La mirada de Callum #Wattys2...

By hollyjoynovelas

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Imagina que vives en la Inglaterra Victoriana. Ahora imaginatela con un nuevo órden donde las mujeres son la... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capitulo 6
Capítulo 7
8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
¿Lo quieres en papel?
La segunda parte empieza en Febrero

Capítulo 24

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By hollyjoynovelas

24

Amanda se hundió en la tina humeante de su baño, estremeciéndose por el cambio de temperatura. El vapor había entibiado el servicio y dilatado los poros de su piel. Aun así, la estancia estaba mucho más fría que el agua en el que acababa de sumergirse.

Las noches se tornaban frías incluso en los días más hermosos. Los veranos ingleses eran así de incongruentes. Esperaba poder viajar a Italia o España aquel verano, y en- señarle a Callum las maravillas de las tierras sureñas. La Al- hambra con su exótico estilo árabe, o la maravillosa ciudad de Roma, cuyo entorno plagado de antiguas construcciones y ruinas transportaban de inmediato a la época clásica.

Sonrió emocionada por la idea de compartir con Callum todas las maravillas históricas que había visto en sus viajes. Verlo sudar con el abrasante calor y degustar manjares latinos con los que ni soñaban en Inglaterra.

—No te relajes demasiado.

Ahogó un grito y se sumergió aún más en el agua. Por suer- te, el jabón creaba una capa protectora sobre la superficie que ocultaba su cuerpo con eficacia.

—¡Sal inmediatamente! —le ordenó. Pero como había ocurrido desde el principio de su relación, él no estaba muy inclinado a obedecer sus órdenes si no había nadie más con ellos.

Callum se sentó en la silla de flores ribeteada con detalles

dorados, que descansaba frente a la tina. Amanda la utilizaba


para colocar su toalla y la ropa que se había quitado. Él reco- gió su camisa interior y la observó durante un instante.

—¿Querías algo? —lo interrumpió ella.

—Cassandra dice que hay una Gran Exhibición en Lon- dres —respondió él, soltando la delicada prenda sobre su regazo—, donde se exponen los últimos inventos y avances científicos de las industrias más prolíferas.

Amanda asintió. Gotas de agua se resbalaban imparables por el brazo que tenía apoyado en el eje de la bañera, y forma- ban un charco a los pies de esta.

—Es la segunda vez que se celebra. La primera fue idea del príncipe Albert, pero aquello fue en tiempos de hombres. Victoria ha decidido repetirla para que las nuevas patronas e inventoras tengan su oportunidad. Además, se lo ha dedica- do a su marido, aunque, claro, él no puede verlo —eso último lo dijo con una mueca.

—Victoria debía admirarlo mucho.

Desde que Callum entrara en su vida, la historia de Victoria y Albert se había convertido en su mayor esperanza. Era lo único que aseguraba que una vida de amor y armonía era po- sible entre un hombre y una mujer. No es que otras mujeres no hubieran amado a sus maridos y padres, pero aquella historia le era más real, quizá por ser de dominio público.

—Puedes estar seguro de que mañana nuestra monarca vo- tará por la liberación de los hombres. Los rumores dicen que fue presa de una tristeza profunda después de que la bacteria contagiara a Albert.

Callum asintió esperanzado. A él le también parecía tran- quilizarlo la cordialidad entre Victoria y Albert.

—Tienes que conseguir una plaza en ese evento —conti- nuó, luego de recordar lo que tenía planeado decir—. Sería una gran promoción para tus muebles.

Amanda sacudió la cabeza.


—Mis muebles son artesanales y de diseño exclusivo

—dijo—. No quiero que se conviertan en una producción ma- siva sin originalidad ninguna.

—Pero Amanda, ¡podrías ganar mucho más dinero! —pro- testó él.

—¿Y esa es la finalidad en la vida?

—Lo es en el nuevo mundo —afirmó él, con convenci- miento—. Piensa que cuando despierten los hombres habrá más competencia.

Amanda chapoteó el agua con sus dedos, mientras pensaba en lo que él le había dicho.

—¿Sabes cuántas horas trabajan esas personas en las fábri- cas? Niños entre ellos —adujo.

Callum esbozó esa sonrisa que siempre lograba hacerla sonrojar.

—¿En qué libro has leído eso?

