Siete Meses ♥GANADORA PREMIOS...

By KalevMenez

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Solo en librerías (versión ebook y papel)
Preámbulo
Capítulo 1- Desde el principio
Capítulo 3- Apostando al amor
Capítulo 4- La propuesta
Ganadora de los Premios Watty 2014
Reseñas verificadas
¡YA A LA VENTA! (y un favorcito)

Capítulo 2- El encuentro con el amor

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By KalevMenez

Capítulo 2 | El encuentro con el amor

Los mexicanos llegaron casi todos en el mismo vuelo, cada uno llevaba dos botellas de tequila (porque la ley no permite llevar más) y algunos dulces enchilados típicos de nuestro país para compartir con los invitados europeos.

La fiesta ya empezaba a tomar forma. Había gente de Grecia, Italia, España, Alemania, Inglaterra, Hungría y hasta Letonia. Algunos de ellos conocían a Stephan, mientras que otros tantos eran amigos de los amigos, como nosotras.

Después de saludar a los trece mexicanos con el afecto que guardaba en los recuerdos, nos empezamos a integrar bastante bien a la atmósfera europea. Había una gran variedad de típicas salchichas alemanas, perfectas para cualquier paladar carnívoro.

Algunas tenían especies y hierbas por dentro, otras eran de un color amarillo dorado mate. Bastaba verlas para empezar a salivar. Había unas con un tono más rojizo, pero todas ellas eran muy largas, y tan anchas que parecía que no nos cabrían en la boca. Las acompañamos con pan, una mostaza picosita y una ensalada de papas frías al estilo alemán. Una verdadera delicia para los amantes de la carne.

Comíamos y platicábamos mientras que movíamos un poco el cuerpo al ritmo de la música de fondo. Yo no soy fan del tequila así que las cervezas alemanas se volvieron mis mejores amigas.

—No gracias, no me gusta el whisky —escuché a Romina a mis espaldas, rechazando a un agradable y rubiecillo alemán que más que guapo era bastante simpático. Tendría unos kilitos cargados de más en sus abdominales; sus mejillas estaban chapeadas al igual que su redondeada nariz y digamos que solo le faltaba tener una barba larga y blanca para que nos sentáramos en sus piernas a pedirle regalitos de Navidad.

Me integré a su conversación para descubrir que Michi, como se hacía llamar el alemán, había traído desde el noroeste de Escocia un whisky que presumía tener la más fina mezcla de malta, dándole un sabor suave, delicado y dulce. La botella estaba cerrada y su etiqueta marcaba «Isle of Skye, doce años».

—¿Y qué son estas piedras negras? —le pregunté señalando una cajita a un lado de la botella, y ya bien dispuesta a darle una probadita al whisky.

—Se llaman hielos de roca, cuando hacen contacto con el whisky lo mantienen frío sin que se disuelva el alcohol y así poder disfrutar a plenitud sus principales aromas y sabores —me respondió en un tono muy formal, pero más en plan amigable que de sabelotodo—. Son de Suecia, a los amantes del whisky les encantan estos pequeños detalles, pues de esta manera no pierde su esencia. Acompáñame a enfriarlas para que lo pruebes —me invitó. Señaló la cocina con un movimiento de cabeza y lo seguí sin pensar demasiado.

No soy fan del whisky tampoco, lo mío es el ron, pero en esta fiesta solo había tequila, cerveza y una botella de este delicado escocés. Me animé a probarlo más por la curiosidad de las rocas negras que por la mezcla de maltas y su edad.

Resulta que el proceso llevaba su tiempo pues había que dejar las rocas enfriar por lo menos una hora. Pero no había prisa, apenas estaba cayendo la noche.

Michi me contó que vivía en Heidelberg (se pronuncia Jaidelberg), una ciudad de estudiantes al suroeste de Alemania muy cerca de la frontera francesa. Me describió en detalle el gran castillo y el río atravesando la vieja ciudad de estilo barroco, se escuchaba tan pintoresca y romántica que pensé sería un sueño visitarla.

Si alguien me hubiera dicho que en poco tiempo estaría viviendo uno de los peores días de mi vida en su casa no lo hubiera creído.

Mientras esperábamos el proceso de las dichosas piedras frías, bailábamos bajo un cielo despejado y lleno de estrellas que resaltaban del fondo azul oscuro. La noche nos regalaba una luna casi llena que iluminaba el jardín lleno de risas y alegría.

Me acerqué a Stephan para agradecerle su hospitalidad y este me presentó a sus padres y a su hermano pequeño, que de pequeño no tenía nada. Ambos medían casi dos metros y su parecido les hacía imposible negar su parentesco.

Además de la altura, tenían los dos un cuerpo ancho bastante escultural, no de los que pasan horas en el gimnasio, pero sí de esos que se te antoja tocarle los brazotes. Se me asemejaban a un galán de caricatura de Disney, de esos que son más bien los malos, pobres o ladrones al principio. No al típico príncipe de rasgos delicados y afeminados. Me sentía en un universo paralelo con tanto guapo alrededor.

