Latido del corazón © [Complet...

By KralovnaSurovost

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Sebastián Videla poseía los ojos de un demonio melancólico, tan frágil y dañado que Ángela nunca recuperó lo... More

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Anexo, Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
II Parte
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 25
Anexo, Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Anexo, Capítulo 40
Capítulo 41
III Parte
Capítulo 42
Primera carta
Capítulo 43
Segunda carta
El Malo
Capítulo 44
Capítulo 45
Tercera carta
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Anexo, Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Epílogo
Agradecimientos
Capítulo extra
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Fotografías del libro en papel

Capítulo 24

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By KralovnaSurovost

Justo cuando salí del ascensor observé a los paramédicos corriendo por el pasillo frente a mí. Las sirenas de las ambulancias sembraban el caos y la incertidumbre entre los miembros del personal, quienes por más años de experiencia que tuvieran nunca dejarían de sentir adrenalina al escuchar el aviso de heridos en camino. Era todo tan estresante que las personas apenas hablaban entre sí, solo se dictaban órdenes con voz determinada.

Aspiré el aroma a desinfectante y el hierro de la sangre que cada vez se volvían más familiares. Abandoné el ascensor y decidí comenzar a trabajar, pues de lejos escuchaba la sirena de otra ambulancia aproximándose y toda la ayuda que pudiera brindarse era muy necesaria. Caminé a paso rápido y crucé la esquina hasta toparme con la espalda del doctor Martínez, el cual vestía su uniforme verde que lo identificaba como uno de los cirujanos y caminaba con mi misma velocidad hacia la sala de espera.

Corrí hasta ponerme a su lado. Me miró por el rabillo del ojo, hablando a través de su barbijo blanco. Tampoco se había molestado en quitarse la redecilla que le cubría la cabeza y parecía muy enfocado en llegar a su destino.

—Buenas noches, Ángela. ¿Cómo ha transcurrido tu jornada?

Cuando lo conocí su formalidad me pareció apropiada y lo respetaba muchísimo, pues todos hablaban de su exitosa trayectoria como médico y contaban breves historias sobre vidas que había salvado, dejándome fascinada. Entonces, me pidió que le ayudara en urgencias por primera vez, y más que encantada acepté. Si la doctora Fernández estaba de acuerdo, ¿por qué yo no? Y la experiencia fue agotadora, aunque gratificante. El problema comenzó cuando él siguió insistiendo en que lo acompañara. No le importaba lo que yo estuviera haciendo, si estaba o no de acuerdo, porque buscaba la forma de ponerme en una posición donde no tuviera más opción que aceptar.

Rafael Antonio Martínez tenía cuarenta y cinco años, era médico-cirujano y acostumbraba manipular a las mujeres sin que estas se percatasen. Utilizaba su sonrisa fácil y encanto para obtener lo que quisiera, sin importarle cómo esto pudiera repercutir en los demás. Él no era, ni de cerca, mi tipo de hombre, pero su cabello castaño estilo bohemio era lo que derretía a las madres solteras del hospital. Yo no le encontraba nada de especial, me parecía un hombre que en sus tiempos tuvo que ser atractivo pero ahora era normal. Tenía la piel clara, los ojos castaños con un rostro alargado y la boca con más labia de toda la región.

—Doctor Martínez, ¿para qué me quiere aquí? —le contesté con irritación apenas contenida. El resto de mis compañeros de carrera nunca soñarían con que les permitieran desempeñar este tipo de trabajo.

Creí que se dirigía a la sala de espera pero me equivoqué. Empujó con fuerza las puertas dobles y las atravesamos sin detenernos. Ahora la sirena de la ambulancia traspasaba las paredes y atacaba mis oídos. Estábamos cerca de la zona de caos y él parecía decidido a sumergirse en el desastre.

—Esta noche estamos cortos de personal —señaló— y ha habido una balacera. Los heridos no paran de llegar.

La gravedad de la situación me envolvió de inmediato y me despojó de cualquier reclamo sobre abuso que pensara hacerle. Ahora entendía por qué todos parecían tan exaltados, sudando a mares. Era una noche ardiente de mediados de septiembre que se convertiría en el inicio de mi pesadilla; lo noté en el momento en que los vellos de mi nuca se erizaron y el corazón se expandió contra mi pecho.

—¿Cuántos heridos?

—Han ingresado seis heridos de bala y uno con más de siete puñaladas en todo el cuerpo. Dos ya están en los quirófanos, pero no creo que demos abasto. Están llamando al personal del turno de la mañana para que venga a ayudar.

—¿Y los otros hospitales?

—Están tan ocupados como nosotros —gruñó—. Un hijo de puta decidió conducir borracho y chocó contra un autobús. Más de veinte personas resultaron gravemente heridas.

—Jesús —exhalé, sintiendo mi estómago tenso de la preocupación—. ¿Qué necesita que haga?

