No puedo evitar enamorarme de...

By Alexdigomas

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Nadie lo sabe. Solo nosotros dos. Nadie sabe de las miradas furtivas en la mesa cuando todos están distra... More

¡Hola!
Milo y Ezra necesitan ayuda
¿Qué pasó con Ezra?
¿Qué pasó con Ezra? - Parte 1
¿Qué pasó con Ezra? - Parte 2
¿Qué pasó con Ezra? - Parte 3
¿Qué pasó con Ezra? - Parte 4

Capítulo único

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By Alexdigomas


Tú vas a odiarme.

A medida que vaya contándote lo que sucedió, es posible que llegues a pensar lo peor de mí.

De seguro creerás que hice algo muy malo, algo sucio, algo imperdonable.

Y estarás en todo el derecho de creerlo.

Podrás incluso juzgarme.

Lo único que no te permitiré es que pienses que no amé o que no sentí.

Porque amé demasiado.

Dudé.

Me culpé.

Y sobre todo lo amé a él.

Incluso hasta aquella tarde...

***

Antes que nada, necesito regresar cinco meses atrás, cuando volví de Francia porque el Grand Prix de Patinaje Artístico sobre Hielo recién había terminado. Yo estaba devastado en esos momentos porque había practicado mucho para poder ganar, pero solo había logrado llevarme el tercer lugar.

Debido a eso me sentía como un gran perdedor, como un fracasado, así que mis preocupaciones no estuvieron más allá de una medalla de bronce cuando mis padres, mi hermana y su nuevo novio me recibieron.

Haré un paréntesis aquí para aclarar que ella es mayor que yo por dos años. Y yo tengo veintidós para ser exacto. Nuestros padres siguen casados y muy a gusto con tener un hijo deportista —aunque sea en algo que papá ni siquiera considera deporte— y una hija a punto de terminar su larga carrera de abogacía.

Entonces, recuerdo haber pisado el aeropuerto y verlos a todos allí. Y también recuerdo haber pensado que esa era la primera vez que lo conocía.

—¡Felicidades, Milo! Estamos muy orgullosos de ti —dijo mi madre, apretujándome entre sus brazos apenas me acerqué.

—Ah, mamá, creo que no hay nada que felicitar...

—¡Tonterías! —interrumpió mi padre con esa manera de cortar las palabras de la gente que tanto le gustaba—. Igual colgaremos esa medalla. No te fuiste tres años a Francia para nada, ¿cierto?

—¡Milo! —exclamó mi hermana, dándome un abrazo tan fuerte que casi me hizo caer las gafas.

Ella solía pronunciar mi nombre de la forma en que se escribía y no como se pronunciaba que era «Mailo». Y aquello siempre me había parecido algo muy gracioso y muy cariñoso.

—¡Oh, te extrañé muchísimo! —continuó ella—. ¡Pensé que no estarías para mi graduación! ¡Pensé que tendríamos que transmitirla en vivo por Instagram para ti! —agregó, y luego se volvió bruscamente hacia la persona que tenía detrás—. Mira, mira, él es Ezra, mi novio.

Ezra, sí. Ese era él. El tipo que cualquier chica quería conocer, el tipo que de seguro tú quisieras conocer. Si necesitas una descripción más detallada de él, por los momentos confórmate con saber que parecía el protagonista de la mayoría de los sueños húmedos.

Pero debo confesar que cuando lo vi, nada de lo que hoy pasa por mi mente cuando lo veo, pasó en ese momento. Yo no pensé que él fuera interesante o atractivo, no pensé que ese tipo podría siquiera ser alguien en mi vida más que uno de los novios que mi hermana se conseguía y luego desechaba. Yo pensé, a decir verdad, que era uno de esos odiosos arrogantes de metro ochenta que se creían la gran cosa.

Volviendo al día de mi regreso, esa noche cenamos fuera para celebrar —léase entre comillas— aunque yo sentía que no había nada que aplaudir. Pero ahí estábamos comiendo unas buenas hamburguesas en Rancho Carne en honor a mi fracaso.

Había mucha gente y todos hablaban como si fuera el último día que se les permitiera usar sus cuerdas vocales.

—... y creo que me graduaré con honores. Estoy segura de que daré el discurso de graduación. Elena, por supuesto, no quiere que sea así. Ella cree que esto es una estúpida competencia por quien lo hace, pero no es elección nuestra, para eso te eligen, ¿entienden? —parloteaba Taylor, mi hermana, mientras dirigía papas fritas a su boca.

Yo exhalé. Aquello era tan fastidioso que la cabeza me palpitaba de dolor. Solo quería irme a casa y, como Dios mandaba, padecer mi tragedia de perdedor en silencio y soledad.

—Parece que tu hermanito está pasando mal el rato —comentó Ezra de repente.

Todos en la mesa me miraron con el ceño fruncido. No supe qué cara poner.

—¿En serio, Milo? No nos ves desde hace tres años —reprochó mi madre, claramente sensible al creer que por alguna razón no quería pasar tiempo con ellos.

—Se acostumbró a esos extranjeros —agregó mi padre en un tono de decepción.

—De seguro no somos tan interesantes como los franceses —añadió mi hermana, poniendo los ojos en blanco.

¿Y sabes qué? Lo detesté en ese preciso momento. Vi su cara como la cosa más desagradable del mundo y lo insulté mentalmente mientras intentaba hacerle entender a mis padres —vaya cosa más difícil— que solo estaba cansado por las horas de vuelo.

Cuando volvimos a casa pensé que finalmente no tendría que aguantar a ese tipejo por más rato. ¡Hasta su voz tenía un tonillo desesperante! Pero no pude estar más equivocado porque resultó que últimamente él se estaba quedando a dormir con mi hermana, ya que su relación iba muy en serio y bueno, nuestros padres jamás habían sido los seres más estrictos del mundo.

Con eso ya me estaba cayendo muchísimo peor.

Me adelanté, entré a casa y subí directo a mi habitación. Las paredes seguían pintadas de azul; todavía había posters de patinadores famosos adheridos a ellas; una consola seguía en un estante junto al televisor; la pequeña biblioteca de cómics, mangas y libros estaba intacta; y la cama bien hecha.

En resumen, mi habitación era el adolescente que yo había dejado de ser: despreocupado, lleno de sueños, alegre, entusiasta, decidido a alcanzar un primer lugar.

Y extrañaba ser eso...

Esa misma noche me desperté cuando el reloj marcaba las dos de la mañana. Por el cambio de horario mi sueño era irregular, y además me rugía la tripa. Como patinador solía cuidar mi dieta, todavía debía mantener mi peso, pero me parecía inútil. No me importaba. Podía convertirme en un cerdo si me daba la gana.

