. Todo muy fácil, muy simple. Si el compañero venía por un tiempo, con dólares y a gastarlos, adelante, ¡no faltaba más! Si traía algún proyecto financiado por organismos internacionales, gobiernos europeos o lo que fuera de allende los mares, ningún problema tampoco. Chile aportaría los equipos y los técnicos por poco precio, ¡ja, ja! Si el señor Rivera buscaba un puesto en el Departamento de Cultura, en la Universidad o cosa así, podía considerarse. En el entendido, claro está, de que por todo pagan los antedichos. Acaso hubiera un cargo ad honorem por un tiempo preciso. Pero con equipos y materiales a su cuenta como es obvio. Antonio Rivera, saboreando su pisco sour antes de que trajeran las ostras para chupárselas de una sentada y endilgarlas tripas abajo con un “Santa Carolina” de mascarlo, entendía perfectamente. Oh, sí, claro, ¡ni que hablar! Miraba a sus comensales venidos en tropel al almuerzo desde todos lados. Veía doble. No por el alcohol, ¡sale p’allá! Veía doble como medio mundo o mundo y medio en el país tiene la costumbre de ver. Sus comensales lo miraban viendo doble también, como es claro. Van Gogh, según se decía, veía doble, triple, cuádruple. ¿Dónde estaba el problema? ¿Por acaso en quién pagaría la cuenta? Y si es por ver, no sólo doble veía. Antonio Rivera. Veía chico también. Doble y chico. Como chileno criado entre Plaza Brasil y Plaza Yungay, veía doble. Como chileno vuelto a Chile después de quince años de vuelos por Europa, Asia, Centroamérica, veía chico. Chiquitito, ¡ja, ja, ja! ¡Bien, muy bien, salucita! Que los huevones que se quedaron traigan vino del mejor para el maricón que salió arrancando. El maricón paga. ¡Madre de Dios, manga de desgraciados! ¡Que traigan los perniles con ají picante! ¿Quién dijo miedo habiendo hospital? ¡Recarajos! ¡Cómo va un pintor, por muy mierda de pintor que sea, cómo va a perder el sentido de la perspectiva! ¿Qué saben estas sabandijas de sufrimiento? ¿Cómo puede un pintor del lugar perder la noción del lugar, después de años de mendigar por un lugar y haber pasado por tantos lugares? Por más lugares que pelos le quedan en la cabeza. Como preguntaría su amigo Belisario Concha – a quien apenas se ha dado el tiempo de telefonear un par de veces – ¿cómo lo haría él, Antonio Rivera, si los papeles se cambiaran? Perspectiva, perspectiva. ¡Qué años aquéllos! – Tú juzgas que el otro es el tarado. Haz un esfuerzo, colócate en su lugar, ¡y vas a ver el tarado que eres tú! ¡Qué tiempos, qué tiempos! Sí, lo estoy viendo con esos modos suyos de niñito bonito y regalón que daba rabia. No me podía ver, pero igual me veía. Tampoco podía oír hablar de marxismo “y tonteras afines”. Sin embargo, sus mejores amigos eran rotacuajos marxistas. ¡Ja, ja, ja! Y pasaba sin perder sus pasos de aristócrata de un milenio a otro. Se estaba horas de horas junto a la cama de su lavandera con pulmonía leyéndole historias de las “Mil y una

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Noches”. Jugaba a la rayuela arremangado de camisa, comiendo empanadas y dándole al tinto con sus obreros metalúrgicos. Discurría de los prolegómenos a toda metafísica futura mientras la mujer más hermosa, culta e inteligente del país le hacía cosquillas con la punta de la lengua en el entorno de las tetillas. ¡Qué vida, qué tiempos! Tuvimos un caballo de presidente. Después nombramos un papelero, tozudo, capón y como tonto para el agua mineral, ¡ja, ja, ja! ¡Los doce años mejores de mi vida! ¡Lejos los mejores! Fornicábamos a la carrera, de pie, bajo la lluvia. Empeñábamos el abrigo y el reloj para salir de parranda. Casi nos íbamos a las manos por Vittorio da Sica, Federico Fellini y Pietro Germi. Levantábamos procesos a la ciudad, al país, al continente. Le lamíamos la zorra a la María Pía y el trasero a su papá. ¡Ya verían los chupasangre capitalistas, ya verían! Después, Fidel y el Che bajaron de la Sierra Maestra. ¡Avemariapurísima, el milenio, por fin, el milenio! ¡Ja, ja, ja, ja! Belisario Concha decía “pasarse de una tontera a otra”. La guerrilla urbana, la unidad popular, la revolución sandinista, Cambodia, Afganistán, Polonia. ¡Al suelo todo! Muro de Berlín, ¡al suelo! Unión Soviética, ¡al suelo! Ahora venía la resaca. Economía neoliberal, teología de la liberación, cultura postmoderna, ecología. De una tontera a otra… Claro, ¿cómo no lo vio el imbécil? De una tontera a otra. ¡Venga, traigan el whisky que yo pago! ¿Que estoy viendo doble? ¡Claro que sí! Siempre vi doble. Nunca a nadie le vinieron con huevadas en este país. Siempre a todos los tomaron por huevones en este país. Pongan whisky. ¡Del de quince años con etiqueta ne-egraaa! Esto tengo que filmarlo con dos cámaras. Una de aquí p’allá, l’otra d’allá p’acá. Ya estoy viendo los títulos. “Doblevisión”, “Mestizo Turnio”, “Crepuscultura”. ¡Pongan whisky, que la Unesco paga! Cero por cero, cero; uno por cero, nada; la plata les toca a ustedes; a mí me pagan la entrada. ¡Cuándo puta traen el whisky! Pero éstos son entremeses. Antonio Rivera traía asuntos más serios que atender. ¡Ahí sí que había películas grandes! Se pasó una tarde entera en Lo Barnechea, en la vieja casa de los padres de Joaquín Albornoz que respondían dóciles y ansiosos a sus preguntas. ¿Quién podría jurar que ya no existía Joaquín Albornoz? El bolígrafo de Antonio Rivera volaba sobre las páginas de una libreta afirmada en sus rodillas. – Durante seis meses estuvo detenido, maniatado y vendado. – En un Regimiento, aquí en Santiago. – Sí. – Lo dejaron ir, en Mayo de 1974. – Sí, pero en Agosto, tres meses después, volvieron a detenerlo. Por tercera vez. – ¿Aquí, en la casa? – No, aquí fue la segunda vez. – La primera fue en la Escuela de Medicina.

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– ¿Y la tercera? – En su clínica en La Florida. – ¿Militares? – Siempre fueron los militares. Antonio Rivera respiró profundo. Venía de un almuerzo demasiado regado con “Don Matías” del tinto y del otro. ¿Llevaba bien el hilo? – En suma, la primera vez fue detenido en la Escuela de Medicina, en Octubre del 73. La segunda, aquí en casa en Diciembre del 73. La tercera, en su clínica de La Florida en Agosto del 74. Siempre fueron los militares. ¿Correcto? – Sí, correcto. – Ahora, por favor, observen con mucha atención estas fotografías. Si hay personas que reconozcan me dicen cuáles. Tómense todo el tiempo. Si prefieren salimos al patio. – No es necesario. Aquí hay bastante luz. – Creo que éste, sí, éste… – ¿Cuál? – Éste, a la izquierda. – ¿Éste? Bien. ¿Alguno más? Miren bien, no hay ningún apuro. – Parece el único. – ¿De dónde lo conoce, señora? – Estaba entre los que allanaron la casa por primera vez. – ¿Por primera vez? – Sí. Arrestaron a Joaquín y al día siguiente allanaron la casa. Y en días sucesivos, dos veces más. Éste vino la primera vez. No tenía bigotes, pero es el mismo. – ¿Y qué resultó de los allanamientos?

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– Requisaban libros y papeles. – Sí, se llevaron buena parte de sus libros. Antonio Rivera sacó un recorte de su billetera y lo desdobló cuidadosamente. – ¿Conocen a esta dama? – Sí. ¿También estuvo aquí, verdad? – Sí… cierto. – En uno de los allanamientos, ¿no recuerdas? En el primero, con el de la otra foto. – Sí, sí, ahora recuerdo bien. – ¿Están bien seguros? ¿No sería en otra parte? Ustedes se han entrevistado con mucha gente en todos estos años. ¿No estarán confundiéndola? – ¡No, es ella! – ¡Seguro! ¡Ella es! – Bien entonces. Este hombre aquí y esta mujer participaron en el allanamiento. ¿Volvieron a verlos? – A la mujer, sí. – ¿Dónde? – En la televisión, un par de veces. – Y en la Secretaría Nacional de Detenidos también, más de una vez... – ¿Se acuerdan del canal de televisión? – El Canal Nacional, siempre el mismo. – ¿Recuerdan cuándo, más o menos? – Septiembre de 1975. Muy fácil de recordar. Fue sobre el escándalo de esos 119

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cadáveres en Argentina. – ¿Qué decía ella? – Que los nombres de la lista publicada correspondían exactamente a los cadáveres. ¿Cómo olvidar algo así? – Sí, así decía la señora, como si fuera la santa verdad. Antonio Rivera cenó esa noche en su cuarto del “Hotel Ritz” en el centro de la ciudad. Sobre el pequeño escritorio junto a la ventana, periódicos y revistas de los últimos días. La izquierda gritaba en las calles por la libertad de los presos políticos. El Gobierno apenas podía con las riendas entre los militares gruñones y los ultras gritones. Eso podría filmarse. También, los asaltos a los bancos y oficinas de pago, cada vez más espectaculares. ¿De dónde salía ese nunca antes visto profesionalismo de los atracos con metralletas y granadas? Para estarse pensando un poco. Fue al teléfono en el velador, hizo algunas llamadas y concertó una entrevista para el día siguiente con el abogado Aníbal Quintana. El encumbrado abogado fingió al comienzo no saber con quién hablaba. “¿Dice usted Antonio Rivera?” ¡El desgraciado! ¡Y quién se encargó de amueblarte el estudio, hijo de…! Prefirió mencionar a su hermano, miembro del actual gobierno y a quien no debía poco el señor Quintana desde los tiempos de… ¿se acuerda? Pero el contacto abierto y pleno se produjo cuando Antonio Rivera le comunicó los atentos saludos desde París de doña Marcela Köstner. – ¿La recordarás, eh? Me pidió muy especialmente que pasara a saber de ti. – ¡Marcela! ¿Me dijo usted Antonio Rivera? ¡Pero, hombre, perdóname! Desde luego que… ¡Pero, claro, claro! Se dio a soñar Quintana, sin soltar el teléfono de la mejilla. ¡La bella Marcela! La veía como si fuera ahora mismo venir hacia él su humilde ciervo, radiante, angelical, abriéndose paso entre los que rodeaban al gurú. ¿Samadi? ¡No vas a decirme que no sabes! Entiendo que es término védico. ¡Sonrisa ensoñadora, dulce recuerdo! Aníbal Quintana vuelve a apoyar su mano en el hombro de Esteban Marinovich mientras ve alejarse hacia su puesto junto al gurú a la más hermosa de las mujeres. En sus oídos, suena incongruente, lejana, la voz de Antonio Rivera: – …Idos, sí, idos para siempre, Dios sabe cómo y por qué… Marcela musita los misterios del Nirvana. La dulce voz, la fragancia de su cuerpo, la mirada tierna y luminosa. La sonrisa de Marcela Köstner, el ángel en medio de los animales del Instituto Pedagógico. Como este cerdo, sin ir más lejos. ¡Sí, que no va a recordarlo! El tío que se las daba de pintor y rajadiablos. Hocicón como el sólo. Andaba con los pandilleros de la Revolución Cubana, conchabándola por prietas y longanizas. Salió arrancando de los primeros. Sí, claro. La Embajada de Méjico, atiborrada de “mandos medios”. Las viejas chillonas que se peleaban los presupuestos de Agricultura, del Interior, de Educación y que ahora se peleaban

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por el papel toilet en el W. C. del embajador. ¿No es para morirse? ¡Así que amigo de Marcela Köstner! Ésa no te la creo aunque te la saquen con el magneto. Conocido querrás decir, y muchas gracias. ¡Amigo! Aunque… aunque… ¿Quién le adivina los caprichos a la dama? Porque éste… Sí, recuerda. Éste era el que hablaba de la “senaduría” de Marcela. ¡El rufián! Era un cerdo de campeonato comiéndose las sobras en la mesa de los Concha. ¿Así que ahora vuelve el bandido? Claro, ya no queman las papas. Vuelve con los bolsillos llenos de tarjetas y saludos. Quizás qué patrañas contará de éxitos en la Cochinchina. Seguro que quiere mis servicios gratis.

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El guardia lucía un pantalón negro que le caía amplio dejando apenas a la vista la punta brillante de los botines. Camisa floreada, mangas cortas, amplio cuello abierto. La pistola encajada entre el pantalón y la camisa, sobre el ombligo. ¡Cuánto calor y apenas las nueve de la mañana! La portátil colgando de su hombro izquierdo, se dirigió al portón. En la radio, decían que las cosas se estaban poniendo color de hormiga para doña Isabel Perón. A medio camino y a la vista de sus colegas, el guardia se sujetó el corazón con la palma derecha, estiró el brazo izquierdo alzando la portátil como pandereta y dio unos pasos de tango. – Se acabó tu cuarto de hooooora, ¡adiós que te vaya bien! Siguió hacia el portón ajustándose los pantalones y moviendo la cabeza y sonriendo. ¿A quién se le ocurre meter mujeres de presidente? ¿Quién gobierna, a ver? ¡El que las monta! ¡Quién más va a ser! Si una hembra gobierna en Argentina, los Estados Unidos me quedan chicos. Levantó la tapa del agujero en el portón y miró hacia la calle. Hablando de mujeres… Ya se había formado el grupito de todos los días. ¿De dónde sacan la paciencia? Mi mayor va a entrar echando chispas. Le gritarán de un cuanto hay. Y a mí me caerán las flores. ¡Como si las acarreara el mismo diablo! Al minuto en punto. ¡Viejas desgraciadas! Sonó una bocina. Gritó hacia dentro: “¡Mi mayor! ¡A sujetar a las viejas!” Las mujeres cercaban el coche sin cesar de gritar sus demandas, su rabia, sus lamentos. Al mayor Valdés todas las mañanas no le quedaba más que encajarse las gafas oscuras y apretar las mandíbulas. Maggie Silverstein, un pañuelo de rebozo sobre la cabeza anudado en la barbilla y también con enormes gafas oscuras se hundía tras el volante. Las mujeres enseñaban fotos en alto. – ¡Oficial, mire, mire, éste es mi hijo, oficial! – ¡Éste es el mío, mire, mire! – Están ahí dentro, sabemos que están ahí dentro. – ¡Sabemos que los torturan!

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– ¡Déjennos verlos, por piedad! – ¡Cuatro meses ya, privados de libertad! – ¿Qué hicieron? ¡Por qué los torturan! El mayor Valdés bajó del coche y se encaminó rabioso hacia el portón. – ¡Retírense, retírense! ¡Dejen pasar el coche! – Señor oficial, mi hijo está allá dentro. ¡Mire, mire, éste es! – ¡Déjeme pasar, señora, le digo que me deje pasar! – ¿No tiene usted madre? – ¡Despejen, por favor, despejen! El guardia, aquilatando las reacciones del mayor ante las mujeres sabe que algunas son personas de categoría. Sabe que el mayor las identifica perfectamente y que hace como que no las ve. Hay mujeres que lo miran con dureza, hasta con odio. El guardia no es tonto. Hasta sabe cuál de las mujeres es la madre de cuál de los prisioneros. Sabe los nombres y apellidos de los hijos. Sabe cuáles madres tendrían que ir a otra parte a montar guardia. Sabe dónde tendrían que ir. Sabe cuáles se agitan en vano, semanas y semanas esperando sin saber las pobres que ya no hay nada que esperar. ¡Cuánto sabe el guardia con esa cabeza privilegiada con que lo parieron! Un verdadero archivo ambulante. Pero él no está implicado ni en torturas ni en liquidaciones. ¡Eso no! Esas cosas no son de hombres. De gente como el mayor y esa señora que no se le quita del lado, de ésos sí. Se las dan de psicólogos. Hipnotismo y droga. A la señora le gusta. El mayor le grita que salga cuando las cosas se ponen muy duras. ¡Qué va a salir! Más se mete. Sádica la señora, degenerada. Dicen que hasta orgasmos le vienen durante las parrilladas. ¡La gente que hay! El guardia se santigua cuando pasa por casualidad por los cuartos en que están interrogando. Pero, sobre todo, hay un enredo que no sabe desenredar. El detenido de la celda 14. Hace casi seis meses que está ahí. Encapuchado y maniatado. Que nadie lo vea. Lo trajo el capitán Rodríguez una noche. El capitán en persona. Dio las órdenes una sola vez, pero, ¡ay del que meta las narices en la 14! Y ahí está el hombre. Seis meses. Absolutamente incomunicado. No es necesario decir que el guardia sabe quién es. Sabe cuál de las mujeres, allá afuera, es la madre del detenido de la 14. Muchas cosas sabe el guardia, hasta lo bien menudo. Pero igual le resulta un misterio sin vuelta que darle. ¿Qué hace ahí por casi ya seis meses? Estaba en el Campo de Detenidos Políticos de Ritoque en 1974. Una noche de Abril, en 1975, lo trasladó el capitán Rodríguez. Lo entró encapuchado, esposado y saltándose todas las reglas. Ni siquiera

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permitió que lo registraran en el libro de entrada. El mayor Valdés y la señora psicóloga saben que hay gato encerrado. ¡Que no van a saber! Pero, ni chus ni mus. El guardia sospecha que tiene que ver con esas listas. Los 119 cadáveres en Argentina. Ya todo el mundo sabe cómo se cocinó el asunto. Lo que no se sabe es quiénes lo cocinaron. Los argentinos pusieron los cadáveres y nosotros pusimos los nombres. ¡Hay unos huevones! Ahora se nos vienen todos encima. ¿Qué paso? ¿Qué hicieron con los cadáveres? No, ¡no con los cadáveres en Argentina! Con los de aquí. Son 119. Ni un tonto se va a perder. 119 fiambres. ¿Dónde los metieron? Nos han visto las… ¿Así que tratando de pasar gato por liebre? El guardia mueve la cabeza. Todavía no cree. ¿De dónde pudieron salir pelotudos iguales? ¿Que no han visto cómo nos cercan y nos ladran aquí las madres de los detenidos? ¿Cómo no pensaron los huevones que las mujeres iban a volar hasta el fin del mundo en busca de los restos de sus hijos? ¡Hay que ser…! Sí, seguro que el de la 14 sabe algo. Seguro que mi capitán Rodríguez está implicado. Fue a Ritoque, lo trasladó y ahí lo tiene, en la 14. Casi seis meses sin decidirse. Si las cosas siguen como van, no doy una chaucha por el de la 14. Tipo educado, tipo simpático. Médico, pero más sencillo que un vendedor de maní. Me dio su número de teléfono. Doña Rosa Iriarte de Albornoz, su madre. ¿Y qué gano yo con esto? ¿Que se arme la grande? ¿Quién te manda meterte debajo de las patas de los caballos? Así y todo, fue y discó. – ¿Hablo con doña Rosa? Escuche bien. Su hijo Joaquín está bien. No puedo decirle dónde está. Pero me pide que le diga que está vivo y sano. Buenas noches, doña Rosa. El guardia cerró de un golpe el portón y encajó la tranca entre los soportes. De nuevo alzó la tapa sobre el orificio visor. Seguían ahí, malditas mujeres con su escándalo de todos los diablos. Escrutó hacia el frente, al otro lado de la avenida. Allá estaba, como todos los días a esta hora, doña Rosa Iriarte de Albornoz. ¡La pobre dama! Sintió un golpe brusco en el hombro. – ¡Presentarse al mayor Valdés inmediatamente! La oficina del mayor Valdés daba a una terraza del segundo piso. En un sillón vuelto hacia los ventanales se hundía el cuerpo de la señora psicóloga, una pierna sobre la otra. Las pantorrillas no están mal, se decía siempre el guardia. – Llega una orden. Traslado inmediato del detenido de la celda 14. Déme la llave. El guardia tragó saliva. – Pero, mi mayor… – ¡Inmediatamente! – Perdón, mi mayor, pero mis instrucciones dicen… – ¡Qué se ha figurado, cabo Fernández!

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– …exclusivamente a las órdenes de mi capitán Rodríguez. – ¿Insubordinación tenemos? – ¡No, mi mayor, ninguna insubordinación! Mis instrucciones dicen… – ¡Me cago en sus instrucciones, cabo! ¡En este establecimiento mando yo! – ¡A la orden, mi mayor! Pero, primero, a la orden de mi capitán Rodríguez. Si me lo salto, me destripa. – ¡Venga esa llave! – ¡Bajo a buscarla, mi mayor! – ¡Al trote, al galope, a la carrera! El cabo Fernández bajó la escalera a saltos. Antes entregaba a su mamita que la llave de la 14. Corrió al fondo del patio, a los retretes. Entró por un extremo del pasillo, se encaramó hasta una ventana y silbó al guardia de la garita posterior. “¡Teléfono, urgente!” El otro levantó el cerrojo y el cabo Fernández echó a correr por un sitio baldío. Llegó a la pandereta y saltó a la calle donde aguardaba el “Citroen”. Subió y salió volando. En tres minutos estaba en la cabina telefónica. – ¿Mi capitán? ¡Aquí, Fernández! Mi mayor trae una orden de traslado. – ¿Celda 14? – ¡Qué otra, mi capitán! – ¿Le diste la llave? – No, pero me está echando encima toda la máquina. – ¿De cuánto tiempo se trata? – Quince minutos, a reventar. El capitán Rodríguez salió a la carrera de su casa gritando órdenes al soldado que aguardaba en el jeep al volante.

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– ¡Acelera! ¡Dale a la bocina! Ésa no se la iban a jugar. El mayor Valdés quería cambiar de mano y pasar piola. ¡Ésas no, mi señor, ésas no! Las mujeres corrieron al portón de entrada tan pronto avistaron el jeep. – ¡Ése es el capitán Rodríguez! – ¡El nieto de Alessandri! – ¡Éste es el que manda! – ¡Capitán, capitán! Rodríguez saltando del vehículo se escurrió en un Jesús por el portón. El cabo Fernández le hizo señas entreabriendo una puerta. En la portátil sonaba un tango. – ¿Dónde está el mayor? – ¡Buscándome para caparme, mi capitán! El capitán se dirigió a las puertas de la comandancia. – ¡No, mi capitán! En el subterráneo. Rodríguez se detuvo a la entrada del subterráneo, escuchando. ¡Ya! La Silverstein con sus chillidos y sus disparates de siempre. Ahora subían los dos. Sin decir palabra, se encaminaron los tres hacia las escalinatas del segundo piso. El mayor lanzó una mirada al cabo como para que se estuviera un buen rato pensando. Arriba, a los pocos segundos, comenzaban los gritos a lengua pelada. El cabo bajó el volumen de la portátil y alargó las orejas. El tango se interrumpió bruscamente para el “Noticiario Extra”. Las cosas se estaban poniendo más que negras en Argentina. Subió el volumen de nuevo. Una voz tosiendo y ahogándose hablaba desde la misma Plaza Mayo en Buenos Aires: – ¡Aquí es imposible respirar! ¡Los ojos arden con las lacrimógenas! El cabo se ajustó la pistola, se restregó las manos. Un Cono Sur militarizado en bloque, enteramente invulnerable. Todos los comunistas a la capacha. Y si se aparece un gringo intruso, ¡pum! ¡Ja, ja, ja! Arriba ya se armaba la grande entre esos tres. Amenazas, insultos. El guardia tomaba nota mental. Nunca se sabe y si la tortilla se daba vuelta no lo iban a pillar con las pelotas al aire.

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Ese día, el cabo Fernández lo cuenta entre los muy especiales. La vieja psicóloga insistía en interrogar al de la 14. El mayor Valdés gritaba que no le iba a defender las huevas a ningún huevón. El capitán Rodríguez seguro que agitaba el teléfono amenazando, porque el guardia lo oyó gritar clarito: – ¿… a ningún huevón, ah? ¡Toma! ¡Toma y llama arriba! ¡Llama a mi coronel y dile lo mismo si te atreves! Después, salió dando un portazo. Estuvo unos segundos escuchando qué ocurría adentro. Bajó a saltos y guiñó a Fernández. – ¡La llave, la llave, vamos! Ahora, el capitán estaba por soltar la carcajada. El guardia se acercaba la portátil a la

oreja.

– ¡En Argentina se armó la grande, mi capitán! ¡Ahora sí que sí! Rodríguez le hizo un gesto de “¡Chitón!”. Arriba la Silverstein gritaba histérica por el teléfono. Rodríguez cogió a Fernández por la muñeca y apretó fuerte. – Esta noche a las once sacamos al de la 14. Ni una palabra a nadie. Doble cerrojo y bala con el que se acerque, ¡sea quien sea! El cabo Fernández se echó un trago esta vez largo de whisky. – Estaba claro que no quería que lo mataran. Antonio Rivera asintió. Se encontraban en un restaurante chino en Copenhague. Habían comido a todo trapo. Choritos a la cantonesa, pato a la pekinesa, lomo en salsa mongoliana, cangrejos hervidos en aceite italiano. Y vino chileno del mejor. Fernández movía la cabeza sonriendo. – ¡Lo que es la vida! Terminar en la oposición y en Dinamarca. Para no creerlo. Mi vieja también piensa que es un sueño. Pero hasta por ahí no más. No entiende una jota del idioma. Yo, menos, para serle franco. Creo que ni nacido aquí entendería esta jerigonza. Pero no mis hijos, que cada vez hablan menos cristiano. ¡Puchas! ¡Y no se puede volver, no hay para cuándo! Al contrario, estamos pensando en traer a mis viejos y a la madre de mi patrona. Al padre no lo sacan de Chile ni a cañonazos. Y eso, que si es por plata… ¡Puchas, si en Chile supiera la gente cómo es la cosa! – Usted lo dice por el trato que recibe…

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– ¡Pero, si las están dando! – Lo malo será el frío… – Sí. Y la oscuridad y las ánimas que penan. – ¿Y cómo se le dieron las cosas al capitán Rodríguez? – Ya le dije. Yo llegué hasta por ahí no más. Esa noche, a mediados de Noviembre del 75, sacamos al de la 14, al doctor Joaquín Albornoz Iriarte. Le prometí que llamaría otra vez a su madre. ¡Palabra de soldado! Mi capitán Rodríguez dice que es la única palabra de honor que hay. No iba a decirle dónde estaba, pero sí que se encontraba bien y que seguiría seguro si las cosas seguían como iban. Porque era claro como el agua que mi capitán Rodríguez lo sacó de Ritoque para protegerlo y que ahora lo trasladaba otra vez por la misma razón. Cuando quise darle al doctor Albornoz alguna seña sobre el capitán Rodríguez me llevé una sorpresa: Estaba muy al tanto de los tres, mi mayor, mi capitán y la doña psicóloga. No tenía miedo el caballero. Una vez, en el baño, mientras se secaba me habló en voz baja. Que yo debía saber, me dijo, que lo tenían en capilla por esas listas que aparecieron sobre los cadáveres de extremistas en Argentina, los 119 fiambres. Siempre me pregunto quién será el huevón de la idea, porque uno que las tenga más grandes no hay. El doctor Albornoz me contó la firme. Había dos nombres en las listas que él vio matar con sus propios ojos. Me quedé de una pieza y con los pelos de punta. Ahí estaba el misterio de tanto secreto. Esos gallos de la DINA hacen publicar en el extranjero una lista con 119 nombres de ultras que eliminaron ellos mismos en Chile. ¿Vio usted metida de pata igual? Los parientes corrieron a buscar los cadáveres. Ni uno de muestra. Los de la DINA habían aportado los nombres y los de la seguridad argentina contribuyeron con los cadáveres. Así son los genios. Y se armó la grande sobre todo cuando empezaron a aparecer testigos peligrosos, peligrosísimos, que aseguraban haber visto a muchos de los que aparecían en las listas en las prisiones y salas de tortura de la DINA. ¿Dónde más podía ser? “El Mercurio” que cayó redondo en el cuento al comienzo, a los dos días echó marcha atrás rasgando vestiduras y exigiendo una investigación. Pero todo eso era como nada comparado con la que se armaría con el testimonio del doctor Albornoz. Él había visto matar, había visto a un coronel triturar bajo los tacos de sus botas a dos muchachos que aparecían en esas listas y que el doctor Albornoz conocía más que bien. ¿Y el coronel? ¿Quién era? Ese mismo coronel tuvo que interrogar más de una vez al mismo doctor Albornoz. ¿Hasta dónde podían llegar las cosas con un merengue así? Lo sacamos esa noche que le digo al doctor. Lo llevamos al Paradero 28 de la Gran Avenida. Y desde allí hacia la Cordillera. Fue la última vez que lo vi. Mejor, porque aunque usted no me crea, le estaba tomando aprecio. Una semana después, la víspera de Navidad, llamé a su señora madre que es una dama por donde la mire. ¡Me conoció al tiro por la voz la señora! ¡La pobre! Hay cosas en la vida, mi amigo… El sufrimiento, la dignidad, la nobleza… Le di la noticia. Y tengo la conciencia tranquila, porque estoy seguro de que en esos días estaba vivo. Después, no sé. El capitán Rodríguez fue llamado a retiro cosa de seis meses después. Una noche, apareció por mi casa y me dijo: “¿Te acuerdas del de la 14?” ¿Cómo no me iba a acordar? No me dijo nada más. Sólo que mejor sería que me asilara en alguna embajada europea. O que cruzara la frontera argentina, si le tenía miedo a las lenguas extranjeras. ¡En la que me había metido! Mi capitán me llevó hasta el puesto fronterizo y me dio dinero. Entre él y yo, mi señor, uña y carne. En Buenos Aires, fui a la Embajada de Suecia.

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Y de ahí, ¡a Estocolmo los boletos! Pero los comunachos me hacían la vida imposible. Vine a Copenhague. Después de unos meses, traje a la patrona y a los hijos. Los daneses me dieron buen trato, buen departamento, buen trabajo. Había, eso sí, unos gallos del Partido Socialista. Camaradas suyos, según entiendo, que me andaban arrastrando el poncho. Llamé a un compañero del “Buin” que había salido corriendo igual que yo, pero rumbo a Francia. Vino y montamos guardia. Sus camaradas andaban dándole entre pera y bigote y jurando que me pasarían al patio de los callados. Cuando se nos cruzaron, los mandamos retobaditos al hospital. La policía nos interrogó y declaramos que eran fascistas a las órdenes de Pinochet, el del brazo laaargo, ¡ja, ja, ja, ja! No han vuelto por otra desde entonces. De la señora madre del doctor Albornoz tengo el teléfono, si lo quiere. Y la dirección. Si se contacta con ella, por favor déle los recuerdos del que le habló dos veces por teléfono en 1975 y dígale que si quiere mi opinión, pienso que cuando salí de Chile en 1976 su hijo vivía. Estoy seguro. Los problemas no eran sólo con su hijo. El capitán Rodríguez sabía quién fue el que ultimó a taconazos a esos dos ultras. No sólo a esos dos, por lo que dicen. Y no sólo de él sabía. Sabe mucho el capitán Rodríguez. Yo también sé, pero no voy a soltar la lengua aunque me capen. Dígame: ¿Está preparando un libro sobre estas cosas? ¿O un artículo de esos que se pagan tan bien? Si está en España, puedo pasar a saludarlo. Voy allá en verano con la patrona. Allá hablan cristiano. Si encuentra al capitán Rodríguez alguna vez, déle mis saludos y mis noticias. Y repítale lo que le conté punto por punto. Así remata la historia, ¿no le parece? Creo que vive en Estados Unidos mi capitán. Pero viaja mucho a Chile. Como es de los de arriba, no es lo mismo. Usted sabe lo que le digo.

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“Hay una distinción muy clara”, sentenciaba Tironi, “entre perseguir a alguien por sus ideas y perseguir las ideas de alguien”. Sergio Bahamondes – de vivir para ese entonces, que nadie apostaría uno contra cien a que vivía, y de contar con micrófono sabe Dios en qué remota mazmorra de la DINA, le respondería que sí, palmario, je, je, je. Gabriel Araya – que sí tenía micrófono, aunque los de Inteligencia Naval en Concepción se ponían cada vez más nerviosos con las genialidades que transmitía – encontraba también una obviedad palmaria y un truísmo (como solía decir últimamente trayéndolo del inglés sin más explicaciones) que el único sujeto en condiciones de perseguir una idea era otra idea. “Las ideas se persiguen con ideas, no con… con… ¿Se entiende, no?” Maggie Silverstein que no les perdía paso a estos intelectuales tan entretenidos y pintorescos, movía la cabeza mirando al cielo. “¡Vaya, vaya, con el huevón de Araya!” Fue ésa la época en que Domingo Astaburuaga, viejo como estaba y siempre muy temeroso de complicarle las cosas a su mujer a punto de regresar al país sin procesos que temer, introdujo la palabra “diálogo”. Prendió al tiro. Las ideas tan sólo pueden confrontarse con ideas. ¿Y cuál es “el ámbito de la confrontación”? Palmario, el diálogo. – Ni en Afganistán ni en Vietnam, sino en el terreno espiritual del diálogo. Así habló Astaburuaga. Pero no sólo eso. Eran tiempos de polución suma. El aire se hacía irrespirable y los ancianos que se aventuraban por las calles terminaban sentados contra la pared, las piernas estiradas y boqueando. En los lugares de asistencia pública no había espacio para los niños con los ojos hinchados y la garganta inflamada. Había que apresurarse a crear conciencia ecológica entre los políticos, los educadores, los industriales, los sectores responsables todos. Así, a los derechos humanos, importados por Tironi y el Arzobispado, se sumaron “los verdes”, los ecologistas, humanistas, neorradicales. En un diario de Concepción apareció un sesudo artículo de Gabriel Araya que la prensa de Santiago reprodujo. Daba qué hablar. Había una bomba de tiempo, advertía su autor. La lucha de clases, la explosión demográfica, el “gap norte-sur”, el equilibrio del terror resultaban poca cosa por comparación. Se estaba acumulando peligrosamente el anhídrido carbónico en la atmósfera. El mundo se calentaba. De aquí a cincuenta años el hielo polar se fundiría subiendo fatalmente el nivel de las aguas. El desierto de Atacama se acercaría a Santiago. El Océano Pacífico subiría hacia el norte por el valle central. ¡Un escenario apocalíptico! Domingo Astaburuaga contribuyó a los campanazos de alarma con su artículo “Historia, Geografía y Destino” que apareció en Septiembre de ese año de 1985. “El Derecho y el Futuro”, de Roberto Tironi apareció casi

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simultáneamente. O sea, “Los tres Grandes del Pensamiento Chileno”, para recurrir a la antonomasia zumbona con que silbaba Octavio Olavarría, volvían a adueñarse del escenario. La economía del país, después de tres años de crisis en manos demasiado ávidas, retomaba un ritmo de crecimiento que tenía al mundo estupefacto. Ya no se decía más “milagro chileno” sino “modelo chileno”. Pinochet resultaba una especie rarísima de dictador. ¿Cómo podía un dictador cuadrado como adoquín por definición y sin más auxilio que el terror echar a caminar la producción con viento en popa? ¿Como podía nada menos que “el chacal del Mapocho” interesar a los grandes inversionistas, reducir la inflación y el desempleo, diversificar la exportación, expandir los mercados? ¿Dónde estaba el secreto? Porque había un amplio y muy arraigado juicio: En el ítem “inteligencia”, el caballero respondía a la “regla de la raíz cúbica” que reza así: Si fuera la décima parte de lo que creía ser, sería diez veces lo que realmente era. Cuando se lo contaron al dictador, dicen que, después de recorrer con la yema del pulgar las de los tres dedos medios haciendo té, té, té, terminó con un je, je, je. Pero había otro enigma igual de oscuro. ¿De dónde le salía apoyo a este chacal odiado infinitamente más que los chacales Amín, de Uganda, Bokasa, de África Central, Marcos, de Las Filipinas? Por lo que se mostraba, todo el mundo le cerraba las puertas. ¿Cómo explicar que todos le abrieran la ventana? Esteban Marinovich, que había enriquecido por arriba de todos sus sueños especulando a diestra y siniestra desde fines de los años setenta, se reía a morir dando con el codo a Quintana que tampoco lo hacía tan mal. No sin sobresaltos, el maestro del Estado de Derecho había entrado en la ronda de las especulaciones bursátiles. Tenía también a su cargo la custodia legal de enormes capitales invertidos desde los Estados Unidos, Alemania y España. Los intereses del dinero alcanzaban límites escandalosos y muchos financistas no invertían sencillamente porque no creían. ¿De dónde sale esa tasa de interés? ¿Cómo no se hunde ese país? Marinovich azuzaba a Quintana. Quintana frenaba a Marinovich. – Esto no puede seguir y vas a terminar en la cárcel. Acuérdate de mí. Don Amado Concha comenzaba a ponerles mala cara a los señores abogados. En especial a don Esteban Marinovich. – ¡Mucho cuidado con los prestidigitadores! Ese señor está cavando su tumba. Importa enormes cantidades de quizás qué, a nombre de quizás quién, enviadas de quizás dónde. Invierte enormes sumas en enormes partidas de aire con préstamos que tramita su propio banco. Cuando alguien cae desde esas cumbres borrascosas… Quintana no se atrevía más allá de un límite y ponía en su caja de caudales los dólares en fajos muy estirados y atados en elásticos mirando a todos lados. Suspiraba, echaba el llavero al bolsillo. Marinovich no podía creer. – ¡Audacia, mi viejo, audacia es el juego! ¡Vacas gordas! ¡Río revuelto! ¡La ocasión la pintan calva!

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– Te repito: Esto puede terminar en la cárcel. – Con platita en la mano, no hay cárcel que valga. – Ya te hablé de don Amado. La gente no es tonta. Abres en la Alameda un forado de lado a lado y crees que el tránsito va a seguir como si nada. Y llegaron las vacas flacas. Tenían que venir. Y con ellas la denuncia y la indignación. La oposición empezaba a perder el miedo. “¡Ladrones! ¡Asesinos y ladrones!” Se inició un largo y doloroso período de conmociones callejeras. Al Gobierno Militar no le quedó más que recurrir a los chivos expiatorios. Ya no rendían las bombas lacrimógenas, los carros lanza-agua, los bastonazos, los arrestos masivos. El dictador no podía creer. ¿Volverán las oscuras golondrinas? No, eso jamás, mejor purgarse aunque hubiera que echar fuera el hígado. Quintana se salvó por un pelo gracias a “la conexión americana”. A Marinovich no le quedó más que enfermarse seriamente e internarse en una clínica altamente especializada en enfermedades cardíacas. Por unos meses y gracias a la intervención de Tomás Pineda y en contra de la voluntad de Octavio Olavarría que votaba por secar en la cárcel a esos filibusteros de las finanzas y enemigos de la Patria, el todavía apuesto y hermoso Esteban Marinovich estuvo bajo vigilancia policial al cuidado de estupendas enfermeras que se peleaban por tenderle las sábanas dos veces al día. Octavio Olavarría no le perdonaría nunca a ese hocicón y canalla de Esteban Marinovich el último y al parecer definitivo escamoteo de Roberto Tironi. Lo tenía listo en la batea. El único problema todavía a medio resolver era la eliminación del cadáver. ¿Darlo a los peces en el Pacífico, a los buitres en la Cordillera? ¿Echarlo de noche en la fosa común del cementerio de Talagante? Lo tenía cadáver ya. A punto. Calentito todavía en el lecho de la desvergüenza y la lascivia, con Elisa salpicada entera de sangre la grandísima y gritando alaridos histéricos como una condenada. ¡Ah, qué cuadro de castigo y venganza, qué cuadro! Pero, Esteban Marinovich por la vez enésima y en la hora undécima se le cruzó. ¡El desgraciado! Y empujado por ese cobarde hipócrita de Aníbal Quintana, ese siútico compungido. ¡Aníbal! La verdad es que los nombres no significan nada. ¡Aníbal y Esteban! ¡Qué me dicen del par! Los maricones, los ladrones de la pala mecánica. Pero no era cosa de pasarle por encima a ese asunto de los 119 cadáveres. A Octavio Olavarría le penaban desde esos días, lejanos ya, en que los cerebros más brillantes de la DINA, no hallando cómo sacarse de encima a las mujeres que rondaban las veinticuatro horas del día en busca de sus hijos, sus esposos, hermanos y padres, tuvieron la idea genial de la exportación bruja de los cadáveres. ¡Viejas fastidiosas! Desde el Ministerio del Interior a los Tribunales de Justicia, desde la Vicaría de la Solidaridad a la Oficina Nacional de Detenidos iban y venían sin cesar en sus lloriqueos. ¿En qué andaban las muy imbéciles? Mostrando fotografías, arrodillándose, clamando a moco tendido. ¡Pero, si sus hijos estaban ya más podridos que el chucrut! ¡Viejas brutas, brutas! ¿Cómo hacer para sacárselas de encima? Muchos dicen que la idea fue de Octavio Olavarría. Otros, la atribuyen a Tomás Pineda, a Esteban Marinovich y hasta al mismo Aníbal Quintana, lo que sería demasiado. Corría también que los genios del proyecto fueron Maggie Silverstein y el mayor Valdés que

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habían llenado de vergüenza al Ejército y a quienes, curiosamente, no se vio por mucho tiempo cuando estalló el escándalo. Los canales de información estaban al rojo. El telex no daba abasto. De todas partes la protesta airada, el grito de horror, el escupo del desprecio. “¡Asesinos! ¡Imbéciles y asesinos!” “¡De dónde salieron tantos idiotas juntos!” Por sacarse de encima unas cuantas viejas histéricas que no contaban para nada se ganaban el ataque de miles y miles de perros furiosos ladrando desde todas las capitales del mundo. ¡Asesinos, asesinos! Y por si no bastara, imbéciles. Se reían desde Washington a Moscú. Se rasgaban vestiduras desde Moscú a Washington. Octavio Olavarría, seguro de que no más verlo en la calle se formaría la turba y lo colgarían en la Plaza de Armas con el pláceme de sus mismos compañeros, corrió a esconderse al fundo del tío Abelardo en Curicó. Marinovich se ausentó por urgentes y complicados asuntos en los Estados Unidos. Desaparecieron todos. Maggie Silverstein que sospechosamente se encontraba en Buenos Aires cuando se publicaron las listas, viajó a Río de Janeiro donde se quedó por tiempo indefinido. Se decía que el Ministro del Interior se peleaba con el del Exterior por el placer de cortarle la cabeza a los descerebrados. En el fundo del tío Abelardo, Octavio Olavarría mataba el tiempo a balazos con las perdices y los conejos. Por las noches, a la luz de la lámpara y a manotazos con los zancudos, leía y clasificaba los recortes que le llegaban de una agencia en Londres: todo lo que se estaba publicando en la prensa internacional sobre “los magos y prestidigitadores de los 119 cadáveres que pasaron de Chile a Argentina sin cruzar la frontera”. Sí, así era. Todavía lo perseguían los 119 cadáveres aunque no tenía pito que tocar en la proeza. Cada vez se hacía más difícil. Ya no era llegar, agarrar la Luger y salir a matar comunistas como las ratas que eran. Desde el Instituto Médico Legal comenzaban a llegar comunicados perentorios. Exigían que se prepararan y archivaran en el Gabinete de Identificaciones las tarjetas de identidad de los cadáveres. Ya no era llegar y tirarlos al Mapocho o donde cayera. Había que andarse con cuidado. La sed de ajustar cuentas con Roberto Tironi aumentaba en la misma medida en que los Quintanas, los Marinovich, los Pineda frustraban y volvían a frustrar sus operativos planeados con tanto celo. Pero se hacía también más difícil cada vez. ¿Cómo hacer? Si había cadáveres difíciles, el de Tironi estaba entre los primeros. Reclamarían por él de Moscú a Washington pasando por el Vaticano. Y eso sobretodo: Que después de la historia de los 119, nadie quería oír hablar de fiambres, fueran el señor Tironi o su abuelita. Tampoco dejaba el tiempo de jugar sus maromas: Tironi, Astaburuaga, y en primer lugar la zorra de su mujer, recogían soga a brazo partido. Se habían arrimado a buenos árboles: las Naciones Unidas y la Vicaría de la Solidaridad. Descubrieron los derechos humanos y ya no tenían que ver con los que alquitranaban las paredes de las iglesias con su “Revolución o Muerte, ¡Venceremos!” Con un gran salto hacia… atrás, la mujer de Astaburuaga había venido desde el “Libro Rojo del Presidente Mao” al rosario y al escapulario. ¡Había que verla saliendo de la Catedral con Roberto Tironi! Octavio Olavarría trinaba que le salían culebras de la boca. ¡Los hipócritas, los camaleones! Volvía la época de los Congresos Mundiales. De las juventudes, de las minorías indígenas, de las madres solteras, los homosexuales y lesbianas. A ninguno faltaban esos dos oportunistas. Se inflaban en la tribuna los renacuajos. Se habían vuelto ecólogos, ni que decir. Con la mano en el pecho gemían y denunciaban la destrucción foránea del país, la extinción de los mariscos, la tala de los bosques ancestrales, la masacre de nuestras pobres ballenas. Descubrieron el SIDA, la explotación de los niños, el limpiado por los gangsters del establishment de los narco-dollars. ¡Los hijos de puta! Chillaba y escupía Octavio Olavarría.

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En los últimos tiempos, tanteando cuidadoso como era su viejo estilo, Astaburuaga investigaba los impactos del cristianismo sobre el marxismo. Tironi, los del marxismo sobre el cristianismo. Como un recién nacido, Tironi balbuceaba sobre Dios, el alma y la inmortalidad. Con todas sus letras. Grandes líderes de izquierda comenzaban a golpearse el pecho de rodillas ante los altos púlpitos. Alguien, en un pasquín de izquierda se atrevió a saltar a pies juntos desde el “todos somos culpables” de los momios existencialistas pro nazis de la época de la autenticidad y el humanismo integral, a un fresco y descarado “todos somos Pinochet’s boys, todos somos miembros de la DINA”. Astaburuaga llegó hasta desestimar públicamente fenómenos escandalosos como las quiebras fuleras de la banca y el crédito como nimiedades, meros corolarios de la cultura de la indeterminación, el “estarse a lo que se da”, el “venga mañana”, los terremotos, temporales, derrumbes y avalanchas. – ¿Qué importan las gangrenas archisabidas de la economía nacional frente a empresas grandiosas como una nueva teoría del Universo? ¿Qué significa existir, a ver, qué significa? ¿Cuál es la interna relación entre la fotografía de una supernova en Andrómeda, los nuevos descubrimientos sobre la memoria, la duplicación genética y las recientes disputas sobre la autenticidad de todos y cada uno de los Rembrandts que se exhiben en la National Gallery de Londres? Así hablaba Astaburuaga y no había quién le dijera el imbécil en que se estaba volviendo. Ni mucho menos a Roberto Tironi. ¡No de nones! Ya no era más posible, para decirlo en habla sonante, que Octavio Olavarría matara a Tironi como el perro que era en plena calle, soplara el cañón del Colt y escapara con Elisa Bauzá al anca lanzando alaridos a los cactus y coyotes de la Sierra Madre. Se iban los viejos días del terror desnudo. Como decía el mismo Tironi, el poder se estructuraba, se interiorizaba y se proyectaba en su “estupenda ambigüedad”. O el orden se establecía, que es lo mismo hablando en plata. Así que, ¡no de nones! El tiempo no era entidad abstracta meramente transcurrente. Otra vez Tironi. No pasa en pelotas el tiempo, como diría don Abelardo, para dejarlo hablar. Diez años de bota militar sobre el cuerpo civil es cosa seria, muy seria. Los hombres entre los diecisiete y veintitrés años no tenían más noción de orden social que el impuesto por la dictadura. Todos Pinochet’s boys. La economía tomaba un andante presto. Crecía y se diversificaba. Volvía la confianza del capital internacional. No costaba anticiparlo: Dentro de quince años habría dos Chiles: Uno formado por jóvenes audaces, lanzados a la modernización del país en todos los planos, a la abertura de la economía, a la integración de las nuevas técnicas de producción y comercialización; otro, formado por viejos obsoletos en rápido deterioro, llenos de resentimientos, malos sueños y ansiedades seniles. Un muchacho que contaba trece años en 1973, sería un hombre de treinta en 1990. Un hombre nuevo de verdad y nada de retórica. Un auténtico Pinochet’s boy, como empezaban ya a nombrarlos los países de Europa. Tras los anteojos de don Amado Concha arden todavía los ojos sobre el rostro ya ceniciento. – Esto hicieron los militares: Cambiar de la línea económica estatista y provinciana a una economía moderna, privatizada y transnacional. Lo que falta ahora es adecuar a esta economía triunfante la política y los servicios. A un gran paso hacia adelante, dos pasos más.

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Quintana lo contempla pensativo. El anciano sigue siendo el monarca del acero. Cuando tenga esa edad, ¿tendrá Quintana un cerebro igual de lúcido? – Se está haciendo ya, don Amado. Usted sabe, estas cosas toman su tiempo. Cambio de mentalidad. Va a costar no poco limpiar el país de politiqueros. Octavio Olavarría que se ha aparecido un par de veces por la casa de los Concha después que Marcela Köstner se trasladó a París, busca la mirada de don Amado. – ¡Hombres nuevos! ¿No piensa, don Amado que esta película la vimos ya?… – La economía es la base de todo, mis señores. Olvídense de Marx y concéntrense en el capital. Si el país se desarrolla, si sale de pobre, es seguro que la gente va a cambiar desde los pies para arriba. Ahí no hay quién se pierda. El funcionario, el político, el cura no crean nada. La revolución rusa, ¿en qué terminó? En la transformación de una sociedad de funcionarios en otra sociedad de funcionarios. ¡Y ahí los tienen! Octavio Olavarría insiste para decir algo con todo respeto. De los parásitos quiere hablar, sin ánimo de ofender a nadie. De los chupa sangre que engordan y se multiplican, quiere hablar, sin alusiones. Y mira a Aníbal Quintana en toda la cara por si quedan dudas. – También se las dan de financistas esos vampiros, don Amado. De mediadores, de representantes. Difícil, muy difícil sacárselos de encima. Ni los militares pueden. Y no crea. Los nuevos salen peores que los viejos. Vea lo que está ocurriendo. Fortunas fabulosas levantadas con bombín, con puro aire. Son tipos que le dan duro al fuelle y a la sin hueso. El gran viejo tosía. Al parecer tratando de contener la risa. ¿De dónde salió este hombre que las canta tan claras? Octavio Olavarría ponía ojos de matar yendo y volviendo de Aníbal Quintana a Belisario Concha. Como decir, de la estafa a la molicie. Del zángano al filibustero. – ¿Sabe lo que ocurrió, don Amado? Lo que ocurrió es que nos quedamos cortos, muy cortos. Nos tembló la mano, don Amado, se nos heló la pajarilla. O como dicen los coños, nos faltaron cojones. Don Amado le hizo una morisqueta al sostén-pie de su silla de ruedas. Ahora iba a salir con las mismas este señor. Como esa señora gritona que no quería soltar el hacha mientras no decapitáramos por lo menos a medio millón. – Y ahora se reagrupan, don Amado, se reagrupan. Salen de todos los subterráneos, salen de todas las tiendas políticas que infiltraron, de todas las parroquias que los escondían. Ahora los ampara la Iglesia. Van a misa puntualmente. Cantan la cueca en latín. Cambiaron el órgano por la trutruca. Juegan a la brisca y a la carga de la burra con los curas. Se han puesto más teólogos que Tomás de Aquino. ¡Y descubrieron el diálogo! ¿Se da cuenta, don Amado?

