La mirada de Callum #Wattys2...

By hollyjoynovelas

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Imagina que vives en la Inglaterra Victoriana. Ahora imaginatela con un nuevo órden donde las mujeres son la... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capitulo 6
Capítulo 7
8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
¿Lo quieres en papel?
La segunda parte empieza en Febrero

Capítulo 5

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By hollyjoynovelas

5

Los dedos que le comprimieron los labios eran cálidos, fuertes y un tanto ásperos por la falta de uso de ungüentos suavizantes. Amanda abrió los ojos al sentirlos, pero su vista solo percibió más oscuridad como si no los hubiera abierto.

Intentó erguirse sobre sus codos pero otra mano la sujetó del hombro, impidiéndoselo. Un suave siseo en su oreja la instó a guardar silencio.

—No hagas ruido, es muy temprano.

La voz masculina le devolvió los recuerdos de lo ocurrido el día anterior, indicándole que su vida ya no era tan sim- ple como lo había sido antes de la ceremonia. Sus sueños le habían tendido una tregua, pero ahora la realidad estaba de vuelta junto con sus complicaciones.

—¿Qué ocurre?

—Vístete. Quiero aprovechar que toda la casa duerme.

Amanda pestañeó varias veces acostumbrando su visión a la imperiosa oscuridad y comenzó a vislumbrar el rosto del muchacho. Estaba muy cerca del suyo, de ahí que su cálido aliento le hubiera acariciado la piel al hablar.

—Pero..., ¿adónde quieres ir? ¿Qué hora es?

—Es temprano. Supongo que aún estarán durmiendo. Por eso debes enseñarme la casa ahora.

Callum tenía razón. Nadie se levantaría antes de las nueve de la mañana un domingo; sobre todo después de su fiesta de cumpleaños, en la que al menos seis botellas de vino se vaciaron.


Amanda se giró y hundió el rostro en la almohada. Aún se sentía agotada por los eventos del día anterior. A pesar de haberse retirado pronto, con él dormido en su misma cama, no había logrado conciliar el sueño hasta tarde.

Ahora él pretendía que abandonara el conforto de sus sába- nas cuando el sol aún no se había alzado.

—¿Qué estás haciendo? ―el susurro, esta vez con un tono de impaciencia, le llegó ahogado por la almohada—. Vamos, Amanda levántate.

Sin remilgos, la agarro por la cintura, obligándola a levantarse. Amanda ahogó un grito. Su habitación estaba en la azotea y era poco probable que los oyeran, incluso, a esas horas, cuando toda la casa dormía. Aun así, se aseguró de cor- tar el sonido en su garganta antes de que naciera.

A principios de siglo, un caballero nunca hubiese tocado a una dama de una forma tan inapropiada, pero al parecer la educación de Callum había sido aún más escueta de lo que había sospechado el día anterior. Las nociones sentimentales y físicas de las relaciones entre mujeres y hombres se omitían por completo de la formación de los siervos.

—¿Sabes?, eso ha sido inapropiado —lo regañó mientras abría las gigantescas puertas de su armario. Estas chirriaron como una anciana quejosa y Callum volvió a sisear para exi- girle que no hiciese ruido.

—No te preocupes, no hay más habitaciones en este piso

—lo tranquilizó mientras seleccionaba prendas cómodas para trabajar de su armario—. De hecho, nadie jamás sube aquí.

Callum pareció creerle, porque se atrevió a moverse por la habitación para abrir una rendija entre las pesadas cortinas marrones que evocaban el tronco de un árbol.

Afuera había más luz de la que había sospechado. El alba se había instaurado tímidamente y ya no era noche cerrada. Esa era una de las escasas ventajas del verano inglés.


Amanda se alisó los cabellos enmarañados por el roce de la almohada. Ahora que la luz la hacía visible se sintió incómoda y consciente de sí misma. Las mañanas no eran aliadas de su aspecto.

No obstante, a él, el pelo revuelto y los ojos hinchados de adormilamiento, le daban un toque tierno que lo hacían pare- cer más niño.

Se dirigió al biombo y se ocultó mientras se agachaba para sujetar el dobladillo de la camisola y sacársela por encima de la cabeza.

—¿Qué hay ahí detrás?

La voz de Callum, de pronto, a su lado del bastidor, la hizo dar un salto y bajarse la camisola de nuevo.

—Debería haber intimidad —le espetó ella, y con un ade- mán le pidió que se alejara.

Lejos de obedecer, Callum cruzó los brazos sobre el pecho para observarla ceñudo.

—¿Por qué? ¿Qué estás haciendo?

Debía reconocer la ironía de la situación. Era su primer día como adulta oficial y en lugar de poseer a un siervo a su servicio, tenía a un testarudo muchacho que le daba órdenes y se negaba a obedecer las suyas.

—Me disponía a cambiarme de ropa.

