Cénit (Sol Durmiente Vol.3)

By AlbenisLS

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Tercera Parte de la Trilogía "Rosa Inmortal". El mundo de Rosa Arismendi es completamente diferente al de hac... More

En algún lugar del bosque. Octubre de 1988.
Capítulo 1: Puerto La Cruz, Venezuela. Octubre de 1988.
Capítulo 2.
Capítulo 3.
Capítulo 4.
Capítulo 5.
Capítulo 6.
Capítulo 7.
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14.
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20.
Capítulo 21
Capítulo 22.
Capítulo 23.
Capítulo 24.
Capítulo 25
Capítulo 27
Capítulo 28: Cielo.
Capítulo 29: Infierno
Capítulo 30: Eternidad
Capítulo 31.
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36

Capítulo 26

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By AlbenisLS

En el mundo de los inmortales, es curioso comprender el valor que posee la vida humana y sus relaciones. El amor, la amistad; esos lazos fraternales que son irrompibles son algunas de las cosas que más atrae a los vampiros respecto al comportamiento de los que, al contrario de ellos, sólo permanecen una temporada corta en este mundo y lo dejan para no volver más.

Lo que les causa curiosidad es el hecho de que nada los obliga a permanecer al lado de esas personas que los mortales dicen amar. Nada. Ellos en lugar de aprovechar el poco tiempo de vida que tienen viajando por el mundo y disfrutando de los placeres básicos que este puede ofrecer, prefieren quedarse en casa y formar familias, crecer mutuamente, seguir al lado de sus seres queridos hasta que llega la hora.

Los inmortales creen que tal vez ese don oscuro no lo merece cualquiera, que sólo los que de verdad se sienten desapegados de todo afecto o vínculo emocional son dignos de vivir eternamente.

¿Pero qué sucede cuando aquellas emociones, consideradas tan despreciables y primitivas por los vampiros, se adueñan del corazón inmóvil de alguno de ellos?

Cristóbal Bolívar había esperado recuperar algo de su antigua humanidad, sentir esa calidez en el pecho al ver a la persona más importante para él. ¿Era acaso él una anomalía entre los eternos? Tal vez, porque el amor que él profesaba hacia Rosa Arismendi era puro y verdadero. Había estado esperando sentir aquello desde que había cumplido los veinte años, cuando apenas era un soldado enlistado para la guerra, cuando aún su corazón latía con fuerza de vida, cuando no conocía el horror que venía con la maldición de vivir para siempre.

El más joven de los tres vampiros Bolívar estaba afuera de la enorme mansión que parecía estar incrustada en la montaña, observando cómo se encendían las primeras luces de las casas del pueblo que él había ayudado a crecer, indicando que se acercaba la noche. La primera noche sin luna en un mes.

A pesar de todos los esfuerzos por hallar a la reina de las brujas durante las pocas horas que les quedaban para explicarles que Ariel, la criatura que había asesinado a todas esas brujas, había muerto, había sido en vano. La ubicación de la guarida secreta del aquelarre de Alaysa era un misterio, y ellos estaban seguros que ella, tras todos esos muros encantados, planeaba una masacre.

La reina estaba convencida que matando a los Bolívar, se libraría de una vez por todas de lo que fuese que estaba acabando con las vidas de su gente. El problema era que, además que los tres vampiros eran completamente inocentes de tal crimen, ella también planeaba encontrar a Rosa y destruirla.

«No puedo permitir que eso ocurra». Pensó Cristóbal con tristeza, dándole la espalda a San Antonio y observando la casa en la que había vivido tantos años y había sufrido tantos cambios según pasaban las décadas. El color ámbar de sus paredes había sido escogido por Lucía, su hermana mayor, quien adoraba la decoración.

«Si algo les pasara... Yo...» El vampiro se interrumpió a sí mismo, pues vio a su Héctor, su otro hermano, materializarse a su lado.

—Linda vista, ¿eh? Aunque estás viendo para el otro lado, gafo.

Cristóbal sonrió ante el comentario de Héctor, pero fue una sonrisa breve, casi inexistente.

—Héctor, yo...