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¿Se acuerda de los viejos tiempos, cuando la religión era el opio de los pueblos y el presidente era sólo presidente de ellos? Y ahora nos dicen desde el púlpito sus sermones sobre el diálogo. Iban a matarnos a todos y véalos ahora. Revientan de amor y los derechos humanos no los dejan dormir. ¡Derechos humanos! ¿Les cree, usted, don Amado? Don Amado ya no mira el sostén-pie. Se endereza para apreciarle la facha a Olavarría. Se vuelve a Belisario y sonríe, casi cadáver ya. No se entiende qué masculla, pero está excitado a vista de ojos. Quintana se adelanta a decir algo, pero Olavarría no lo deja. – ¡Ahí los tiene! Hasta han cocinado una teología de la liberación. Leyó lo que escribe ese señor ¿Cómo-se-llama? ¡Divino, don Amado, divino! ¡Ese señor sí que tiene pico de oro! Por no hablar de las patas. Dice que el diálogo representa el encuentro, la liberación, la superación de las diferencias en un… en un… ¡en un sólo menjunje! Su mujer puso la Editorial del Estado al servicio de Cuba. Cerró las puertas a nuestros intelectuales, escritores, investigadores. Quién sabe cuántos millones de nuestras arcas fiscales se disiparon, con perdón suyo, en las huevadas que todavía enseñan esos tarados históricos en el paraíso de la dictadura castrista. Ahora quieren volver. Disculpen la muerte del niño. Quieren volver. La nieve y el tiempo platearon su sien. ¡Ja, ja, ja! Quieren participar en la fusión de las diferencias. Quieren embriagarse de diálogo. Aman a Chile con toda su alma. ¡Oh, cuánto lo aman! Claman de rodillas por entrar. Y entrando van… Poquito a poquito. Y volviendo a las mismas poquito a poquito. Con la teología de la liberación, el diálogo y las pelotas de carey nos van a forrar de nuevo. Se lo doy firmado. Por eso le digo, don Amado, que se nos quedó la mano, se nos heló la pajarilla. Es la santa verdad. No fuimos culo, y perdone, usted. ¡Eso es! no fuimos culo. Ante nuestras narices cambian de camiseta y se nos meten dentro, ¡sí señor! Y a mí que humildemente trataba de meter el pedal a fondo, me pararon. ¿Cuántas veces me pararon? ¿Quiénes me pararon? ¿Sabe quiénes, don Amado? Ellos mismos. No hay remedio. Andan entre nosotros como Pedro por su casa. Ellos mismos. Vienen, se me ríen en la cara, me diagnostican de paranoico y se alejan muertos de la risa. Ahora, yo le digo, con ese menjunje del diálogo y la reconciliación se nos van a meter en la cama y nos vamos a ir a la misma… ¡Perdóneme, don Amado, perdóneme! Reconozco que me hierve la sangre. Por no decir otra cosa. Usted dice que la economía nos va a cambiar. Dios lo oiga y el Diablo se haga el sordo. Si me preguntan a mí… Es cierto que muchos comunistas se están pasando al capitalismo en serio. Descubrieron que la libre empresa tiene su cosa. Toman préstamos de los fondos que se han puesto para pequeños empresarios. También… ¡ja, ja, ja! Perdóneme, ¡es que resulta tan divertido! ¿Sabe usted qué han descubierto? Que los obreros son intrínsecamente flojos, ladrones y sinvergüenzas. Tal como lo oye. Le hablo de lo que sé de primera fuente. Dos días atrás, sin ir más lejos, me encontré con uno de esos tíos. Era de esos que en tiempos de la revoltura llamaban “mandos medios”. Usted sabe, interventor de no sé cuál industria baldosera. Se la pasaba tomando cafecitos en reuniones de concientización política con los compañeros trabajadores. Misas de campaña, como quien dice. El sol despuntaba, el paraíso obrero resplandecía. Ahora, como le cuento, me encuentro a este compañero en el “Café Haití”. Anda tramitando unos préstamos de importación. ¿Y sabe lo que me dice con acentos de escándalo sumo? Me dice que nunca, nunca hubiera pensado lo que realmente son los obreros si no fuera porque ahora es empresario. “Se esconden en el fondo del galpón”, me dice, “a jugar al monte, se roban las herramientas, el material; unos marcan las tarjetas por la mañana, de los que están en sus casas durmiendo la mona. ¡Ladrones, flojos, descarados!” Esto me dice de sus obreros un ex-comunista y actual empresario. ¿No es para ponerle música?

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Al mismo tiempo que Esteban Marinovich – acusado de un cuanto hay, según la prensa sensacionalista, estafas, desfalcos, quiebras fraudulentas – cayó en la cárcel por incitar a la rebelión, distribuir armas y entrar ilegalmente en el país, Alberto Rivera, político de larga trayectoria y cierta relevancia durante el Gobierno Popular. Era el hermano mayor de Antonio Rivera que para ese entonces seguía en Europa sin esperanzas de volver a Chile. Parecía cosa fraguada por el mismo Diablo: Esteban Marinovich y Alberto Rivera, dos campeones de milenios contrapuestos en sendas celdas no más de cuatro metros distantes. Esteban Marinovich echaba espuma. ¡Maldita, maldita sea! ¡Cómo no se sumó a la línea dura de Octavio Olavarría y Maggie Silverstein! ¡Cómo no les hicieron caso los muy cretinos! A esta hora esa alimaña estaría agusanada bajo tierra y no roncando tranquilamente en la celda del lado. Alberto Rivera inició su carrera de abogado en los mismos comienzos de la postguerra. Socialista desde los pechos de la mamá. Después de graduarse, cuando el general-escoba pedía nombres al partido que lo apoyó en su rápida y fulminante campaña anti-radical, no había personalidad más brillante y apropiada que el joven abogado Alberto Rivera. La leyenda decía que en sus años de estudio, de pronto, en un arrebato de intuición infalible, descubrió la integración perfecta de esas dos mitades de naranja, Sartre y Lenin. Era la misma época de Gabriel Araya y su gurú piel roja. Se le veía caminar por el Parque Forestal rodeado de admiradores y hasta discípulos. Tenía “ángel” como se decía entonces por lo que más adelante, en los tiempos dorados de Roberto Tironi, se nombraba “carisma”. Caminaba a sus anchas Alberto Rivera, no sólo por el Parque Forestal, sino por las páginas de “El Capital”, “La Ideología Alemana” y “El Anti-Dühring”. Se apasionaba con cosas como “el engranaje”, “las manos sucias” y “las moscas” que nos siguen a todas partes. Calaba hondo Alberto Rivera y el general-escoba que lo tuvo por años en su Gabinete nunca terminaba de saber por dónde tomarlo. Pero en su partido socialista sí sabían. Había publicado a los meses de egresar un par de sesudos artículos sobre el Estado y la Revolución y en adelante no hubo más dudas: Se salía por fin de la orfandad teórica padecida por décadas. La pena fue – como dijo alguien con metáfora de mal gusto – que lo sacaron demasiado pronto de la dehesa. Y él no dejaba de estar de acuerdo ahora, metido en la cárcel de la dictadura militar más académica en la historia del país. Afinaba, como se entenderá, sus racionalizaciones Alberto Rivera. Pero sin resultado. No podía negarse: la Unión Soviética, el paraíso de sus sueños, se desmoronaba irreversiblemente. Quedaban al desnudo los fundamentos endebles de la colosal construcción. ¡Vergüenza grande! ¿Cómo pudo escapársele algo tan evidente? Tendría que haber rumiado más, mucho más en sus años de estudiante.

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Ahora en la Cárcel Pública, pensaba y pensaba. Le traían comida de su hogar materno. Sentada a su lado mientras almorzaba, su madre se santiguaba mirando hacia grupos de sujetos sombríos en los rincones del comedor. ¡Qué caras! Afeadas todas de odio y sospecha. Cualquiera de esos sujetos por el más nimio resquemor podría asesinar a su Alberto en un hediondo retrete. No sería el primero. ¡Qué impiedad de los Cielos! Un hijo en el exilio y otro en la cárcel. Como vulgares delincuentes. ¡Qué odioso dictador! Había puesto leyes para encarcelar, exiliar y asesinar a su antojo. Para allanar y despojar. La dama volvía a persignarse. Después, lenta y encorvada, caminaba de la cárcel a la Catedral. ¡No permitiera la Virgen que muriera sin tener junto a su lecho, libres, a sus pobres hijos! Se había humillado, ¡cuántas veces! Rogando a viejos oficiales y magistrados de fría indiferencia. O miedo encubierto de frialdad. ¡Pero ahora, ahora iba a postrarse donde sí valía! Ante la Reina de los Cielos. Después – ¡si su hijo supiera! – tendría que pasar una vez más por la oficina del abogado Aníbal Quintana. ¡Cuánta humillación, Dios mío, cuánta dureza! El abogado Quintana volvía de Estados Unidos. ¿No lo favoreció su hijo desde el ministerio durante el gobierno pasado? Ahora podía devolver la mano. Pero el señor Quintana seguía igual. Miraba molesto, cansado, avieso. Que no sabía… Que volviera otro día… Que vería. Alberto Rivera llevaba casi dos años en la cárcel. Demasiado para ejercicios mentales, o “caldo de cabeza” como lo llamaban allí. No tenía para cuándo salir. En cambio, ese señor Marinovich estaba por hacerlo antes de haber entrado. Casi todos los ladrones grandes que encerraron a comienzos de los ochenta habían salido ya. Aunque haciendo cuentas, ¿qué importaba que salieran o no? Dentro o fuera, igual seguían con sus negocios brujos hinchándose de plata. La economía prendía y prendía. Alberto Rivera cocinaba los más deschavetados caldos de cabeza. Terminaba siempre igual: sin entender una jota. También, con esos antiguos hábitos de intelectual soñador, le vino la idea de escribir un diario o libro de memorias. Un confesionario, mejor dicho. “Lo que ocurre conmigo no tiene nada de misterio ni de especial. Sencillamente, como a mundo y medio, me atacó el virus del vasallaje cultural. Se me cosificaron las ideas, eso es. Aquí hay cuentas grandes que hacer y saldar. Que hacer, por lo menos, porque, ¿qué significa saldar? Cuentas de holgazanería, de parasitismo ideológico, de costillar de chancho con puré. Sí, y con ají. Por ahí va la cosa. Otrosí: Me fascinó la fachita de tribuno, la retórica del profe de Derecho Constitucional. Todavía me fascina y ahí está el problema, porque no va a dejar nunca de fascinarme. Había que dar lugar a la Razón. O Dios existe y el hombre es cero o existe el hombre y el cero es Dios. Etcétera, etcétera, etcétera. Lo que pasa, lo que de verdad pasa, es que en este país no hay pacos del tránsito de las ideas, no hay torres de control atmosférico, no hay vuelta que darle. Eso es lo que pasa. Lo que pasa es lo que viene diciendo Domingo Astaburuaga desde el año ñauca y todos como si lloviera. Alguien tendría que aferrarnos por la testuz, meternos las narices en la mierda y no soltarnos. La atmósfera se está llenando de anhídrido carbónico, la capa de ozono tiene un hoyo del porte de la Antártica. Gabriel Araya tiene toda la razón: La bomba de tiempo es ecológica y hay que fundar un partido verde y echar el rojo al tacho. ¡Por las barbas de Marx, eso es lo que hay que hacer! Voy a agarrarme firme del tronco de una araucaria, voy a purgarme a fondo aunque con la mierda se me vayan las tripas. ¡Sí señor! No me equivoqué con Sartre, no. Todo lo contrario. El engranaje, las manos sucias y las moscas siguen tal cual. Basta la dictadura para verificarlo hasta la saciedad. Fue con Lenin que me equivoqué, con ése fue. Que no se preste a dubitaciones: Igual que uno se cura con pisco, así me curé con Lenin. En cuanto a Lenin, el viejo no se equivocó con nadie.

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Se equivocó él sólo, solito. ¿Es concebible que ocurra una burrada igual? Pueden millones y millones de seres pensantes equivocarse por la equivocación de uno sólo? No, tantos imbéciles no puede haber. ¿Que no puede? Veamos, veamos. ¿Cómo era esa historia que me contaron de niño? Un tío llega con una flauta que encanta a todos los pequeños. Atraviesa la aldea tocando su flauta que es un encanto. Los pequeños lo siguen en fila india, transportados que casi no tocan el suelo. Se internan por el bosque y desaparecen. ¡Éste sí que es caldo de cabeza! No quedó un inocente de muestra. O sea, los que quedaron… Veamos esta cárcel. ¿Es cárcel? Tengo cama que ni de hotel, comida de primera. ¡Esto no es cárcel! Esto es el ideal de cualquier animal que va cargando con la maleta por la vereda. ¡Ya se quisiera el niño, tendido y con la papa en la boca! O consideremos a este señor de la celda del lado, don Esteban Marinovich. Hizo poner alfombras, tiene un barcito muy clandestino adosado al rincón. Los gendarmes le traen el whisky, el pisco y el ron. Se hace traer las mejores putas de la sociedad. Entran y salen según se le calientan y enfrían las… Bebe y fornica hasta la puesta del sol. ¡Marinovich el Chicago’s boy! En su bata de raso, a la media mañana, camina por los pasillos hacia el baño tarareando y meneándose. Mientras se ducha y afeita, las letrinas huelen a perfumería.” Una mañana de sol radiante entró en esta cárcel para caballeros un lustrabotas que Alberto Rivera no había visto antes. Se acercó y con una reverencia le pidió el honor de limpiarle los zapatos. Alberto Rivera, riéndose, dijo que no. Pero ya el jovenzuelo se había sentado a sus pies y sacaba paños, pomada y escobilla del lustrín. Sin más ceremonias le cogió el pie derecho y lo plantó sobre la caja. – Si quiere, me paga. ¡Si no, no! Bajó la voz mientras miraba a todos lados. – Allá afuera, quieren saber cómo está, cómo se ve, cómo lo tratan. Comenzó enérgicamente con la escobilla sin dejar de mirar alrededor. – ¡Así que ésta es la cárcel de los futres! – ¿Que no la conocía? – No. Es otro compadre el que tiene esta picá. Yo vine porque lo hospitalizaron. Un soplo en la cuchara. – ¿Un qué? – Un soplo. Casi se fue cortao ayer. Ahora está en cuidao intensivo el perla. – Y usted lo reemplaza.

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– ¡Sí, señor! Volvió a mirar hacia los grupos en el patio. – A ese caballero lo conozco. Alberto Rivera carraspeó. Sacó un cigarrillo. – Es un preso político. – ¡Qué va a ser! ¡Usted sí que es preso político! Alberto Rivera volvió a carraspear. El lustrador subía y bajaba las cejas frotándose el pulgar con el índice. – Preso económico le dicen también. ¡Ja, ja, ja! Así llaman a los futres ladrones. Dos días después, el lustrador apareció de nuevo. Alberto, sin hacerse rogar, puso el pie en el lustrín. – El futre, ése, el preso económico, salió en libertad, ¿eh? Anoche, en la televisión, hablaba que se le pelaba la lengua. Una paloma blanca por donde lo miren. ¡Hay que tener patas! Mientras hablaba, no dejaba su manera de mirar a todos lados. Se echó hacia atrás, miró a lo alto. ¿No estarían aguaitando desde alguna ventana? – Don Alberto, me entregaron una carta para usted. – ¿Una carta? – ¡Una señora… Una dama, don Alberto! No hay por dónde perderse. – ¿Una dama? ¿Una carta? – Me la dio anteayer, cuando me vio que entraba. Pero, no me atreví a entregársela a usted y se la devolví… – Se la… – Es que había tanta gente mirando.

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– ¿Y hoy? – Volvió… Está ahí, afuera. La carta está en mi bolsillo de arriba. ¿La ve? Agáchese un poco y la saca. ¡Ahora, que no hay rocha! Mientras se inclinaba y cogía la carta, le entró por las narices el fuerte olor de ajo sudado. – ¿Una dama de… edad? – Mahometana. – ¿Maho…? ¡Ja, ja, ja, ja! A la hora de almorzar abrió el sobre, con su madre al lado tratando también de leer. Le escribían de Sergio Bahamondes. Sí, lo recordaba. ¡Cómo no iba a recordarlo! Habían peleado juntos en más de una. Se contaba entre los desaparecidos. ¡Ocho años desaparecido! Su mujer… Sí, claro, más de una vez la vio. Una morenita típica, sí. La recuerda por alguna de esas frases lapidarias que se gastan las mujeres de esta tierra. Bueno, ocho años. No se le iba a ocurrir a ella que… No, no se le ocurría. Sólo quería saber si don Alberto Rivera, en Europa, con sus muchas relaciones recibiría alguna vez información, algún detalle, por nimio que fuera. Como Sergio cayó en una redada que causó conmoción… Decían que lo llevaron a Colonia Dignidad. Se publicó mucho en Europa. Especialmente en Alemania Oriental, donde él se encontraba en esa época. Se habló mucho, mucho. Pero, de Sergio Bahamondes, su esposo… En la carta, le decía que alguien, en 1978, se cruzó con él en los subsuelos de la Fiscalía Militar. Iba fuertemente custodiado. Lo encerraron y torturaron por meses en una casa de detención en la calle José Domingo Cañas. Esto lo afirmaba un ex-agente de la DINA. Primero estuvo en un regimiento, en 1976, cuando lo arrestaron. También lo interrogaron duramente en ese lugar. Algunos exiliados contaban que se cruzaron con él en los pasillos de la Villa Grimaldi. No había mucha consistencia en las historias que escuchó en el curso de los años. Hasta oyó decir que se encontraba en un presidio de la Armada en una isla del sur. ¿No pensaba don Alberto Rivera que ocho años era mucho tiempo? ¡Si tuviera algo que decirle! El menor detalle, por insignificante que fuera. Se lo agradecería infinitamente. Le repetía, no se hacía ilusiones. Pero, ¡quería saber! ¿Conoce usted, don Alberto, los dolores de la incertidumbre? ¿Qué hicieron con Sergio? ¿Cuánto y cuánto tiempo tuvo que padecer? ¡Se dicen cosas tan crueles! ¿Sabe usted algo? ¿Qué piensa usted? Tiene que recordarlo. Él lo estimaba. ¡Belinda Ramos! Sí, ése era el nombre. Ahora recuerda. Armó un escándalo que fue por días el plato de la prensa de derecha. Puso en evidencia a más de uno de la policía política. Se comenzaba a torturar científicamente. El engranaje, las manos sucias. Se recurría a la asistencia de los psicólogos profesionales. Las moscas comenzaban a seguirnos a todas partes. Armó un escándalo doña Belinda Ramos. Se agarró de las mechas en un café del centro con Maggie Silverstein. Tenía toda la razón del mundo. Pero, ¿qué es la razón? Si hubiéramos atendido entonces, ¿existiría Colonia Dignidad? No sería más bien que… Sergio Bahamondes. ¿Oí de él en España? 1976. Berlín entonces. Cierto, hubo una barrida a fines de ese año. Fue cuando

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mataron a Carlos Martínez, mi chofer del ministerio. Sergio Bahamondes… No, no he oído nada de Sergio Bahamondes. Tenía cierto nivel, sí. Mi hermano Antonio me hablaba de él, de la pareja dispareja que formaba en el Pedagógico con Belisario Concha. El hijo del Rey del Acero y el atorrante de la lucha de clases. Antonio estaba siempre hablando del Pedagógico. Una Atenas pequeñita, decía riendo. Que había tipos y tipas de todos los colores y todas las escuelas. Belisario Concha y Sergio Bahamondes se burlaban a dúo. Estaba también ese Tironi, tan nombrado después. Incluso ahora. Belisario Concha… Mi hermano decía que bastaba la amistad de Belisario Concha y Sergio Bahamondes para poner en cuestión la lucha de clases. ¡Vaya! Si alguien puede averiguar algo, ¿quién más que Belisario Concha?

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Evelyn Maldonado se maquilla yendo del baño al living, del living al baño. Sus dos hermanas irrumpieron gritando, lanzando los bolsones escolares a cualquier parte. Ahora, tendidas a lo largo sobre la alfombra, mastican maní salado, embobadas ante el televisor. – ¡Mira, Evelyn, mira! Patricio del Prado, ¡el súper lolo! – ¡Súper, súper! – De comérselo, Evelyn. ¡Mira, mira! Desde la pantalla, Patricio del Prado, en close up a todo color, también mira, mira. Con una mirada… ¿En qué piensa Patricio del Prado? La música arremolinada pone en claro su oscuro dilema: La herencia, su madre y la aristocrática Lucía del Pilar o la humilde María de las Mercedes sin un centavo y con el repudio unánime de su familia y sus círculos sociales. Las hermanas de Evelyn chillan, se revuelcan. – ¡Súper, súper! – ¡Aaaay, me muero, me muero! Patricio del Prado sigue con el entrecejo fruncido como sólo él sabe fruncirlo. ¿Qué hacer? – Ay, ven Evelyn. ¡Ven, mira! – He suffers, Evelyn, he suffers so much! Ahora, el padre de Patricio del Prado aparece en su lecho de muerte. He also suffers. La familia lo rodea. Sollozos, pañuelos que se muerden. – Quiero… quiero ver… a Pa… Pa…

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La madre de Patricio del Prado cambia miradas siniestras con Lucía del Pilar. ¡No, hay que impedir que lo vea! El testamento… el testamento… Pero, justo cuando vamos a saber qué ocurrirá con el testamento, vienen los cinco minutos de comerciales. – ¿Qué te apuesto a que no lo deshereda? – ¡Vieja canalla! Evelyn, con la boca abierta y el lápiz labial a medio camino, no puede creer. ¡Cómo se atreve la madre de Patricio! Pero, ¿que no tiene corazón? ¡Increíble! La pobre María de las Mercedes, the poor little thing! Carmen, la empleada, entra con la bandeja de la once. Sirve a ciegas, sin quitar la vista de la pantalla. – ¿Qué va a hacer don Patricio? – Todavía no se decide. – ¿Murió ya don Armando? – No. Sigue agonizando. – Pero, entonces… – Se van a reconciliar, qué te apuesto. Evelyn asoma otra vez, tarareando. – Reconciliation, reconciliation! Tal como pide el cura. Reconciliación, reconciliación, the only solution. – ¡No se ría, niña! Debemos reconciliarnos en el seno de Jesús, Nuestro Señor. – ¡Uf, lo de siempre, pan quemado! – ¿Querías torta? En la pantalla aparece otro lolo en shorts bebiendo Coca-Cola. Evelyn, lista ya, va a la

salida.

– Bueno bye, bye! Después me cuentan. Pero, les apuesto a que don Armando no muere hasta la semana que viene. Next week.

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Evelyn echa a caminar asegurando su bolso de cuero que cuelga del hombro izquierdo. Se siente súper súper. Botas, pantalones, chaqueta, todo de cuero negro. Si la viera Carlos Bahamondes no creería en sus ojos. Va de caza. Aprieta más el bolso contra la cadera. Siempre está a la espera del manotón con que pueden arrebatarle el lindo regalo de su daddy. Imagina dos gandules de película italiana que pasan volando en moto por su lado. “Ciao, carina!” y adiós mi bolso. Anduvo la media cuadra hasta Avenida Bilbao, luego, dos más hacia Avenida Tobalaba. Comenzaba a oscurecer y el tránsito de los vehículos aturdía. Cruzó a la carrera, sorda a los bocinazos y chirridos de frenos. Subió al bus y sonrió un ¡Gracias! al chofer. Evelyn está viviendo un dilema. Tal como el Patricio del Prado de la serie mejicana que se siente desgarrado entre dos girls. Evelyn, entre dos boys. Y por la misma causa: a Patricio, por esa madre pechoña, posesiva y altanera que le tocó; a Evelyn, por la madre marxista, engreída y antidiluviana que le tocó a Carlos Bahamondes. Pero es rico hacer el amor con Carlos, ¡palabra! Lo pasan regio, ¡súper! Van a la piscina, a la playa. Bailan, ven películas y se revuelcan de risa. Lo pasan súper, ¡palabra! But… ¡Eduardo es tan fino! Tan fino, ¡tan inquietante! Cenan en Providencia, en Apoquindo, en restaurantes tan sofisticados. Very heigh! Champagne, caviar, langosta a la no sé cuánto. Everything wonderful! Parties de lo más in en Manquehue, en Apoquindo. ¡De película! Evelyn se busca en todas las telenovelas que ha visto y, ¡palabra!, no se encuentra en ninguna. Esos empeños largos largos, nunca consumados, pero también súper súper de Eduardo Alcántara, ¿dónde los va a encontrar? Y la mamá de Eduardo no está en contra. Mejor decir, no está nunca. Parece que se instaló for ever en New York. El padre, como si no existiera. Sale de su clínica directo al departamento de su amante. Ni que mandado a pedir. Mientras que Carlos… Tiene una fijación, el tonto. Edipo, entirely Edipo. No termina nunca de zafarse de las polleras de ese ogro. Y por si no bastara con la madre de Carlos, ¡la madre suya! No puede ver a Carlos la señora, por muy en primera fila de Leyes que se encuentre. – Su padre es un desaparecido, ¿no? O sea, un comunista. Y su madre, todavía peor: una loca anarquista que anda gritando por las calles con gente soez. Evelyn contestaba que una cosa no tiene qué ver con la otra. Carlos era buena onda por donde lo miraran. Estaba por egresar. Dentro de un año ejercería como un brillante abogado. – ¡No quiero verte casada con un comunista! ¡No quiero verte involucrada con el hijo de un vende-patria! ¡No quiero tener nada que ver con una loca exhibicionista y muerta de hambre! No eres una Maldonado cualquiera. Tu padre es un comerciante honrado y respetado. Pero su madre era como nada comparada con la otra. ¡Ésa sí que era un plomo! ¡Le salían unas! – ¡Títeres de la TV y el consumismo, eso son ustedes! No tienen idea de idea. En una

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conversación seria no hallarían dónde meterse. Evelyn se yergue firme sobre sus botas con ganas de patear en el suelo del bus. ¡No, que no se espere Carlos! No volverá a meterse en su vida con esa vieja idiota. ¿Quién se cree? Jactanciosa, resentida. Mi papi dice que nunca hemos estado mejor. Dice que si estuviera joven estaría construyendo rascacielos en Temuco. Me comprará un convertible, mi papi. Podré ir donde quiera, dejaré el trabajo y lo ayudaré con los libros. ¡Qué enredo! Me siento esquizo otra vez, entirely esquizo. ¡Esa mujer! Que somos materialistas, que ya no hay más ideales, que nadie piensa más que en la plata que gana el tipo con que se va a casar, que no tenemos idea de los crímenes del pasado, de los presos políticos, los exiliados, los desaparecidos. Que somos… que somos Pinochet’s boys. ¡Tal cual! Y Carlos se encoge de hombros. Se fastidia igual que yo, cierto. Pero se encoge de hombros y no responde nada. Hasta se pone de su lado a veces. Hasta se pone materialista… científico. El muy… Que los degollados de Los Cerrillos, que la matanza de Corpus Christi, los asesinatos de Calama, los NN del patio 29. Me llena la cabeza de cadáveres. No me deja dormir. Asesinados, quemados, degollados. Entre el muy bruto y mi mami me ponen esquizo, esquizo. Carlos me pregunta si he visto degollar en las películas de terror que ponen en la TV. ¡Lo mataría! Mi mami dice que son puras historias para tarados. Me dice que le diga que le pregunte a su madre, que le pregunte por los cientos de miles de enterrados en los bosques de Polonia, por los millones de masacrados, fusilados y muertos de hambre en los campos de muerte de Siberia. – A ver si responde sobre los millones asesinados por Stalin. El nudito en la lengua que se le va a armar. ¡Matanza de Corpus Christi! ¡Las patas que tienen para bautizar sus patrañas! Evelyn se echa a caminar por un río humano. Por Providencia hacia Pedro de Valdivia. Eduardo Alcántara, estirado y lánguido, just like Tony Perkins, se aparta del grupo a la entrada del cine y viene a su encuentro. Arropado en tweed y franela, todo perfume. – Hello, honey! Se abandonó al abrazo. ¿Qué perfume era ése? Lo sintió en las sienes y en el clítoris. Se enderezó, rígida de muslos. Otra vez le venía. Se sintió Madonna cabalgando, meciéndose. No, mejor se olvidaban del cine y corrían a acostarse. ¡Ay, ay! Si lo dejaran por fin esos desmayos que le vienen justo en el momento. Caída a plomo en la depresión, Tony Perkins puro. Abrazada por la cintura, sintió leve sobre su cadera la presión de la pequeña famosa botellita. De allí salían unas redondas píldoras rosadas que Eduardo tragaba en seco como si nada. ¿El corazón, la presión, úlceras? Misterio. No decía una palabra ni nadie preguntaba. ¿Vendrían de allí esas vacilaciones cuando a punto de eyacular se detenía y tartamudeaba sudando a chorros? Ay, qué excitante, qué… Su padre, una vez, una única vez dijo algo en relación a la vida sexual. Sólo una vez, y sin atreverse a levantar la vista del pollo asado con puré. Evelyn, entrando en el cine, pantera negra a los pasitos sinuosos, colgada de su Eduardo, saborea una vez más de miles lo que dijo su padre mientras se inclinaba sobre el plato. Habló como si rezara a los cielos las gracias por tan deliciosa pierna de pollo con puré. Era una niña, pero ya tenía sus senos, sus menstruaciones. Una vez más, también de miles, recuerda lo que dijo su madre ese domingo

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radiante de primavera mientras almorzaban: – El pollo, la empanada y la mujer se agarran con la mano, ¡ji, ji! ¿Cómo se puede ser tan vulgar? Ni que fuera hija de carnicero. Evelyn miró de reojo a su padre. Todavía muy atractivo. En el sancta sanctorum de su corazón era su único y verdadero amor. ¡Cómo pudo casarse con una mujer así! What a waste! Con lo que dijo entonces su padre se explicó por fin ese horror que se hacía sentir en sus noches de niña enamorada perdidamente, atenta y ardiendo de celos a los más leves crujidos de la cama en el cuarto vecino donde esa… esa… se hacía penetrar todas las noches por… por… Evelyn cruza el foyer del cine “Oriente”. Su madre decía “teatro”, no “cine”. La ignorante, Evelyn escuchaba a su padre corrigiéndola sin esperanzas. Se dice “cine” no “teatro”. En cuanto al pollo y la empanada, se toman, no se agarran. – …y tampoco se agarra la mujer. Es ella la que lo agarra a uno, ¡ja, ja, ja! Su madre lo había mirado sin saber cómo agarrarlo. Después, había mirado a Evelyn, largo por la primera vez y como mujer hecha y derecha. Evelyn sintió que su padre la perforaba, ay, tan tan adentro. Devolvió a su madre una mirada segura, radiante. Yo soy la polla. Tú eres una vieja gallina, un saco asqueroso de enjundia, just so! Sus hermanas menores se daban con los codos chillando de risa. Carmen vino de la cocina a saber qué pasaba con el pollo con puré que se reían tanto. Desde entonces se atrevió Evelyn a soñar que agarraba a su papito. Ni al cura le diría las fantasías que soñaba con él. ¿Incesto? ¡Bah, pamplinas! ¡A mí con tabúes y tonteras! Apretó el brazo de Eduardo Alcántara contra su seno. Ella decidía. Tenía la píldora. ¿Dónde estaba el problema? No problem! Si no le gusta lo que coge, lo despacha, ¿y qué? Eduardo para empezar. ¡Súper, súper! Carlos para terminar. El tratamiento a fondo. Hasta las últimas consecuciones, como decía el mismo, ¡ja, ja, ja! Se fueron las inhibiciones, se fueron los problemas, women liberation! Era sólo con su papi que… Oh, se sentía esquizo, esquizo. ¿Cómo se sentiría esa fair lady de la que hablaba tanto Carlos y de la que Eduardo había hablado también más de una vez? Debe haber sido una Marilyn local. Dicen que no había hombre que no dejara todo botado por seguirla. Ni había mujer que la igualara en belleza, en inteligencia y en cultura. Elegía a su antojo. Agarraba al pasar, probaba, y si no le gustaba tiraba al fulano al tacho, ja, ja, ja. Así lo dice Carlos. Terrific! ¡Ésa sí que era! Claro también que entonces no había SIDA. Damn it! Tenía dos maridos al mismo tiempo. Uno en Santiago y el otro en Concepción. Eduardo dice que su papá dice que eran tres y él sabe lo que dice. La madre de Carlos dice que si es por eso eran cuatro, que el cuarto estaba permanentemente a su disposición en Valdivia, que fue su primer amor y amante, además de hermano querido. ¡Chúpate ésa! También dicen, ji, ji, que no había modo de saber quién era el padre de su único hijo, ¡ja, ja, ja! Ésa sí que era. Ya no hay hembras así. Se casó con uno de los tipos más ricos del país. Como second, eligió la mejor cabeza. Y cuando se aburría de los dos, se iba a fornicar con su hermanito flotando por los ríos de Valdivia. Sin dudas, la grandísima, sin tormentos existenciales como los míos que me siento esquizo esquizo, que me acuesto con Carlos, con Eduardo, ¿con quién?

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– Tendrías que haber estado con tu cámara cuando vino el Papa. ¡Ésa sí que fue! – Año 1987. Todavía estaba en lista de espera por ese entonces. – ¡La película que te hubiera salido! ¡Se armaron unas! – Sí, yo estaba en Tenerife. Cada media hora transmitían un round de la pelotera en el Parque O’Higgins. – Se peleaban al Papa que era un gusto. El país entero se catolizó. Los tipos de todos los colores políticos corrían gritando por las calles “¡Santo, santo!” ¡Un asco! – Dicen que bendijo a Pinochet. – Desde lo más profundo de su alma. – Tienes razón, ¡la peliculita que hubiera hecho! A propósito, tengo una en la cabeza. – ¿Sí? ¿Se puede saber el asunto? – ¿Te acuerdas de ese tiempo en que te dio por el cerebro? – El cerebro… Sí. – Llegaban libros americanos. El triple cerebro, el sistema límbico, los hemisferios cerebrales y las palabras cruzadas. ¡Cuánto ruido había! – ¿Te acuerdas de cómo refunfuñaba Sergio Bahamondes? – No veía la relación entre los dos hemisferios y la lucha de clases, ¡ja, ja, ja!

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– ¡Ese Sergio! – Era amigo tuyo de los grandes. – ¿Era?… – ¡Qué tiempos! – Sergio… sí… Cuando me oía, se tapaba los oídos. “¡No, por piedad, no el cerebro otra vez!” – Hombre fanático, pero simpático. Extraña mezcla. – ¿Tú, conociste a Atilio Valenzuela? – ¿El médico? – Médico, sí. Y sicólogo. Fue el primero que nos habló seriamente del cerebro. Hablábamos del pensamiento hasta por los codos. De los modos del pensamiento… – ¡Del pensamiento del pensamiento! – Claro, también eso. Pero… ¡Increíble!… Nadie hablaba del cerebro. – ¿Increíble? No sería mejor decir típico. – El cerebro era… ¿Cómo te diría? – El asiento del pensamiento. – ¡Eso! ¡Tal cual! Una silla en la que el pensamiento ponía el trasero. – ¡Ja, ja, ja, ja! – Se decía que el pensamiento y el cerebro eran como el alma y el cuerpo. – Sí, lo oí muchas veces. – Con un desparpajo de charlatanes: Cuando el cerebro se pudre, el pensamiento sube a los cielos. ¿No es para pintarlo?

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– A la acuarela. – Así eran las estupideces que corrían por el Pedagógico. – No te preocupes. Las que corren ahora son… ¿cómo te diría? – ¿Quién se ocupa del cuerpo? – Sólo los pecadores, hermano. Satanás, el mundo y la carne. – Así y todo, da para pensarlo largo largo. El cerebro, la habitación del pensamiento… – Éramos demasiado huemules en eso para… – El cerebro, vehículo de las ideas… – ¡Sí, también ésa, vehículo! – ¿No faltaban, verdad? Quiero decir, los huemules. – Bueno, después de todo, ¡éste es el país donde se fabrican! – Tardes enteras dándole a la lengua. Hasta que vino Atilio Valenzuela. ¿Seguro que no lo escuchaste? – No, oí no más. Hacía harto ruido. – En esos años se puso de moda la leucotomía. – ¡Ahí sí que me pillaste! – O lobotomía. Atilio Valenzuela decía leucotomía. – ¿Y qué era eso? – Cesura del cuerpo calloso. Se aplicaba a epilépticos y neuróticos. Con buenos resultados. Desaparecían la agresión y la ansiedad. – Harta ansiedad que había por esos años. Y angustia. ¡Carretadas! – Ahora hay stress.

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– ¡Y que lo digas! De la angustia al stress. – Bueno, como te decía, Atilio Valenzuela llegó al Pedagógico… – Perdón, ¿no era ya Piedragógico por ese entonces? – ¡No, qué cosas dices! Si era una taza de leche. Aunque, pensándolo un poco, los piedrazas que empezó a lanzar Atilio Valenzuela… – ¡En pleno cuerpo calloso! – Pero, con todo era un lugar tranquilo… – Por esa ley maldita que pusieron contra los comunistas, claro. – Era una academia de milenios sin número. – Cada quien con uno en el bolsillo. A propósito, ¿te acuerdas de ese gurú del Parque Forestal? – ¿Cómo voy a olvidarlo? El maestro de Gabriel Araya. Calaba hondo. La misma Marcela se quedaba pensando una semana entera después de oírlo. – ¡Ése sí que tenía un milenio! ¡Qué gentes, qué tiempos! Estupidez exquisita, de los mejores quilates. Yoguismo, tomismo, existencialismo. – Ahora es postmodernismo, ecologismo… – ¡No, por favor! – ¿No seremos unos viejos obsoletos y resentidos? – No, el resentimiento era de antes. Pero tú me hablabas… ¿De qué, por fin? – De Atilio Valenzuela. – ¡Eso! Y la leucocosa. ¿Se podrá filmar? – Podría decirte el día y hasta la hora. Llegué atrasado esa vez. Entré en puntillas, pero crujían las tablas. Todo el piso podrido. Fui a sentarme al fondo. Sala oscura, hasta siniestra. Allí daba sus clases Atilio Valenzuela. Psicología Avanzada.

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– Metafísica pura. – Quizás. Pero esa vez describía con mucho detalle una operación al cuerpo calloso. – Leucotomía, sí. – Hablaba, no más. Pero, no te creas. La operación la había ejecutado él mismo esa mañana en la Escuela de Medicina. – ¡Qué me dices! ¡Tal como debe ser! Las operaciones, en la Escuela de Medicina; el blablablá, en el Pedagógico. ¡Ahí hay otra película, sí señor! – Pero créeme que todavía estoy viendo el bisturí oscilando. Atilio Valenzuela sonreía, la mano en alto como si sujetara el hilo del que pendía el bisturí. Hay que tener talento. Y pulso. Suelta el bisturí, sujeto con la otra mano como un péndulo, y ¡zás! se dividió en dos el cuerpo calloso. – ¡Puchas! ¿No les estaría tomando el pelo? – Así operaba Atilio Valenzuela. – ¡No se me hubiera pasado por la cabeza! – Dijiste la frase precisa. Este país está lleno de cosas y lleno de gente a la que esas cosas no le pasan por la cabeza. Las cosas pasan por cualquier parte, menos por la cabeza. Sin ir más lejos, el mismo cerebro. Seguro que has visto docenas de reportajes sobre Cambodia. – ¿Qué tiene que ver? – Mucho. ¡Cómo hacer para decirte! Primero, esas disertaciones de Atilio Valenzuela sobre el cerebro. Sacudón fuerte para mí. De sopetón, me encontré hecho un completo imbécil. Entre imbéciles, que conste. Un imbécil rodeado de imbéciles. – El consuelo de los imbéciles, ja… ¡Perdón! – Te estoy hablando de verdad. Después, mucho después, a finales de los años cincuenta, el cerebro se puso de moda. La neocorteza, el sistema límbico… – ¡Ahí entro yo! Los tres cerebros en uno. Me acuerdo muy bien. Los conflictos estaban cerebralmente estructurados, como diría Tironi. ¿O era Astaburuaga? Los bíoprogramas conflictivos. Yo me hacía un nudo tratando de pintarlos. – Bueno, ¡ríete si quieres!

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– Pero si no me río, si te preguntaba por eso. Te figuras una película hecha con esa clave: tres cerebros en uno, ¿te figuras? – ¡Sí, claro, ja, ja! Ver a Madonna como la ven un gorila, un potro y un cocodrilo. – No, a esa yegua se la ve como la yegua que es y punto. – Cierto también. Pero yo quería hablarte de Cambodia, de los cadáveres, de los miles y miles de cadáveres pudriéndose en charcos, al sol, bajo la lluvia… Miles y miles… ¿Sabes? en ese tiempo Marcela ya estaba en París. – Sí, por ese tiempo me encontré con ella. – Había… ¡Dios del Cielo!… En los años de la postguerra eran los cadáveres amontonados en los campos nazis de exterminio. Yo era un muchacho. No recuerdo cuanto tiempo me duró la náusea, pero fue largo. Todavía me viene al recordar. Después, mucho después, vinieron las liquidaciones masivas de Cambodia. Las denuncias vinieron mucho después. Como siempre. Marcela me escribió una larga carta. Una de las pocas que ha escrito desde que se fue. Era cierto, Marcela tenía toda la razón: primero fueron los nazis, ahora eran los comunistas. – Bueno, a mí me parece… – ¿Dónde, dónde está la diferencia? ¡Hicieron lo mismo, punto por punto lo mismo! – Perdóname, pero… – ¡Está bien, está bien, no nos peleemos! Lo que quiero decirte es que en esa carta de Marcela… Para mi sorpresa, expresaba sus sentimientos de esos tiempos lejanos en que yo hablaba y hablaba del cerebro… Qué cosa… No sé… ¡Qué pena! – ¿Y qué decía? – Pienso que ahí tienes algo para filmar. – ¿Sí? – Primero, es bueno que sepas que Marcela sabe mucho sobre el cerebro. Ha leído todo lo que hay, no exagero. No se pierde congreso. Hasta asistió como oyente a un curso en la École de Medicine en París. Con todo lo que me he ocupado por años, no sé una pizca comparado con lo que sabe ella sobre las partes y funciones del aparato más complejo, ingenioso y poderoso que pueda encontrarse en todo el Universo. ¡Y ahí entra Cambodia!

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– ¿Qué? – Cambodia, sí. Y mis obsesiones y náuseas. El pueblo más azotado en esta segunda mitad del siglo. Ocho millones de habitantes. Uno a dos millones de masacrados entre 1975 y 1980. ¿Te puedes figurar un millón de personas masacradas? Y ahora, mira qué más: ¿Vas a comparar el diseño del cerebro con el diseño de mil Giocondas? Vas a comparar la destrucción de mil Giocondas con la destrucción de un cerebro? ¡Pero, mira, mira! ¿Quién se atreve a tocar un cáliz de Cellini, un boceto de Rembrandt, un cabello de la Gioconda? ¡Llevamos dentro del cráneo la perfección de todas las perfecciones y mira lo que hacemos!

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La clínica “Altos de Apoquindo”, propiedad, ocupación diaria y orgullo del doctor Rodrigo Alcántara, creció y se llenó de prestigio entre la última parte de los setenta y la década entera de los ochenta. Los servicios eran excelentes. Pero, los honorarios… No faltaban rumores sobre “Altos de Apoquindo” y su propietario. Los viejos sabedores decían que no costaba mucho descender a la clínica desde las “Alturas del Cóndor”. De noche, baja el cóndor, susurraban haciendo visajes de espanto. De estas murmuraciones no iba a librarse nunca Rodrigo Alcántara. Ahora mismo, saliendo como todos los días a las seis de la tarde, con las llaves de su Mercedes a punto, dando saltitos como cabro chico de dos en dos peldaños rumbo al parque de estacionamiento y de allí volando a disfrutar su whisky on the rocks con masajes, caricias y consuelos de su amante, Rodrigo Alcántara sentía interferencias de disgusto y chocaba las muelas mascando insinuaciones intolerables. Las de ese metete imbécil, ese pintor de brocha gorda, devoto legendario de las prietas picantes y el vino tinto. Se hizo el olvidadizo cuando se anunció, pero recordaba muy bien al fulano. De los partidarios de la justicia popular y el paredón. Estuvo casi una hora escuchándolo, tolerando insinuaciones, aguantando preguntas ingenuas cargadas de anzuelos. Gordo asqueroso. También rastreaba su leyenda negra. ¿Rodrigo Alcántara? ¿El médico de la DINA? ¿El auxiliar de los verdugos de Villa Grimaldi? Se contaba que en los años del terror los agentes de la DINA entraban con los interrogados en camastros, sangrantes, por las puertas traseras de “Alto Apoquindo”. Se decía que el doctor Alcántara y sus secuaces los resucitaban y los devolvían como nuevos para que el interrogatorio siguiera su curso. Se decía… ¡Qué no se decía! También le colgaban ésa, en la que andaba escarbando el pintor de brocha gorda: la entrega nada menos que de su condiscípulo Joaquín Albornoz a los verdugos de Pinochet. Todos sabían quién denunció a Joaquín Albornoz. Todos sabían que él, Rodrigo Alcántara, no tenía ni manos ni inclinación para esa especie de canalladas. ¿Que los militares le tomaron afecto a su clínica? ¿Que las esposas de los altos oficiales se perecían por enfermarse y desmayarse en los brazos del famoso doctor Alcántara? ¿Qué culpa tenía? No estaba obrando más ni estaba obrando menos que cualquier colega que se respetara. ¡Bah, pura rivalidad, pura envidia! En eso paraba todo. Un mal día, partiendo sepa Dios de dónde, comenzaron los rumores. Cuando se le ocurrió hacer un comentario después de oír dos o tres alusiones, se encontró una noche de cena en casa de los Concha con que todos habían oído historias sobre “el doctor de la DINA”. Rodrigo Alcántara echaba chispas. A la primera oportunidad se lanzó sobre Aníbal

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Quintana y Maggie Silverstein. Quintana estiraba los labios sin abrirlos ni por nada. “La jeta querrás decir!” saltó Octavio Olavarría comentando después con Maggie Silverstein las evasivas ambiguas del abogado. En cuanto a la Venus-Gorgona, estiró la suya igualito. Y otro tanto Esteban Marinovich y el ahora coronel Ricardo Valdés. Todos estiraban la jeta. Alcántara se vio obligado a repasar ítem por ítem su relación con el grupo. Tuvo que reconocer que ocurrieron cosas, sí. Cosas que se prestaban a malos entendidos, sí. Favores en servicios de urgencia a domicilio; recepción de pacientes no identificados; entradas a altas horas de la noche; enfermos aislados y abiertamente bajo custodia. Vaya, sí, “Altos de Apoquindo” tenía lagunas en su historial. Pero, nadie podía dudar de su competencia profesional. ¿No es eso lo esencial? Cierto, había depositado demasiada confianza en Maggie Silverstein. De allí provenía todo. O casi todo. Pero, ahora, ver para creer, cuando se iban los militares y entraban de nuevo las autoridades civiles, si había persona pura y sin tacha en el país entero era precisamente doña Maggie Silverstein. Sin decir nada de esos apóstoles del estado de derecho, el relamido señor Aníbal Quintana y el celebérrimo estafador don Esteban Marinovich. Justo ahora, ese gordo de la brocha gorda que acababa de despachar llegó diciendo mieles sobre don Aníbal Quintana: que venía de una entrevista con él, que lo consideraba un demócrata auténtico como pocos en el país. Era justamente la persona, don Aníbal Quintana, que le había recalcado la muy estrecha relación de afecto que existió siempre entre el doctor Alcántara y su condiscípulo Joaquín Albornoz. ¿De qué estrecha relación hablaba este idiota? ¿Relación estrecha con Joaquín Albornoz, ese lunático de la sociedad sin clases? ¡Hay que tener paciencia! Alcántara seguía mascando aire mientras arrancaba hecho un bólido del parque de estacionamiento. Los guardias de seguridad a la salida apenas si tuvieron tiempo de levantar la valla y saltar a un lado. – Rechutas, ¿qué le pasa al jefe? ¡No le pasa nada! ¡Qué le va a pasar! ¿De Joaquín Albornoz? ¡Ni la más remota idea! Ésas eran para doña Maggie Silverstein y el mayor Valdés ahora coronel y residiendo lejos, muy lejos. Agregado militar en Pakistán, Corea, quizás dónde. A ése no lo pillan. Pero a doña Maggie sí, a mano. Allí podía ir el pintorzuelo con sus inquisiciones. Si no lo matan a la entrada. No estaría nada de mal que por fin le echaran el guante a la doña. ¡Ésa sí que hizo de las suyas! Y parece que va a seguir haciéndolas. El señor pintor podría despejar un poco las cosas primero. Por ejemplo, ahí tenía al ex-capitán don Arturo Rodríguez Alessandri. Lo llamaron a retiro de pronto y sin más. Muy poco después de ese escándalo de los 119 cadáveres en Argentina. Se armó la grande esa vez. Estuvieron metidos don Octavio Olavarría, don Esteban Marinovich y don Tomás Pineda. Los tres mosqueteros de “Patria y Progreso”. ¡Trío de tarados! Tendría que instituirse una medalla extraordinaria. Una para cada uno. Con tres huevos de cóndor en una cesta, ¡ja, ja, ja! El señor pintor don Antonio Rivera puede averiguar por ese lado. Si se atreve, se entiende. Fue una historia larga. Con una cola más larga todavía. Ahí puede buscar. Hay testigos para elegir. Muchos vieron a muchos de los de esa lista en las cárceles de la DINA. No podían estar muertos en dos países al mismo tiempo. ¡Los imbéciles! Maggie Silverstein y Ricardo Valdés reventaban de rabia. O simulaban reventar. La DINA en evidencia ante el mundo. ¡119 cadáveres! Rodrigo Alcántara, doblando hacia el norte en Avenida Américo Vespucio, miró hacia

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la Escuela Militar con ganas de ir y soltar una carcajada ante la fachada del horrible edificio. ¡Pelotudos! Recuerda: había comentado esa historia de los 119 con Belisario Concha mientras le tomaba la presión. Después, durante una sobremesa de domingo, se atrevió a hacerlo ante don Amado y la familia entera. Buscaba dejar bien en claro que no tenía qué ver con esos chapuceros. Recuerda las miradas y los gestos. Había de todo: Las cuñadas de Belisario retorcían las servilletas. Los hermanos miraban al techo. A don Amado se le hundía la cabeza en el pecho. Estaba también Aníbal Quintana que tragaba saliva haciendo pelotitas con las migas. ¿Quién más estaba? Belisario fue el que habló alto. Marcela miraba hacia el jardín más allá del ventanal. Hasta los servidores se habían amontonado en la puerta de la repostería. – A ver si entiendo. Hay ciento diecinueve cadáveres de extremistas chilenos que se han matado entre ellos en Argentina. Cada uno con su nombre. Pero ahora resulta que esos nombres corresponden a personas vistas aquí, en las prisiones militares. De donde resulta que los mataron aquí, primero, y después los llevaron a Argentina. ¿De acuerdo? No volaba una mosca. Belisario iba de un rostro al siguiente. – ¿Pero, quién va a creer algo así? Porque las aduanas argentinas tendrían que autorizar la entrada de 119 difuntos enviados desde Chile. ¿No les parece mucho? Y enviados, ¿por qué? A alguien se le cayó la cucharilla sobre el plato del postre. – Entonces, si no me engaña la aritmética, no son 119 cadáveres. Son 119 asesinados a un lado de la cordillera más 119 al otro. Se puede decir también que los servicios de policía política argentinos se deshicieron de 119 de sus propios cadáveres cargándoselos a los ultras chilenos sin que nadie se dé cuenta. ¡Hocus pocus! Los hermanos y cuñadas de Belisario tragaban hiel. Echaban miradas negras a don Amado. Este es su hijito preferido, ¡ahí lo tiene! Rodrigo Alcántara se sentía aplastado. ¿Para dónde iban? Ahora mismo, mientras guía, se le tornan inseguras las manos. Está viendo de nuevo a Marcela sentada a la diestra de Belisario mirando a don Amado Concha con un silencio de muerte. En Valdivia habían fusilado a su querido hermano. Sin juicio, sin cargos. Lo detuvieron en Santiago. Por meses y meses no se supo de él. Una mañana, avisaron a la familia desde el Regimiento de Valdivia que podían pasar a retirar el cadáver. Marcela se encontraba en Concepción. Subió al coche y no se detuvo hasta llegar a la casa familiar. Alcanzó a tener el cadáver entre sus brazos y no había forma de separarla. Pasó horas y horas acunándolo, hablándole y llorando. No quería volver a Santiago nunca más. En las soledades del sur sólo Gabriel Araya sabía consolarla. Decían que Marcela sabía, que llegó a averiguar todo sobre la denuncia y arresto de su hermano. En Valdivia aparecieron venidos de Santiago Karl Schlieman, Tomás Pineda y Aníbal Quintana. Pero no fueron al entierro. Cuando quisieron saludar a Marcela se encontraron con una esfinge enlutada y velada. No dijo una palabra, no aceptó ninguna de las manos alargadas. Alcántara mira cuidadoso por el espejo retrovisor antes de cambiar a la pista de su izquierda. Así han actuado estos imbéciles. Asesinos y tarados. ¡Echarse encima una enemiga

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como Marcela! Encendió la radio. Escuchó una conversación a saltos entre el speaker de la emisora y un equipo de transmisión callejera. Mucho ruido de fondo. Voces, disparos, órdenes. ¿Qué ocurría? Uno de los locutores preguntaba a un oficial de carabineros. Éste no quería saber de periodistas. – ¡Perdón, señor, retírese, retírese! ¡Hay peligro aquí! – ¿Cuántos son los asaltantes, oficial? – ¡No sabemos! Tres, cuatro… ¡no sabemos! Por favor, ¡retírese! Ráfagas de metralleta, gritos aproximándose. – ¡Cúbranse, cúbranse! ¡Que se retire esa gente! Señora, ¿quiere que la maten? ¡Retírese, corra! El locutor se dirigía ahora a la central. – ¿Oyó, José Guillermo, oyó? En estos momentos estamos en Avenida Sucre, a un paso de Avenida Holanda… ¡Comienzan otra vez los disparos! ¡Desde el segundo piso, sí, desde el segundo piso de la casa! Están llegando los blindados de Carabineros. No se sabe cuántos son los rehenes en la casa. Los asaltantes entraron disparando. Quizás qué ha ocurrido allí dentro. En el banco asaltado nos informan que dejaron un muerto y dos heridos… Cambió a frecuencia modulada. Mejor música selecta. ¡Si fuera por asaltos a bancos! Ya no interesan. Ex agentes de la DINA, despistados de izquierda, mercenarios sin pega. Atrás quedó el tiempo del toque de queda y los jugosos allanamientos. Del allanamiento militar al saqueo de bancos, supermercados, bencineras. De la política al lumpen. Gangsterismo desatado. Hay que decidirse, disparar al cuerpo. ¡Basura social! Posan de guerrilleros. ¡Al cuerpo! ¡Matarlos sin piedad! ¿Frente Patriótico Manuel Rodríguez? ¿Patriótico? ¡Patrañas! Gangsterismo puro, ¡bala con ellos! Estacionado el coche frente al edificio, Alcántara permanece sentado unos segundos. Sonríe a la música de Frescovaldi. ¡Ésa es música! Suelta el cinturón de seguridad, quita la llave, desconecta la radio. Con el pie izquierdo ya en tierra, mira a la distancia. En su cabeza da vueltas y vueltas el recuerdo de Maggie Silverstein y sus obsesiones asesinas con Joaquín Albornoz. Ahí tendría que investigar el gordo de la brocha gorda. – ¡A ése hay que matarlo! Sujetos como ése tienen que ser borrados del mapa. ¿Serían motivos personales? ¡Anda a saber! ¡Allá aparece otra vez esa belleza! Viene toda de rojo como siempre. Morena, de cuerpo generoso. Busca guerra. Mujeres así ya no se ven. Alcántara levanta la vista hacia las ventanas de su amante. ¿No estará mirando Rosalía? Hay que andarse con cuidado.