Bajé las escaleras y la casa estaba en penumbra. Todos dormían, así que me deslicé hacia la cocina como si fuera un delincuente apunto de asaltar el refrigerador, pero me detuve cerca de la isleta al ver una luz amarillenta. Pensé entonces que a papá también le había atacado el hambre madrugona, pero me equivoqué.

Era otra persona.

La puerta del refrigerador se cerró con un codazo que le dio. Ezra me miró como si no pasara nada y masticó de forma casi grotesca e intencional un gran trozo de sándwich. Puse cara de palo ante su presencia. Tenía un hilo de jamón en la barbilla, un poco de mostaza en la mejilla y me pareció lo más molesto del mundo.

—¿Quieres?

Me ofreció de su sándwich, pero mi expresión pasó a ser de asco. Tanto eso como el hecho de que estuviera sin camisa y con los pantalones flojos por debajo de las caderas como si aquella fuera su casa, me irritó.

—No —rechacé, tajante.

—Ah, claro, los patinadores no comen casi nada —dijo, pensativo—. Son como bailarinas de ballet, pero sobre hielo, ¿no?

Fruncí el ceño. Era cierto que ambas técnicas tenían muchísimas semejanzas, que debías saber una para practicar la otra, pero no eran lo mismo.

—Si tú lo dices —me limité a responder.

—¿En qué lugar fue que quedaste en esa cosa mundial? —comentó con un aire despreocupado—. Tu papá dijo que habías ganado una medalla, pero no recuerdo más.

—Tercer lugar —dije, apretando los dientes.

—Vaya, eso debe ser feo, ¿no? —agregó aun con el trozo de pan en la boca—. El tercer lugar es como: «ni siquiera pudiste quedar en el segundo, eres el triple de fracasado».

Inhalé hondo y decidí abrir el refri. Yo no perdía tiempo con gente así. Yo era, de hecho, muy callado. Hasta ahora lo sigo siendo, pero había algo en Ezra tan jodidamente irritante que al mismo tiempo me exigía responder sus comentarios para sentir que así podía realzar su estupidez.

—¿Y la medalla que te dieron por lo menos sirve para algo? —añadió ante mi silencio, pero con un pote de yogurt en la mano me volví hacia él y de mala gana le solté:

—Mira, el hecho de que seas el novio de mi hermana no significa que tengas que hablarme. Está todo bien con que te hayas ganado a mis padres y que te quieran lo suficiente como para dejar que te quedes aquí, ¿no? Y ni Taylor ni yo somos lo suficientemente unidos como para que creas que tienes que ganar puntos o algo por el estilo. Así que no es necesario cruzar palabra. En realidad, sería muchísimo mejor.

Supe que había sonado bastante grosero, por lo que esperé algún tipo de molestia de su parte. Pero Ezra entornó los ojos, masticó lentamente, tragó y luego su comisura derecha se alzó para formar una sonrisa esquinada.

—De acuerdo, entiendo. Aunque... no siempre fui el novio de tu hermana, ¿verdad? —dijo.

Entonces se dio la vuelta, hizo un gesto con la mano y agregó:

—Duerme bien.

Esa fue la primera vez que Ezra despertó en mí algo distinto al desagrado: duda. Porque aquello había tenido un significado, y ni en ese momento ni hasta que me lo aclaró fui capaz de entenderlo.

Pero su existencia me empezó a dar vueltas por la cabeza un sábado por la noche, dos semanas después de darme cuenta de que él era, en realidad, un tipo muy raro además de irritante.

Ezra siempre estaba burlándose de algo, comiendo alguna cosa, distrayéndose con lo más banal y cargando de la forma más paciente con la garrapata que era mi hermana. Además, durante esas dos semanas me di cuenta de que no tenía cosas muy interesantes para decir. Me refiero a que me parecía de lo más tonto y básico, un tipo de esos que pronto terminaban trabajando en cualquier cosa y que aun así lograba ganarse a la gente por alguna absurda razón.

Cuando hablaba solía decir cosas como:

—Dicen que hay un restaurante en el que puedes comer toda la comida grasienta que quieras hasta que te de un infarto. Hay que ir, ¿verdad? A ver cuantos infartos me dan.

—Ayer fui a la licorería y discutí con ese maldito vendedor que tenía la absurda idea de que el ron es mejor que el whisky. Ambas cosas son muy distintas, lo único igual que podía señalar era el parecido de la cara de ese imbécil con el culo de un mono.

Y me molestaba, como me molestaba lo superficial y burlón que era. Así que esa noche realmente me sorprendió.

Fue ese sábado, precisamente ese sábado, que todo empezó...

—... no necesito nada de eso, ¡adiós!

Colgué el teléfono con furia y no lo lancé lejos solo porque no tenía dinero para comprar otro. En ese momento me encontraba afuera, en la acera frente a la casa, y los dedos me temblaban de cólera mientras que me presionaba un puto nudo en la garganta.

Estaba pasando por mi peor momento. Las cosas solo empeoraban a medida que pasaban los días y nada parecía mejorar. Primero el fracaso en el Grand Prix y luego eso... esa conversación telefónica...

Necesitaba patinar.

Estaba tan frustrado que necesitaba descargarlo todo sobre el hielo. Pero eran las ocho de la noche y la pista más cercana no estaba abierta, de hecho, debía estar cerrando.

Apreté los dientes y solté un par de maldiciones por lo bajo. Era muy débil. Siempre lo había sido. Y por eso a veces terminaba incluso llorando como un cobarde. Por eso también me sucedían las peores cosas. Por eso jamás parecía haber salida para mí.

Entre mis lamentos escuché el chirrido de unas llantas, alcé la mirada y entonces un auto se detuvo justo frente a mí. Ezra se inclinó para verme a través de la ventana del copiloto y muy serio dijo:

—Sube.

—¿Qué? —solté sin comprender nada.

—Que subas, ¿no oyes?

—¿Y para qué?

—No preguntes, solo hazlo.

—Es que tengo que sa...

—¡Sube, carajo! —me interrumpió con fuerza—. ¿O me bajo y te meto en el auto a punta de patadas?

No sentí tener ánimos para esa situación, así que solo giré los ojos y me di vuelta para irme. Pero entonces escuché la puerta del auto abrirse y para cuando giré la cabeza él ya estaba detrás de mí. Y cabe destacar que mi cuerpo y mi fuerza eran inferiores a la suya. Ezra era más alto, un poco más fuerte con cuerpo de nadador universitario, por lo que me agarró por el brazo y aunque forcejeé logró meterme en el interior del coche y cerró con llave por fuera.

Subió rápidamente y como el auto estaba encendido arrancó en un santiamén.

—¿Y a dónde vamos? —le pregunté, ya sin poder bajarme.

Él estaba completamente serio, muy distinto a como solía verlo en casa.

—No hables hasta que lleguemos.

Eso me molestó. Lo único que pensé fue que realmente era un estúpido desquiciado.

—Me metes en el auto a la fuerza como un puto loco, ¿y me pides que no hable? —bufé—. ¿Qué pasa contigo?

