Latido del corazón © [Complet...

By KralovnaSurovost

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Sebastián Videla poseía los ojos de un demonio melancólico, tan frágil y dañado que Ángela nunca recuperó lo... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Anexo, Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
II Parte
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Anexo, Capítulo 25
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Anexo, Capítulo 40
Capítulo 41
III Parte
Capítulo 42
Primera carta
Capítulo 43
Segunda carta
El Malo
Capítulo 44
Capítulo 45
Tercera carta
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Anexo, Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo
Agradecimientos
Capítulo extra
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Fotografías del libro en papel

Capítulo 26

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By KralovnaSurovost

—Por favor dígame que está bien.

Antonio se quitó el cubrebocas con un movimiento fluido y clavó sus ojos castaños en mí, allí de pie, abrazándome para intentar protegerme de lo que fuera a salir de sus labios. Insistí:

—Prometió que lo salvaría.

—Traian está vivo —respondió—. Ya lo están trasladando a su nueva habitación.

Solté tal suspiro que todo mi cuerpo se desinfló. Había pasado los minutos más angustiosos de mi vida, sentada en la entrada del hospital mientras esperaba que alguien me avisara qué había pasado. No podía permanecer dentro de las instalaciones sin hacer nada para ayudar, así que me obligué a mover los pies y comenzar a orar. Mi relación con Dios no era la mejor, pues mi madre dejó de insistir en que fuéramos a la iglesia después de que mi padre murió, pero yo había sido criada como una buena católica y en momentos de necesidad no podía evitar recurrir a cualquier persona, o ente, que considerara capaz de ayudar.

No sabía cuánto tiempo había pasado allí sentada, pero me sentía desconsolada. El sentimiento de angustia no hacía más que aumentar con cada segundo que pasaba, hasta que una enfermera salió en mi búsqueda y me avisó que habían acabado. No le di tiempo de terminar de hablar, solo corrí de vuelta dentro del hospital y casi arrollé al doctor Martínez en mi carrera. Mis manos picaban con la necesidad de abrir la puerta y comprobarlo por mí misma, pero debía ser prudente y no causarme más problemas.

Traian estaba bien. No había muerto. La noticia me afectó más de lo que había esperado. Tuve que apoyar la espalda contra la pared y tomar unos segundos para serenarme. Antonio volvió a hablar cuando yo estaba a punto de cuestionar el momento en el que podría ir a visitarlo.

—Ángela, hay un problema —su voz bajó, volviéndose dolorosa de escuchar.

Mi subconsciente sabía lo que estaba a punto de decir, pues me estremecí inmediatamente y un gran peso se asentó en mi estómago. Mi voz se comenzó a quebrar:

—Por favor, no lo diga.

—Traian está en coma —declaró, volviendo mi temor una realidad—: Es algo de esperarse después de un traumatismo tan grave.

—Lo sé —admití. Tuve que recurrir a demasiada fuerza de voluntad para encontrar mi voz—. Dios... No, Traian... —Me cubrí el rostro con las manos, sintiendo la derrota caer sobre mis hombros. Tenía la impresión de que todo había acabado sin haberme dado la oportunidad de luchar.

La mano de Antonio se posó sobre mi hombro como una manera de transmitirme su apoyo. No quería imaginar cómo debía sentirse él después de darme la noticia de que su sobrino estaba en coma. Aún no podía creer que realmente fueran familia, pero comprendía que debía estar sufriendo un infierno por dentro, como su doctor y como su pariente. Yo apenas había conocido a Traian Serbian durante un lapsus tan corto en el tiempo que pudo borrarse de un plumazo, pero la huella que dejó en mi vida fue tan importante que años después yo había arriesgado mi trabajo soñado con tal de ayudarlo.

Él no despertaría. Yo era enfermera, y si el traumatismo había sido tan grave como ellos afirmaban, tenía muy claro que no lo haría. No era un familiar a quien pudieran engañar con falsas esperanzas, estaba obligada a enfrentar la realidad.

—No —mascullé, tragando el nudo en mi garganta—. Esto está mal. No es justo, joder. —Alejé las manos de mi rostro y lo encaré. Su mirada de compasión solo me hizo sentir peor—. ¡No está bien!

—Puede que despierte en cuestión de horas o días —afirmó, presionando los dientes con fuerza. Estaba cabreado y no lo culpaba, pero mi enojo era tan profundo que no podía ver más allá de mis sentimientos encontrados.

—No me mienta.

—¡Joder! Él va a despertar. ¿Me escuchaste? —gritó—. ¡Va a despertar porque no voy a permitir que muera!