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– ¡Viejo verde! ¿A los 60 años viejo verde? ¡Ésa es para tu abuelita! – ¡Viejo verde! ¡Qué cosas no harás en la clínica! – ¿En la clínica? Las pacientes se desnudan y la veo a usted, mi linda, ¡sólo a usted! – ¡Ya te voy a creer! La mujer de rojo se acerca. Sabe que va a pasar sin mirarlo. Como si no existiera. ¡Viejo descarado! Pero bien vestido y el coche no está tan mal. ¡Esta vez lo mira! Aunque arrugando el entrecejo. Hay que andarse con cuidado en estos tiempos. Pero parece O. K., como dice su hijo. Rosalía puede estar atisbando. Viejo lujurioso. Rodrigo Alcántara se apoya contra su coche haciendo sonar las llaves. Éste es de los que esperan que… ¡Albricias! ¡Se vuelve a mirar! Más claro echarle agua. A pesar de todo ese rojo de torera, se ve refinada. Seguro que cobra en dólares. Rosalía aguarda arriba con el whisky on the rocks y todo a punto. Pero, ¡ese culo! “Ven, mi corazón te llama”. ¡Así se luce una hembra de veras! No como esos horrores de hoy, cabezas de piel roja en calzones de boxeador. ¿Y si la alcanza? Me la llevo a la clínica. – La señorita María Angélica Rodríguez. Viene para un chequeo. Si vale la pena, seguimos chequeando. ¡De sólo mirar esas nalgas! Pero el doctor Alcántara se decide por el pasito amaestrado hacia el departamento de su Rosalía. Más vale gallina en mano que pollita volando. Ya está en el ascensor. ¿Qué era lo que pensaba? Las preguntitas del pintor Rivera, ese imbécil. Hurgando en baúles, removiendo tierra. Joaquín Albornoz… ¿Qué se propone? Saca una libretita y anota de un cuanto hay. ¡Si será huevón! – Me propongo llegar a la raíz de este asunto. Anda por las ramas, ¡cualquier día llega a la raíz! Por mí, que llegue, que llegue. No tengo nada que ver. Ni menos con ese Sergio Bahamondes. También pregunta por él. ¡El idiota! – Es sólo por si acaso, doctor. Dada su vieja amistad con don Belisario Concha, quien era, como él mismo se lo habrá dicho, más que amigo de Sergio Bahamondes. ¿Sabe? Se decían los insultos más gruesos esos dos. Pero andaban siempre riéndose y abrazándose. También amaban a la misma mujer, Belinda Ramos… – ¿Belinda Ramos? ¡No puede ser! – Lo que oye. Se lo digo porque lo sé. Y para que vea lo que son las cosas, Belinda Ramos sólo amaba a Joaquín Albornoz. Tal como le digo. Se casó con Sergio Bahamondes sólo por… táctica. ¡Ja, ja, ja! ¿Quien más calificado que usted con sus conocimientos y su

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experiencia para entender de estas cosas? Y este tiempo que le ha tocado… – ¿Este qué? ¿Qué quiere decir, señor? Antonio Rivera no salía de ese tonito humilde, arrastrado que ensayó antes de entrevistarse con “el médico de la DINA”. Sólo quería saber si no tendría el doctor algún recuerdo, aunque fuera un pedacito. Si no oyó una frase o dos, en esos años tan duros, acerca de Sergio Bahamondes o Joaquín Albornoz. – Si oyó algo, lo que sea, de quien sea, un colega, un militar, un paciente… Sé muy bien que usted no estuvo involucrado en nada. Nuestro común y digno amigo don Belisario Concha no quiere oír que se le mezcle a usted en nada. Pero, yo sé que han abusado de usted, de su bondad, su apostolado… su clínica. Es todo un establecimiento… – No voy a permitir… – ¡Por favor, no se ofenda! – En mi clínica… – ¡Pero, si es tan comprensible! Gente que se aprovecha. Años de años de toque de queda. Por las noches… ¿Qué podía saber usted? – Mi querido señor, yo le puedo afirmar que ésas son fábulas. Invenciones de gente resentida. Los envidiosos que nunca faltan. – Esa misma gente pudo… – ¡Qué cosas dice usted! Mire, lo que quiero decirle, usted lo sabe tan bien como yo. He sabido de sus éxitos en Europa. Dígame, pues, si lo mismo no le ocurrió mil veces a usted. Los envidiosos y sus murmuraciones. – Sí, cierto, ¡me pincha usted donde duele, doctor! Seguro que lo calumnian a usted. Ya le dije. La estima de don Belisario es suficiente para mí. Yo sólo quisiera saber si oyó usted algo sobre estos dos amigos. Lo que sea. No importa que piense usted que es falso o que no tiene importancia. Unas cosas se juntan con otras, ¿no es cierto? No soy el ángel vengador, ¡no, mi señor! Sólo quiero saber. Saber y perdonar. Estoy viejo ya. Sólo quisiera morir más tranquilo. Alcántara se sintió tocado. Indudablemente, el gordo pertenecía al grupo de la verdad y el perdón. Sonó el teléfono. – No me pasen llamadas. Estoy muy ocupado.

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Se puso de pie y fue al ventanal donde estuvo unos segundos mirando hacia el jardín. Soltó un hondo suspiro. – ¿Le parece que fumemos? ¿Se sirve un café, un whisky? Se tomó su tiempo y le contó todo lo que sabía de Joaquín Albornoz que no era mucho aunque Antonio Rivera no paraba anotando. La antigua amistad con Joaquín revivió y el pintor lo veía conmovido. Las circunstancias del caso Albornoz apuntaban seriamente hacia Maggie Silverstein y el coronel Ricardo Valdés. Como si la historia, donde la dejara el cabo Fernández, se continuara funestamente. Sobre Sergio Bahamondes, sí, también sabía algo. – Una noche lo trajeron a la clínica. A comienzos de 1977. En la madrugada, aparecieron Valdés y doña Maggie Silverstein. Recién comenzaba con mi clínica y fue la primera vez que los encontré en ésas. Claro, no la última. Lo recuerdo bien. Había mucha presión. Sin darse cuenta, se ponía uno en peligro. Eso sí, hacían nata los que chantajeaban. Sergio Bahamondes, sí. Tuve que mirar para otro lado cuando lo entraron. No tengo que decirle la vergüenza que sentí. Belisario Concha no lo sabe. ¡Ay de mí, si lo supiera! Ya le dije: había mucha presión. Hay todavía. ¡Cuesta vivir! Es la única nube en mi carrera durante la dictadura… En eso iba cuando Antonio Rivera volvió a las andadas. ¡El idiota! – ¿La única? Porque, según he oído… – Espero que siga colando la leche, señor Rivera, mientras no se le cuaje. Ahora, si me perdona, tengo mucho que hacer. Mientras se quitaba el vestón en el vestíbulo le volvía la bilis. ¿Qué busca ése? ¿Qué se propone? ¡Así que quiere morir tranquilo el gordo! Casi me la pega. Ya estoy viendo la inmundicia de reportaje que va a publicar. Bueno, si se atreve con las historias de Maggie Silverstein y Ricardo Valdés valió la pena.

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Había mucho, mucho que decir sobre los exiliados. Pero faltaban bases seguras para decirlo. ¿Cuántos eran? ¿Aumentaban o disminuían con el correr del tiempo? ¿Cuántos eran exiliados auténticos? ¿Dónde estaban los más? El arzobispado llegó a hablar de un millón. ¿Serían tantos? Con el cambio de los puntos de vista, cambiaban los juicios. Por no decir habladurías. Desde la derecha a la izquierda, desde el interior al exterior. Había exiliados al Este y al Oeste, en los países industriales y en los países del Tercer Mundo. Para la derecha, la masa de los exiliados consistía en escapados, aventureros y hasta parias asociales y delincuentes comunes turisteando que era una fiesta. Para la izquierda, eran todos perseguidos políticos que sufrían en países extraños el desarraigo y la discriminación. También, mientras muchos en el interior envidiaban a los exiliados una excelente economía y la siempre romántica experiencia de la cultura europea, no eran menos los exiliados mismos que sólo vivían abandono y miseria en mundos extraños, inhóspitos y hasta enemigos. Sí, nada de simple apreciar la experiencia real del exilio entre tantos dimes y diretes. Algunos, que no demoraban en aclimatarse en otras sociedades, se olvidaban de Chile, “ese país tan importante” – como decía Mireya Gómez en sus años de España – “que podría hundirse entero en el mar sin que nadie se diera cuenta”. Pero abundaban también los reacios, “los chilenos hasta las patas”, que no iban a dejar ni por un queso su plato de cazuela y su caña de vino tinto y para quienes no había en el mundo nada como Chile. Cuando los militares, después de largos años, a regañadientes y no sin antes poner una ley que hiciera borrón y cuenta nueva con sus crímenes, entregaron el gobierno a los civiles, mucha gente se hacía una figura medio mecánica: los exiliados volverían con la misma urgencia con que salieron. Además, todos correrían a recibirlos con los brazos abiertos, a restituirles sus empleos, sus bienes, sus derechos. ¡Dulce ilusión de dulce patria! Porque se mostró que también eran muchos en el interior los que consideraban a los que retornaban como gallinas que volaron chillando a la primera vuelta del tornillo. Si estos cobardes que lo habían pasado lindo en el extranjero mientras sus compatriotas pelaban el ajo y se tragaban su dignidad, si estos señores tan sensibles que se habían llenado de títulos y prestigio y alta cultura pensaban que se les iban a hacer reverencias y ceder los empleos, mejor que hicieran sus maletas de nuevo. ¿Qué decir por fin? Había transcurrido tanto tiempo. Los exiliados volvían canosos,

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calvos, enclenques. Sus hijos hablaban otras lenguas, miraban extrañados. ¿Éste era el país encumbrado a las nubes por sus padres durante años de años? Una noción que también prosperó en esos años fue la de exilio interior. No se sabe quién la concibió, si Astaburuaga, Tironi o alguno de los discípulos que les nacieron en esa época tan difícil de la dictadura militar. Pero a ambos se les oyó lamentarse del exilio interior que padecían, más duro de sobrellevar que el exterior. Como siempre, se hacían chistes con la idea y cuando Evelyn andaba por la casa preguntando por su minino, las hermanas le respondían que recién andaba en el exilio interior y que seguramente había salido al exterior, ¡ja, ja, ja, ja! a hacer sus cosas. Y se contaba que el mismo dictador en una de esas payasadas suyas cuando desayunaba con la prensa se había aplicado la expresión a sí mismo. – “¡El mío sí que es exilio interior! No tengo a dónde ir, como no sea a Paraguay y muchas gracias.” A comienzos de los años 80, cuando empezó a extenderse el rumor del retorno, Pablo Etcheverry paró la oreja. Había que volver a la Patria y trabajar por el derrocamiento del tirano. Sí, pero, ¿de dónde sacar dinero para instalarse con algo? ¿Quién iba a darle trabajo? Sin decir nada de lo que le esperaba al entrar por ese proceso que tenía pendiente con los militares. No, mejor esperar. Marcela Köstner pertenecía a la categoría de exilio voluntario y lo aireaba por Las Tullerías arrastrada por un enorme mastín que había criado para espantar las moscas. Seguía sin soltar a su Spengler. Respingaba entre la decadencia de Occidente y la revolución de color amarillo, negro, cobrizo y ceniciento que iba expandiéndose inexorable por tout Paris, toute la France, toute l’Europe. Mireya Gómez, ex Etcheverry, cumplía sus años de destierro exterior en Madrid. El hijo que dejó en Chile con sus abuelos paternos quizás qué sería a estas alturas. Un Pinochet’s boy con toda seguridad. ¿Y por qué no? El hijo de Marcela Köstner lo era cabalmente y se criaba sin mucha idea de quién era su madre. Como no fuera por las leyendas que todavía circulaban entre los viejos. Como circulaban también sobre la misma Mireya y los demás. La pequeña Lulú viajó un par de veces a Sicilia, de donde pasó a Malta. ¿A qué? No faltaban los mestizos del Tercer Mundo con sus historietas. ¡Si sólo barruntaran lo que hacía en Palermo! Si supieran cómo se saturó en Toledo y cómo estaba hasta la coronilla de El Greco, de sus consunciones, dislocaciones y deformaciones expresivas. En los comienzos, Pablo Etcheverry la acompañó pacientemente y se aguantó sin chistar sus éxtasis ante esos horribles murallones de Ávila y las exclamaciones que soltaba cayendo literalmente de rodillas ante los sombríos y retorcidos altares de Santiago de Compostela. O sea, Pablo Etcheverry estaba hasta la coronilla desde mucho antes que la pequeña Lulú, que se quedaba mirando por horas de horas una maja de Goya más fea que la Venus Gorgona. ¿Qué demonios veía en sus majas y sus muros de Ávila? ¿No se habría casado con una idiota amanerada sin idea de su alma? Viajaban en un coche destartalado, dormían a la orilla de los caminos, comían pan con chorizo y bebían en bota el amargo vino del exilio. ¡Vaya una vida! Años después, Pablo apareció en Italia paseando su exilio exterior con una signorina Rosalinda, dolcissima, bellissima que conocía el país al dedillo y que lucía en la punta del meñique, sin darse cuenta siquiera, lo que no sabían de arte todos los exiliados juntos. Vivieron noches

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apasionadas esos dos. “Junto al Po, junto al Arno, junto al Tíber” como escribía muerto de risa el chileno en sus postales al exilio interior. Discutieron el exilio y el retorno, también, en viejos albergues de baldosa desnuda y baños apestosos frente al Ponte Vecchio. En las madrugadas, Pablo salía a la terraza en calzoncillos, rascándose y bostezando. Miraba allá lejos la esquina famosa donde Dante y Beatriz se encontraron por primera vez y le venían francas ganas de vomitar. En Roma, pasando una tarde por la famosa Vía Veneto se encontró con Belisario Concha y Antonio Rivera. No podía creer. ¿Qué hacía Belisario en Roma? ¿Algún encargo de la DINA? ¿Venía a matar al Papa? Reían y reían palmoteándose. – Enviado especial, sí. Pero de “Industrias del Acero”. Vengo de Frankfurt. Aproveché un hueco para venir a Roma ¡y mira a quién me encuentro! – ¿Y cómo está don Amado? – Así, así… Tiene que reposar. Los años… – Sí, cierto… Cuando se encontraron, Antonio Rivera andaba paseando su exilio con una cámara, una española muy bocona y una billetera muy gorda gracias al batatazo que había dado siguiendo los pasos a Juan Pablo II. En ese mismo momento su reportaje hacía furor en Italia. Fue la primera vez que se oyó a Pablo Etcheverry despotricar contra el exilio. Antonio Rivera no podía creer. ¡De qué se quejaba con esa italiana despampanante! – ¡Me dividieron la vida, los desgraciados! Quería regresar, pero de fuente autorizada le habían informado que los militares y los navales estaban esperándolo con sendos procesos por armas. Rivera tuvo que aguantarse la risa. – ¿Tú, por armas? ¿Qué armas? No sabía, pero le tenían páginas y páginas con todo el detalle. Belisario quiso saber de dónde le llegó la noticia, aunque tampoco creía. – ¡Pero, si todo eso ya prescribió! – Parece que no. – Te digo que sí. ¡Han pasado más de diez años, hombre!

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– Aquí me dicen que en mi caso me siguen juicio igual. – Bien, yo me encargo de averiguar tan pronto esté en Santiago, ¿de acuerdo? – ¿De verdad? – ¿Qué te estoy diciendo? Te envío un cable. – Tengo teléfono. – ¡Perfecto! Averiguaré en Interior y en la Cancillería. Y en Defensa, si es necesario. Tengo amigos ahí. Déjame a mí. A Pablo le venía el alma al cuerpo y abrazaba a Rosalinda que a medias entendía de qué hablaban. Estuvieron en un café hasta la medianoche. Hablaban a gritos y sin parar. Hasta para los italianos parecía demasiado. Pablo y Antonio se palmoteaban por la menor. La dolcissima hacía guiños a Belisario mientras Pablo hacía recuerdos de España muerto de risa. – Te acuerdas del tío ése, Paquito no sé cuánto, el que se creía en la película “Casablanca”. – Sí. Y venía con otro como calcado. – El que miraba como Peter Lorre. – Franco agonizaba. – Pero no se moría nunca. Antonio se vuelve a Belisario entre los gritos y las risotadas. – Una noche, el Paquito no sé cuánto llegó con uno que se las traía. El hijo de puta me golpeaba con los nudillos en el pecho como si fuera una puerta. “¿Qué sois, chileno? Pues, para mí que sois turco”. Daba zancadas que temblaba el piso. Después, fue al grano. “¿Tenéis dólares?” ¡Dólares, figúrate! Antonio le ofreció la cámara. ¡Mi cámara! Le dio vueltas torciendo la jeta. “¡Qué hago yo con esto! ¡Si siquiera fuera japonesa”. ¡El ignorante! ¡Mire, mi reloj es japonés! ¡Si seré bruto! Se fue con el reloj y la cámara. Desde la puerta, Paquito no sé cuánto rugió. “¡Que tenéis veinticuatro horas y a rajarse, Jalisco!” El Peter Lorre hizo como que me daba un combo en la pera y desaparecieron. – ¡Sí, ja, ja, ja! Y el hijo’e perra de Franco agonizaba. – No terminaba nunca el gallego.

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– Castigo de Dios. Antonio bostezaba sin miramientos. Se fue con su española seguido de Belisario que no sabía cómo interpretar los guiños de la italiana. ¿Sería un tic nervioso? ¿O estaría drogada? Una semana después llamaron a Pablo Etcheverry desde la Embajada de Chile en Roma. Había una carta para él. Buenas noticias. Llamó a Antonio con urgencia. Por suerte seguía en el mismo hotel con su española. ¿Podría prestarle dinero para el pasaje? Huyó de Chile con Antonio Rivera. ¡Las que pasaron juntos! Ahora, uno de los dos volvía. Después de las miserias sin nombre en Méjico y España. Trabajaban en lo que caía. Albañilería, conferencias, lavado de platos. Mirando a través del globo brillante de las copas del coñac que debía dejar impolutas para el servicio en ese restaurante madrileño, Pablo recordaba los globos que obsesionaban a Belisario Concha en los años del Pedagógico. Colocaba la copa en la alacena y tomaba la siguiente. Tenía que apurarse. Le quedaba la loza por lavar y el piso por trapear. Salía a las tres de la madrugada. Ya en el cuarto, se estaba largo rato sentado a los pies de la cama mientras subían a lo alto los ronquidos de Mireya. Siempre le venían ganas de grabarlos para que la pequeña Lulú aceptara que roncaba. Hacía más ruido que la mujer del conserje. ¿No serían ronquidos síquicos? Pobre Mireya, ¡cómo decaía! Los padres de Pablo enviaban un cheque de vez en cuando. También los de Mireya. Tuvo que arreglárselas de aseador en dos grandes hoteles. Colgando de un andamio mientras limpiaba ventanas en la estratósfera una vez le vinieron malas tentaciones. ¡Era tanto el desprecio! No, ni siquiera era desprecio. Un pobre infeliz colgando de una tabla restregando ventanas. Las mujeres dentro iban de un cuarto a otro sin mirar. Por ellas ya podía irse a pique y el balde caerle encima. Si no es por Mireya aguardando en la cama muerta de miedo ante un posible cáncer, palabra que se deja caer. Se lo contó a Antonio Rivera aguantándose las lágrimas esa noche de despedida. Rosalinda los miraba con expresión nirvánica. Se les pasó la mano con el whisky. Antonio lo palmoteaba. – ¡Vamos, vamos, ahora ya te vas! Todo eso es historia pasada. Anécdotas del exilio para los nietos. ¿Quién no se vio en las mismas? Los europeos son todos unos hijos de putas. Todos, excepto las damas que nos acompañan. Después, seguidos por Rosalinda que no sabía de su alma y la española gritona y camorrera, caminaban por las costaneras del Tíber. Como si por las del Mapocho. Amanecía ya y gigantescas máquinas barredoras pasaban junto a las aceras zumbando y lanzando agua. Pablo gesticulaba dando tumbos. – ¡Roma sucia, Roma cornuta, putana, asómate a la ventana! Escupía, gritaba. – À rivederci, Roma! Tenía una historia que contarle a Antonio antes de partir.

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– ¿Quién dice que volvamos a vernos, caro mío? Una historia que siempre se guardó como el cobarde que era. –Me da vueltas. Aquí, ¡palabra! Me da vueltas... – Como una fiera en celo. – ¡Ecco! Se mordía los labios, iba hacia el parapeto, le escupía al Tíber y volvía. – Años de años sin decirlo a nadie, ¿entiendes? ¡El cobarde! Pero, ahora que regresaba a Chile se atrevía. – ¡Ya verán los infelices, ya verán! Tartamudeaba, pegaba al aire con los puños, insultaba a los camiones barredores. – ¡Vayan a sacarle la mugre al Vaticano! Antonio, fumando y durmiendo cada dos trancos, sujetaba a Rosalinda que se iba, se iba. La española se levantó echándole garabatos a los barrenderos. Pablo vino gritando hecho un condenado de borracho. Mirada turbia, fiera. – ¿Te acuerdas… te acuerdas de Joaquín Albornoz? Antonio, sí, se acordaba, ¡pero quédate esperando que me voy a acordar! – ¿Joaquín qué? – No… tú… ¡Pero, tendrías que acordarte, carajo! Un reguero de agua le pasó a la altura de las rodillas. – ¡Máquinas desgraciadas, maldita sea! La española sacudiéndose la falda se adelantó a insultar a uno de los chóferes. – Pero, mira… Yo… Te digo que yo…

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Pablo volvía de sus escupitajos al río. Gritó a los cielos. – ¡Me las van a pagar, chuchas de su madre, me las van pagar! Antonio y Rosalinda se daban cabeza con cabeza tratando de encender un pito. Pablo vino con la española. – ¡Salgamos de aquí! – ¿Dijiste Albornoz? – Sí, Joaquín Albornoz. ¡Vámonos! – ¿Uno que andaba con Alcántara? – ¡El mismo! ¿Así que lo conoces? – Conocer, conocer… – Yo… yo tengo que contarte… Es una larga historia… ¡Pobre Joaquín! Lo mató esa puta, la Maggie Silverstein. Pero… ¡va a ver, la desgraciada! Antonio Rivera se sentía cada vez más despierto. Terminaron en un café vecino a Piazza Navona. La italiana, mustia y cenicienta, dormía con la cabeza caída en el hombro de su Paolo. La española no volvía nunca del baño. El cenicero lleno de colillas, las tacillas vacías amontonándose. Con el aire, la luz y la historia de Pablo Etcherry se le evaporaban los flujos a Antonio Rivera. Maggie Silverstein y Ricardo Valdés se turnaban con las drogas y el magneto. – Así que Quintana y Marinovich también. – No sólo ellos. Elisa Bauzá pidió a su padre, el general, que les echara una mano. Lo mismo hacía por su lado Olavarría. – ¡Ésa no me la trago ni con coca, huevón! – ¡Te digo que sí! Era para sacarse el fiambre de encima. Pedían un helicóptero. – O sea que… ¡No, el general Bauzá no!… ¡En ésas no! – Algún lugar arriba, lo más arriba. En el Cajón del Maipo. – ¡Te digo que no!

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– Están todos implicados, coludidos en cadena. Comienza en Roberto Tironi y remata en Maggie Silverstein. La Silverstein dio la orden de matarlo. – ¡No puede ser! ¿Roberto Tironi? Mira, mi amigo… – Me peleé con Mireya por lo mismo. Dice que no, que Roberto Tironi no. Ni Tironi ni Astaburuaga. – ¡Astabu…! ¡Oye viejo!… – Que Elisa Bauzá en absoluto. Dice que me agarró firme la paranoia, que soy un tío sin idea de nada y que mejor me vuelvo a Chile, a un sanatorio, a que me regaloneen mis tías. ¡Ésa sí que sería! ¡La pobre Mireya! La hubieras visto cuando le dio por el cáncer. En Madrid salía de una iglesia para entrar en otra. Y me viene a mí con la paranoia. Ahora anda muy compuesta, muy seria y responsable. Pero yo te digo que todos metieron la mano, todos dieron su empujoncito. Nosotros mismos, tú y yo, para empezar, haciéndonos los tontos lúcidos. – La verdad, viejito… – ¡Y Astaburuaga está metido, juro que está! – ¡Oye, córtala! – Me consta. Le fueron a preguntar de los primeros. Se las daba de inmáculo. Pero cuando se llevaron a su mujer denunció a medio mundo. Primero lo hizo ella, claro. Salió pronto en libertad la primera vez que la detuvieron. Y al día siguiente liquidaron un grupo ultra entero en Viña y otro en Valdivia. ¿Eso no te dice nada? Después fue a la casa de Astaburuaga un oficial. Me consta. Estuvo una tarde entera interrogándolo. Con Tironi fue lo mismo. Herodes mandó a Pilato. A renglón seguido, cayó la DINA sobre la Universidad. ¡Esos dos! El oficial era el mayor Valdés, ¿te acuerdas? Sus fuentes fueron Tironi, Astaburuaga y otros cuyos nombres oculta, él sabrá por qué. Tú estabas en esa lista. Yo también. Y Sergio Bahamondes y Joaquín Albornoz.

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Había dos objetivos: sacar las armas y sacar el dinero. De las reparticiones públicas salían en bolsones y paquetes. Nadie sabía qué iba a ocurrir. De todos modos, la existencia de tanto dinero en las cajas fuertes no se podía explicar. Mucho menos las armas en poder del personal. Como hormigas solitarias, con lentes oscuros y cuellos subidos, secretarias, porteros, ascensoristas se dispersaban a toda hora en taxis, camionetas, microbuses en todas las direcciones de la ciudad. Había que sacar las armas y el dinero, depositarlos en lugares remotos y clandestinos. En éstos, de vez en cuando, aparecían señores estirados venidos de industrias y distribuidoras intervenidas por el gobierno popular. Traían el dinero en cajas fuertes portátiles. Pesos y dólares. No se les veía asustados. Hasta exigían recibo. Agregaban a veces algunas metralletas y granadas de mano que portaban en el maletero del coche. Como llegaban desaparecían. Nadie quería papas calientes en su casa. ¡En cualquier momento aparecían los piquetes de allanamiento y a la cárcel! El dinero y las armas así acumulados pasaban a un segundo destino del todo desconocido. Los sacaban en coches y furgones. A semanas del golpe, todavía entraban en los edificios de la administración pública misteriosas damas con amplios vestidos y enormes pelucas. Pasaban de una oficina a otra saludando como Pedro por su casa. Tenían llaves de todo. Abrían puertas, cajones, cajas fuertes. Salían con la lengua afuera acarreando enormes bolsas de playa. Los guardias y porteros hacían la vista gorda. De allí, las señoras, ahora enormes asnos de carga, se metían a empellones en sus coches y corrían a sus casas entre muertas de risa y de pavor. Algunas guardaban una buena parte del dinero para “imprevistos”. Otras, sin pensarlo dos veces, depositaban todo en las cuentas de sus tías y abuelitos o compraban dólares, joyas, acciones. ¿Las armas? ¡No, por Dios, nada con armas! Iban al cementerio de amplio y riguroso luto y metían un saco de metralletas en el primer nicho vacío. O en la Catedral, dentro de un confesionario. Se encontraron metralletas, revólveres y pistolas hasta bajo las polleras de María Santísima en la Catedral y debajo del colchón de Santa Filomena en Recoleta. Muchas señoras seguían al pie de la letra instrucciones que ellas mismas se daban y lanzaban bolsones con paquetes de dinamita al fondo del jardín de un militar retirado o de alguna beata pro-junta. Mireya Gómez, la muy burra, ofreció como casa de seguridad un chalet que sus padres tenían medio abandonado en Puente Alto. Cuando Pablo Etcheverry se hizo presente en el lugar habían pasado unos quince días desde el golpe militar. Casi se cayó sentado de la impresión. Había cajas hasta el techo, de todos los portes. Metralletas, granadas, de un cuanto hay. El dinero lo habían tirado a la buena de Dios. Montones de fajos sobre las mesas, camas,

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aparadores. Se asustó de verdad. ¿Qué harían ante un allanamiento? Hasta llegó a pensar en echar bencina a todo y poner fuego a la casa. De armas no quería oír nadie. De dinero sí, ¡pero no tanto! Antonio también tenía en su casa montones de dinero y un arsenal nada despreciable de armas cortas que misteriosos agentes le habían remitido desde Alemania Oriental vía Cuba. Al comienzo, creyó que podría distribuirlas sin problemas. Pronto descubrió que no había caso y que estaba bajo estrecha vigilancia, sin contar con que el entusiasmo por la confrontación armada más parecía cuento que realidad. Empezó a preocuparse. Una noche, media docena de tipos enmascarados rodearon su bungalow en Avenida Colón. Irrumpieron como pieles rojas. – Compañero, venimos en misión de alivio. No dejaron ni un cartucho. Cuando se iban, hubo un tumulto en la puerta. Cuchicheos, encontrones. Oyó clarito un “¡Mejor matémoslo!” Después, uno soltó la carcajada y ya más lejos oyó todavía “¡Ja, ja, ja! ¡Seguro que se cagó en los pantalones!” Hubiera jurado que era el “cucho” Pineda, el capo de “Patria y Progreso”. ¿Cuántas veces no soportó esa risa odiosa por la radio? O sea que… ¡No, no podía ser! De pronto, sí podía ser, porque volvían. ¡Ahora sí que lo mataban! – ¡Vaya, que torpes somos, compañero! ¡Olvidábamos la pasta! Otro lo apuró con la culata por las costillas. – ¿Dónde, diga? Los guió al cuarto de su asistente del hogar que tiritaba en la cama. Abrió el closet. – Ahí… en el rincón. – ¿Lindo escondite en la pieza de la …nana, eh? Dos cajas enormes, hasta el tope de billetes en resmas. Nuevitos. Dos o tres días después, Antonio se encontraba con Mireya y Pablo en un café del centro. Había que andarse con mucho cuidado. Salieron separados y subieron por Alameda. Se juntaron en el hall de la Universidad Católica. La boca del lobo. Allí intercambiaron novedades simulando que Antonio les leía la prensa. Mireya miraba aterrada a Pablo mientras Antonio les refería lo de su allanamiento. – Actúan como si fueran de los nuestros. Con pelos y señales. Pablo estaba blanco. ¡Qué diablos ocurría! En Puente Alto había pasado lo mismo. – En grupo. Un jeep y una camioneta. Al tanto de todo. Los accesos, las armas y el

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dinero. Operación relámpago. Encañonaron a los tres que había a cargo. El resto comenzó el acarreo. No dijeron sílaba ni dejaron nada. También enmascarados. Pablo quería agregar algo. Miraba a Mireya. Antonio adivinó. – ¿Mucho dinero? – ¡Montañas! La rabia… la rabia es que se llevaron los dólares también. Son contados los que sabían. Nosotros mismos no teníamos idea. Fueron derecho a un almácigo al fondo del patio. ¡Cavaron y listo! – ¡Casi diez millones de dólares! – Bueno, eso dicen… Antonio abrió la boca… ¡Diez millones de dólares! Prefirió guardarse el resentimiento y los mil pensamientos malos que le vinieron. ¡Diez millones de dólares y él en ayunas! Casi le salió a gritos. – ¡Son de Patria y Progreso! – ¡No creo! – Los compañeros no fueron maltratados. – Ni siquiera los amarraron. – Cierto que llevaban capuchones… – ¡Diez millones de dólares!… – ¿Qué piensas tú? – Si no son de Patria y Progreso, ¡robo y traición! – ¡No puede ser! – ¡Cómo que no puede! Por diez millones de dólares hasta el Papa vende a su madre. – ¿Para qué iban a armar todo ese teatro? Podían apropiárselos limpiamente. – Oye, viejo, no me vas a decir que tú… ¡Ubícate, viejo!

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Recién afeitado de su barba, a Antonio Rivera se le notaba a la legua la cara de revolucionario. Y la de echarse a llorar. ¡Diez millones de dólares! Volvió a tropezar con los diez millones cuando visitó a Mireya Gómez en 1990. La pequeña Lulú, avejentada que era una pena, había vuelto hacía años del exilio exterior al interior. Según ella, la historia de los dólares tenía mucho que ver con la de Joaquín Albornoz. Pero, más parecía leyenda. Y fábula al final. Algunos inteligentes decían que tomó cuerpo y circuló rápidamente porque se prestaba para escurrir dinero con cargo a la ultra izquierda. Donde faltaban dólares se cargaban a la cuenta de esos diez millones formados con los mil asaltos de esos forajidos. ¡Los cuentos que no corrían en ese tiempo! Muy difícil distinguir los dólares robados aquí de los dólares robados un poquito más allá. Se robaban todos al vuelo. De ladrón a ladrón. Hacía ocho o nueve años que no veía a Mireya. Desde los comienzos negros de los ochenta. Ahora le llevaba saludos de Pablo Etcheverry a pesar de que el caballero vivía a un paso con su italiana, en una casita muy idílica construida al fondo de la casa-quinta de sus padres en Eleodoro Yáñez. Había instalado un negocio de venta de coches en Avenida Los Leones. La cosa iba bien y ya pensaba en una sucursal en Concepción. En este país las estaban dando. Mireya Gómez no hizo nada por ocultar un gesto de desdén al oír los saludos de Pablo Etcheverry. Sí, ya tenía noticias del gran mercader, sentado a la entrada de su tienda, fumando, ¡ja, ja, ja! – Mirando las yeguas que pasan por la vereda mientras aguarda clientes. Antonio apenas sonreía. ¿Tan frívola se había puesto? Estuvo mirándola y calculando. ¿Habría vuelto la curva postrera de los cincuenta? Se veía casi igual de vieja que la madre que se sentó a escuchar en el oscuro salón como una pieza más del amoblado. Mireya fumaba, carraspeaba. Una vieja y horrible Bette Davis. Autoritaria, atrabiliaria, vetusta. No quería recordar estúpidas bohemias madrileñas ni menos leyendas del pasado que bien enterradas estaban. ¡Vida sin significado, vida de idiotas! ¡Cuánta razón tenía Belisario Concha! Se la farrearon de tontera en tontera. Salían de una para entrar en otra. Pero, ¡no más con ella! ¡Nunca más! El muro de Berlín había caído y hacían nata los cínicos que compraban los ladrillos para tenerlos de ceniceros en el salón. ¡Qué cierto! De una idiotez a otra. – Bah, si fuera por exportación de asnos seríamos number one. ¡Pero basta, basta de tonterías! Su sólo interés en la hora presente eran las hortensias, los jazmines y los magnolios en el jardín. Había mucho que hacer por las plantas abandonadas durante años de años. Miró hacia el rincón donde se encontraba su madre. Ni muestras de haber oído una sílaba la vieja señora. Sí, también, los geranios y las azucenas en la casona de Puente Alto. Eso sí que importaba. Eso y la poesía de Neruda, claro, que ya era tiempo de estudiarla en serio, sacarla de las garras de esos viejos charlatanes ignorantes del Partido Comunista.

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– Por no decir viejas. Brotan como carne de perro las tontas dogmáticas. Hay que desinfectarlo todo, arrancar la mala hierba. ¿Qué cosas preguntaba Antonio? ¿A qué vino? – ¡Ah, en ésas andas! ¡Tú estás loco! Esas cosas no se desentierran más. Tierra sobre tierra y sobre tierra. Te lo digo yo que también tuve mi ración. No pienses que no. ¡Esos verdugos hijos de perra! No, no creía una pizca de las historias de Pablo sobre Joaquín Alcántara… ¡No, no! Claro, Albornoz, sí. Es que siempre los confundí. Eran médicos los dos y vinieron al mismo tiempo al Pedagógico. Además de que andaban con las mismas tonteras. Insistía que no, que no creía nada de esos cuentos. Historias, historietas, el musgo del exilio. – Cuando respiras por la herida… ¿Quién mejor que tú para comprenderlo, eh? Cuando respiras por la herida te aferras a cualquier patraña. Supongo que se trata de una película. ¿O andas en busca de la verdad y la justicia? ¡Ésa sí que sería! Estos son tiempos de perdón, mi amigo. Reconciliación: Perdón y cuenta nueva. Pregúntale al primer beato que encuentres. Ahora hacen nata. No sé de dónde salieron tantos. Antonio recibió sin darse cuenta la tacita de té que le alargó una vieja empleada de cabellos blancos y toda dolores desde las sienes a los tobillos. Estaba absorto. No en lo que oía, sino en el dedito pedagógico que Mireya movía igual que en los viejos tiempos. Por un momento, vio el dedito como lo único que quedaba de Mireya, como un gusanito retorciéndose en el vacío. En todo lo demás, Mireya era una anciana, un algo en otra esfera vital, gemela exacta de su señora madre. Hablaba y hablaba. Fumaba, sentenciaba, carraspeaba. – Las cosas que importan, las cosas que importan realmente son las que realmente importan. Los magnolios en el jardín, el perfume de los jazmines, el eterno retorno. La sola forma de residencia en la tierra... – Es tiempo de ponernos serios, de tomar las cosas en serio, en su realidad de tales, en lo que importan, en lo que son y devienen. Tenía que andarse con cuidado con la tacita de té, que no le viniera la carcajada y ¡adiós visita! Son y devienen las cosas, son y devienen. Esta vieja no tenía remedio. Era y devenía. – ¿Joaquín Alcántara? ¡No! ¡Entendido! Quiero decir Joaquín… Joaquín… Siempre los confundí, andaban siempre juntos. Después se separaron. ¿Por qué? Asunto de principios, decía Pablo. Según Roberto Tironi, provenían de diferentes milenios, tú sabes, Roberto Tironi, ¡ja, ja, ja! Recuerdo a ese Joaquín Alcán… Al… Albornoz. Lo invitamos una vez a cenar. Sí, era él, no el otro. El otro, ¡no pienses que me olvide del otro! Ése sí que… En fin, que lo

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invitamos a cenar como te digo a Joaquín Albornoz. Año 68… ¡no, 69! ¡Qué importa el año! Déjame recordar. ¿Éramos, cuántos? No cabían más de doce en ese comedor que teníamos… ¿en Dublé Almeyda? Sí, ahí era. ¡Dios, en qué estrecheces vivíamos! Casi como en Madrid. Déjame recordar. Estaban allí, primero, los grandes del reino. Domingo Astaburuaga, Gabriel Araya, Marcela Köstner y Roberto Tironi que ya comenzaba a sacudir sus paradojas en la coctelera del buen tuntún, ¡ja, ja, ja! ¡El palabrero! ¡Cobarde y palabrero! Ambiguo como él solo. Estaba también Gabriela, la mujer de Astaburuaga, que después… Pero, ¡qué te voy a contar a ti! ¿Se avivó la señora, eh? Pero, ¡quién no se avivó! Todos, y se siguen avivando. Tal como… Mejor no hablemos. – El eterno retorno… – Sí, claro. – …y la residencia en la tierra… – Bueno, sí también. Sí, claro… pero ésa sí que se fue de la lengua, ¡la Gabrielita! – ¿Cómo, ella? – La mujercita de Astaburuaga, propiamente tal. ¡Quizás cuántos cayeron! ¿La violarían? ¡No, qué esperanza! Arrancó a Estados Unidos. Se hacía la mártir de la democracia. ¡La soplona! Ahora anda otra vez como si nada, organizando foros, recitales. ¿Qué edad tendrá ese dinosaurio? Acarrea la cultura por camionadas. Administra las ediciones de Neruda, maneja todas las platas culturales del partido. Sabe al tiro dónde están los pesos. Llega corriendo. Give me, give me, give me! Yo no sé cuándo se muere, cómo no se muere. Tendrían que haberla enterrado hace siglos. Al lado de su Chumingo, como le decía Marcela Köstner a Astaburuaga, ¡ja, ja, ja! – Chumingo Astacuándo. – ¿Y no es la santa verdad? El hombre sigue ahí, donde mismo, repitiendo y repitiendo las mismas leseras. ¡Hasta cuándo, Dios de los Cielos! ¿Te acuerdas? No, ¿qué te vas a acordar tú? Eras de los de fuera, tú, de los no iniciados, los exotéricos. Marcela no lo podía ver. Nunca se supo bien por qué. Tampoco a esa Gabriela. Tampoco a ti, para redondear. No sé que le diste que ahora te quiere tanto. Pero, ¡con Gabriela! La desgraciada entregó a la DINA la célula ultra izquierdista en que militaba un hermano suyo. En Valdivia. ¡Figúrate! La pobre Marcela con su hermano del alma, cadáver en sus brazos. Pero, tú sabrás todo. ¿Estuviste con ella en París, no? Y ahora te ves a cada rato con Belisario Concha. El tercer átomo, ja, ja, ja, ¿te acuerdas? No, tú llegaste de fuera. La molécule licencieuse. Gabriel-Marcela-Belisario. Ésa era de Elisa Bauzá, experta en sobrenombres. ¿Es cierto que está hecha un mastodonte? Marcela, quiero decir. A propósito, Elisa Bauzá estaba también en esa comida que te digo. Con su marido. El de entonces, no el de después, ¡ja, ja, ja! – Don Octavio Olavarría Echeñique, varón de armas tomar.

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– Claro. Fue entonces que supimos del sujeto por primera vez. Y fue entonces que reparamos en que existía Joaquín Alcántara, ¡quiero decir Albornoz! Fue cuando Tironi le dijo que se fuera con su… con su… Alguna tontería decía Albornoz que sacó de sus casillas a Roberto Tironi. Lo mandó a freír monos en asamblea plena. ¡Fue un bochorno! Me acuerdo por eso, el mal rato. Por ese entonces tenía sus agallas bien puestas Roberto Tironi. Sus cojones como dicen en Madrid, ¡ja, ja, ja! Se enojaba que daba miedo a la primera seña de politización de la Universidad. La ultra izquierda se metía a intrusear en la Fenomenología del Espíritu, figúrate. Hegel se encontraba superado en las Obras Completas de Ché Guevara, ¡ja, ja, ja! A Roberto Tironi se le derretía el hígado. A Pablo se le ocurrió invitar a ese Joaquín Al… bornoz. A esa comida que te cuento. ¡El bruto! Tenía que producirse el encontrón. Pablo te puede referir los detalles. En lengua piedragógica, la lingua franca de esos años en que el mundo era el Pedagógico y viceversa. Mejor anda a ver a Elisa Bauzá. Que te cuente ella. Conoce todas las versiones de todas las historias. – ¿Me recibirá? ¿No estaré sarnoso todavía? – Va a sentirse feliz. No tiene nada que ver, pero se las sabe todas. ¿Te acuerdas? De un día para otro dejó a Octavio Olavarría. ¡No, de qué vas a acordarte tú! Llegaste de fuera, tú. Tironi la raptó. ¡Ése sí que fue escándalo! Un día apareció la mujer legítima de Tironi en las puertas del Pedagógico. Con sus no sé cuántos hijos. Se sentó en la escalinata de la entrada y se puso a tejer. ¡Qué cosa increíble! Sólo un Tironi se merece un ridículo de ese porte. Todavía me ahogo con la risa que me viene cuando me acuerdo. – Pero formaron una buena pareja… – No sé. Pregúntale a Elisa si vas. También puedes ir donde su padre, el general. En su casa se reunían a veces los de Patria y Progreso. ¡Ése sí que sabe, el general Bauzá! La tenía al tanto a Elisa de lo que tramaba Octavio Olavarría. ¡Ja, ja, ja! El ex sólo soñaba con dos cosas: Recobrarla a ella, su Helena, y hacer salchichas con París Tironi. Ella misma me lo contó. ¡Qué de cosas, Dios santo! ¡Figúrate! La guerra de Troya con asedios nocturnos y tipos encapuchados. La veo a veces, a Elisa. Pero anda a visitarla tú, va a estar encantada. Ahora se les fue a muchos la suspicacia. Con la reconciliación, los beatos y los maricuecas. También tu hermano se reconcilió, ¿ves? Hace unos días escuché sus sermones por la televisión. Muy edificante. Pero anda, anda a ver a Elisa Bauzá. Siempre le encantaron las intrigas. Tonta no es y sabe mucho de las cosas que andas indagando. Te va a contar todo con mil detalles. No sé, eso sí, cuánto hay de verdad. No hay manera de relacionar unas con otras las cosas que cuenta. Pero, tú verás. Cada uno con su propia versión. No hay de dónde aferrarse. Por ejemplo, he oído que fue la primera vez que arrestaron a ese Joaquín Alcántara, quiero decir Albornoz, que lo mataron. Que iba en lista con otros nueve que mataron en el Regimiento Tacna. Otros dicen que no, que cómo podría ser, que había muchos testigos cuando Maggie Silverstein lo entregó en la Escuela de Medicina. Por eso lo soltaron. Y cuando lo arrestaron por segunda vez estaban presentes los padres y la hermana… Antonio Rivera soltó una exclamación. La madre de Mireya se estremeció pensando que se le había dado vuelta encima la taza de té. Hasta la vieja servidora asomó a la entrada del salón.

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– ¿La hermana? ¿Una hermana de Joaquín Albornoz? Pero… Nadie me habló nunca de una hermana… – Bueno, eso cuenta Elisa Bauzá. Y tiene que haber sido una belleza en esos años. Muchos aseguran que fue por ella y no por exponer a Maggie Silverstein que el hermano se salvó la primera vez en el Regimiento Tacna. Porque el capitán Arturo Rodríguez la adoraba con toda su alma. Era compañera de curso de la hermana del capitán, en el Liceo N° 7. Dicen que una vez la encontró en su casa preparando las tareas con su hermana y quedó que no le salía el habla. Después, no perdía oportunidad de verla cuando venía a estudiar con su hermana. Amor silencioso, amor profundo. Cuando se cruzaba en casa con ella, nunca le salía el habla al capitán Rodríguez. Ni que estuviera ante la Virgen del Carmen, patrona del Ejército, ¡ja, ja, ja! No sé cómo averiguó que el hermano estaba en el Tacna. Elisa Bauzá lo sabrá. El capitán se puso en movimiento. No iba a permitir que mataran al hermano de ese ángel del cielo. Corrió al Tacna y el capitán a cargo de los detenidos resultó compañero suyo de promoción. Le dijo que sí, que el hombre estaba en el grupo y le hizo con el índice el gesto a través de la garganta. Tampoco sé el detalle de la historia en el Tacna, pero a los pocos días el capitán Rodríguez bajaba de su jeep en Lo Barnechea, en casa de los padres de su adorada. Le dijo a su madre que no se preocupara, que en persona sacó a su hijo del Tacna por la noche, que en persona lo dejó en Los Andes, en el bus a Mendoza y que en cualquier momento telefoneaba. La madre lloraba sin saber qué decir y el padre agradecido palmoteaba a un hombre que haría lo que fuera por el amor de su vida. Y Elisa cuenta que se produjo una escena de película cuando desde dentro de la casa vino hacia él ese ángel, la hermana de Joaquín… – ¿Cómo se llama? – Déjame recordar… Teresa, sí, Teresa Alcántara. – No vas a terminar nunca de confundirte. – Albornoz, claro. Pero que te cuente Elisa. Yo no me aguanto las lágrimas. Además que… Otros dicen… Pero, que te cuente Elisa. Llámala. Habla con ella. A solas, no con Tironi. Tú sabes que con ése nadie sabe. ¡Justo también! Porque muchos dicen que fue Tironi el que entregó a Joaquín Alcántara la segunda vez. Y que entregó a Sergio Bahamondes también. Pero yo no lo creo. Demasiado para Tironi. Pero igual lo dicen. Hasta aseguran, cosa que tampoco creo, que fue el grupo de Joaquín Al… Albornoz el que allanó la casa del partido en Puente Alto. ¿Te acuerdas de los diez millones de dólares? Dicen que fue por ese dinero que lo detuvieron la segunda vez. La Maggie Silverstein y el mayor Valdés corrían como perros muertos de hambre, ¡ja, ja, ja! ¿Dónde estaban los diez millones, dónde estaban los diez millones? A los de Patria y Progreso y a esa basura pomposa de Aníbal Quintana les caía la baba. Hasta al padre de Elisa, quién lo creyera. Todos corriendo detrás de los diez millones. Así cayeron sobre Joaquín Al… bornoz. ¿Quién los puso en la pista? Pablo dice que fue Tironi, que escuchó las confidencias de un alumno que habían expulsado de la Escuela de Derecho y estaba dispuesto a todo porque lo readmitieran. O sea que Tironi también quería su parte. Pero estos son rumores. Tironi es una basura, de acuerdo, pero no de esa especie. Menos Astaburuaga, del que también se murmura. Pero esa historia de los diez millones de

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dólares, por increíble que parezca y yo misma que estuve allí cuando cavaron la crea cada vez menos, explica muchas cosas. Mucha plata diez millones de dólares. Joaquín no iba a soltar prenda. Así se entiende que lo torturaran y volvieran a torturar por tan largo tiempo. Pero hay una explicación muy distinta. Dicen que vio fusilar a varios de los que estaban con él cuando lo detuvieron la primera vez y cuyos nombres aparecieron después en esa lista de 119 que publicaron en Brasil. Cuentan que vio a Maggie Silverstein y Ricardo Valdés matando gente con sus propias manos. Así se entiende que lo volvieran a arrestar cuando estalló el escándalo de los 119 y que lo “desaparecieran” como dicen ahora en lugar de “asesinar”, los hijos de puta.

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Domingo Astaburuaga no cabía en sí de satisfacción. Dos antiguos discípulos, dos destacados representantes de la pléyade de una gran época pasada, honraban su casa visitándolo. La iluminaban. Sí, los recordaba distintamente, ¿cómo no? Un poquitín canosos, obviamente, ¿pero qué es el tiempo? El no olvidaba un rostro, no señor. Menos una expresión. Singularidad de singularidades, la expresión. Un rostro distinguido, una mirada alerta en que fulgura la intuición, el rayo de la penetración exhaustiva. No, no es frívola adulación. Ah, esos años, esa generación espontánea, milagrosa. Años cincuenta, años sesenta. Dos décadas de sucesión ininterrumpida de talentos. – Una fuente generosa que se agotó de pronto y nunca más resurgió. Estuvo por largos segundos mirando hacia la cordillera nevada. Buscaba la causa, la razón de este agotamiento súbito. Por esa sonrisa irónica y piadosa que le nacía bajo la amplia frente desmantelada y pálida, se adivinaba que lo sabía todo por más que no dijera nada. Digan lo que digan, gran hombre a vista de ojos. Belisario Concha y Pablo Etcheverry exclamaron “¡Café, por favor!” casi al mismo tiempo cuando una empleada tipo teleserie vino a preguntar qué servía a los señores. Domingo Astaburuaga sabía perfectamente a quienes tenía delante, hundidos en el viejo sofá que enfrentaba el desvencijado escritorio. Al copropietario de “Industrias del Acero” y al representante en Chile de “Importadoras de Automóviles S. A.” ¿Cuál será la razón de su visita? ¿O vienen a verlo por su linda cara? Su primer movimiento fue el rutinario: Parapetarse tras una o dos citas de Marx, Goethe, o el Evangelio, según fuera el caso. Engolaba la voz, que nunca falla, y dejaba que le cayera el rostro en piadosa resignación. “Nunca se está tan mal que no se pueda estar peor” era una de sus frases favoritas. “Mi alma está triste hasta la muerte”, otra. Por tácticas así, Belisario Concha recordaba que Sergio Bahamondes, con el beneplácito alegre de Marcela, lo llamaba “El Cogotero Solitario”. Parecía empezar a decir algo en su mejor estilo, pero Pablo Etcheverry se le adelantó sin saber exactamente por qué con “los pensamientos siempre ya pensados, pero que importa siempre volver a pensar”. De una tirada y como en una ronda. – Oh, sí, Eclesiastés al revés. Goethe. Siempre he dicho…

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Belisario recorría lomo con lomo el estudio estrecho cercado de viejos estantes cargados de sabiduría leída y vuelta a leer. Sin atender a lo que decía Astaburuaga, dijo a Pablo. – La sabiduría gusta del encierro. Y éste casi automáticamente agregó. – Y el carácter repudia el torrente mundanal… Perdón, ¿dije una estupidez? Domingo Astaburuaga sonrió. El magnate del acero y el sheik de la Fiat venían concertados. Miró a uno y otro, divertido. ¿Así que el torrente? ¿Se podría saber cuál torrente? – Palmario, pero en el torrente del mundo se forma el carácter. Siempre he dicho: hay exilio externo y exilio interno. La adversidad… Ya decían los romanos: Los grandes caracteres se templan en la adversidad… – Cierto. ¡Y mueren en la soledad!… ¿Qué fue eso? ¿Qué se trae el sujeto? ¿Impertinencias tenemos? Belisario echó la cabeza atrás riendo de la salida de Pablo. Entró la empleada y sirvió las tacitas de café. Pablo Etcheverry no pudo resistir su parte de cultura culovisión y le caló el trasero mirando de reojo a Astaburuaga. Belisario carraspeó. Traía saludos de un amigo del profesor. Uno que en Europa había desatado una tempestad revelando los flirteos de un famoso pensador alemán con el movimiento nazi. ¿Saludos? Astaburuaga no creía recordar a nadie con tales antecedentes. De todos modos, en filosofía, mis señores… – ¿…qué cuentan las contingencias políticas? En estos tiempos mismos de reconciliación… entre nosotros… – Cierto, sin embargo… – Excúseme, pero pienso que aquí no valen los “sin embargo”. Siempre he dicho… Pablo Etcheverry recurrió al café para tragarse la que le salía. Batía la alfombra con el zapato derecho. Astaburuaga anotó mentalmente averiguar si escribió algo sobre los tipos explosivos. Porque de haberlos, los hay, ja, ja. De pronto y sin saber muy bien por qué Pablo Etcheverry se puso a hablar de España. De un salto estaba nostálgico, a punto de los sollozos. Típico. Astaburuaga comenzó a tantear por cigarrillos. Si el señor Etcheverry se caldeaba fácil, bien que se caldeara. Si es por caldearse… ¿Fumaba o sería darles mucha larga? – ¡Los seres queridos!… ¿Y eso qué tiene que ver? Seres queridos… Ah, sí, seres desaparecidos. ¡Ésas tenemos!