—Sé lo que vas a decir—le interrumpió el rubio, mirando con sus ojos verdes claros al vampiro de ojos azul oscuro. Le tomó ambos hombros y le abrazó. —Pero no lo digas, ¿de acuerdo? No tengo nada que perdonarte. Lo has hecho todo bien, hermanito.

Se separaron del abrazo pero siguieron frente a frente.

—¿Cómo sabías que iba a pedir perdón?

—Ah, es porque soy el hermano mayor. Tengo que saberlo todo.

Ambos sonrieron.

—Ahora escucha, sé que habías dicho que no querías ayuda de ningún tipo cuando estas brujas vinieran a volarnos el culo—Héctor sonrió más abiertamente ante su comentario.—Pero no voy a permitir que estés solo protegiendo a Rosa. Ella sigue viva.

«Tendría que haber reaccionado a la sangre apenas tocara sus labios, Héctor. No hizo nada. Se quedó igual de inmóvil.» La imagen de Rosa con aquella horrenda herida en el cuello apareció en las mentes de ambos.

—Tal vez no podamos escuchar su corazón, tal vez no haya reaccionado a la sangre. Pero la bruja que estaba con nosotros ese día dijo que algo la mantenía con vida. Como si tuviera un chaleco antibalas o algo. Y yo le creo.

Tres días atrás, cuando Cristóbal se abrió una herida en su muñeca para darle de beber sangre a una inerte Rosa, algunos miembros de quienes se hacían llamar Aquelarre Nómada estaban allí con ellos. Una mujer mayor llamada Miranda fue quien notó alguna especie de vida existente en Rosa, aun cuando su corazón estaba indudablemente detenido. Entre ese grupo de brujas estaba incluido el hermano gemelo de Sonia, un rubio fornido llamado Stefan.

Él había sido el espíritu valiente capaz de apuntar con una flecha a la criatura en la cual se había convertido Ariel luego de haber matado a tantas brujas. Un Neamh Mairbh, según escuchó después, era el término con el que las brujas denominaban a ese tipo de espanto.

Los gritos de terror de Ariel al saberse perdido todavía resonaban en las mentes de los tres vampiros, pues en ese pequeño instante pudieron sentir la misma agonía del moribundo.

—No fue precisamente una sensación que me gustara mucho, debo admitir— dijo Héctor, soltando un suspiro largo mientras dirigía su pálida cara hacia el oscuro cielo. —Oficialmente es de noche. No deben tardar en aparecer.

Cristóbal enfocó su mirada azul a unos cuantos metros más debajo de la ladera de la montaña donde se hallaba la casa, hacia la carretera. Había pensado que Héctor había observado algún movimiento extraño entre los árboles, o el sonido de unas capas negras ondear en las tinieblas, dispuestas a asesinarlos.

Afortunadamente –o no-, no había nadie.

—Héctor, sabes que esta noche vendrán a buscarnos. Vendrán por Rosa. ¿Por qué no agarraste a Lucía y se fueron?

Héctor arqueó una rubia ceja al ver a su hermano. Bufó sonoramente y le dio un puño en el brazo.

—¿No escuchaste lo que te dije? No vas a estar solo esta noche. Ni ninguna otra. Somos hermanos, hemos pasado por muchas cosas juntos. Si esta es la noche en la que moriremos, pues moriremos los dos.

—Querrás decir "los tres"— dijo la voz de una mujer que unos instantes antes no se encontraba allí.

Lucía Bolívar estaba de pie al lado de Cristóbal, quien al verla no pudo evitar abrazarla fuertemente.

—¿En serio pensaban que iba a perderme toda la diversión?

Héctor estaba sorprendido. Sus ojos estaban abiertos al ver a su esposa allí.

Es que un rato después de que pusieran a Rosa a salvo, la mujer de cabellos largos y castaños desapareció sin dejar rastro. Por más que intentaron comunicarse con ella mentalmente, no lo habían logrado. La barrera había sido de acero.

—Lucía... ¿dónde estabas? Pensé que...

—¿Qué había huido? ¿Estás loco? Nada que ver. Ustedes son la única familia que tengo y no estoy dispuesta a perderla.

—¿En donde estabas? — preguntó Cristóbal, quien aunque ya se había separado del abrazo, le agarraba de la mano.

