La mirada de Callum #Wattys2...

Autorstwa hollyjoynovelas

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Imagina que vives en la Inglaterra Victoriana. Ahora imaginatela con un nuevo órden donde las mujeres son la... Więcej

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 7
8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
¿Lo quieres en papel?
La segunda parte empieza en Febrero

Capitulo 6

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Autorstwa hollyjoynovelas

6

El centro de Crawly estaba desierto. Su habitual bullicio serenado por el ritmo languidecido de los domingos al alba. Subieron por High Street con The Old Houses a su derecha. El edificio era de un precioso estilo medieval con paredes blancas enmarcadas por tablas de madera oscura que formaban semi- círculos y triángulos en la fachada. Mientras que la parte baja erigida de ladrillos. El gran tejado de paja se deslizaba a ambos lados del edificio y las ventanas sobresalientes de madera se componían cristaleras separadas en pequeños cuadrados.

Callum se había mostrado encantado con la tranquilidad en un principio. Había creído que podría caminar libremente sin fingir estar infectado, pero cada pocos pasos se cruzaba con madrugadoras. La panadera preparando su local para las clientas, la mirada curiosa de una niña a través de la ventana de su habitación, un carruaje transportando a una acaudalada familia de viajeros. Todas ellas se fijaban en su presencia al no tener mucho más que mirar a esas horas.

Amanda notaba la tensión de Callum a su lado, conteniéndose a sí mismo para no analizar cada detalle del nuevo mundo que se abría ante él. Para recompensarlo, ella le susurraba explicaciones sobre las cosas que creía que habían despertado su curiosidad. A nadie le parecería peculiar que le hablara a su siervo, pues era algo que toda mujer hacía, igual que hablarle a un perro o a un bebé que aún no comprende.

La oficina de correos estaba cerrada, como bien había vaticinado ella. Pero también sabía que Fanny Wishaw les per- mitía deslizar cartas por debajo la pesada puerta, que enviaría


en cuanto regresara a la tienda el lunes. Amanda podría pa- sarse más tarde para saldar la deuda. Por supuesto, esa carta no era la que había escrito la noche anterior ante la atenta vigilancia de Callum, sino que la había reemplazado por una carta para sus primas segundas que vivían en Brighton. Pero Callum desconocía ese hecho.

Tras empujar la carta por debajo de la puerta, lo miró con una sonrisa forzada y, al verlo observar la tienda a través el cristal, se preguntó si sospechaba de ella. Su corazón dio un pequeño vuelco. Su integridad dependía de que él la creyera en su bando.

―¿Estás segura de que encontrarán la carta y la enviarán?

―preguntó con el ceño fruncido―. ¿No sería mejor regresar

el lunes para asegurarnos de que se envíe?

―¡Claro! ―respondió, y tuvo que detenerse para aclararse la garganta―. El lunes debo regresar para efectuar el pago. Entonces comprobaremos si la han enviado.

Amanda miró a su alrededor incómoda. El joven excitado con la perspectiva de comunicarse con las científicas había olvidado su papel. Por suerte nadie lo había presenciado.

Lo sostuvo por el brazo y apretó los dedos de forma imper- ceptible para posibles observadores.

―Callum, una sola indiscreción... basta una sola mujer que note que hay algo extraño en ti y estamos perdidos. No vuelvas a olvidarlo.

Él no respondió, pero sabía que la había escuchado, porque su semblante volvió a congelarse en una máscara inexpresiva.

Regresaron por la calle que vinieron. La panadera ya esta- ba preparada y el olor a pan recién horneado había inundado los alrededores despertando a los vecinos. Amanda sonrió al sentir cómo Callum tiraba discretamente de ella, negándose a dar un paso más que lo alejara de delicioso aroma. Ella tam- bién estaba hambrienta, pues habían abandonado la casa antes de que se sirviera el desayuno.


La pequeña y oscura tiendecita estaba abarrotada. Los mostradores de madera y cristal exponían sabrosos dulces y galletas de distintas variedades y tamaños. La iluminación procedía de dos minúsculas ventanas y de las lámparas de aceite que descansaban sobre las repisas de las paredes, junto con botes de harina y azúcar, frutas y espigas que contribuían a la decoración.

