Genevieve - Crónicas de Aladi...

By AnnRodd

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Gennie es una criada a la que le fascinan las antiguas leyendas sobre las hazañas de las hadas. Cuando conoce... More

Notas
Capítulo 1: en el que Genevieve mete la pata
Capítulo2: en el que Genevieve aprende lo que no es tener decencia
Capítulo 3: en el que Gennie es atrapada
Capítulo 4: en el que la oportunista es importunada
Capítulo 5: en el que Os toma cartas en el asunto
Capítulo 6: en el que se cambia la estrategia
Capítulo 7: en el que Genevieve se convierte en espía
Capítulo 9: en el que se deben tomar decisiones
Capítulo 10: en el que Gennie se arriesga
Capítulo 11: en el que se cuentan los secretos
Capítulo 12: en el que los perros causan problemas
Capítulo 13: en el que se temen las consecuencias
Capítulo 14: en el que se enfrentan las consecuencias
Capítulo 15: en el que los rumores estropean todo
Capítulo 16: en el que Gennie aprende de sus errores
Capítulo 17: en el que llegan las lecciones
Capítulo 18: en el que la princesa se casa con el príncipe
Capítulo 19: en el que se encuentran las pistas
Capítulo 20: en el que se hallan los recuerdos
Capítulo 21: en el que horror toca la puerta
Capítulo 22: en el que la congoja se hace cargo.
Capítulo 23: en el que empiezan los delirios
Capítulo 24: en el que los problemas regresan
Capítulo 25: en el que las personas pelean
Capítulo 26: en el que Gennie dice lo que siente
Capítulo 27: en el que Cicoll es atacado
Capítulo 28: en el que los cuentos se hacen realidad
Extra: En el que Donna y Bernie la encontraron bajo la lluvia
Extra: En el que Fredegar descubre las hadas bruja

Capítulo 8: en el que Fredegar habla de genética

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By AnnRodd

Capítulo 8

En el que Fredegar habla de genética.

Tal y como si la charla con Fredegar hubiera llamado a su insomnio, este se presentó la misma noche. Dio miles de vueltas en la cama, con esa horrible sensación en la boca del estómago, como si algo en algún sitio no estuviera bien.

Se sentó en la cama, para mirar la ciudad capital de Aládia por la ventana, quieta y silenciosa. ¿Estaría su familia por allí? ¿Y si ese malestar no era parte de un recuerdo? ¿Si solo era una sensación de horror, un mal presentimiento ligado a la sangre, a alguien de su familia biológica? ¿Estarían ellos bien?

Escudriñó los tejados y casas de piedra. Al menos, esperaba que estuvieran a salvo. Probablemente, nunca los conocería; y no juzgaba su separación. Nunca había reprochado ser huérfana. No tenía motivo alguno para odiar a personas que no podía recordar, ni tampoco calificar por razones que no conocía. ¿Quién podría saber la verdad de su abandono? Tal vez había sido por necesidad o para darle un futuro mejor. Ella prefería pensar eso.

Se recostó otra vez, ignorando los suaves resoplidos de Dalila en la cama contigua. Cerró los ojos, para volver a tratar de dormir, mas fue en vano.

No pensaba ir a buscar a Fredegar. En ese momento, no le parecía tan mala idea pasar las horas nocturnas junto a él, quizás hablando, pero jamás podría poner un pie en ese cuarto a esas horas; ni siquiera para distraerse.

No se atrevía, no después de ese acercamiento que podría haber terminado con todas sus fuerzas y determinaciones. Había estado a punto de besarla. Si no hubiera sido por ella, él seguramente lo habría hecho. ¿Y luego qué? ¿Qué sería de ella?

Suspiró, recordando ese pequeño momento íntimo entre ellos. La cercanía; la electricidad que sentía correr por el cuerpo, una energía que se la brindaban esos ojos poderosos como el océano. Sintió un cosquilleo en el estómago y esta vez, no era por sus preocupaciones, sino por su poco sutil imaginación. ¿Cómo hubiera sido ese beso si ella no...?

Se frenó, repitiéndose a sí misma que lo que hubiera venido después hubiera sido muy malo. No podía permitirse un beso cuando ya se sentía tan desdichadamente encaprichada con él. Se enamoraría y, tal y como se sentía ahora por Fredegar, temía no ser fuerte y convertirse en una mujer poco decorosa al aceptar acudir a su cama, en medio de un torbellino de pasión.