Se llevó un dedo a los labios y luego emitió un: shh. Y me quedé en silencio solo porque todavía tenía encima la frustración por la llamada, mezclada con la molestia de estar allí con él. Además, supuse que se trataba de algún asunto de mi hermana y que terminaríamos llegando hacia ella.

Pero cuando el auto aparcó en el estacionamiento de la pista de patinaje, quedé atónito.

Ezra se bajó, rodeó el auto y finalmente abrió la puerta. Tiró de mi brazo y me sacó como un muñeco que fácilmente se podía manipular. Pero era que en realidad estaba sorprendido, ¿de acuerdo? No me había esperado eso.

Me pidió que lo siguiera y entramos. La pista ya estaba cerrando. No había nadie más que un empleado acomodando patines en sus lugares.

—Eh, Ezra —lo saludó el tipo desgarbado que parecía recién fumado—. Ya cerramos, lo siento.

—Sí, ya sé, pero, ¿te acuerdas del favor que me debes? —dijo él, bastante tranquilo. El empleado entornó los ojos y sonrió—. Necesito la pista por esta noche y considéralo pagado.

—Eso podría causarme algunos problemas con mi tío... —replicó el empleado, dudando.

—Vamos, no se entera si nadie se lo dice, ¿verdad? —insistió Ezra.

—Vale, vale —aceptó finalmente. El empleado se metió las manos en los bolsillos, sacó un manojo de llaves y se lo lanzó. Ezra lo cogió victorioso—. Pero cualquier daño, tú lo pagas.

—Listo, yo cierro por ti, no te preocupes.

El empleado dijo algo por lo bajo, algo que pareció divertirle, y luego salió de la pista como si lo hubieran liberado de la esclavitud. Ezra entonces avanzó hacia donde estaban los patines.

—¿Qué talla eres? —me preguntó.

Yo todavía seguía anonadado.

—Esto... ¿Taylor va a venir? ¿Mis padres planearon esto? —fue lo que pude decir.

Él negó con la cabeza.

—Querías patinar, ¿no? Bueno, te traje a patinar —replicó con simpleza y cogió un par de patines. Luego avanzó hacia mí y me los puso contra el pecho—. A que adiviné la talla.

—¿Cómo supiste que eso quería? —le pregunté, aún más sorprendido, cogiendo el par.

—Te lo diré cuando termines —dijo y después señaló la pista con un movimiento de cabeza—. Anda, haz lo tuyo.

Y eso hice. Me calcé los patines y poco después me encontraba en la pista, moviéndome al ritmo que mis frustraciones marcaban, descargando cualquier asomo de ira y aflicción por medio de saltos y piruetas que no habían sido lo suficientemente buenas como para llevarme a la victoria. Incluso cuando me había esforzado más de lo recomendado, había fracasado y por esa razón mi entrenador había decidido abandonarme a través de aquella llamada.

Di un salto y entonces fallé. Caí de bruces sobre el hielo y mi cuerpo se deslizó de forma patética. En ese preciso momento las lágrimas brotaron de mis ojos de manera inevitable. No pude contenerlas más y se manifestaron por culpa de la furia.

Estaba furioso conmigo mismo.

Era a mí a quien detestaba.

Intenté levantarme y sentí una ayuda extra. Alcé la cabeza y Ezra estaba ahí, tomándome del brazo, mirándome con una preocupación tan genuina que me asombró. Y me sentí mucho más tonto por estar llorando frente a él, así que me limpié las lágrimas con fuerza y apreté los dientes.

—Suéltame —le dije de mala gana, tirando de mi brazo.

—¿Estás bien? —preguntó.

—¡Por supuesto! ¡Estoy más que bien! Me encanta fallar, ¿no te das cuenta? Me gusta ser patético, haber perdido el Grand Prix y por eso haberme quedado sin entrenador. Es maravilloso caerme en los saltos y golpearme. ¡Así que estoy muy bien, Ezra, gracias por preguntar! —rugí. No debía pagar mi enojo con él, pero el hecho de que estuviera cerca lo hizo inevitable—. Y por si vas a soltar alguna de tus burlas, te aviso que puedes encajártelas en...

Y pasó algo muy extraño: me besó. Ahí, sobre el hielo, tomó mi rostro con brusquedad y nuestros labios se unieron. Primero sentí que estaba besando al novio de mi hermana, porque esa era la realidad, pero después ese detalle pareció esfumarse y se sintió como un beso a un chico que podría gustarme. A Ezra. Al idiota que creía vacío de mente; el estúpido que solo parecía tener talento para comer todo lo que se le atravesara; a ese que me había llamado fracasado y que resultaba irritable en todos los aspectos.

Apartó sus labios y me miró totalmente serio.

Yo lo miré totalmente estupefacto.

Entonces, a partir de ese momento, todo inició.

En ese instante, con ese beso, lo nuestro pasó a ser un secreto que en un principio se sintió como estar en el mismísimo paraíso, pero que después comenzó a quemar como si fuera el propio infierno.

Esa noche en la pista de hielo no dijimos nada sobre el beso. Yo estaba nervioso, sorprendido y confundido, pero Ezra parecía muy tranquilo. Volvimos a casa en el auto, juntos, sin pronunciar palabra, y luego cada uno se dirigió a su habitación. Y fue cuando cerré la puerta que comprendí que él había entrado a la de mi hermana para dormir con ella porque era su novia y lo que había pasado en la pista de hielo había sido un grandísimo error.

Un error que, innegablemente, no había estado tan mal.

Me refiero que... yo me puse a pensarlo y pensarlo. Lo recordé y lo recordé, y me sorprendí a mí mismo al entender que la calidez de sus labios en el preciso momento en el que estaba estallando por la frustración, me calmó.

Fue su beso que por los segundos que duró me permitió olvidarme de todo.

Y bueno, estaba el hecho de que él era un chico y yo también. Me refería a que tenía claro que siempre me había sentido atraído por personas de mí mismo sexo, y aun cuando pasé mis intereses amorosos a un segundo plano por mi duro entrenamiento, jamás dudé, pero, ¿y él? ¿A Ezra le gustaban los chicos? ¿Y qué había entonces con mi hermana? ¿Le gustaban ambos? ¿Yo? ¿O aquello había sido una especie de broma?

Pero se había sentido tan sincero...

Tan real...

Terminé por ignorar lo sucedido los días siguientes.

Te digo que me daba mucha vergüenza ver la cara de Ezra en la mesa cuando nos tocaba reunirnos a comer, y más vergüenza me daba ver la cara de mi hermana, por supuesto, porque aquello ya se sentía como un gesto de traición. Pensar en Ezra también se sentía como traición. Callarlo se sentía como traición. ¡Admitir que me había gustado era mucha más traición! Por tanto, actué como si jamás hubiera pasado y pareció que él también.