Lucía se quedó en silencio por un momento, mirando hacia la casa. Cuando los otros dos vampiros hicieron lo mismo, se quedaron sorprendidos.

—Fui a buscar refuerzos.

A través de los enormes ventanales de la casa se podía ver, tal y como si siempre hubiesen estado allí, una docena de personas.

Aquel grupo estaba de pie, dispersado por toda la casa. Entre ese grupo de personas destacaba en la multitud un hombre alto y musculoso, de piel rojiza por el sol y cabello dorado.

—No voy a rendirme así de fácil. Incluso si el cielo se opone.

Todo el aquelarre nómada había aceptado ayudar a los Bolívar en lo que fuese que ocurriera esa noche.

—Pero, ¿cómo...?

—Sólo diré que nuestros amigos libres no están de acuerdo con las estrictas políticas de la reina y han decidido ayudarnos.

Héctor y Cristóbal miraron a Stefan, quien asintió en señal de aprobación. A pesar de sus notorias diferencias, tenían una causa en común: la paz.

Se oyó de pronto un trueno. Miraron al cielo pero no había signos de tormenta. A pesar de que estaba completamente oscuro, el cielo nocturno de San Antonio estaba despejado. Aquello sólo podía significar una cosa.

Ellas estaban aquí.

Los tres vampiros saltaron cinco metros hasta el camino pavimentado, donde a un lado se podía observar el despojo de lo que fue el deportivo azul de Rosa.

«Estamos juntos. Para siempre.» Héctor le tomó la mano a su esposa, quien a su vez le tomó la mano a Cristóbal. Parados allí en medio de la carretera a la cual nadie iba, daban la impresión de ser tres estatuas de mármol.

De haber sido humanos, probablemente su respiración habría estado agitada, su corazón habría bombeado sangre mucho más aprisa, estarían sudando a pesar de la espesa neblina. Ellos, los Bolívar, no eran humanos desde hacía tantos años que a veces sentían que siempre habían sido así, unas criaturas condenadas a las tinieblas, unos bebedores de almas para sobrevivir.

Tres pares de ojos, uno verde, otro color avellana y otro de un tono de azul tan oscuro que casi daba a negro, se fijaron en las figuras que surgieron de la noche.

Hombres y mujeres, ataviados con largas túnicas negras y con capuchas sobre sus cabezas, caminaban lentamente hasta formar una larga hilera frente a los Bolívar. En el centro, una mujer alta y pálida, de expresión severa y ojos oscuros, llenos de ira y determinación. Sobre la negra cabellera de la reina de las brujas se alzaba una corona de hierro, con puntas filosas dirigidas hacia el cielo.

Silencio.

El viento de la montaña sopló con fuerza, agitando el humo fantasmal que les rodeaba. Viéndolo desde afuera, parecía el escenario de una película de horror. Tal vez era así.

—Fueron o muy valientes o muy tontos al quedarse aquí.

La voz de la reina era dura, punzante. Parecía que pudiera hacer daño físico con aquellas palabras. Los tres vampiros, en cambio, no articularon nada.

—¿Creyeron que no vendría? ¿Qué algún tipo de misericordia se habría apoderado de mí para indultarlos por las atrocidades que han generado?

—Nosotros jamás quisimos esto— respondió Lucía. Su expresión era serena, aunque un ligero haz de preocupación la rodeaba. —Estuvimos buscándote por días, Alaysa. Queríamos darte una explicación...

—Es tarde— Le interrumpió Alaysa, alzando una huesuda y lechosa mano. La otra, sin embargo, permanecía oculta por la larga manga de su túnica. — Cometieron un error al dejar que Rosa huyera, y están cometiendo uno peor al protegerla de mí.

—Te juro que si le tocas un solo cabello...

—Cristóbal, calla.

Lucía le había soltado la mano para sujetarlo por el brazo, pues su hermano había dado un paso hacia adelante en dirección a la reina.

—No eres quien para amenazarme, vampiro. Eres tú el principal culpable de todo esto. Ahora hay que pagar las consecuencias. Ojo por ojo, diente por diente.

