La mirada de Callum #Wattys2...

By hollyjoynovelas

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Imagina que vives en la Inglaterra Victoriana. Ahora imaginatela con un nuevo órden donde las mujeres son la... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capitulo 6
Capítulo 7
8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
¿Lo quieres en papel?
La segunda parte empieza en Febrero

Capítulo 14

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By hollyjoynovelas

14

Los sabuesos al fin habían captado la esencia de un zorro. Sus ladridos retumbaban al unísono con su corazón, mientras ellas galopaban, raudas, para seguir a la patrona y a sus sabue- sos. Lo emocionante no era la caza en sí, sino la persecución. Cinco mujeres y sus caballos sorteando troncos caídos y ria- chuelos con el tambor de los ladridos de fondo. Su cuerpo se llenaba de energía y el brío le brotaba por los poros de la piel junto con el sudor del ejercicio. Esta vez era mejor, pues tenía a Callum a su espalda, disfrutando con ella de la emoción de la cacería. Sin duda, el muchacho se encontraba embobado con sus habilidades de amazona. Sorteaba, saltaba y salvaba obstáculos con velocidad y precisión.

Los sabuesos tomaron un giro inesperado y Amanda re- condujo a su caballo hacia ellos antes que cualquiera de sus compañeras. Se ubicó a la cabeza de la persecución y tuvo que reducir la velocidad adrede para que Sarah Richardson, la patrona de sabuesos, la alcanzara.

Estaba tan entusiasmada con la carrera que casi hizo pu- cheros cuando Callum le advirtió que necesitaba orinar con urgencia. Le echó un vistazo con los labios apretados, desean- do que se tratara de una de sus bromas, pero nunca antes lo había visto tan serio.

—Mi siervo necesita un momento —vociferó hacia el resto de mujeres—. Los alcanzaré de vuelta.

—Nos detenemos contigo. Aún nos queda toda la mañana

—concedió Sarah.


Amanda le ordenó a Callum que se bajara del caballo y que se adentrara en la linde del bosque para buscar un lugar apro- piado. El joven la obedeció y ellas le siguieron con la mirada hasta que desapareció entre los árboles.

—Hecho tanto de menos a mi John —comentó Bertha Lynch con las cejas hundidas.

—¿Cuándo te conceden a tu nuevo siervo? —inquirió Sally—. Ha pasado un mes de su muerte.

—Me lo podían haber enviado de inmediato, pero me sentí mal por no guardarle luto a mi John por un tiempo.

Jane se reacomodó el cabello alrededor de las sienes para asegurarse de que la cabalgata no había arruinado su estilo a la última moda, con su recogido alto y abombado como si fuera un turbante alrededor de la cabeza demasiados cabellos.

—Tienes suerte de que haya disponibilidad de hombres, en ocasiones fallecen más siervos que damas, y no pueden repo- ner tu pérdida tan pronto.

Bertha hizo una mueca de preocupación, como si no hu- biera pensado en esa posibilidad. Amanda sintió un dolor punzante en la boca de su estómago. Conversaciones como aquella nunca antes la habían repugnado; pero ahora que co- nocía a Callum, se daba cuenta de la aberración de tratar a los hombres como mercancía, que se puede reponer cuando se ha echado a perder.

—Al menos sabrás lo que es dormir con otro hombre, a las demás no se nos permite ese lujo.

—¡Jane! —la reprendió Sally, como acostumbraba a hacer

cada vez que la joven soltaba una barbaridad como aquella—.

¡No seas insensible!

Jane apretó los labios, sacándolos en un bonito morro. Ha- cía eso cuando quería ocultar una sonrisa y su opinión sobre algo; cosa que era una ardua tarea para ella. Amanda la cono- cía bien, y sabía con exactitud qué se le estaba pasando por la cabeza. A menudo se burlaba de lo feo que era John y de la


buena pareja que hacía con la poco agraciada Bertha. En su mente insensible a la humanidad masculina estaría pensando con practicidad que la muerte de un siervo feo era una oportu- nidad de recibir a uno mejor.

—Nada de esto importará mucho dentro de unos días cuan- do las votaciones decidan despertar a los hombres —les re- cordó ella.