No obstante, cada vez que la familia se reunía para comer juntos o que nos encontrábamos en alguna salida que mis padres planeaban, o que simplemente pasábamos el rato en la sala viendo alguna película, mi atención se iba hacia la pareja.

No podía evitar fijarme en lo cariñosa que era mi hermana con él, en lo mucho que se detenía a mirarlo o acariciarlo, en el tonto tonillo que usaba al hablarle, en cómo se tomaban de las manos hasta sentados, en cómo ella le dejaba besos en el cuello cuando él estaba distraído y en cómo él le susurraba cosas al oído que le hacían soltar una risilla estúpida. Y todo eso me hizo sentir terrible por un tiempo, como un imbécil traidor que había olvidado que la familia era lo primordial.

Pero la inexorable realidad era que ya estaba comenzando a verlo de un modo distinto. Fue muy frustrante eso. Todavía me molestaba en cierto modo, pero en pequeñas ocasiones me encontraba mirándolo como un tonto, admirando sus labios, su mandíbula con un par de pecas, su alborotado cabello negro, sus iris color ámbar, la forma en la que una comisura se le alzaba más que otra cuando sonreía y cómo se le achinaban los ojos cuando pasaba a las carcajadas.

Era... guapo.

Sí que lo era.

Incluso cuando comía como un salvaje.

Y casi me explotaba la cabeza de tanto pensar en que me había llevado a la pista en el momento en que más lo necesitaba. Ese gesto había sido sencillamente increíble. Así que después de tanto negármelo y reconsiderarlo, admití que me sentía atraído por Ezra.

Un viernes, estábamos en la mesa almorzando. Mamá había hecho papas asadas con mayonesa, y como eran mis favoritas estaba muy concentrado engullendo aquella delicia.

Claro, hasta que Ezra habló:

—Milo —dijo tranquilamente mientras pinchaba papas. Se hizo un silencio solo para escucharlo—. Esta noche empiezan las carreras todo terreno. Un grupo de amigos y yo iremos, ¿quieres venir? Habrá mucha cerveza, nachos, lodo, ya sabes, todo eso.

—A Milo no le gustan ese tipo de cosas porque él es... —empezó a decir Taylor de forma desinteresada hasta que la interrumpí.

—¿Gay? —solté, mirándola fijamente—. Si ibas a decir eso, creo que deberías saber que una preferencia sexual no determina la actitud o los gustos personales de la gente. A un gay pueden gustarles las carreras todo terreno tanto como a una lesbiana pueden gustarle los zapatos y el color rosa, si es que hablamos de estereotipos, claro. Pero tú deberías saberlo, ¿no? Ya que has pasado muchos años estudiando una carrera que se basa en defender algo que ante los ojos de la sociedad debería ser juzgado.

Mamá y papá quedaron estupefactos. A Taylor se le salió un trozo de papa de la boca que le había quedado entreabierta. Y Ezra frunció los labios solo para reprimir lo que podía ser una risa burlona.

—Bueno, pero y ahora, ¿quién no es gay? —comentó papá para romper el extraño silencio, como si el tema no fuera tan importante—. En estos tiempos todos están con eso de la comunidad LTB o LTBG, como sea, el punto es que son cosas de la era, cosas de esta nueva generación de jóvenes que experimentan hasta con lo que ni siquiera parece posible experimentar.

—Sí, ya hasta hay nuevos géneros, ¿sabían eso? —añadió mamá, un poco sorprendida como si fuera cuento nuevo—. No es nada más hombre y mujer. Resulta incluso... fascinante. Es la evolución, por supuesto.

—Sí iré —le respondí a Ezra, quien asintió. Luego volví a ver a Taylor que se había quedado incómodamente callada—. ¿Tú no?

—No me gustan esas carreras, además tengo clases hasta tarde —replicó, encogiéndose de hombros. Luego esbozó una sonrisa normal—. Y me pone más tranquila saber que van juntos. No me hace buena idea que Ezra se emborrache solo.

Esperé ansioso hasta la noche. La invitación había sido sorpresiva y muy inteligente. Ahí, frente a todos, pareció normal: dos chicos, cuñados, saliendo a las carreras todo terreno a tomar cerveza mientras le gritábamos a todo pulmón a un montón de llantas al mismo tiempo que lo hacían otros tipos barbudos y barrigones...

Dieron las siete y Ezra me pegó un grito desde abajo. Acudí de inmediato y entonces me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Escuché a mamá despedirnos con una exclamación alegre y poco después ya estábamos dentro del auto. Él lo encendió y arrancó.

Mis nervios estaban en su punto.

—Antes iba mucho a las carreras tod... —comenté para acabar con el incómodo silencio, pero no pude terminar la frase.

—No iremos a eso —interrumpió, divertido, mirando el camino que teníamos por delante—. No es un buen lugar para lo que quiero hacer.

—¿Y qué es lo que quieres hacer? —pregunté.

Los labios me temblaron. Estaba jodidamente nervioso y asombrado.

—Hablar.

—Ah, ¿y de qué?

—Bueno, espera a que lleguemos, ¿sí?

Poco después me di cuenta de que no íbamos ni a las carreras, ni a ningún lugar de la ciudad. Ezra tomó una ruta que yo no conocía y para cuando me dijo que podía bajarme estábamos en un mirador absolutamente impresionante. El cielo estaba oscuro, sesgado por unas nubes más claras, y las estrellas fulguraban al igual que las luces de los edificios y las casas que se extendían por debajo de nosotros.

Él se sentó sobre el capó del auto mientras que yo me acerqué al borde de la colina para admirar aquella hermosura. La brisa era fresca y tranquilizadora.

—Ven acá, Milo —dijo de repente.

Me di vuelta, y sintiendo un extraño cosquilleo me aproximé y me senté justo a su lado.

—¿Estás confundido por lo del beso? —me preguntó sin mirarme, observando la lejanía.

—¿No debería estarlo? —inquirí como respuesta y hundí las manos en los bolsillos de mi suéter.

—¿Por qué lo estás exactamente?

—Bueno, eres el novio de mi hermana y... —titubeé—. Esto parece una especie de broma, a decir verdad.

—No es ninguna broma —aclaró, muy serio—. Te besé porque quise hacerlo.

—Ese punto también es confuso.

—Me gustas, Milo —confesó. Y una punzada en el cuerpo, una de gusto, me hizo exhalar con sorpresa—. ¿Yo te gusto?

—Espera, ¿y qué hay con Taylor? —solté.

Sentía que en cualquier momento se me enredaría la lengua. Él frunció el ceño.

—¿Podríamos omitir esa parte por un momento?

—No, no podemos. ¡Es la parte más importante! —exclamé—. Ella es mi hermana y yo...

—¿Te sientes culpable?

Tragué saliva.

—Me sentía, sí, bueno, ya no, pero de igual forma esto está muy mal.