Alaysa miró hacia su derecha, a una mujer unos centímetros mucho más baja que ella, de piel morena, cabello abundante y negro y ojos grandes. Parecía joven, y en su cara había una emoción que no se podría describir. Miedo, angustia y tristeza, tal vez.

—Aztrith, es hora de que demuestres tu poder—Alaysa le colocó la mano sobre el hombro. La chica llamada Aztrith se estremeció.

—Yo... yo...

La mujer movía sus ojos en todas direcciones, como si estuviera buscando un lugar a donde huir, alguien con quien refugiarse. Tristemente para ella, no había nadie.

—¿Qué esperas?

Aztrith de repente se alejó de Alaysa, haciendo que la blanca mano le cayera. La reina abrió sus ojos como platos al ver que se colocaba en el medio del camino, entre los vampiros y las brujas.

—Alaysa, piensa en lo que harás. Tienes que estar clara en que ellos no hicieron nada para que les hagas daño. Las muertes de esas brujas fueron causadas por otra criatura, y tú lo sabes.

De pronto, el silencio de los miembros restantes del aquelarre se rompió. Muchos murmuraban sin importar que la reina los estuviese escuchando.

—¿Estás en contra de lo que he decidido?

Aztrith la miró directamente a los ojos.

—Sí.

—Bien.

Entonces Alaysa alzó el otro brazo, el que estaba oculto por la túnica, revelando algo que aterró a las brujas de su aquelarre.

En su mano izquierda llevaba una clase de cetro. Este era blanco en su totalidad, y relucía de lo lustroso que era. Estaba coronado por una especie de calavera en miniatura, y del otro lado terminaba en una afilada punta. Aquello fue lo que hizo agitarse algo en el interior de los hermanos Bolívar, quienes hasta ese momento desconocían la razón por la que muchas brujas gritaron de miedo.

—¡Alaysa, no!— Aztrith exclamó, casi como una súplica.

En aquel "bien" dicho por la reina, se entendió que ella ya sabía desde un principio en que Aztrith se opondría a hacer... lo que iba a hacer.

La cara de Alaysa se transformó, y llenó de temor a los tres inmortales. Su mirada demencial iba dirigida hacia la altura, hacia la mansión Bolívar.

—¡Esto pasa cuando alteras el equilibrio!

De la punta filosa de aquel cetro salió un rayo de luz roja que iluminó el cielo, atravesándolo como una estrella fugaz. Cayó en la casa, y el infierno se desató.

Enormes llamas comenzaron a devorarlo todo: La vegetación que rodeaba toda la mansión fue tragada por lenguas doradas y naranjas que parecían derretir el metal.

Gritos provenientes de las personas que estaban dentro de la casa les avisaron a los Bolívar que el incendio había llegado al interior, y fue allí cuando ellos escucharon un estruendo. Desde arriba cayó uno de los autos que del estacionamiento semi techado, convertido en una enorme bola de fuego.

—¡Entren allí y tráiganmela con vida!— vociferó Alaysa en una voz frenética. Su cabello negro se fundía en una cascada con su túnica. Se veía terrorífica.

—¡Basta!— gritó Aztrith, quien se acercó a Alaysa rápidamente al ver aquel incendio tragarse todo. El humo espeso dificultaba la visión de algunos, pero no la de los vampiros, quienes vieron como la reina le daba una sonora bofetada a la joven bruja.

—Estás expulsada para siempre del aquelarre de brujas del sur. No serás bienvenida en estas tierras, eres enemiga de las brujas al igual que estas criaturas de la noche.

—Mierda, esto fue suficiente— dijo Héctor, quien se materializó al lado de Aztrith y la apartó de Alaysa, que le miró con odio.

Lucía gritó cuando la alta mujer puso de nuevo en alto aquel extraño y peligroso cetro del color del hueso, apuntando a su marido.

No fue lo suficientemente rápida para salvar a Héctor del hechizo que le impactó en el pecho. El rubio se tensó al instante, abrió mucho los ojos, miró a Lucía y se desplomó en el suelo.

—¡No!— gritaron Lucía y Cristóbal a la vez, pero no pudieron correr hacia Héctor pues observaron como las brujas volaban en dirección a la mansión para buscar a Rosa.

