La mirada de Callum #Wattys2...

By hollyjoynovelas

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Imagina que vives en la Inglaterra Victoriana. Ahora imaginatela con un nuevo órden donde las mujeres son la... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capitulo 6
Capítulo 7
8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
¿Lo quieres en papel?
La segunda parte empieza en Febrero

Capítulo 20

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By hollyjoynovelas

20

Sarah Richardson era exageradamente rica. Su madre era una de las terratenientes más acaudaladas del condado y en total su familia poseía propiedades por todo Sussex, pero también en Charing Cross.

Su morada en Crawley era una portentosa casa señorial de vasta extensión rodeada por maravillosos jardines y un gene- roso lago en la entrada. Se llamaba Pound Hill y era conocido aparte por su extravagante lujo, inédito en Crawley, por sus espectaculares fiestas.

Si vivías en Crawley o en sus inmediaciones, no querrías perderte una fiesta de las Richardson; a no ser que desearas sufrir las consecuencias y quedarte fuera de todas las conver- saciones durante más de una semana.

La Amanda pre-Callum nunca se hubiera negado a acudir a una invitación de Sarah, y la Amanda pos-sesión-de-besos- en-el-teatro, tenía menos intenciones que nunca de marcharse a casa para estar a solas con el nuevo depredador que acababa de nacer dentro de su mejor amigo.

No había razón para no acudir, al terminar la obra, a la animada fiesta que se estaba desarrollándose en Pound Hill.

De hecho, Amanda anhelaba abandonarse al alivio que el dulce vino tinto le procuraría en cuanto llegara a la mansión y vaciara su primera copa. El alcohol solía actuar rápido so- bre sus sentidos. Nunca antes lo había apreciado tanto como en ese momento, en el que los nervios de su cuerpo estaban


tan crispados que la ínfima llama de una vela hubiera bastado

para hacerla volar por los aires como la pólvora.

Toda la culpa la tenían sus dos mejores amigos: Jane por haberla arrastrado a aquella situación y Callum por empeñar- se en acudir al teatro, obligándola involuntariamente a demo- ler su inocencia.

Después de ese instante, Amanda ya no era quién solía ser. Su cuerpo y sus miembros, y todo su ser se sentía ajeno y re- cién estrenado. Cada fibra de su ser temblaba con una emoción tan a flor de piel que se preguntó por qué nadie le apuntaba con el dedo para comentar el cambio. Sus órganos, aquellos que llevaban dieciocho años funcionando como un silencioso ejército articulado para mantenerla con vida, habían sido sa- cudidos de su normalidad, y andaban revolucionados en su in- terior en busca de la ubicación y el ritmo que habían perdido.

Todo eso era por él.

Callum lo había derrumbado y sepultado todo bajo la em- briagadora sensación que nacía en su pecho y viajaba por sus nervios hasta cada punta recóndita de su cuerpo. El mundo a su alrededor se había nublado y lo único sólido y brillante que quedaba era él.

Amanda apretó el paso para situarse junto a Jane e iniciar una conversación que su cabeza apenas podía mantener. Dejó que Callum caminase tras ella, pues sus mejillas ardían como las brasas de una chimenea. Usó toda su fuerza de voluntad para concentrarse en la conversación, pero la piel de su espal- da se empeñaba en tirar de ella, recordándole que él estaba allí y nada más requería su atención.

―Sarah dice que también van a ampliar las cuadras de Pound Hill ―decía Jane, mientras cruzaban el jardín delan- tero bordeando el gran lago. El día de la caza no había visto la bella parte delantera de la casa, y se preguntó si Callum estaría absorto en la imagen. Antorchas con fuego refulgían en los ejes del lago duplicando su brillo por el reflejo del agua.


Hojas secas de los árboles del perímetro flotaban en la oscura superficie. Varias invitadas se desplazaban por ambos lados del lago hacia la entrada majestuosa de la casa.

Conforme se acercaron a esta, lograron distinguir la ani- mada música que brotaba incontenible de los amplios ven- tanales junto con las voces animadas de las mujeres que se habían escapado a los balcones.