—Ayuda a los paramédicos —nos detuvimos antes de llegar a la entrada, donde los socorristas bajaban otra camilla de la ambulancia y una enfermera se lanzaba en su auxilio—. Haz todo lo que los otros doctores te indiquen hasta que yo vuelva. Necesito hacer una llamada —señaló una de las oficinas cercanas a la zona—, luego regresaré al quirófano y vas a asistirme. ¿Está claro?

Asentí con tensión, intentando aplacar los nervios de mi estómago. Nos separamos sin demora y alcancé la camilla que empujaban hacia el interior. Me aferré a ella y con atención escuché las indicaciones que vociferaba una doctora. Dirigí la mirada hacia abajo y me encontré con un hombre moreno de no más de treinta años que había recibido dos disparos en el pecho; sangraba profusamente y se encontraba inconsciente. Empujé la camilla con toda mi fuerza y corrimos hacia las salas de cirugía.

Hora y media después, Antonio se encontraba inclinado sobre el cuerpo de un hombre, cosiendo la herida después de extraer la bala. Su frente estaba perlada de gotas de sudor y en ella se formaba una gran línea de concentración. Yo me hallaba de pie a su lado, utilizando guantes, red para el cabello y una mascarilla. Sostenía en mi mano el recipiente donde se encontraban todas las balas extraídas y me mantenía cerca de las herramientas que pudiera necesitar.

Una enfermera y otro doctor irrumpieron en el quirófano con su ropa de protección puesta. Caminaron con celeridad y la enfermera se acercó a hablarle a Antonio en voz baja. Este detuvo sus movimientos y la escuchó con atención. Yo me esforcé por curiosear de qué le estaba hablando, pero sus palabras eran rápidas y muy bajas.

Entonces, Antonio me pasó el hilo y la aguja y yo los dejé de lado, sorprendida. Me miró con tanta preocupación que quedé inmóvil.

—Ángela, acompáñame —ordenó—. Ellos terminarán el resto.

Dejé el recipiente y corrí para seguirle el paso. Nos quitamos toda la ropa de protección y volví a quedar en mi pálido uniforme. Lavamos nuestras manos y no perdimos un segundo antes de correr hacia el exterior. De nuevo nos dirigíamos hacia la zona de ingreso de las ambulancias y yo me preguntaba qué había dicho la enfermera para captar de tal manera su atención y marcharse a media operación. ¿Serían más heridos? Ya no dábamos abastado; cada miembro del personal se encargaba de seis cosas al mismo tiempo y todas las salas de cirugía estaban ocupadas. Si algo más había ocurrido, este lugar iba a colapsar.

Las sirenas casi hicieron sangrar mis oídos cuando nos acercamos el máximo posible a las puertas de ingreso. Nos detuvimos un segundo, yo me preguntaba con una odiosa ansiedad qué estábamos esperando, y entonces entró otra camilla acompañada por dos paramédicos que la empujaron en nuestra dirección. Antonio y yo nos pegamos a ella de inmediato y comenzamos a escuchar el diagnóstico que ofrecían los socorristas.

—Hombre de veinticinco años, traumatismo craneoencefálico. Ha perdido mucha sangre y sus signos vitales son apenas perceptibles.

—Llévenlo a la sala de operación —ladró Antonio—. Ángela, necesitamos sangre. —Miró al hombre inconsciente, donde un halo carmesí se formaba bajo la zona de su cabeza, e hizo una mueca feroz—. Tres bolsas al menos. Trae al resto del equipo, diles que esto es importante.

Me encontraba confundida por su ferocidad, pues llevábamos más de dos horas recibiendo distintos pacientes y este no se encontraba más grave que los demás. De igual forma asentí y me dirigí a buscar lo que me ordenó y a llamar por el intercomunicador al personal necesario para la intervención. Me sentía extrañamente agitada, con una preocupación que nacía desde lo más hondo de mi estómago. Apenas le había dirigido una mirada superficial al hombre inconsciente, pero algo en el comportamiento de todo el mundo me tenía con los pelos de punta.

Llevando tres litros de sangre O positivo entre las manos, corrí hasta el quirófano donde estaba todo el mundo trabajando. Frené en seco cuando observé a dos hombres con trajes de policía custodiando cada flanco de la puerta. Conmocionada, caminé hasta ellos, pensando que quizá me detendrían o comenzarían a revisarme, pero uno asintió hacia mí y me instó a entrar.

Me coloqué la indumentaria de protección con movimientos mecánicos, mi mente disparando preguntas sobre la razón por la que esos policías se encontraban allí. Era más que probable que todo el misterio y la protección policial estuvieran relacionados, así que me aferré a la hipótesis de que estábamos atendiendo a un asesino o a una posible víctima de un crimen. Aplaqué mi nerviosismo al respecto, pues era mi primera vez experimentando algo como eso, y me acerqué al doctor Martínez quien gritaba órdenes a diestra y siniestra.