Apretó los labios, dándose cuenta de lo mucho que la co- nocía en tan poco tiempo. Durante los cortejos, antes de que la bacteria llegara, la pareja se veía en determinadas celebra- ciones sociales, por poco tiempo y siempre en presencia de otros. No era de extrañar que la mayoría de los matrimonios fueran un verdadero desastre, pues ninguno de los desposados sabía realmente con quién había decidido pasar el resto de su vida; incluso cuando el cortejo hubiera sido largo. Sin embar- go, ella y Callum se conocían apenas de unos días, tan inten- sos e íntimos, que podían apreciar las características y juzgar los defectos el uno del otro con mayor precisión. Cuando los hombres despertaran tendrían que permitir a las parejas vivir juntos antes de decidir si contraer nupcias. En el pasado eso había atentado contra las normas protocolarias de la sociedad, destinadas a evitar que la reputación de la mujer se mancillara. Pero ese problema se resolvería con facilidad si los hombres renunciaran a la estúpida idea de que sus esposas debían ser vírgenes para ellos. Cuantos problemas, matrimonios fallidos,


vidas malgastadas y reputaciones destrozadas habían traído una sola idea irracional y absurda. Las ideas tenían tanto po- der como las balas de una pistola.

—Te prometo que iremos a la exhibición, pero no voy a abandonar la artesanía.

Él pareció contentarse con ello y se levantó de la silla para ofrecerle la toalla que había colgado sobre esta.

Amanda la cogió, pero no elevó su cuerpo ni una pulgada

por encima de la superficie del agua.

—Márchate ahora —ordenó, con una voz demasiado agu- da como para sonar autoritaria.

Callum esbozó su acostumbrada sonrisa de demonio y se dio la vuelta, pero en lugar de salir de la habitación se enca- minó a la ventana.

—¡Callum! —advirtió ella, pero él se limitó a ignorarla y comentar algo sobre los setos del jardín mientras se asoma- ba por la minúscula ventana redonda del baño.

Amanda suspiró, dándose por vencida, y emergió del agua intentando cubrirse la parte frontal de su tronco con la toalla, que por desgracia era demasiado pequeña como para cubrir también su trasero. Salió de la tinaja con cuidado de que la toalla no desvelara demasiado, a pesar de que el joven aún no se había vuelto para atisbarla ni una sola vez. Se inclinó con cuidado sobre la silla para buscar las prendas que había deja- do allí antes de empezar su baño.

Su ropa interior no estaba donde la había puesto. No tuvo más opción que pedirle a Callum que la ayudara a localizarla. Pero al alzar la vista se lo encontró apoyado en el quicio de la ventana de brazos y tobillos cruzados, observándola con una sonrisa maliciosa.

Amanda lo maldijo por ser tan perfectamente atractivo, y por estar vestido y avergonzarla aún más por su desnudez par- cial. Por último, lo maldijo por estar allí de pie mortificándola con su mirada.


―¿Podrías ayudarme a encontrar mi ropa? ―le espetó.

―No estoy muy interesado en ello ―se limitó a contestar él.

―¿Estarías interesado en que te patee el trasero? ―lo

amenazó, intentando ocultar su inseguridad.

Callum rio.

―Me gustaría que lo intentaras ―dijo, para acto seguido asomarse por la ventana y reír―. Tu habitación está tan lejos de aquí. ¿Me pregunto cómo vas a llegar allí sin ser vista?

―¿De qué estás hablando? ―exclamó ella, lanzando los pequeños cojines de las sillas por los aires como si fuera a encontrar sus prendas por los rincones más recónditos. Pero tampoco estaban debajo de estas.

Callum volvió a reír y entonces lo comprendió. Avanzó hacia él para asomarse discretamente por la ventana, cubrién- dose el trasero con uno de los cojines y chilló al ver sus pren- das tiradas sobre los setos del jardín.

Lo miró con ojos como platos, sin poder creerse que hu- biera hecho tal cosa. Él comenzó a carcajearse aún más ante su furia.

—O vamos, te lo debía por lo de la biblioteca.

Amanda no se contuvo y lo golpeó varias veces con el di- minuto cojín.

—No me debes nada —gritó iracunda ante la impotencia—. A estas alturas de nuestro juego de bromas pesadas estoy en más desventaja que Henrietta jugando al bridge.

Callum rio, mientras la seguía a la puerta del servicio.

—¿Vas a salir así?

Aprovechando que estaba detrás de ella le dio un codazo torpe.

—No es que tenga más opciones.

—Pensé que te construirías un mueble con forma de traje con trozos de tu baño —se burló él con toda la seriedad posi- ble—, ese es el espectáculo que esperaba ver.


