La mirada de Callum #Wattys2...

By hollyjoynovelas

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Imagina que vives en la Inglaterra Victoriana. Ahora imaginatela con un nuevo órden donde las mujeres son la... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 5
Capitulo 6
Capítulo 7
8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
¿Lo quieres en papel?
La segunda parte empieza en Febrero

Capítulo 4

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By hollyjoynovelas

4

Subieron por las escaleras de madera y sus escalones, humedecidos por años de clima inglés, rechinaron bajo el peso de sus cuerpos. Callum observaba discretamente los cuadros que adornaban las paredes, en su mayoría renacentistas. Se detuvo ante uno de los que estaba mejor iluminado por la lámpara del pasillo para observarlo con más atención. Se trataba de una escena en un bosque donde una dama estaba tumbada so- bre su espalda cerca de las raíces de un árbol y dos pequeñas hadas revoloteaban a su alrededor. Era el cuadro favorito de Amanda porque le recordaba al poema de Spencer «La Reina de las Hadas», que había releído miles veces.

Lo guió por el pasillo de la planta superior hasta una puerta de madera blanca que daba directamente a las escaleras de la buhardilla. La habitación de Amanda estaba en esa planta y por suerte no la compartía con nadie más. En esa ala de la casa tendrían total privacidad.

Callum se mantuvo callado todo el camino, incluso des- pués de que Amanda cerrara la puerta de su habitación.

―Puedes hablar aquí ―le anunció al ver que el chico la miraba fijamente―. Nadie me molesta jamás en mi habita- ción.

En lugar de mediar palabras, el joven echó un vistazo a la habitación apreciando sus detalles.

—¿La tarde te ha parecido demasiado insoportable? —le preguntó, mientras prendía la lámpara de aceite que descansa- ba sobre su tocador. En esa época del año anochecía después


de las nueve, pero el cielo se había encapotado con nubes ne- gras, dándole una bienvenida temprana a la oscuridad—. Ape- nas respirabas, y no has comido o bebido nada.

—No he tenido el valor —respondió él—. Tu madre tiene aspecto de que le arrancaría una mano al que se atreva a qui- tarle un pastelillo y tu tía de que le clavaría un tenedor al que se sirva una copa de su vino.

—Callum, no seas cruel.

—Tú eres la cruel, pues te has reído, y son tus familiares.

Amanda ocultó una sonrisa, moviéndose a la zona menos iluminada. Por suerte su habitación era espaciosa. Había to- mado la buhardilla de la casa como dormitorio y era la única que dormía en esa planta.

―¿Cuando escribirás esa carta? ―preguntó aún sin mirar- la. Observaba la cama de doseles cubierta casi en su totalidad por las cortinas de azul cielo.

―Ahora mismo ―se apresuró en contestar, feliz por tener algo que hacer―. Mañana a primera hora la llevaremos a correos.

―Tu dormitorio es extraño ―continuó el muchacho, ob- servando los muebles de tonos rosados y verdes con formas de flores y hojas.

Amanda tomó una hoja del cajón de su mesita.

―Yo misma he construido los muebles, por eso nunca has

visto nada parecido.

―Tampoco es que haya visto mucho.

Cierto. Las únicas casas que había visto en su corta vida de conciencia eran el Andrónicus y la mansión Fairfax.

―Aún así te aseguro que no verás muebles parecidos en

ninguna parte. A menos que me los hayan comprado a mí

―dijo con una sonrisa orgullosa. Él posó los ojos en sus labios arrugando el entrecejo como si no entendiera porque sonreía―. Quería que mi habitación pareciera un campo so- leado. Por eso el suelo es verde y el papel de las paredes tiene


hierba verde dibujada, y el techo es azul cielo y los muebles

tienen forma y color de flores y hojas.

―¿Qué significa eso en tu rostro? ―se limitó a preguntar él con la misma curiosidad. Se acercó tanto a ella que no pudo evitar parpadear y encogerse.

―Su... supongo que estoy orgullosa de mi trabajo ―tarta- mudeó―. Muchas mujeres vienen de otras partes de Inglaterra para comprar mis muebles y a veces viajo para decorar sus habitaciones o locales.

Los ojos de Callum detallaron su rostro hasta que una pe- queña sonrisa se dibujó en sus labios.

―Esa expresión... cuando hablas de tu trabajo ―comentó fascinado―. Yo quiero experimentar eso.