Una repentina claridad invadió mi mente y me inyectó falsa tranquilidad. Mis extremidades colgaban inertes a mis costados y mi rostro perdió cualquier retazo de emoción. Me sentía vacía, como si los sentimientos hubieran sido drenados de mi vida.

—Él ya está muerto, ¿verdad? —repliqué fríamente.

—Sigue vivo, está luchando. Su cerebro volverá a funcionar... ¡No me mires así! —Maldijo—. ¿No quieres que viva?

—No regresará. Podemos dejarlo diez años conectado a esas máquinas, pero nunca va a despertar. —Una lágrima diminuta escapó de mi ojo. Antonio siguió su descenso con el rostro torcido por la desesperación, pero yo no sentía nada—. Está muerto. Y es su culpa, ¿verdad?

Su mirada subió hasta encontrarse con la mía y lo observé pasmarse. No podía creer que yo hubiera dicho esas palabras.

—¿Qué? —exhaló.

—Dijo que fue a la cárcel por salvarlo a usted. Tomando en cuenta a los policías custodiando, él seguía allí cuando fue lastimado. ¿O me equivoco?

—No hables sobre mierda de la que no sabes —amenazó, engrosando su voz y sacando el pecho. Creía que podía amenazarme mirándome desde arriba con los ojos entornados, pero habían intentado doblegarme con mucho más que eso y yo no volvería a ceder nunca más.

Estábamos en el pasillo del hospital, donde cada persona que pasaba por allí no perdía la oportunidad de dirigirnos una mirada de soslayo llena de curiosidad. Sabía la imagen que estábamos proyectando; yo con mi cabello y uniforme manchados, él gritándome con rabia. Montábamos una escena que probablemente fuera el tema del día en el hospital en cuanto dejaran de estar tan ocupados, y si llegaba a enterarse mi supervisora no sabría cómo explicarle, pero en ese momento no podía importarme.

Traian estaba, para todos sus efectos, muerto. Una máquina era la única encargada de mantenerlo con vida, una supuesta vida que no le pertenecía, otorgada en nuestro afán egoísta de mantenerlo con nosotros mientras nos aferrábamos a vanas esperanzas. Antonio juraba que iba a despertar, pero yo había sufrido tantas decepciones en mi vida que me había vuelto mucho más realista. Para mi espíritu lastimado y rencoroso que aún recordaba a ese chico dulce que perdió sin explicación, el culpable de toda la situación era el médico frente a mí.

—¿Qué fue lo que hizo Traian por usted, doctor?

—¡No es tu jodido asunto!

—Ni siquiera piense en desquitarse conmigo.

—¡Nunca le pedí que lo hiciera! —estalló de pronto, con tanta violencia que inconscientemente retrocedí y lo observé hacer gestos coléricos con los brazos—. Él se involucró en todo el asunto por su cuenta. Yo intenté detenerlo. Nunca le pedí que se sacrificara por mí.

—Dígame la razón por la que ese hombre acabó en la cárcel.

—No es tu asunto —protestó, cada vez con menos fuerza. Ni siquiera podía mirarme.

—Conocí a Traian cuando tenía diecisiete años —informé—. Me prometió que lo vería en seis días, cuando se trasladara a mi colegio, pero nunca apareció. Y sospecho que usted tiene que ver en ello.

—Joder... —masculló entre dientes. Se quitó los guantes de las manos con un movimiento brusco y comenzó a caminar a lo largo del pasillo.

—¿No cree que merezco una explicación? —exclamé, siguiéndole el paso con la misma furia contenida. Sentía que en cualquier momento ambos nos lanzaríamos a los golpes y la seguridad del hospital tendría que sacarme a rastras. Nunca fui una persona violenta, ni siquiera cuando me humillaron en mi adolescencia, pero mis ganas de saltar sobre el doctor y hacerlo confesar eran tan profundas que comenzaba a dudar de mi cordura.

Clavé las uñas en las palmas de mis manos y me esforcé por controlarme. Sabía que insultarlo no serviría de nada, y ahora más que nunca necesitaba saber qué demonios había sido de la vida de Traian. No quería pensar en que dicha vida ya no existía más, solo necesitaba aferrarme a la idea de que este hombre podría aclarar dudas del pasado y darle algo más de sentido a todo lo que viví.

Cuando lo supiera todo, quizá podría olvidarme del chico de los ojos color cobalto. Entonces, aceptaría su muerte sin nada más que tristeza y resignación, no sufriría por ella porque ya habría dejado ir el pasado. Esa era mi esperanza.