Gimió. ¡Y mierda que deseaba esa pasión! Pero no saldría con su pequeño corazón sano de allí, lo sabía. Las sirvientas nunca obtenían más que eso de los señores y los nobles.

Negó con la cabeza. No, jamás iría a ese cuarto y, sinceramente, prefería soportar sus inquietudes sola. 


Cuando abrió la puerta de la habitación de Fredegar, con su desayuno en mano, no esperó encontrarlo dormido. Era algo más tarde de lo habitual, puesto que ella había logrado dormirse en la madrugada y también se había levantado tarde. Había llegado a las cocinas por el desayuno cuando ya todas terminaban y alcanzó a comer una rebanada de pan con queso, antes de salir pitando para el tercer piso.

El cuarto estaba a oscuras y Fredegar no hacía mucho ruido al dormir. Cautelosa, dejó la bandeja en la mesita junto a la entrada y caminó hasta la cama.

Él tenía el torso desnudo, pero esta vez Gennie no se sobresaltó. Por debajo de las sabanas corridas, pudo ver muy bien los pantalones que cubrían sus piernas. En verdad, eso de dormir sin ropa por completo fue una treta momentánea.

Él dormía bastante despatarrado, casi ocupando toda la cama. Lo observó con detenimiento, siguiendo la línea de sus pectorales, admirando la dureza de esos músculos. Era interesante su complexión. Era delgado, alto, pero de espalda ancha y fuerte, al igual que su pecho. Sin duda alguna, para ella era más que ideal.

Se sentó en el borde de la cama, con cuidado de no despertarlo. Él ni se removió. Embelesada, sonrió y estiró la mano hasta su mandíbula, poblada por el inicio de una oscura barba. Rozó con los dedos su mentón, pasándolos por encima del bello sin afeitar. Su piel era tersa.

Se animó a deslizar los dedos con más confianza. Quería recorrer un poco más, disfrutar de aquel suave calor.

La mano de Fredegar se cerró en torno a su muñeca y Genevieve casi se mea del susto. Se sostuvo del borde de la cama, con una verdadera sorpresa.

—¡Señor! —soltó y quiso alejarse, pero Fredegar no la liberó.

—Genevieve —susurró él, medio dormido.

—Lo siento, lo siento mucho. —Intentó rescatar su mano. Fredegar parpadeó y aflojó el agarre, pero no le permitió alejarse.

—Qué bonita forma de despertar —murmuró, sonriendo.

Muerta de vergüenza, ella volvió a tironear. Al final él la soltó, pero no borró de la cara esa sonrisa encantada.

—Olvide lo que hice —suplicó Gennie, con las mejillas encendidas.

—¿Cómo olvidarlo? —preguntó Fredegar, estirándose—, si esas han sido las caricias más bonitas que he recibido. Me encantaría despertar así cada día, pero sé que, si te lo pido, seré un desubicado otra vez.

Ella balbuceó.

—No es que me moleste... Es decir, acariciarlo no es algo desa... ¡Digo! Soy una criada, no puedo andar...

Fredegar se sentó en la cama.

—¡No! Tranquila —dijo él, alzando las manos—. No es una orden... Me refiero a que tus caricias me gustaron. Puedes hacerlas cada vez que tengas ganas. Si tienes ganas... —declaró—. Espero que aclarar eso no esté mal. Espero no incomodarte al decirte que me agradas. En muchos sentidos.

Genevieve negó rápidamente con la cabeza.

—¿Cómo? No... no está mal pero... ¡Soy una sirvienta! He sido muy irrespetuosa y nada tiene que ver con lo que yo sienta o desee...

Fredegar la observó en silencio, dándose cuenta de que Genevieve no notó los traspiés en su excusa. Entonces, se levantó de la cama, perezosamente, y al pasar por su lado le plantó un beso en la mejilla, estirando el momento con dulzura.

—Buenos días, Gennie —le dijo, casi cariñosamente, como si ese fuera un típico saludo entre ellos.

Genevieve se quedó pasmada, a medida que sentía subir el calor hasta su cara nuevamente, mucho más poderoso que antes. Estuvo a punto de gemir de satisfacción, anhelo y horror al mismo tiempo.

—Oh, hadas —gimió, en cuanto él se alejó de ella rumbo al baño.