Amanda no supo qué responder. Los siervos no se dedica- ban a nada. Cumplían las órdenes de sus amas para facilitarles la vida y como mucho las ayudaban en la profesión que estas habían elegido. En la vida de un hombre no había cabida para la vocación y la realización.

Pero no podía discutir algo así con él. Por lo que agachó la mirada y se concentró en sacar otra hoja del cajón de su escritorio. Se sentó sobre el acolchado asiento verde, mientras que las patas y el respaldo eran marrones como el tronco de un árbol. ¿Cómo no iba a estar orgullosa de su trabajo? Era la pasión de su vida.

Callum se asomó por encima de su hombro. Podía sentir la presencia del muchacho en la piel de su espalda aunque no llegara a tocarla, ¡¿cómo podía sentir el fuego arder en una estancia sin tocarlo!?

Humedeció la pluma en el tintero, con manos un tanto tem- blorosas bajo la atenta vigilancia de Callum.

Era difícil escribir una carta que no pensaba enviar. Sobre todo cuando toda su atención se empeñaba en concentrarse en el ser que respiraba en su nuca. Desperdició varias hojas por la cantidad de errores que cometía.


Callum se puso de rodillas para aproximarse más a la su-

perficie de la mesa.

—Deberías mejorar tu letra —susurró, y esta vez pudo sen- tir su cálido aliento en la oreja—. Parece que lo hayas escrito con los ojos vendados, a lomos de un caballo al galope y em- briagada. Creerán que te lo has imaginado todo.

—Normalmente es bastante clara —se defendió Amanda, echándole un rápido vistazo. Tenía que dejar de reír cada vez que la insultaba o él lo tomaría como una buena costumbre. Se inclinó sobre su lado izquierdo, simplemente para poder alejarse un tanto y recuperar el aliento.

—Diles que estoy dispuesto a que me examinen y a pasar por todas las pruebas que sean necesarias.

Amanda se detuvo.

—¿Te sacrificarías así por los demás? —inquirió con el

ceño fruncido.

Las pestañas negras de Callum, que ocultaban sus ojos mientras estaban fijados en la carta, ascendieron y sus pupilas se encontraron.

—Mientras los demás no sean libres yo tampoco lo seré

—sentenció con seriedad—. ¿Cuántos días como hoy me que- dan?

Amanda bajó la mirada y, sin responderle, continuó es- cribiendo. ¿Qué cuántos días le quedaban como aquel? Pues probablemente ninguno, porque al día siguiente iba a denun- ciarle. Sin más aplazamientos ni demoras. No podía dejar que Callum le cogiera gusto a la vida o acabaría sintiéndose como una asesina.

—Ya está —dijo, después de firmar la carta.

Él la cogió y se puso de pie para releerla.

―Me resulta tan inexplicable el hecho de saber leer cuan- do no recuerdo haber aprendido. Ni siquiera estoy seguro de qué cosas puedo hacer.


―A todos los jóvenes les enseñan lo mismo. A ser útiles y agradables. Les enseñan a tocar instrumentos, a leer con voz dulce, a bordar...

―¿Nos enseñan a jugar a las cartas? ―la interrumpió él.

―No, se necesita inteligencia para jugar a las cartas, por- que se deben tomar decisiones estratégicas.

―¿Es por eso que lo haces tan mal?

Amanda pestañeó, y esbozó una sonrisa sarcástica mien- tras le contemplaba con ojos entornados.

―En realidad, tengo una habilidad excepcional con los juegos de cartas, es solo que... ―balbuceó. No era especial- mente propensa a la timidez, pero algo en la mirada de él tenía el poder de alienarla de su propia personalidad.

―Me gustaría que me enseñaras a jugar ―le pidió sin pa- recer advertir su desasosiego.

Amanda asintió, aunque sabía que al día siguiente todo ha- bría terminado. Quizá podría esperar un día más para calmar su curiosidad sobre los hombres. Despertaba en ella sensa- ciones nuevas que, aunque desagradables en su mayoría, le hacían sentir viva.

―Mañana, quizá, ahora podría leer un poco antes de irme a dormir ―mientras hablaba, lo sostuvo del brazo para en- caminarlo a su propia habitación―. La alcoba contigua es tu habitación. Están comunicadas.

Amanda agarró el pomo de la puerta y tiró de ella, pero esta apenas se abrió un palmo antes de encontrarse con un obstáculo que resultó ser una mano de Callum, firmemente plantada en la superficie de la madera.