—Si tal cosa ocurre... —dijo su amiga haciendo hincapié en el si condicional.

—Si ocurre lo que dice Amanda, podrás dormir con tantos hombres como te vengan en gana —le dijo Sarah a Jane, con una carcajada.

Jane reconsideró esa idea.

—Eso es cierto, pues soy irresistible, pero me causa pá- nico solo pensar en hacer cualquier cosa con un hombre consciente.

La sangre de Amanda se le agolpó en el pecho. Ella nunca podría hacer algo a lo que la valiente Jane le tenía tanto miedo.

—¿Tan peligroso crees que sería?

—¡Por supuesto! —aseguró Jane, y las demás jóvenes rieron, medio horrorizadas ante la fantasía—. Ya conoces las historias, Amanda.

—Mi abuela siempre dice que no sabemos la suerte que tenemos —intervino Sarah—, y que no le desearía su noche de bodas ni a su peor enemiga.

—¿Te encuentras bien, Amanda? —le preguntó Sally, ob- servándola con una mueca preocupada—. Tu semblante se ha puesto verdoso, ¿no te habrá mareado la cabalgata?

Respiró hondo tratando de recomponerse.

—Puede que un poco —mintió—. De todas formas tengo que ir a buscar a Callum en el bosque. Está tardando demasia- do, puede que se haya perdido. Me vendrá bien la caminata. Por favor sigan sin mí.


Sarah asintió mientras se erguía sobre su caballo.

—Los perros nos dirigían hacia el sur, ve hacia allí cuando le encuentres.

Desmontó y se dio la vuelta para encaminarse a los árboles por los que había desaparecido Callum.

—Debe estar en cinta —escuchó que decían a su espalda.

—Tonterías, es demasiado pronto para tener síntomas.

Fingió no escuchar los comentarios y mantuvo la vista hacia el frente. En efecto, era demasiado pronto como para que estuviera en cinta, tan pronto como para cualquier virgen. Pero sus amigas no sospechaban que aún lo era; y que preten- día continuar en ese estado durante mucho tiempo.

Callum se había desvanecido. Tras cinco minutos de dar vueltas sobre sí misma y entre los árboles comenzó a ponerse nerviosa.

—¡Callum! —llamó de nuevo. Otra vez sin respuesta. Se detuvo junto a un árbol y con los brazos en jarras oteó el perí- metro—. Pero, ¡qué demonios!

En ese momento percibió el sonido de una rama al rom- perse, seguido de la sacudida de hojas. La rama en cuestión cayó con un topetazo sordo a su lado. Cuando miró hacia la copa del árbol, lo escuchó susurrar una maldición. Lo divisó escondido entre las hojas del árbol.

—¿Callum? ¿Qué estás haciendo ahí arriba?

—Aléjate de mí, monstruo —replicó él.

—¿Monstruo?

Miró por encima de su hombro, para localizar a quién o

a qué iba dirigido el calificativo. Pero no había nadie más allí.

—¿Te refieres a mí? —inquirió confusa—. Callum, ¿has

comido algo del bosque?

—No, ¿y tú te has comido a alguien?

—¿Cómo dices?


—¿Has venido a buscarme porque ya has aniquilado al res- to de hombres?

Amanda sacudió la cabeza preguntándose si estaba des- pierta, pues aquello tenía menos sentido que su sueño más insólito.

—¿Se puede saber de qué demonios estás hablando?

—De tu sanguinaria cacería de hombres —inquirió enfa- dado—. Los siervos de las sirvientas de la señora Richardson, pero podría haber sido yo perfectamente, u Oscar; al igual que asesinaste al siervo de Bertha hace dos años. ¿Crees que estoy sordo?

Amanda lo contempló boquiabierta durante unos instantes, intentando entender cómo había llegado a aquella conclusión.

—Callum, el siervo de Bertha Lyme murió hace cosa de un mes de tuberculosis.

—Pero Sarah dijo que...

—Que había mandado a los siervos de sus sirvientas hace unas horas a las madrigueras para que obligaran a los zorros a salir. Zorros es lo que cazamos no hom... —comenzó a car- cajearse al darse cuenta de lo que Callum había estado pen- sando y por qué.