Le dedicó una mirada asesina. Se sujetó la unión de ambos extremos de la toalla con la axila y con la mano liberada giró el pomo de la puerta con exagerada lentitud, esperando que el ruido no atrajera atención. Se asomó al pasillo, que por suerte parecía vacío. Callum asomó su cabeza por encima de la de ella. A sus molestias tenía que añadirle el aliento de él hacién- dole cosquillas en la coronilla y el ocasional roce de su traje contra la piel mojada de su espalda.

Salieron del baño, y Amanda avanzó con presteza a hur- tadillas hasta detenerse tras la siguiente esquina y volver a asomarse. Callum la siguió visiblemente divertido con la situación. Estaba de suerte, pues el siguiente pasillo también estaba vacío. Consiguió cruzarlo hasta la siguiente esquina, pero cuando divisó la puerta que llevaba a la zona segura de la azotea, escuchó las voces de sus primas. Voces que se apro- ximaban y en cualquier instante entrarían en su campo de vi- sión. El sudor comenzó a brotarle por los poros de la frente, mientras Callum se tapaba los labios incapaces de contener la risa. Estaba enrojecido por el esfuerzo de no romper en sono- ras carcajadas.

Entonces, Amanda tuvo una idea.

―¡Ah! ―aulló con fuerza―. ¡Una rata!

Funcionó.

Sus primas chillaron y se lanzaron escaleras abajo, mientras alarmaban sobre la imaginaria rata a todo el que se encontra- ron a su paso.

Amanda corrió hacia la puerta. Apenas le tomó un segundo cruzarla, y suspiró con alivio cuando Callum la cerró a su es- palda. En esa parte de la casa estaba segura y su habitación se encontraba a diez escalones de ella.

Se dejó caer sobre la pared, mientras exhalaba toda la ten- sión acumulada.

Callum ya no reía. Estaba apoyado en la pared de enfrente y la observaba con ojos brillantes y labios entreabiertos.


―¿Qué? ―dijo un tanto abrumada por su expresión. Vol- vió a ser consciente de su vergonzosa semidesnudez.

―Es siempre un placer verte usar esa cabeza que tienes sobre los hombros ―dijo con admiración, dejándola sin aire.

A él le gustaba provocarla con insultos y burlas y rara vez le dedicaba cumplidos. Por eso cuando lo hacía, le llegaban hasta lo más hondo de su alma.

―No deja de fascinarme tu rapidez para solucionar los em- brollos en los que te meto. Creo que lo hago solo para verte en acción ―continuó con seriedad y su voz le sonó distinta.

No pudo evitar sonreír. Era como si una estrella hubiera detonado en su pecho. Y eso que se suponía que tenía que mostrarse enfadada.

Dejando que la propia pared sujetara la toalla le dio una bofetada. Lo mejor de hacerlo fue que Callum no se lo espe- raba, porque le estaba sonriendo como una boba.

―¿Puedo sugerir acertijos para la próxima vez que desees poner a prueba mi inteligencia? ―le dijo y se volvió para su- bir las escaleras de dos en dos hacia su habitación. Lo oyó reír a su espalda.

Más tarde, cuando ya había terminado de peinar su cabello mojado, acudió a la habitación de Callum con Lord Byron entre sus brazos.

Callum, que estaba reclinado contra el cabecero de su cama con un libro entre las manos, puso una mueca de desagrado al ver al animal.

—Me gustaría que se hicieran amigos —le pidió, acercán- dose a su lecho. Dejó al perro sobre las rodillas de Callum. Llevaba una camiseta interior blanca con una hilera vertical de botones en la parte superior del pecho. Sin embargo, le pareció advertir que sus piernas estaban desnudas, pero no lo supo con certeza porque estaban cubiertas por una fina sábana blanca.


Un tanto azorada por la idea, se alejó de la cama y caminó hasta la estantería donde descansaban los libros que le había recomendado.

—¿Has abandonado El paraíso perdido de Milton? —le preguntó, acariciando la portada.

—Es terriblemente aburrido —sostuvo—. En algún punto de la lectura me pregunté por qué me estaba torturando a mí mismo de esa forma.

Amanda sonrió y le echó un vistazo por encima de su hombro.

—Me sorprende que no encontraras nada con lo que iden- tificarte —se sentó sobre la silla de madera del escritorio de Callum y comenzó a mirar el libro para encontrar los versos que creía que a él le gustaría.