―¿Dormir? Debe de ser una broma ―exclamó horrorizado, como si se tratara de un crimen. Empujó la puerta para cerrarla de nuevo―. Hay tantas cosas por des- cubrir, y pretendes que me duerma. Llevo dieciocho años durmiendo.


Amanda suspiró. Sus ojos escocían como protesta a su maltrato. Pero no le sorprendía que Callum se negara a darle un momento de paz.

―¿Por qué no hacemos eso de lo que hablaba tu prima?

―No ―exclamó demasiado abrupta. Había enrojecido

hasta la punta de los pies.

―¿Por qué no? Sonaba divertido.

―Porque... necesitas un corte de pelo ―soltó al fin. Era cierto que lo necesitaba y al menos le valdría de excusa para apartarlo de tales cavilaciones.

Callum la miró con una mueca asustada, y dio un paso ha- cia atrás.

Contenta por tener un cometido menos aterrador que el que insinuaba su prima, caminó hasta su tocador y sacó un par de tijeras y un peine.

―No harás tal cosa ―lo escuchó decir a su espalda.

―No tienes porqué asustarte. Todos nos cortamos el pelo

de vez en cuando, y a ti sin duda te ha llegado el momento.

Dejó las tijeras sobre la pequeña mesita redonda que yacía en mitad de su habitación, y se colocó frente al muchacho.

―Quítate la chaqueta ―le pidió con un tono suave.

Callum la miró a los ojos durante unos segundos, y allí debió de leer una determinación inapelable, pues acabó por obedecerla.

Debajo de la chaqueta llevaba un chaleco del mismo color sobre una camisa blanca. También se lo quitó. Deshizo el ele- gante nudo del pañuelo, se lo sacó por un lado y lo tiró sobre la silla junto al resto de prendas. A continuación, se dispuso a desabotonarse la camisa blanca.

―Es suficiente ―declaró Amanda al ver asomar las claví- culas y la parte superior de su pecho.

―Estahabitaciónpareceelcalderodeunabruja―respondió él, encogiéndose de hombros. Por supuesto, él no comprendía sus objeciones.


No podía negarlo. El sol había golpeado el tejado de la casa durante todo el día, pero Amanda no lo había notado hasta ese momento. Una gota de sudor se deslizó por su es- tómago.

―Siéntate ―le ordenó un tanto brusca, y se encaminó a la

ventana más cercana para abrirla de par en par.

Él hizo lo que le pedía pero no sin refunfuñar. Ella se colocó a su espalda y comenzó a cepillar su cabello con sua- vidad.

―¿Por qué necesito un corte de pelo?

―Porque el cabello tan largo en un caballero desafía la

moda.

―¿Moda? ―repitió él, echando una mirada por encima de

su hombro.

Amanda lo sujetó por las sienes para obligarlo a mirar ha- cia delante.

―No te muevas o te cortaré una oreja.

―¿De dónde viene la moda?

―Normalmente de la gente rica y atractiva. En Crawley se trata de Sarah Richardson, la joven más acaudalada del pueblo. Ella viaja a menudo a Londres, donde acude a fiestas y se fija en lo que llevan las mujeres más populares. Entonces, regresa a Crawley con los últimos vestidos, cortes de pelo y complementos; y organiza fiestas para que las demás rabie- mos de envidia.

Amanda detuvo el cepillo y se echó un poco de agua de la jarra que yacía en la mesita para mojar el cabello de Callum y que fuera más sencillo de cortar.

―Entonces, ¿la moda no es otra cosa que disfrazarte de

alguien que piensas que es mejor que tú?

Al ver que había dejado de pasar las manos por las hebras castañas de su cabello, Callum elevó la cabeza para mirarla a través del espejo.


―¿Por qué sonríes? ―le preguntó, con la curiosidad de un niño pintada en la cara. Amanda nunca había tenido tantas ganas de darle un beso a nadie.

―Antes he sentido lástima por el hecho de que no hayas tenido una infancia ―le explicó―. Pero me acabo de dar cuenta de que gracias a ello, tu mente no vive en la jaula de la sociedad, y tu forma de razonar es completamente libre. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que mis amigas y yo nos disfrazamos de la señora Richardson, que a su vez está disfrazada de alguna dama popular en Londres, que a su vez se ha disfrazado de otra dama que ha visto en sus viajes a París.