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Pero a Pablo Etcheverry se le fue la onda. O la dejó flotando. Ahora, sonreía a un recuerdo. – Recuerdo un mediodía en Costa del Sol… Había un señor… Pablo afirmaba que su anécdota ilustraba una idea del profesor Astaburuaga. – Una vieja idea suya, profesor. El cigarrillo le dulcificaba el humor a Astaburuaga. ¿Una vieja idea mía? ¿Cuál sería? – Fue en un pueblito de pescadores. Entre turistas y fritangas… ¡Cómo se hubiera reído usted! Belisario jugaba con la taza vacía. Con el pulgar la empujaba por el asa, con el meñique la volvía atrás. ¿Para dónde iba Pablo? Éste, levantándose, ponía su tacita al borde del escritorio y se acercaba a mirar por una de las ventanas mientras comenzaba su historia. Domingo Astaburuaga percibió claramente que se reía en sus adentros mientras hablaba mirando hacia la cordillera. Astaburuaga era único en ver cosas que sólo él veía. ¡A Astaburuaga con argucias psicológicas! – Almorzábamos con un grupo de amigos en uno de esos restaurantes que se abren a la playa. Apareció un tipo entre piel roja y diaguita. Se puso a tocar la guitarra. En una mesa, solo, un gringo americano entre borracho y dormido, alzó la cabeza. Gordo el gringo, y sucio. Un cerdo mojado en sudor, pecoso, tostado de sol. Y seguro de sí en este mundo creado por Dios para los gringos. Pablo se volvió a mirar a Belisario; y Astaburuaga, en el ir y venir de las miradas, vio, como veía el fósforo que acababa de arrojar al cenicero, que para esos dos no era más que un pobre viejo decrépito, sin un pito que tocar en el mundo. Sonrió aprobatorio. Justo en línea con su antropología hispanoamericana de los gringos se puso a martillar la mesa con el vaso. El mozo vino al trote a echarle más whisky. Belisario estiró las piernas y se acomodó en el rincón del sofá. El comentario le brotó espontáneo. – Dólares son amores, que no buenas razones. – Le pedí al de la guitarra que tocara un vals peruano. – ¿Peruano? – Sí, quería oír un vals peruano. Pero el gringo…

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– …quería oír un tango argentino. – ¿Cómo lo supiste? Astaburuaga vuelve a sonreír. Vienen de acuerdo, sin duda, pero no entiende ¿a qué? Deben tenerlo por pelota de ping pong. – El de la guitarra me hizo un gesto hacia el gringo que decía: lo siento, precedencia. – Los dólares primero. – Y se acercó a la mesa del gringo el chileno, dándole a la guitarra. – ¿No era peruano? – No, chileno exiliado. Andan por todo el mundo, cantándoles cumbias a los japoneses, cuecas a los lapones. – Y lavándoles el W. C. en el tiempo libre. – ¡Muy cierto! Pero, déjame que cuente del chileno, el gringo y el tango que el gringo le pidió al chileno. Aquí es donde entra por cien rendijas esa idea suya, profesor. El gringo sonreía adormeciéndose, tarareando, chupando un puro más asqueroso que una teta de burra. Un cerdo, sí, señor, un cerdo repugnante y dueño del mundo. ¡Oh, habría que molerlos a patadas! Astaburuaga chasqueó que se notara. ¿Dónde estaba por fin esa vieja idea suya? ¿En el habano del gringo? Belisario Concha seguía sin adivinar para dónde iba Pablo. ¿A qué habían venido? ¿A indagar sobre Sergio Bahamondes o a filosofar sobre el tango? Domingo Astaburuaga, contemplando el fastidio en el rostro de Belisario Concha, se preguntó si el magnate del acero llevaba una pistola en lugar de la billetera. Pablo se aventuraba en un mar de ideas amplias, muy amplias. Tal como las que hacían reír a Atilio Valenzuela. ¡La soledad, el abandono, la impunidad! Astaburuaga sujetó apenas la risa. Mejor no lo hiciera. Pablo estaba mirándolo con… ¿desprecio? Comenzaba a oscurecer y Astaburuaga consideró el pisapapeles. También en Chile aparecen de vez en cuando tipos dostoyeskanos. Pablo volvió a la ventana. A través del vidrio, escrutaba en el cielo oscurecido. Se volvió moviendo la cabeza. – ¡Dios santo, qué siglo de verdadera porquería! Asco de gringo restregando sus sandalias en el suelo de maicillo. Centurión romano jubilado, en Costa del Sol. Frente a él guitarrea y canta el indiecito chileno. Más exiliado y botado que un choro en la Pampa del Tamarugal. Por la gran… Pablo Etcheverry está cambiando de cuerda. De aguda a ronca. De chilenito a chilenazo. Astaburuaga se siente sudando a la letra. ¿Qué está pasando con éstos? ¿Por qué no

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se van? Pablo se acerca al escritorio sonriendo pero con muecas de acidez estomacal. – La canción… el tango… Trataba de un gaucho carretero. ¿Se da cuenta, profesor? La pampa, el paisaje árido, infinito. Me sentí metido en esas páginas suyas pobladas de pirámides descalabradas, pumas angurrientos y culebrones sin denominación. Camina por las huellas de la pampa el gaucho junto a la carreta. Camina cantando. Canta una estupidez después de la otra: Porque no engraso los ejes me llaman abandonao. A mí me gusta que suenen. ¿Pa’ qué los quiero engrasao? Es demasiao aburrío seguir y seguir la huella, andar por esos caminos sin naiden que lo entretenga. Como ve, a mí también me gusta el tango. Mejor dicho, me zumba y no hay remedio. Me parece que hasta existen ingenios que sacan de estas cosas cosmovisiones y patafísicas. Domingo Astaburuaga cruza sus manos sobre la carpeta del escritorio. Gira los pulgares y que se note bien. ¿Ordenar más café? ¡Su abuelita! Belisario Concha ha cambiado de modo y mira a su Pablito Etcheverry con ganas de tirarle la naricita. – Uno habla de los ejes de su carreta, desde luego. Pero no habla con ellos, ¡qué joder! Aunque, pensándolo de nuevo, si no los engrasa… ¡Ja, ja, ja! Por no engrasarlos, una tarde numinosa de calor infinito la carreta se le desarma y se le viene al suelo en la vasta soledad. ¡Mi Dios! Aquí no se trata de fetichismo mágico. Aquí se trata de sujetos a los que no les funciona el mate. Se hizo un silencio. Astaburuaga se aclaró la garganta. Tenía un comentario que hacer después de todo: – Después de todo… Pero Pablo Etcheverry se había puesto a reír que daba miedo. – ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Me creerá usted, profesor, me cree… ¡Ja, ja, ja, ja! El gringo se puso a llorar acongojado. Soltaba las lágrimas que era un escándalo. Se volvió a nosotros, a los indiecitos turistas. Pero… usted tendría que haber estado allí, ¡haberlo oído! ¡Increíble, absolutamente increíble! El gringo parecía un alumno suyo. Aventajado alumno. Cantaba un par de versos con el chilenito y se dirigía a nosotros. ¡Ah, cómo amaba esa canción! La soledad, ¡la soledad del gaucho americano! Cómo amaba al gaucho en su soledad. O sea, su idiota y dos idiotas más…

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Astaburuaga se puso a tamborilear con los dedos. Que no se oyera, pero que se viera. ¿Cuándo iba a terminar el majadero? – …El gringo golpeaba con el vaso por más whisky y gritaba ¡Bis, bis! al chilenito. Quería ahogarse en whisky de tanta pena. ¡El pobre, el pobre gaucho! Solo por esas pampas de Dios, perdido en la vastedad infinita, aplastado por la naturaleza. Sin más a qué vincularse que el chirrido de los ejes de su carreta. Traigan más whisky, damn it! Astaburuaga quería ponerse de pie y dar término a la interesante charla. Los ojos del señor Concha emanaban un fulgor equívoco inequívoco. ¡Par de ejemplares! Se pasaban de listos. ¿Así que tirándole la cola al león? Cierto, él mismo lo repetía de cuando en cuando: lo grande suele manifestarse en lo pequeño. Pero, este señor Pablo cuánto… ¿hasta dónde pensaba ir con sus estupideces? ¿Habría modo de sacarlos de su casa sin alboroto? ¿Así que un tango? Comienzan con Goethe y terminan con Carlitos Gardel. Sobra la gente de mal gusto, pero esto es el colmo. Y en mi propia casa, en mi mismo estudio. Tendría que instalar una trampa bajo ese sofá. Se presiona un botón… Burguesitos de la panza redonda. Señoritos del resoplido y el eructo. Seguro que vienen de un atracón en el mejor restaurante. Podridos en plata, importantes. Venden automóviles y estructuras de acero como si fuera carne de cazuela. ¿Qué cara es ésa? Sonríe para este lado como si el otro fuera un tonto de papirote. Porque no engraso los ejes… ¿Vióse estupidez igual? ¿Qué buscan? ¿Qué quieren? Pablo Etcheverry volvió a sentarse. – ¡Perdone, profesor! ¡Estoy hablando puras estupideces! Astaburuaga sonrió inclinando la cabeza. ¿Quién no lo hace más de una vez? Belisario Concha agregó la suya: – Seguro que el exilio exterior deforma la perspectiva. – ¡Justo lo que iba a agregar! Y hablando de perspectiva, ¡qué pequeño se ve todo desde

fuera!

– Perdón, ¿dijiste se ve? Yo diría que no se ve nada. Astaburuaga reía del uno al otro. ¿Empezaba otra vez el peloteo? – Cierto, ¡perdón! ¡Sí! Si no fuera por Pinochet, la DINA y sus entuertos, no se vería

nada…

– A propósito, profesor, ¿se acuerda de los 119? – ¿Se acuerda de ese diplomático que asesinaron en Washington? – ¡Bah, qué cosas dices! ¡Cómo no va a acordarse!

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– El largo brazo de la DINA… Pablo Etcheverry movía la cabeza. Hablaba a Belisario como si éste fuera Astaburuaga. – ¡Ah, la DINA! ¡La hicieron grande! Atentados en Argentina, en Roma, en Washington. Ponían los pelos de punta. – Pero, en fin, el terror pasó, ya no es lo mismo. – Tenemos gobierno civil. – Sí, gobierno civil. – Archivado, todo archivado. – Y olvidado. Ahora, Belisario Concha miraba abiertamente a Domingo Astaburuaga. Habían cruzado el límite de los buenos modales hacía rato. Astaburuaga sintió un prurito premonitorio, como solía decir él mismo. Claro que se acordaba de los 119. Mejor dicho, no se acordaba, pero… ¡Vaya! ¿Quién no iba a acordarse? ¡Enorme escándalo! Lo que me trae a la memoria… ¡No, nada! – Usted seguramente recuerda a Sergio Bahamondes. Era un compañero de curso y mi más grande amigo. Es curioso, durante años de años consideré que mi más grande amigo era Gabriel Araya. ¿Se acuerda de él? ¿Es posible que no recuerde nada? ¡Ni el mismo Buda pondría esa cara! – Con Sergio Bahamondes siempre llegábamos de los primeros a sus clases. Muy puntuales y atentos. La soledad del hombre en la metrópoli latinoamericana. – Residencia en la cama. – En la casa de pensión. – Calle Catedral abajo. ¿Ve? Pablo Etcheverry rubrica su salida con la mitad justa de una carcajada. Domingo Astaburuaga mira hacia las crestas desvanecientes de la cordillera. ¿Qué hacer con este asno? – Era capaz de repetir sus discursos al dedillo. No estaba de acuerdo con usted, pero le

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sacaba el sombrero. ¡Tiene que recordarlo! – Lo mataron, ¿sabía? – ¡Claro que sabe! ¡Cómo no va a saber! – Pregunto yo, porque… – Bueno, saber saber, tampoco yo sé. – ¡Muy cierto! Saber, saber, nadie sabe. – Supiera usted cuántos lugares he recorrido buscándolo. – Supiera usted cuántos obstáculos. – Hasta en mi propia familia me los crean. Peligroso, dicen, muy peligroso. Pablo Etcheverry levanta un dedito. Pide una interrupción, quiere agregar otro nombre. – Joaquín Albornoz. ¿Recuerda a Joaquín Albornoz, profesor? Alumno de medicina, moreno, más bien bajo. Apareció en sus clases en el año 53, creo. Revolucionó a toda la Escuela de Medicina con la cultura de la indeterminación y las sociedades de desimplicación. Inquieto, siempre sonriente. Más parecía evangélico que médico. Belisario Concha se puso de pie. ¿Se iban por fin? No. Era su turno de ir a la ventana y meditar. Miraba hacia el jardín ya en sombras. Estudiaba el terreno. Domingo Astaburuaga sintió que le zumbaban los oídos. De rabia, de indignación. De ser arrastrado a la rabia y la indignación. Estas personas hurgaban de burlas y adrede. ¿Querían reírse a sus costas? ¿Calumniarlo? Quizás qué resentimiento mezquino los azuzaba. ¿Qué tenía él que ver? ¿Sergio Bahamondes? Sí, algo oyó. ¡Pero que lo empalen antes de soltar una sílaba! Vinieron a preguntar por él, sí. ¿Y por quién no preguntaban? Hacían turnos preguntando, anotando. Después, se llevaron a Gabriela… ¡Ay, qué quieren éstos, qué saben éstos de dolor! – ¿Sergio Bahamondes?… No, no recuerdo… ¿Dicen ustedes que…? ¿Allanaron esta casa, sabían? Arrestaron a mi esposa. Me exiliaron de ella y a ella de mí. El sufrimiento, señores… – Yo creo que trabajó más de una vez con ella… – ¿Qué dice usted? – Sergio Bahamondes. Por cuestiones de la Editorial del Estado y el Ministerio…

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– ¿Cómo dice? – ¿Que se veían diariamente? – Nada. Pero se dice… Personas serias me aseguran que doña Gabriela… Que don Roberto Tironi… – Se atreve usted a insinuar que mi espo… – ¡No! ¡De ninguna manera! Digo que me… – ¡Del señor Tironi no me pregunte a mí! – Ustedes son grandes amigos, entiendo. – La amistad, mi señor… – ¿Y qué nos dice de Joaquín Albornoz? – ¿Que qué? Yo, señores, no les estoy diciendo nada de nada. Que quede claro. ¿Por quién me toman ustedes? – Profesor, profesor, ¡no se ofenda! Nosotros sólo queremos… – ¡Eso es lo que quisiera saber! ¿Qué quieren ustedes? Todas sus insinuaciones… – ¡Momento, momento! No estamos insinuando nada, ¡por favor! Sinceramente, sólo queremos que nos diga usted lo que sabe de dos amigos nuestros y discípulos suyos. – ¿Por qué no van donde la señora Maggie Silverstein? Entiendo que ella… – ¡No va a recibirnos ni de rodillas! ¿Así que Joaquín Albornoz? ¿No andarán también tras los diez millones de dólares? Gabriela se lo contó. El señor Joaquín Albornoz enterró diez millones de dólares nadie sabe dónde. ¡Diez millones! También Tironi le habló una vez de los dólares. El general Bauzá y don Octavio Olavarría anduvieron por años escarbando. Eso cuenta Tironi. Pero éstos, ¿qué escarban? Belisario Concha y Pablo Etcheverry se despiden. Cae la noche. Agradecen su hospitalidad y su franqueza. No puede imaginar cuántas dudas se desvanecieron. ¡Buenas noches, buenas noches!

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– Debemos esforzarnos por siquiera saber qué ocurrió, ¿no le parece? – No puede quedar piedra sin remover. – No podemos olvidar si no sabemos qué, ¿no cree usted? – Mucho menos perdonar en el vacío. Sería un sinsentido. – ¿Uno tiene que saber a quién perdona, verdad? – Lo contrario sería echar tierra al asunto.

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Evelyn Maldonado dejó dicho que si llamaba Carlos le dijeran que estaba en Viña. En el departamento de su tía. Volvería cuando la pobre se pusiera bien. Los dolores musculares la tenían en cama y no había quién regara las plantas y sacara a pasear sus perritos que tenían el departamento hecho un horror. – ¡Bye, bye, chiquillas, vuelvo el lunes! Qué tía ni tía. Evelyn viajaba en caravana a Santo Domingo, a la mansión de los Alcántara. Iban a saborear ostras con champán sobre la alfombra frente a la chimenea. Harían locuras de películas soft porn. ¡Súper, súper! Se bañarían en la noche, fornicarían desnudos en la piscina iluminada. La mansión de los Alcántara en Santo Domingo estaba entera a disposición de las tres parejas que volaban en el Mercedes del padre de Eduardo, el BMW de Rodrigo, el hijo de Aníbal Quintana y el veloz Alfa Romeo de Adrián, el deschavetado Benjamín de Esteban Marinovich. Rodrigo Quintana estaba O. K. y daba ya que hablar en las competencias de golf. Adrián Marinovich también estaba O. K. As del volante, ahora aceleraba por delante de todos. Pasada una curva, se detenía, indicándoles con sonrisas y reverencias que siguieran. Después de una larga ventaja aceleraba de atrás, los alcanzaba y pasaba de nuevo alzando la mano izquierda y haciéndoles “berenjenas”. Su compañera les sacaba la lengua, les hacía “orejas” y se ponía turnia. Por minutos, los tres coches corrían a reventar lado a lado, llenando todo el camino colina abajo. En los baches, daban saltos de canguro. Las muchachas gritaban histéricas y muertas de la risa. De pronto, a la entrada de un bosque de eucaliptos gigantes, Adrián Marinovich frenó. Los otros que venían muy atrás se detuvieron junto al coche vacío. Evelyn y Eduardo bajaron a inspeccionar. Rodrigo Quintana bajó también con su pareja que guiñaba a Evelyn. – ¿Qué te apuesto? Allá lejos se oyeron risas y chapoteos. – ¿Qué te dije?

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– ¡Adrián y Gloria! – ¡Gloria y Adrián! – ¿En qué estarán? – ¡Tarán tantán! – ¡Vamos, sorprendámoslos! – ¡Que no se puedan aguantar! Pero no estaban ya en el pequeño estanque. Siguieron, buscándolos entre los matorrales, torciendo hacia el bosque. Rodrigo que se había adelantado se volvió haciendo “Chis, chis” con el dedo sobre los labios y apuntando. Detrás de un eucalipto asomaba una cadera de Gloria. La pierna subía y bajaba, subía y bajaba. – ¡Qué escandalosa! Cómo puede… – Como la estás viendo, así puede. – Esa sí que aprovecha sus clases de danza. – ¡Ja, ja, ja! ¡Gloria con su cisne! ¡Uuuuh! Adrián la atacaba sosteniéndole la pierna por la corva, mordiéndola en el cuello. – Soft porn! – The bastards! – ¡A la vista de todos! – ¡Ésta no la conocía, palabra! – ¡Filmémoslos! ¡Voy por la cámara! Ahora, a punto, vinieron los gritos jadeantes de Gloria. ¡Ay, la traspasaban, ay! Evelyn, los ojos de par en par, la boca abierta, se cogía de Eduardo mientras Adrián seguía castigando su objeto sexual con embestidas desde abajo y contra el tronco del árbol. ¡Toma, toma, toma! Gloria ahora bramaba a los cielos. Evelyn sintió entre los muslos cómo subía ávida hacia su sexo la mano de Eduardo. ¡No, era la de Rodrigo! Eduardo estaba ya debajo de la pareja de

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Rodrigo, Madeleine, que le había abierto el pantalón de par en par y comenzaba a cabalgarlo con gritos excitados y urgencia de bestia. – ¡No, deja, deja, déjame a mí! Evelyn ya no podía ni quería contener a Rodrigo Quintana que con mano experta le bajaba los panties. Sus dedos comenzaron a escarbarla, a exprimirla. La había cogido desde atrás. Una mano entre las piernas, la otra por entre la axila hasta el seno que reventaba. – You… you… Fuck me, fuck me! Tuvo dos, tres orgasmos antes de estar tendida sobre la yerba reseca montada por Rodrigo que no terminaba nunca. ¡Ay, qué delicia, qué delicia! ¿Cómo estaría yéndole a Eduardo? Vio las piernas de Madeleine cruzadas sobre los lomos de su Tony Perkins empujándolo rítmicamente hacia las profundidades. Sintió una oleada como nunca antes de excitación y cogiendo a Rodrigo entre sus piernas no lo soltó de orgasmo en orgasmo hasta que el placer la desmayó. My God, my God! Al llegar a Santo Domingo, después de servirse erizos en pebre y una enorme corvina al horno en un comedero de pescadores no muy católico en San Antonio, se encontraron con malas noticias. Toda un ala de la mansión estaba ocupada por el fin de semana. Desde la entrada al jardín, Eduardo divisó a su padre en una de las terrazas altas, en parada de capitán de yate. Miraba con un catalejo ridículo hacia el poniente. Saludó a los recién llegados desde lo alto y desapareció. ¿En qué andaría el viejo? No tendría su última adquisición, la famosa dama de rojo, instalada en el cuarto de vidrieras bajo el mirador. La madre de Eduardo se pone enferma con la sola mención de la dama de rojo. Tiene que doblar la dosis de somníferos. Cuando supo de un sólo golpe que su esposo tenía dos amantes tomó la costumbre de entrar por las noches sonámbula en el cuarto de Eduardo y meterse en su cama. Sólo Maggie Silverstein sabrá por qué. Una mañana, la encontró el doctor Alcántara semidesnuda con una pierna cruzada sobre la cadera de su hijo, los dos soñando seguramente el mismo sueño. Sí, la dama de rojo tenía la casa de la familia Alcántara enteramente patas arriba. Nada fue igual desde la tarde en que sonó el teléfono. – Aló, ¿doña Ester de Alcántara? Escuche muy bien lo que voy a decirle. Le dieron la dirección, todas las señas. En ese mismo momento, el doctor Alcántara no estaba en su clínica. No, que no lo soñara. El doctor Alcántara tomaba su siesta de todas las tardes en el departamento de la dama de rojo, su nueva amante. Sí, su nueva amante. ¿Acaso no sabía de Rosalía, su amante bien antigua? ¡Pero eso era inconcebible! No, ya le dijo, el doctor se encontraba en este momento en el departamento de su nueva amante. Sí, el departamento de ella, no de él. El departamento de Rosalía era de él, no el de la dama de rojo donde en este momento se encontraba. El departamento de la dama de rojo era de la dama de rojo. No sólo el departamento, el edificio entero. No sólo el edificio entero sino veinte edificios si no treinta y mejor paremos de contar.

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– Una mujer riquísima y muy independiente. Muy, muy peligrosa. Como es lógico, el doctor Alcántara no es el primer capricho que se le conoce. ¡Imagínese! Ester Arriagada de Alcántara comenzó a dar vueltas por el living. Fue al estudio de su esposo, volvió al living, volvió al estudio. ¿Dos amantes? ¿Una después de la otra y ella sin la menor idea? ¡Imposible, imposible! Tomó una fotografía en marco dorado. Dos novios flamantes posando ante el mejor fotógrafo de Santiago. Fue a la ventana y corrió las cortinas. Un tenue velo de nieve caía desde la cima del Manquehue. Un sol enfermizo arrancaba destellos de azogue a los rascacielos más allá del río. Aunque le dieran un siglo, doña Ester no hubiera entendido qué hacía allí, ante esa enorme ventana escrutando en la foto de su día de bodas. Había algo en la caída del raso. Nunca supo qué, pero le chocaba. Fue a buscar un paño al cuarto de útiles de aseo. Nunca transitaba por ese pasillo. Abrió la puerta que no era. Dos mujeres, la cocinera y la mucama, se pusieron de pie de un salto ante la aparición de la patrona, nunca antes vista por esos lados. – ¡No! ¡Sigan, sigan!… Fue al ascensor que se abrió como si la aguardara y subió a la terraza. Fue al borde mismo, el cuadro colgando de su mano izquierda, y miró hacia los jardines, allá abajo. Dio un salto atrás instintivo. Veintidós pisos de altura. ¿Qué se había propuesto? ¿Lanzarse al vacío? ¡Dios de los cielos! Una no se lanza al vacío porque quizás qué loca la llama por teléfono y le dice lo que se le pasa por la cabeza. Además… además… ¡Pero, si tiene que viajar a Nueva York dentro dos días! ¿Y qué, si fuera todo cierto? Ahora puede hacer todas sus locuras nuevayorkinas sin problemas de conciencia. Qué me importa que el señor Alcántara… ¡Bah, que se acueste con su abuela!

La cabeza de Eduardo, dormido ya, cayó hacia un lado. Evelyn se apartó suavemente. Estaba mojada entera. Deslizó un pie sobre la alfombra y se estuvo unos segundos escuchando algún murmullo en la casa. Desde la playa en sucesión monótona venían los susurros de las olas. Fue a la puerta y se asomó al pasillo. Silencio por toda la casa. ¿Cuál de los cuartos de baño estaría accesible? Entró al más próximo y encendió la luz. Echó a correr el agua caliente y mientras tanto estudió los bálsamos y jabones. Cinco minutos y se sumergía en la aromática espuma. ¿Qué diría Carlos si la viera en éstas? ¿Qué su padre, ese señor que había desaparecido y por quien doña Belinda todavía seguía armando vergonzosos escándalos callejeros? Bueno, el caballero no parecía tener mucho en común con la beata señora. Carlos cuenta que para él, con excepción de la revolución, no había en el mundo cosa más importante que el culo femenino y que todo el poder se dividía entre el trasero y el delantero de las mujeres. En vez de cosmovisión decía culovisión, ¡ja, ja, ja, ja! Ese hombre tiene que haber sido por lo menos dos. Vino envuelta en amplia toalla junto al lecho de Eduardo y se estuvo unos segundos contemplando dormir a la criatura. Metió los pies en las pantuflas, cambió de la toalla a la bata.

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Fue a la terraza techada de vidrio. El mar negro y rumoroso allá abajo. Los primeros asomos del día. Descendió al jardín y se dirigió al fondo tanteando entre palmeras, gomeros y rododendros. ¡Aquí sí que hacía frío! Envolviéndose entera reanudó el cinturón y descendió cuidadosamente por la roca desnuda. Su cuerpo comenzó a echar vida por la piel, pero la garganta se le cerraba. Culovisión. Quite true! Vean nuestra madre Eva. Hizo con Adán lo que le vino en gana. Con sus caderas y su trasero lo sacó de esa lata del Paraíso. Lo trajo y lo llevó, lo trajo y lo llevó. Como las olas. Culovisión, ¡ja, ja, ja! Y sigue en las mismas la grandísima. Todo ese ruido con el poder, ¿para qué? Para depositarlo entre las piernas de una damisela. ¿Será cierto? ¿Será así? ¡Parece que no! Nuestro padre Adán agarrándose de la caderas de nuestra madre Eva para no hundirse, ¡ja, ja, ja, ja! Evelyn está mirando hacia los cielos sin luna. El viento de la mañana arremolina sus cabellos. ¡Qué preciosa está! – ¡Se van las estrellas del Señor, se van! Volvió la cabeza hacia las altas terrazas de la mansión balnearia. ¿Quién se escurrió allá arriba? ¿Quién otra si no la enigmática dama de rojo? Dicen que tiene embrujado al padre de Eduardo. Una persona tan seria, tan importante. Un pilar de la sociedad. También él aferrándose a las caderas de la dama de rojo para no hundirse en la culovisión. ¡Ja, ja, ja! Dicen que es riquísima, que si quisiera podría comprar medio Santiago. ¿Será cierto? ¡Cuántas cosas se dicen! Evelyn se sienta en un banco sobre una roca. Como en un mirador. Ya se divisa el horizonte. Las gaviotas revolotean, allá, sobre los barcos pesqueros. ¿Cómo sería el padre de Carlos Bahamondes? Doña Belinda dice que ya no hay hombres así. Antes, los hombres se daban enteros por sus ideas. Ahora, no hay más que blandengues y drogadictos. Doña Belinda dice que nacen con la jeringa puesta. ¿No será pura envidia? No sé, tal vez no. ¿Seguiré con Carlos? Se está poniendo tan serio, tan tonto. Ya no está O. K., ya no es como antes. Hay cosas que mejor no hablar. No, ya no está O. K. Sólo piensa en su tesis y en las tonteras de los tribunales. Doña Belinda lo alienta. Así se lo gana. Gran señor, gran diputado. Todavía no inicia su carrera y ya se llena de clientes su oficina. Todos casos sin vuelta. ¡Don Carlos, don Carlos! Don Carlos aquí, don Carlos allá. Lo endiosan, le encargan sus desaparecidos. ¡Don Carlos, don Carlos! ¿Será verdad esa historia de los desaparecidos? Parece que medio Chile ha desaparecido. Mi padre dice que es más el ruido que las nueces y que no me enrede con tontos ni con anarquistas. ¡Estoy esquizo, esquizo! ¿Qué hacer con Carlos? ¿Qué hacer con Eduardo? ¿No sería mejor con Rodrigo? ¡Lo hace tan bien, le viene de dentro! Doña Belinda no me lo dice con todas sus letras, pero más de una vez ha dejado en claro por quién me tiene: una puta de nacimiento. Culovisión. ¡Pero, si es cierto! ¡Si no hay nada más cierto! Esos dos señores que no hace mucho llegaron de Europa y que no sueltan a Carlos ni a doña Belinda indagando a llanto pelado por sus desaparecidos, ¿qué más hacen no más cruzarse conmigo que babear con la lengua afuera al ritmo de mi trasero? Dicen que quieren la verdad, que quieren la justicia, que no dejarán piedra por remover hasta aclarar lo ocurrido al padre de Carlos. Pero se les va todo el fanatismo cuando me miran. Podría manejarlos como quisiera. Culovisión. Tetavisión, ¡ja, ja,

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ja! Hasta doña Belinda se pone coquetona con esos dinosaurios. Se vuelve descarada. Hasta se menea. ¡Si se vieran el ridículo! ¡Dinosaurios locos, eso es! Por la culovisión, ¿por qué si no? Hasta más jóvenes que nosotros se ponen. Hablan entre ellos que no se entiende nada. Doña Belinda se queda mirando extasiada a ese señor alto que volvió de Italia y a ese otro asqueroso de gordo que hace películas en Europa. Se cuelga collares, se viste como gitana, ¡ja, ja, ja! Tal como la vieja ridícula de mi madre. Gente estrafalaria, vieja. Vieja de no creer. ¡Y tan feos, Dios mío, feos sin remedio! Dicen que nosotros no valemos nada, que somos egoístas, materialistas. Pinochet’s boys. ¿Y ellos, qué valen ellos? Se les fueron los años. No quieren que se les vayan, pero se les fueron. Se las dan de… Como ese viejo, arriba, con su amante de rojo. Nasty, nasty pig! ¡Uuuuy, pero qué frío hace! Los hombres van a jugar golf mañana, ¡seguro! ¿Qué nos darán de desayuno? ¿Bajará la lady in red? ¡Qué excitante, qué emocionante! Carlos se muere de la risa cuando hablo así. La dama de rojo. Seguro que hay mil novelas con ese título. Santo Domingo, el perfume de los jardines en flor llevado por la brisa. Los ayes quejumbrosos del mar, las rocas milenarias y majestuosas, el viento silbando en la noche, las estrellas radiantes. Y la dama de rojo. Carlos lo diría bailando y trinando de risa. Estas son las orillas siúticas del mundo. Así dice por el país entero. Que aquí no pasa nada, que aquí nunca pasará nada. Que ay, no me digas, niña, que te ves negra, negra y fea y pucha la huevá. El culo del mundo, dice también. No pasa nada, nada de nada. Como no sea, claro, como no sea que él y esos viejos que llegaron de Europa y no lo sueltan destapen el día menos pensado una olla llena de cadáveres sin identificar entre los que asoma, sin ojos, sin mejillas y podrido entero, el padre de Carlos. ¡Pobrecito, pobrecito! ¡Dios tenga piedad de nosotros!

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Octavio Olavarría consideró que primero que a nadie telefoneaba a Maggie Silverstein. Los hombres primero. Fue derecho al asunto. ¿Había oído de esos comunistas vende-patria que andaban rastreando los 119? Sí, claro, ¿quién no? –- Además de indagar sobre los 119, lo hacen muy especialmente sobre Joaquín Albornoz. – ¿Sobre ése? – Sí. Y sobre el operativo de Puente Alto. – ¿De qué estás hablando? – ¡De los verdes, mi señora! ¿Qué me dice? – Bueno… – Y por otro, también, preguntan mucho. Adivine. – No será por el teniente Bello… – ¡Ja, ja, ja! No, por Sergio Bahamondes, el esposo de su estimada amiga Belinda Ramos. ¿Se acuerda? – Pero ese gallo está más enterrado que un fósil. – Si usted lo dice… – Bueno, digo lo que dicen todos, ¿no? – Entonces, no esté tan segura.

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– Mejor, pasa por la clínica. – ¿Ahora mismo? – ¡No, espera! Déjame ver en mi agenda. Sí, mañana. Podemos juntarnos a almorzar con Esteban. ¿Te parece? Octavio Olavarría se calló. No, no le parecía en absoluto. – Bien, mañana a la una en punto. Esteban Marinovich tendría ya sus sesenta bien cumplidos. Pero, no aparenta más de cuarenta. Derecho, medio grecorromano de perfil, dentadura sana y completa. Ni por casualidad una cana en su cabellera rubia, todavía en sortijas. Octavio Olavarría le echó su mejor mirada furibunda mientras se acercaba a la mesa. Por culpa de este hijo de puta… ¿Vendría saliendo de un salón de belleza? El yugoslavo saludaba a derecha e izquierda. Ni que fuera candidato a senador. Maggie Silverstein, en falda-pantalón caqui y blusa negra militar, apareció casi al mismo tiempo. Cada vez más agria, pero firme de piernas todavía. Con tanta anchura de pantalones, no se le podían apreciar las nalgas, pero los senos le colgaban sin remedio. Calzaba botines también negros. El pelo canoso lo engominaba en puntas, a lo punk. Entre vieja punk y militar retirado, decidió Octavio mientras se levantaba. Pero, marchaba con zancadas enérgicas, desafiante, lista para el interrogatorio exhaustivo de todo el bestiario que llenaba el restaurante. Esteban Marinovich, a punto de aventurar un apretón de manos con Octavio Olavarría, vio venir a Maggie Silverstein como una salvación y casi se le fue encima. Saludaba con ese vozarrón suyo casi siempre impertinente. Parecía a punto de alzar por los aires a Maggie Silverstein como su hijita del alma. Después de ordenar el almuerzo, Maggie y Esteban iniciaron la conversación en inglés. Octavio, mirando a todos lados, les puso una cara de “¿Están locos?”. Pasaron al castellano, pero en voz baja. ¿Iban a hablar de lo que iban a hablar o qué? Esteban sonrió mirando a Maggie. Octavio se zampó de un trago el pisco sour y miró fiero. Buscaba la menor ventaja. – Primero que nada, aquí hay dos cosas… Esteban no lo dejó seguir. – ¡No, primero que nada, una! Miró a todos lados y bajó un poco la voz.

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– Amnistía. Ésa es la primera cosa. Octavio saltó al tiro. Se cagaba en la amnistía y en todos los maricones que andaban amnistiándose. Maggie, no más oírlo, afirmó el mentón como si mordiera en hierro. Apretó en la diestra el medallón de oro que colgaba sobre su pecho y pegó un tirón recio contra la gruesa cadena. ¡Firme mi comandante! Primer round de Octavio y a la primera. Dos contra uno. – ¡Dos cosas! Octavio casi metía los dos dedos largos en las narices del maldito yugoslavo. Las que le había hecho con Tironi no se las perdonaría en la vida. – Dos cosas con nombre y apellido. Y con grado, lo que es peor. Primera cosa: General don Miguel Bauzá. Segunda cosa: Capitán Arturo Rodríguez… – ¡Ex-capitán! – ¿Sí? Esteban miró a Maggie. Quería echarse a reír. Maggie no quería echarse a reír. Al revés, lo miraba con dureza. ¿Eh? ¿Qué dices a eso? Esteban no encontraba qué decir. ¡Este Octavio! ¿Qué se proponía? ¿Otra de sus estratagemas para joder a Tironi? – ¿Qué tiene que ver el general Bauzá? – Mucho. ¿Te acuerdas de la cara que ponía cuando se echó a correr la de los 119? – ¿Y eso, qué? – ¡Eso qué, eso qué! Mira, seguro que la tienes en tu archivo. Échale de nuevo un vistazo a esa lista. – ¿De qué se trata por fin? –Hay un nombre, Genaro Mardones. ¿Sabes cuál es el segundo apellido? ¡Adivina! Maggie Silverstein se echó atrás para que retiraran la entrada de jamón ahumado y papas con mayonesa que dejó sin tocar. Octavio se había zampado la suya en un par de bocados. Echaba más vino a su copa, pero con zarpazo infalible agarró al vuelo la gorda lonja de jamón que ya iba alejándose en el plato de Maggie. Los labios gruesos, sensuales, era lo único vivo que le quedaba al hombre en el rostro, quitada la fiereza de los ojos. Las mejillas le colgaban en mofletes de buldog. Viejo, sí, pero no tanto todavía. Mejor no atravesársele. Maggie no disimulaba el asco de verlo engullir. Dicen que perros de esta especie, una vez que aferran

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algo entre las mandíbulas no lo sueltan más aunque ellos mismos quieran. Así tiene éste agarrado a Tironi y no va a soltarlo hasta que no lo divida en tres, caigan las dos partes de fuera y se engulla la de dentro relamiéndose. Esteban Marinovich con una torreja de papa a medio camino mira a Octavio Olavarría sin creer. – ¿Así que Genaro Mardones… Bauzá? – ¡Así mismito! Número 81 en la lista. Sobrino de mi general. Hijo de la menor y más querida de sus cuatro hermanas. Hijo del alma. – ¿Pero, estás seguro? – Le tomó años decírmelo. ¡A mí! ¡Años! Cuando lo hizo, me di cuenta de todo el odio que ha estado juntando. Todavía junta. ¡El hijo adorado de su hermana adorada! Y hablando de adoración, ¿saben por qué se nos apartó el capitán Rodríguez? Por Joaquín Albornoz, ¿qué les parece? Por eso… Maggie Silverstein dio un salto. – Por los diez millones de… Esteban Marinovich chasqueó molesto. – ¡Eso es una fábula! Octavio Olavarría se echó al coleto la segunda copa de blanco. Hizo lugar para que el mozo colocara la sopa de espárragos. Comenzó a desmigar el pan sobre el plato. Maggie Silverstein miró de reojo a las mesas vecinas. ¡Huaso animal! Había un contraste para reír a mares entre Octavio metiendo todo su hocico en el plato sopero y Esteban, vertical sobre sus nalgas mirando displicente a este mastín con pretensiones de chimpancé. El índice del chimpo se alzó erecto sobre la tenaza circular formada por el pulgar y el dedo del centro agarrando un trozo de marraqueta. – Si los diez millones ésos son fabula, que me registren. ¿Entendido? Pregúntenle a Esopo. Lo que yo estoy diciendo no es ninguna… Maggie miraba a Octavio. Sobre los diez millones conocían muy bien, ella y él, los ires y venires de Pineda, Quintana y Marinovich. Que no se pasara de vivo don Esteban. ¿Pero qué nueva historia era ésta del capitán Rodríguez y Joaquín Albornoz? Siempre le resultó misteriosa la forma en que se les escurrió Joaquín Albornoz. Dos veces se les escurrió. Más imposible la segunda que la primera. ¡Esos diez millones de dólares! ¡Ahí tenía que estar la explicación! ¡Dónde no los buscaron! Miami, Caracas, Barcelona, New York, Estocolmo. ¡Diez millones de

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dólares! Se hicieron humo. A ese Joaquín Albornoz lo sacaron una noche. Estábamos a un paso de los diez millones. De un día para el siguiente, ¡desapareció Joaquín Albornoz! Una teoría explicaba el hecho por los 119. Que Albornoz fue testigo de la liquidación de dos que aparecían en la lista. Ahí estaba mezclado el coronel… el ídolo del capitán Rodríguez. Por ahí podría explicarse que lo eliminaran. La explicación más lógica parecía la de los diez millones de dólares. El capitán Rodríguez fue llamado a retiro. Y ahora nos sale este Octavio con que no. ¿En qué quedamos? El hombre vive en Norteamérica. Sin problemas. Incluso, viaja a Chile cuando se le ocurre. ¿No se cae de maduro? Se repartió los diez millones con Joaquín Albornoz. Cinco y cinco, ¡y a Los Ángeles los boletos! Pero, ahora llegaba Octavio Olavarría con una nueva historia. ¿Cuál era? Octavio olfateaba y miraba al trasluz su vino tinto al tiempo que se refería a “los factores afectivos irreductibles”. Tal cual. ¡Ah, la psicología de la psicocuánto! – ¿Quién mejor que tú sabe de esas cosas, Maggie? – ¡Parece que tú! – Se trata del capitán Rodríguez y la angelical hermanita de ¿adivina quién? – ¿Seguimos con las adivinanzas? – ¡Romántico, muy romántico! Esteban quiso saber de quién hablaba, que se dejara de tonterías. Esto era serio. Octavio siguió como si hablara para sí. – Así son las cosas de este mundo. Ahora, vienen esos dos señores. Tres, para ser más exactos. Tiempo que andan escarbando. Años de años. Tratan de completar un voluminoso expediente que iniciaron en Europa. Uno de ellos volvió del exilio hace unos cinco años. Retornó, el niño. Lo retornaron. Lo reatornillaron, ¡je, je!! Le perdonaron sus pirotecnias desde las ventanas de Obras Públicas el día del golpe. ¡Canutos tenemos en la corte! Maggie dio con el puño en la mesa y soltó una de las grandes. Algunos desde las mesas vecinas miraron con franca molestia. ¿Qué se creía la vieja? A la Gorgona le trinaban los dientes. – ¡Lo dije una y mil veces! Esteban Marinovich miraba por dónde esfumarse. ¡Ya estaba bueno! – ¡Tranquila, Maggie, tranquila! – ¡Una y mil veces!

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– ¡Sí, ya sabemos! Tranquila, tranquila, ¡no tan alto! – ¡Pero no, déle con que no! Que el profesionalismo, el civismo y la puta que los parió… Había que matarlos a todos, a todos, no dejar uno de muestra. ¡Pero, no, no, no! ¡Y ahí los tienen de vuelta! ¡Ahí los tienen! Tal como antes, los de siempre. ¡Vuelven por entre medio de las piernas de los cretinos, los blandos, los maricones! Se dirigía derechamente a Esteban Marinovich. Que no quedaran dudas. Octavio, más que satisfecho, acariciaba su copa calculando dónde meter a Roberto Tironi en las cuentas que hacía Maggie Silverstein furibunda. – Aquí hay que hacer algo antes de que no haya caso. Mano dura y solución final. Esteban sin saber qué decir cogió su copa. Saludó a Maggie Silverstein como si hubiera terminado de contarles un chiste. – ¡Ja, ja, ja! ¡Salud! ¡Ja, ja, ja! Maggie asediaba a Octavio. – ¿Quiénes son los otros, quiénes? Octavio pedía que primero quedara bien definido el territorio en que andaban cazando esos señores. ¿Qué podían probar? Hasta dónde llegaban, ¿qué? Esteban no entendía muy bien. – ¿Quiénes? – ¿Cómo, quiénes? ¿Nos estamos viendo la suerte entre gitanos? ¡Mira, gallo! En primer lugar, en ninguna de las dos historias, porque son dos, en ninguna de las dos tengo pito que tocar. El general B. y el capitán R. tampoco tienen pito que tocar. Eso que quede claro, bien claro. Ahora, de los diez millones, ya les dije, que me registren. No veo problema ni el que menor por ese lado. La cuestión es, primero, ¿cuánto saben B. y R.? Ustedes están al tanto. Viene un informe de no sé cuántos kilos sobre los desaparecidos. El Presidente de la República va a echar una lagrimita y borrón y cuenta nueva. Por ahí no hay problema, ningún problema. Las cuentas son con los comunachos, no con los democristos. Hay esos 119… Maggie Silverstein saltó. Esteban se quedó estudiándola. – ¡En ese entierro, mi amigo, tampoco yo llevo velas! Octavio estuvo mirándola también sus buenos segundos.

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– Así será, si usted lo dice… – Mira, mira… soy lo que se te ocurra, menos huevona. ¿Está claro? Esteban se echó atrás para que retiraran su sopa de espárragos sin tocar y pusieran el filete con huevos y papas fritas. Octavio ya había despachado el suyo y sin más protocolo se servía el de Maggie que no probaba nada, ni el pisco sour. Esteban dejó con la palabra a Octavio. Éste quería hacer una observación elemental si no era ofensa, dado el giro de intríngulis especulativo que estaba tomando la charla. Se metió un cuarto del filete en la boca y echó a hablar sin dejar de darle al diente. Maggie Silverstein sin ocultar la repugnancia. Octavio Olavarría sin ocultar sus muelas picadas. Bien. Como muy bien decía su tío Abelardo, hay que separar las partes de la oración antes de hacer el raciocinio. Primero está el asunto de la sustancia y después el del procedimiento, je, je. ¿De acuerdo? Veamos. ¿De dónde vienen esos 119? O sea, ¿la sustancia del asunto? – ¿De dónde vienen, eh? Movía la cabeza sin esperanzas. Octavio iba del filete a Maggie, de Maggie a Esteban y, ¡por favor! que no se hicieran los… – Porque si me preguntan a mí, nunca pude matar siquiera una rata. No por piedad, no. Siempre había señores que no me dejaban. Querían el monopolio… Seguía en esa vena sin dejar de engullir. Esteban apenas se contenía. Qué se creía este imbécil. Optó por la ironía. – Tiene una gracia patética, ¿verdad? Unos señores inocentes arreglan sus cuentas y dejan los “papeles” botados. Octavio estuvo mirándolo por largos segundos. Volvió al cachito de filete que le quedaba cubriéndolo delicadamente con el último cachito de huevo frito. Engulló y bajó toda la porquería con un largo trago. Volvió a sus reflexiones. Parecían ondas. – Sí, muy cierto. Dejan los “papeles” botados. Mosqueándose. Y uno tiene que… Pero resulta que el huevón es uno. Patético, muy patético. Maggie estaba tomando firme el cenicero de grueso cristal. Octavio le adivinó el impulso y la tomó obsequioso pero férreo por la muñeca ahogada en pulseras. – ¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Nada de resentimientos, de acuerdo! Pero que quede claro. Arreglar el pastel no es lo mismo que dejar la grande, ¿de acuerdo? Bien, bien, ¿en qué estábamos? Sí, en B. y en R. Y en J. A. y los diez elevado a la sexta. Hay muchas teorías sobre J. A. y los diez elevado a la sexta. Una cosa es clara. Si J. A. pasó a pérdida, si es verdad que pasó a pérdida que yo no sé, el capitán R. no tiene pito que tocar. Por el contrario, puede jugarnos

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una muy mala pasada. A la primera que se presente. Se las doy firmada. Hay una persona muy preciosa de por medio. A estas alturas, debe ser toda una Venus. Otrosí: Si nuestro retirado general B. cuenta lo suyo, salta de nuevo a la actualidad la lista entera. 119 cadá… Hay un sobrino suyo en la lista de los cadá… y una hermana muy amada, muy enferma y muy enojada. Estas cosas cuentan, mis señores, cuentan mucho. Al general B. le cayó muy mal, pésimo, la publicación de esa lista. Yo le vi la cara. Díganme, si tienen alguna idea, ¿cuánto sabe el general B.? O mejor dicho, ¿cuánto no sabe? Octavio se detuvo. El entrecejo tormentoso, la mirada oscura. ¡Mejor no pensar! – Bien, como les decía… ¿O no les dije? Son tres los del expediente. Un señor Etcheverry. Pablo Etcheverry, sí. No sé si lo recuerdan tan bien como yo. Ahora posa de importador de automóviles. Éxito comercial como para quedarse pensando. Ése es el retornado. ¿Y saben ustedes quién le abrió las puertas de la cancillería? Don Belisario Concha que, curiosa coincidencia, se muestra muy interesado en el caso Sergio Bahamondes, del que ustedes saben mucho más que yo. Maggie Silverstein chasqueó con fastidio. ¿Volvía con las mismas el idiota? La verdad, de tipos como Olavarría se podía esperar lo que fuera. La pena es que había muy poco barro que tirarle. O mierda, como quede mejor. Fue un error no dejarlo arreglar sus cuentas con Tironi. Ahora lo tendrían a partir de un confite y no conspirando sepa Dios con quién. – El tercer mosquetero es don Antonio Rivera. No tengo que presentarlo, ¿verdad? El hermano es otra vez ministro. De la cárcel pública al Ministerio del Trabajo. ¡Lo que son las cosas! Octavio miró con sorna a Esteban Marinovich que parecía perdido en remotas asociaciones. ¿Tenía nada que ver en el caso de Sergio Bahamondes? Se suponía que la experta en Bahamondes era doña Maggie. – Esos dos que les digo, don Pablo y don Antonio, no dejan piedra sin darla vuelta. Parece que les importa muy especialmente el caso de nuestro médico. ¿Por qué será? ¿Por los diez elevado a la sexta? La semana pasada visitaron al señor Tironi en su propia casa. Sus interlocutores saltaron a un tiempo. – ¡Tironi! – ¡Pero si ése no tiene idea del mundo! – ¿No? Pues yo pienso que tiene. Y mucha. Por años ha estado colaborando… mejor dicho sirviendo a los curas comunistas del Arzobispado. No van a decirme que allí no tienen idea. Además, me consta que el señor Tironi lleva un archivo personal. Siempre fue un intrigante. Esos diez millones…

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– Pero, entiendo que el señor Tironi … Octavio se adelantó. – ¡Sí, ya sé! No soy juez para la causa. Reconozco que ese señor Tironi me… me… ¡Pero averigüen ustedes, averigüen! ¿Cuánto sabe el señor Tironi? ¿Cuánto puede probar de lo que sabe? Yo pienso que mucho, mucho… Esteban Marinovich movió la cabeza despectivo. – ¡No sabe una chaucha! Maggie no parecía de acuerdo. Octavio tenía más que decir. – También han tratado de tirar de la lengua a don Domingo Astaburuaga. – ¡Ése sí que no tiene idea! – ¡Puro payaso! – Si ustedes lo dicen… Pero, no se olviden de su mujer. Ahí nos movemos en otro

plano.

