El Cruce de Miradas

By IgorHernandez

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Historia por capítulos sobre un joven que, tras haberse despedido de su novia en la estación de metro, y sin... More

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By IgorHernandez

Son tres tramos de escaleras mecánicas las que separan a Javier de su escapatoria, las que le acercan de ese ansiado momento de poder fumarse un cigarro tranquilamente mientras hace tiempo para entrar al trabajo. Y, por qué no decirlo, le acerca un poco más al momento de no volver a ver a ese chico del vagón de metro.

   “Sólo faltaría que saliese por la misma salida que yo”, piensa mientras se mantiene a una distancia prudencial del sujeto. Al final de los tres tramos de escaleras el camino se divide en dos. A un lado los números pares; al otro, los impares, y, para sorpresa suya, pero no quizá para los lectores, el chico sale a la calle por donde Javier debía salir.

   Un poco dubitativo, cuestionándose si salir por la puerta contraria y cruzar una vez en la superficie, o si, por el contrario, hacer como si nada, decide actuar como todos los días. Empuja la pesada puerta y se dispone a subir las escaleras hacia la calle, pero al levantar la mirada puede verle, de espaldas a él, subiendo las escaleras.

   No lo puede evitar.

  Se fija en él, ahora que nadie puede juzgarle. Se fija en él y en su trasero, en la forma que le dan sus vaqueros ajustados mientras asciende una a una las escaleras. Javier, por unos segundos, se imagina que ese tipo está ahí para él para hacerle revivir aquellas noches de su adolescencia.

   Pero no, aparta la mirada, y mirando al suelo mientras sube las escaleras.

“¿Qué coño haces?”, se dice a si mismo mentalmente, “¿Acaso eres marica? ¿De qué vas?”

   Casi sin darse cuenta llega a la última escalera. Se encuentra en medio de una céntrica calle madrileña. Es hora punta y centenares de coches marchan de un lado a otro, ensordeciendo el ambiente con sus motores, perfumando el aire gracias a sus tubos de escape. La gente camina rápida, a veces atendiendo más a sus smartphones que a otra cosa.

   Javier echa la mano al bolsillo y saca el paquete de tabaco. Acercándose a un portal cercano se enciende un cigarro, y, tras dar una fuerte bocanada de humo, echa la mirada a ambos lados de la calle.

   “Parece que se ha ido”, piensa, al no ver al desconocido por ninguna parte.

   Pero no, no todo sale como él piensa.

   Entre la marabunta de personas aparece él, con su espalda y sus vaqueros… Se encuentra a poco más de veinte metros, y camina dubitativo, como si buscase algo. Desde su posición, Javier puede ver que el individuo observa a las personas que le rodean, queriendo decir algo sin atreverse.

Y entonces se gira, y sus miradas vuelven a cruzarse. Uno frente a otro, separados por poco más de veinte metros (y decenas de personas llenas de prisas que sólo sabían caminar y empujarse sin parar).

   El desconocido le sonríe, y, sin saber muy bien por qué, Javier le corresponde.

   Aparta la mirada, fingiendo mirar el escaparate de al lado, pero cuando vuelve la mirada puede ver que se está acercando. Sus miradas vuelven a cruzarse, y cuando ya se encuentran a dos metros ocurre la conversación:

   ‒¿Tienes fuego? ‒pregunta el tipo, que llevaba un cigarro en la mano. Tiene una voz demasiado juvenil para lo que aparenta, quizá un poco afeminada.

   ‒Sí, claro ‒responde Javier un poco cortado‒. Toma.

   El desconocido toma el mechero, y acercándose al mismo portal que Javier se enciende el cigarro.

   ‒Muchas gracias -dice, regresando y devolviéndole el meche.

   ‒No hay de qué ‒dice Javier, intentando ser un poco cortante. La forma de hablar de ese tipo y esa forma amaneradade gesticular (aunque sólo hubiese dicho cuatro palabras en total) le hace sentir “vulnerable”, creyendo que el tipo estaba queriendo ligar con él.

   ¿Y qué más daba si estuviese intentando tontear con Javier? Con decirle cuatro cosas bien dichas, zanjar la conversación o irse de allí estaría todo solucionado.

   Pero, por una mística fuerza de su inconsciente, Javier se resiste a parar la conversación o marcharse de allí. Mira el reloj y observa que aún le quedan diez minutos.

   Diez minutos en los que tranquilamente podría ir al parque cercano al trabajo a pasear, a leer un libro, a escuchar música… Podría hacer esas y muchas cosas más que suele hacer todas las mañanas.

   Pero no, prefiere quedarse allí, al lado de un desconocido que, sin saber muy bien por qué, le ha atraído, mientras la gente camina a su alrededor ignorantes de esa curiosa (y quizá ridícula) situación.

‒¿Trabajas por aquí? ‒pregunta el tipo, dando una calada al cigarro y levantando la cabeza haciéndose el interesante.

   ‒Sí, justo aquí al lado ‒dice Javier señalando unas calles cercanas‒. Es en una editorial, no sé si lo conocerás.