Sonrieron juntos ante el hilo de pensamientos.

—Eres un verdadero filósofo.

―Quizá deba dejarme la barba larga y vestirme con una de

tus sábanas.

Amanda sonrió al imaginárselo de esa forma; y continuó humedeciéndole el pelo. Puede que ya estuviera mojado, pero adoraba sentir los suaves mechones entre sus dedos.

―¿Jane es más rica que tú? ―le preguntó el joven tras un momento de reflexión.

―No, mi familia es mucho más acaudalada que la suya

―respondió mientras volvía a cepillarle el pelo.

―Entonces, ¿por qué decidiste tirar tu collar cuando ella

lo criticó?

Sus ojos se encontraron en el espejo y notó como sus meji- llas ardían. Cuando había hecho aquello no sabía que él estaba despierto, y ahora recordaba que el joven lo había seguido con su mirada curiosa.

―Yo... no ―balbuceó, incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Tragó saliva, antes de continuar―. Siempre sigo los consejos de Jane en lo referente a la moda, pues ella es más hermosa que yo.


Lo observó con atención tras hacer esa declaración. Callum apartó la mirada pensativo, quizá buscando en su memoria a la bella Jane.

―Aun así ―comenzó, y ella no pudo refrenar el impul- so de dar un tirón deliberado a su cabello. El joven soltó un quejido.

―Disculpa.

Callum la miró ceñudo a través del espejo, pero pareció creerse que había sido un accidente.

―Aun así... ―prosiguió con vehemencia―, no deberías ha- ber tirado un collar que te gustaba, solo porque ella no lo aprue- be. De hecho, deberías rebelarte contra Jane, la señora Richard- son y cualquier otra mujer, y empezar a llevar lo que te plazca.

Sonrió contagiada por el entusiasmo libertador de su siervo.

―Creo que ya me estoy rebelando contra todas las mujeres a la vez, manteniendo a un siervo parlanchín y lleno de ideas revolucionarias escondido en el ático.

Callum tuvo el descaro de guiñarle un ojo a través del es- pejo, y Amanda contuvo una risita que, de haber escapado, se hubiera parecido vergonzosamente a la de sus primas.

Dejó el cepillo sobre la mesa y cogió las tijeras con la otra mano. Cuando hubo seleccionado un mechón del flequillo de Callum entre sus dedos índice y corazón, colocó las hojas de las tijeras sobre estos para comenzar la labor. Él se encogió de hombros y arrugó la cara como si esperara un dolor inminen- te. Amanda se detuvo al verlo.

―Callum, no sentirás dolor alguno.

El joven abrió un ojo primero, como si aún no lo creyera,

y finalmente el otro para observarla con cierto recelo.

―¿Cómo no va a doler que me cortes?

Amanda intentó no reírse. Se imaginaba lo ultrajante que debía ser que el causante de tu ignorancia se burlara de ella en tus narices.


―Te prometo que no te dolerá ―buscó sus ojos, ahora gri- ses, una vez más en el espejo―. ¿Confías en mí?

No lo hacía, pero no le quedaba otra opción que encomen- darse a la única aliada con la que contaba. Por fin, relajó los hombros al comprobar que los cortes no dolían. El chico que escondía en su habitación era como un niño pequeño embuti- do en el fornido cuerpo de un hombre, y su inocencia lo hacía tan adorable que tiraba de los pequeños hilos invisibles de sus entrañas.

―Cuéntame más sobre cómo eran las cosas antes de la bacteria ―le pidió, mientras ella se concentraba en que todos los mechones quedaran del mismo tamaño. Tarea que había sido más fácil en su imaginación que en la práctica.

―Yo nací después del cambio. Pero las mujeres mayores y las profesoras de la escuela nos cuentan multitud de his- torias. Este siglo ha sido como una vorágine de transición y cambio. Y de castigos divinos. En medio del humo, la pulcri- tud y el sufrimiento de niños trabajando jornadas demasiado largas en las fábricas, Dios se manifestó enfurecido. Envió su cólera en la forma de una enfermedad con el mismo nombre. Todos pensaron que el cólera viajaba por el aire fétido de las calles de Londres, pero no era así. En realidad, la enfermedad se deslizaba por las inmundas aguas del río Támesis. No obs- tante, a Dios no le satisfizo este castigo y en vista de que las mujeres y niños, los favoritos de su creación, seguían siendo maltratados, les envió a los españoles la bacteria, a sabiendas de que se propagaría por todas partes. Fue entonces cuando llegaron los días más oscuros. Los hombres cayeron con rapi- dez, uno tras otro, y abandonaron los puestos de trabajo que ocupaban. La sociedad se paralizó como nunca antes había ocurrido. Durante unos meses todo fue confuso y doloroso. Apenas había comida en el mercado, los bancos y las fábricas cerraron y los transportes se detuvieron durante varias sema- nas. La reina Victoria se reunió con otras mujeres cercanas al poder en sus respectivos países. Después de su regresó de esa