Mientras hablaba con el anfitrión, se acercó también su novia (razón por la cual dejé de soñar con sus brazos levantándome por el aire). La güera era justo lo contrario a él. Una holandesa, muy pequeña y delgadita, con la piel pálida, tan característica de los vampiros... Quise decir los europeos, y el pelo rubio casi blanco. Iba vestida de naranja, de pies a cabeza: shorts, camiseta, calcetas, tenis... Supongo que para apoyar a la selección de fútbol de su país, pero más bien parecía la ficha perdida de Parchís.

Cuando escuchó que éramos mexicanas, se emocionó y empezó a contarme cosas maravillosas de mi país y de los míos. Al instante se me infló el pecho. Saber que los mexicanos vamos por el mundo dando una buena impresión, me enorgullece mucho. Al parecer les caemos bien a los europeos, creo que se lo debemos a nuestras tradiciones y a la calidez de la gente. Aunque me he llegado a sentir como la mascota del grupo, cuando me rodean y me piden, con un entusiasmo no apto para mayores de edad, que diga: «¡ándale, ándale!».

Michi se nos unió a la conversación ya con el whisky y las rocas negras en mano para mi degustación. Abrió la botella de su Isle of Skye y me sirvió dos dedos del añejado scotch en un vaso de vidrio bajo, cuadrado, con tres piedras negras.

Al mojar mis labios pude sentir el excepcional sabor del whisky: suave, dulce, con un toque de madera de roble y un poco de miel. Le di un trago más largo y al sentirlo en mi paladar me pareció también percibir un sabor ahumado, el alcohol apenas se notaba. Me encantó.

El alemán notó por mi cara la armonía que el whisky había dejado en mi boca y se mostró un tanto satisfecho. Le agradecí el haberlo compartido conmigo; me sirvió un poco más y lo dejó reposando sobre la mesa.

—Toma todo cuanto quieras, hoy no le pienso ser infiel a mi tequila —me dijo sonriendo, con esa simpatía y gracia de su persona.

Era obvio que los Anicetos se habían apoderado del reproductor de música, pues noté que mi amiga estaba muy alegre «bailando» salsa con un alemán, o por lo menos intentando enseñarle, y no pude evitar soltar una carcajada. Una vez escuché que hay nacionalidades a las que les deberían prohibir bailar, pero no fue hasta ese momento que entendí esas sabias palabras. Parecía como si la gente estuviera peleando con abejas asesinas o deshaciéndose de telarañas invisibles. El jardín estaba repleto de esos bailarines.

Mi diversión se vio interrumpida con la canción Hips don't lie de Shakira, combinada con la vibración proveniente de mi celular. Contesté con una gran sonrisa al ver que era Mario, mi compañero de trabajo. Un genovés con una gran pasión por la comida, el fútbol, el sexo y mi excompañera de piso. En los últimos años nos habíamos vuelto mejores amigos gracias a su obsesión por Teresa y a que mi jefe en la cafetería le había dado más horas de trabajo, por lo que pasábamos más tiempo juntos, ideando nuevas maneras (siempre relacionadas con sexo) para conquistar a mi amiga.

—¿Qué haces tú, te interrumpo? ¿Ya estás ligando verdad? ¿Estás borrachita? ¿Cómo llegaste? ¿Todo bien? —preguntó con su fortísimo acento italiano que, aún después de siete años en España, seguía conservando casi intacto. Sin contar las groserías españolas, parecía que hablaba italiano.

—Bailando. No. No. Aún no. Bien, gracias. Todo bien —le contesté haciendo burla de su interrogatorio.

—¡Qué pesada! Cuéntame algo que estoy como ostra en la cafetería, no hay ni Dios que se pare hoy por aquí. ¿Hay alguien a quien te quieras sabrosear hoy? —preguntó rogando por escuchar una respuesta afirmativa que le quitara el aburrimiento.

No me extrañó para nada su pregunta, me hubiera resultado más raro que no hubiera hecho un comentario sexoso.

—Aún no, estoy esperando a los franceses que amenazaron con llegar a la una de la mañana. —Mi sonrisa se expandió por todo lo ancho. Lo decía con la única intención de molestarlo. Sabía muy bien que había tres cosas que le ponían los pelos de punta La Juve, el presidente Zapatero y los franceses.

—¡Gilipollas! ¡Anda ya! ¡Mejor sola que mal acompañada! —respondió enfadado. Era tan fácil hacerlo rabiar.

Me metí en un pequeño salón para protegerme del ruido de la fiesta y poder hablar tranquila, sin tener que taparme un oído para escucharlo.