—Luce mal, pero no sientes que lo esté, ¿cierto? —señaló.

Inhalé hondo y negué con la cabeza.

—Es absurdo, Ezra.

—Entonces, ¿te gusto? —insistió, aunque de forma muy tranquila.

Él estaba totalmente sereno comparado conmigo.

—Aunque fuera así, no importaría —murmuré, bajando la vista—. Estás con ella. ¿Tú no te sientes culpable?

—Un poco, pero no me arrepiento de lo que hice —expresó, encogiéndose de hombros—. Deseaba hacerlo desde hace mucho tiempo.

—¿Qué? —solté, estupefacto.

Ezra soltó una risa áspera.

—Tú no me recuerdas, ¿cierto? —dijo, aún con la vista fija en el vacío—. Nos conocemos desde hace mucho, Milo, desde que éramos unos niños. Yo vivía a dos casas de la tuya. Era el niño gordo, ¿recuerdas? Solíamos jugar juntos, aunque tú siempre estabas diciendo que te gustaba el ballet y esas cosas. Fuimos amigos hasta los diez años, pero después yo...

—Te mudaste por un trabajo que le dieron a tu padre —completé, atónito.

Haré otro paréntesis aquí para aclarar que yo no recordé a Ezra hasta ese momento que confesó quien era, solo porque hasta los diez años fue un niño chistosamente gordo al que le habían rapado la cabeza porque su padre era militar. Y el recuerdo que yo tenía y tengo de ese niño no se parece en nada a lo que vi en el aeropuerto, al tipo atractivo de sonrisa encantadora que en ese momento estaba a mi lado, confesando algo que me cambió totalmente la forma de verlo.

—Y cuando regresé ya te habías ido a Francia —asintió—. Lo primero que hice fue ir a tu casa, pero me recibió tu hermana. Entonces ella me coqueteó, y quizás pensarás que soy un idiota, pero sentí que la única forma de tener algún contacto contigo, de poder conseguir estar cerca de ti, era saliendo con ella. Así durante las tardes tu madre me enseñaba fotografías tuyas, me contaba historias y me mostraba los videos en los que salías patinando en otros países.

Parpadeé, desconcertado. No sabía ni siquiera qué decir. Si todo eso era cierto, lo conocía más de lo que creía. Pero, ¿cómo él había pasado de ser el agradable niño gordo que escuchaba todas mis quejas, casi el único amigo que había tenido, a ser un insoportable de metro ochenta?

Quizás no había cambiado más que su físico. Quizás seguía siendo él, pero yo no lo veía.

—¡Eres tú! —exclamé, mirándolo de arriba abajo—. Tú... por eso supiste que necesitaba patinar.

—Cuando te enojabas, siempre querías patinar, lo recuerdo muy bien —mencionó y pasó, finalmente, a verme—. Era la única forma que conseguías de relajarte.

—Sí...

—Siempre amaste el patinaje, Milo, y yo siempre te amé a ti —soltó.

Quedé petrificado al escucharlo. Ni siquiera sabía cómo asimilarlo. Recordaba la infancia con él, los juegos, las reuniones en mi casa, los mangas que leíamos, lo mucho que yo le hablaba del patinaje, todo. Así que esa persona era... me era familiar.

En ese instante mi corazón latía a mil y estaba seguro de que me gustaba, de que podía llegar a sentir lo mismo.

—Mira, no espero que sientas lo mismo, sobre todo porque me fui por mucho tiempo y yo...

—Sí me gustas —le interrumpí. Por alguna razón no podía verlo a la cara, estaba muy avergonzado haciendo esa confesión—. Me refiero a que... sí, a veces no me agradas, a veces eres jodidamente insoportable, a veces solo quisiera darte con un bate en la cara, pero otras veces como esa noche en la pista de hielo tú... eres distinto y me gustas. Y con el beso sentí algo. —Exhalé con algo de frustración—. Lamento no haberte reconocido...

—Milo... —dijo, tiró de mi brazo, me acercó a él y apegó su frente a la mía de modo que rozaron las puntas de nuestras narices. Esa cercanía puso mi corazón a latir con mucha fuerza—. No importa que no me recuerdes, porque yo ya no soy el estúpido niño del que todos se burlaban. Soy alguien distinto y lo único que necesito saber es que tú sí sigues siendo la persona que sin importar quien yo fuera, cómo me viera o en qué situación estuviera, se quedó conmigo. —Y como si no le bastara eso para agitar más mi mundo, añadió—: Dime que te quedarás.

Ese fue un momento muy importante. Yo tuve la oportunidad de alejarme de él y evitar todo lo que estaba a punto de pasar, pero por supuesto que no tenía ni idea de lo que ocurriría, por eso descarté la posibilidad de hacer lo correcto. Así que llevado por lo bien que se sentía estar ahí contra su cuerpo, lo dije:

—Voy a quedarme, aunque esto tenga que ser un secreto.

Entonces, ese sentimiento de pena y culpa que te mencioné que sentía al ver a Taylor y a Ezra juntos, evolucionó tal cual Pokemón y se convirtió en algo completamente distinto: celos.

Por primera vez en mi vida esa noche llegué a casa, me recosté en la cama y consideré que Taylor y yo jamás habíamos sido lo suficientemente unidos como para sentir un amor incondicional el uno por el otro. Recordé entonces lo molesta que siempre había sido, lo mal que se había portado conmigo cuando les había dicho a mis padres que me gustaban otros chicos, lo burlona que se ponía porque yo había preferido unos buenos patines en navidad a algún novedoso producto de Apple, lo distantes que nos comportábamos aun estando en la misma casa, y descubrí que eso de decir mi nombre como se escribía y no como se pronunciaba, jamás me había parecido cariñoso sino odioso e irritante.

Así que, aunque yo siempre me esmeré en pensar que éramos unos hermanos inseparables, la verdad era que Taylor y yo siempre habíamos tenido roces, debates, puntos distintos, y para evitar confrontarnos terminábamos solo ignorándonos. De modo que el hecho de haber besado a Ezra, en algún punto no empezó a lastimarme por la culpa, sino por los celos.

Empezó a doler.

Joder, empezó a dolerme a mí.

Dolía verlos sentados uno al lado del otro. Dolía ver que Taylor besaba con mucha libertad los labios que en secreto me habían besado a mí. Dolía presenciar cómo iban tomados de la mano, cómo se cuchicheaban cosas y cómo dormían en la misma habitación mientras que yo tan solo debía conformarme con imaginar cómo sería estar en el lugar que ella se había ganado.

Pero a pesar de eso, nuestra relación secreta pudo desarrollarse.