– ¿Ésa? – La señora tiene sangre en el ojo. Le queda cuerda todavía. Y no se olviden: Estuvo por años en Washington. Sabe mucho. Puede probar mucho. Con las evidencias nunca se sabe. ¡Ahí, en Washington, palabras mayores! Toneladas de información computada. – ¡Vieja miserable! – Pasando a otra, no sé si saben que ese señor Rivera se entrevistó con don Aníbal Quintana. Maggie apretó el cuchillo que le emblanquecían los dedos. Esteban palideció. – Sí, mis señores, don Aníbal Quintana. El mismo que viste y calza. Muy amigo de Belisario Concha como ustedes saben. Hasta he oído que tienen un hijo en común, ¡ja, ja, ja! De la señora de don Belisario, que vive actualmente en París. También la recordarán. Pero, si no, ella sí que nos recuerda a nosotros, ténganlo por seguro. Fusilaron a un hermano suyo en Valdivia…

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– Sí, algo recuerdo… – ¿Algo? Porque yo recuerdo bastante. Fue en 1974. ¡Craso error! Maggie saca un cigarrillo murmurando furiosa quizás qué. – Ella también tiene muchas historias que contar. Y no se olviden, trabaja en la Unesco. Amiga de Antonio Rivera en los últimos tiempos. ¿Cuánto? ¿Por qué? Ellos sabrán. En los primeros tiempos estaba con nosotros, ¿recuerdan? “Alturas del Cóndor”. Pero, fusilaron a su hermano. Sí, señor, lo fusilaron. ¿No hay que ser…? En fin, paciencia. Pero, repito, ¡esa dama sí que no perdona! De pura cepa. ¿No le decían la valkiria del Calle-Calle? ¡La que nos puede llegar con ella! Bien, así se van atando los cabos, se va extendiendo la red. Esteban se adelantó a encender el cigarrillo de Maggie. La cogió de la mano. ¡Uy, cuánto anillo, cuánta pulsera, cuánto oro! Ésta más parece gitana que psicóloga. – ¡Gracias! Hace calor aquí. – Podemos hacer que sirvan el postre y el café en la terraza. ¿Te parece? Octavio también prefería un escenario menos conspicuo. Lo conversado hasta ahora sólo era la introducción. Se instalaron bajo un parrón y, previa inspección de los alrededores, continuó. – Ahora, tenemos que don Antonio Rivera quiere entrevistarse con el general Bauzá y el capitán Rodríguez. Fue el turno de Maggie de mirar a Olavarría con intensidad asesina. – ¿De dónde sacas ésa? ¿Qué tiene que ver Rodríguez con Antonio Rivera? – Eso quisiera saber yo. – Además, Rodríguez está en Norteamérica. – No, está aquí. Parece que vino nada más que a eso, a encontrarse con Rivera. – ¡No puede ser! – Si el capitán Rodríguez tiene sobre Sergio Bahamondes tanto como sobre Joaquín Albornoz…

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– ¡No tiene nada de nada! ¡Y déjate de llamarlo capitán de una vez por todas! – Sobre Joaquín Albornoz, y sin ley de amnistía que valga, tiene más que suficiente para los tribunales. Me consta y que quede claro. – Se actuaba bajo órdenes… – ¡Déjate de esas huevadas! Te repito: Nadie sabe más que él sobre el caso Albornoz… – Te digo que… – ¡Cálmate, cálmate! No vine a pelear aquí. Rodríguez tiene pruebas con sello y firma de todo lo que se obró con el médico. O lo que se ordenó obrar, mejor dicho. – ¡Qué sabes tú! – Lo que sabe el general B., para empezar. – Está retirado, ¿no? – ¡Vie… jita! ¡Hay que andarse con cuidado! No hay uno de esos viejos retirados que no esté activo. ¡Muy activo! – ¿Bueno, y? – Así estamos. Un capitán de ejército en condiciones de probar lo que se hizo, por qué y quiénes lo hicieron. Por lealtad al Ejército se ha neutralizado. ¿Hasta cuándo y en qué condiciones? Hay una hermosa dama que llora por su hermanito desaparecido. Y por si no bastara, hay una historia de diez millones de dólares. Sólo sé lo que sé. Si hay alguien que sabe dónde fueron a parar Joaquín Albornoz y esos diez millones… Como digo, el capitán está aquí. En su casa habrá cuatro personas esta noche. Adivinen las tres restantes. Y no olviden, esto no es más que la mitad. Falta Sergio Bahamondes.

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Belinda Ramos, sentada en el borde del viejo sillón, se quedó en suspenso por largos segundos. En la radio sonaba un tango que la tenía divagando. El lápiz entre los dedos, las manos sobre el voluminoso informe abierto en su falda. ¿Cuántos eran exactamente los desaparecidos? El número preciso se desleía entre páginas y páginas de cartas, declaraciones, informes, publicaciones, listas, presentaciones, cuadros estadísticos. Ni Sergio ni Joaquín eran mencionados. ¡Y la suya era una copia del informe oficial, el informe que se publicaría bajo el sello del flamante gobierno civil! En palabras llanas, Sergio y Joaquín habían desaparecido, primero, en las mazmorras de la dictadura y, ahora, volvían a desaparecer en el informe enciclopédico de la democracia. Quiero verte una vez más, amada mía. Y extasiarme en el mirar de tus pupilas. ¿Bailó alguna vez riendo amores este tango tristón con Sergio? Las lágrimas le llenan los ojos. El cielo gris de nubes alargadas parece mandado a hacer. Y la pena y el pasado. Tarde que me invita a conversar con los recuerdos, pena de esperarte y de llorar en este encierro. Entonces, sonreía ante Sergio malevo, arrabalero, que siempre sin resultado le buscaba algún marxismo al tango. Era un recuerdo como esas fotos demasiado negras. En el tocadiscos, alguien seleccionaba siempre el mismo tango. Era una fuente de soda sombría, deprimente. Irarrázabal, antes de llegar a Antonio Varas. Era barata y los picarones pasados salían siempre bien. Sorbo a sorbo, Sergio consumía su pílsener. A veces, las tostadas estaban de quebrarse los dientes. ¡Pero lo peor de todo era soportar el volumen del odioso toca-discos! Había que hablar a gritos. Tarde que me invita a conversar…

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Sergio echaba chispas. No podía concentrarse en las instrucciones. ¿A quién se le metió poner música? ¡Y con ese volumen! Y siempre la misma. Quiero verte una vez más, amada mía. ¿Bailamos, de pura rabia? – ¡Detritus, opio, basura! ¡Ah, el comisario cultural que haría yo! Tango que me hiciste mal. ¡Harto mal! – Pero, confiesa que nos gusta… – ¡Anda a saber por qué! Pregúntale a Astaburuaga. Pegajosa melancolía de indios atontados. Carlos era igual. Cambió la letra, decía, cambió el ritmo, pero no el espíritu. Tarareaba: Hacia el ángulo justo donde vive la nada, por el vértice puro que diluye las almas. – ¿Viste nunca estupidez igual? Lo paradójico es que nos dejamos llevar. ¿Qué diría el papá? ¿Detritus provinciano? ¿Idilismo de carretoneros? Otras veces, domingo por la mañana, sonaba la radio: Malena canta el tango como ninguna. Carlos daba un salto, se echaba a bailar con la sombra, venía hacia ella. ¡Su adorado Carlos! Como un Sergio nuevito, de 22 años. – ¿Me permite? Belinda hacía poses de pebeta fatal y fatalista, le echaba el humo en la cara, se estiraba la chomba sobre las caderas ¡y allá salen los dos cheek to cheek arrastrando el paso! La mina y el otario. Belinda tangueaba feliz, muerta de risa. ¡Oh, váyanse todos al cuerno! ¡Déjenme bailar! ¡Quiero bailar! Su canción tiene el frío del último encuentro, su canción se hace amarga en la sal del recuerdo… Vienen las volteretas, las filigranas. Belinda se muerde el labio inferior. Sensual como Malena. Clava la mirada en sus zapatos puntudos, acharolados, encumbrados sobre el alfiler de los tacones. Hace cruces tijereteando con las piernas. Toda una costurerita del tango. Carlos se la sigue. Le toma la mano izquierda con la izquierda suya por detrás de la cintura y la echa a girar, ¡como ninguna! Belinda se detiene detrás del otario, ¡agachada, rebelde, sometida! Sus manos son palomas que sienten frío. Allá se vuelve, desgarrada. Carlos canta el tango, ¡como ninguno! Yo no sé si tu voz será flor de una pena. Sólo sé que al rumor de tus tangos, Malena,

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te siento más buena, más buena que… el pan. ¡Tan, tan! Caían rodando sobre la cama como dos amantes. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! Carlos se levantaba, extendía los brazos y haciendo ruido de avión giraba planeando por todo el cuarto: Sus tangos son criaturas abandonadas que corren por el fango del callejón, ¡brrrr, brrrr, brrrr! ¡Ja, ja, ja! Su hijo, todo su consuelo. Recién había salido. Le trajo una copia del famoso informe que tuvo que fotocopiar a toda carrera. Ahí estaban todos los desaparecidos oficialmente reconocidos. No reconocerían uno más. Y no aparecían ni Sergio Bahamondes ni Joaquín Albornoz. Repasaba y repasaba las páginas, por si en algún rincón. No, no estaban. Desaparecidos sin vuelta, sin remedio. Dónde ir ahora si no estaban sus nombres en el voluminoso informe. Como si nunca hubieran existido. Belinda miraba hacia el cielo gris sobre los árboles del patio. Se estremeció. Los suspiros, las lágrimas, la congoja. Años de años inquiriendo. Años de años sin saber. Tratando de no pensar. En la tortura, el encierro, el asesinato. No pudiendo contener la imaginación que volvía y volvía al menor estímulo. ¿Quiénes fueron, qué les hicieron, cómo obraron? ¿Dónde, dónde están sus restos? Belinda contempla una vez más de miles en su imaginación un panzudo helicóptero que ruge sobre el mar abierto. Se descorre una puerta y empiezan a caer los sacos negros. Los bultos se despanzurran al chocar sobre la superficie ondulante. O la misma escena en lo alto de la Cordillera, en sus quebradas. O en los desiertos del norte bajo el fuego del sol. ¿Dónde, dónde están? Y ahora, según este informe, ¡qué fácil resulta dudar! Qué cosa difícil pretender que no existieron ¡Sergio Bahamondes y Joaquín Albornoz! ¿De qué habla esta mujer? ¿Se volvió loca? ¡Pero, señora si todo lo ocurrido está ahí, en el informe! ¿Que no sabe leer? Quiero verte una vez más y en mi agonía un alivio sentiré y olvidado en un rincón más tranquilo moriré… Gente en el patio. Vienen hablando a voces. ¿Quiénes son? Una voz se hace oír sobre las otras. Belinda conoce esa voz. Golpea doña Carmela, la empleada de la casa grande. – Doña Belinda, ¿se puede? Unos señores preguntan por usted… Aparece Belisario Concha. Asoma la cabeza a medio entrar. Otro Belisario. Se le fue del rostro la palidez de muerte. Belinda no sabe qué hacer de su alma. Llama a doña Carmela aparte. – ¡Por favor doña Carmela! Ayúdeme a arreglar este desorden. ¡En la cocina también, por favor!

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Belisario quiere entrar de todas maneras. – ¡Pero, Belinda, si no importa! Belinda quiere desaparecer en el baño. ¡Dios santo, qué cara tendrá! – ¿Con quiénes vienes? ¡Pero, Belisario, qué te costaba avisar! Belisario la sujeta entre los brazos. Los otros van entrando. Belinda se estremece, mira a Belisario. Se nubla todo. – ¡Tú has estado llorando! Ahora vas a alegrarte. Te traigo a dos viejos amigos. Belinda saliendo del bochorno lleva la mirada hacia los recién llegados. ¿Pero… quiénes son? ¡Pero… no puede creer! Pablo Etcheverry que se precipita hacia ella tampoco puede creer. – Pero… pero… ¡Dichosos los ojos! ¡La pura verdad, dichosos! Antonio Rivera ya está abrazándola con los ojos llenos de lágrimas. Se forma un trío de abrazos y exclamaciones. Belisario los está observando y tiene que contenerse. – ¡Cuánto amigo! ¡Cuánto tiempo! – ¡Sí! ¡Y cuánta historia! – ¡Pero, Belinda, preciosa, si es como estar de nuevo en el Pedagógico! – ¡Me la quitaste de la boca! – ¡Linda, linda época! – Y esta dama fue una de las grandes protagonistas. – ¡No seas exagerado! – ¡Pero si es cierto! Hay muchos sin los cuales no habría Pedagógico, pero sin ti tampoco habría. Belinda no puede más con el asedio. Qué vieja debe estar y todos estos hombres encima. Pide permiso y se encierra en el pequeño baño. Tiene que peinarse, tiene que pintarse los labios, maquillarse, arreglarse las cejas y los párpados. ¡Qué vieja, qué vieja les parecerá!

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Mientras se arregla ante el espejo ordena sus recuerdos: Pablo Etcheverry y Antonio Rivera, sí. Pablo es Pedagógico puro. Como Belisario y Sergio. Antonio vino de fuera, como Joaquín Albornoz y la Maggie Silverstein. ¡Ésa fue desgracia grande, la Silverstein! Afuera, los amigos hablan alto y ríen que es un circo. Es por ella, seguro, por quitarle la pena. Se pusieron de acuerdo y ríen como si no ocurriera nada. Sale por fin. – ¡Pero, si no tienes que arreglarte! – ¡Linda como siempre! – ¡Morena linda! – ¡No sean pesados! ¡Viejos y aduladores! – ¡Ésa es mi Belinda! Pero dime, te acuerdas de verdad de Antonio Rivera. Pintaba paisajes preciosos por poco precio, ¡ja, ja, ja! – ¡Cómo no me voy a acordar! – No sé… Pero yo era amigo de Sergio. Estuve en la casa de ustedes más de una vez. En Los Domínicos. Trabajábamos en el mismo Ministerio, ¿se acuerda? – Te digo que me acuerdo. Y para que veas, entonces nos tuteábamos. Cuando nos encontramos las primeras veces, venías con Belisario al Pedagógico, ¿ves? – Sí, él me inició. ¡Qué tiempos! Pablo se enderezó y engoló la dicción: – Eran los años de Gabriel Araya… – Sí, los años del Velo de Maya… – El que menos, tenía un nirvana a la semana, ¡ja, ja, ja! – ¡Qué época la de Gabriel Araya! – ¡Fue desde entonces que comenzaron a exigir paracaídas para matricularse en el Pedagógico! – ¡Ja, ja, ja, ja!

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– Y después, durante la dictadura, certificados de la DINA. – Pero, no creas, ahora venden budismo hasta los jardineros. – Sí, en el centro encuentro librerías enteras bajo el Velo de Maya. – No hay remedio. ¡Los pelotudos de siempre! – Fue por la dictadura. – Quien dijo Pinochet dijo espiritismo. – A propósito, ¿recuerdan los globos de Belisario? – ¿Los que inflaba con Mireya Gómez? – ¡No, yo no! – Mireya los inflaba ante la indiada perpleja en la glorieta de Biología. – Belisario los pinchaba con el bisturí de Atilio Valenzuela, ¡ja, ja, ja! – Una cosa no pude saber nunca: Dónde iban a parar las curvas asintóticas de Domingo Astaburuaga. – A la nebulosa de Andrómeda. – Tiempos fáusticos. – Se vivía peligrosamente. – Se era para la muerte. – Sí, y se estaba a lo que se da. – Se buscaba la verdad con denuedo. – Se era auténtico. – ¡Pucha que costaba!

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– Nadie se atrevía a ir más allá de Punta de Rieles. – Ahora tampoco. – Teníamos la penicilina. – Pero no la píldora, ¿eh? – No, no la píldora. – ¿Se figuran si la hubiéramos tenido? – ¡No, mejor no hablemos! – ¿A propósito, se acuerdan de los argumentos sifilíticos de Gabriel Araya? – ¿Los qué? – Decía que hay algo de heroico en la sífilis. – ¡Ésa no la sabía! ¡El muy bruto! – Y que hay algo de abono en el chileno. – Sí, ésa la recuerdo. – Y lo dejaban circular tan tranquilo. – ¡Ésa sí que era grande! Abono… – Marcela Köstner decía basura. – Claro, eran los tiempos en que el general-escoba se instaló en La Moneda… – ¡… y la llenó de basureros, ja, ja, ja! – ¡A barrer con todo! – ¡Y dejó la escoba! – ¡Ja, ja, ja, ja!

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– ¡Vaya historias! –¿Bueno, seguimos en las mismas, no? – Cierto. En las mismas mismas. – ¿Se acuerdan del pensionado pechoño que había al frente? – ¿Quién no se va a acordar? ¡Las señoritas mantón de Manila! – Todavía tengo pesadillas con la pandereta al fondo del patio… – ¿Cómo era eso? – Era una hazaña cruzarla con el reguero de vidrios incrustados en el tope… – ¿No me vas a decir que tú también…? – ¿Y tú, también? – ¡Ja, ja, ja, ja! – ¡Monjas sádicas! ¡No dejaban un huequito así! – ¡Perras del hortelano, las monjas! – No todas, por lo que me consta. – ¡Nooo! ¡Ésa no te la creo! – ¡Te digo que sí! Había una de chupársela… ¡Perdón! – ¡Cochino! – Mireya me contó que una mañana vio a dos monjas viejas encaramadas en una escalera junto a la pandereta. Gruñían examinando con lupa la punta de los vidrios… – ¡Buscaban estreptococos! – ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

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– Mireya contaba… ¡Oh, es para morirse de la risa! A uno que venía a veces de ingeniería lo empujó el diablo y… y… ¡y cayó a caballo en la pandereta! – Jesusito lindo, ¿a caballo? – ¡Ja, ja, ja, ja!… ¡Se le rajaron los pantalones con trasero y todo, ja, ja, ja, ja! – ¡Mamita mía, voy a hacerme pipí! – ¡Ja, ja, ja, ja, ja! – Ja, ja, ja… ¡Paren, por favor, ja, ja, ja! – ¡Pero, tú estas inventando! – ¡Te juro que no! Era un tipo de ingeniería. Creía en brujas. ¿Te acuerdas, Belinda? Belinda secándose las lágrimas de tanta risa apenas podía decir que sí, que se acordaba. – Parecía ánima del purgatorio. Llevaba un abrigo de esos que se usaban por el revés y el derecho. Siempre iba con el cuello subido. Inconfundible. – ¡Y tonto como él solo! – Iba a las clases de Atilio Valenzuela. – Para el asunto que fuera sacaba su regla de cálculo. – Quería saber si el pensamiento era finito o infinito el muy… – Le tomaban el pelo en forma. Recuerdo que Sergio… ¿o eras tú Belisario? – ¡Yo no! ¡Nada! – Le cantaban los boleros del tiempo y la distancia. Antonio Rivera intervino, que lo dejaran a él. – Separarnos no pueeeeden nieltieeeeempo o la distaaaaancia porque mi pensamiento de noche cuando duermo me acerca más a tiiiii. ¿Qué tal?

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– ¡Ése es, el mismo! Decían que el ingeniero se gastaba hasta la camisa con una vieja espiritista. La vieja hacía que su alma saliera del cuerpo mientras dormía… – ¡Noooo!… – Se iba a acostar con su adorada. Sólo el alma, claro. – Porque mi pensamiento de noche cuando duermo… – Nunca en el Pedagógico se vio un huevón igual. – Y eso que se veían hartos. – ¿Te acuerdas de ese profesor exiliado colombiano que hablaba y hablaba de la muerte? No paraba nunca. Me pregunto si habrá muerto. – No sé si supiste que un vez sus alumnos pagaron a los maestros del taller de carpintería para que hicieran un ataúd. Lo pusieron al lado del pupitre. Cuando entró a dictar su clase y vio el ataúd se puso a gritar hecho un grillo. Quería incendiar el Pedagógico, antro de bárbaros. Desapareció misteriosamente. – Somos para la muerte. – Pero tú estabas hablando del tío del abrigo reversible. – ¡Bah, me olvidé! Pero es todo cierto. ¡El tiempo, la distancia y la plata que se gastó en la vieja espiritista! Belinda ya había salido a ayudar a doña Carmela que prefirió preparar el té y las tostadas para los caballeros en su cocina grande. Venía a pasitos por el patio equilibrando apenas una enorme bandeja. Mientras servían, todos menos Belisario, ayudaban quitando ceniceros, floreros, juntando mesitas. El industrial del efecto de nirvana se retraía y pensaba. De pronto, servido el té, callaban todos y Belisario se encontró diciendo: – Lo que me ocurre es que en el último tiempo pienso cada vez más en Atilio Valenzuela. Muchas, muchas veces me encuentro pensando largo en él. ¿Por qué tenía que morir tan joven? A veces… a veces pienso que si hubiera sido al revés… Quiero decir, si en lugar de… Bueno, no sé… Pablo, sentado en el sillón movía la izquierda distraída sobre el voluminoso informe que Belinda había tirado sobre una silla. – ¿Sí? No te precipites, acomódate. ¿Tenemos toda la tarde, verdad, Belinda?

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– Si es por mí, encantada. – Si en lugar de Atilio Valenzuela hubiera muerto Domingo Astaburuaga, ¿comprenden? Pablo no estaba para tonteras, después de tantas… – No. Yo por lo menos no comprendo. Belinda todavía ocupada en servir con doña Carmela se quedó con una tacita en el aire mirando intrigada a Belisario. – ¿Cómo sería eso? Antonio Rivera comenzó a mirarla con ese descaro suyo de cerdo pintor. Belinda se enfureció, pero pensó en la facha que ofrecía embutida en esa falda gruesa, horrible, con calcetines toscos de hechura artesanal y chaquetón chilote. A medias sonrió con picardía. ¿Qué ideas se haría ese fauno jubilado? Pablo, por su lado, todavía sin darse bien cuenta, estaba hojeando el informe. – Si en lugar de Atilio Valenzuela hubiera muerto… ¡Entiéndanme!… Quiero decir… las cosas hubieran cambiado, ¿no? – ¿De qué manera hubieran cambiado? – No sé… Pablo acotó, burlón como para patearlo. – ¡La famosa nariz de Cleopatra! – ¡No! Sacar a Astaburuaga y poner a Valenzuela no es la nariz de Cleopatra. – ¿Atilio Valenzuela murió, de acuerdo? – ¡Claro que murió! Belisario quiso agregar “¡animal!”, pero se contuvo. – ¿Y de qué murió? – No sé. Nadie dijo.

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– Sí, alguien habló de los riñones, ahora que preguntas. – ¿Ves? La nariz de Cleopatra. – ¡Cómo discutes! Me haces reír. Igual que en esos años. Siempre tratando de tener la última palabra. Belinda repartía galletas. Puso la bandeja en el centro. Sonrió a Belisario y se sentó junto a él en el sofá. Estaba con él, que no dudara. Antonio estaba ahora reclinado en la cama como si fuera suya. – Bueno, ¿y? ¿Qué hubiera pasado con Atilio Valenzuela vivo y Domingo Astaburuaga muerto? La verdad, no veo ninguna diferencia. – ¡No importa! Es una estupidez por donde la miren. – Déjanos mirar a nosotros. ¿O te da vergüenza? – ¡Sí, le apuntaste! Me da vergüenza. Me acuerdo de Atilio Valenzuela y me da vergüenza. ¡Palabra! – ¡Ahora sí que no entiendo nada! ¿Y tú, Antonio? – ¡Que me registren! – Y tú, Belinda. Belinda miró a Belisario en los ojos, sonriendo. – Recuerdo las ideas amplias muy amplias de que se burlaba Atilio Valenzuela. Lo hacía con frecuencia. Nos advertía, supongo, pensando en Domingo Astaburuaga. El mismo se criticaba cuando elaboraba una idea demasiado amplia. Se golpeaba en un lado de la cabeza para que le saliera por el otro, ¡ja, ja, ja! Sí, cierto, las ideas grandes, la palabrería, las camisas de once varas… Antonio Rivera puso su taza en el velador. – ¿Pero, qué tiene que ver? – ¡No me vas a decir que no te das cuenta! – No, no me doy.

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– Cambiar la muerte de Atilio Valenzuela por la de Domingo Astaburuaga… – ¡Ah, eso! Pero si todos lo hacen a cada rato. ¿O no? – Justo lo que decía Atilio Valenzuela, que hasta él caía… – ¡No entiendo nada! – ¡Pero, si es tan sencillo! Pablo se levantó y fue por un cenicero. – ¡Basta de tonterías! Tenemos cosas serias de que hablar. Antonio no estaba de acuerdo. – Esta cuestión me intriga. Déjalo hablar, viejito. Después entramos en materia. Ahora la intrigada era Belinda. ¿En qué materia iban a entrar? Pero tomaba a Belisario del brazo y lo alentaba. – ¡Anda! Como en los viejos tiempos cuando éramos unos niños. – Es asunto muy… Se trata, precisamente de la tontera y de los tontos. Domingo Astaburuaga hablaba de impotencia… – ¡El inefable Astaburuaga! – ¿En qué quedamos? – ¡Perdón! Es que… Bien, ¡sigue, sigue! – …Hablaba de falta de interés en los otros, de indiferencia y temor de autenticidad. – ¡Sí, sí, ji, ji, ji! La verdad que eran amplias las ideas del hombre. – Sergio decía que hablaba como un libro, pero que olvidaba sistemáticamente la subalimentación, la explotación y la miseria. – ¿Y no es cierto?

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– ¡Muy cierto! ¿Pero, hasta dónde estamos nosotros en condiciones de hablar de miseria? – Hasta donde está cualquiera, ¿no? – ¡Ahí tienes! ¿Y qué sé yo, qué saben ustedes de miseria? – Algo, no mucho, pero algo. – Yo pienso que nada. Cuando leo de los campesinos en Ucrania, comiéndose a sus hijos, cuando veo esos seres cadavéricos mosqueados al sol en Etiopía, Sudán, Somalía. Millones y millones de seres enfermos, en los huesos, muriendo de hambre. Caravanas de miles y miles peregrinando de un infierno a otro, bajo la metralla de los aviones. Cuando leo de Uganda, Brasil, Afganistán, Kurdistán. Y ahora Irak y Bosnia. Cuando aparecen en la televisión mil imágenes de intolerable brutalidad… Para mí es más que claro que de miseria no sé nada, no tengo la más remota idea. Lo poco que puedo hablar me nace por lo que aprendí de Sergio y de Atilio Valenzuela. De mi padre también. Me enseñaron a darme cuenta de la obviedad que grita a quien tenga oídos hasta desde los adoquines de las calles: nuestra vocación sin remedio por la vaciedad y la estupidez. Pablo ya no se contenía. – ¡Otra vez con la misma! – ¿Ves? Ahí tienes. Algo pasa en este país. Denuncias la estupidez y te ponen de estúpido. – ¿Quién no sabe que vivimos en un país de imbéciles? – Excepto tú, claro, que estás de vuelta de lo que sea. – Ésa también la conozco. – ¡Renuncio! Lo que quiero decir es que en nada de lo que decía Atilio Valenzuela cabía el Aconcagua. En cambio… Quizás qué circulaba en la cabeza de Antonio Rivera que interrumpió: – ¿Se acuerdan de los milenios? Pablo se acordaba muy bien. – Sí. En un tiempo le dio a Astaburuaga por ridiculizarlos.

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– Mientras los vendía por carretadas. Recuerdo los comentarios de Marcela Köstner: Las clases las dictaba en milenios y el sueldo lo cobraba en quinquenios. ¡Ja, ja, ja! ¿O era Elisa Bauzá? – ¿No eran trienios? – No me acuerdo. Después, Roberto Tironi siguió con las mismas. El Renacimiento… – La polis griega… – El cosmos medieval… El hombre integral… – De milenio en milenio. ¿Cómo tendrán amueblada la cabeza estos gallos? – Después se metió con los próceres de la dictadura. – Antes se metió con el gobierno popular. Hay que decir las cosas como son. – ¡Tiene labia el hijo de puta! – De milenio en milenio, vendiéndoles la pomada a los tontitos de turno. – Los nazis consiguieron una aleación de metales enteramente inoxidable y con ella fundieron placas en que están grabadas en letras góticas las páginas de “Mein Kampf”. En el mejor estilo nibelungo. – ¿Y eso, qué tiene que ver? – ¿No hablabas de país de imbéciles? ¡Ahí tienes uno! Enterraron esas placas para desenterrarlas dentro de mil años. – ¡Los huevones! ¿Y dónde las enterraron? – ¡Buena pregunta! – Como la de los diez millones de dólares. – ¿Recuerdan? Marcela Köstner y Gabriel Araya se perecían por estupideces así… ¡Perdón! – ¡No, está bien! Pero hay que reconocer que los señores marxistas también tienen las

suyas.

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– ¡No, es muy distinto! – Cierto, muy distinto. Los otros tenían las suyas y tú tienes las tuyas. – ¡Ja, ja, ja! – ¡Oye, ya está bueno! – ¡Y cuántas! Ahora descubrieron la liberación femenina. Se perecen por los homosexuales. ¡Y el medio ambiente! Tu próspero negocio de automóviles… – ¿Qué tiene que ver? – ¿Con ésa sales, ves? ¿Qué tiene que ver? Tonteras por partidas múltiples. Te pasas de una a otra haciéndote el tonto… Denuncias la destrucción ecológica y vendes autos a todo motor, ¿ves? – Tú, oye, tú… – Y esperas que mientras la pegas, nosotros nos hagamos los tontos. Así va rodando la tontería universal que te digo. Antonio Rivera se revolcaba de risa en la cama de Belinda. Pablo se veía con ganas de mandarse a cambiar. Belisario, sin darse cuenta, hacía rato que daba vueltas nervioso a un anillo en el meñique izquierdo de Belinda. Un anillo tosco, hecho a martillazos por algún preso político. Otro tonto desahogándose a martillazos de sus tonterías. Se encendía entera Belinda con su mano estrechada en la de uno de sus dos amores. ¿El que amaba más? ¿Qué habían dicho de Sergio? Sí, le quedó dando vueltas en la cabeza. Que Sergio hablaba riéndose de estas cosas. Sobre todo de Tironi. Que veía milenios y tontos milenaristas por todas partes. Que hubo un choque entre Tironi y Albornoz, justo en casa de Pablo Etcheverry cuando estaba casado con la Mireya Gómez que siempre fue una siútica y seguía peor. El juego de Belisario con el anillo se había trasformado en algo delicioso, sensual. Belinda perdía el aliento. ¡Qué barbaridades no diría Maggie la Gorgona! Sí, Tironi se burlaba del milenio marxista por aquel entonces. Sin salir del suyo. Poco tiempo después, Joaquín Albornoz fue detenido por primera vez en desórdenes callejeros frente al Pedagógico. ¡Pobre Joaquín! Belinda conversó con dos abogados camaradas. La miraban con recelo. Es la última vez que recuerda. Joaquín salió a los cinco días. Más pálido por los interrogatorios que por la oscuridad de las mazmorras. Maggie Silverstein asistía a los interrogadores. Vino con unos americanos. Le aplicaron electricidad, drogas y psicología. Hablaban sólo inglés. Conocían todo el itinerario político de Joaquín. Sí, fue la última vez que lo vio. 1969. Se despidió pensando que si no lo mataron entonces no lo iban a perdonar en la próxima. Le faltaba disciplina, entrega al colectivo, comprensión del mando y la jerarquía. ¡Ah, maldita sea! Belisario tenía razón. Salir de una tontera para meterse en otra. Y los fanáticos, los que no salían ni a cañonazo de la tontera en que se habían metido. La Unión Soviética por los suelos. En las aceras de las ciudades rusas las mujeres vendiendo sus pertenencias a gritos. Un cachureo que ni en los basureros de Santiago permitirían. El

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paraíso socialista. Ahora se trasladaron todos a Cuba. Salir de una tontera grande y meterse en una chiquita. Sergio decía que Belisario le contó que fue invitado a esa cena de burlas en casa de los Etcheverry y que allí quedó muy claro que Tironi era un roto, sin una pizca de delicadeza. Y si Belisario lo decía. Lo que no quitaba que Joaquín Albornoz era un zopenco y un fastidioso. Tironi, después que Joaquín abandonó la casa de los Etcheverry, cambió unas frases con Pablo Etcheverry y Domingo Astaburuaga que estaba allí con su mujer. Echaba chispa contra Joaquín Albornoz y todos los imbéciles de su ralea. Entonces, sí, pero ahora no. Curioso, ¿no? – ¡Termocéfalo! ¡Médico y sin idea de diagnóstico! Pero para ese entonces Joaquín se notaba más flexible. De tanto dar con la cabeza contra la muralla, claro. Quizás el exabrupto de Tironi cuando le gritó que se fuera con su milenio a otra parte le evaporó la flexibilidad. Dio un portazo y nunca más lo vieron. Sergio lo encontraba a veces y decía que era como hablar con la pared. Atendía una clínica que él mismo instaló en las poblaciones de Peñalolén. A veces daba grandes muestras de estar vivo. Como esa vez que envió a Sergio su carta sobre la indeterminación, el oportunismo y los hijos de puta de siempre. Alcántara, su condiscípulo de Medicina, hablaba de él como si lo conociera hasta los tuétanos del alma. Seguro que tanto no era. Ya en ese tiempo, cuando Tironi le gritó en sus mismas narices lo que pensaba del milenio y de los buhoneros que andaban con su pedacito vendiéndolo a los zorzales, nadie sabía con seguridad qué se fraguaba en la cabeza de Joaquín. Cuando estuvo preso la primera vez, dicen que se entretenía dibujando los monos más curiosos y que su diseño más estrambótico consistía en una estrella soviética cuyos cinco picos se unían formando un pentágono. Quería significar algo ambiguo y monstruoso, y los demás presos bromeaban que en los cuartos de interrogatorio la Maggie Silverstein le había transformado el cuerpo calloso en una ensalada rusa. Marcela Köstner, la segunda vez que arrestaron a Joaquín Albornoz, le había dicho a Belisario Concha: – Domingo Astaburuaga le metió a ése la indeterminación en el cerebro y Maggie Silverstein se la selló con soplete oxhídrico. Belisario se lo contó sólo hacía unos días, cuando vino a verla después de tantos años. ¿Por qué hablaron de Joaquín entre Marcela y Belisario? ¡Quizás por qué! Por lo mismo que ahora, seguramente. ¡De qué no hablaban y sin parar! Pero Pablo se estaba poniendo serio. ¿Enojado con Belisario? ¿Qué iba a ser! Si siempre fue igual. Si en el Pedagógico nos decíamos lo que nos pasaba por la cabeza y tan amigos como antes. O tan enemigos. No, la seriedad súbita de Pablo tenía que ver con el informe, abierto sobre sus rodillas. Antonio carraspeó también mientras abría una carpeta de cuero empezando a repasar su contenido. Pablo comenzó: – Bien. Sobre este informe… Veo que conseguiste copia del borrador. No hay una sílaba ni sobre Joaquín Albornoz ni sobre Sergio Bahamondes. Si es así como lo quieren, ¡allá ellos! Nosotros vamos a encargarnos.

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A Tomás Pineda lo mataron a la vista de todos. En pleno Paseo Ahumada. El conocido abogado y notorio adversario del Gobierno Popular recién salía de los Tribunales de Justicia. Había alegado contra la extradición de dos oficiales del Ejército solicitada desde Washington por eventual participación en crímenes cometidos en territorio americano. Pineda, seguro de impedir la extradición, sonreía ante las cámaras. – Los americanos tienen sus reglas. Y bien, nosotros tenemos las nuestras. Y no olviden la absoluta imparcialidad de la justicia chilena, su inflexible y proverbial sujeción a las normas inviolables de nuestros códigos. Fue igual que en las películas. Todavía lo seguían algunos reporteros cuando llegó al Paseo Huérfanos. Se detuvo. Su coche estaba a unos pasos, esperando. Miró su reloj. ¡No hay nada que hacer con el destino! – ¿Vamos a tomar un café? Sus guardaespaldas, sin decir sí ni no, echaron a caminar con él hacia el Paseo Ahumada. Oyó los gritos del lustrín. – ¡El pañito, don Tomás, el pañito! Tomás Pineda no toleraba pelusas en el traje ni polvo en los zapatos. Había algo de mafioso en esos escrúpulos con su atuendo. Discutía cada detalle con su mujer y con su espejo. Seguro de sí, no lo parecía tanto de la combinación de la corbata con la camisa, los zapatos con los calcetines. Se estaba largos minutos atildándose según fueran entrevistas de televisión, sesiones en el senado o parties en embajadas lo que aguardaba. Puso el pie en la caja del lustrín. Dos o tres personas se acercaron a saludarlo. Los guardas atendían sombríos. Desde lejos, en grupos le hacían gestos de “¡Duro con ellos, abogado!” Pineda sonreía con un qué de sabio. ¡Duro con ellos! Pero de lejos, eh, a distancia prudente. Dónde estaban los guapos cuando las papas quemaban. ¡Duro con ellos! A eso se llama avivar la cueca. Cuando lo perseguían como forajido por todo el país, cuando lo tiraron por muerto en un basural, cuando lo trataron por semanas de semanas los comunachos y después lo echaron a podrirse en las mazmorras, ¿dónde estaban los guapos? ¡Duro con ellos! Hasta la misma Maggie Silverstein desapareció por meses en Europa mientras lo zurraban. Después cuando no había un moro en la costa,

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vino haciéndose la sorprendida. ¡La hija de puta! – ¡Pero, por Dios, cómo es posible, Tomás, cómo es posible! ¡Palabra! Después de su perro, prefería a los comunachos. Contento con el brillo de sus zapatos, alargó una moneda de cien pesos al lustrabotas. – ¡Gracias, don Tomasito! Echó a caminar por el Paseo Ahumada flanqueado por sus guardaespaldas que no se perdían pájaro de los alrededores. Irradiaba satisfacción. Como para seguirlo con una cámara y vender la película a una compañía de seguros de vida. ¡Hoy la vida me sonríe! En verdad, nos sonríe a todos. No hicimos un mal acuerdo. ¡Reconciliación! No hay cura que no se derrita. El país se puso en marcha. Los Pinochet’s boys a la vanguardia. Las nuevas generaciones se sacuden los complejos coloniales. De muestra un botón: Nuestros tribunales resisten las presiones de Washington. ¡Gringos imbéciles! No apuntan una. Pero los otros, los borregos de la inteligentsia internacional, comienzan a ubicarse. Cada día aumenta la corriente de los convertidos. Se adoctrinan solos. Claro, con el buen queso. Chile, la perla del Cono Sur, el tigre de Latinoamérica. ¡Hasta los rusos claman por un Pinochet que los saque del hoyo, ja, ja, ja! Los beatos democristos se suman con sus palas mecánicas a los Chicago’s boys, a la libre empresa, las exportaciones no tradicionales, la privatización, las buenas finanzas. ¿Importación? ¡Pase! Venga de donde venga mientras valga la pena. Las manzanas, las peras, el vino chileno se están vendiendo hasta en el polo norte. ¡Todo viento en popa! Surgen las multinacionales chilenas. Se invaden los mercados argentinos, peruanos, bolivianos. Comienzan a detestarnos en toda Latinoamérica. ¿Qué mejor señal? ¡No iban a alegrarse! Los imperialistas del Cono Sur, llaman. Nuestros socialistas se transforman en grandes empresarios. ¡Buena onda, buenos negocios! Las Fuerzas Armadas no quitan ojo del proceso de transición. Ni el dedo del gatillo ni la mira de los comunachos con y sin sotana. ¡Largo trecho por andar todavía! Pero, lo andado no es poco. La Constitución exige tiempo para asentarse bien. Las Fuerzas Armadas son su garantía. ¡Ah, qué alivio! La Unión Soviética desapareció del mapa. ¡Esa sí que fue de oro! Los americanos siguen sin entender una jota de Chile. ¿A quién con dos dedos de frente se le puede ocurrir enfrentar al Ejército Chileno? No son capaces con Cuba, no son capaces con Nicaragua. Y quieren meterse con nosotros. Hay que ser bien… ¡Que no sueñen con la mitad de una extradición! Avanzó entre el gentío frente al Banco de Chile. Sus guardaespaldas cada vez más nerviosos. Tenía que esquivar la gente y el agua que brotaba de una fuente a ras de suelo. Siempre que pasaba junto a esos chorros de agua en pleno Paseo Ahumada, sobre todo en verano con su traje blanco, no podía evitar un comentario a propósito del genio urbanístico que tuvo la idea: – ¿Por qué no instaló duchas abiertamente? Ahora, sin atreverse a mirar sus zapatos recién lustrados, movía la cabeza conteniéndose apenas. En sentido contrario, venían personas de expresión aviesa. No eran

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ciertamente de la categoría “Duro con ellos, don Tomás”. Pero el abogado Pineda ni se daba el trabajo de mirarlas. Sabía que en despoblado y con arma en la mano lo despacharían sin decir “¡agua va!”. Y automáticamente. Así era y se le daba un rábano. Solía decir: – Pero necesitan más que eso. Necesitan que yo vaya desarmado. Valentía no le mezquinaron a Tomás Pineda cuando lo parieron. Ni tampoco maneras de caballero en la pelea. Pero no lo mataron ni en despoblado ni desarmado. Lo cercaron tres payasos que venían conversando a gritos y carcajadas. Corrían a divertir a los pequeños en la Plaza de Armas después de hacerlo en la Alameda. Ésa es la impresión que daban: Payasos de profesión. Zapatos enormes, pelucas de mechones rojos y amarillos, manzanas en lugar de narices. Iban metidos en anchos trajes multicolores. Nadie iba a notar las metralletas, dos camufladas como paraguas, una como grueso bastón. Fue en el exacto momento en que Esteban Marinovich cruzó a paso ligero desde la esquina de Moneda gritando alegre “¡Tomás, Tomás!” En un artículo obituario, Roberto Tironi habló de jugada del destino. “El imbécil de siempre”, comentó Maggie Silverstein mordiéndose de rabia. Octavio Olavarría, que corrió a esconderse en el fundo de su tío Abelardo en Curicó seguro de que seguía en la lista, escupió sobre el recorte cuando llegó a sus manos. “¡Espérate! ¡Yo voy a hacerte una jugada del destino!”. En cuanto a Aníbal Quintana, no eran tiempos para pedirle a Tironi que se decidiera entre la jugada del destino y el destino de la jugada. Al hombre se le subía el corazón a la garganta al primer campanillazo del teléfono. Mordiéndose las uñas buscaba excusas para no asistir a los funerales. Tironi que sí se atrevió y hasta dijo unas palabras ante la urna, volvió sin darse cuenta sobre la jugada del destino. La frase se le había pegado como un chicle en el zapato y todo él giraba sin saber para dónde. Se distraía, tartamudeaba y andaba viendo metralletas en los lugares más inesperados. Elisa Bauzá se quedaba mirándolo por largos minutos. Por las noches entre whisky y whisky daba vueltas en la cabeza a negras premoniciones sobrecargadas de historia, trascendencia y fatalidad. No cabían dudas, el pobre estaba temblando de que lo destriparan a él también. Dormía a saltos sus pesadillas ahogadas en alcohol. El dormitorio se transformaba en el Paseo Ahumada. Nada de metáforas, era el mismo Paseo Ahumada. Pineda venía feliz entre sus guardaespaldas. El trío de payasos avanza, avanza sonando pitos y panderetas. “El anticlímax típico del momento trágico”. El gentío bulle sordo a la entrada del café. Los guardaespaldas se enderezan perplejos ante el trío bullanguero. ¿Qué hacen estos fulanos? ¿Por qué no se van a revolverla a otra parte? Sube el bullicio. Ridi pagliacci ridi. Allá viene corriendo Esteban Marinovich. ¿Qué dice, qué dice? La cita del destino. – ¿Tomamos un cafecito? Ya está dentro del círculo. Los dos colosos de “Las Alturas de Cóndor” se palmotean. ¡Ta, ta, ta, ta! ¡Qué fue eso! ¡Ta, ta, ta, ta, ta! – ¡Tomen, hijos de puta, tomen! Los guardaespaldas empujados por las ráfagas revientan como pellejos de vino tinto

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contra una vitrina de pulcras camisas, calcetines, guantes, pañuelos. Tomás Pineda va a parar de espaldas contra el costado de un taxi estacionado. Se desliza hacia el suelo estirando las piernas sobre un manchón de sangre. Encima le cae el cuerpo de Esteban Marinovich sacudiéndose. Los payasos ríen y chillan, se dan de manotazos, huyen trabados de brazos cantando, saltando, entre el gentío que no entiende nada. – ¡Dos pájaros en una, tralalá, dos pájaros en una, tralalá!… Desaparecen por un portal. Roberto Tironi se queda mirando petrificado a Elisa que tiene las yemas de los dedos sobre los labios. – ¿Te das cuenta? Los payasos… ¿Te das cuenta? Elisa se da cuenta. No de los payasos. O cree que se da cuenta. No es llegar y darse cuenta con un Roberto Tironi. Aunque esté viejo ya y un tantín decrépito. Cabeza demasiado grande para ella. No sólo para ella. De qué payasos habla. Haciendo bien las cuentas, ¿quiénes eran los verdaderos payasos? Lo trágico y lo grotesco. O lo grotesco y lo trágico, que no es lo mismo, porque con Roberto Tironi nunca se sabe. La trascendencia y las payasadas, y ésa es otra. Quizás qué quiere decir, quizás dónde está el problema. Si en lo trágico de las payasadas o en las payasadas de lo trágico. ¿Y entonces qué? ¿Y cuál qué? Horas después de los disparos, la policía encontró las pelucas, trajes y metralletas en sendas cajas de cartón bajo las butacas de un rotativo. ¿Cómo fueron a parar allí? Sólo semanas después, el comunicado del Hospital de Carabineros sobre “el estado del abogado señor Esteban Marinovich” hablaba de lenta pero efectiva recuperación. Escapaba de la jugada del destino.

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Señor Aníbal Quintana: Por la prensa sabrá usted que el principal obstáculo en el camino que conduce a diez millones de dólares extraídos de nuestras arcas en 1974 ha sido removido de forma permanente. Sabemos que usted es persona de buen sentido. Dentro del plazo de 24 horas después de leer estas líneas, depositará usted tras la peana del Bautista en la Parroquia de Apoquindo un sobre con toda la información en su poder. En especial, los recibos de depósitos correspondientes. Proceda de acuerdo y viva feliz con su familia. BJA Casi a la misma hora que Aníbal Quintana, en la “Clínica Altos de Apoquindo” abría Rodrigo Alcántara mirando a todos lados un sobre aparecido en la guantera de su coche. Señor Rodrigo Alcántara: Por la prensa sabrá usted que el principal obstáculo en el camino que conduce a su archivo privado ya no existe. Sabemos de su buen sentido y sobre todo de sus deseos de librarse de imputaciones tendenciosas. Le ayudará mucho en esto poner en nuestras manos copia de los antecedentes que hay en sus archivos sobre la atención en su clínica de los pacientes que se detallan en la lista al pie. Si no hace lo que le pedimos a su manera, no tenga dudas de que nosotros lo haremos a la nuestra. Dirija el sobre a Pedro González y déjelo en la portería de su clínica. BJA A la salida del cementerio, Roberto Tironi no sabía de qué lado mirar. Rostros duros, amenazantes, atribulados, desfilaban estrechando la mano de la viuda de Pineda enteramente enlutada. Tras esta figura funeraria se alineaba un grupo de jóvenes altos, de espaldas atléticas, también de negro, con las manos atrás y las piernas separadas. Más que Pinochet’s boys, Hitler’s. Tironi atisbaba en busca de algún amigo entre el gentío que se arremolinaba en el hall de entrada. La reserva, la sospecha, el temor, la rabia creaban una tensión insoportable. ¿No era ése Aníbal Quintana? ¡No, qué iba a ser! ¡Pero, ése es Astaburuaga! Agachado, casi irreconocible, pálido y canoso, mejillas hundidas. Camina lento hacia la viuda, se detiene indeciso, mira por lo bajo mientras cede el lugar a otros. ¿Qué hace aquí? ¿De dónde le nació venir? ¿No habrá una puerta de prudente retirada? Roberto Tironi, nada de encorvado, pero igual de canoso, lo tomó del brazo atrayéndolo suavemente.

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– ¡Profesor! – ¿Eh, qué? ¡Ah, usted, profesor Tironi! Pareció que iba a desmayarse. No sabía si habló demasiado alto y con la mano sobre la boca miraba hacia el grupo en torno de la viuda. Seguía inseguro de acercarse. ¿Tenía algo que decir? Gabriela le rogó que viniera. ¿Qué significado tenía? Y ahora con el agregado del señor Tironi. Seguro que había gente fotografiando todo y tomando notas. – ¿Anda usted en coche? – Pensaba en un taxi… – ¡No, permítame, yo lo encamino! Domingo Astaburuaga miró hacia los arbustos allá, al fondo del estacionamiento. – ¡Un momento, vuelvo enseguida! Ahora podían hacerle la fotografía. Ni mear se puede tranquilo en esta época de teleobjetivos, zooms, infrarrojos. Profesor Domingo Astaburuaga en el Cementerio General meando sobre el cadáver todavía tibio de Tomás Pineda. Sí, así las arman. Y hasta son capaces de publicarlas. Ausencia de mundo, carencia de estilo, deformidad cultural. Las aguas menores del Decano de la Academia Chilena. Desapareció tras una caseta abandonada. Mientras aguardaba, Tironi se encontraba absorbido sin darse cuenta por un grupo de tres mujeres de media edad que pasaron apretujándose, riendo por lo bajo. Lindas mujeres que entraron en un coche con deliciosa exhibición de piernas justo cuando Domingo Astaburuaga volvía rengueando, tanteándose el marrueco, sonándose, echando miradas hacia el Cerro Blanco. ¡Ahí tenían una muestra más! El Cerro Blanco en plena capital. Convidado de piedra pringado de ausencia de mundo, chorreando por sus riscos resecos el estiércol y la indeterminación, ensartado a la buena de Dios de pinos y eucaliptos famélicos, de sucuchos, torres de transmisión, peñascos informes alquitranados de sucia propaganda. Aligeró el paso, vino casi trotando a caer sin aliento en los brazos de Tironi. Carraspeó, sonrió hacia el coche de las tres mujeres que se acomodaban dentro al parecer riendo a gritos, encendiendo cigarrillos, intercambiando quizás qué comentario sobre el viejo verde y elegante. ¿Vendría al cementerio por la vez penúltima? ¡Ja, ja, ja! Con esos ojos suyos, miró hacia los cielos Astaburuaga. Después, hacia la alta cúpula del Cementerio General. Como siempre, atisbaba por la esencia del momento y hurgaba por la frase precisa. Tironi seguía de reojo la conducta de las tres beldades. Con cateo experto comenzó a separar del grupo la que sí, sí, podría ser. Sacó las llaves y abrió la puerta del coche. Al lado opuesto, aguardaba Astaburuaga ajustándose la corbata. A la última de las últimas, el Astaburuaga de siempre, humilde y hondamente humano. ¡Qué menos podía ser con toda esa lucidez! – ¡Qué cierto es, mi amigo, por vulgar y trillado que resulte! Aquí el valle de lágrimas concluye. No hay qué poner ni qué quitar.

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Tironi, sin ideas muy claras sobre sus personales y recónditas intenciones, sigue con ojos ávidos su presa. Viejo halcón de pico algo flojo. Sin duda era la más hermosa de las tres. ¿Lo miraba? Sí, muy claro que sí. No eran ilusiones vitales, como las llamaría Astaburuaga, aquí al lado. Vitae illusionis. ¡Una buena pieza de mujer! ¡Cómo reía sin dejar de mirarlo! En la mujer, la risa, la carcajada… la dentadura. Venus morena. Se sentó al lado de la que guiaba. Como mandado por encargo, en el instante del flechazo certero, Astaburuaga murmuraba contra el momento eterno de su Goethe inmortal. – No, mi amigo, no es la belleza la que detiene el tiempo. Es la muerte. Factual y tautológico, si me permite. Sí, la dama esquelética, sí. El coche con las tres beldades comenzó a salir de su lugar de estacionamiento. Astaburuaga comentaba que la belleza no tenía nada de esquelético, aunque sin esqueleto… Tironi no le entendía el pero. O el aunque, que aquí viene a ser lo mismo. – ¿Así piensa? Si me pregunta a mí… Ella fue quien empezó el juego. ¿Tendría algo que ver con Pineda? ¿Amante suya? ¡Qué bien estaba, qué bien! ¡Y cómo lo miraba! A él, un viejo en los descuentos. ¿Sería por el coche? ¿Por algún favor futuro en la Universidad? ¿Qué estaría pensando, qué estaría sintiendo? ¡Qué alegre y fresca la mañanita! Le sonrió a las claras al pasar el coche. Tironi se enderezó a la orden y puso el motor en marcha. No cabían dudas. Abiertamente a la caza. ¡Sígueme! ¡Allá voy! Firme y resuelto en su asiento de comando, escucha apenas la seguidilla a su lado de brillantes sandeces. Titilan como cuentas resplandecientes en el hilo de voz de Astaburuaga. Un día de éstos, no habrá más hilo. El hilo de Ariadna que nos ha guiado a todos por años de años a través del laberinto. Aquí el valle de lágrimas concluye. Categórico. Aquí concluye, y yo jadeando detrás de… ¡Viejo verde! No nos dejes caer en tentación. ¡Qué cierto! Caer en tentación. Para una conferencia entera. Caer, para empezar y sin entrar nunca en tentación. ¿Cuántas veces? ¿Con cuántas? Elisa lleva la cuenta. La cuenta de cuántas. Él, hace ya mucho que la perdió. Caer en la cuenta. Astaburuaga se ha echado atrás en su asiento suspirando. De pronto, su mano huesuda, cubierta de manchas café oscuro cae pesada sobre el muslo de Tironi. Se vuelve brusco. Hay un destello de cirio en la mirada mortecina del viejo maestro. ¿Ausencia del otro? Hay que andarse con mucho cuidado. Ve debajo del alquitrán. Ve todo. A la letra, todo. – ¡Qué cierto, mi amigo! Hoy ando de obviedad en obviedad. Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Cuán presto se va el placer… Tironi puso marcha atrás y sin quitar la vista del retrovisor se sumó a la cita: – …Cómo después de acordado da dolor… – …Como a nuestro parecer… – …Cualquiera tiempo pasado fue mejor.