Mientras reía doblada sobre sí misma, Callum bajó del ár- bol y la contempló con fastidio.

—Creíste que cazábamos hombres —dijo ella como si él necesitara explicación y volvió a estallar en carcajadas—. Y que rifábamos a nuestros propios siervos cada año.

El muchacho se estiró como el lacayo de un palacio y puso una expresión de orgullo herido.

—Por supuesto que no. Solo estaba bromeando. Sabía que se trataba de zorros desde el principio.

Su intento de preservar su dignidad la hizo reír aún más.

—Aun así —le espetó al ver que su treta no había funcio- nado —, ¿a qué demonios sabe la carne de zorro?


—No nos los comemos —le explicó, secándose las lágrimas.

—¿Por qué los cazan entonces?

—Por deporte —se encogió de hombros al decirlo. Callum la contempló con una mezcla de horror y disgusto.

—Eso es horrible, Amanda. Sabes el miedo que pasé cuan- do pensaba que nos estaban cazando.

—Son animales, Callum. No piensan.

El muchacho puso los brazos en jarra y la miró con dureza.

—Entonces, ¿por qué huyen? ¿Acaso no se les acelera el corazón? ¿Acaso no los inunda el pánico, les falta el aliento y les duele el pecho? ¿Acaso no corren por su vida?

Toda sonrisa quedó borrada.

—¿Por qué a los que están arriba siempre se les olvida po- nerse en la piel del que está abajo?

—Antes los hombres cazaban y...

—¡Yo no soy uno de ellos! —estalló el muchacho. Se se- ñaló el pecho con un dedo—. Yo nunca he esclavizado, ni he matado por placer. ¿Puedes decir tú lo mismo?

Guardó silencio unos instantes. Cuando al fin lo miró, vio

cierto remordimiento en sus ojos.

—Me temo que la sociedad me ha echado a perder —decla- ró con seriedad—. Mi mente nunca será tan pura como la tuya.

Comenzó a andar hacia donde había dejado el caballo.

—Amanda —le oyó llamarla.

Transcurrido un instante, sintió su cálida mano en la muñeca.

—Perdóname. Hay cosas que no apruebo de tu mundo, pero no quiere decir que no te apruebe a ti. Yo pensaría de la misma forma si hubiera crecido en sociedad—la miró con ter- nura y le dedicó una sonrisa reconciliadora—. Tú eres mejor que todo esto, es por eso que te doy estos discursos.


Amanda intentó ocultar una sonrisa, pero no lo consiguió. Cuando la miraba a los ojos y sonreía de esa forma su cuerpo entero se derretía. Sin contar con que aún la sostenía del brazo.

—Hace un momento me llamabas monstruo y creías que cazaba hombres por diversión.

Callum movió la cabeza de un lado a otro.

—Puede que haya dramatizado un poco —aceptó, indican- do un par de pulgadas con el dedo índice y el pulgar.

Ella asintió, abandonando la lucha por ocultar su sonrisa.

Sus mejillas ardían y él parecía estar cada vez más cerca.

—Supongo que cazar animales por deporte no es tan ho- norable como me han inculcado desde la cuna. Una vez más, vuelves a abrirme los ojos ante un mundo que creía entender mejor que tú. Puede que al fin y al cabo no sea yo la que tiene que enseñarte a ti cómo funcionan las cosas, sino tú enseñar- me a mí, que no tienen porque ser así.

El joven sonrió complacido con la idea. Sus preciosos ojos grises en la sombra brillaban con una belleza dolorosa. Sin tan solo no tuviera aquellos ojos, lograría controlar más las emociones que provocaba en ella.

—Debemos encontrar a las demás —soltó repentinamen- te. Se sentía tan tímida como el primer día. Debía de ser el bosque—. Les diré que estoy indispuesta y que no deseo con- tinuar con la cacería.

Callum asintió con los labios entreabiertos. Una ligera bar- ba de dos días ensombrecía su bonita barbilla. Se preguntó si de repente se había vuelto más guapo, o qué diablos le ocurría a ella. Tampoco ayudaba que la estuviera mirando con tanta intensidad.