—Nunca antes nadie se escondió para hacer tal cosa. Amanda suspiró cansada.

—Eso es porque vivías entre chicos descerebrados. Válga- me la redundancia —añadió con malicia.

—¿Qué diferencia hay? ¿Qué escondéis ahí las mujeres?

—la pregunta fue acompañada de una lenta mirada que se deslizó por su cuerpo, prácticamente desnudo, pues la fina camisola de verano no suponía un verdadero obstáculo. Ella enrojeció hasta combinar con el color del biombo—aparte de una alarmante falta de músculo, me refiero.


—Simplemente no es apropiado que me veas desnuda o me toques como lo has hecho antes —explicó ella—. Porque pertenecemos a distintos géneros.

Callum apoyó el antebrazo en el eje del biombo mientras enarcaba una ceja.

—Me parece una estupidez —aseguró, claramente no en- tendiendo el mundo que se ocultaba tras las peticiones de ella—, pero si eso es lo que quieres.

Se alejó de vuelta hacia la cama, dejándole la poca intimi- dad que anhelaba.

—Lo mejor será que me prestes libros para que pueda en- tender cómo funciona el mundo, es decir, todo aquello que las cuidadoras omiten de nuestra educación.

En silencio, Amanda se dijo que prefería arrancarse todos los cabellos rubios de la cabeza antes que permitir que Callum descubriera cómo funcionaban ciertas cosas.

—Por ejemplo, este libro que tienes aquí —continuó el muchacho.

Oyó el inequívoco sonido del cajón de su mesita de noche al cerrarse.

—El monje.

—No —gritó ella, haciéndose visible para apresurarse en recuperar el ejemplar. La idea de que Callum leyera la obra de Lewis cuyo personaje, el monje Ambrosio, degenera hasta forzar y asesinar a Antonia, le puso los pelos de punta.

—No, este no es el más apropiado —continuó, más serena, al ver que él la observaba con ojos como platos—. Más tarde te traeré uno de la biblioteca que te ayudará a comprender nuestro estilo de vida mucho mejor que este.

Volvió a guardar la copia de El Monje en su mesita de no- che, deseando que fuera uno de esos cajones con llave.

—Está bien, doña inapropiada —se burló él—. ¿Ya estás lista? ¿Qué hacemos ahora?


—Bajar al primer piso —le informó—. No debes hacer ruido cuando pasemos por el segundo piso. ¿De acuerdo? Quiero enseñarte mi sala de trabajo.

Cruzaron la casa en silencio y de forma sigilosa hasta llegar al taller donde Amanda trabajaba. Era una habitación hecha casi por completo de madera, a excepción del sofá de tela y de los sillones acolchados y revestidos con telas azules. La sala formaba un semicírculo en un extremo, aquel que estaba cu- bierto de cristaleras permitiendo el paso de una gran cantidad de luz del exterior. Las paredes blancas contrastaban con el azul y la madera de los muebles creando la ilusión de ampli- tud y serenidad. Aquella sala era uno de sus lugares favoritos en el mundo, y donde pasaba mucho tiempo. Al mostrárselo a Callum, no pudo evitar sentirse un tanto expuesta.

—¿Aquí es dónde fabricas los muebles? —preguntó él, ob- servando las distintas herramientas dispuestas por toda la sala y trozos de madera conglomerados a medio serrar.

—Así es —dijo Amanda y reprimió una sonrisa ante la for- ma en la que lo había dicho, como si no pudiera creerlo.

Inspiró profundamente. El familiar olor a serrín y a barniz siempre lograba hacerla sentir bien; y aquella ocasión no fue distinta. Él la observó con el entrecejo fruncido. Su mirada se deslizó por los brazos desnudos de la chica.

—¿Es que dudas de mi habilidad? —inquirió, tras carras- pear y estirarse para parecer más alta.

Callum se acercó a una pequeña mesita de madera y mármol y acarició primero la fría piedra de la superficie para después deslizar sus dedos por la oscura madera ribeteada de las patas. No contento con ello, apoyó ambas manos sobre la superficie y, utilizando el peso de su enorme cuerpo, sacudió la mesa.

Amanda lo observó con sorna. El muchacho se dispuso a levantar la mesa utilizando solo un brazo, pero estuvo a pun- to de caer de bruces sobre esta al comprobar lo que pesaba.


Se incorporó con toda la dignidad que pudo, apartándose el cabello de los ojos con un movimiento de cabeza, y se volvió para mirarla.

—Sin duda, esta pieza no la has elaborado tú.

—Deducción incorrecta —le espetó ella con gusto—. La terminé recientemente.

Callum volvió a mirarle los brazos con claro escepticismo y ella comprendió un poco mejor a sus antepasadas.

—¿Cómo has podido crear algo tan perfecto sola? Pesa casi lo mismo que yo.