—Necesitamos detener la hemorragia —bramó. Entonces me reconoció con una mirada de soslayo—. Ángela, la sangre, rápido. Lo estamos perdiendo.

Una de las otras enfermeras me quitó el líquido de las manos y comenzó a abrir las bolsas con la destreza que solo confiere la práctica. Observé los monitores sobre el cuerpo del paciente y sentí mi corazón contraerse con fuerza. No sabía quién era el hombre pero sus lecturas no se veían esperanzadoras. El ritmo de su corazón era muy bajo y la actividad de su cerebro casi había desaparecido por completo. Si no hacían algo rápido, ese hombre podría morir de un infarto o quedar como un vegetal por el resto de su vida.

Me acerqué al doctor, una vez más preguntándome por qué todos se habían exaltado tanto por un golpe en el cráneo, algo que era extremadamente delicado pero muy usual. Miré al paciente, cuya cabeza estaba iluminada por la cegadora luz blanca procedente de una lámpara, y el único detalle que pude observar con atención fue su barba, que abarcaba toda la parte inferior de su rostro hasta las patillas y la zona superior de su labio. Parecía descuidada, y al dirigir la mirada por los brazos del sujeto me percaté de que estos se encontraban fuertes y muy bien marcados, aunque sus manos se veían maltratadas.

No podía ver con claridad el rostro del paciente, pero eran facciones severas que me hicieron removerme con agitación. No se veía desnutrido, pero parecía que apenas ingería lo que le era necesario comer. Me aferré al metal de la camilla y aspiré aire con fuerza a través del cubrebocas. Mi mal presentimiento no se debía solo a que toda la situación era extremadamente extraña o a que ese hombre estaba muriendo, sino a algo que no podía identificar.

Un pitido agudo junto a mi oído me detuvo el corazón. Antonio retrocedió con la velocidad de un disparo y comenzó a gritar.

—¡Lo perdemos!

—Su corazón no responde —informó una enfermera, observando la línea recta que contemplaban también mis ojos alarmados. Nunca había visto a alguien morir de un paro cardíaco súbito.

—¡Enfermera, el desfibrilador! —me gritó Martínez, sacándome de mi nebulosa.

Corrí hacia la esquina y tomé el desfibrilador con la adrenalina quemando todo el camino a través de mis venas. Antonio me lo quitó de las manos mientras yo retiraba del paciente las herramientas que había dejado de lado. Seguidamente expuse su tórax. El doctor rozó los electrodos entre sí, produciendo un chasquido que cortó el aire y me hizo saltar hacia atrás.

—¡Despejen! —gritó, entonces dio una descarga que hizo saltar el cuerpo del paciente con un ruido hueco.

Miré las lecturas del corazón, que seguían siendo una sola línea mortal. Antonio volvió a cargar el desfibrilador y repitió su acción, dando otra severa descarga.

—Carguen a trescientos. ¡Despejen!

El cuerpo seguía sacudiéndose, pero parecía renuente a volver a la vida. Nunca me había sentido más conmocionada, deseando sacudir el cuerpo del hombre con mis manos hasta hacer que su corazón volviera a latir. Sabía que si la electricidad no lo hacía regresar pronto íbamos a perderlo para siempre.

Antonio terminó de dar una cuarta descarga. El sudor era brillante sobre su frente y su voz sonaba cada vez más desesperada. El otro doctor, el resto de las enfermeras y yo lo mirábamos con compasión. Hasta yo era consciente de que Martínez podía ser un hombre poco grato, pero amaba su profesión con todo el corazón y a él lo destruía cada persona que veía morir.

La resignación comenzaba a inundar el ambiente, tanto que el otro doctor se quitó el cubrebocas con evidente tristeza y colocó una mano para detenerlo antes de que diera otra descarga.

—Se ha ido.

—No, joder —gruñó Antonio, observando con ensañamiento los monitores a su lado, como si estos fueran los culpables—. Este hombre no puede morir. No lo merece.

—Doctor... —comenzó una enfermera, dando un paso adelante.

—¡No! —gritó, crudamente atormentado—. Traian me salvó la vida y terminó en la cárcel. ¡No voy a dejar que muera ahora entre mis brazos!

—Mírelo, doctor. No hay nada más que podamos hacer.

Ese fue el primer momento de mi vida en que el tiempo pausó su carrera y las personas dejaron de moverse. Mis manos comenzaron a temblar y miré el cuerpo del fallecido, con el pitido de la máquina anunciando el infarto que sufrió su corazón.

El mismo hombre que me había dejado, diciéndome que volvería en seis días, seis años después estaba muerto.

¡Hola, amores! Los invito a integrarse al grupo de lectores si no lo han hecho ya. Pueden buscarlo como "Lectores de Heartbeat" en Facebook. ¡Les prometo que se divertirán!




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