—Me alegra que tu rostro sea así —dijo él al fin.

—¿Cómo dices?

Hizo un aspaviento y miró hacia arriba como si buscara otra forma de explicarlo.


—Me alegro de que tu rostro sea como es, y que no sea como el de Bertha.

¿Estaba intentando decir que la encontraba guapa? No pudo evitar mirar hacia abajo, pero se obligó a regresar la mi- rada a donde estaba, aunque le temblaran las mejillas.

—Hubiera sido desafortunado ser como Bertha, pero tam- bién podría haber sido como Jane o Sarah —razonó sin aliento.

Él arrugó los ojos como si la idea no se le hubiera pasado por la cabeza, y enseguida negó con la cabeza.

—Prefiero que la persona a la que más miro cada día tenga

tu rostro.

Amanda exhaló, aún sin poder creer lo que acababa de es- cuchar. Él no parecía ser muy consciente de lo que decía. No había ni rastro de coqueteo, pero sí, de clara sinceridad.

No pudo evitarlo. Alzó sus brazos y dio un paso hacia él para estrecharlo entre ellos. Dejó que su mejilla se apoyara en su hombro y se concentró para que ni una lágrima saliera de sus ojos. El pecho cálido de Callum palpitaba bajo el traje, contra su propio corazón.

—Esto es un abrazo, ¿verdad, Amanda?

—Sí, si tú también me rodeas con tus brazos.

Él lo hizo con demasiada energía, pero a Amanda no le importó que la estrechara con fuerza. Todo lo contrario.

—¿Por qué lo hacemos ahora? —susurró con suavidad, casi como si temiera que la pregunta fuera a estropearlo.

—Porque lo que has dicho sobre mí me ha dado ganas de abrazarte —esta vez no quería mentirle.

—Entiendo —dijo, hundiendo la barbilla en su pelo. Pero por su tono era evidente que no lo entendía del todo.

Cuando alcanzaron a las demás, los perros ya habían logra- do cazar a un zorro. Estaban pletóricas por el acontecimiento, pero las nubes grisáceas que cubrieron el cielo con la presteza


del telón de un teatro las obligó a retirarse a una zona más cercana a la mansión de Sarah.

Las sirvientas las esperaban con refrescos y aperitivos refugiadas bajo el techo de un cenador espacioso. La cons- trucción circular era alta y majestuosa, y su tejado puntiagudo se sostenía en varios pilares blancos. Había plantas salpicadas de flores coloridas colgadas de los arcos.

Tras los pastelillos de carne, huevos Scotch, mantequilla envuelta en frescas hojas de lechuga, queso cheddar para pre- parar tostadas Welsh Rabbit y crujientes panecillos, tomaron el té y probaron varias tartas de frutas del bosque y mermela- das deliciosas.

Callum comió con entusiasmo, sin duda el mejor momento de aquella jornada para él. La tarde se fue deslizando de forma lenta pero inexorable. El grupo comenzó a dispersarse para regresar a sus casas, pues, el tiempo, lejos de mejorar, anun- ciaba la venida de una contundente tormenta.

—Amanda, antes de que te marches, tengo un regalo para ti —anunció Sarah Richardson con una sonrisa misteriosa—. No estés tan sorprendida. No te regalé nada por tu cumpleaños.

Tampoco ella le había dado nada a Sarah por el suyo, que había sido tres meses atrás, pero Sarah, como solían hacer las mujeres acaudaladas, siempre se mostraba generosa y carita- tiva con los miembros de su comunidad, en especial con los más necesitados. Eso no quería decir que no hiciera regalos también a amigas con buena posición.

Una de las sirvientas emergió de entre las demás guiando un diminuto cachorro de raza Pug.

—Mis perros tuvieron una camada hace dos meses y pensé que te gustaría tener uno.

Amanda la miró con la boca abierta de pura emoción, mientras la joven se acercaba con el tierno cachorro de piel suelta y aterciopelada, y se lo entregaba. Amanda se lo acercó a la cara y este le lamió la barbilla.