―¿Tienes dinero, Callum? ―susurró Amanda contenien- do una sonrisa. El chico acababa de detenerla en la parte del mostrador que le interesaba y había clavado sus dedos en el brazo de ella cinco veces, para indicarle que quería el artículo cuya etiqueta marcaba ese número. Había sido un gesto inte- ligente y Amanda no pudo evitar mirar a las demás mujeres de la tienda acompañadas por sus hombres vacíos y sentirse afortunada.

—No sé cómo pretendes comprar ese dulce, sino cuentas con peniques.

Callum clavó los ojos en ella con una mueca de disgus- to que duró apenas un segundo, pero que fue suficiente para darle a entender lo poco divertida que la encontraba. Amanda apretó los labios para ocultar la risa.

En ese momento Callum alargó el brazo que estaba pegado al de Amanda y tiró del sombrero de la mujer que esperaba su turno justo delante de ellos. El ligero sombrero cayó hacia atrás y planeó hasta depositarse en el suelo.

La señora se dio media vuelta, sorprendida, y miró a Callum y a Amanda. Él había adoptado su mejor cara de siervo inerte, dejando a Amanda con toda la responsabilidad ante lo ocurri- do.

―¡Pero qué vergüenza, jovencita! ―comenzó la señora enrojeciendo de indignación―. A tu edad y gastando bromas groseras. ¿Es que no te han dado educación?

Tenía una de esas voces irritantes y chillonas, y en un abrir y cerrar de ojos toda la tienda los estaba observando.


―Discúlpeme, ha sido un accidente ―Amanda rogó total- mente apenada.

Se agachó para recoger el sombrero del suelo y entregárse- lo a su, cada vez más molesta, dueña.

―Un accidente... ¡Será descarada! ¿Quién es tu madre, pilluela? ―continuó, analizando su rostro.

Amanda se mordió los labios, mortificada, sintiendo la pre- sión de todas las miradas sobre ella.

―De verdad que lo siento, no sé qué me ha ocurrido.

Callum, a su lado, comenzó a toser para ocultar la carcaja- da que ya no podía contener.

―Por lo que más quieras, cuida de tu siervo o es que quie- res que se te muera de tuberculosis.

Amanda, mortificada, cogió a Callum por el brazo y lo

arrastró hacia la puerta.

―Tu pequeña broma te va a costar ese bollo que tanto an- siabas ―le susurró antes de alcanzar el umbral.

―Sí, ama ―contestó Callum alto y claro, para que toda la tienda lo oyera y se volvió para agarrar el paraguas de la seño- ra a la que habían agraviado y le empezó a dar ligeros azotes en el culo con este.

Por supuesto, todas las asistentes creyeron que esa era la orden que ella le había susurrado al oído.

La sangre de Amanda se congeló en su cabeza.

―¡Callum, detente! ―le ordenó, provocando que el muchacho se detuviera de inmediato como un esclavo fiel, y adoptara una postura servicial, como a la espera de su si- guiente instrucción.

Amanda observó las caras que la escudriñaban, la furia y la indignación de la señora del sombrero, los ojos como platos de otras mujeres y las sonrisas medio avergonzadas de algu- nas jovencitas que no habían podido evitar romper a reír con cada chillido indignado que los azotes habían arrancado.


Amanda le ordenó que le devolviera el objeto robado y lo arrastró fuera de la tienda sin molestarse en disculparse, pues no le hubiera servido de nada.

Lo empujó al callejoncito que rodeaba la panadería y se escondieron entre basura y los desperdicios de la tienda.

―¡Maldito seas! ―le gritó, mientras Callum se echaba

contra la pared totalmente desternillado de la risa.

―¿Has visto sus caras? ―dijo entre carcajadas y lágrimas.

Amanda no quería reírse, pero los aullidos indignados de la mujer al ser azotada con su propio paraguas volvieron a su memoria. Para ocultarlo le golpeó varias veces el brazo.

―Me has dejado en ridículo ―le recriminó, intentando re- cobrar la compostura―. ¿Qué van a pensar de mí?

―¿Que no te gustaba su sombrero?

―¡Callum! ―lo regañó y tuvo que apretar los puños para no estrangularlo. Pero no se contuvo de estrellar uno contra su pecho.

―Sería genial que salieran de la tienda y te vieran maltra- tarme ―rio él, encogiéndose contra la pared como si ella lo estuviera vapuleando.