Así que insistí, tomándolo del brazo y forzándolo a detenerse:

—No puede huir de su pasado, créame.

—¿Es que no lo entiendes? —Acercó su rostro al mío y su respiración agitada rozó mis labios—. ¡No te importa una mierda lo que haya pasado! Cuando él despierte te lo contará todo si eso es lo que quiere. Mientras tanto, no te entrometas.

—No mejorará —le informé, haciendo mi corazón protestar en el proceso. Odiaba cada una de mis palabras, pero las pronunciaba tanto para que el doctor las escuchara como para convencerme a mí misma. Traian nunca despertaría y debía adaptarme a la idea desde ya, no aferrarme a esperanzas vanas. Entre más rápido lo aceptara, más rápido desaparecería cualquier posibilidad de sentir dolor.

—Puede despertar en cualquier minuto, ¡no afirmes lo que no sabes! —Argumentó—: He visto milagros más grandes que estos y un paciente despertando del coma no es nada raro.

—Merezco que me diga, al menos, por qué se fue. Lo conocía poco, pero puedo jurar que nunca me dejaría sin una explicación.

Antonio me contempló en silencio durante lo que parecieron horas. Caminó hacia la pared frente a mí y apoyó su espalda, encarándome. Nos separaba un metro de distancia pero yo podía sentir la desolación que salía a oleadas de su cuerpo y el dolor en sus ojos era imposible de ocultar. Estaba sufriendo por esto y en otras circunstancias me habría conmovido, pero yo me encontraba incluso más conmocionada que él y, si no conseguía respuestas pronto, iba a colapsar. No podía asimilar tantas cosas al mismo tiempo sin al menos darles sentido.

El doctor miró a ambos lados y repetí su gesto. Nos encontrábamos en el pasillo que llevaba a las bodegas de material quirúrgico, lejos de todo el mundo. Las sirenas de las ambulancias eran casi imperceptibles aquí abajo y la iluminación consistía en fluorescentes apenas brillantes. Sabía que no era el ambiente idóneo para extraer una confesión, pero no podía esperar hasta encontrar un sitio más privado.

Sorpresivamente, cruzó los brazos sobre su pecho y, clavando la mirada en el suelo de cerámica pulida, comenzó a hablar.

—Me metí en algunos negocios ilegales hacía un tiempo —confesó—. Estaba interesado en desarrollar una cura para el Alzheimer y mi investigación... joder... necesitaba mucho dinero. No encontraba ningún patrocinador y estaba desesperado.

—Continúe.

—No tenía más opción, Ángela —me juró, pareciendo afligido—. Pedí prestados unos miles de dólares a un hombre que era bastante conocido en el mundo del narcotráfico para así poder financiar la investigación.

—¿Cuánto dinero?

—Cientos de miles.

Cerré los ojos y crispé el rostro con pesar. Sabía que amaba la ciencia y el trasfondo de su causa era bueno, pero tenía que tener claro desde el principio el peligro al que se estaba exponiendo. Desde muy joven mi padre me explicó que por más desesperada que estuviera, y aunque pareciera la salida más fácil, todo lo relacionado con las drogas traería dolor y muerte. No era dinero limpio, lo cual siempre sería un augurio de problemas. Tener tres trabajos y partirse la espalda a diario era preferible a involucrarse con el peligro, y yo había absorbido cada una de las enseñanzas, lo cual me hacía preguntarme qué tan desesperado estuvo Antonio para decidirse a optar por una opción tan trillada y malaventurada.

—¿Cómo pretendía pagárselos? —cuestioné, desplomándome ante la idea de que este hombre no era tan inteligente como todos creían y se había dejado llevar por la seducción del dinero sucio.

—Cuando la investigación estuviera concluida, ganaría mucho dinero —respondió como si hubiera pensado sobre eso cientos de veces, y asumí que se lo repetía como un mantra para convencerse de que endeudarse con un narcotraficante no era arriesgado—. Les devolvería el dinero y habría acabado con ellos para siempre. Pero los experimentos... —tragó, parecía agonizar en silencio— nunca salieron como lo esperé. Perdí todo su dinero y no conseguí ningún buen resultado.

—Entonces ellos aparecieron para cobrar —adiviné, sintiendo mi estómago retorcerse de ansiedad ante la imagen. Cualquier cosa relacionada a ese tipo de gente me daba repelús, no podía evitarlo. Jamás volvería a ver al doctor Martínez de la misma manera.