—¡Dios mío!, es una preciosidad —exclamó emociona- da—. Muchas gracias Sarah.

La joven sonrió complacida.

—Confío en que cuidarás de él con cariño. Son perros pe- queños que puedes llevar contigo a tu habitación.

Amanda asintió demasiado embelesada con el adorable bebé de pug como para prestarle atención a nadie más.

—Es un macho, ¿cómo vas a llamarlo?

Miró el animal a la cara. Esa raza tenía los ojos saltones y muy separados.

—Voy a llamarlo Lord Byron.

Sus amigas rieron ante su elección de nombre. El estruen- do de un trueno interrumpió la conversación, y las jóvenes que quedaban miraron al cielo con preocupación.

—Será mejor que se marchen o de regreso los alcanzará la tormenta.

Una vez se hubo separado de Sally, Amanda dejó que Callum llevará las riendas del caballo, aunque se mantuvo en la posición delantera. Le era más sencillo sostener a Lord Byron si no tenía que sostenerlas ella misma.

El único inconveniente, si se podía llamar así, era que sus brazos prácticamente la rodeaban para alcanzar las riendas. Determinada a ignorar la cercanía del muchacho, se concentró en susurrarle dulces palabras a Lord Byron, que insistía en ganarse su corazón con lametazos que acababan en vacilantes mordeduras.

—Ya se han ido, puedes dejar de fingir —le indicó Callum.

Su sien estaba pegada al lateral de la cabeza de Amanda.

—¿Cómo dices?

—Que ya puedes dejar de fingir que te gusta el regalo.

—¿Estás loco? Es adorable.


Callum la miró con un halo de duda.

—Supongo que bromeas. Es lo más feo que he visto en mi vida.

—Y ha sido una vida tan larga... —se burló mientras le hacía carantoñas a Lord Byron.

—¿Qué le ha ocurrido a su cara? Es como si en la tripa de su madre uno de sus hermanos se hubiera sentado en su cabe- za mientras se formaba.

—¡Callum! —lo regañó abrazando al animalillo como si

pudiera entenderlo.

—Vuelves a reírte. Nunca me tomaré tus amonestaciones en serio si continúas riéndote de mis malvados, pero acertados comentarios.

Le clavó un codo en las costillas sin verdadera intención de hacerle daño.

—Es un pug. No le ha pasado nada a su cara, esta raza es así —protestó ella—. Además, le has ofendido, su expresión es triste.

—La tiene desde el principio, es como si nos implorara que lo aliviemos de su sufrimiento. Deberías cazar esos bichos en lugar de zorros. Les harías un favor.

Amanda quiso regañarle de nuevo pero la risa no se lo per- mitió.

—Además, es difícil saber si nos está mirando a nosotros o algo entre los árboles.

—¡Basta ya! —chilló ella entre risas. Se acercó al animali- llo y le dio un beso en la frente.

—¿A qué vienen tantos besos? —continuó el muchacho.

Lo dijo tan enfurruñado que se preguntó si estaba celoso.

En lugar de contestarle se limitó a mirar el camino con una sonrisa permanente. No recordaba haberse sentido tan feliz en mucho tiempo, o quizá nunca había sentido aquel tipo de felicidad tan intensa y desquiciante.


—Tampoco entiendo lo de «Lord» Byron. ¿Yo no tengo el título de señor pero ese pequeño monstruo sí?

—Es el nombre de un poeta —alzó el animal para acer- carlo a la cara de Callum y que lo conquistara con su dulzura como había hecho con ella. Este le mordió la nariz.

—Quiere comerme, supongo que tiene eso en común con su antigua ama.

Amanda volvió a colocarse al cachorro en el regazo, preguntándose qué pensaría Callum de lo que había dicho Sarah sobre comerle a besos. No obstante, no pensaba iniciar un tema tan peligroso. Menos ahora que sabía lo que opinaban sus amigas sobre las relaciones con hombres conscientes. Ten- dría que conformarse con momentos como aquellos. Cerró los ojos y dejó que su nuca cayera sobre el hombro de Callum. Lo mejor sería que aprovechara el viaje al máximo.

de_*V

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