Amanda se apartó inmediatamente del joven.

Preocupada, miró a su alrededor para comprobar que no tenía público.

Recompuesta, se puso de nuevo la chaqueta con toda la dignidad que pudo y regresó al callejón principal sin mirar atrás para comprobar si él la seguía.

Cuando llegaron a la plazoleta principal de Crawley, el mercado de los domingos había comenzado a abarrotarse. El sonido animado de los transeúntes más madrugadores se mez- claba con los graznidos de los gansos. Las vendedoras alza- ban sus voces para llamar la atención sobre sus mercaderías y así atraer a la clientela. Amanda ojeó varios jabones de Pears


a su izquierda, pero desistió de comprar uno cuando la tendera le anunció a otra mujer el precio en voz alta y ruda.

—Diez peniques por una pastilla de jabón —se dijo y sacu- dió la cabeza con una mueca.

Callum se detuvo ante una pequeña piara para observar a una pareja de puercos que gruñían felices e inconscientes del futuro que les aguardaba en aquel mercado. Amanda no pudo evitar compararlos con Callum.

Devoraron dos pedazos de tarta de manzana recién hecha que le arrancó una exclamación de admiración al muchacho y ella lo reprendió por ello, mirando a su alrededor. Aunque los siervos sentían placer como cualquier ser vivo, anunciarlo en alto era una cualidad única de la inteligencia.

―Ves, Jane, mi vaticinio se ha cumplido.

Escuchó la inequívoca voz de Sally Gaskell a su espalda, y giró hacia ella mientras se limpiaba la comisura de la boca de los restos de tarta.

Sally la observó con una sonrisa mientras se acercaba a ella seguida de Jane.

―Le dije a Jane que si habías acudido al mercado te en- contraríamos en el puesto de las tartas ―celebró animada.

Jane ignoró a sus amigas porque sus ojos se habían clavado en algo mucho más interesante. Se aproximó a Callum con los andares de un felino y dejó que sus ojos se deslizaran por la abertura de su camisa.

Los labios de Callum se abrieron y sus ojos brillaron de nuevo, como el día anterior cuando la conoció. La miraba con la misma apreciación que había mostrado por la tarta.

―¿Ni siquiera le has cambiado de ropa? ―comentó Jane, como si le pareciera la prueba de algo que Amanda no al- canzaba a entender. Alzó una mano para apresar uno de los elegantes botones del cuello de la camisa.

―Así que este es el famoso Callum ―apreció Sally, si- tuándose justo delante del muchacho―. Amanda, entiendo


perfectamente porqué estabas celosa. Jane Wentworth, ¡quí- tale las manos de encima ahora mismo!

A Callum le costó trabajo despegar sus ojos de la exótica Jane para observar a Sally. La muchacha de 21 años era mu- cho más bajita que la esbelta Jane, incluso, más que Amanda, y un tanto regordeta. Lo había sido desde pequeña y aún más después de dar a luz a su hija Sofie. Le había puesto un nom- bre francés porque su siervo, el padre de la criatura, lo era. A Sally le había fascinado la cultura gálica desde que, con 16 años, la habían enviado a estudiar a Francia. Celebró su decimoctavo cumpleaños en París, donde escogió a su siervo, Phillippe.

Al regresar a Crawley, les había asegurado que los france- ses eran los hombres más apuestos de toda Europa, y contaba maravillas de la organización de las francesas.

Juntas salieron del mercado. Amanda se preguntó si Callum estaba sorprendido por su nueva faceta, pues cuando estaba con sus amigas se comportaba de forma un tanto distinta a la chica tímida que le había mostrado a él. Pero el joven guarda- ba el silencio que le correspondía por lo que no pudo adivinar sus pensamientos.

Jane comenzó a hacerle cosquillas a Amanda, pues sa- bía que era altamente sensible a estas y, mientras se debatía muerta de la risa, lo vio abandonar su mirada perdida para observarla por primera vez. Pero no supo leer la expresión de sus ojos, ni su significado.

Se sentaron junto a la fuente de una de las plazas de Crawley. El día se estaba tornando caluroso y las pequeñas gotas de agua que se rompían contra la piedra de la fuente aliviaban el ambiente.

―¿Dónde están vuestros siervos? ―preguntó Amanda.