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El guardia del estacionamiento acciona con la mano izquierda, indicando a Tironi que retroceda, que retroceda… suavemente… así, así. Con la derecha muy en alto, detiene un torrente de coches que no se ven por ninguna parte. Tironi gira el volante colocándose en posición de salida. Pasa a primera al tiempo que alarga al guarda una moneda. Cien pesos. Aceleró. ¿Alcanzará a la hermosa de la sonrisa provocadora? No nos dejes caer, caer, caer. Tomás Pineda y Esteban Marinovich cayeron los dos. Los cuerpos en cruz, chorreando sangre. Esteban agonizaba en el Hospital de Carabineros. Domingo Astaburuaga quería saber si don Roberto Tironi conocía a un señor… sí… un señor Belisario Concha. Le pareció verlo en el funeral, pero no estaba seguro. – Hace unos días, pasó a visitarme con un condiscípulo de esa lejana época. Don… don Pablo Etcheverry, sí. Tironi respondió que había mucha gente. La mayoría, jóvenes desconocidos. – ¡Nos estamos poniendo viejos, profesor! Astaburuaga se echaba a un lado y otro buscando en sus bolsillos. Quería fumar. – ¿Viejos? ¡No yo! Me propongo saltar a pies juntos la valla final del milenio. El tercero no va a comenzar sin mi concurso. – Saltar de un milenio a otro. ¿Dónde oí eso? ¿De qué color era el coche? Azul oscuro, Fiat. Dobló chirriando en Avenida Independencia y aceleró hacia Mapocho. ¡Allá iba el Fiat con su preciosa carga! ¡Ah, el eterno femenino! Helena, para empezar, Lucrecia, Fedra, Margarita… ¡Marilyn Monroe! La vida es corta y el amor es… ¿Qué estupideces estoy diciendo? ¿De qué habla Astaburuaga? De Pablo Etcheverry, sí, muy amigo de Belisario Concha. – El señor Etcheverry me trajo los saludos de un señor que no conozco. Muy extraño. Parece que su contacto con las culturas europeas no le hizo muy bien. Hace contrastes estrafalarios y se enoja solo. Muy extraño. Tironi sabía muy bien de qué se trataba. Más de uno le trajo detalles de las salidas de madre y delaciones del señor Etcheverry en contra suya. Pero no estaba para perder el tiempo en tonteras. El tal señor Etcheverry podría gritar hasta desgañitarse sin que lo oyeran en la acera del frente. Astaburuaga fumaba sin cuidado de la asfixia de Tironi. – Andan de detectives privados. – ¿Perdón?

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– Esos dos señores. Igual que en las películas. Investigaciones que toman toda una vida y que van desde Constantinopla a Talcahuano. Casos que aclarar… – …y cuentas que saldar. – Sí, cuentas que saldar. Preguntan por un señor… Déjeme recordar. Uno es don Sergio Bahamondes y el otro don Joaquín Albornoz. Ambos, viejos compañeros. Así dicen. Y ambos desaparecidos. Se ven muy interesados. ¿Usted, recuerda algo? Porque cuando me preguntan a mí… Tironi sintió que le dolían las manos aferradas al volante. Aceleraba enfurecido. Dos… No, tres… No… ¡Cuántas veces vinieron! A preguntarle, a interrogarlo sin muchos miramientos sobre… ¡sobre quién no! Recuerda dos libretitas. Negras las dos. La grande en mano de Esteban Marinovich que era todo sonrisas. La pequeña en las rodillas de Maggie Silverstein que amenazaba abiertamente. – El señor Tironi no va a negar que… ¿Y qué podía negar si lo sabían todo? No dijo nada, nada que no supieran ya. Además, ¿qué dijo que no le dijera cien veces y en sus mismas narices a todos esos benditos comunistas? ¿Acaso era un secreto lo que él y su colega Astaburuaga sentado aquí a su lado pensaban sobre termocéfalos como ese señor… Albornoz? Gente así debía desaparecer del mapa. En ese tiempo de tanta confusión y peligro, ¿quién no pensaba lo mismo? ¿Y quién no estuvo bailando en la cuerda floja? Militares, industriales, políticos, hasta sacerdotes, todos estuvieron a un pelo de claudicar. O claudicaron. Y ahora venían con la monserga de las aclaraciones y la transparencia. ¡Transparencia, los canallas! Tironi furioso y asustado, sin quitar el ojo del Fiat con las tres morenas, veía ir y venir informes. Saltan de un escritorio a otro. El señor Roberto Tironi, prestigioso profesor universitario considera que… Tales son las personas que de acuerdo a don Roberto Tironi deberían… Hemos conversado extensamente con don Roberto Tironi quien considera que… ¡Maldita sea! Se le escapó una mirada fiera al profesor Astaburuaga que fumando a su lado probablemente masticaba el mismo charqui. ¡Ahora sí! Alcanzó el coche en que viajaba su nueva conquista, su Venus morena de ojos descarados y boca caníbal. Ahora la tenía casi al alcance de la mano. Por unos segundos cambiaron miradas. La bella se había quitado el pañuelo que llevaba en el cementerio. La negra rizada cabellera caía radiante sobre los hombros. Había atochamiento frente a la Estación Mapocho. Los bocinazos ensordecían. Astaburuaga chasquea la lengua. No quiere mirar las aguas sucias del río ni saber de las consignas ultraizquierdistas chorreando rojo y negro sobre los parapetos. Despidió la colilla de un coleto hacia la indeterminación y la ausencia de mundo y alzó el vidrio de la ventanilla. Se le ocurrió que la manoseada soledad del hombre contemporáneo podía cambiarse por la suciedad del hombre contemporáneo. Sí, no estaría mal, la suciedad. Y en todos los aspectos y respectos. En lugar del “riesgo metropolitano” que “crecía y se aglutinaba ominoso por razón del tránsito de soledades” podría ocuparse de “suciedad y peligro, la bomba ecológica del

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mundo postmoderno”. – No dejan espacio sin ensuciar, mire. Tironi no estaba para mirar basura. Bastante padeció todo el largo de Avenida Independencia. El Fiat azul parece danzar frente al parabrisas. A ratos, Venus morena mira por la ventana trasera. ¿La sigue todavía su Adonis de Otoño? ¡Muerte a los asesinos! La sangre del pueblo no se transa. Verdad y Castigo. Libertad a presos políticos. Revolución o Muerte. – ¡Esto no termina nunca! Astaburuaga saboreó la ambigüedad. – ¿Se refiere usted a las consignas o a las hileras de coches? Cultura y sociedad. Espaciación y peligro. Cultura y espaciación. Peligro y cultura. Sociedad y suciedad. Cultura, espaciación y peligro. Si se agrega individuo y sociedad, determinismo y libertad, persona y democracia, código genético y mutación tecnológica, entonces… Espaciación y cultura, that is the question! Basura, peligro y vaciedad. ¡Palmario, transparente! ¿Transparente? – ¡En el contacto, ahí está el problema! – ¿Perdón, qué dijo usted? – Su coche no le deja ver el bosque. – No se gana mucho con los semáforos sociales. – El peligro sigue igual. No, ¡empeora! – No se gana nada con nada.

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– Lo que importa es el entre. Siempre lo dije. – Entre nosotros… – Sí. Quiero decir, en el contacto… Tironi, por más que escarbaba, no encontraba en qué podían tocarlo, de qué podían acusarlo. Antes de aplicarle a él la primera sílaba de una acusación tendrían que haber fusilado a la esposa del caballero sentado a su derecha. Pero… Parecía venir una grande. ¿O no eran más que cuentos? Tomás Pineda no era ningún cuento. Ya estaba en su nicho. Esteban Marinovich a un paso del suyo. Esos no eran cuentos. Elisa le contaba ahora de la furia de su padre, el general Bauzá. Trataban de cerrarle la boca. Mucho mejor que no lo intentaran. La hermana del general murió, no hacía mucho. Enferma de largo y amargada sin remedio por la pérdida de su querido hijo y por el libelo infame que echaron sobre su cadáver. El general se estremeció cuando la mano de su hermana adorada aferró la suya en el último momento. – ¡Prométeme, Miguel, prométeme!… Limpia el nombre de mi hijo desdichado… Los asesinos son ellos… Busca sus restos… Yo pediré por ti a la madre del Señor… El general Bauzá no iba a pasar por encima de la memoria de su hermana. ¡Eso, jamás! Busca sus restos, limpia su nombre. ¡Pobrecita hermana! En sus averiguaciones terminó por coincidir con Antonio Rivera y Pablo Etcheverry. Se había entrevistado ya con Octavio Olavarría y Maggie Silverstein. Golpeó en la mesa, algo que nunca hacía. Habló a gritos y de una tirada. Sobre esa historia de los 119 sabía mucho, mucho. Un archivo de kilos. Con cuentos no le iban a venir. Sólo quería saber una cosa y mejor hablaban derecho y de una vez. Cuánto tenía que ver Octavio en esa historia, en qué casos estaba implicado con las manos, cuánto sabía y cuánto tenía que ver en el asesinato de su sobrino cuyo nombre se encontraba en esa lista. A doña Maggie Silverstein no estaba preguntándole nada. Sólo la quería presente como oidora de lo que diría su yerno. – Y no sueñe con írseme por la tangente, mi amigo. Entiéndame bien. Este asunto lo voy a poner en claro. Si usted me cuenta todo, veremos. Si no, mejor cancelamos el parentesco y la amistad aquí mismo. Elisa dice que Octavio no vaciló un segundo. Maggie Silverstein podía irse a la cresta. Él por su parte estaba limpio. La Venus-Gorgona se veía a un paso de asesinarlo. El yerno legítimo del general Bauzá no tenía nada que ver no sólo con el sobrino del general y primo político suyo, sino con nadie de la lista entera. Elisa le contó todo esto a Roberto Tironi. Y le contó más. Que su padre había enfrentado a Tomás Pineda. Que éste se le rió en la cara. Que el general tomó nota y decidió encontrarse con Antonio Rivera y Pablo Etcheverry. Había que aclarar las cosas, devolver su nombre a las personas, hacer justicia. El general Bauzá estaba en condiciones de probar muchas cosas a mucha gente. Por el contrario, ¿qué podían probarle a él? Si buscaban transparencia…

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El Fiat azul volaba a perderse por el Parque Forestal. ¿Se daría cuenta el viejo Astaburuaga? El respetado profesor Tironi, sin dársele un comino de quién iba a su lado, corría como un imberbe irresponsable, como un viejo lujurioso ridículo, como un… Sí, como un reblandecido de la cabeza. ¡Eso! Un viejito en pantalones cortos corriendo tras una prostituta por esas calles de Dios. ¿Qué se proponía, a ver, qué se proponía el muy imbécil? ¿Memorizar el número de la patente y aplicarle la criba de Eratóstenes? ¿Averiguar el domicilio y abordarla una noche de luna? Me permettez vos bras, ma belle demoiselle? Fausto en Agosto, Margarita en Diciembre y en encajes negros. ¡Viejo idiota! Un segundo de vacilación y el coche va a encajarse de narices en el Mapocho con Astaburuaga y todo. Por Avenida Providencia pasado Salvador, el Fiat azul con su carga sabrosa de piernas morenas dobló a la derecha. Tironi siguió de largo. Adiós, Venus de funeral, empanada frita de mariscos, ¡calentita! – ¡Se fueron por el desvío, mi amigo! – ¿Perdón…? Así que el profesor Astaburuaga se había dado cuenta. Sintió que la vergüenza le subía hasta la calva. ¡Vaya! Es que, la verdad, se necesita ser un… De pronto, Astaburuaga se enderezó en su asiento. Como si hubiera estado durmiendo todo ese tiempo. Tenía algo que preguntar. – ¿Qué edad tenía el señor Pineda? – No sé. Cincuenta, sesenta, no sé. ¿Por qué pregunta? – ¿Cincuenta? Astaburuaga miraba con una boca retorcida hasta la repugnancia a la manada humana circulando, allá afuera, en la total ausencia de mundo. El desorden desbordaba las aceras. Tironi tamborileaba con los dedos en el volante aguardando la luz verde. Dijo sin pensar. – ¿Cabe en cincuenta años una vida? – La vida es siempre poca, mi amigo. – Sí, cierto. Poca por donde se la mire. Ansiedad, insaciabilidad. ¡Ignorancia! Uno se va del mundo sin saber. Sin saber nada de nada. Sin atinar, sin detenerse y atender. ¡Dios santo, sin atender! ¡Sin, sin, sin! Sin esperanza. Todo fluye sin merecer, sin reconocimiento. ¿Cuánto, ahora mismo, se desvanece ante la mirada de Astaburuaga en esta esquina desbordante de vida? Ansiedad. Insaciabilidad fáustica y vuelo de pigmeo. Todo este gentío de Dios, ¿en qué yermo

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se evapora? Los rostros, los vestidos, las palabras, los cuerpos. Las mil formas de disfrutar, padecer, lidiar. La premura, la precipitación, la inconsistencia instintiva. Seguir, seguir, donde sea, como sea, seguir, seguir, aferrarse a la vida, andarse con los pies, con las garras, con los codos, agitar los huesos, atrás, adelante, atrás, adelante, seguir, seguir, consumiendo a dentelladas las esperanzas, cruzando a brazadas el torrente, aferrándose, pisoteando cadáveres, desgarrando… ¿Pisoteando cadáveres? Sí, sí, por miles de miles de miles. Tironi seguía a ojos llenos, sin querer, con placer subliminal, el juego de las pantorrillas sobre los tacones, el de las nalgas bajo las faldas. ¡Mujeres! Cruzando apresuradas frente a los coches antes de que los semáforos pasen a luz verde, andante con brío, presto, allegro. ¡No, allegro no! La tristeza se mete hasta bajo la piel de los cuerpos. Mujer chilena, mujer triste, triste. Astaburuaga, sólo él podría decirlo entero y categórico. ¿Qué estará pensando ahora? Las curvas asintóticas de Astaburuaga, los afanes fáusticos, la sed de infinito, el sentimiento oceánico, toda la temática recurrente de sus escritos y lecciones, sus frases encabritadas en esdrújulas punzantes, el fantasma inhóspito del otro, la intimidad mítica del prójimo. Volvió a entrar en Providencia por Once de Septiembre. La nostalgia de vínculo. Pasó frente al Hospital Militar. ¿Era allí donde agonizaba Esteban Marinovich? ¿O estaba muerto ya? ¿No dijeron Hospital de Carabineros? ¿Y qué le importaba? Indiferencia ante lo trágico en el otro. Quiso volverse a Astaburuaga. ¿Qué dijo? ¿Estarían temiendo los dos lo mismo? Elisa traía las murmuraciones. Ajuste de cuentas viejas. Cuentas viejas de viejos. Historias para contar a los pequeños. En tiempos de la dictadura, los militares, hijo mío, te ponían la pistola al pecho por quítame allá esas pajas. ¿Somos o no somos? Había que ceder ahí mismo o ahí mismo te mataban. Salían arrancando todos. ¡Los cucarachas! Y ahora vuelven. La hija de un amigo tuvo que borrar insultos escritos en las pizarras. “Nitroni, sapo de la DINA” “Eh, Niroti, ¿a quién le prestaste el poti?” Así escupían. Sí, volvían los enemigos desde el exilio. Azuzaban a los tontos imberbes. La de siempre. Viejos políticos podridos con sus viejas cuentas podridas. Surgían grupos armados con sólo una pistola. A la mujer de Astaburuaga le llegó una nota con tres palabras: “Cuídate, puta traidora”. Elisa le pedía que ni por nada le contara a Astaburuaga. Pero, ahora con el atentado contra Pineda y Marinovich, ¿qué pensar? Apretaba el volante, aceleraba. Dijo que el coche no me deja ver el bosque. Cierto, aunque no sé si es por lo mismo. El mar de coches y la mar en coche. Qué me importa mientras nadie me roche. Ésas me las pega Elisa. Después de mí el autuvio, el cochuvio. Astaburuaga volvía a los cabeceos. ¿Donde encontrar apoyo? La estupidez, toda la estupidez, resulta del mito de los fundamentos como diría el caballero que cabecea al lado. De ahí resulta, de ahí brota la fontana de toda la estupidez. Uno busca apoyo y se hunde en el mismo lugar en que soñó el apoyo. Porque no hay ni habrá ningún apoyo. Nunca jamás ningún apoyo. Todo fluye. La Tierra gira, oscila, sorteando asteroides. El día menos pensado se nos viene uno encima y ¡pfiú! Se desinfló el globo. Polvo estelar, polvo galáctico. ¡Adiós mi sueldo! ¡Adiós mis depósitos en dólares! Miró a su compañero de ruta. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Qué diría de sus divagaciones? De las económicas, ni hablar. Las consolaciones de la Astronomía. El mito del

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fundamento. Fundamenti mythós. ¡Puaf! Las barbaridades de un gran pecador vistas por Neil Armstrong desde la luna. Los pecadillos de los dos viejos más hijos de puta y parlanchines del país servidos a la ostra en un pensamiento de Pascal. Con mayonesa y un ramito de cilantro. El inefable Tironi de rodillas ante Armstrong, el de la escafandra impenetrable. “He pecado, Neil, he pecado. A mí me pesa, pésame, Neil…” No podría decir por qué, aunque a lo mejor podría, imagina un Neil Albornoz. El tontito del milenio flotando en la luna. No lo olvida, no, qué va a olvidarlo. El recién enterado del desarrollo libre del espíritu. ¿Cuántos murieron? ¿A quién se le manda la cuenta? Tiene que sujetar firme el volante y virar bruscamente. Astaburuaga da un respingo, Neil Albornoz flota todavía sobre la superficie lunar. – Pero… pero… Joaquín Armstrong coge a Tironi por los hombros y lo obliga a arrodillarse sobre el polvo lunar que se esparce en cámara muy lenta. – Mira, mira, infeliz, ¿ves ese globo? Es la tierra, un mero globo. Pregúntale a Belisario Concha sobre la luna y los globos, sobre el efecto de nirvana y la saga de las tonteras. ¿Dónde están tus pesares? Mira hacia allá y muéstrame dónde están. ¿Te sientes culpable? ¿Qué es la culpa? ¿Entregaste a Sergio Bahamondes? ¿Estás seguro? ¿No lo haría ese que dormita a tu lado? ¿No seré yo quien lo entregó? Me dieron duro, ¿sabes? Pero, en fin, todos somos culpables, ¿verdad? Todos, todos culpables. No había clase, no había conferencia en que no salieras con ésa de todos somos culpables. ¡No hay remedio! Así ocurre con las palabras en boca de los palabreros. Todos culpables. ¡Eran unos años! Las culpas chicas, la Culpa Grande. El gran holocausto. Vamos a matar. No se preocupen de la culpa. Todos somos culpables. Culpa metafísica, ¿recuerdas? ¡No vas a salir con que no! Razonabas que era un escándalo. La lógica de lo ilógico, lo ilógico de la lógica. ¿Que mataron a Sergio Bahamondes? ¿Y dónde está el problema? ¿Que mataron a Joaquín Albornoz? ¡Así es la vida! ¿Que un día por la mañana, saliendo de casita bien desayunado, te matan a ti?… Aquí el valle de lágrimas concluye. Evidente. Vanidad de vanidades. Cero más cero, cero. No es mal ejemplo este entierro de la mañana. ¿Qué se hizo don Tomás? Dejó un vacío muy fácil de llenar. A propósito: Estaba buena la morocha, ¿verdad? ¡Pucha que estaba buena!

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Algo serio debía ocurrir con Marcela Köstner. Escribió a Belisario diciendo sin preámbulos que viajaba a Chile dentro de un mes. Permanecería en el país, ¿cuánto? Lo dejaba en veremos, por ahora. Si Belisario tenía problemas de habitación, no importa. Se albergaría en un hotel. De todos modos, no tendría residencia fija. Quería pasar un tiempo en Valdivia y seguramente algunos días en Concepción. No habría problemas de alojamiento en Valdivia. Su cuarto de siempre la esperaba. ¿Podría contar con una habitación en casa de Belisario? “¡Pero, por favor, no te preocupes! Yo me arreglaré como sea”. Belisario contuvo apenas el impulso de apretar los dedos y lanzar la carta lejos. ¿Se puede ser más…? ¡Oh, anda a dormir donde se te ocurra, alemana bruta! Se puso de pie. Se acercó al teléfono. La aplastaría de un telefonazo. A la letra, no en figura. Las manos se le iban a la caja de los cigarrillos. ¡Qué se creía esta…! “¿Podría contar con una habitación?” Sabe perfectamente que toda un ala de la casa es suya, con todas las cosas que dejó, muebles, libros, cuadros, ropas tal como los dejó. Y sale con ésa la muy bruta. “¿Podría contar con una habitación?” Ah, seguro que lo decía justo para causarle el ataque que le había venido. Volvió a su sillón. ¿De manera que venía? ¿A qué? Cogió la carta todavía con ganas de echarla al cesto. ¿Qué decía de Gabriel? ¡Increíble! Aunque el viejo Gabriel se había casado con una muy puntillosa dama de Concepción, los dos estaban encantados de recibirla en su casa por el tiempo que fuera. Mientras más, mejor. Escribía que estaba en contacto con Gabriel todo el tiempo. Pero especialmente de un año a esta parte. Complotaban juntos, ¡ja, ja, ja! El maestro del nihilismo nirvánico le ofrecía una casa encantadora de verano, en las afueras, vecina a San Pedro. ¿De modo que primero Gabriel y después su marido? ¡Y cómo hablaba de la mujer de Gabriel! Como si fuera un mueble. La única cualidad de la dama parecía consistir en mantener una adorable casita de verano para que la ocupara cuando le pareciera a la señora… ¿de quién? ¡Vaya esta Marcela! Mientras más vieja más… ¿A qué vendría por fin? ¿A encontrarse con Antonio Rivera y Pablo Etcheverry? ¿A ejecutar una venganza de película? Muy bien podía ser. El general Bauzá es de la misma promoción de ese otro general, entonces mayor, que comandaba a los boinas negras en Valdivia en la época del golpe militar. En el tiempo en que fusilaron al hermano de Marcela. Este general conoce todos los detalles. ¿Vendrá Marcela a unir fuerzas con el general Bauzá que anda en abierta campaña? ¿Contra quién? Belisario daba vueltas y vueltas entre sus dedos al cigarrillo sin encenderlo. ¿No estaría tonteando? ¿Cómo seguía la carta? Ah, el famoso mastín. No sabía si dejarlo en París al cuidado de una amiga o llevarlo a Valdivia y soltarlo allí por fin a que haga de las suyas. Que corriera, escarbara y viviera libre su vida de perro, libre de los horarios de salida, la comida en lata, las restricciones insoportables de su vejiga y sus tripas. Sobre todo, libre de ese departamento sombrío, lleno de prohibiciones incomprensibles. Sí, seguía Marcela, no es mala idea cambiarle la vida a Viking. De París a Valdivia, del Sena al Calle-Calle. En sus escasas cartas, Viking ocupaba la mitad cuando menos. Se explayaba en la

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psicología del perrazo. ¡Tenía un temperamento tan a la medida de un guardián para ella! Pasaba horas de horas durmiendo o meditando a los pies de la cama de Marcela cuando estaba enferma. Hacía muy clara distinción de los que la visitaban. Con unos, se agitaba y gemía por verlos apenas se abrían las puertas del ascensor, se paraba en sus patas traseras cuando entraban en el vestíbulo y los lamía con corbata y camisa. Con otros, no se notaba en nada que existieran para él. Pero había también incompatibilidad con algunos y Viking la manifestaba con gruñidos sotto voce que no cesaban mientras duraba la visita. Era la famosa división en tres de Viking. También esta última carta venía llena de historias del mastín, sus últimos cambios de dieta, sus resfríos y depresiones, algunas aventuras galantes durante los paseos por Las Tullerías, su reciente viaje a Florencia y Montecarlo con los complicados problemas de aduana, albergue, comida de gusto extraño y gentuza perruna que no había soñado en su vida que existiera. Había un paréntesis que dejó pensando a Belisario. A propósito de Viking y las tres categorías en que dividía a la gente. Marcela tenía curiosidad de ver de nuevo muchas caras. En especial, caras de siniestra carrera. Pero también las caras de la familia que la aguardaba en Valdivia para definir importantes asuntos de herencia. Familia grande y más grande cada vez con la incorporación de un par de hembras mestizas “que no paran de parir como contratadas”. Mujeres, también, de las que “muerden y no sueltan”. En su carta, Marcela bromeaba que ahí había tarea para Viking. Quizás qué tridivisión del clan Köstner produciría el mastín. ¿Sólo bromas? Parece que no. Muerto su padre, lo más seguro es que Marcela volvía a Valdivia a estudiar sus posibilidades. Era una inmensa fortuna. ¿Por qué no también sus posibilidades de exigir venganza? Muy extraño, muy prolongado el silencio de Marcela. ¿Una Antígona piadosa y justiciera, incestuosa y vindicativa? Belisario entrecierra los ojos. Marcela desciende en Valdivia y echa a caminar con su enorme mastín resoplando amenazante. Primero que nada al cementerio, a honrar las cenizas de su amante hermano, a reiterarle su juramento de fuego y lágrimas. Luego, la Balmunga en alto y los mandobles formidables de la valkiria del Calle-Calle. ¡Saltará en chorros la sangre de los canallas! Igual en Valdivia que en Santiago. Igual dentro que fuera de la familia… Belisario se encuentra una vez más de tantas recordando la mirada azul del padre de Marcela, preguntándose si no sería Thor reencarnado; y qué diría Astaburuaga de la ferocidad y la tristeza que había en sus ojos. Pero Viking se quedó en París. Cuando a la salida de la aduana Marcela vio venir a su encuentro un señor alto, delgado, serio de cara, pálido y sin muchas ganas de reír, vaciló unos segundos y se vio obligada a quitarse los lentes oscuros. ¿Era? No, no era. ¡Sí, claro que era! ¡Su hijo Luis! ¡Esa expresión! ¿A ver? ¿De dónde salió esa expresión? Marcela se echó a reír sin la menor pizca de delicadeza. – Pero… pero… pero… ¡Ja, ja, ja, ja! ¿En qué te has cambiado tú? ¿De dónde te salió esa cara? ¡Ja, ja, ja! ¿No vas a abrazarme? No, por lo que se veía. No iba a abrazarla. Un Pinochet’s boy de punta a cabo. Luis se volvió a mirar entre los que seguían saliendo de la aduana. – ¿Y el perro? ¿No había un perro?

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– ¿Viking? No, no vino. Mucho trámite. Y… ¿nadie más que tú? – El papá espera en el coche. Le vienen mareos en las agrupaciones. ¿Nada más que dos maletas? Luis se agachó para tomarlas, pero lo empujaron de atrás. Sin querer, fue a parar en los brazos de esa dama, maciza, fría y superior: su madre. Se levantó un griterío. – ¡Marcela! – ¡Pablo! – ¡Marcela, Marcela! – ¡Antonio, tú! ¡Mireya! ¡Pero qué alegría! ¡Y tú, Elisa, no te olvidaste! – ¡Marcela, querida! – ¡Deja que te abrace! Luis Concha inició la marcha con las maletas. ¡Estos viejos! Gritaban y reían que era un jardín infantil. ¡Y ahora aparecían más! Pero no. Esta era gente seria. El abogado don Aníbal Quintana y el médico don Rodrigo Alcántara. Ambos, por lo que se decía, buenos candidatos a padres suyos en los buenos años de esa dama, famosa ahora en los paseos de Las Tullerías. En casa, siempre están hablando de ella. Refinada, inteligente, cultísima. Y distante. De armas tomar también por lo que asegura el papá. Habla quizás cuántos idiomas. Se codea con distinguidos intelectuales europeos. Envidia en su tiempo de todo el mundo femenino. Con viejos amantes coleteando todavía en las redes legendarias de antiguos idilios. Grandes señores dispuestos todavía a arriesgar por ella el corazón en su segundo o tercer infarto. ¡Vaya historia! Aníbal Quintana se acercó, tan o más ceremonioso que Alcántara que a vistas luchaba por contener las lágrimas. Marcela quería retenerlos a todos. Hacía pícaros guiños a Belisario en el coche. Partió por fin la comitiva. Luis Concha guiaba el Mercedes con Elisa Bauzá a su derecha. – ¿Sabes lo único que quiso saber Luis al encontrarme después de todos estos años? ¡Es increíble! Miró a todos lados ¿y te imaginas lo que me preguntó? ¿Dónde está el perro? ¡Ja, ja, ja! Cómo si hubiera venido al aeropuerto a buscar a Viking. Ni un beso me dio. ¿No es para morirse de risa? Luis cambia miradas con Elisa. Mira por el retrovisor. Quiere decirle a su madre que por favor no lo interprete mal. Pero, no sabe cómo tratarla, si decirle madre, mamá o Marcela, si hablarle de tú o usted. Marcela se vuelve a Belisario. Su risa es como siempre, clara y cristalina.

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– A propósito. ¿Te figuras que traigo el Viking? En el mismo aeropuerto comienza con su tridivisión, ¡ja, ja, ja, ja! Elisa Bauzá se vuelve a mirarla. ¿Qué es lo que dijo? Marcela le devuelve una mueca en sorna y Elisa no puede ocultar un estremecimiento. Ve su propia vejez en el rostro de la recién llegada. ¡Cómo pasaron los años! – ¿Tri… división? ¿Qué es eso? ¿Qué tridivisión? Belisario no sabe qué decir. Marcela sonriendo lo pellizca en la nariz. – Se trata de una operación que hace Viking. ¿Oíste hablar de él? – Sí, claro. ¿Pero qué es lo que hace? – ¿No está claro? Divide por tres. ¡Tridivide, ja, ja, ja! Ahora, sin más, se endurece el rostro de Marcela. Para Elisa es muy obvia la alusión, ¿pero a qué? – ¿Y me puedes decir qué diablos es lo que tridivide? En lugar de responder, Marcela lanza una pregunta al aire. Que conteste el que quiera. – ¿Qué es de Octavio Olavarría? Elisa se queda de una pieza. Belisario interviene. – Tú querrás decir… Marcela lo interrumpe en su mejor estilo. – No, no quiero decir Roberto Tironi. No pensarás que estoy chocheando. Pregunto por Octavio Olavarría Echeñique. ¿Sabes de él? – Bueno, no veo cómo podría… ¡Años que no lo veo! – Yo lo vi en París… – ¿En París? ¿Y cuándo fue eso? – Déjame ver… El año de la Guerra de Las Malvinas, sí. Andaba de fiesta. Venía de

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Londres. ¡Top Secret, ja, ja, ja! Nos encontramos por casualidad en una boite… ¿Pero, qué hay? Belisario y Elisa están mirándose. Elisa visiblemente molesta. – ¡Nada! ¿Qué quieres que haya? Luis Concha mira a Elisa y luego a su madre en el retrovisor. ¿De qué están hablando? No hacen más que encontrarse y ya comienzan las contiendas del año ñauca. ¡Pero, esto es un vicio! ¿Cuándo va su padre a dejarse de tonteras? ¿Por qué no se concentra en algo que valga la pena? Sus tíos cuentan que pasaban frente a su cuarto en puntillas cuando dormía. Lo adoraban. Fue el regalón de su abuelo y lo dejaron tal cual, que nadie lo tocara y que viviera la vida a su entero placer. Dinero no le faltaba. Harto que aportó y sigue aportando la familia a la economía del país como para darse el lujo de un zángano. Sus cuñadas no podían sufrir justamente a la dama que venía atrás, riendo y burlándose. Para ellas, fue la sola causa de la vida en la estratósfera que todavía lleva su padre. Cultivando altas ideas, rodeándose de parásitos parlanchines. Y cierto: hablaban sin parar quizás de qué. Si no fuera por los hermanos que siempre custodiaron la fortuna del Benjamín y administraron con eficacia sus propiedades y capitales, Dios sabe en qué miserias habría caído. Su madre conversa ahora con Elisa Bauzá. Luis Concha da unas miradas de más cerca a esta dama que más de una vez ha visto en la televisión. Recita bellamente, tiene buen gusto. Eso sí, parece de teleserie. Plana y frívola. Esa otra, la que subió en el coche del doctor Alcántara… Con esa parece que hay que armarse de paciencia. Habla como si recién llegara al planeta de los simios. Y no se perdona una sílaba, una s. No quiere que la tomen por chilena por nada del mundo. Y Dios cuánto habla y desde tan arriba. Tipa típica. Clase media siútica. No hay uno que no descienda de europeo. Antes nieto de vasco con alpargatas que de indio con levita. Ahora, exiliados en Europa por años de años, casi no necesitan afectar. Les salen solas las expresiones en otra lengua. Olvidan las palabras españolas. Como ocurre con esos dos viejos, don Antonio y don Pablo. Se encierran en la biblioteca con el papá. Hablan todo en americano, francés, italiano. ¡Ja, ja, ja! Las Naciones Unidas. Las tías murmuran que nada bueno traen ésos. El papá, hay que reconocer, rejuvenece con su contacto. Hasta su pito y su trago se pega. Viven en libros de aventuras, se pelean a gritos. De pronto, salen gritando, atropellándose y aceleran a perderse en el Mercedes. Las tías dicen que buscan pistas, que investigan cosas que les nacen en la cabeza, que se divierten removiendo rescoldos donde no hay brasas ya, sentados en las terrazas de Apoquindo, viendo pasar mujeres entre whisky y whisky. ¿Será así? Porque viejos son y bastante deschavetados. Pero decir cretinos sería mucho. ¿De qué está hablando su madre? En las mismas, ella también. Revolviendo rescoldos. Primero, ese villano legendario y ex-esposo de doña Elisa. Don Octavio Olavarría. Por lo que cuentan, capitán de intrigas y filibustero en grande. De niño, Luis Concha cree recordar que lo vio alguna vez conversando con el abuelo y unos militares que en esos tiempos lo visitaban. Pero no se acuerda mucho. Menos de ese señor Tironi, del que tanto hablaba su padre con el tío Gabriel cuando lo visitaban en Concepción y que por lo visto es el amante eterno de doña Elisa. Parece que se buscan a muerte Olavarría y Tironi. Pero en el último tiempo Olavarría desapareció. Don Pablo Etcheverry y también don Antonio Rivera le aseguran a mi padre que es por miedo de que lo maten como mataron a don Tomás Pineda. ¡Vaya coincidencia! Mi

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madre pregunta ahora por don Esteban Marinovich que tiene para meses sin moverse con los balazos que le llegaron. ¡Ahí hay otro, en el hospital! Estos… Estos matan, parecen asesinos de opereta, pero son de verdad. – ¿Qué cosa es ésa de cartas llenas de amenazas que andan circulando? Su padre la mira asombrado. – ¿Ya te contaron? Sin responder, su madre se vuelve a Elisa. ¿Qué era de su padre? ¿Era cierto que seguía activo, que a pesar de su retiro se desempeñaba nada menos que en seguridad? Doña Elisa se mordía las uñas. Se veía furiosa. – Si es por lo que se dice… – ¿Entonces, sólo rumores? – Tal como hay rumores sobre mí, sobre ti, sobre cualquiera… – ¿Sobre mí? ¡Déjate de bromas! – ¡Te digo que sí! – ¿Y qué rumores son ésos? – ¿Verdad que no sabes? – ¡De dónde voy a saber!… ¡Dime, dime! Pero Belisario no parecía de acuerdo con la dirección que tomaba la cosa y no se le ocurrió nada mejor que referirse a Roberto Tironi. – No vino al aeropuerto. Marcela respondió cortante y dura. – ¿Y por qué tenía ése que venir? ¡No seas absurdo! Así que la temperatura subía de nuevo. Luis Concha no sabía si soltar la risa en la cara de esos dinosaurios llenos de preocupaciones dinosaurias. Como un partido de fútbol entre jubilados. Entra Tironi, el legendario Tironi, sale Octavio Olavarría cojeando, echando el bofe,

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más legendario que nunca, ¡ja, ja, ja! Dicen las tías que expropió a la ultraizquierda en los tiempos del golpe militar. Se apoderó de un saco de dólares que tenían enterrados en Algarrobo. Don Tomás Pineda cayó por ésa de los dólares. No caben dudas, éstos matan. Habla su madre. El coche vuela Apoquindo arriba. Don Aníbal Quintana y don Rodrigo Alcántara lo siguen con sus respectivas cargas. En tres coches, toda la pléyade de los años cincuenta y sesenta. Cuando Chile era el paraíso de la democracia y amarraban los perros con longanizas, ¡ja, ja, ja, ja! Casi se le escapa por la garganta la carcajada. Habla su madre. Siempre el desprecio y la ironía. Odio, también, mucho odio. Bulle una fuerza que se adivina incendiaria en el pecho de su madre. ¡La valkiria del Calle-Calle! ¿Qué iba a decir doña Elisa cuando su padre la interrumpió preguntando por Tironi? ¿Qué viene, por fin, a hacer a Chile su madre? ¿A saldar cuentas? Estos matan, cierto. La verdad que matan. Serán unos viejos ridículos, pero matan. Por el espejo retrovisor, viene directa y certera la mirada de su madre. ¿Quién puede ocultarle nada? ¿Quién puede evitar la penetración fiera de esos ojos? Doña Elisa, a su lado, calla concentrada. Está temblando. Seguramente de rabia por la reacción cortante de su madre a la sola mención de Roberto Tironi. ¿Qué estará pensando su padre? ¡Qué gente más entretenida y más de ficción! ¡Pero, si es igual que en esas teleseries podridas! ¿Qué estará pensando su madre? ¡Si hubiera una referencia firme y clara con esta gente! Sobreentendidos. Palabras cargadas quizás de qué. ¡Amenazas, vendettas! ¡Pamplinas! Cierto, alguien tiene que haberse encargado de don Tomás Pineda. Estos matan. Y don Esteban Marinovich se salvó de chiripa. ¿A qué está jugando esta gente? Tan niños chicos no son. Doña Elisa está pálida. Casi dio con la cabeza en el techo del coche cuando mi madre soltó esa frase cortante sobre el señor Tironi. Amenaza y desprecio, sí. ¿Sería posible? ¿Venía también ella a matar? ¿Su madre? Había de por medio su hermano muerto… Sí, mi tío Claudio, el preferido de ella… Luis Concha sacudió la cabeza. Estaba entrando en el círculo brujo de los dinosaurios. ¡Ah, qué estupidez! Miró el retrovisor. Su madre otra vez, los ojos clavados en los suyos. Estaba leyendo directamente en su cerebro. Volvía a meterse con él. – Belisario, ¿verdad que Luis tiene rasgos de tu padre? ¿Habrá fotos de don Amado a la edad de Luis? – Creo que sí. Anda un álbum por ahí. – ¿Y… se parece? – Bueno… – ¿Qué dices tú, Elisa? Elisa Bauzá, relajada con el cambio de asunto, dando por seguro que Marcela no reaccionó al nombre de Tironi por asustarla, se puso a mirar a gusto a Luis Concha que enrojecía molesto. ¿Parecido? ¿A quién? ¿A don Amado? Pero si eso sería pasar por alto a los dos más serios aspirantes. En todo caso, el pelo y las orejas son quintanianos. La nariz, arayesca por donde se la mire. ¿A don Amado Concha? No se parece ni en la corbata. Elisa

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sonríe para sus adentros. ¡Esta Marcela! Siempre de travesuras con el fuego. Mintiendo parecidos. ¿Y si le devuelve el golpe? Alemana altanera, fastidiosa. Valkiria de mazapán. Recién llega y comienza al tiro a armar peleas. Además, no tiene idea. No se da cuenta de que el país cambió, que no está en onda, que la película es otra. Que ahora no es palmario sino obvio, que no es auténtico sino transparente, que se trata de asumir los desafíos, no de vivir peligrosamente. ¡Valkiria despistada! No se da cuenta de que Clark Gable pasó al paleolítico. Confunde a Madonna con Lana Turner. ¡La bruta, ja, ja, ja! Pero, así y todo, ¡qué tiempos los suyos! Hablaba por arriba de la Cordillera. Y en alemán, la lengua de los súper de entonces. Los mestizos se sometían sin condiciones. Eligió siempre lo mejorcito. Hacía así con el índice y corrían atropellándose los mejores machos del país. Por no decir burros. Hasta de Roberto Tironi se decía que en su tiempo besó el suelo donde pisaba la valkiria del Calle-Calle. Del mismo Astaburuaga se murmuraba. Sobre todo después del tenso statu quo que se estableció entre ellos por años de años, que todos sentían tan odioso y que Antonio Rivera resumía con un dilema: ¿Fue Astaburuaga el que no se quiso acostar con Marcela o fue al revés? Maggie Silverstein, judía tenía que ser, echó a correr la historia que Astaburuaga era judío converso como se caía de meridiano y que un enorme pene, feo y sin prepucio, se interpuso entre los dos una noche de noches, ¡ja, ja, ja! Que a Marcela tuvieron que sacarla en camilla porque se desarmaba de la risa, se desmayaba, volvía en sí, preguntaba “¿Dónde, dónde está el prepucio?” Le volvían los sacudones de risa y se desmayaba otra vez. Parece que algo había de cierto, que años de años después no podía evitar viendo a Astaburuaga figurárselo palmario con la guaripola desprepuciada, todo lleno de sonrojos y explicaciones ¡ja, ja, ja, ja! La misma Elisa Bauzá recordando esta invención de Maggie Silverstein no podía contenerse. – ¡Ja, ja, ja, ja! Marcela torció la boca. Había preguntado a Elisa si encontraba que Luis se parecía a don Amado y ésta soltaba la risa. ¿No sería que…? Lo cierto es que Elisa se había puesto en ventaja. Marcela miró a Belisario. – ¿Pero a ésta, qué pájaro la picó? – Perdón… ja, ja… Es que me acordé de Asta… ja, ja… de Asta… ¡ja, ja, ja, ja! – ¿De quién por fin? – ¡De Chuuuu… mingo!… ¿Te acuerdas? ¡Ja, ja, ja, ja! – ¿Y eso, qué tiene que ver? Elisa Bauzá, en su mejor estilo de los buenos tiempos, se volvió mostrándole toda la cara a la valkiria. Disfrutaba. Le devolvía el golpe de sus insinuaciones y amenazas con Tironi, Olavarría y ese perro que dividía por tres. – ¿Qué? ¿Que qué tiene que ver? ¿Por qué tendría que ver? ¿O te parece que tiene?

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Marcela optó por ignorarla. Se volvió a Belisario: – Te traigo una noticia fresquita. No sé si la conoces ya. Belisario abrió y cerró la boca. ¿No traería el nombre de los asesinos de Pineda? – La leí en el avión. Déjame recordar… De aquí a 29.650 años, sí, exacto, de aquí a 29.650 años chocará con la Tierra una estrella que viene desde la Osa Mayor. ¿Qué me dices? Belisario no podía creer. Tartamudeaba los veintinueve mil. – ¡Pero, si es cierto! Traigo el artículo en mi cartera. Lo recorté pensando que no ibas a creerme. – ¿Y se podría saber de que te ríes? – ¡Yo no me río! – Veintinueve mil seiscientos… – … cincuenta. Harto tiempo. Para que te regodees especulando, ¿verdad? Luis dobló hacia el norte por Avenida Manquehue. Ahí tenía otra su padre para fastidiar a la familia una semana completa. ¡Qué gente! Lo mejor será inventar una excusa, dejarlos en casa y desvanecerse por el resto del día. Van a armar un griterío de todos los diablos. Saldrán mil espectros a bailar. En la tarde, hay un party en el departamento de Eduardo Alcántara. Va una tal Evelyn que le dicen, una rubia que divisó una vez y que le pareció O. K. Eduardo dice que a ella también le pareció que Luis estaba O. K.

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– ¿Está seguro, mi sargento? – ¡Como que es de día, mi general! – Aquí hay más fotos. ¿Lo encuentra también? – Déjeme ver… – Hay mucha gente, pero las fotos no son malas. – Aquí está otra vez. Tiene bigotes, pero es el mismo. – O sea… – Don Sergio Bahamondes Ballesteros. – Hay algún otro que reconozca. En éstas, por ejemplo… – Déjeme ver. Éste es un banquete. – Sí, en “El Parrón”. ¿Conoce el lugar? – De vista no más, mi general. – Tómese todo el tiempo. No hay apuro. – Bueno, la señora, aquí… – ¿Sí, la señora?… – Trabajaba en Inteligencia Militar… ¡Pero, ésta es una fiesta de comunistas!

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– Fíjese en los militares… – ¡Puchas, aquí está usted, mi general! – Eran tiempos difíciles, mi sargento. Había que pisar con mucho cuidado. ¿Reconoce a alguien en esta otra? – Aquí, uniformada, la misma señora. – Esa fue tomada durante un operativo. – Déjeme ver, mi general, déjeme ver. Este mechudo… Déjeme ver. Lo tuvimos a comienzos del 74. Sí. Después de un tiempo vinieron a buscarlo. Lo llevaron a Valdivia. Diría que en Agosto, no antes. – ¿Recuerda el nombre? – Para decirle la verdad… – ¿Le suena Köstner? – Köstner… – Claudio Köstner… – Sí, Claudio Köstner podría ser… Estuvo aislado todo el tiempo. Unos ocho meses. – Así que a Valdivia… ¿No oyó algo sobre el detenido? – Para decirle la verdad, mi general… – ¿Trasladado de noche? – Sí, como siempre. Estaba mi mayor Valdés. Lo recuerdo bien, porque vino especialmente el mayor Valdés. Cosa seria. – ¿Oyó algo especial? – Oír, oír… Las bromas de siempre. Te vamos a fusilar cha’e tu madre. Anda rezando el manifiesto. Vinieron en una camioneta. Lo subieron vendado, a puntapiés. Se las guardaban grandes. Quizás en cuántas se metió en Valdivia. ¡Te vamos a dar ley de fuga, cabrón vendepatria! Así se fueron gritando.

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– ¿Fue interrogado? – En esos ocho meses perdí la cuenta. Venían por la noche. ¡Se lo repartían, mi general! Si me permite que le diga, ¡ahí fue donde fallamos! Nos falló la preparación. Hay que estar preparado para esas cosas. La mayoría de nosotros, los suboficiales, andábamos con los pies a la rastra. Más de uno cayó en la droga, mi general. Es que… Soy de los pocos que aguantaron enteros hasta el final y aquí me tiene usted de retiro forzoso… Es que… Es que no se puede… Se despanzurran los cerdos, mi general. Pero no los cristianos como si fueran cerdos… – Venían… venían civiles a los interro… ¡Espere, espere un segundo!… ¿Qué quiere que le pida? Hay cerveza y café. – Un cafecito me vendría bien. ¡Gracias, mi general! – A mí también… Como le digo, no se preocupe por esos préstamos. De que le ajusten la jubilación yo me encargo. En nada de esto va a tener problemas. – ¡Muchas gracias, mi general! ¡La patrona va a llorar de alegría! – No tiene nada que agradecer, dígale. Esto es cuestión de justicia. – ¡Cierto, mi general! Pero de todos modos… – ¡No se hable más! Me estaba contando de los interrogatorios… – De los interrogatorios, sí, mi general. Se encargaban mi mayor Valdés, mi capitán Rodríguez y la señora que está ahí, en la foto. Esa psicóloga. – Doña Maggie Silverstein. – Sí, Silverstein. Cuando entraban peces gordos venían los americanos. Atropelladores, como siempre. Muy técnicos, eso sí. ¡En sus manos los detenidos respondían como cacatúas, ja, ja, ja! – Del detenido, el melenudo de la foto, el señor Köstner, ¿seguro que no recuerda nada especial? – No. Pero puedo averiguar, mi general. Mi primero Gutiérrez, Guillermo Gutiérrez Otárola, que vino del Tacna, se encargaba de los papeles. También conozco al sargento que se encargaba de los traslados. Retirados, igual que yo. Saben bastante, mi general. – De acuerdo. Pero como cosa casual, personal, ¿entiende? Ésta es materia delicada.

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– Sí, mi general, no se preocupe. Ahora que lo pienso, mi primero Gutiérrez tiene que saber también del otro detenido, don Sergio Bahamondes Ballesteros. Eso fue en el 77. Sí, mi primero seguía a cargo de la recepción. Como le dije antes, lo trajeron de Colonia Dignidad. El caballero venía muy mal. Hubo que llevarlo a una clínica. No me va a creer. Las heridas las tenía agusanadas, mi general. Por eso le digo… – ¿Recuerda el nombre de la clínica? – Era en el barrio alto. Allí los llevaban siempre. Mi primero Gutiérrez tiene que saber el nombre. – ¿Quién ordenó el traslado? – Vinieron el mayor Valdés y esa señora psicóloga. Dura la doña. Decía que el detenido no valía el pago de la clínica, que lo dejaran podrirse. – ¿El pago de la clínica?… – Asimismo dijo. Lo recuerdo bien. – ¿Cuánto tiempo estuvo en la clínica? – Ahí está el misterio, mi general. De la clínica no volvió más. – ¿Está seguro? – Más que seguro. La regla decía que todos los que iban a la clínica volvían. Aunque estuvieran muertos, volvían. Casi siempre, volvían en la misma noche. Una que otra vez, después de dos o tres. En los fines de semana. Había siempre muchas discusiones por esa clínica. Entre mi mayor Valdés y mi capitán Rodríguez. La señora psicóloga armó un escándalo una vez. La clínica era muy peligrosa por las filtraciones. Ahí tenía razón la señora. Más de una vez nos encontramos con que a los dos días de llevar un detenido denunciaban el traslado en Radio Moscú. – ¡Radio Moscú!… ¿Y no decían el nombre de la clínica? – Ni de la clínica ni de nadie. Ahí es donde da más rabia, mi general. Se ponían de acuerdo. – ¿Cómo era eso? – El nombre de la clínica, por ejemplo, lo que usted pregunta. Tenían que saberlo en Moscú. No sólo el nombre. Pero se lo guardaban. Como si dijeran: Nosotros, ni pío sobre

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ustedes. Y ustedes, viceversa. ¡Los hijos de puta! Con perdón de mi general. – Así que el detenido don Sergio Bahamondes no volvió más… – Como le dije, mi primero Gutiérrez llevaba las entradas y las salidas. Se le revolvía el genio con las irregularidades. Por eso me acuerdo bien, por la que armó mi primero. Como buen indio que es y con toda razón. Si no vuelve alguien que sale, ¿quién responde cuando lo sacan sin firmar ningún papel? Y ése era el caso. Seguro que fue por ésa y muchas otras por el estilo que jubilaron a mi primero. – Pero, los registros… – Un buen día, se lo llevaron todo. No dejaron un boleto de carro. Ahí me acuerdo bien… – Termine con el café, que se le enfría. – Gracias, mi general. – Cuénteme de esos señores que estuvieron en su casa el otro día. – ¡Ah, mi general, la facha de los caballeros! A uno sólo le faltaba que el blue jeans lo llevara roto en las rodillas y el culo, como los lolos. Ridículos hasta la pared del frente los caballeros. El gordo, el lolosaurio, es don Antonio Rivera. Me dicen que es hermano de un ministro de estado. – Así es. – ¡Me cerré como ostra! – ¿Y el otro? – No sé. Afuera los esperaba un Mercedes. ¡Con chofer y todo! La gente se metió en las casas. A mirar por las ventanas. La patrona no encontraba una taza decente para servirles. – ¿Qué preguntaban? – El señor gordo, el señor Rivera, dijo que era amigo de mi capitán Rodríguez. Que mi nombre se lo dio el ordenanza de mi capitán que ahora vive en Dinamarca. ¡Figúrese, mi general, Dinamarca! Y exiliado, de yapa. Sabe mucho el señor Rivera. Preguntó por tres trasladados a la clínica. Por cuatro que llegaron de Colonia Dignidad. Tiene una lista larga de gente que detuvimos y que después estaban en la lista de los 119. ¡Con pelos y señales!

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– Le mostró la lista. – ¡Qué esperanza! Iba leyendo de una libreta, pero… – ¿Y el otro qué hacía? – Anotaba como caballo. – ¿Anotaba?… ¿Qué anotaba? – Algo tenía que decirles… Por ejemplo, sobre mi mayor Valdés. – ¿Y de dónde salieron con el mayor Valdés? – El caballero que anotaba preguntó si mi mayor Valdés, del que tanto se hablaba en Washington en el año 82, era el mismo coronel Valdés agregado militar en Bonn en 1986. Le dije que no tenía idea. Saben sus cosas esos caballeros. – ¿Qué más preguntaron? – Querían saber sobre un allanamiento en Puente Alto en 1974. Creo que por ahí anda la cosa, mi general. ¡Los dólares! – ¿Los dólares? ¿Qué dólares? – Se encontró mucho dinero en ese allanamiento. Mucho, mucho dinero. Nos tomó días contarlo y ordenarlo. Nos turnábamos. Pero, sólo plata chilena. Ni un dólar. – ¿Y qué fue del dinero? – ¡Botín de guerra, mi general! Un sábado en la tarde, mi mayor con el capitán Rodríguez lo llevaron todo en una camioneta. Nos quedamos con la boca tamaña. Pero el aguinaldo de Pascua estuvo a pedir de boca. – ¿Y los dólares? – Como le digo, yo nunca supe de dólares. Algo se murmuraba, cierto. Pero fue ahora no más, cuando el caballero gordo preguntó por los dólares que se me aclararon muchas partes de la película. Por ejemplo, todo el misterio que entonces había con un detenido que ahora interesa tanto al señor Rivera. Recuerdo que se armó una grande, como nunca antes ni después.