Al escuchar la música, supo que Callum se olvidaría de ella, pues esta suponía una obsesión para el muchacho, una pasión mucho más intensa de la que ella pudiera despertar en él. Se quedaría sola en su obcecación, mientras él se entrete- nía con el amor de su vida. Estúpidamente enfadada por sus ridículos celos, se negó a mirarlo cuando tuvo que ofrecerle su brazo para que él se sostuviera y hacer la entrada oficial en el gran salón.

El salón estaba abarrotado de jóvenes y no tan jóvenes, rien- do a un nivel incrementado por el vino y el champán. Amanda solía amar los bailes, especialmente aquellos organizados por las Richardson; pero en aquel momento se acongojó al ver tanta jovencita guapa y descontrolada alrededor de Callum.

Tenía ganas de chillar a todo pulmón que este le pertenecía, pero no podía hacer tal cosa porque no era cierto. Su siervo poseía tanta voluntad como cualquier mujer y ella no tenía la más mínima potestad sobre él.

Callum le clavó los ojos con significado, y ella asintió entendiendo a la perfección. Se movieron en dirección a la banda y no pudo evitar dar un respingo, cuando él entrelazó sus cálidos dedos con los suyos que descansaban junto a su cadera. Pero no volvió la vista atrás, para ocultarle que sus mejillas habían vuelto a ponerse del color de los tomates ma- duros.

La banda solía estar compuesta por siervos más adultos, pues a sus amas no les importaba compartirlos, mientras le arrancaban un baile que otro al siervo joven y lozano de algu- na otra muchacha.


Cuando terminaron la canción, Amanda fingió pedirle a Callum que tocara una melodía en particular, pero en realidad le susurró que se divirtiera. El joven sonrió ampliamente y ella no pudo evitar sonreírle de vuelta. Notaba su felicidad con pasmosa claridad. Con los ojos le advirtió que se contro- lara. Alguien podría darse cuenta de que estaba disfrutando de aquello demasiado.

Callum, que no era muy dado a escuchar sus consejos, es- cogió como primera melodía una tuna que había compuesto él mismo. Era tan moderna y original que muchos rostros se volvieron hacia ellos.

―¿Qué canción es esta? Nunca la había escuchado ―pre- guntó una joven a su lado.

Amanda abrió la boca sin saber qué decir, mientras inten- taba improvisar algo.

―Es... es una tuna holandesa, sacada de un libro que en- contré en la biblioteca del pueblo ―tartamudeó finalmente.

―Es maravillosa ―dijo la joven sinceramente extasiada. Sus pupilas de color ámbar se posaron sobre Callum con ver- dadera admiración y Amanda puso los ojos en blanco. Incapaz de quedarse a presenciar como toda la sala sucumbía ante el inexorable encanto del joven como le había ocurrido a ella.

La siguiente canción elegida por Callum fue una animada tuna popular, cuyo nombre era «Oh Ama, Ama». Un grupo de muchachas ocuparon el centro de la sala y comenzaron a brin- car y entrelazar los brazos en una casi perfecta sincronización, pues era una de las canciones más populares del momento.

Amanda no pudo evitar balancearse rítmicamente como ocurre siempre que se escucha una canción que se cono- ce bien. Se detuvo cuando la voz de Callum inundó la sala, porque no le quedó más remedio que clavar su mirada en el muchacho, sintiendo como su corazón se contraía. No era la primera vez que le escuchaba cantar, pero cada vez la im- pactaba de la misma forma. Su voz era masculina, grave, tan ronca que parecía raspar su garganta de una forma tan sensual


y bella que le ponía la piel de gallina. Siempre le apartaba la mirada cuando cantaba, pues estaba segura de que era bastan- te sencillo ver su reacción. Callum lo había interpretado en el pasado como indiferencia ante su talento e, incluso, había bromeado sobre que ella era la única inmune a su habilidad. Ella le había dejado creerlo, pero no había duda de que había nacido para la música.

Ama es su nombre,

Y créeme: ella lo sabe,

Tan endeble como una hoja seca,

Tan fácil de enojar y tan indefensa

que provocarla hasta me remuerde la conciencia, Débil como una rosa en invierno

Pero más fea,

Ama es su nombre, Oh Ama, Ama.