En repetidas ocasiones, y te digo que estas fueron muy buenas, él aprovechaba para tomarme desprevenido. Por ejemplo, cuando Taylor estaba en clases y mamá se encontraba en el jardín muy ocupada con sus plantas, Ezra irrumpía en mi habitación, cerraba con seguro y me besaba sin decir nada. Nos besábamos por largo rato de forma efusiva, a veces calmada y otras veces como si experimentáramos el uno con el otro hasta que nuestros cuerpos no soportaban más los roces y teníamos que parar incluso tentados a continuar...

También aparecía en los momentos menos esperados. Cuando yo iba pasando por el pasillo de la casa, distraído, se abría la puerta del armario, un brazo aparecía de forma salvaje, tiraba de mí y de repente su cuerpo me acorralaba contra la oscuridad.

—Ezra —pronuncié una vez, asombrado—. Mi mamá está...

—Muy ocupada con sus plantas como para pensar en algo más —completó y comenzó a formar un caminillo de besos sobre mi cuello y mi mejilla—. ¿Te he dicho que siempre hueles muy bien?

—Ah, estás loco... —susurré, enredando una mano en sus cabellos sin oponerme a lo que estaba haciendo.

—Sí, me vuelvo jodidamente loco cuando te tengo cerca.

Él hacía que se me erizara la piel de ansias con cada beso y cada toque. Era como una droga, y cada dosis que me daba me hacía querer más y más y más...

En otras oportunidades teníamos la excusa de que saldríamos a hacer cosas de hombres, y pasábamos tiempo juntos en algún lugar muy lejos de los que solía frecuentar mi familia. Eran especies de pequeñas citas en las que parecíamos amigos que cuando nadie estaba mirando unían sus dedos meñiques.

—¿Has estado con otros chicos antes? —le pregunté un día.

Estábamos en la casa, solos, en el sofá, viendo Netflix, cubiertos por una manta que ocultaba el hecho de que nuestras piernas se habían entrelazado. Afuera llovía muchísimo, tronaba como si el cielo fuera a caerse, y por eso mismo sabíamos que nadie regresaría pronto.

El momento era nuestro.

—No —confesó sin apartar la vista del televisor. Le gustaba mucho ver Rambo, se embelesaba con esa película—. Tú eres el primero.

—Así que siempre te gustaron las chicas —comenté, curioso.

—Ajam.

—De modo que puede gustarte una chica en cualquier momento.

—Ajam.

—Entonces esto que tenemos es... ¿una experiencia para ti? ¿Estás experimentando?

Él volteó a verme fijamente, ceñudo. Cuando hacía eso solía ponerme demasiado nervioso por alguna estúpida razón. Quizás porque su mirada era penetrante, como si con ella pudiera ver hasta lo más fondo de mi ser.

—No estoy experimentando nada —dijo, algo confundido—. ¿O crees que sí?

Me encogí de hombros.

—Solo te pregunto.

—Pues no —soltó, y luego relajó la expresión—. He querido estar contigo desde hace mucho tiempo, ya te lo dije, ¿verdad? —Y sorpresivamente, esbozó una sonrisa maliciosa y juguetona—. Ahora, si lo que quieres es experimentar algo...

—¿Qué? —titubeé al comprender a lo que se refería.

Ezra se movió desde dónde estaba como un animal a punto de atrapar una presa. Nuestras piernas se separaron, él tiró de mi brazo y entonces me encontré encima suyo, pareciendo diminuto en comparación a su cuerpo.

—Estás diciéndome que quieres experimentar, ¿no? —susurró sobre mis labios—, y tú y yo no hemos hecho más que besarnos, eso significa que...

—¡No! —exclamé antes de que dijera algo más. Tragué saliva. Su rostro estaba demasiado cerca y sus manos reposaban sobre mi espalda—. Yo sí he estado con otros chicos, lo decía porque... —Su expresión se endureció ante eso. Perdió todo el brillo de malicia—. ¿Qué?

—No quiero saber que has estado con otros —respondió de forma seca.

Entorné los ojos.

—Pero es la verdad.

—En mi mente la única verdad es que solo has estado y estarás conmigo, ¿de acuerdo? —soltó, y su tono autoritario me causó un cosquilleo.

—Eso quisiera, Ezra, sí que lo quisiera —murmuré antes de besarlo con el sonido de la lluvia y las ametralladoras de Rambo como fondo.

Él también me acompañaba a la pista de hielo, me motivaba a no dejar de practicar aun cuando no tenía entrenador, y se quedaba allí, mirando cada cosa que hacía incluso sin entender qué era. Presenciaba todas mis coreografías, escuchaba mis ideas, mis quejas y no me juzgaba por las caídas. De hecho, se levantaba en cada una, preocupado, hasta que me veía ponerme de pie y se tranquilizaba. Y si no lo hacía, si notaba que tardaba mucho tiempo en levantarme, a todo pulmón gritaba:

—¡Hazlo, joder! ¡Cae y luego levántate! ¡Llora y después limpia tus lagrimas! ¡Falla y finalmente gana! ¡Así es la vida, y la estás viviendo muy bien!

Eso me daba las fuerzas necesarias para volver a intentarlo. Eso y su voz, sus torpes palabras, sus preocupaciones, sus perfectas manos enlazándose con mis imperfectos dedos, su risa áspera, sus bromas absurdas, su compañía...

¿Te das cuenta? Ezra decía amarme, y aunque no podía decirle lo mismo, lo necesitaba más de lo que él me necesitaba a mí. Porque lo que yo sentí fue y sigue siendo puro, lejano al deseo físico, muy muy lejano a lo que comúnmente une a las personas. Era amor. Fue amor. Es amor.

Por esa razón el secreto me atormentaba, me causaba insomnio y me lastimaba, porque el mismo hecho de que tuviéramos que ocultarlo lo hacía parecer un error. Se sentía como si estuviera mal, como si no debiera ser. ¿Y cómo podía sentirme bien con algo así? ¿Cómo podía disimular mis sentimientos si los mismos eran una bomba de tiempo a la que siempre le faltaba un segundo para estallar? Y que si estallaba, lo único que haría sería destruir en un instante lo que había a mi alrededor: la felicidad de Taylor, la tranquilidad de mis padres, la unión de la familia...

Ahora te pregunto esto: ¿notaste que me importaba mucho la felicidad de Taylor? Bueno, esa felicidad nunca pareció amenazada a pesar de que Ezra también estaba conmigo, porque una tarde mientras ella y yo estábamos en la piscina tratando de pasar el calor infernal que hacía de repente, mi hermana soltó algo que destrozó una parte de mí.

—¿Estoy gorda? —me preguntó, señalando su cuerpo en el bikini.

—Nunca has estado gorda, Taylor —respondí, moviendo los pies sobre el agua.

—Es que... podría estar embarazada —confesó, bajando la voz.

—¡¿Qué?! —proferí, estupefacto.

Me puse frío.

Ella asintió con un gesto de preocupación.

—No me ha bajado, Milo, y... bueno, ¿ves algún cambio en mí? —añadió, mordiéndose el labio con inquietud—. Me da miedo hacerme una prueba. No estoy lista.