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– ¿Qué detenido era ése? – Gracias a las preguntas del señor Rivera sé ahora como se llamaba. Un señor Albornoz. – ¿Joaquín Albornoz? – Joaquín Albornoz, sí. – ¿Tenía algo que ver con los dólares? – Yo no sé. Estaba en aislamiento estricto. Pero se lo peleaban. Una vez, vinieron a interrogarlo desde el Ministerio del Interior. Otra, desde la fiscalía. La fiscalía militar, mi general. Cuando el señor Rivera me preguntó por él después de preguntarme sobre Puente Alto, se me encendió la ampolleta. Porque una vez llevaron al detenido a Puente Alto, a la casa donde encontramos el dinero. Mi capitán Rodríguez se oponía. Pero tuvo que ceder. Fue una operación con despliegue de alta seguridad. Ese señor Albornoz sabía de los dólares. Eran millones, por lo que dijo el señor Rivera. Sí, tenía que saber. – ¿No habría algo más que el hombre supiera? – ¡Qué más se necesita, mi general! – Por ejemplo, los 119. – ¿Los 119? ¡Ah, en ese caso lo desaparecen! ¡Se lo doy firmado! ¡Aquello sí que ardía! Venía una comisión de las Naciones Unidas. No, de ahí no pasa. – ¿Pero, mi sargento, no fue así? ¿O me va a decir qué pasó? – Yo no sé, mi general. Lo que sí sé, porque estuve en medio, es que mi mayor Valdés y la señora psicóloga tenían todo preparado para trasladarlo cuando sin decir “¡Agua va!” mi capitán Rodríguez los enfrentó. Y ahí nos dimos cuenta de que había una guarnición dentro de la guarnición. El detenido era asunto del capitán. Lo decía a gritos. Tenía sus órdenes muy estrictas, muy desde arriba y nadie iba a mover el preso de donde estaba. ¡Puchas, mi general! Los hombres de mi capitán Rodríguez sacaron las armas. Nos quedamos de una pieza. Dicen que en el segundo piso mi mayor no alcanzó a nada porque había dejado en el perchero el cinturón con el revólver. La señora psicóloga se le vino encima a mi capitán Rodríguez. Mejor no lo hiciera. La pobre fue a parar al hospital. En el patio alcanzaron a disparar. Pero mi mayor levantó las manos antes de que nos matáramos todos. Sólo un par de heridos leves además de la señora. Del detenido, no supimos más. El capitán Rodríguez se lo llevó esa misma noche. Le hablo de fines del 75. ¿A dónde se lo llevó? Lo claro es esto: En menos de un año habían llamado a retiro a mi capitán Rodríguez y todos los que se alzaron con él ese día.

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Belisario Concha recordaba muy especialmente esa tarde del año 63, en el Parque Forestal, cuando caminando de la mano de Marcela bajo el follaje casi desmantelado de los plátanos orientales escuchaban la historia de Simón Estilita contada por Gabriel Araya de acuerdo a una versión satírica de Anatole France. ¿Quién leía a Anatole France por ese entonces? Quizás en qué remoto anaquel de libros de segunda mano se encontró Gabriel con este autor. Ahora, Belisario veía una relación muy evidente entre esta parodia de Simón Estilita y los milenios que sacaban de quicio a Roberto Tironi mientras no se tratara del suyo. Gabriel Araya trajo a cuento a Simón Estilita por algo enorme que había dicho Marcela que para ese entonces había dejado muy muy atrás, en el pasado de las grandes estupideces, como cosa ridícula y frívola, lo que pretendía ese otro estúpido de Karl Schlieman sobre continuar la Historia Universal en Latinoamérica. Reventaba de gozo Gabriel Araya. Marcela había gritado a los aires del Parque Forestal para que lo oyeran todos los indios circulantes que consideraba tema para pensarlo en serio que los chilenos no servían ni para abono. Belisario no sabía si reír o decir algo. Estaban mayorcitos ya para andar en ésas. Pero, Gabriel Araya como que cogió vuelo de Marcela y llegó a las últimas: Que Chile entero, con su flora y su fauna podía hundirse en el Océano Pacífico sin que cambiara nada, nada de nada, salvo uno o dos centímetros más en el nivel del mar. ¡Así mismo! ¡Y quién diría que Mireya Gómez, veinte años después llegaría a la misma conclusión! Era la década famosa de los sesenta. El susto del bloqueo de Cuba no había pasado. No por lo menos para Belisario Concha que no se recuperó jamás del golpe. Tanto, que también tenía él dos cosas que gritar a los aires yendo por las avenidas de su casa-quinta en Manquehue: – Si alguien quiere dudar de que estamos en las manos de Dios, ningún problema. Que dude hasta que le dé hipo. Pero dudar de que estamos en las manos de los americanos y los rusos, ahí sí que no hay caso. Fue, para abundar en historias, el tiempo ése en que los Beatles hicieron su turné por los Estados Unidos y les vino a ellos también a la cabeza la tontera de gritar a los aires que eran más famosos que Jesucristo. Los sacaron de un soplido, como los pelusas que eran. De manifestaciones así del poder, le venían a Belisario Concha unas dudas grandes sobre qué monos pintaba Chile en los asuntos históricos trascendentales de que tanto hablaban Spengler, Astaburuaga y Marcela Köstner. Y era justamente sobre los cimientos de estas dudas

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que edificaba Gabriel Araya. ¿Qué representaba Chile en el concierto de los poderes del mundo? Muy simple: Una caca. ¿Argentina? Otra caca. Y suma y sigue. Marcela quería morirse de risa. – ¿Abono, ves? Caca. Belisario, que está contándole a Carlos Bahamondes la historia de esa tarde en el Parque Forestal mientras Belinda prepara el café, no recuerda bien en qué punto de la conversación salió Gabriel Araya con su Simón Estilita. Pero recuerda muy bien el aspecto que había tomado Santiago, siquiera para él, en esa época tan angustiosa del bloqueo de Cuba. Le dice a Carlos Bahamondes que quizás podrían comparar experiencias. – Por ejemplo, el terremoto del 85. ¿Lo recuerdas bien? ¡Claro, sí, sí! Para ese entonces Carlos tenía catorce años y fue una experiencia que le dividió la vida en dos. ¡Cómo no iba a recordar! ¡Ésa sí que fue grande! Por un momento, el hijo de Belinda estuvo en silencio, como suspendido. Vivía de nuevo la conmoción telúrica, el descalabro de todo. En primer lugar, el descalabro de su cabeza. ¡Diosito lindo! Nunca más nada volvería a ser lo mismo. ¡Cierto, muy cierto! Antes de y después de. Como si el mundo entero se mudara en otro. Toda referencia, toda orientación desaparecían. Un tono gris siniestro lo impregnaba todo. ¡Si no iba a entender de cosas así! – Como si en verdad estuviéramos en las manos de Dios. Cambió el mundo. Antes y después. ¿Pero, cambió de verdad o no eran todos más que unos pobres pájaros sin idea del mundo? Belisario Concha trataba así de comunicarle a Carlos Bahamondes su visión del Santiago de ese entonces, cuando los americanos bloquearon Cuba, cuando los poderes verdaderos estuvieron a un paso de desencadenar la hecatombe nuclear. Dijo una frase mirando tímidamente a Belinda, que no se riera: – El alba del Apocalipsis… mejor dicho, el crepúsculo… La pura verdad. Pero, ahora se trataba de Simón Estilita, de la parodia burlona de su vocación ideada por Anatole France y que Gabriel Araya reelaboraba con sarcasmo brutal mientras con Marcela y Belisario caminaban paso con paso por el dicho crepúsculo apocalíptico. – Diez, veinte, treinta años en el tope de una columna vivió Simón. Sus discípulos le subían el agua y los escasos mendrugos que comía. Corría su fama por toda la cuenca del Mediterráneo. Multitudes venían a escuchar su prédica. Amos y plebeyos, blancos y negros, creyentes y paganos. En invierno, soplaban vendavales que lo tenían horas, días, semanas agarrado de las uñas a los bordes ariscos del capitel. Tempestades de agua y arena por días de días azotaban la columna con Simón arriba. El rayo, el granizo, el sol, todos

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los elementos se sucedían y combinaban sin tregua para derribar desde lo alto a este pilar de la fe subido en un pilar. Resistía incólume. Más o menos incólume, mejor dicho. Los cabellos en greñas le cubrían enteras las espaldas. Las barbas le crecían hasta las rodillas. Las uñas se le hundían en la palma y salían como otros tantos garfios por el dorso. Los huesos esqueléticos rompían con sus puntas el pellejo gangrenado. – Por fin, una noche estival de luna clara descendieron los ángeles del cielo. Sonaron los clarines celestiales seguidos de un coro de querubes. Luego, desde un cúmulo de nubes refulgentes, brotó una voz barítona y solemne, que llenó con su eco los ámbitos inmensos del desierto. Apelando a Simón en tono eulógico, le comunicaba las nuevas del gozo en los cielos por prueba tan alta de fe, renuncia y sacrificio. ¡Hosanna en las alturas, hosanna en las alturas! Pero, ya los tiempos se habían colmado del triunfo de Simón, dijo la voz. Llegó la hora de la apoteosis gloriosa. El santo debía ya descender de la columna. Simón, encandilado y perplejo, se decidió a obedecer. Balbuceando sus padrenuestros y avemarías reunió sus muy escasas fuerzas y comenzó a incorporarse. El coro de querubes remontaba las nubes en radiante espiral. Simón alargó los brazos hacia los topes de la vieja escalera. ¿Resistirían su peso? ¿No estarían podridos ya del todo? Entonces, se oyó otra vez la voz barítona: “¿Cómo, Simón, así te propones descender? ¡Un santo como tú! ¡Vuela, Simón, vuela! Agita cual alas tus brazos. Desciende como los ángeles”. A lo cual el viejo emaciado y artrítico se empinó como pudo en el borde del capitel y comenzó a dar escasas y ansiosas aletadas con los huesos tullidos que le quedaban de brazos. Estaba a punto ya de echarse al vacío cuando la misma voz estentórea comenzó a soltar hipos, primero, y toses, después, atascada como tenía en la garganta una bomba de carcajadas que terminó por explotar resonando en ecos infinitos de burla hacia todos los confines del desierto. Así supo Simón Estilita que la vanidad, el orgullo y la idiotez lo habían mantenido arriba de su columna por décadas y décadas. También recuerda Belisario – y se lo recalca a Carlos Bahamondes que escuchando se ha zampado sin darse cuenta todas las galletas que Belinda sirvió para los tres con el café – que fue la moraleja que sacaba Gabriel Araya de esta historia lo que produjo una diferencia de fondo con Marcela Köstner. Hechas las cuentas, decía Gabriel Araya, el inefable Simón Estilita podía agradecer al Diablo que, no fuera más que al término de sus días, le hiciera ver la ilusión en que los había disipado. Porque otros se van de este mundo sin haber bajado una vez ni por broma de la columna. Más todavía: Sin idea de que han pasado toda su vida arriba de una. – Aquí Gabriel Araya se echaba hacia atrás en el banco sonriendo, escribiendo en el aire como siempre hacía. De pronto, con esa dialéctica reductora suya nos dejaba a todos, Marcela Köstner incluida, arriba de la columna de la Cultura Occidental. Decía que no nos enojáramos, que eran millones y millones los simones negros, mestizos, pieles rojas, indios, alacalufes y kanakas del Tercer Mundo que vivían encaramados, hipnotizados en la más encumbrada de las columnas, la columna de la Historia Universal y la Cultura Occidental que era una sola aunque parecieran dos. Decía, en particular, que los babosos del Cono Sur formábamos la más sucia y piojenta manada de imbéciles en los corrales traseros del imperio trabajando duro por un pedacito de la más colosal empanada de gas sulfúrico que cagaron los diablos, ¡ja, ja! ¡Así mismo, con todas sus palabras! ¡Oh, había que oírlo en esos momentos a Gabriel Araya!

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Belinda, repitiendo el café, decía que también valía la pena ver a Belisario Concha como se veía ahora dando un curso gratis de sus videncias a un Carlos Bahamondes que a ratos parecía preguntarse si le estaban tomando el pelo. – ¡Pero, si estoy hablando de Gabriel Araya! Y de Marcela Köstner, claro. Aquí es donde chocaban estos dos colosos. La Historia Universal era, y supongo que sigue siendo, tan real como la Vía Láctea para Marcela. ¿Que nosotros no teníamos pito que tocar? ¡Muy cierto! En eso estaba de acuerdo con Gabriel. Ni un pitito así. ¿Pero, la Historia Universal un mito? ¡No, señor, esas cosas no se tocan! ¡Marcela venía en línea directa de Spengler, sí, señor! Belisario le decía y volvía decir a Carlos Bahamondes que no era nada fácil imaginar lo que ocurría con los hombres jóvenes de aquellos años suyos y que justamente le vino el recuerdo de esa historia de Simón Estilita que Gabriel Araya parodiaba de Anatole France en ese tiempo en que se produjo el bloqueo de Cuba y el mundo estuvo al borde del desastre nuclear, porque le parecía un detalle muy decidor en el cuadro de esos años. Recibió su segunda taza de café de manos de Belinda que sonreía nirvánica. Vaciló. ¿Estaría diciendo burradas? ¿Le importaría un bledo su discurso a este Carlos Bahamondes con su entrecejo de mono… sapiens, tan igual a su padre inolvidable? – Hazte una imagen de ese viejo anacoreta subido a una columna por la vida entera, seguro de dar testimonio de los cielos, y complétala con esa escena final de estrepitoso y ridículo derrumbe. ¡De pronto y de una vez, todo al suelo! ¿Te das cuenta? Toda la vida parado como un bendito de Dios en lo alto de una columna y, de pronto y de una vez… ¡bloqueo de Cuba, terremoto! Tú viviste un terremoto, tú sabes lo que es un terremoto. Con esa referencia no se te puede escapar. Belisario detallaba para Carlos Bahamondes las distintas especies de Simón Estilita que detallaba para él y Marcela el gran Gabriel Araya aquella lejana tarde de Parque Forestal y crepúsculo apocalíptico. – Todos, todos, cual más cual menos, todos éramos Simones Estilitas. Tal como suena. Simones Estilitas desde las patas hasta la coronilla. Pero, también, ¡cómo diferíamos unos de otros! Éramos todos de un mismo género, claro: A todos nos gustaba el lomito con mayonesa, el shop, los perniles con chucrut. Y no había Simón sin su Simona ni Simona sin su Simón. Pero yendo de un Simón a otro se apreciaban las diferencias esenciales, ¿ves? Había Simones afrancesados, Simones germanófilos. Simones clasicistas, hispanistas, indoaméricos. Simones existencialistas, marxistas, freudianos, sartrianos. Simones católicos, luteranos, humanistas, ateos. Simones surrealistas, indigenistas. Positivistas, masones, anarquistas. Hasta Simones budistas había, como el mismo Gabriel Araya, aunque no lo reconociera ni por un queso. El país todo se revelaba poblado de Simones, cada uno seguro de sí y de su reino arriba de su columna. Mirando a Belinda y levantando las cejas casi imperceptiblemente, Belisario trataba de averiguar si no estaría dándole la lata de su vida. Pero ella, con los codos sobre la mesa y el rostro entre las palmas, daba la impresión de un ángel embelesado. Entonces, ¿podía seguir? ¡Qué ganas grandes de robarle un cigarrillo!

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– En el Pedagógico de ese entonces no se podía andar entre tanta columna. Los Simones sartreanos tenían proyectos de vida que decidían con libertad absoluta. Los marxistas con sus contradicciones dialécticas aceleraban el proceso histórico con vistas a la sociedad sin clases. Los heideggerianos se preparaban en griego y en alemán para el segundo advenimiento del Ser. ¡Ah, Carlitos querido, si hubiera vivido usted en esa época! No quiero decir, lejos de mí, que usted no viva la suya. ¡Pero, ah, esa época! Los Simones salían más grandes, mucho más grandes que nunca. Con decirle que… Pero, no, no es eso lo que más importa. Las cosas que recuerda, las cosas de esos años en que los americanos bloquearon Cuba para evitar que los rusos instalaran en la isla cohetes nucleares, desde luego que tienen que ver con el hecho de que el país, y no sólo el país como se entiende, estuviera poblado de Simones Estilitas. Pero, había que agregar algo esencial. ¿Lo seguía Carlos Bahamondes? Sí, lo seguía. Bien, entonces, que tampoco pensara que este algo esencial consistiera en que sólo ciertas personas se percataran del fenómeno Simón Estilita, por llamarlo así. – ¿Percatarse? Bah, de eso nos percatábamos todos. Todos y puntualmente, sin el menor problema. Nunca jamás en la historia de nuestro país dejaron de abundar las personas que se percatan. Personas que denuncian bien a las claras la monería, la siutiquería, la servidumbre intelectual y todas las formas de la colonización cultural. Y para que vea, son en primer lugar los Simones Estilitas los que se encargan de la denuncia. Se gritan cosas terribles unos a otros desde sus respectivas columnas. En los tiempos de que le cuento aquí, había un griterío que no se oía nada. ¡Alacalufe germanista! le gritaba un Simón al Simón de la columna del lado. Y empezaba la alharaca. ¡Marxista de la revolución de tu madre! ¡Neoheggeliano azumagado! ¡La columnita que te gastai, positivista-lógico-pelotudo! A Belinda que ha vuelto al café y encendido un cigarrillo se le atascan las dos especies en la garganta. Pero sigue el discurso sin chistar. Piensa un poco como pensaba Marcela en esos tiempos. A Belisario hay que dejarlo seguir. Se siente tan feliz, basta mirarlo. Y a propósito de Marcela, Belisario le ha dicho que sí, que está en Chile, que estuvo en Valdivia unas semanas y ahora se encuentra en Concepción. Belinda no ha dicho nada, pero sonríe al cuadro que imagina: Gabriel pequeñito, Marcela enorme. Viejos los dos caminando por las orillas del Bío-Bío o los parques de la Universidad. Amor largo, profundo y satisfecho. Le viene una congoja de nostalgia y por más que lucha mira a Belisario. Rejuvenece a sus ojos cada vez más y hasta apuesto se ve. Como era en esos años que recuerda conversando con Carlos. Belisario le ha confiado que Marcela parece traer entre manos algo grande, peligroso. Está claro que tiene que ver con Claudio Köstner, el hermano fusilado en Valdivia. Quizás qué se propone. Parece que en el extranjero ha juntado montones de información sobre los crímenes de la dictadura. Hasta aquí no ha dicho una sílaba. Es curioso: Lo primero al llegar fue preguntar sin más aviso por Octavio Olavarría. Y por Roberto Tironi. ¿Por qué? ¿Para que Elisa Bauzá y Aníbal Quintana corran cada uno por su lado a avisarles como en las películas de cowboys? Después, ha tenido largas sesiones a puertas cerradas con Antonio Rivera y Pablo Etcheverry. Pasó un fin de semana en Puente Alto con Mireya Gómez, sus magnolios, hortensias y residencias en esa casa que en un tiempo estuvo hasta el techo de fajos de billetes

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y donde se enterraron, bajo los magnolios en flor, diez millones de dólares. Antonio Rivera le contó a Belisario que Marcela sabía de los diez millones y hasta traía un plano del lugar. Tal como en las historias de piratas. También traía papeles con toda la información que circuló sobre Sergio Bahamondes y Joaquín Albornoz, desde los comienzos hasta el presente. Estuvo toda una tarde en casa del general Bauzá. Parece que desde mucho atrás mantenían correspondencia y el general había sabido siempre velar y controlar delicadamente su atracción hacia una dama tan bella y distinguida. Antonio le contó también a Belisario que Marcela ya tenía concertado un encuentro con el capitán Arturo Rodríguez que en esos días venía a Chile desde California. Sobre el asesinato de Tomás Pineda, ni una sílaba de comentario de su parte. Quería también, contó Antonio, lo que muy bien podía ser la razón de que Belisario estuviera ahí dándoles ese esquinazo con Simón Estilita y su legendaria y desquiciada columna, saber si podría entrevistarse con Belinda. Ahí hay un problema. Belinda no sabe si recibirla o no. ¿A qué viene, qué busca? Es como la visita de esa vieja dama que le había comentado Elisa Bauzá a Belisario Concha. Se fastidiaba cada vez más Elisa Bauzá, y con mucho derecho. No sólo andaban sonsacándole cosas a su padre y poniéndolo en medio de quizás qué peligros, sino diseminando además historias tenebrosas sobre su ex-marido y su marido actual. Roberto Tironi se estaba poniendo muy nervioso. Circulaban sobre él nuevos rumores. ¿No era decidor que coincidieran con la venida a Chile de Marcela? Se decía que, rabioso con Claudio Köstner porque durante el Gobierno Popular éste había impedido una y otra vez que la Editorial del Estado publicara “la mierda teológico-metafísica que les chorreaba de la cabeza a él y su compinche Astaburuaga”, lo primero que hizo Tironi después del golpe fue correr a denunciarlo a las autoridades militares. En lo que contribuyó también Gabriela, la mujer de Astaburuaga. Se decía que aunque Gabriela Astaburuaga no más ver el magneto denunció de corrida a todo el grupo ultraizquierda de la Editorial del Estado, el papel central le correspondió a Tironi que entre otras cosas informó de armas distribuidas en Valdivia por los hombres de Claudio Köstner y de que ésta era la gente implicada en los enfrentamientos en esa provincia con los militares que contaban dos bajas por lo menos. Todo esto que ahora circulaba con odiosa insistencia habría sido importado desde París vía Marcela. También le dijo Belisario a Belinda que a la serie “Roberto Tironi, Gabriela Astaburuaga y Esteban Marinovich” formada en la mente por lo visto un tanto febril todavía de Marcela se sumaba un cuarto miembro. “¡Maggie Silverstein!”, saltó Belinda y Belisario dijo que sí y que de dónde le nacía la idea. Aunque casi del todo marginada, Belinda tenía sus fuentes. Además, buscando por años de años noticias sobre Sergio Bahamondes había reunido alguna información sobre las andanzas de “esa nazi degenerada”. Sí, cierto. Podía aceptar una entrevista con Marcela Köstner que acaso supiera más que ella sobre la suerte de Sergio. Y de Joaquín. Belisario repetía que no había manera de lograr que Marcela dijera algo más de lo que le parecía y que casi todas las cosas que le contaba ahora a Belinda las sabía por lo que le dejaron ver Antonio Rivera, Pablo Etcheverry, Mireya Gómez y Elisa Bauzá. Fue el general Bauzá quien advirtió a su hija sobre Tironi. No porque el señor Tironi le importara mucho, sino por el bien y la seguridad de su pequeña.

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Elisa se lo contó todo por teléfono a Belisario. Lo llamó desde la casa de sus padres. Belisario se lo contó a Belinda quien no hubiera pensado nunca que Tironi fuera un puerco hasta ese extremo. Comenzó, pues, a considerar de otra manera las sospechas del mismo Belisario, al que nadie podía quitar de la cabeza que fue Tironi el que denunció a Sergio Bahamondes sabiendo que era miembro del clandestino Comité Central del partido y que los de la DINA iban a torturarlo hasta sacarle la última gota de información matándolo después como un perro. Belisario no le dio a entender nada de esto a Belinda cuando le preguntó la primera vez que volvieron a encontrarse si Tironi tenía algo que ver con el arresto de Sergio. Pero ahora era distinto. La información que traía Marcela mostraba que Belisario no andaba descaminado en sus suposiciones. Así y todo, Belinda duda. ¿Qué es a lo último de las cuentas Marcela Köstner? Una nazi de pies a cabeza. Siempre lo fue, además de fría, calculadora, despiadada. Elisa Bauzá decía “ángel de hielo y fuego”. ¡Qué cierto! Y qué despreciables todos los hombres que… ¡Oh, no, Belisario no! ¡Sí, sí, Belisario también! ¡El tonto, el ciego y bueno para nada! Padre putativo a las plantas de una gran puta. Cajero al aguaite del menor de sus caprichos. Ahora mismo, quizás en qué enredos peligrosos lo está metiendo la valkiria del Calle-Calle. ¡Ah, Belisario, Belisario! Tan lleno de enormes nociones, tan espiritual y perceptivo, y… ¡tan idiota! Adorable idiota, adorable todavía. Refinado hasta en el arte de envejecer, de seguir su régimen y tomar sus píldoras. Ahí lo tenía, en su cuarto, casi todo suyo. Bastaba que estirara la mano. Carlos estaba mirándolo como si fuera Simón Estilita recién descendido de su columna, amenazando con el apocalipsis nuclear, denunciando los años de Mari-Castaña, cuando los milenios venían envueltos en papel celofán con su respectiva columna además de un cucurucho de maní. Los años lejanos del descubrimiento de la Cordillera de los Andes que no hay que confundir con la invención de la rueda y… – … Lo importante de esos años, lo importante por sobre todo, fue el bloqueo de Cuba, la amenaza inminente de holocausto nuclear. Fue… fue… la manifestación desnuda de la verdad más aplastante. ¡Toda, toda la verdad! ¡Ay, Carlitos querido, éramos los idiotas del lugar patinando en la pista de los cómicos de la lengua! Cada uno equilibrándose en su columnita. ¡Ay, Señor de los Cielos, igual que ahora! ¡Igualito que ahora! La diferencia está en… ¡Cómo decir!… Tal como el terremoto del año ochenta y cinco que recién recordábamos. ¡Eso es! Uno va seguro por esas calles seguras vendiendo pólizas de seguro. Como don Esteban Marinovich por dar un ejemplo. ¡De pronto, terremoto! ¿Qué pasó, cuándo, cómo? ¿Comprende, Carlitos? Carlos Bahamondes comprende. Cómo no va a comprender. Mira a su madre por si no comprende. Belinda sonríe y se levanta por más café. ¿Envejecerá su hijo como ellos, teniendo que aguardar los sesenta años para darse con el martillo en la cabeza? Belisario habla que parece un ingeniero removiendo ladrillos en las ruinas. – Construimos sobre cimientos firmes. De pronto, todo está en el suelo. Los americanos bloquearon Cuba. Ese fue el momento del poder. ¿Cómo olvidarlo más? El poder se manifestó. Se hizo sentir y se hizo ver. Cuba, la esperanza, el símbolo, el retoño de la libertad, la independencia, el desarrollo del Tercer Mundo. Los rusos embarcaron sus misiles nucleares con rumbo a la isla sin dárseles un bledo de nosotros. Los americanos les salieron al

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camino. Igual que en las películas de cowboys. Want a fight? Fue el momento del poder, sí. Nos encontrábamos todos todos en las manos, mejor dicho en las garras del poder sin tener idea ni la que menor. Construíamos en el aire. Igual que ahora. Pero, y ésta es la gran diferencia, fuimos nosotros los que nos dimos el suelazo. ¿Ustedes? Ningún suelazo ustedes. Carlos Bahamondes tenía que salir. Pero no encontraba la salida para salir. Tenía cosas muy serias de que ocuparse. Lo primero, cuentas que arreglar con una jovencita que se estaba pasando de postmoderna. Mala onda. Pésima. Estas cosas se resuelven de entrada y de raíz. ¡Adiós, que te vaya bien, y que pase la siguiente! Si su madre supiera la patada postmoderna que pensaba propinarle en el trasero a la susodicha, que aquí mismo frente a don Belisario se pone a saltar como cabra chica. Iba de Belinda sentada en el sillón echando humo y sujetando la tacita de café sobre la falda a Belisario Concha como siempre, reclinado a la romana sobre el sofá. ¿Cómo hacer para levantarse y partir? Tuvo el impulso de preguntar “¿Tan imbéciles eran en los años sesenta?” pero pensó que mejor no. No sólo porque como estaban las cosas en el mundo – por los suelos el Muro de Berlín, disuelta como humo en el aire la Unión Soviética – parecía innegable que también su padre y su madre entraban en el censo de los imbéciles. Había más, y que parecía cosa grande y difícil de negar. ¡Ese terremoto! Todavía le duraba en la cabeza. Sobre todo, la indolencia atontada de la gente. Hasta parecía que se sacaban las cosas de la cabeza para no pensar. La fatalidad. Estamos en las manos de Alá, ¿qué duda cabía? ¡Ahora este caballero aquí me observa que estamos en manos de los americanos y ni idea! O sea, a los imbéciles de los años sesenta sumamos los imbéciles de los años noventa. Me dice Carlitos. Seguro que me toma por un… Ahora mismo don Belisario Concha le complementa la ideación. – La guerra en Irak que recién termina, ¿es guerra? ¿Es como dice Hussein la madre de todas las guerras? ¿No es simplemente poder norteamericano de destrucción? Ahí está para que lo vea el que quiera. Momento del poder. Despliegue fulminante del poder. En los años de que le cuento, ese mismo poder trajo por los suelos las columnas de miles y miles de Simones Estilitas. ¿Y qué ocurre ahora que no es amenaza sino destrucción y muerte? Nada. Carlos Bahamondes terminó por ponerse de pie. Llevó su taza al lavadero. Estaba de acuerdo, sí, claro. Pero tenía que hacer. Lo esperaban en el comité de pobladores mil entuertos de viudas y huérfanos. Sin contar las seguidillas de su linda Evelyn, las arrancadas orgiásticas. La muy grandísima creía que le pasaba la cola por las narices. ¡Ahora vería! ¡Pero, no, cuidado! ¿Era liberación femenina, no? De esa premisa había que partir y no apartarse. Besó a su madre, dio la mano a Belisario Concha. Se detuvo un segundo curioseando en su rostro, sonriendo. ¿Así que Simón Estilita? No era un tipo tonto, no. Estaba O. K. como diría doña Evelyn. Sí, un buen hombre. Rico hasta la pared del frente, pero un buen hombre. Esas cosas no van jamás juntas, diría su padre. Pero, igual lo quiso como a pocos. Su madre decía que lo quiso como a nadie. Saliendo ya de casa, rumiaba Carlos. Es cierto que el poder… que las ilusiones… Es cierto, es cierto. No se puede discutir. Tómese el Estado de Derecho… Ahí voy yo. Los encumbrados dinteles de la justicia. La dama de los ojos vendados. Ciega, la gran… Cierto, cierto. Pero… ¡Vamos! ¡No hay que exagerar! Y de todos modos, ¿qué podemos hacer? ¿Hay alternativa? Como en los terremotos… ¿No es mejor olvidar los imponderables? Y si los ponderamos, ¿qué? Ahí está la destrucción de la capa de ozono. ¡Menos mal que no se le ocurrió al caballero! ¿Vamos nosotros a pararles el carro a los países industriales? Como parar el viento. Ya en la puerta, se detuvo todavía unos segundos. Quería decir algo… ¡Pero, mejor

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que no! Desde el sillón, su madre le leía las ideas. La ideación, como decía ella. ¡Cuánto ha cambiado! Qué joven y hasta coqueta se ha puesto. ¡Carmen otra vez, como contaba la abuela! ¡Laralalá! Desde que empezó a visitarla el caballero. Se echa perfume que es un escándalo. Carmen de Otoño. Hay que contarle a la abuela. Sí, no caben dudas, éstos se amaron y siguen amándose. Y se quedan ahí, solos en el cuarto y a media luz. Muy a propósito para acercamientos, intimidades. ¿Qué cosas se dirán? ¿Qué barbaridades harán? ¡Uuuuh! Por su parte, después de pensarlo un poco, Belisario se atrevió a preguntarle a Belinda qué creía, si no sería Carlitos un Pinochet’s boy más.

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Sobre la mesa rococó del saloncito, Mireya Gómez ex-Etcheverry extiende para ilustrar el comentario dos excelentes reproducciones de Caravaggio: “El Suplicio de Mateo” y “La Decapitación del Bautista”. – Es siempre igual. ¿Ves éste? Uno de los burócratas del tirano. De pies a cabeza. Mira como viste. Pulcro que da risa. Hasta se diría que elegante. Es de los que descienden a las mazmorras sin salpicarse. Apunta con el dedo, ¿ves? Y este otro. Un duplicado. Casi se le oye: “¡Presto, la cabeza! ¡Y échala a esa jofaina!” Ni por nada se va a manchar. Y éste, aquí. El cuadro es otro, pero él no cambia, ¿ves? Y esos dos, allá. ¿No parecen tipos de la Embajada Americana? Bajaron a dar un vistazo. ¿Qué hay en el rostro de éste que nos enfrenta? ¿Repugnancia? ¿Conmiseración? Pero la sonrisa de éste, el de perfil, no se presta a interpretaciones. Un canalla de paso por los mataderos políticos del Tercer Mundo. ¡Uf, es siempre igual, son siempre los mismos! ¡Y mira el verdugo! La misma bestia de siempre. En este cuadro no ha matado todavía. En este otro, ya mató. No sé si te interesa Caravaggio. ¡Miguel Ángel de Caravaggio! Nació en Lombardía, en 1573. Murió tratando de entrar en Roma, en 1610, exiliado, febril, sin quién cuidara de su agonía. Su periplo: de Milán a Roma, de Roma a Nápoles, a Malta, a Siracusa, Mesina, Palermo, Nápoles otra vez. Este “Suplicio de San Mateo” está en Roma. Esta “Decapitación del Bautista”, en Malta. Créeme. Fui a Malta nada más que para ver este cuadro. Mis buenos dólares gasté, pero valió la pena. Creo que son pocos los que pasan de tolerar la pintura de Caravaggio. Se dice que sacrificó la belleza a la verdad. ¡Claro que sí! No había cuadro suyo, en mis tiempos de Astaburuaga y El Greco con sus desgarramientos expresivos, que no me chocara y hasta repugnara a primera vista. ¿Cómo decirte? Una repugnancia preestablecida, como la llamaría Roberto Tironi que tampoco podía aguantarlo aunque no fuera más que por las pobres reproducciones que llegaban por esos años a la Librería Francesa. Por mucho tiempo gasté las suelas y eché la lengua por las galerías de Madrid, París, Florencia, Roma… Londres… Viena, ¡uf, dónde no! Iba a mis anchas mirando Tizianos y Tintorettos cuando… ¡ya! ¡Ahí está! Pasaba de largo conteniendo apenas la náusea, te juro, la náusea caravaggiana, ¡ja, ja, ja! De pronto, una mañana de milagros, ¡lo vi! Tal como dice Tironi. Una ve de pronto. Porque de pronto como que se combinan las cosas y una ve. Así dice Tironi y así lo vi, a Caravaggio, estoy segura. De pronto, sí. Las mazmorras y mataderos asquerosos de Pinochet, Videla, Idi Amín. Eso era. La hipocresía pomposa de Washington, Londres, París. Y también La Habana, Moscú y Pekín, que no te engañes. Ah, sí, claro, claro. El realismo político de los compañeros. ¡Ah, Dios, que la mierda te hierve dentro! Caravaggio se hacía cargo de

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todo. No dejaba puto sin implicar dentro de su claroscuro diestro y siniestro. ¡Oh, no, a él no iban a venirle con cuentos! Lo grandioso y lo vil resueltos en indiferencia, en vulgaridad. ¡Mira, ahí tienes! La decapitación del Bautista. ¿Viste nunca nada a la vez más sórdido y más cierto? ¡Ah, si te contara yo de la rabia y las lágrimas! ¡Todo el tiempo perdido, farreado con todos esos maricones! Me gustaría destripar a Astaburuaga y echar al horno a Tironi. A fuego lento… ¡Treinta y siete años! ¿Te das cuenta? ¿Como se puede ser un sabio de esa profundidad a esa edad? Para no creerlo. ¡Treinta y siete años! ¡En qué idioteces me revolcaba yo a mis treinta y siete años! ¡Ah, me gustaría escribir de Caravaggio! Sé mucho de él. Muchas veces, en las noches, me duermo siguiéndolo por las tabernas de Roma, por los zocos de Malta, por las callejas peligrosas de Nápoles. Me juego la vida junto a él a cuchilladas por un par de florines con un par de buscones. Me enredo con un mozo de cuerda, ¡ja, ja, ja! Lo sigo sin perderle pisada. Le sorprendo la mirada que escudriña en la feria, en los muelles, en busca de una Magdalena, un David, un Baco, una Judith. ¡Vaya un vidente! ¡Abajo la estética! ¡Mueran los fariseos, ja, ja, ja! Aventó a pincelazos montañas y montañas de hedionda basura, toneladas de beatería burguesa, de patrañas platónicas, astaburuagónicas, ¡ja, ja, ja! ¡Ahí tienes la decapitación del Bautista! Mira el matadero, mira el antro de sucia crueldad donde asesinan al Bautista. ¿Qué más pedir? El poder desnudo en la mazmorra, feo de ver, nauseante y facineroso. Y toda esta denuncia, esta reducción a polvo de la retórica hecha con brochazos de ocre y bermellón, luz y tinieblas. Pasión impresa, verdad en lienzo para el que quiera ver. ¡Con cuánta razón lo detestan! Mira, te voy a mostrar. Espera, espera. Sí, aquí, lee aquí. Este es Burkhardt. ¿Te acuerdas de Astaburuaga? ¿Cómo hablaba babeando de Burkhardt y nosotros babeando a la siga, sin la más remota idea de nada pero igual por si las moscas? Aquí hay unas frases Burkhardt. ¿Qué dice este gran señor de Caravaggio? Que su propósito es mostrar que los hechos sagrados del comienzo de los tiempos se han desarrollado del mismo modo que en los arrabales de las ciudades mediterráneas hacia fines del siglo dieciséis. Eso dice aquí. Negro sobre blanco. ¡Ah, yo tendría que escribir! Yo tendría que decirle a estos lacayos descerebrados… ¡Pero, si es al revés! Los hechos de miseria, la pudrición de nuestro arrabales son lo único que hay de sagrado. ¡Canallas, canallas!… ¡Oh, mira este burócrata de las mazmorras! No me había fijado bien en él. ¿No es igual que un obispo el hijo de perra? Así hablaba Mireya Gómez a la atónita Elisa Bauzá que no tenía idea de Caravaggio y lo único que quería era averiguar qué demonios ocurría con Marcela Köstner, qué se proponía sembrando esas calumnias increíbles sobre Roberto Tironi, su legítimo esposo. ¿Trataba de inducir que lo mataran como a Tomás Pineda? ¿Quería también que mataran a Octavio Olavarría? ¿Quería sembrar el pánico y que se mataran todos entre todos? ¿Así de loca estaba? Octavio había desaparecido después de lo ocurrido a Pineda. Esteban Marinovich se veía tan reducido mentalmente que daba pena oírlo hablar. Aníbal Quintana rodeó de una empalizada su casa y guiaba un coche que parecía un blindado. ¿A esto se llegaba? Nadie se aventuraba a visitar a sus amigos. Ni por la noche. Roberto dormía con los ojos abiertos. Estaba seguro de que lo seguían con siniestros propósitos. Un atardecer al salir de su clase se vio empujado contra la pared. Un grupo de rufianes. El que capitaneaba lo cogió de la solapa con una mano capaz de estrangular. Lo estrechó contra los ladrillos y con el índice de la otra mano le hizo un pase lento y suave sobre la garganta. ¿Estaba claro? Los otros miraban hoscos. Roberto Tironi quiso saber de qué demonios se trataba. ¿Entonces, no estaba claro? Desentendiéndose de su líder, el grupo se estrechó con violencia. ¡Ahora lo mataban! Quería gritar por su vida, pero la voz no le salía. El grupo aflojó. Se disolvió en segundos y era como si nunca ocurrió nada. El maestro de los dimes y diretes, como lo llamó alguna vez Sergio Bahamondes y terminó

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también por llamarlo para sus adentros la misma Elisa Bauzá, se quedó por largos segundos sin moverse. Las espaldas contra el muro, lívido y clavado en el suelo. No había un alma en los patios y pudieron asesinarlo limpiamente. Le vino un sudor frío y un temblor de las piernas que no conocía. Y en la memoria surgió vívido, que casi lo tocaba, el recuerdo del asalto homosexual en las bodegas de ese barco cuando era muchacho. La misma desolación, la misma náusea, el mismo desconcierto. Entonces eran viejos libidinosos asaltando a un niño. Ahora, eran niños asesinos asaltando a un viejo. Pero, la náusea y la violencia eran las mismas. Le tomó todo el viaje a casa recuperarse. Querían matarlo. Circulaban a su entero gusto por las calles sujetos que querían matarlo. Ya en su casa, se había vuelto práctico. Comenzó por estudiar los accesos, las ventanas, los cercos del fondo. ¡No había caso! Podían entrar por donde se propusieran. Habría que mudarse. Elisa Bauzá lo encontró sentado en el rincón más oscuro del pasillo. Echado hacia adelante, con un vaso de whisky a medio vaciar. – Me amenazaron hoy día. Recién. Un grupo de unos doce muchachos me rodeó. Adentro, en el campus, al salir de clases. – ¿Estudiantes? – No sé. No reconocí a ninguno. Ya oscurecía. – ¡Sería una broma! – No, Elisa, ninguna broma. En serio, muy en serio… – Eso no tiene sentido. – ¡Anda tú a saber! Con las calumnias que circulan… – No tienes que preocuparte tanto. Seguro que es una pandilla de imbéciles sin qué hacer. – No lo creo. Estaban indicando algo muy claro. Te tenemos en la mira… En cualquier momento… En la mañana temprano salió volando Elisa a casa de sus padres. Su madre estaba con un fuerte resfrío y le gritó desde su dormitorio que no se acercara por nada del mundo, que había arrollado en el refrigerador y fruta y restos de torta en el comedor. Su padre vino desde el baño a medio afeitar. Pero la abrazó y estuvo mirándola largo como hacía siempre que venía a la casa su pequeña. Elisa preparó té con limón bien caliente para su madre y fue a arroparla y aplicarle el termómetro sin hacer caso de protestas. Abrió una de las ventanas para airear el cuarto. Después, mientras su padre terminaba de acicalarse, trajo al comedor el agua y el té a punto. Calentó el pan como le gustaba a su padre. El general Bauzá seguía con su buen apetito de siempre. Le hizo un sándwich con todo el arrollado que encontró. Agregó leche al té y le remató encima tres cucharaditas de azúcar. Elisa se relamía viéndolo comer. De niña, nunca se

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cansaba de ver cómo se las arreglaba con los platos más complicados. Trataba siempre de hacerlo como él, sentir ese placer que anticipaban sus ojos al rebanar el pan, revolver la ensalada, cortar el bistec, llevar a la boca el tenedor repleto de arvejas sin que cayera una y masticar con esa alegría de vivir que le saltaba de los ojos y esos guiños que hacía para ella después, dándose palmaditas en la panza y levantando el vaso justo para el sorbo y el paladeo. ¡Jesús, si se enterara Maggie Silverstein de cuánto adoraba a su padre! Antonio Rivera parecía disfrutar como ella viendo comer al general Bauzá en más de un banquete en que estuvieron juntos. – Tu padre sí que bebe y come como se debe. Es un hombre feliz, no caben dudas. Pero ahora no lo parecía tanto. Le dijo que sí, que conversó con la señora Köstner. Una gran dama en el mejor de los sentidos. Pero no, no conversó nada, ni una sola sílaba sobre el señor Tironi. De Octavio Olavarría, la señora Köstner sólo quería saber si estuvo implicado siquiera en el menor detalle en los hechos de Valdivia. Tú sabes, el fusilamiento de su hermano, don Claudio Köstner. Yo le dije que, por todo lo que sé, que no es muy poco, no creo que haya la más remota relación. Le dije que no olvidara que el Gobierno y las Fuerzas Armadas tenían en mucho aprecio a mi… yerno, por sus buenos oficios en Londres en momentos de mucha tensión en nuestras relaciones con Argentina y que si ella tenía algo que ver con los rumores que corrían sobre el señor Olavarría debía considerar que no era un servicio a las Fuerzas Armadas lo que estaba emprendiendo. Me preguntó también por el Capitán Rodríguez y qué había de esos diez millones de dólares que desenterraron en el allanamiento de una casa de seguridad en Puente Alto. Parece que tiene informaciones de cierto peso sobre esos dólares. ¿De la señora Maggie Silverstein? Tampoco se habló. Quería verificar conmigo de ser posible la relación entre la DINA y “Altos de Apoquindo”, esa clínica del señor Rodrigo Alcántara. En eso, intercambiamos información. Muy interesante, pero no tienes por qué saber. Si te interesa lo que hay con el señor Tironi o la esposa de don Domingo Astaburuaga, aunque esta señora seguramente no te interesa, los que más saben son don Belisario Concha y sus amigos. No tengo que decirte cuáles amigos. No, no creo que vaya a ocurrir nada. Aunque, por lo de los señores Pineda y Marinovich… En fin, no olvides que siempre puedes venirte aquí… ¡Bah, qué cosas digo! ¡Ah, sí, también! Doña Marcela Köstner ha estado visitando a doña Mireya Gómez que está viviendo en Puente Alto. Justo en la famosa casa. ¿No estará cavando doña Mireya? ¡Ja, ja, ja, ja! Allí se han entrevistado un par de veces. ¡Vaya una historia! ¡Diez millones de dólares! Dime, ¿lo creíste tú alguna vez? El sábado de esa misma semana, al mediodía, Elisa Bauzá se encontró con Belisario Concha, Antonio Rivera y Pablo Etcheverry en una shopería en Tobalaba al llegar a Providencia. Antonio Rivera decía “fuente de soda” y que le fueran a decir “shopería” a su abuelita. Los tres mosqueteros llegaron antes, como corresponde, y bebían hablando a gritos y bebiendo bajo un amplio quitasol. No demoró en aparecer Elisa Bauzá vestida de primavera. Sonriendo a sus lecturas de muchacha exclamó: – ¡Veinte años después! Los tres se pusieron de pie como un sólo hombre. Antonio abrió los brazos. ¿Aceptaría que la estrechara?

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– Justo lo que decíamos. Todos para uno y uno para todos. El mundo joven que pululaba en torno parecía importarles un comino a los tres viejos. Y viceversa. Fueron abrazándola, cercándola, y Elisa sintió que entraba en mundo propio, donde la reconocían, la amaban y le cedían lo que se le antojara porque era suyo. La protección cálida de esos hombres, ¡todos suyos! Con ese sentimiento romántico se sentó después de los besitos al aire tan de moda y tan insulsos, asintiendo que también pidieran cerveza para ella. Ninguno preguntó por Tironi, y Elisa se preguntó de dónde le vino esa idea de un mundo propio. Sabía que Belisario Concha tenía sospechas de Tironi sobre lo que ocurrió con Sergio Bahamondes. ¿De dónde pudo venirle a la cabeza algo tan estúpido? Contra mil suspicacias, decepciones y odios, eran ellos todos una historia única. Quitar a uno venía a ser quitarlos a todos. Pertenecían a un mundo cerrado, hermético, y partirían juntos al cielo o al infierno. Así sentía en ese instante Elisa, segura de un espacio y un tiempo espirituales que esa gente bullanguera que los rodeaba nunca podría comprender, ni menos imaginar. Pablo Etcheverry, en postura parecida pero del todo hostil soltaba su diatriba archisabida sobre la seudocultura, la mermelada que chorreaban los medios de comunicación, el adoctrinamiento parroquial de los Pinochet’s boys en sus sweat shirts, blue jeans, zapatillas hipopótamo, lamiéndose el hocico en los parques, en los buses, haciéndose los locos en los paseos, barriendo las aceras con la jeta ante el descaro vulgar de mestizas calzonudas, culonas, piernicortas, feas como ellas solas, sin más horizontes que el lomito con shop, ni más vocablos que el huevón y el chaesumadre. – Aguántate, Pablo, aguántate. Pongámonos de acuerdo primero. ¿Almorzamos en mi casa? Marcela volvió anoche del sur y va a estar encantada. ¿Qué dices, Elisa? Elisa, sin decir, dijo que no tenía qué decir. De todos modos… – Yo había pensado que… Yo vine porque… Antonio Rivera sabía perfectamente a qué venía. Belisario Concha y Pablo Etcheverry también. Acababa de informarlos. ¡Y este burro de Belisario salía con…! ¿Quería que Elisa fuera a tirarle a Marcela con la sopera? Elisa trataba de averiguar qué se proponía Marcela, quién le metió todas esas ideas en la cabeza. Pablo Etcheverry no dudaba. Las fuentes de Marcela eran de confiar. Antonio Rivera, de acuerdo. Pero, de lo que informaban estas fuentes, ¿a dónde iban? Lo que ambos deducían de las noticias de Marcela no le gustaba nada a Belisario Concha. Allá por 1982, después de una noche de juerga en París, Octavio Olavarría contó a una Marcela un tantín borracha (o que lo parecía) que había visto con sus propios ojos y leído de punta a cabo la denuncia de Roberto Tironi contra Claudio Köstner, su hermano. Andaba hecho unas pascuas Octavio. Anticipaba la paliza que los ingleses iban a darle a los argentinos en la confrontación que venía por las Islas Falkland. Marcela contó que la hacía reír con unas charadas que había escuchado en Londres: Que los generales argentinos anunciaban las cosas que pensaban hacer para que no los dejaran hacerlas. Y que si los dejaban hacerlas no iban a hallar qué hacer. Octavio reía a gritos.

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– ¡La paliza que les va a llegar! Miraba a todos lados con sospecha, por si había espías de Buenos Aires. Y fue entonces, como en un arrebato, que le habló de la denuncia de Tironi. – Si quieres corroborarlo, pregúntale a tu amigo Aníbal Quintana. A más abundamiento, podía preguntarle a Esteban Marinovich. Ninguno de esos dos vacilaría en dejar descubiertas las espaldas de Tomás Pineda si se trataba de ella, Marcela Köstner. Porque, claro, como ella podía suponer, fue Pineda el que procesó la denuncia. No se obraba en asuntos de ese porte sin su visto bueno. ¿Qué cómo reaccionaron Quintana, Marinovich, Abogados? Que se lo dijeran ellos mismos, los muy badulaques. Ni Pablo Etcheverry ni Antonio Rivera se atrevían a imaginar la cara que tendría Marcela esa madrugada caminando por Rue de Rivoli dando tropezones de intento (porque la borrachera, si la tuvo, a esas alturas se le habría esfumado) mientras Octavio, haciendo sus cálculos también que tonto no era, iba soltando los secretos entre hipos y garabatos. ¿Qué pensaba él? Bueno, para partir, no especulaba. Lo que sí tiene que decir sin tener que dibujar jorobas sobre hombros ajenos, hip, es que él, por cuentas pendientes con el susodicho Tironi, trató más de una vez de darle su merecido siendo en cada intento impedido por los señores Quintana, Pineda y Marinovich. ¿Podía Marcela imaginar por qué, hiiip? En cuanto a quién fue con la denuncia al Ministerio del Interior, ya se lo dijo. Pineda se encargaba personalmente de esas cosas, claaaro. Y conste, si Pineda decía no, era no y hasta ahí llegó la cosa. Peee… ro, si le parecía que sí, la cosa seguía adelante. Como no apareciera el Ángel de la Guarda en eesferas más altas. – Oooo… o sea, Judas se le entregó a Caifás y Ca… i… fás se lo entregó a Pilatos, ¡voilàaaa! ¿Quién más informó a Marcela Köstner? Pablo Etcheverry y Antonio Rivera tampoco tienen dudas sobre la parte de Aníbal Quintana. Belisario enrojece cuando dicen a Elisa Bauzá, que hace rato está blanca como la servilleta que se llevó a la boca, que Aníbal Quintana, después de ese tiempo en que Octavio Olavarría habló con Marcela Köstner, apareció acompañando a Marcela en los cafés de Saint Germain y Champs Elysées. Por lo demás, Marcela misma lo contó. En París deslindó responsabilidades el muy pillo de Quintana. Elisa Bauzá va de Pablo Etcheverry a Antonio Rivera mientras hablan. En su imaginación se representa una escena de cabaret parisino como en esos afiches de ToulouseLautrec, con mujeres en corset-sostén, en falda-calzón, medias de malla negra y tacos en punta, sirviendo champán entre el humo de los cigarros, la música de la pianola y el cancán. Mira a Belisario que la está mirando. Se desconcierta y le vienen lágrimas. Hay tanta comprensión y compasión en los ojos de Belisario. ¡Tanta nobleza! El mejor de todos los de su generación, Belisario Concha. Equilibrado, culto, esencialmente decente. Sí, ninguno cómo él. Cómo pudo casarse con esa… ¿Y qué hace en medio de este cenáculo de habladurías? Qué piensa, qué piensa realmente de la mujer que tiene, tuvo ¡o no tuvo nunca! ¡Dios, pero si es una puta y una

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nazi! Una naziputa. Siempre lo fue. Juega con todos. Gata divertida con sus lauchas. Y estos dos, Pablo Etcheverry y Antonio Rivera, ¿qué se proponen, qué buscan? ¿Asustar a la gente? ¿Jugar a los bandidos? ¿Que algún loco suelto mate a Roberto, a Octavio? ¿Hacer justicia a la siciliana por Sergio Bahamondes y Joaquín Albornoz? ¿O buscan cómo chantajear a Quintana para sacarle esos míticos diez millones de dólares? Pero, Dios del Cielo, ¿de dónde le vino pensar que pertenece con estos, estos… a un mismo mundo? ¿No es una idiota completa? Furiosa, quiso levantarse. Se encontró sujeta por los manos amigas pero firmes de Antonio y Pablo. ¿Qué ocurría? Percibió en los ojos de Pablo Etcheverry un no sé qué de asombro y de molestia. ¿Qué estaba haciendo? ¡Pero, si estos hombres estaban con ella! ¡Si estaban allí por ella! ¿Cómo podía dudar? Algo le escapaba… ¡Entonces, era verdad! Roberto había… ¡No, no puede ser! ¡Esas cosas no se hacen! Belisario leía sus pensamientos. – ¡Cálmate, Elisa, cálmate! Te estamos contando, como nos pediste. Te estamos diciendo lo que Marcela dice que le dijeron, ¿de acuerdo? Ninguno de nosotros desea ni por nada que las cosas sean como Marcela dice que son. Quiero decir, como le dijeron que son. Pablo tenía algo que agregar. – Pocos en mejor posición que la tuya para averiguar qué pasó realmente. – Pero… pero, ¿piensan ustedes que si algo así de verdad ocurrió yo no lo sabría? Antonio no se paró en cumplidos. – ¿Y qué piensas tú? Elisa lo miró estupefacta. – ¿O sea… O sea que…? Antonio Rivera se había puesto serio. Así, daba miedo. La pobre Elisa se volvió a Belisario. Al fin de cuentas, por más que deseara que lo confirmaran en sus sospechas, Belisario tampoco creía en las historias de Marcela. ¡Vaya un enredo! Como si faltara todavía, estallaron en sus oídos las voces chillonas de tres tipos con mandolina, guitarra y charango que parecían seguros de sonar como el más auténtico de los mariachis. ¡Qué ruido horrible! Le subió la náusea de la cerveza. Riéndose y empujando con los codos, los músicos se pusieron a revolotear en torno de la mesa, agachándose para situarse bajo el ruedo del parasol. Chillaban como condenados. ¡Chihuahua! Bordeando, corneando mientras guiñaban a Elisa, la dama del grupo. Parecían… Antonio recibió como un sacudón eléctrico la alerta. ¡Los tres payasos! ¡Los que rodearon a Pineda en el Paseo Ahumada y lo despacharon mientras jugaban al corre que te pillo! La corriente eléctrica le sacudió hasta el cuero cabelludo. Se llevó la mano atrás. ¿Para qué? Había dejado la pistola en la guantera. Pero Pablo no. Con la derecha bajo la casaca, le hizo un gesto. Los tenía cubiertos. ¿Serían o no serían? ¡Así que dándoselas de mejicanos! Bien,

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aquí se iban a encontrar con uno que aprendió a desenfundar en Méjico. Pero no, no eran. A lo menos, por ahora. Sólo querían recordarles a los señores que Guadalajara está en un llano y Méjico en una laguna medecóoo meresa tuuu na medecóoo meresa tuuu na medecóoo meresa tuuu na áunquemes pine la mano!