Mientras caminaba hacia el grupo de jóvenes con las que se encontraba Jane, se obligó a mantener el cuello rígido y no girarlo en dirección al provocativo cantante que estaba inten- tando llamar su atención. Por su puesto, esa no era la letra original de la canción.

―Sin duda tienes un sentido del humor de lo más peculiar, Amanda ―exclamó Jane al verla acercarse.

Amanda sonrió ante las risas de las muchachas y se encogió de hombros justo antes de vaciar su copa de un trago. ¿Fácil de enojar ella? Iba a enseñarle a Callum su gran capacidad para ignorar burlas y estúpidos muchachos que disfrutaban gastándole bromas.

―¿Terminaste Jane Eyre, Alice? ―le preguntó a la joven pelirroja que estaba a su lado. Hacía tanto que no se reunía para charlar con amigas que se preguntó hasta qué punto el amor había sido considerado erróneamente positivo. Ahora


que se encontraba atrapada en sus garras ella lo hubiera tilda- do más de enfermedad que de otra cosa.

―Sí, pero tengo que admitir que no me atrevía a leer en la soledad de mi habitación por las noches, como acostumbro y tuve que dejar la lectura para las mañanas, pues se me ponía la piel de gallina cada vez que Jane escuchaba ruidos por la noche.

Amanda asintió, recogiendo otra copa de vino de una ban- deja.

―Lo sé. Berta Mason es escalofriante, pero es probable- mente el libro que más he disfrutado en los últimos años. El señor Rochester es maravilloso.

―No sé qué decirte, Amanda, la provoca y se burla de ella tantas veces que no sé si querría besarlo o estrangularlo. Ad- mito que me enterneció en varias escenas.

Amanda suspiró recordando el libro. Adoraba a El señor Rochester incluso más que a Darcy, pues tenía cierta mali- cia que lo hacía más divertido que el otro personaje. A pesar de que ahora que estaba experimentando en su propia carne lo que la pobre Jane Eyre tenía que soportar de su malicioso patrón, no estaba tan segura de ello. La única diferencia entre Callum y Edward Rochester es que el último amaba secreta- mente a Jane Eyre y por eso la provocaba constantemente.

Al fin, el vino había comenzando a enturbiar su mente y a adormecer sus conciencia, justo como había ansiado. Sarah Richardson se acercó al grupo, con el atractivo Oscar junto a ella. Sin duda lo había elegido por su piel, pues aquel broncea- do dorado tan poco común en Inglaterra, hacía al muchacho irresistible, junto con su cabello oscuro y unos ojos del color de la miel escoltados por unas gruesas pestañas azabaches.

―Oscar, ninguna dama pueda apartar los ojos de ti ―le dijo su flamante dueña con voz risueña―. Tiene ascendencia italiana, no hay muchos ejemplares así en Inglaterra ―conti- nuó Sarah, dirigiéndose a ellas.


―Es magnífico ―concedió Jane a su lado―. Me recuerda a mi viaje a España. Los hombres eran tan hermosos, tan os- curos y distintos a los nuestros.

―Lo sé ―Sarah acarició el hombro de Oscar de forma inconsciente―. Cuando visité Sevilla y Granada quedé to- talmente prendada por la magia de esas tierras. La gloriosa claridad, los olores de su gastronomía, la arquitectura ára- be... Cuando vi a Oscar en el Andrónicus me dije que tenía que ser mío, pues me recordaba a ese mágico viaje al sur de España.

Amanda volvió a mirar al muchacho. También había sido su primera elección. Sus ojos muertos y vacíos le dieron un escalofrío y se alegró de haberse chocado con Callum, aun cuando el impacto hubiera puesto su mundo patas arriba.

―Mi primera elección también fue Oscar, pero acabé tropezando con Callum y entonces sonó el silbato ―dijo se- ñalando al muchacho.

Una de las chicas abrió los ojos desmesuradamente.

―¡No me digas que eres la ama del cantante! ―exclamó para inmediatamente girarse hacia otro grupo de mujeres―. Señoras, he encontrado a la afortunada propietaria de vuestra obsesión de esta velada.

Cuatro muchachas más jóvenes que ellas se acercaron como una llamarada de juventud y jolgorio, y se dispusieron a declarar lo muy admiradoras que eran de su siervo y lo afor- tunada que la consideraban.