Parpadeé, atónito. Y sentí como si un balde de tristeza me cayera encima y me empapara todo. Le dije a Taylor que debía hacerse la prueba, que incluso yo podía comprarla por ella, ya que quería y necesitaba saber si iba a tener un hijo de Ezra, porque si era así, no podía ni quería estar más con él. Así que fui a la farmacia por la prueba —compré tres— y luego esperé fuera del baño mientras ella lo hacía.

Al final resultó que no estaba embarazada. Debí haberme sentido aliviado, pero solo me sentí terrible. Saber que estaban juntos, que hacían más de lo que él y yo sentíamos que podíamos hacer, fue como una inyección de realidad.

Él seguía siendo suyo y yo no podía superar eso.

La presión, la tristeza, los celos, la duda, la culpa, todo me tenía realmente mal. Por eso lo evité en muchas ocasiones. Él me enviaba mensajes, pero yo los ignoraba. Me pedía hablar, pero yo me iba o me quedaba en donde estuviera mi madre. Hasta que un día ya no pude impedirlo más y consiguió convencerme de salir juntos.

En un principio hice como si no pasara nada, le hablé muy normal, me excusé diciendo que seguía agobiado por no tener entrenador, pero luego no aguanté más.

—Ezra... sé que no es el mejor lugar para decirlo, pero tengo que hacerlo —comenté. Estábamos en la fila del cine, esperando para comprar boletos y ver una película—. Esto es muy difícil.

—Lo sé, han pasado tres meses —asintió él.

Tenía las manos en los bolsillos y una expresión despreocupada, porque él estaba en calma y yo en completo descontrol. No dejaba de pensar en todo lo que conllevaba nuestra relación, y no sabía qué parte atacar primero.

Inhalé hondo.

—¿Taylor y tú...? —pronuncié.

—Te juro que no nos hemos ido a la cama —se apresuró a decir, volviéndose para verme—. Desde que te confesé lo que te confesé, lo he estado evitando.

Sabía que me mentía, pero ignoré ese hecho.

—¿Sí? ¿No se le hace muy extraño?

—Un poco. —Se encogió de hombros—. Pero siempre está muy cansada por las clases y se le olvida.

—¿Y qué pasará si un día quiere estar contigo? Un día que no esté cansada —dije.

Soltar todo aquello me tenía nervioso y me producía punzadas emocionalmente dolorosas.

—Me inventaré algo —aseguró, y entonces se acercó a mí un poco más de lo que solía hacer en público—. Esto también es difícil para mí, por si no lo crees.

Bajé la mirada. Ya ni tenía ganas de ver la película. Durante esos meses lo que sentía por él había crecido. Quizás no tanto como para decir que estaba perdidamente enamorado, pero sí lo suficiente para admitir que quería estar con él sin ocultarlo, que no quería compartirlo, que quería que aquello alcanzara otro nivel.

—¿Qué pasa? —me preguntó. Buscó mi mirada, pero lo evité—. Milo, ¿qué sucede? No me gusta verte triste.

—Pero si todo esto es triste —resoplé. A veces también sentía una extraña furia cuando recordaba lo frustrante que era mantener el secreto—. Lo que tenemos solo es bueno cuando estamos tan calientes que no pensamos con claridad.

Alguien en la fila se nos quedó viendo. Ezra carraspeó la garganta, incómodo.

—¿Quieres irte? —inquirió, disimulando.

—Sí, quiero irme —respondí, tajante.

Volvimos al auto. Afuera estaba lloviendo y hacía frío. Era como si el cielo estuviera haciendo una dramatización de lo que sucedía en mi interior.

Ezra cerró la puerta, puso las manos sobre el volante y exhaló. Un espeso silencio se extendió entre nosotros.

—¿Quieres que haga algo? ¿Quieres que la deje? —soltó de repente con la vista fija en la ventana de en frente.

—Ya hablamos de eso, ¿no? —respondí—. Si la dejas de igual modo no podríamos estar juntos con toda la libertad que quisiera.

—Entonces, ¿por qué te molestas tanto? Si ya dijiste que...

—Me duele mucho verte con ella, ¿de acuerdo? —expresé sin más, sin saber en qué tono o de qué forma lo estaba diciendo—. También me duele sentir celos de mi propia hermana. Ella no tiene la culpa y yo no puedo evitar pensar cosas... —Sacudí la cabeza y fruncí el ceño—. A veces parece demasiado. Quisiera que pudiéramos salir tranquilos, ir a cenar tranquilos, estar en cualquier lugar tranquilos, besarnos sin temer que nos vean o nos juzguen, tomarnos la mano con tranquilidad sin sentir que alguien puede estar cerca... A veces quisiera que esto fuera normal.

—Sabes que yo también...

—No, Ezra —interrumpí, apretando los dientes por el disgusto—. A ti no te preocupa demasiado. Estás bien con los pocos momentos en los que puedes hacer conmigo lo que te da la gana, pero después eres el perfecto novio de mi hermana que le da besos, la ama y le lleva regalos. —Sentí un maldito nudo en la garganta por lo que estaba a punto de decir y que llevaba guardándome un par de días—: ¿Sabías que ella quiere casarse contigo? ¿Lo sabías?

Se quedó callado, pero no vi su expresión en ese momento porque estaba batallando con un ataque de debilidad, y sabía que si lo miraba a los ojos iba a perder.

—No me casaría con ella —dijo finalmente, muy serio.

—¿Y le dirías por qué?

—Eso la destruiría...

—Y tú no quieres hacerle daño porque con el daño que me haces a mí ya es suficiente, ¿verdad? —bufé, abrí la puerta y me bajé en un santiamén.

Cerré de un portazo y avancé por la acera, aunque la lluvia y el frío eran intensos. Él también se bajó del auto, porque lo escuché gritar mi nombre, y solo supe que tuvo las pelotas de seguirme cuando me tomó por el brazo y me dio vuelta.

En ese preciso instante, impulsado por la ira y el saber que me mentía, le atesté un puñetazo en la cara. Le di como si fuésemos dos tipos saldando cuentas y le dolió tanto como a mí en los nudillos.

—¡Maldita sea, pegas como guardia de bar! —exclamó, apretando los ojos con fuerza. Movió la mandíbula de un lado a otro con una mano en ella—. Milo, escucha, yo no quiero hacerte daño.

—Pero sabes que lo estás haciendo —escupí. Tenía ganas de darle otro golpe, pero me contuve—. Sabías que esto sería así y ahora no sé quién es más imbécil si tú por proponerlo o yo por aceptarlo.

—Bien, somos unos imbéciles los dos —asintió—, probablemente yo más que tú, pero no puedes creer que lo hago a propósito. Me conoces desde hace mucho, también me conociste estos meses, sabes cómo soy.