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Fue un mal viraje. Tendría que haber entrado acelerando por la pista izquierda obligando a la belleza hollywoodense, con la que venía danzando desde hacía rato a ciento veinte kilómetros, que frenara y se pusiera en línea detrás suyo. Pero no se atrevió a ponerla en apreturas. Todo un caballero de la carretera por arriba del máximo. Lo hacían muy bien los dos combinándose entre las pistas. Sonreían anticipando el encuentro en el próximo hostal. ¿Sería tan buena en la cama como al volante? El obstáculo se hizo presente a segundos de la colisión. ¿De dónde salió? Un Ford del año ñauca atascado, tratando de cruzar la autopista. El viejo campesino viendo el peligro manipulaba con la palanca de cambios y el acelerador. El espacio por detrás del Ford no bastaba para los dos coches. ¿Acelerar? No, mejor dejarle el paso a ella y virar por fuera. Así son los juegos del destino, le diría Tironi moviendo su dedito y feliz de sacarse esta pesadilla de encima. Porque justamente en ese segundo el Ford avanzó. No mucho, pero suficiente para que, evitándolo, el Mercedes saliera de la pista. Voló sobre el cruce, aterrizó sobre una hilera de canastos con frutas, aplastó un puesto de refrescos donde por feliz casualidad no había nadie, siguió más allá sobre un pedregal y fue a dar de narices en el parapeto opuesto de un canal. Tomó tiempo levantar el coche, cortar los cables y enderezar los fierros que trababan el cuerpo retorcido. La cabeza era una pelota sanguinolenta encajada entre el volante y el parabrisas. Pasaron largos minutos antes de que aparecieran los carros de carabineros y bomberos. A la media hora, se oyó por fin la sirena de la ambulancia. El médico, después de un rápido examen, dio orden de subir la camilla. De pie, intercambió miradas de suspicacia con bomberos y carabineros. ¿Habrían saqueado ya el coche? Nunca se sabe. Conferenció con el teniente. Tendrían que llevar el herido a Santiago, no a Rancagua. El médico volvió a mirar el coche. ¡Un Mercedes 90! Calculó a vuelo de pájaro. Buena plata. Meses de clínica. La suya, por descontado. Por lo más bajo, una docena de operaciones. Buena plata. Como no fuera auto robado y el fulano un terrorista. – ¿Qué dicen los papeles? El teniente también hacía sus cuentas. El cabo vació la billetera. El reloj era de oro macizo y también la pulsera. El medico lo vio cuando sacaron el cuerpo. ¡Y ya no estaba! ¡No iban a madrugarlo estos dos!

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– Es de Santiago. Aquí, el cabo, lo acompañará y se contactará con la familia. ¿Hay teléfono en la ambulancia? – Sí. – Entonces, el cabo irá haciendo las llamadas por el camino. Así deciden los familiares dónde hospitalizarlo. – Ése es asunto mío, teniente. Aquí hay decisiones de vida o muerte que tomar. ¿Cómo dijo que se llama? – Aquí dice Octavio Olavarría Echeñique. Pero de la central me informan que el coche pertenece a Abelardo Olavarría Risopatrón. El accidentado debe ser su hijo. Éste es el teléfono del dueño. Firme el parte aquí. Usted lleva una copia. Que manejen con cuidado, doctor. Lo escoltamos hasta Angosturas. – Gracias, teniente. Tal la historia. Por lo menos, la que circuló los primeros días, cuando Octavio Olavarría se veía más en el otro mundo que en éste. Elisa lo visitó con don Abelardo y se la vio más de una vez entrar con el rostro velado en una capilla de La Reina cuya virgencita era famosa por sus milagros. Después de un tiempo, aunque no podía moverse, ya reconocía a algunas personas y hablaba un poco. Al primero que reconoció fue al tío Abelardo que tenía que poner la oreja sobre sus labios porque los movía tratando de decirle algo. Lo primero, que pusiera guardia permanente en el pasillo. Gente suya, de ninguna manera policías. A los pocos días le sonaba más articulada la voz. Pero, no hablaba sino con el tío. Le preguntó por las armas que venían en el maletero del coche y el fusil de largo alcance en el asiento trasero. Venía con la mira telescópica y dos cajas de cartuchos. Todo en un largo estuche negro. Su tío le comunicó que de armas no encontró nada y esa noche hubo que doblarle la dosis de somníferos. Tampoco había nada de una belleza hollywoodense en la segunda versión del accidente. Lo que ocurrió es que dispararon sobre Octavio desde un Fiat rojo. Prácticamente a boca de jarro. Cuando el tío Abelardo, susurrando como si lo confesara, le puso los labios en la oreja preguntándole “¿Quiénes fueron?” le vino un ataque de tos que se le iba el alma. La bala pasó oblicua frente a su rostro. Como el Fiat tuvo que adelantarlo por su izquierda, el proyectil tendría que haber perforado el parabrisas en la parte derecha. En el peritaje que ordenó y supervisó don Abelardo no aparecieron rastros de balas en todo el coche. El maletero quedó abierto, probablemente por el impacto del Mercedes contra el parapeto. ¿Aprovechó alguien los minutos que siguieron para hacerse de las armas sin ser visto? La investigación de huellas digitales no dio ningún resultado. Don Abelardo llegó a considerar, después de tanto tiempo y dinero perdido, que la memoria se le había trastrocado a su sobrino, como es tan común cuando uno se golpea duro contra la cabeza. Seguro que estaba recordando cosas pasadas años de años como si hubieran ocurrido ayer. Pero, entonces, ¿dónde estaba el costoso fusil de su sobrino? No era cosa del pasado el fusil, recién adquirido. Elisa Bauzá nunca dudó del amor de Octavio Olavarría. Que no cupieran dudas: Si algo

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verdadero le ocurrió en la vida fue el amor de Octavio. Amor a primera vista, exclusivo y para siempre. La amaba y la amó cada minuto desde que se encontraron sus miradas ese mediodía de otoño de 1950 cuando ella salía de clases. De sólo mirarlo en los ojos, supo que la amaba y que nunca dejaría de ver en ellos el mismo amor. Cierto, muchas veces, incontables veces, se condujo con ella como un bruto. ¡Cuánto la maltrató, cuánto! Y ella se dejó humillar y golpear por años sin chistar. ¿Masoquismo? Maggie Silverstein no lo dudó ni por un segundo cuando se lo contaron. La niñita que se muere porque su papito, sólo su papito la azote. Por ese tiempo ya empezaba a sembrar su cizaña la Maggie Silverstein por los patios del Pedagógico. La tenía pensando, muchas veces. ¿No tenían sentido en su caso todas las tonteras de la Venus Gorgona? Octavio la abandonaba mezclándose en aventuras sórdidas, emborrachándose por días y semanas con buscones y crápulas. Pero no la abandonaba. Al contrario, terminaba de rodillas suplicando perdón. Y todo, ¿por qué? Otra vez Maggie Silverstein. Por miedo, por un complejo de inferioridad y frustración. Por la perspectiva intolerable de no alcanzar jamás sus alturas: sus amigos, sus estudios, sus libros, su fineza. Su aguda inteligencia. Esas cosas no se compran. ¿Y quién era ese tal Olavarría? querían saber sus amigos. No entendían que admitiera acercársele a un sujeto de esa calaña. Mucho menos cortejarla. Bajo los plátanos orientales de la Avenida Macul, Octavio caminaba manso a la siga de esos seres superiores que alternaban con ella detallando los meandros del alma o los diámetros de las esferas celestes. Sin darse cuenta siquiera, Elisa irradiaba cultura, ingenio, profundidad. ¡Cómo la odiaba y cómo la amaba Octavio! Por ser tal como era y por exponerlo tal como era. ¡La mataría! ¡Se mataría! No había otra mujer, nunca hubo otra mujer. Siempre lo supo Elisa. Pero un día lo dejó. No pudo soportar tanta denigración. Por el resto de su vida, vivió con su adorado Roberto Tironi, esa estrella del cielo y amigo del alma. Pero, amor de amante… amante que se humillaba y la humillaba… Amor en bruto, pero grande y candente y perdurable… ¡Vamos, esa especie no se busca en las bibliotecas! ¡Esa mirada! Volvió a envolverla encendida como la primera vez cuando se acercó al lecho en que yacía. ¡El tiempo se esfumó! Elisa estaba segura, sí, segura de que con la presencia suya revivió, renació, todo enrollado en vendas y pálido como estaba. Vio las lágrimas y en ellas el perdón, el olvido y la felicidad. Igual que en la más pegajosa melaza de boleros se dijo sonriendo, llorando también. Más allá, mucho más allá del tiempo y la distancia, mi vida – como cantaría Antonio Rivera desarmándose de risa – el extraño destino de los dos por distintos caminos nos llevó y hoy nos une otra vez, ¿por qué, por qué? Lo que la llevaba a los brazos de Roberto Tironi bailando bailando a orillas del palmar bajo la luna llena. Tironi el Supremo, la inteligencia de las inteligencias. Supiste esclarecer mis pensamientos, me diste la verdad que yo soñé. ¿Se vio nunca en la vida ridículo más grande? ¿Qué es la vida? Un frenesí. Bésame, bésame con frenesí. Así danzaban por los aires los pensamientos de la pobre Elisa Bauzá cuando volvía de esa pequeña iglesia donde rezaba a una virgencita milagrosa por la mejoría de Octavio y el perdón del olvido y la distancia. Elisa Bauzá no dudaba del amor de Octavio Olavarría. Y bien, tampoco dudaba Roberto Tironi del fusil de largo alcance que traía en el coche ese loco cuando se accidentó. ¿Qué se proponía? Las cosas que no inventaba para rodearlo de un ambiente odioso,

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amenazante. Circulaban cartas de misteriosa y siniestra procedencia. Se decía que se trataba de chantajistas. Ex agentes de la DINA con fotocopias tomadas en el legendario y laberíntico archivo del Ejército. Nombres, pelos y señales de medio mundo en manos de pinganillas a la caza de unos pesos. Gangs de extorsionistas que explotaban a derecha y a izquierda los crímenes políticos de la Junta Militar. Otros, con el disfraz de la justicia redentora andaban cobrando cuentas pendientes. Y saqueando cuentas corrientes. Ejemplo, esos diez millones de dólares. Una pequeña versión de El Dorado. ¡Para qué no servía! Por diez millones de dólares se mata sin pensarlo dos veces. En esa carta anónima que llegó al asustadizo Aníbal Quintana parecía obvio que a Pineda lo mataron por eso. Podían seguir matando y chantajeando a medio mundo por lo mismo. ¿Qué tiempo tomaba enviar una carta a Domingo Astaburuaga que comenzara: “Sabemos que su esposa, doña Gabriela…” y dejarlo patidifuso y listo para firmar una docena de cheques a plazo? Hemos sabido que su mujer… ¡Vamos, saltando, mi caballero! Bastaba echar a correr que Esteban Marinovich estuvo metido en el reparto de los verdes para que esa misma noche le secuestraran la hija. Ahora trataron de eliminar a Octavio Olavarría. ¿También por los dólares? ¡Lástima que no lo lograran! Traía armas en el coche. Un fusil de precisión. ¿Para qué? ¡Loco, loco de remate! ¿Quería vengar a Pineda? ¿Trabajaba con Marcela Köstner? ¿Pretendía… pretendía arreglar cuentas con él? Roberto Tironi ya no sabe qué pensar de Elisa Bauzá. Se retrae, no es la misma Elisa. Una noche, cenando en Providencia, se acercaron a saludarla ese par de playboys dinosaurios. Andan con la de siempre, los perseguidos políticos, los héroes del exilio. ¡Los chantajistas! Ahora hablan de los derechos humanos. Venden a manos llenas la de la transparencia. Son enteramente transparentes. ¡Claro! No se les ve nada de puro transparentes. ¿Dónde estaban éstos cuando él, Gabriel Araya y Domingo Astaburuaga luchaban a campo abierto por los derechos humanos? El transparente Rivera descubrió los derechos humanos del pueblo mapuche. Ésa es la película en colores financiada desde Alemania que anda filmando el gordo comilón. ¿Cómo puede Elisa mezclarse con los desechos de su generación? ¿También ella espera renacer en la ribera cósmica del sur o en las alturas de Machu Pichu? ¿Así de idiota se ha vuelto? La nueva Elisa, ja, ja, ja, la transparente. Quizás en qué se proponen utilizarla. ¿Volverla contra él después de todo lo que hizo por ella? Anda penando por las iglesias. Se ha inventado un sentimiento de culpa por Octavio Olavarría que ni cortado por la Maggie Silverstein. Busca una alternativa de vida, como dicen ahora. ¡Dios de los Cielos, a su edad! ¿No será más bien un cementerio alternativo? Roberto Tironi sonríe a estas tonterías verbales. El mismo en sus años fue quien echó a rodar palabras como “alternativa”, “sofisticado”, “tecnología”. Ahora tenía que padecer su abuso. No le quedaba alternativa. Astaburuaga introdujo, allá por los cincuenta, el “desafío”. Después, durante la dictadura, el “diálogo”. Y recientemente la “identidad perdida” ¿O fue Gabriel Araya el que trajo el “desafío”? No, Gabriel Araya trajo el “reto” y la “autenticidad”. El país rechazó los retos, se llenó de desafíos y últimamente no había un alacalufe que no buscara la identidad perdida. Sin contar, claro está, la transparencia del procedimiento. ¡Y la “Alta Tecnología”! Se producía todo mediante la más alta tecnología, ¡Diosito lindo! En las tiendas del centro las morochas vendedoras ofrecían las alternativas más sofisticadas. Hasta en la Vega Central gritaban las buenas betarragas: “¡Para la ensalada alternativa, caserita!” Ahí justamente estaba la cuestión: ¿Había alternativa contra un rifle sofisticado

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fabricado con la más alta tecnología? Roberto Tironi quiso tantear el estado de cosas con Domingo Astaburuaga y Maggie Silverstein. En Aníbal Quintana, el campeón del estado de derecho, nunca tuvo confianza. En las actuales condiciones, el hombre no vacilaría en entregar a su madre para salvar el pellejo. Otrosí: A Roberto Tironi se le estaba echando a perder la memoria. No se atrevía a enfrentar un neurólogo y que lo declararan out. Pero estaba a la vista. Tampoco se veía capaz de disminuir el alcohol. Al contrario, bebía cada vez más. Elisa decía, en los viejos tiempos, a propósito del borrachín de su ex-esposo, que cada botella de vino tinto que tomaba era un martillazo que se propinaba graciosamente en el encéfalo. Y Tironi reía, reía. Pero, resulta que ahora se trataba de botellas de whisky. ¿Cuántos martillazos al día se pegaba Tironi? Mejor no contar. A veces, se le embotaba entero el discurso y no podía seguir. Otras, se le desconectaba la atención que era una lástima. ¿De qué estaba hablando? Lapso cerrado. ¡Ni Astaburuaga que fuera! Ex-alumnos que no reconocía venían a consultarlo sobre temas de los que no tenía la más remota idea. Hacía gestos de sí, claro, palmario, su interpretación es correcta, mientras para sus adentros se proponía averiguar a ciencia cierta quién era el animal. A veces, Elisa recordaba eventos en los que a él le tocó un desempeño destacado. Eso decía ella. Pues, por él, como si hablara del Concilio de Nicea. Así le ocurría también, aunque en esto nadie le creyera, con los largos meses que siguieron al golpe militar. Como si al respecto le hubieran vaciado el cerebro. ¿Qué diría Maggie Silverstein? ¡Meridiano! Olvido selectivo del mejor. Llevaba mil detalles en su diario. Guardaba escritos, cartas, documentos en decenas de gruesos archivadores. ¡Qué decenas, centenas! Guardaba kilos de amarillentos recortes de prensa. Tenía en la memoria fotos instantáneas de entrevistas top secret, encuentros clandestinos, conversaciones semi-oficiales cuyo propósito recóndito sabía muy bien que era recóndito y… recóndito. Recordaba trozos enteros de largas conversaciones. Sólo que no lograba la inserción de nada en nada. También, recordaba muy distintamente cosas que por lo visto no ocurrieron nunca. Todo eso era lamentable y muy vergonzoso. Pero, decir que denunció por escrito y con su firma al pie a personas determinadas como el señor Claudio Köstner o el señor Sergio Bahamondes, eso jamás, ¡jamás! ¿Cómo iba a cometer un acto así? Y de cometerlo, ¿cómo iba a olvidarlo? ¡Ya, ya sabía! Maggie Silverstein. Esas son justamente las cosas que se olvidan. ¡Pero, no, a él no iban a venirle con esas cosas! ¿O sí iban a venirle? ¡Oh, ambigüedad! Había un ajetreo de Pandemonium en esa época. Fines del año 73, comienzos del 74. Todos andaban muertos de miedo, ávidos de pillaje. ¡Qué clase enorme de filosofía moral! No había gato que no fuera pardo. Durante las horas de queda no paraban las metralletas. Los helicópteros con focos poderosos en sus vientres tronaban sobre la ciudad. Lanzaban los cadáveres al río para que no quedaran dudas. A la menor sospecha, a la más inocua denuncia, ¡allanamiento y arresto! ¿Cuántas veces vinieron sin previo aviso a conversar con él enigmáticos personajes? ¿Cuánta información entregó sin darse cuenta? ¿Cuánto papel firmó a la carrera, entrando a dictar clases, en medio de una reunión, en la fiscalía militar? ¡Oh, época de terror y confusión! – Profesor Tironi, lo que conversamos ayer lo puse por escrito. ¿Qué le parece si me lo firma? ¿Recuerda algo así? No. Pero muchas veces pudo ocurrir. ¿Y qué firmó? ¿La sentencia de Claudio Köstner? ¡Vamos! Pero pudo firmarla, ¡claro que pudo!

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Domingo Astaburuaga se estuvo largos segundos sin decir una sílaba. Nada como la alta Cordillera allá al fondo para la reflexión y la abstracción. Nevada y grandiosa como nunca en la mañana diáfana. ¿Qué contamos nosotros ante su majestad imponente? Tironi no estaba para sublimezas y se le veía patente en la herradura de la boca. El maestro de la indeterminación, si algo percibía infalible, era la condición del otro como otro. Le devolvió en especie. A herradura, herradura y media. ¿A qué venía? Lo que le sucedía o estaba por sucederle al señor Tironi, ¡bien le sentaba! ¿A quién se le ocurre arrancarse con la mujer de un nazi deschavetado? En cuanto a lo que le ocurría a él, ídem per ídem. ¿A quién se le ocurre tolerar en su casa a una loca con delirium revolutionarium? A cada cual su cruz. No pretendería el señor Tironi que lo aligerara de la suya con cargo a la propia. ¡Ésa sí que sería buena! No ya el otro como otro, sino encima de uno. – Lo claro y definitivo, mi amigo… Tironi formaba en el grupo selecto, esotérico. Los que se sabían de memoria al maestro. Ahora, no podía más que seguir: “…es lo definitivo y claro”. – …es lo definitivo y claro. ¡Claro! Su mujer fue perseguida, aprehendida y torturada por la DINA. Sufrió el exilio por largos años. El exilio exterior, no el otro. El señor Tironi… Pero, ¿a qué seguir? ¿Oyó el oído al oído? Porque el ojo ve al ojo, ¿verdad? ¿O vamos a retrocar que no lo ve? – ¿A dónde vamos a parar con esta concatenación vacía de implicaciones formales? Ésa, ¿de dónde la sacó? No se la conocía. Comenzó a tomar altura Astaburuaga. Aquí, lo que venía a cuento era la revolución verdadera. O sea, la revolución de los cuerpos celestes y su impacto en la psiquis humana. Tironi trataba de descubrirle el antecedente cuando se encontró con – …la identidad perdida, como he dicho siempre. Según Juan Pablo II… Se quedó mirándolo, tratando de verlo. Porque, oírlo, por más que lo escuchaba, le resultaba mucho más difícil. ¿Cómo ve uno al otro? En primer lugar, con los ojos que Dios le dio. ¿Cómo se ve uno a sí mismo? Con los mismos ojos, en un espejo. No, así se ve invertido. Hay que combinar espejos para verse uno mismo propiamente uno. Una manera más íntima de verse es con los ojos del alma. Pero, ¿existe el alma? Y, de existir, ¿tiene ojos? – …Como siempre he dicho… ¿Leyó mi artículo en la “Revista Cultural del Domingo” sobre moral y política? ¿Qué verían, de existir, los ojos del alma de Astaburuaga? Y siempre que tuviera ojos. ¿Qué luz emplearían para ver? La luz del entendimiento, palmario. ¿Cuál es la estupidez que sigue? Palmario. ¿De dónde viene? De palma, palmario.

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– …Como dice usted, ¡estoy curado de espanto! ¿Cómo dijo? Ahora, lo oyó sin prestar oídos. ¿De dónde salió “prestar oídos”? ¿De ponerlos prestos? Porque no va a ser de prestarlos. Los oídos no se prestan. Tampoco se puede pedir plata prestada a Astaburuaga ni hacerlo retroceder como un video-casete para averiguar qué dijo antes de decir “como dice usted, estoy curado de espanto”. ¿De qué espanto habla? Porque si él, Tironi, suele decir “Estoy curado de espanto” trayendo la concatenación no recuerda de dónde, la verdad palmaria es que desde que lo asediaron esos patoteros a la salida de clases y con ganas de matarlo ahí mismo, anda todo lo contrario: enfermo de espanto. Más ahora con ese rifle de largo alcance sepa Dios en manos de quién a estas alturas. De lo que se le rió en la cara Maggie Silverstein cuando la visitó en su consultorio de Vitacura. Allí atendía a la heigh people de su numerosa clientela. Roberto Tironi no pudo menos que comparar la franqueza y valentía de Maggie Silverstein con esa calamidad humana en que degeneraba Domingo Astaburuaga. – Ésas son historias de dibujos animados. Octavio Olavarría tuvo un accidente. Se está recuperando y eso es todo. – Pero… las armas… – ¿Armas? ¡No hay armas! ¿Y si las hubiera, qué te importa a ti? – Bueno… los rumores… – ¡No sé nada de rumores! ¿De qué hablas? – Tratan de implicarme… Tratan de… Hablan de denuncias… Que yo habría denunciado a… – ¡Implicarte a ti! Pero, Roberto Tironi, hombre de Dios, ¡cómo puedes tomar en cuenta esas tonteras! ¿Que no ves el ridículo? ¡Un hombre de tu estatura! Pase con viejas timoratas como Astaburuaga. Pero… ¿tú? ¿Qué has hecho, qué has hecho tú? Lo que hiciste siempre y que te honra: Decir lo que pensabas. ¿Te arrepientes de decirlo? ¡Claro que no! ¿Se muere la gente porque uno dice lo que piensa de ella? ¡Claro que tampoco! Al contrario, se lo devuelven al contado. Empate. Mira: el eterno error de los civiles es pensar que los militares somos… son, quiero decir, cuadrados. Tú, hagamos la hipótesis, piensas que porque dices a los de Inteligencia Militar que hay que fusilar a un fulano, ¡pum, pum, pum! ¿fusilado? ¿Eso piensas? ¡Vamos, mi viejo, claro que no! – Pero yo hablo de los políticos, no de los militares. – ¡Más claro, entonces! A los políticos les dan más crédito de pensantes, ¿correcto? ¿Crees, pues, que los políticos van a salir a matar porque un intelectual de todos los quilates

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que quieras les pide que maten? ¡Así de huevones no son, meridiano! Se puede decir de Roberto Tironi saliendo de ese edificio a la mañana radiante de Vitacura que era un hombre curado de espanto. Y sin haber pagado un peso por la cura. ¡Cómo brillaba el sol, cómo podía ser tan imbécil! ¡Dejarse llevar por una paranoia de mocoso tonto! ¿De dónde viene Vitacura? De vita y de cura. ¡Palmario! ¿De dónde viene cura? Cura, cura: No tiene que ver con el cura ni con la cura. ¿Cómo puede originarse un miedo tan grande de nada de nada? Nada en absoluto. El miedo absoluto de la nada. La nada del miedo absoluto. El absoluto del miedo y la nada. Echa a andar el motor. Vitacura, Curanipe, Quilicura. Un hombre vino corriendo, haciendo aspavientos. ¡Que retrocediera, que retrocediera! Ya, ¡stop! Curanilahue, Curacautín, Curepto. ¡Que avanzara, que avanzara! Ya, ¡stop! Sorge. C`est à dire, cura, cuidado. – ¡Cuidado, cuidado! ¡Vire, vire! ¡Asíiii! El hombre estiró la diestra. Proletaria, fea de ver… ¡Ahora sí que estoy lucido! Ni un cobre sencillo. – ¡No tengo un cobre sencillo! – ¡Está bien, patróooon!… ¡Ese óooon! Las transacciones lingüísticas son del departamento de Astaburuaga. Este sujeto, qué de cosas me dice con su ¡óooon! Este pobre hombre… Curanilahue. No cura ni la hue. ¡Ja, ja, ja! Cura en el agua. Estas son las influencias de doña Elisa. A mí me corresponde… ¿De qué cosas me ocupo? ¿De dónde le puede venir el temor de la nada a un tipo al que le pagan porque no diga nada? ¿De dónde, a ver? Dobló en Américo Vespucio. Vitacura. El cura de Quilicura cuando se cura, se cura. ¡Listo! ¡Adiós espanto! Américo Vespuuuuuu… Por fin dormiría la noche de un tirón. En el refrigerador había caviar, champán y un queso de chuparse los bigotes. Brindaría con Elisa. Si estaba en casa y si estaba de humor. Se puede decir que la cura de espanto le duró a Roberto Tironi veinte horas más o menos. Lo despertó un terremoto. Elisa entró a tropezones y fue a caer con las manos sobre sus lomos. – ¡Qué… qué ocurre! – ¡Despierta, despierta!… ¡Escucha!… Encendió la radio del velador. – No hace una hora le dispararon al coronel Ricardo Valdés.

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En la radio se oían voces. Alguien preguntaba. El chofer del coronel Valdés respondía. Tironi, todavía en sueños, miraba a Elisa como si fuera una curiosidad. ¿Qué pasaba? ¿A quién le dispararon? – … Yo… yo pienso que murió instantáneamente… Vino por la terraza, como todos los días… Yo no oí ningún disparo… Venía hacia el coche y se detuvo… Como si hubiera olvidado algo… Después, cayó sobre las rodillas y se vino hacia adelante… Grité: ¡Mi coronel, mi coronel!… Pensaba que sería un ataque… ¡La sangre!… Dispararon sobre mi coronel… Tuvo que ser desde muy lejos, porque no oí el disparo y la bala… la bala venía caliente… Le salió por la nuca… ¡Mataron a mi coronel!… Eso ocurrió el primer viernes de Octubre, en la mañana. Dos días después, en el Cajón del Maipo, encontraron el cadáver de otro coronel. Giraba boca abajo en un meandro del torrentoso río. Como Valdés, era hombre importante de Inteligencia Militar. El lunes, desde el Ministerio del Interior y casi inmediatamente después desde la Cancillería, llamaron por línea telefónica interna al ministro Alberto Rivera. Éste decidió proceder de inmediato y personalmente. Subió a su coche y se dirigió al departamento alquilado por su hermano en el Hotel Ritz. En la portería le comunicaron que su hermano, don Antonio, estaba desde hacía un par de semanas en Estados Unidos. Volvió al coche y dio la dirección de Pablo Etcheverry. Ya en camino, marcó el número. Respondió la empleada. No, don Pablo andaba en el extranjero. El martes en la mañana se produjo la tercera conmoción. La marejada venía grande. El Ministerio de Defensa amaneció rodeado de boinas negras apuntando fieros con sus metralletas hacia la Alameda y la Plaza Bulnes. Uno a uno, en sus uniformes de campaña, iban llegando los altos oficiales del Ejército en sus coches a prueba de balas. No se cambió una sílaba con civiles. La prensa fue empujada lejos. Los tanques del Buin cubrieron la franja norte de la capital. Los del Tacna cercaron las entradas del sur. Ciudad sitiada. El Presidente de la República andaba en gira por Europa. Roberto Tironi dejó el coche en los estacionamientos de Apumanque. Caminó tranquilamente hacia la terraza. Había decidido ¡Basta! Si lo mataban, que lo mataran. No iba a oponerse sin saber a qué se oponía. No iba a encerrarse en una lata de Nescafé. Si disparaban, que dispararan. Tenía miedo, claro, como el que mejor pintado. No lo iba a negar. Pero, no vamos a confundir el miedo con la cobardía. En una mesa, al fondo de un bar, divisó a los jóvenes Rodrigo Quintana y Eduardo Alcántara. A las chicas no las conocía. Rodrigo vino a su encuentro. ¿No quería servirse un aperitivo con ellos? Esperaban a otra pareja para partir con ellos a Santo Domingo. Roberto Tironi miró a las chicas con descaro. Parecían salidas de una película. ¿Así que a Santo Domingo? En las condiciones en que se encontraba el país, ¿a Santo Domingo? Eduardo Alcántara hizo las presentaciones. – Evelyn Maldonado, Rosalía del Canto. El profesor Roberto Tironi. – ¡Mucho gusto!

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– ¡Mucho gusto! – ¡Mucho gusto! No mucho, que digamos. No tanto por lo viejo como por las tonteras que frecuentemente echa a volar por la televisión. ¡Y ahora viene con que los militares! Mala onda. El sujeto no está O. K. Tironi, una vez más de ciento, resiente el generational gap. La zanja se hace cada vez mayor. Si en este mismo momento un grupo terrorista le cae encima, le echan la capucha y lo sacan volando con las patitas al aire, ¿dónde está el problema? Estos cuatro Pinochet’s boys seguirían con su pisco sour y how nice! Resintió en especial el fastidio de la fulanita de los anteojos negros. ¿Evelyn cuánto? Lo que estaba más que bien porque Evelyn Maldonado se encontraba asociando las cabezas de pescado con que el señor Roberto ¿cuánto? llenaba de hediondeces la televisión tal como las que desparrama cada vez más el señor Carlos Bahamondes. Se habían declarado abiertamente las hostilidades. Sobre todo entre ella y la madre, doña Belinda Ogra. Le había vuelto la mala onda a la señora y se la estaba pegando al hijo. ¡Pero ahí no! ¡Por ahí no iba a seguirlos! Un paso más y aparecía frente a La Moneda sujetando pancartas. “Justicia Ahora”, “No a la Reconciliación”. La verdad es que su madre tenía toda la razón. ¡No quiero verte casada con un abogado de Moscú! ¡No quiero mescolanzas con esa vieja loca y exhibicionista! Y su padre, su amor, ¿qué le estaba diciendo con el convertible sport que le compró? Que se diera la buena vida, ¿okay? Que se liberara. Que dejara en casa los tabúes para que los cuidara su mamita. Así le decía, impedido de hacer con ella lo que más deseaba. ¡Así era su papi! Nada que ver con estos viejos que no sirven para nada, ni para mirarle las tetas a una.

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Tres días después del acuartelamiento de tropas en Santiago, Belisario Concha se llevó el susto de su vida. Primero, hacia la media tarde, apareció por su casa el general Bauzá con una escolta de cuatro hombres. Todos vestían ropa de calle. Belisario quiso que pasaran al hall. El general lo hizo después de dar un par de indicaciones a sus hombres que se distribuyeron por las entradas de la mansión. Belisario, tartamudeando todavía, ordenó que sirvieran café. No pasaron unos minutos cuando se detenía a la entrada de los jardines un coche del Ejército de Chile del que bajaron tres oficiales. Entraron haciéndose anunciar “a don Belisario Concha”. Belisario vino hacia el vestíbulo medio sonámbulo. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Los oficiales querían conversar con su esposa, doña Marcela Köstner. Tan sólo unos minutos. Se pusieron nerviosos al entrar en el hall y encontrarse a boca de jarro con el general Bauzá. Saludaron cuadrándose, sin decir una palabra. Sus órdenes tenían. Belisario aguardaba que el mozo dejara la tacita con el café junto a la figura tranquila y cruzada de brazos del general que no daba muestras de moverse. ¿Qué demonios pasaba? – ¡Pero… ella no está! – Podemos esperarla afuera. – ¡No!… Quiero decir, no está en Chile. – ¿Cómo?… Teníamos entendido que… – Estuvo, por un tiempo. Pero ya se fue. Ayer, precisamente. Belisario oyó a sus espaldas el golpe de la taza sobre el platillo y un carraspeo decidor en la garganta del general Bauzá. Los oficiales cambiaban miradas. – ¿Viajó… a Francia? – Ahora que pregunta, la verdad es que no estoy seguro. Tendría que ser a Francia. Más exactamente a París. Trabaja en la Unesco. Pero tomó un avión de la línea Lufthansa. Belisario ya sabía por fin qué hacía en su casa el general Bauzá. Se había guiado

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pensando, seguramente como estos oficiales de Inteligencia Militar, que Marcela seguía en Chile. Ahora, estarían todos haciendo sus cálculos. Uno de los oficiales, acercándose a las puertas vidrieras que daban a la terraza, divisó a dos hombres del general circulando atentos por los jardines. Ya habían divisado otros dos en los accesos al frente de la mansión. Ninguna duda. El general ponía bien a la vista las condiciones del terreno en que se encontraban. El viejo soldado disfrutaba del juego. ¿Y si doña Marcela Köstner se encontraba muy tranquila en sus habitaciones? Optaron por retirarse. Les tomaría algún tiempo contactarse con el aeropuerto. Entretanto, habría que seguir vigilando la casa. ¡Maldita sea! El general Bauzá se retiró pasada la media hora. Ya no había problemas. Al irse, pidió excusas a don Belisario. Había oído de un operativo con vistas a llevar a doña Marcela Köstner a la Fiscalía Militar. – Menos mal que ya salió del país. Está claro que sabe cuidarse. Belisario Concha no se atrevió a pedir un intercambio franco al general. ¿Habían venido a detener a Marcela? No quería, no se atrevía a pensar. ¿Detenerla? ¿Pero… por qué? Los pelos se le erizaron. Tenía que hablar con alguien. ¿Con quién, sin crear más problemas? ¿Qué había ocurrido, Dios de los Cielos? Pablo Etcheverry y Antonio Rivera se encontraban en Norteamérica. Más exactamente, en Los Ángeles. ¿Puro cuento? Pero Marcela partió. Sólo ayer partió, es cierto, sólo ayer. ¿Qué estaba pasando, y a sus espaldas? Y ahora el general Bauzá dispuesto a un enfrentamiento armado. ¿Por qué? Estaba también el general en… Fue al teléfono personal. No, mejor no llamar. Los militares habían probado que podían interceptar cuanta onda electromagnética volara por Chile. Salió al zaguán. ¿Estarían vigilando la casa? A estas alturas tendrían que saber que Marcela se embarcó en ese avión. ¿Se embarcó? ¿Y si no lo hizo? ¡Diantre, lo estaba atacando la paranoia! Sacó el auto. Lento, lento. Miró a ambos lados. Ni un coche en la calle. ¡Pfiú! Pero tuvo el ojo atento al retrovisor por Manquehue y Apoquindo hasta llegar al Canal San Carlos. Más tranquilo ya, siguió por Providencia y dobló por Bustamante hacia San Miguel. Cuando se acercó a la puerta de Belinda Ramos comenzaba a oscurecer. Se oía la radio dentro. Abrió Carlos Bahamondes, pálido y espantado, y Belisario Concha sintió que se le iba el alma. Abriéndose paso llegó al centro del cuarto casi sin luz. – ¿Dónde… dónde está Belinda? Fue en un relámpago. Vio a Belinda, a Sergio, Gabriel, Marcela, Elisa. A todos. A Pablo, Mireya, Roberto. Vio a Domingo Astaburuaga, a Atilio Valenzuela, Aníbal Quintana y Esteban Marinovich. No faltaba uno, estaban todos. Joaquín Albornoz, el general Bauzá, el coronel Valdés, Pineda, Olavarría. Maggie Silverstein, Gabriela Astaburuaga, Antonio Rivera. Giraban todos en torno suyo en una ronda sin ton ni son. Un encadenamiento de disparates y desencuentros. Era su vida, la de todos ellos. Rodrigo Alcántara leyéndole a Proust en su lecho de enfermo, Marcela riéndose deliciosamente de sus efectos de nirvana al fondo del parque, a la sombra de los tilos. Su padre atareado en esa enorme oficina de “Industrias Metalúrgicas” y el gurú de Gabriel Araya tendido a la romana en su banco del Parque Forestal. “Las Alturas del Cóndor”, la continuidad de Occidente y la cultura de la indeterminación. El dinero y el cero.

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Belinda y… – ¿Dónde está? Fue en esos segundos en que supo que no podría seguir viviendo sin ella. En el temor insufrible de su pérdida se reveló el amor. ¿Cómo podría vivir sin ella? ¿Podría vivir sin el recuerdo de Sergio Bahamondes? Vio a Gabriel Araya emergiendo de la zanja anegada de aguas barrosas. ¿Qué era su vida sin Gabriel Araya? Marcela se inclinaba sujetando a Pablo Etcheverry que sujetaba a Sergio Bahamondes que sujetaba a Gabriel Araya. Belinda sujetaba a Marcela y él, sin querer, abrazó a Belinda por debajo de los senos contra su pecho. Y sintió de lleno su cuerpo cálido y todo el deseo y el amor. – ¿Qué… qué ocurre?… Sergio… no, no Sergio… Carlos, Carlos Bahamondes lo tomó del brazo. No va a decirme que… Pero no. Belinda que había sufrido un ataque de llanto, salió del baño ya más compuesta. Quería abrazarla, estrecharla firme y no soltarla nunca. Ella también quería, que la abrazara, sí, que la abrazara y no se alejara nunca más. Le vino una congoja que lo ahogaba. – ¿Qué ocurre, Belinda? En la radio recomenzaban los ruidos de coches y frases a gritos. Belinda habló entrecortada. – Acaban de decir… en la radio… No podía seguir. Belisario pensó en Marcela. ¡Pero… era absurdo! Belinda sollozaba en sus brazos. Carlos fue a la radio y bajó el volumen. Vino hacia ellos. – ¡Mataron a doña Maggie Silverstein! – ¿Qué? ¿A… Maggie Silverstein?… – La encontraron en el maletero de un coche abandonado. Ya no pudo contenerse Belinda y se echó a llorar de nuevo. Belisario la estrechó. Lloraba y volvía a llorar. Porque Belisario la amparaba en sus brazos, lloraba. Porque lo amaba tanto, tanto. Porque siempre lo amó. Por Sergio y Joaquín, asesinados sin piedad, lloraba. Y lloraba también por Maggie Silverstein. No sabía por qué, pero también lloraba por ella. Lloraba por todos. Por Marcela Köstner que perdió a su hermano, por Octavio Olavarría que se desgració por Elisa. Lloraba por todos y por la maldita vida que le tocó. Perseguida, violada, despreciada. En brazos de Belisario lloraba. ¿No era para seguir llorando? Su amigo, su secreto amor, su enemigo de clase. Lloraba Belinda como en una de esas pamplinas paradojales de Roberto Tironi: Lloraba porque estaba llorando, por eso lloraba y no terminaba de llorar. ¡Esa

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Maggie Silverstein! ¿Cómo pudo? Torturarlos, enviarlos a la muerte. ¡La perra, la perra nazi! Ahora ovillada en un sucio maletero como en el vientre materno volvía donde la arrastraba su instinto de muerte. ¡Ah, la pobre… la maldita, estúpida! ¿Quién, quién la mató? ¿Un pistolero contratado en París por Marcela Köstner? ¿El general Bauzá en persona? ¿Algún incógnito hijo cobrando la sangre de su padre? ¿Algún hermano cobrando la de su hermana? ¡Canalla y criminal! ¡Tú y ese Tomás Pineda, malditos los dos! Y muertos. ¡Así se paga, así se paga! Carlos Bahamondes cortó la radio. Habían escuchado los detalles más importantes. El periodista contó que en ese momento partía una ambulancia con el cadáver hacia el Instituto Médico Legal. No había muestras de violencia ni de sangre. Debía estar allí desde unos cinco días ya por lo que declararon personas del lugar. Vestía sólo una bata de baño. Alguien llamó a la puerta. La empleada de la casa grande, doña Carmela. – Afuera, un señor pregunta por la señora Belinda. Carlos y Belisario se adelantaron a un tiempo. Carlos le indicó que lo dejara a él. Belinda estaba en el baño lavándose la cara. – ¿Viene solo? – Sí. – ¿Algún otro coche? – No hay un alma en la calle. – ¿Segura de que no hay alguien más en el coche? – No, nadie. Belinda abrió la puerta del baño. – ¿De qué se trata? – Alguien pregunta por ti, mamá. Yo salgo a ver. Belinda se acercó tímida a Belisario. ¿Qué ocurría ahora? Belisario la tomó de la mano y la estrechó dulcemente. Le susurró que se calmara y la besó en la sien oliendo en su piel y sus cabellos. Belinda se echó atrás en sus brazos y lo miró, sus ojos radiantes en la penumbra del cuarto. Los dos querían decir algo. Ninguno se atrevía. Estaban por hacerlo, por besarse en los labios, por fin, cuando oyeron voces en el patio. Carlos y alguien más. Se acercaban. Carlos asentía mientras el otro hablaba. Belisario puso atención. ¿No era la voz de su hijo? Le dio un

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vuelco al corazón. ¿Sucedía algo en casa? Carlos entró y encendió la luz. – ¡Pasa, pasa! Mamá, éste es Luis, hijo de don Belisario. Se adelantó un hombre joven, elegante, formal como su padre y casi igual de alto. Sonrió un ¡Hola! a su padre que lo miraba sin creer y se inclinó ante Belinda estrechando su mano. No se veía inhibido ni mucho menos. Dio un vistazo franco a todo el cuarto mientras sacaba un sobre del bolsillo interior de su chaqueta. Belinda no le quitaba los ojos. ¡El hijo de Belisario! O de Marcela Köstner, por lo menos. Trató de percibirle el lado Köstner mientras hablaba. Lo hacía al modo de Carlos: Serio y preciso cuando las cosas son serias. - Ayer, muy temprano, mi madre vino a mi dormitorio. En la tarde, partía a Europa. Me pidió que le entregara personalmente esta carta. Viene cerrada, como ve. Mi madre me dijo que usted y mi padre son viejos amigos. En el sobre, puede ver su nombre y dirección. Mi madre me pidió que esperara veinticuatro horas después de su partida antes de venir aquí. Para asegurarme, le telefoneé a París hace unos minutos desde mi oficina. Ésta es su carta. Belinda se estuvo unos segundos mirando el sobre con su nombre escrito con la letra angulosa, espigada y caligráfica de Marcela Köstner. Levantó la vista. ¿Abrirlo ahora, ante todos? Luis hizo ademán de despedirse. Belisario iba a seguirlo, pero Belinda lo cogió anhelante por el brazo. – ¡Belisario, tú tienes que estar conmigo! Carlos Bahamondes del todo relajado, sonrió a Luis que se adelantó a interpretarlo. – ¿Aprovechemos ahora para dar un vistazo a esos músicos ingleses furibundos? Estamos justo a tiempo. – A mí me gusta la rubia de la guitarra. – A mí, la del piano. ¡Están haciendo furor! – ¡Y dólares! Salieron a la carrera. Si hay piernas que mirar y vida que vivir, ¿dónde perderse? ¿Y qué tendrían que objetar los viejos? Vivieron su vida. Armaron la grande. Como debe ser. Parece que siguen armándola. Rumian sus penas, repasan sus estupideces. ¡Saldan sus cuentas! ¡Para no creerlo! Igual que en los spaghetti western. Luis Concha puso el coche en marcha atrás. Se volvió a Carlos. Quería decirle algo. Aguantaba la risa. ¿Se enojará este Carlos Bahamondes? ¡Qué se va a enojar! ¿Eran sus padres, o qué? – Oye… Allá adentro…

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Carlos se echó a reír. Se entendían perfectamente. ¿Quién dice que no iba a repetirse ese milagro, el dúo Belisario Concha y Sergio Bahamondes? Después de todo, tenían mucho en común, aunque no lo supieran todavía. Para empezar, una rubia de película llamada Evelyn. O trigueña, de acuerdo a la estación. Luis pensaba que estaba O. K., aunque no estaba muy seguro. Carlos, viceversa. – En sus tiempos, ésos hicieron de las suyas… – Según todas las apariencias. – ¿Qué dices tú, aprenderemos de sus metidas de pata? – No sé. Muchas veces me sorprendo metiéndola igual que ellos. Y hasta peor… – A mí me ocurre lo mismo. – ¡Y cuidado! Éstos matan, ¿eh? Belisario leía a Belinda la carta de Marcela. Una larga carta en el mejor estilo de estudiante alemana: Exhaustiva, ruda, desabrida. Pero algo de mensaje en clave dirigido únicamente a Belinda traía entre las líneas. Belinda entendería. Había juicios tajantes, inapelables, sobre mucha gente. Domingo Astaburuaga, Gabriela Astaburuaga, Roberto Tironi y “gente de esa especie” quedaban reducidos sin más a pobres diablos de los que no vale la pena ocuparse. Superfluidades de la naturaleza. “Una no entiende por qué se complace en producirlas en tan enormes cantidades y ad infinitum”. Sergio Bahamondes y Joaquín Albornoz eran “los únicos entre mis adversarios que siempre consideré con respeto, especialmente Sergio”. Belisario Concha, Gabriel Araya y Aníbal Quintana formaban mundo aparte, aunque un mundo “bastante neblinoso”. El general don Miguel Bauzá era un padre para ella “con todo lo que esos símbolos implican, ¡ja, ja, ja!”. Don Amado Concha no, de ninguna manera. De los demás no se le ocurría qué decir. “Gente simpática que a la hora de las cuentas no significa nada”. Belinda comenzó a sulfurarse. ¿Para dónde iba la vieja dama? Porque cada vez le resultaba más feliz la comparación que hizo Elisa Bauzá entre la venida a Chile de Marcela Köstner y esa vieja dama de la pieza teatral de Dürrenmatt. Sedienta de venganza, trajo el desconcierto, la avidez y el crimen sobre toda una comunidad. ¿Era un monstruo así la madre del gentil muchacho que acababa de conocer? La mujer que tanto amó Belisario Concha, ¿un monstruo así? ¿Estaba también en eso con ella, induciéndola, corrompiéndola con esa larga carta que el mismo Belisario le leía? Porque, cierto, se sentía a ratos sonriendo con ella que le susurraba entre líneas: Mira, esos hombres, Pineda y Valdés. Mira, esa mujer, Maggie Silverstein. Torturaron y destruyeron físicamente al padre de tu hijo. Otro tanto hicieron con mi adorado hermano. Pero, dime, ¿dónde están ahora? Belisario se detenía, incrédulo de lo que él mismo leía. Como decía la misma Marcela, a la hora de las cuentas, ¿qué sabía él de ella? ¿De modo que su mundo era separado y

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neblinoso? ¿Y otro tanto el de Gabriel? Y los empaquetaba juntos con esa nonada, Aníbal Quintana. En cuentas llanas, los dos hombres que más la amaron resultaban un par de imbéciles. ¿Astaburuaga? Superfluidad de la naturaleza… ¿Cómo, cómo es posible pensar así? Astaburuaga, Tironi… ¡Inconcebible! “Mi vida en Chile no cambiara y siguiera su curso colonial si no fuera por lo que hicieron con mi hermano”. Y proseguía en tono y contenido más peligroso diciendo a Belinda que no tuviera dudas, que las cosas que ocurrían “y otras que no habían ocurrido todavía, pero que ocurrirán”, no eran nada accidental. De ninguna manera. Tampoco tenía que mezclar la política, “aunque los oportunistas de siempre obviamente se aprovecharán”. De tanto en tanto, intercalaba exclamaciones: “Chile es un país de mares, montañas, desiertos… y tonteras”. “Ausencia de historia”. Terminaba diciendo que podría pensar de ella de forma mezquina, lo que no estaría bien. Años de sufrimientos “la acercaron a los sufrimientos suyos y de Belisario por Sergio Bahamondes”. Y también a los de Pablo Etcheverry y Antonio Rivera, “hombres de corazón que en el exilio penaban por la suerte de Joaquín Albornoz”. Se explayó todavía al final de su carta sobre Sergio Bahamondes “cuyo destino no deja mucho lugar a lamentaciones cristiano-pequeño-burguesas como el mismo las llamaría. Estoy segura de que murió sin rendir una gota de lucidez o de doctrina. Uno muere sin reparar en nada cuando lo hace por lo que piensa. Caso diferente el de Joaquín Albornoz. El mismo algún día tendrá que decidir con cuál milenio se queda…” Esta última, fue la frase de las frases. Belisario y Belinda se quedaron mudos, cara a cara. Entonces, ¿Joaquín Albornoz vivía? ¿Vivía? – ¡Joaquín Albornoz vivo! – ¡No puedo creerlo! – ¡Qué felicidad! Sin poder contenerse, Belinda cogió la carta y siguió leyendo ella, en silencio. Miraba a Belisario, volvía a la lectura. Ya no dudaba. Ahora calzaba todo. ¿Qué hacían Pablo Etcheverry y Antonio Rivera en Los Ángeles? Belinda estaba transfigurada. Belisario sonreía, si la recordaba bien, a la imagen de su nuevo rival. ¿Cuántos le tocaron en el reparto? Belinda retomaba la lectura en voz alta. Marcela se refería al capitán Rodríguez y su decisión firme por años de años de no dar la menor seña sobre Joaquín Albornoz. Al menor indicio, caerían sobre los familiares del sufrido médico, lo obligarían a entregarse y lo eliminarían. La carta de Marcela terminaba con explicaciones a la familia de Joaquín Albornoz. Iban en posdata. La enigmática y majestuosa valkiria del Calle-Calle pedía a Belinda que fuera donde la madre de Joaquín con las señas y el teléfono en Los Ángeles. Allí aguardaba con sus tres amigos a “que ella llamara y le dijera que no, que ya no había obstáculos y que podía volver a su patria”.

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