importantísima reunión, publicó un comunicado escrito de su puño y letra. En ese comunicado, explicó los precedentes que marcarían la nueva estructura de la sociedad. El comunicado era bastante largo y por desgracia nos obligan a estudiarlo en la escuela.

―Me gustaría leerlo ―la interrumpió Callum, que la contemplaba con ojos atentos. Gracias a su incapacidad de ocultar los sentimientos en su rostro, Amanda sabía que lo entretenía con su narración. Ella era la cuentacuentos de la fa- milia. Las noches frías solía entretenerlas con historias junto a la chimenea.

―Estoy segura de que hay una copia en la biblioteca. Pero en resumen, la reina Victoria decretó que toda mujer apta para trabajar debía ocupar los puestos que creyera que su vocación y conocimientos le permitirían desempeñar. Se habilitaron las escuelas para ayudar a las mujeres confusas a identificar su vocación y recibir educación gratuita en caso de necesitarlo. Gran parte de la población continuó trabajando en los puestos que habían tenido antes de la bacteria, otras, aquellos en los que habían asistido a su marido, como la mujer del tendero o la del granjero. La idea de la reina Victoria era muy benévo- la, pues daba la oportunidad de que cualquier mujer pudiera dedicarse a lo que le placiera. Pero, ponerlo en práctica, fue complicado. Tomó tiempo que las cosas volvieran a su cauce, y que la sociedad evolucionara como lo había hecho con los hombres.

Amanda tuvo que refrenarse de contarle a Callum como siete años más tarde una científica encontró el antídoto para la bacteria. No obstante, para entonces, las mujeres no estaban tan seguras de que desearan recobrar a los maridos y padres que las habían tratado como si fueran sus amos, y que aho- ra, obedecían todas y cada una de sus órdenes sin rechistar. La opinión estaba dividida. La reina Victoria era de las parti- darias de despertar a los hombres; pues, como todos sabían, había amado mucho al príncipe Albert y echaba de menos su


compañía. Para decidir de forma oficial, se organizó una gran votación, y el resultado no fue favorable para los esclavos. Los hombres permanecieron esclavizados casi otras dos déca- das hasta la llegada de Callum.

―¿De veras crees que fue un castigo divino? ―inquirió el

muchacho sacándola de su ensimismamiento.

―Lo parece, ¿no crees? ―dijo ella secándole el pelo con un paño―. Dios tiene una forma sutil de comunicarse. Sin duda, opina que al siervo le llegó el momento de convertirse en amo.

Callum entornó los ojos.

―Puede que me haya enviado por que es el momento de

que no existan ni siervos ni amos.

Amanda contuvo el aliento. No se le había pasado por la cabeza que Callum fuera parte de un mensaje divino, y si lo era, ella era la receptora directa del mensaje. La idea pesó sobre su pecho como un saco de harina. ¿Qué ocurriría si no entendía correctamente el mensaje o si hacía lo contrario de lo que debía? Si aquello era un acto de Dios, entonces sus de- cisiones serían mucho más importantes de lo que había creído y afectarían al destino de toda la sociedad, no solo al de ellos dos.

El esfuerzo de pensar en algo tan importante hizo que un pinchazo de dolor cruzara sus sienes. Cerró los ojos con fuer- za, y recordó lo cansada que estaba.

―Mañana será un nuevo día lleno de novedades para ti

―le dijo. Callum se había levantado y se paseaba por su habi- tación, curioseando entre sus cosas―. Ahora debemos dormir.

—Juguemos a eso de lo que hablaban tus familiares —le recordó, ignorando su orden—. ¿De qué se trata?

Amanda fantaseó sobre su sugerencia. Era lo que se es- peraba de la primera noche. Se imaginó caminando hacia él para terminar de quitarle la poca tela que cubrían sus anchos hombros. Su piel debajo se adivinaba cálida y gruesa.