   El chico niega con la cabeza y encoge los hombros.

   ‒Yo es que trabajo en la otra dirección, y sólo me conozco aquella parte.

   ‒¿Y en qué trabajas? ‒pregunta Javier, sorprendiéndose a si mismo. “¿Qué haces? ¿Acaso le vas a seguir el juego?”.

   ‒Soy peluquero. Tengo un local junto a una amiga, a un par de calles de aquí.

   ‒Ah, que bien. Seguramente tengáis jaleo todos los días ‒comenta Javier, sin saber muy bien qué decir. Le da completamente igual dónde trabaja ese tipo, sólo quiere mantener una conversación con él… y los más triste de todo, es que sigue sin saber por qué.

   ‒Lo cierto es que se nota más los fines de semana. Ya sabes, con el tema de bodas y esas cosas...

De repente, Javier comienza a fijarse en el rostro del tipo. Debe ser mayor que él, pero se nota que le gusta cuidarse. Su piel, que ya no es la de un chaval, se ve limpia, y su afeitado es perfecto.

   Pero lo que más le ha llamado la atención han sido sus labios. ¿Cómo es posible que unos labios de hombre le llamen tanto la atención? Disimuladamente. aprieta los labios, tratando de comprobar si sus propios labios son igual de atrayentes.

   Pero no. Los labios de Javier están secos, incluso rotos.

   No es que nuestro protagonista sea un tipo descuidado y poco aseado, pero es de ese tipo de chicos ve innecesario para un hombre joven como él tenerque cuidarse la piel o sus labios.

Y entonces, algo sucede.

   Dura sólo un segundo, pero la sensación se hace notar en su pecho, en su garganta, en su cuerpo al completo. Por cuestión de un segundo se imagina besando a ese chico, probando a ver a qué saben esos labios, a ver que se siente al probar la boca de otro hombre.

   ‒Y… ¿cómo te llamas? ‒pregunta el chico, sacando a Javier de su pecaminoso pensamiento.

   ‒Javier ‒responde un poco nervioso, como si se pudiese ver su mente en su rostro. 'La cara es el reflejo del alma', piensa‒. Me llamo Javier.

   ‒Yo Oliver ‒dice sonriéndole‒. Me voy a tener que ir yendo. A ver que tal se da el día.

   ‒Espero que bien ‒dice Javier, tirando el cigarro a un lado de la calle.

   ‒Bueno, hasta las seis no me toca salir, así que me lo tomaré con calma.

   ‒Vaya… Bueno, yo también me tengo que ir yendo.

   ‒A ver si nos volvemos a ver, Javier.

   ‒A ver si es verdad. Adiós.

“¿’A ver si es verdad’? ¿En serio?”, se recrimina mentalmente mientras marcha hacia su lugar de trabajo. Javier en una dirección; Oliver en la contraria.

   Pero por un último momento quiere volver a verle, pero no el rostro, sino su trasero, deseando volver a sentir lo mismo que ha sentido en las escaleras de acceso al metro. “Total, nadie lo tiene que saber”, se dice mientras se gira buscando a Oliver, pero ya se había mezclado con la gente y se había vuelto invisible a los ojos de Javier.

Una vez en el trabajo no puede evitar pensar en Oliver, en las pocas palabras que han cruzado, en sus labios, en su mirada, en su trasero, en su forma de hablar.

   Siempre le había parecido ridículo un tipo que hablase de forma afeminada o amanerada, pero cuanto más pensaba en Oliver, menos importancia le daba.

   Pero entonces aparece Laura en sus pensamientos, recordándole los buenos momentos que pasan juntos a todas horas, tanto fuera como dentro de la cama. Laura siempre ha sido una gran confidente, además de gran amiga y mejor persona. Pero ella no sabe nada de esa época de su juventud, cuando llegó a imaginarse a si mismo manteniendo relaciones homosexuales, y no es el momento para explicarlo. Ya habían pasado casi diez años de aquello, y debía quedar enterrado.

   Pero ahora está volviendo a nacer, y sólo él sabe la verdad.

   "Bueno, yo y Oliver, ya que hemos tonteado antes en la calle...", piensa repentinamente, pero se auto-contesta enfadado, tratando de despejar su mente de esos pensamientos.

   “¿Pero qué estás haciendo?”, se pregunta Javier mientras revisa los albaranes sobre su escritorio.

   Mira el reloj, esperando que llegasen las cuatro de la tarde, para poder ir a ver a Laura a su trabajo. Pero, de repente, un mensaje llega a su teléfono móvil:

   “No podremos vernos luego. Debo quedarme para completar un trabajo y no podré salir hasta más tarde. Te quiero”.

   ‒Vaya, que mierda ‒murmura Javier respondiendo cariñosamente al mensaje de su novia.

Pero entonces una vocecilla suena en su interior, y le invita a escuchar un novedoso plan que surje tras el mensaje de Laura…

   ¿Por qué no quedarse a comer por la zona y hacer tiempo hasta las seis de la tarde?

[Continuará…]

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