—No, yo no sé quién es esta persona que dice una cosa y hace otra —expresé. No sabía por qué exactamente le reclamaba, aunque tenía claro que la culpa también era mía—. No siento que te conozco ahora. ¿Sabes qué siento? Que te conozco de ratos, que conmigo eres uno y luego eres otro, que esta situación no te molesta, sino que te gusta. Después de todo, tienes a dos personas contigo.

—¡Pero si volví aquí por ti! —dijo, dando un paso adelante. La lluvia ya nos había empapado a ambos—. ¿Tú crees que me gusta estar en este maldito lugar? Con todo lo que me recuerda, con todo lo que me cabrea. Y estoy aquí porque tú lo estás. Vine a buscarte y cuando llegué...

—Estaba ella, sí —completé y automáticamente se me formó un nudo en la garganta—, pero yo no sabía que vendrías, porque de haberlo sabido habría estado aquí para recibirte. Es más, ni siquiera tenías que estar con Taylor para acercarte a mí, porque en ningún momento te habría rechazado. Así que, ¿vas a negarme que te gustó? —Él bajó la mirada un instante, y aquello me dio mucha más rabia—. ¡¿Vas a negarlo?!

—No, sí me gustó —admitió—. Pero solo eso, y cuando tú llegaste esa atracción comenzó a desaparecer. Cuando te besé ya no existía. No existe ahora. Estoy tan enamorado de ti que lo único que siento es desesperación porque no sé qué hacer, ¿de acuerdo? Lo que quiero estaría mal y lo que no quiero también. Así que dime tú, Milo, ¿qué debo hacer para que creas que en verdad te amo?

Sonaba afligido. Cada cosa que decía se sentía como si me estrujaran la vida. Quería que se callara, que terminara, que ni siquiera hubiera comenzado.

—Solo... vete —dije.

Quise irme, pero entonces él soltó:

—Vámonos.

—¿Qué? —emití, confundido.

—Vámonos, Milo, vámonos de aquí —expresó, acercándose a mí. Sus ojos adquirieron un brillo de entusiasmo—. Podemos irnos a otra ciudad, somos adultos, y ya no le haríamos daño a nadie.

—¿Crees que no se darían cuenta de que nos fugamos juntos? —pregunté, mirándolo como si estuviera loco—. Es absurdo.

—Sí, pero ya estando lejos no importaría, ¿verdad? —insistió.

—Ezra...

Tomó mi rostro con sus manos.

—Nada más te necesito a ti... —Hizo una pequeña pausa y se lo pensó—. Bueno, también comida para estar bien. Y tengo dinero, lo tengo guardado, podemos usarlo. Tú conoces gente en Francia, ¿cierto? Y podrías volver para patinar, podrías conseguir un nuevo entrenador, y yo estaría ahí para acompañarte... claro, primero yo aprobaría a tu entrenador porque si es mejor que yo entonces no dejaré que te entrene si existe la posibilidad de que te guste, pero piénsalo, ¿no te gustaría? ¿no es lo que quieres?

Lo del entrenador me causó gracia. Entre el disgusto, casi me hizo reír y se dio cuenta de ello, porque esbozó una de sus descaradas sonrisas.

—¿No has hecho nada tan arriesgado en la vida? —me preguntó, entornando los ojos.

—No.

—Entonces vamos a arriesgarnos juntos.

De acuerdo, has visto algo así en alguna película, ¿cierto? Ahora sé —y tómalo como consejo— que si lo ves en una película es cien por ciento probable que: o no suceda en la vida real o si suceda sea falso. Debí haberlo sabido, pero sonaba incluso fantástico: irnos lejos, solos y poder hacer con libertad lo que estábamos haciendo a escondidas. Ya no habría necesidad de ocultar nada, ni culpa, ni tristeza, solo nosotros siendo lo que reprimíamos.

Te invito a imagínalo, ya que es el desenlace: hicimos maletas, compramos dos boletos de avión, yo llamé a un par de amigos que aceptaron recibirnos en su departamento, al día siguiente partimos al aeropuerto sin decir nada, volamos a Francia y llegamos para vivir un romance casi perfecto. Mi hermana se enteró de que me había robado a su novio, pero me perdonó. Y nuestros padres no se enojaron porque entendieron que se trataba de amor.

Imagínalo, porque no pasó así.

Yo acepté irnos. Sentí que era lo mejor que me estaba sucediendo en la vida, que realmente podía pasar el resto de mis días con Ezra, que estaba ansioso por finalmente escapar del secreto y ser libre de quererlo.

Cuando volvimos a casa nos texteamos toda la noche porque estábamos demasiado entusiasmados como para poder dormir:

Ezra: ¿Estás nervioso?

Yo: Estoy ansioso. No puedo esperar.

Ezra: ¿Qué harás luego?

Yo: Los llamaré y les explicaré todo. Ya no importará lo que piensen.

Ezra: Sabes que los perderás...

Yo: Como dijiste, tú eres lo único que necesito.

Ezra: Y me tendrás siempre.

Creo que escapar no me importaba demasiado porque me había acostumbrado a estar lejos de casa. Cuando yo no estaba ahí, solo mi madre me llamaba para saber cómo estaba o cómo me iba en las competencias, y por eso confiaba en que lo entendería cuando se lo explicara.

Así que realmente estaba feliz con la idea de acabar con el secreto. Apenas pisara Francia, ya no quedaría nada de él, solo los recuerdos que no me esmeraría en evocar. Mira, me sentía lleno de felicidad porque mi vida prometía comenzar a ser lo que siempre había deseado. Y en definitiva la bomba de tiempo ya podría estallar sin dejar muertos o heridos.

Llegó el día, o bueno, la noche. Aproveché que todos estaban en lo suyo y tomé un taxi al aeropuerto, ya que acordamos no irnos juntos. Teníamos los boletos, las maletas y el avión salía en una hora. De manera que cuando llegué y me senté a esperar, en serio sentía que lo amaba.

Ezra calmaba el caos en el que solía caer, y me daba seguridad, cariño, algo que me hacía sentir valioso, no como un fracasado. Así que había encontrado a alguien que realmente me amaba, que apreciaba mis imperfecciones, que no me juzgaba, que era vida en donde yo parecía estar marchito, alguien que prometía jamás dejarme ir...

Entonces... ¿sabes qué paso luego? Hemos llegado a este punto de la historia, a este desenlace, ¿y realmente quieres saber lo que sucedió?

Bueno, él jamás llegó.


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Si te gustó el capítulo y te quedarás a leer esta historia o el resto que están en mi perfil, TE AMO CON TODA MI ALMA OSCURA PERO SENSIBLE. No te defraudaré. Me esforzaré para que leas algo fresco y sin errores. Es un honor para mí ganarte como lector. Aquí tendrás un pedacito de mí. Disfrútalo.

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Muchas gracias por leer mis historias. ❤ 

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