«Pobres ignorantes», pensó ella vaciando otra copa.

Sarah insistió en que Amanda debía bailar con Oscar por haber sido este su primera elección.

Se dejó convencer, a pesar de no tener especial interés en bailar con un ente sin vida, por muy hermoso que fuera. Si era sincera consigo mismo tenía que admitir que se moría por bailar con el asno que tenía prendadas a todas las demás jovencitas del salón. Pero él tenía mejores cosas que hacer,


como incrementar la producción de saliva de toda la sala con sus talentos escénicos.

Oscar, en conjunto con el vino, resultó ser mejor distracción de la que le había dado crédito en un principio. Sus manos eran extremadamente cálidas y la piel bronceada de sus meji- llas contrastaba deliciosamente con el color ambarino de sus ojos. A pesar de ello no lograba desentenderse del artista en el escenario.

—Vamos a tomar el aire al balcón —dijo a sus amigas a la vez que soltaba a Oscar. No obstante, estas se habían alejado unas yardas y el único que escuchó su «orden» fue Oscar que sin rechistar la siguió al balcón. Por suerte este estaba desier- to, y el aire refrescante de la noche logró aliviarla. Contempló el jardín con el hermoso lago en el centro y dejó que sus ojos se relajaran en la lejanía. A su lado, Oscar permanecía callado e inerte. Qué horroroso le pareció en ese momento. ¿Quién quería un compañero muerto y vacio?

La urgencia de su vejiga la obligó a moverse hacia la puer- ta. Casi se olvidó de Oscar allí en el balcón, tan acostumbrada como estaba a no tener que dar órdenes estúpidas a su propio siervo. Antes de cruzar la puerta miró por encima de su hom- bro.

—Busca a Sarah —le ordenó al muchacho y se marchó sin- tiéndose un tanto culpable por haberle hablado con tanto des- dén. ¿Qué culpa tenía el pobre de no tener ni atisbo de Callum en él? ¿Qué culpa tenía de no tener ni un atisbo de vida?

Cuando regresó al salón principal, la música se había dete- nido y un revuelo había invadido la sala.

―Oscar, querido ―oyó el lamento en la voz de Sarah y tuvo que asomarse por encima de varios hombros para des- cubrirla arrodilla en el suelo junto al cuerpo inerte de Oscar. La frente del joven estaba ensangrentada debido a un pequeño corte alojado en la sien.


Una señora de mediana edad se abrió paso entre la multitud mientras alegaba ser doctora. Con maestría rompió un pedazo de su camisa y lo mojó en champán para a continuación pe- dirle a Sarah que lo sostuviera con fuerza contra la frente del herido. También le pidió que se tranquilizara, tras tomar las pulsaciones del muchacho, asegurándole que se encontraba perfectamente y que se repondría del accidente.

Por supuesto, aquello supuso el final de la fiesta. Sarah dispuso que sus numerosos carruajes llevaran a sus hogares a los invitados que habían llegado caminando. Eso los incluía a ellos cuatro.

―¿Cómo ha sido el accidente? ―preguntó Amanda una vez estuvieron en el interior del formidable transporte. Las cortinas de las diminutas ventanas destacaban por sus tonos ambarinos a la última moda. Los cascos de los caballos co- menzaron a resonar rítmicamente contra el suelo de piedra al mismo tiempo que el carruaje emprendió su movimiento de vaivén.

―Ha caído por las escaleras de la terraza, pero no entiendo cómo ha ocurrido, con lo despacio que se mueven ―contestó Jane, acicalándose frente a un pequeño espejo que extrajo de su bolso.

―Pero yacía en el salón... ―observó Amanda confusa.

―Uno de los siervos lo izó en volandas y lo transportó al interior de la sala ―explicó Jane―. Es una pena que Callum no pueda razonar o él nos diría exactamente cómo ha ocurrido.

Amanda sintió que su corazón daba un vuelco que nada tenía que ver con el movimiento del carruaje.

―¿Qué quieres decir? ―preguntó despacio y temerosa de

la respuesta.

Jane apartó la mirada de la ventanilla para observarla con el ceño fruncido.

―Bueno, pues obviamente porque él estaba en la terraza

con Oscar cuando este sufrió el accidente.


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