—Prometí que se los pagaría, pero ellos no quisieron escucharme. Me acosaban constantemente dejándome mensajes y amenazas incluso en el trabajo. Nadie sabía nada de esto. Pero un día, cuando me quedé en el hospital hasta tarde, uno de ellos apareció en el estacionamiento. Tenía un arma —su voz temblaba, dándome escalofríos—, yo quedé paralizado. Creí que no había nadie alrededor para ayudarme.

—Traian —susurré, comprendiéndolo todo.

—Él apareció —asintió el doctor, cerrando los ojos con fuerza ante el recuerdo—. Se lanzó sobre el tipo y rodaron por el suelo. Intentó quitarle el arma, pero era una lucha muy complicada. Yo estaba... paralizado... por el temor.

—Usted...

—Traian al final ganó, con o sin mi ayuda —me cortó, dándome una mirada fulminante que debió perfeccionar con el paso de los años—. El arma se disparó y le dio en el pecho al otro hombre. Murió instantáneamente.

—No —retrocedí, cubriéndome con las manos. ¿Traian había asesinado a un hombre? Miles de emociones bullían en mi interior y no podía asimilar ninguna. Sentía que las paredes caerían sobre mí de un momento a otro.

—Llamamos a la policía —continuó Antonio, haciendo caso omiso de mis arrebatos—. Les dijimos que fue en defensa propia, que el hombre quería asaltarme. Yo... Ángela, por favor créeme, yo estaba a punto de decir que había asesinado al sujeto... pero Traian se me adelantó. Él se culpó y me llamó mentiroso cada vez que le dije a la policía que fui yo. Mi sobrino se sacrificó por mí.

—Esto no puede ser verdad. —Era incapaz de visualizar un arma en la mano de Traian, mucho menos sangre en ellas—. ¿Cómo es que no me enteré de esto? No salió en las noticias, nadie sabía nada. Pregunté por Traian a media ciudad y todos desconocían su paradero, como si hubiera desaparecido por completo.

—Eso es porque preguntaste por Traian Serbian. Su nombre real es Vasil Traian Martínez Serbian.

— No lo sabía... —si eso era verdad, muchas cosas comenzarían a tener sentido, comenzando con el porqué nunca logré averiguar nada sobre él, ni en registros ni en otros medios de información. Siempre estuve buscándolo por el nombre incorrecto.

—Fue enjuiciado como Vasil Martínez y posteriormente encarcelado. Recibió una condena de ocho años, pero consiguió la libertad condicional por buen comportamiento. Se suponía —Antonio tragó con fuerza, cerrando los puños— que saldría de la cárcel pasado mañana.

—¿Qué ocurrió? ¿Cómo se hizo el golpe?

Los ojos del doctor comenzaron a llamear con furia. Nunca lo había visto lucir tan enfadado, por lo que recibí un impacto que me dejó anonadada. Si había estado conteniéndose antes, hablar sobre el golpe de Traian había conseguido sacar la crudeza de sus emociones a flote.

—El hijo de perra que me prestó el dinero mandó a que golpearan a Traian para darle una lección. Lo cogieron cuando estaba de espalda, Ángela. Los cabrones ni siquiera fueron lo suficientemente valientes como para luchar con él frente a frente. Lo golpearon con una barra de metal en la cabeza.

—Él no merecía nada de esto —mascullé, incrédula—. Traian era un chico con un gran futuro cuando lo conocí, él no merecía pisar la cárcel.

Antonio bajó la mirada, luciendo realmente arrepentido, pero ninguna mirada suya lograría apagar la furia que quemaba a través de mis venas. Mi sangre estaba hirviendo y sentía que mi cabeza daba vueltas con toda la nueva información adquirida. Si era cierto, aquello explicaba por qué su desaparición repentina y por qué se encontraban aquellos guardias custodiando la puerta. Traian era un convicto que pronto sería liberado, pero fue atacado justo antes de que viera la luz. Por culpa del hombre que tenía delante, el chico con ojos de tormenta casi había sido asesinado una vez, fue a la cárcel y fue mandado a golpear para acabar el trabajo. Ahora se encontraba en un coma del que no iba a despertar.

Sacudí la cabeza, esperando que mis ojos le reflejaran a Martínez todo el odio que le profesaba. Un inocente había pagado por sus malas decisiones mientras él vivía a gusto rodeado de comodidades y libertad. No era justo, la sensación de malestar era tan grande que tuve que caminar lejos para no saltar sobre él. Sabía que mi furia era irracional, pero sentía que Antonio me había robado una parte del pasado y del futuro que nunca iba a recuperar.


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