Debería estar molesta por su falta de fe en ella, pero lo único que resonaba en su mente era la palabra que había uti- lizado para describir su trabajo. Lo había llamado perfecto. Sus mejillas ardieron exudando la euforia que contenía su pecho.

No era el primero en elogiar su trabajo, de hecho sabía que era buena en lo que hacía, y había logrado vender innumera- bles artículos a precios desorbitados; pero, por alguna razón, oírlo de sus labios la llenó de éxtasis.

—La inteligencia es más poderosa que la fuerza.

—Debes ser muy inteligente porque estos brazos...

—inesperadamente le agarró la muñeca con una mano y con la otra le comprimió el bíceps— ...podrían romperse con un vendaval.

Los fuertes dedos en su muñeca y las cálidas yemas sobre la piel de su brazo mandaron oleadas de cosquillas a su pecho. Él era peor que el viento; él podría romperla aún más fácil.

Callum interpretó su repentina seriedad como desagrado por el hecho de que la estaba tocando de nuevo y la soltó de inmediato. Después se arremangó la blanca camisa un poco más dejando a la vista su propio músculo.

—Observa mi brazo —le pidió, flexionándolo para con- traer el músculo—. ¿Ves a lo que me refiero?


Amanda puso los ojos en blanco. Libros e historias le habían enseñado que los hombres eran competitivos y que les gustaba exhibir su fuerza. Comprobar cómo algunos de esos rasgos se cumplían en Callum era fascinante. Ni si- quiera había sido criado por hombres, pero repetía los pa- trones, como si esas sustancias exclusivas masculinas, que describían las científicas, tuvieran el poder de modelar el comportamiento.

En ese momento, más que nunca antes, lo vio como el hom- bre que era, y todas esas historias horribles sobre su especie la golpearon aterrorizándola, poniéndole la piel de gallina. A la vez, lo sintió más exótico, prohibido y peligroso que nunca.

—No tengo intención de competir contigo —dijo, al fin, cruzándose de brazos—. Además, tus preciosos músculos no te han servido para levantar esa mesa.

Se dio cuenta de que había sido un error decir eso último en cuanto vio la expresión desafiante de sus ojos. Callum regresó a la mesa y se dispuso a levantarla. Logró hacerlo soltando un rugido que la hizo mirar hacia la puerta de la sala. Por suerte estaba cerrada y la maciza madera ahogaría el sonido.

Lo reprendió por el descuido, pero él se limitó a sonreír orgulloso de su proeza y Amanda no pudo evitar reírse.

—De acuerdo, ¡estás contratado! Puedes ayudarme a crear

mis muebles.

—¿Cómo supiste que hacer muebles era tu vocación?

Se acercó a él para quitarle un serrucho de la mano y acari- ció la herramienta con cariño. ¿Cómo explicarle lo que sentía cuando estaba rodeada de madera? Cuando modelaba las pie- zas y poco a poco iba construyendo algo hermoso que había salido de su imaginación.

—De pequeña, siempre analizaba las piezas de los mue- bles, dónde se unían, cómo estaban ensambladas. También me fascinaba la manera en la que la madera cambia de una pieza a otra, como si tuviera su propia personalidad. Es difícil de


explicar, pero cuando estoy haciendo esto, me siento comple- ta y solo entonces entiendo mi lugar en el mundo.

Callum se dejó caer sobre el alféizar de la ventana que es- taba rematado en asientos, con hombros alicaídos. Por alguna razón, todo aquello parecía estarlo confundiendo o, incluso, deprimiendo.

—¿Estás bien?

—¿Cuál es mi vocación? ¿Mi razón de vivir? —inquirió, mirándole a los ojos como si allí pudiera encontrar la respues- ta—. Soy un siervo, pero, ¿y si quiero ser otra cosa? ¿Qué ocurre si quiero ser médico? No puedo porque soy un siervo, y ya han determinado por mí que eso es lo que debo hacer el resto de mi vida. Amanda, ¿crees qué eso es justo?

Le apartó la mirada y con un trapo comenzó a limpiar la silla en la que había estado trabajando las últimas semanas.

—Antes de la bacteria, a las mujeres no se les permitía acudir a la Universidad y estaban relegadas a actividades re- lacionadas con las labores de la casa.

Callum se mordió los labios con desazón.

—Esta vez las cosas serán diferentes —le aseguró después de sopesarlo por un instante—. Esta vez ambos sexos tendrán libertad para hacer lo que quieran.

Amanda dudaba que los hombres fueran a permitir que algo así ocurriera, sobre todo después de descubrir que los habían mantenido en ese estado durante tantos años. Las re- presalias harían que la situación de la mujer fuera aún peor que la de antaño.

Pero no iba a discutir con él. Tenía que hacerle creer que compartía sus opiniones y que sus planes eran los mismos que los de él: liberar al resto de los hombres.

―Pues enviemos esa carta.


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