Tragó saliva, concentrándose en que sus manos dejaran de temblar. Ninguna de sus conocidas tenía a un hombre cons- ciente en su primera noche. Ninguna de ellas se hubiera atre- vido a ponerle un dedo encima a Callum a riesgo de despertar los instintos salvajes del joven. El miedo la petrificaba solo con pensar en ello.

―¿Amanda?

Se mordió el labio mientras pensaba en un juego para en- gañar al muchacho.

―Colócate frente a mí ―comenzó con tono instructivo―. Así es. Levanta las manos y sacúdelas como hago yo. «Mary Elizabeth salió a pasear ―comenzó a canturrear mientras le ensañaba a chocar sus palmas contras las de ella y las suyas propias de forma rítmica. Era algo a lo que había jugado mi- llones de veces cuando era más joven con sus primas y sus amigas, y en alguna ocasión, no hacía mucho, con su hermana Cassandra―. Se encontró con la panadera y esta la saludó. Se encontró con la carnicera y esta le sonrió...». Callum debes imitar mis gestos.

―Lo estoy intentando ―exclamó, moviendo las manos deprisa, pero complicándose haciéndose un lío con la coordi- nación, sobre todo cuando tenía que gesticular para coincidir con la canción.

Amanda empezó de nuevo otras tres veces, esperando a que él lo memorizara; pero Callum lejos de mejorar, empe- zó a arrugar el entrecejo como si no se estuviera divirtiendo lo más mínimo. No era de extrañar, pues una actividad así no interesaría a nadie que tuviera más de diez años. Pero era lo único que se le había ocurrido.

—¿Es este el juego que suscita tantas risas entre tus pri- mas?

La indignación en la voz del muchacho casi la hizo sonreír, pero se cuidó de no parecer sospechosa. Se limitó a asentir con la expresión más convencida que pudo.


―Tus primas son bobas.

Ocultó una sonrisa, aun cuando le daba pena engañarlo de esa forma. Si tan solo supiera qué distinto era el juego al que se referían todas y cuánto más le hubiera gustado. Apartó esos pensamientos de su mente de inmediato, pues la idea de que a él le gustaría que ella lo besara, le quitó el aliento.

―Hay otras canciones, si quieres que te enseñe...

―Otro día ―la interrumpió el joven enfurruñado―, me

duele la cabeza.

Amanda rio para sus adentros, por lo endeble de la excusa.

Callum se sentó sobre la cama. El colchón se hundió más de lo que solía hundirse con ella.

—Esa es mi cama. No te sientes ahí —le rogó.

Lejos de obedecerla lo vio esbozar una sonrisa maliciosa mientras se quitaba las botas.

—¿Tienes miedo de que te rompa el nido, insecto? —in- quirió, y acto seguido se puso de pie sobre la cama y comenzó a saltar.

Callum era demasiado inocente para entender a qué le te- nía miedo ella en lo referente a él y a su cama. Sintiéndose a salvo, se acercó a la vera del lecho y, como si le estuviera hablando a Cassandra, lo instó a bajarse.

—Eres una estirada. Seguro que nunca has hecho esto —la acusó desde su posición superior—. Seguro que cuando eras pequeña jugabas a tomar el té.

Recibió un recuerdo fugaz de sí misma, sentada en aquella misma habitación sirviéndole el té a sus peluches y una sonri- sa poco disimulada la delató.

—Lo sabía —celebró Callum, apuntándola con un dedo acusador. Acto seguido, se inclinó para agarrarle el brazo.

Amanda reculó, evitándolo, y Callum se bajó de la cama para ir hacia ella. Su corazón se disparó mientras lo esquivaba una vez más en el centro de su habitación. Una risa nerviosa


se apoderó de ella y, entonces, él la alcanzó y tiró de ella hacia la cama.

—¡Para, Callum! —lo instó, pero su risa descontrolada le quitó importancia a su petición. Su corazón seguía bombeando frenético, sobre todo cuando el joven, al ver que se resistía, le rodeó la cintura con un brazo de hierro y la alzó por los aires con pasmosa facilidad. La subió sobre la cama y, sosteniéndola por los hombros, la instó a saltar con él. Amanda se dejó llevar por el momento de locura y las carcajadas que lo acompañaron.

—No soy el único que tiene que recuperar la infancia per- dida —le gritó entre saltos.