Hablamos un buen rato. Le conté de mi más reciente amor por Escocia, de las salchichas (que por supuesto trajeron en respuesta comentarios llenos de vulgaridad) y del buen ambiente de la fiesta. Tuvo que colgar, pues era hora de cerrar y un molesto personaje había entrado a «tocarle las narices», como dijo antes de dejarme hablando sola.

Me giré hacia la puerta para regresar a la fiesta y buscar una víctima con quien bailar, pero mi cuerpo chocó contra una pared invisible al ver frente a mí un par de ojos grises que me robaron el aliento en un instante.

Me gustaría aclarar una cosa, estaba en Alemania, rodeada de europeos con pinta de Adonis; los griegos me dejaban sin aliento y había un rubiecillo de Letonia que parecía salido de un anuncio de revista, pero ese guapo frente a mí iba más allá de todo concepto. Parecía que lo habían diseñado a mano, como si hubiera salido de una computadora.

Tenía unos ojos grises con destellos azulados rodeados por un contorno más oscuro, que resaltaban contrastando con su piel canela y gracias a un par de cejas bien pobladas. La barba de tres días le ocultaba, a medias, un pequeño lunar justo entre la nariz y la boca, igual que el de Cindy Crawford, pero unos centímetros más arriba.

¿Quién se imaginaría que un punto en la cara sería tan sexy? Desde luego hay que tenerlo en el lugar indicado, pues si ese mismo lunar hubiera estado en la punta de la nariz rodeado por unos cuantos vellos, tal vez no estaría narrando esta historia.

Se notaba a leguas que tenía muy en claro su atractivo. Su porte y su caminar reflejaban seguridad y confianza. Podría asegurar que estaba acostumbrado a las miradas fijas de la gente. Me sentí como en la típica escena de película donde un apuesto caballero entra a una cafetería y tanto hombres como mujeres interrumpen su conversación, su libro o su trabajo, para seguirlo con la mirada, mientras el tiempo se congela. Al salir del local, la gente vuelve a sus actividades como si les hubieran quitado la pausa. Así me había quedado yo: en standby.

—Perdón —se disculpó, acortando la distancia entre nosotros— estoy buscando a Stephan ¿lo has visto por aquí? —preguntó en inglés, quitándome la pausa.

—No en los últimos diez minutos, pero debe de ser fácil encontrarlo, es muy grandote como para pasar desapercibido —respondí, con miedo a que se me notaran las ganas de arrancarle la camisa.

Mi comentario le resultó un tanto cómico y me extendió la mano junto con una sonrisa que revelaba una tenue arrogancia.

—Frédéric —me dijo con un firme, delicioso e innegable acento francés.

¡Llegaron los franceses! ¡Contrólate Alex, contrólate! Mario me va a matar.

Siempre había tenido una terrible debilidad por los franceses, pero es que son adorables y su acento me derretía. Ese blublublu era un masaje para mis oídos; escucharlo era como estar en un trance.

—Alex —le contesté dándole la mano con un poco de indiferencia para que no notara que me derretía por dentro, cual gelato en un verano en la Toscana.

—¿Alex? ¿Qué no es ese nombre de chico? ¿De dónde eres? —Frunció el ceño sin soltarme la mano.

—¿Y cómo sabes que no lo soy? —Alcé una ceja en plan retador.

—Pues hay una forma de averiguarlo.

Su tono seductor me hacía imaginármelo desnudo. Aún con mi mano en la suya, se acercó despacio como si fuera a besarme. Se detuvo a la mitad del camino para esperar mi reacción.

Me acerqué de la misma manera, dispuesta a recibir su beso, pero me contuve.

—No creo que tengas tanta suerte —le murmuré muy cerca de sus labios, provocándole un escalofrío. Le solté la mano y salí del salón, no sin antes regalarle un guiño muy coqueto.

Al girarme de nuevo lo sorprendí sonriendo y negando con la cabeza.

—Stephan está con su hermano al fondo del jardín. —Le señalé su ubicación con la cabeza. Sin borrarme la sonrisa fui a ver a Romina.

Necesité sacar todas mis fuerzas para no mordisquearle esos labios delineados a la perfección. Con solo haberlo tenido cerca un momento, ya sentía que las piernas no me respondían igual. Como si se hubieran hecho agua solo por percibir su aroma.

—Acabo de conocer a mi marido —le conté a mi amiga dejando salir un suspiro que parecía falso de tanta intensidad.

—¿Dónde, dónde? —Movió la cabeza para ambos lados con rapidez y curiosidad.

Miré hacia el rincón en el que se encontraba el anfitrión hacía apenas unos segundos. Para mi sorpresa, Michi, Stephan, su hermano, Frédéric y el alemán «bailarín» de mi amiga, nos miraban sonriendo y asintiendo con la cabeza. Era obvio que estaban hablando de nosotras.

—Sí, mi Alex —me dijo mirándolo a los ojos y con total seguridad—, no hay duda, es él.

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