—Amanda dice que eres escritor —lo oyó decir en tono más bajo al cachorro. Al parecer seguía su consejo de hacerse amigo del perro al pie de la letra—. Si es así, ¿cómo es que nunca te veo leer nada?

Con una sonrisa, volvió a concentrarse en su búsqueda.

—¡Aquí está! —anunció al fin—. Escucha esto: «Una vez repelidos, nuestra última esperanza será el colmo de la desesperación. ¿Ha de ser el dejar de existir nuestro solo an- helo? ¡Triste remedio!, porque ¿quién querría perder, a pesar de cuanto padecemos, este ser inteligente, este pensamiento que abarca toda la eternidad para perecer sepultados y perdi- dos en las profundas entrañas de la perpetua noche, insensi- bles a todo y gimiendo en completa inercia?».

—Deja que lo lea —le pidió Callum, extendiendo un brazo en su dirección.

Se acercó a él con cierto sentimiento de satisfacción, pues

al fin el libro había despertado algo de su interés.

Callum releyó el fragmento en silencio. Con Milton entre ellos, a Amanda le pareció seguro sentarse en el borde de su cama.


—Le daré una segunda oportunidad —concedió, ubicando el libro sobre su mesita de noche.

—La poesía cobra vida propia cuando te identificas con el

tormento del poeta.

Callum asintió contemplando su rostro con un peculiar in- terés. Amanda entornó los ojos un tanto incómoda.

—¿A qué hora irás a votar mañana? —le preguntó Callum.

—Hemos sido convocadas muy temprano, a las siete y me- dia —respondió—, tú, quédate en la cama sin preocuparte de nada. Nos han dicho que vayamos sin siervos para no abarro- tar el ayuntamiento.

—¿Y los resultados estarán listos a las ocho de la noche? Amanda asintió. Callum estaba algo nervioso pero mante-

nía una actitud segura.

—Ganarás, Callum —reafirmó ella, poniendo su mano so- bre la de él.

El joven asintió a su vez.

—Estaba pensando que si lo deseas... —Amanda tuvo que apartarle la mirada antes de proseguir pues se había sonroja- do—, podrías quedarte a trabajar conmigo hasta que consigas mejorar tu situación y decidir qué quieres hacer con tu vida. Dónde quieres vivir, y a qué quieres dedicarte.

Callum la miró de una forma extraña, con una sonrisa ma- liciosa naciendo en sus ojos.

—Ya sé a qué quiero dedicarme —aseguró. Por alguna ra- zón lo dijo con un halo de misterio—. Y fabricar muebles no entra en mis planes.

Amanda asintió contemplando las arrugas de las sabanas y como Lord Byron se empeñaba en morder una de ellas. Sus mejillas ardían y por alguna razón se sentía como si hubieran rechazado su proposición de matrimonio.

—Por supuesto, te dedicaras a la música. Lo decía por si querías ahorrar algo de dinero antes de aventurarte por


completo en tu independencia —concluyó con el tono más indiferente que logró desplegar.

—Gracias, Amanda —respondió él, aún con una ligera sonrisa, como si recordara alguna broma privada. Amanda tenía la enervante sensación de que le estaba leyendo los pen- samientos, y se reía de ella y su patético intento de que siguie- ran juntos tras el resultado.

—Tanto Bath como Londres son buenas opciones para de- dicarse a la música —le dijo con el tono glacial de una cajera del Crawley Bank. Hizo el amago de levantarse del colchón, pero la mano de Callum en su antebrazo la detuvo.

—¿También hay posibilidades de negocios para muebles artesanales en esas ciudades?

Lo contempló con fijeza, como si no supiera a qué atenerse

con esa última pregunta.

—Lo digo porque tengo intención de dedicarme a dos co- sas, y ambas deben coexistir en la misma ciudad.

Amanda arrugó el entrecejo con confusión. ¿Dedicarse a dos cosas? Si no se equivocaba, acababa de decirle que no pensaba dedicarse a la fabricación de muebles.

El rostro de Callum mostró una mezcla entre decepción y fastidio al ver la confusión de ella.

—En realidad, la segunda actividad no es tanto una ocu- pación, sino más como una afición —le confesó con tono de fingido dramatismo. Ella se preguntó si volvía a interpretar el papel del chino adicto al opio. Cuando ya creía que no lo iba a entender, Callum tiró del delgado antebrazo por el que la tenía sujeta, rodeó su cintura con su otro brazo y la arrojó sobre la cama. Antes de que pudiera pensar en nada la besó. Lo hizo despacio pero con la intensidad perfecta para el momento, logrando que todo su cuerpo se derritiera sobre la cama, igual que le ocurría a la nieve bajo el sol. Se preguntó si era aquello lo que sentían los fumadores de opio al reunirse con su dosis.