Cristóbal saltó, agarró a uno por la túnica y lo lanzó con toda su fuerza contra el pavimento, donde se quedó inmóvil. Lucía imitó a su hermano, pero falló. Tomó a su esposo, quien estaba inconsciente por el torso y se lo subió al hombro.

Subieron de nuevo la colina en llamas. El calor era asfixiante, y a través de la densa cortina de humo pudieron observar a las brujas del aquelarre nómada luchando contra el fuego, tratando de apagarlo. Era una visión espeluznante, pues el fuego parecía vivo, como si tuviera mente propia.

—¡Váyanse de aquí!— gritó Cristóbal, pues no podría soportar ver morir a más personas.

Seguro, la muerte era algo a lo que él estaba acostumbrado. Luego de décadas de eterna juventud, se había acostumbrado a lo rápido que se extinguía la vida humana. Sin embargo, esta vez era distinto. Era una guerra, muy distinta a aquella en la que él, Cristóbal, había perdido su humanidad, más de un siglo atrás. Pero una guerra al fin y al cabo.

Los ojos azules se encontraron con unos ojos dorados. Una joven bruja luchaba contra una llamarada que había tomado la forma de una bestia de cuatro patas y varias colas naranjas que se agitaban como látigos. Era la misma chica que estuvo allá en el bosque la noche en la que dio de beber a Rosa del elixir de la noche. La bestia se abalanzaba sobre ella, quien parecía esforzarse mucho en detener su ataque con una especie de escudo de luz plateada que salía de sus manos desnudas.

Lucía, al mismo tiempo, con su inconsciente marido sobre ella, convencía a los demás miembros del aquelarre que huyeran.

El vampiro corrió en ayuda de la chica, pero ella lo repelió a su vez.

—¡Tú debes irte, mira!— le indicó hacia arriba, y vio una espesa nube de humo que iba dirigida hacia él.

Alaysa le había agarrado con fuerza, sus uñas clavadas como garras en los pálidos brazos de Cristóbal. Por más fuerza que usara, no podía desprenderse de su fatal abrazo que se dirigía hacia el interior de la casa en llamas. Cristóbal miró a la reina bruja a los ojos, y su cara era de muerte.

Atravesaron un cristal, y mientras ambos giraban en un torbellino al tratar de soltarse, se escuchaban gritos, se sentía el calor, se veía el fuego. Atravesaron el gran patio central de la mansión, donde una vez Rosa y él compartieron un beso en la piscina que adornaba el centro.

Ahora la piscina estaba vacía, claro, y el patio estaba destruido por el fuego que corría en todas direcciones devorando sillas y mesas, árboles y césped. Se dirigían hacia el pequeño chalet que pertenecía a Cristóbal, donde había colocado a Rosa sobre la cama mientras albergaba la esperanza de que funcionara la conversión. De alguna manera, Alaysa se había dado cuenta que Rosa estaba allá, inmóvil, tal vez con vida.

Tal vez de la emoción de saberse triunfante, Alaysa soltó un poco, y Cristóbal cayó al suelo.

Se incorporó rápidamente y vio a la bruja destruir la fachada principal del chalet al atravesarlo con furia. Trozos de escombros cayeron en todas direcciones, y el vampiro se cubrió el rostro.

Todo había terminado, ya Alaysa habría visto a Rosa y la mataría con su fatal cetro. Ya nada importaba, de nada había valido todos los intentos de protegerla, mantenerla a salvo. El vampiro había aceptado su destino, y pues si iba a morir aquella noche, se alegraba que por lo menos estaría con Rosa.

Un horrendo grito provino de las ruinas del chalet.

Al volver a dirigir la mirada, vio como Alaysa, en toda su altura, surgía terrible entre las llamas, sin rasguño alguno. Su cara era de odio absoluto cuando al verlo, le gritó.

—¿¡Dónde está Rosa!?

Por un momento, Cristóbal no pareció entender a qué se refería. Rosa estaba allí, debía estar allí.

«¿Qué?» pensó, «Rosa no está»

«Eso es imposible» le respondió Lucía en su mente, en algún lugar de aquel escenario.

Se materializó hasta el chalet y sus ojos se abrieron de sorpresa cuando al observar en la cama donde había acostado a su amada, ya no había nadie.


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