Intentando concentrarse, preparó los utensilios del desayuno. Le resultó más fácil de lo que pensaba ignorar el suculento aroma de los huevos revueltos, con el hambre que tenía; todo gracias al señor Fredegar.

Él volvió a la cama y esperó, sentado, la bandeja de comida. En cuanto se la dejó encima, Gennie se apresuró a correr las cortinas y recoger la ropa tirada por el suelo en un apartado rincón.

Se percató varias veces de la mirada de su señor y, como otras veces, pretendió que no se daba cuenta. No podía hacer nada más que eso, porque por dentro se moría y no quería volver a recibir besos.

O sí.

O mejor dicho no.

¿A quién engañaba? Sí quería, miles más.

—¿Necesita algo para el día de hoy? —le preguntó, al ver cómo se terminaba la comida. Si él seguía mirándola así, iba a volverse loca.

Fredegar dejó la bandeja a un lado y salió nuevamente de la cama.

—Quería dar algunas vueltas por la ciudad. Me dieron ganas de derrochar dinero.

Genevieve asintió, agradecida por aquel anunció. Si él se iba, podría dormir un ratito en algún lado; o al menos intentarlo, porque estaría maquinando ese recuerdo por horas y horas y horas...

—Entendido.

—Estate lista dentro de una hora —dijo él entonces y Genevieve se detuvo.

—¿Yo?

Nunca había acompañado a alguien noble al centro. Pocas veces había salido del castillo y la última vez había sido con Donna, cuando tenía diez años.

Si bien esa situación debería haberla emocionado, el sueño le hacía apreciar más las ganas de quedarse en el castillo. Pero eso no se lo iba a decir a Fredegar. Mucho menos iba a decirle que estaba entrando en pánico.

—Sí, tú. Vendrás conmigo.

—¿Por qué? —inquirió, con la boca algo abierta.

Fredegar pareció extrañado por la pregunta.

—Porque necesito que alguien venga conmigo. También nos acompañará Crimson.

Crimson era un joven cochero, y también era el marido de la hermana mayor de Dalila.

—Oh, pero... —dijo ella, de pronto preocupada por algo más que el sueño y los besos y las ganas de morir que tenía por dentro—, el vestido... —Se miró a sí misma. Su vestido bordó no estaba sucio, pero ese era uno de los dos más viejos que tenía. El más nuevo, que Donna le había dado el año pasado, estaba para lavar y como ella no era mucama de servicio, o al menos no lo había sido hasta ahora, no tenía vestimenta apropiada para banquetes, bailes o salidas. Era de esperarse que la muchacha que acompañara al señor no llevara un vestido viejo—. Yo no tengo vestido de salida, señor. Solo tengo este y otro igual... que... —Dejó de hablar, recordando algo que Donna había mencionado sobre su vestido. Tal vez Bernie también lo había dicho.

—¿Es que Donna no te ha dado aún los vestidos de servicio?

Genevieve parpadeó.

—Creo... que ella lo ha mencionado una vez —susurró, mirando la nada. Seguramente, había estado tan preocupada por Fredegar y su posible pretendiente que lo había olvidado totalmente.

—¿Entonces?

—Iré a preguntarle.

Fredegar asintió.

—Bien, intenta estar lista en una hora.

Algo estupefacta por la situación, por la pretensión de dormir y el deseo repentino de tener ese vestido nuevo, Gennie abandonó la habitación. Durante un momento, el beso quedó en segundo lugar. Empezó a naturalizarlo demasiado pronto. Los vestidos se volvieron prioridad.

Había visto muchas veces los trajes de las chicas de servicio. Generalmente, tenían de dos a tres vestidos. Uno para tareas comunes, otro que era una muda de ropa y un tercero que lo usaban en las importantes fiestas llenas de nobles.

Llegó hasta la lavandería, aterrizando de un saltó en el último escalón de piedra. Donna alzó los ojos hasta ella.

—¿Todavía estás usando el traje de limpieza? —preguntó la mujer.

—Ah, con respecto a eso. —Ella hizo una mueca—. ¿Tú... dónde dejaste ese vestido?

—¿Qué dónde...? —Donna suspiró entonces—. Te dije que lo dejé en tu cuarto, Genevieve. En tu baúl, doblado con la muda de ropa de tu traje de limpieza. Aún no tengo listo el traje de eventos —explicó, levantando una tela beige—, hoy lo cortaré.