La nueva posición de Callum de rodillas sobre la cama dejó al descubierto sus piernas desnudas, pero cubiertas de precioso bello masculino. La sabana se retorcía enmarañada entre ellos, pero su suavidad y frescura era agradable.

A pesar de su determinación por mantenerlos en la fase más inocente, no pudo evitar alargar una mano y acariciar su pierna. El músculo de su muslo y las cosquillas del vello en sus yemas le pareció adorable. Dejó que sus dedos se desliza- ran perezosos por la cadera de Callum y, entonces, este dejó de besarla para mirarla con ojos brillantes. Pasada la sorpresa inicial, Callum la imitó y deslizó su mano izquierda por el muslo, ascendiendo por las caderas de Amanda, por debajo de su camisón. Intensas cosquillas recorrieron el lateral de su cuerpo hasta el centro de este, y Amanda entendió porqué lo había maravillado con aquella caricia.

Callum pestañeó extasiado al ver el efecto que había cau- sado en ella. Ya no quería besarla sino que la contemplaba con atención y labios entreabiertos. Regresó su mano a la rodilla de la joven, esta vez ascendió, dejando que su pulgar viaja- ra por la cara interna de su muslo. Amanda exhaló de forma pesada y cerró los ojos para volver a abrirlos de inmediato mientras su cabeza se retorcía sobre el colchón. ¡Cuánto más profunda era su reacción más embelesado la miraba él!, y más determinado parecía a seguir investigando. Pero Amanda no conseguía ocultar su reacción a lo que estaba sintiendo.

Cuando su mano llegó a la unión entre su pierna y su tron- co, sus dedos cosquillearon su cadera a la vez que su pulgar rozó el centro de su pelvis. Lo que sintió entonces la hizo dar un salto sobre sí misma y Callum detuvo la mano al verlo. Se extrañó como si no pudiera entender bien por qué ella había temblado con tanta violencia; pero como estaba dispuesto a descubrirlo regresó el pulgar a esa zona.

—¡Por Dios! —exclamó Amanda con una mezcla de in- credulidad, miedo y éxtasis. Atraído por la efusiva reacción y el increíble calor de ese punto en su cuerpo, Callum dejó que


todos sus dedos se deslizaran delicadamente entre las piernas de ella por encima de su ropa interior.

Amanda agarró las sábanas a ambos lados del colchón y las re- torció en sus dedos simplemente porque necesitaba dejar salir algo de la tensión qué estaba atacando su cuerpo en potentes oleadas.

Fue entonces cuando escucharon un sonoro topetazo y el gemido dolorido del cachorro. Amanda dio un salto al entender que Lord Byron se había caído de la cama. Callum se apartó, mirando confuso hacia el suelo, como si alguien acabara de despertarle de un sueño y no supiera bien dónde estaba.

Ella se levantó y se agachó para coger al compungido ca- chorro y analizarlo, palpando sus patas y su cuerpo para ase- gurarse de que no se había roto nada.

—Pobre bebé —le susurró mientras lo consolaba.

—¿Está bien? —le preguntó Callum desde la cama.

Nada más oír la voz del muchacho se puso totalmente roja. Le respondió con una afirmación sin ni siquiera mirarlo. Su cuerpo aún estaba tembloroso y extraño.

—Se habrá llevado un buen susto —continuó Callum con tono relajado. A él no lo mortificaba terriblemente lo acababa de ocurrir entre ellos. ¡Qué suerte vivir una existencia tan li- berada de vergüenza y preocupaciones!

—Me voy a dormir, tengo que madrugar mañana —mur- muró mientras se dirigía a la puerta.

—¡¿Qué?! —exclamó Callum. Toda la tranquilidad había

abandonado su voz.

—Buenas noches.

—Pero, ¡no te vayas! —le rogó como si le pareciera la peor

idea que había escuchado jamás.

Ni siquiera se volvió para mirarle. Cerró la puerta y pasó la llave. No sabía bien si se escondía de él o de sí misma, pero ahora que Callum había descubierto como hacerla perder la razón por completo, se encontraba en grave peligro. Sería me- jor para ambos que esa puerta se mantuviera cerrada.


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