―Phillippe pasó frío anoche, así que lo dejé en la cama. Necesita descansar ―contestó Sally abanicándose con una mano y balanceando los pies que le colgaban de la fuente.


―Yo también lo dejé descansando ―dijo Jane e, inmedia- tamente, esbozó una sonrisa―. Al pobre le di mucho trabajo anoche, pero parecía feliz.

Amanda enrojeció al escuchar a su amiga.

—Nada que no hicieran ustedes dos. Danos detalles —su- girió con malicia y señalándolos con el dedo índice.

—No hay nada que contar —espetó con rapidez—. Está- bamos cansados.

—Por supuesto —se burló Jane con claro escepticismo. Se giró hacia Sally—. ¿Nos creemos esa historia?

―He recibido una carta de Elizabeth Thornton ―comen- zó Amanda, apresurándose por cambiar la dirección de la conversación. Era consciente de que Callum las estaba escu- chando perfectamente. Tarde o temprano se daría cuenta de que le había mentido respecto al juego del que todas habla- ban―. Dice que mi hermano se encuentra en perfecta salud y que parece haberse adaptado bien a Londres.

―¿Por qué no iba a hacerlo? No es que tenga un cerebro para opinar sobre si le gusta la vida en el campo o en la gran ciudad ―respondió Jane con tono de burla.

De reojo lo vio tensar la mandíbula.

―Que estén afectados por la bacteria no quiere decir que no sientan nada, Jane. Algunos se abaten cuando no les gusta su entorno o cuando no los tratan bien, lo que demuestra que sienten a su manera.

Su amiga enarcó los labios, no muy convencida.

―Personalmente, me encantaría vivir en Londres, Crawley

es tan aburrido. Nunca jamás ocurre nada.

Amanda esbozó una leve sonrisa y le echó una mirada fur- tiva a Callum. Si sus amigas supieran que sí, que sí ocurrían cosas en Crawley de vez en cuando.

―Elizabeth también me dijo en su carta que está muy

contenta con Oliver y que planea quedarse en cinta lo antes


posible. Cuando lo haga, estoy invitada a su casa de Londres para conocer a mi sobrina.

―O sobrino ―intervino Jane.

―Seguro que será una sobrina ―la animó Sally, echándo- le una mirada envenenada a Jane.

Su amiga estaba siendo más irritante de lo acostumbrado. De vez en cuando le echaba miradas a Callum. Sally y Aman- da intercambiaron una sonrisa. Sin duda, Jane estaba celosa de Amanda. Si fuera por ella, una mujer tendría una colección de hombres en lugar de uno solo.

Stephanie Wentworth, la madre de Jane, las divisó y se acercó a ellas.

―¡Buenos días, muchachas! ―saludó―. Deduzco

que este es tu recién adquirido siervo, ¿verdad, Amanda?

¡Enhorabuena! Ya me había comentado Jane que es un ejem- plar excepcional.

―Gracias, señora Wentworth.

―Vamos muchachas, acompáñenme a la iglesia. Tu madre, Amanda, está debatiendo contra Elizabeth Hale, la defensora de la liberación de los hombres.

El corazón de Amanda pareció colapsarse. No supo distin- guir entre si había comenzado a galopar con violencia o si se había detenido del todo. Se le había olvidado por completo que el debate era esa mañana.

Las chicas se levantaron para acompañar a la señora Wen- tworth. Pero Amanda dudó que sus piernas funcionaran, ya que todo su cuerpo parecía estar en trance. Se irguió como pudo y se aproximó a Callum con la intención de empujarlo hacia el bosque.

―No recordaba que mi madre debatía esta mañana ―dijo con voz estrangulada―. De todas formas tengo que regresar a casa, tengo trabajo que hacer.

―¿Hoy domingo? ―protestó Sally.


Amanda asintió y tiró del brazo de Callum, pero este se negó a moverse. Sabía por qué. Había oído la descripción que la madre de Jane había dado de Elizabeth Hale y quería cono- cerla. Por supuesto que lo había oído, no estaba sordo.

Las tres fruncieron el entrecejo ante la extraña reacción de Amanda y el hecho de que su siervo pareciera no moverse cuando tiraba de él.

Le clavó las uñas pero el joven siguió sin obedecerla. Por lo que no tuvo más elección que aceptar la invitación, sino quería poner la situación de Callum en evidencia.

"st;X+r

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