Cuando se detuvieron, su corazón tardó un poco más en dejar de dar saltos. Se sentía bien, igual que cuando corría por el bosque o jugaba con sus primas. Todas las venas de su cuerpo bullían con emoción.

Casi sin aliento, Callum se dejó caer sobre la cama.

—No puedo creer que no hicieras travesuras de pequeña

—le dijo, remangándose la camisa, acalorado tras el ejercicio.

—Por supuesto que he hecho travesuras.

—¿Como por ejemplo?

—Una vez eché al fuego el libro favorito de Isolda. Callum juntó sus labios en forma de o.

—¿Qué ocurrió?

—Mi madre me castigó con no leer en un mes —le explicó, arrugando los ojos ante el esfuerzo de volver al pasado—. Fue un mes muy aburrido. Supongo que por eso evito hacer trave- suras. Bueno, por eso y porque ya tengo 18 años.

—¿Sí? —preguntó Callum, sonriendo—. Yo tengo una se- mana, y me quedan muchas travesuras por hacer. Todas las que mi imaginación sea capaz de elucubrar.

Amanda se miró las manos. Las mejillas de Callum esta- ban enrojecidas por el calor y su nuevo corte de pelo lo hacía aún más guapo.


—Tus ojos están inyectados en sangre —exageró él, cambiando de tema—. Creo que no tengo más remedio que dejarte dormir.

Acto seguido, bostezó y se dejó caer sobre su espalda.

―Yo no quiero dormir ―protestó de nuevo. Pero se con- tradijo así mismo, cerrando los ojos y girando el rostro hacia un lado―. Tantas cosas por vivir.

Amanda se levantó de la cama, y se escondió detrás del bonito biombo de madera y espejos que tenía en un extremo de su habitación. Antes de esa noche, solo lo había usado para analizar su reflejo en él y para colgar prendas de vestir. Esa era la primera vez que el bastidor cumpliría su función de ocultar un cuerpo desnudo.

Se quitó el vestido. Era precioso, pero era lo más incómodo que había llevado jamás. No entendía como las mujeres del siglo anterior los habían usado a diario.

Se puso la fina camisola rosa con la que normalmente dor- mía en verano y por primera vez le pareció indecente.

―Callum, quiero disculparme por lo que has tenido que soportar hoy. Me imagino lo tedioso que debe ser sentarte en silencio durante horas.

Él no contestó.

―Quiero que sepas que no todos los días van a ser así. Hoy eras la novedad así que tenía que dejarlas jugar contigo, pero mañana no habrá tanto abuso. Te lo prometo.

Otra vez sin respuesta.

―¿Callum? ―Amanda salió de atrás del biombo, sin poder evitar encoger el pecho y ocultarlo entre sus brazos. El muchacho seguía tumbado en la misma posición en la que lo había dejado, sobre su espalda con las piernas colgando por el flanco de la cama. Ni siquiera se había molestado en levantar la cabeza al escucharla.

―Encontrarás un pijama cómodo en tu dormitorio. Allí

nadie te molestara... ¿Callum?


Se acercó a la cama para poder verle la cara, y se lo encon- tró totalmente inmerso en el en más profundo de los sueños.

Al fin pudo contemplar sus facciones sin que sus inquisi- tivos ojos la estudiaran de vuelta. Cuanto más lo miraba, más le gustaba su rostro y su pelo. A esas alturas no podía imagi- narse con ninguno de los demás jóvenes de la ceremonia. El tendón de su cuello estaba en relieve debido a la postura y la fragancia se desprendía de la piel caliente del joven con una intensidad embriagadora. Ojalá pudiera tocarlo un poco sin arriesgarse.

Se obligó a dejar de mirarlo y encaminarse hacia su es- critorio. Tenía otra carta que escribir. Aquella que mandaría a Brighton al día siguiente, en lugar de la carta que él la había visto escribir.

Cuando terminó, regresó a la cama. Se tumbó en el extremo opuesto con el más ridículo de los sentimientos de felicidad en su pecho.

Echándole un último vistazo antes de apagar la vela, se dijo que esperaría una semana para denunciarlo, el tiempo que le había prometido antes de ir a Brighton. Durante ese tiempo, lo dejaría experimentar el mundo a su alrededor.

O quizá fuera ella la que deseaba experimentar un nuevo mundo; y tenía el instrumento perfecto para ello dormido en su cama.

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