—En mi cuarto —repitió ella. Pues, hacía días que no abría el baúl.

Sonrió y se despidió de Donna con la mano. Corrió de nuevo un piso arriba, hacia su cuarto. Tiró de la tapa de su baúl y, efectivamente, allí estaba el bonito vestido de servicio color rosa viejo.

Lo sacó, emocionada, y pasó los dedos por los vivos de cintas en color crema. Por supuesto que el corte seguía siendo sencillo, como su vestido borgoña, pero este era mucho más fino. La tela era mejor, porque así requería que estuvieran las señoritas de servicio: presentables ante los señores y sus invitados.

Se quitó, a los tirones, la ropa. Encima de la camisa arrugada, del corsé y de las bragas, se calzó el nuevo traje.

Teóricamente, ninguna mujer podía vestirse sola y, en realidad, para colocarse el corsé, a veces ella pedía la ayuda de Dalila. Pero estaba acostumbrada a ingeniárselas de una manera u otra. De alguna forma, había aprendido a tirar de los cordones de los vestidos en su espalda para ajustar la tela.

Ajustó la falda por debajo de la pechera y se aseguró de que todo estuviera en su sitio. Apurada por terminar con eso, se dedicó a pasar el cepillo por sus rizos. Con mucho esfuerzo, deshizo los nudos en la parte baja de su largo cabello castaño. Colocó los mechones de pelo por encima de sus hombros, mientras pensaba como peinarlo.

Casi siempre, llevaba una gruesa trenza, pero, ahora con un vestido nuevo sobre el cuerpo, no quería seguir usando el típico peinado que llevaba como mucama de limpieza.

Debía verse como una verdadera mucama de servicio y, más importante aún, como la mucama de servicio de Fredegar Godwell.

Intentó recogerlo en un moño alto, pero no tenía una cinta que resistiera el peso de su cabello. Y un rodete quedaba demasiado grande en su cabeza con toda esa cantidad de rizos.

Desanimada, comprobó que no tenía buenas ideas. ¿Qué podía hacer para verse bonita, pulcra y no ridícula?

Hizo una mueca, al ver la hora en su pequeño reloj de madera, regalo de Osbert hacía años atrás, sobre la mesita entre las camas. Había perdido más de cuarenta minutos con su cabello y este todavía seguía suelto. Sabiendo que se le hacía tarde, arrojó el peine a la cama, tomó una cinta para peinarse luego como pudiera y salió del cuarto con prisa.

Llegó hasta la habitación de Fredegar, con el cabello suelto y sintiéndose poco agraciada, como nunca.

Fredegar se quedó callado en cuanto la vio entrar, con su vestido y los rizos castaños cayéndole en cascada por la espalda y los hombros. Salvaje y más rebelde que nunca, más como la Genevieve que golpeaba gente con trapeadores. Pero él no sabía nada de eso y Genn no pensaba contárselo nunca. Tragó saliva, esperando no verse tan desastrosa como creyó que se veía.

Lo miró apenada y se alisó la falda.

—Lo intenté, pero seguro que me veo como un elfo. No pude peinarme. Tengo demasiado cabello y si me lo ato en la cabeza parece que llevo un hongo por sombrero —masculló.

—Oh... Genevieve —dijo él, con la voz ronca, a pesar de todo. Estaba ignorándola por completo, pero Genevieve decidió hacer exactamente lo mismo con su tono de voz.

—Y estoy muy segura de que en ningún código de conducta u etiqueta para señoritas de servicio se aceptan hongos en la cabeza. Así que por mi bien y el suyo, porque estoy segura de que terminaré golpeándolo, solo pensé en dejarlo así y resolverlo luego. Quizás una trenza —agregó, hablando todavía cada vez más rápido.

—Te queda bonito así —fue lo único que pudo decir él.

Ella cerró la boca, muda repentinamente.

—Ah.

—¿Por qué siempre lo llevas atado?

Ella se mordió el labio inferior, a medida que sentía de nuevo el calor subir por su pecho.

—Es que tengo mucho cabello. Bernie dice que es impresentable para una sirvienta llevar el cabello revuelto y suelto como si fuésemos insulsas mujercillas del bosque. Se lo acabo de decir, que no debe de haber código de etiqueta que permita cabellos sueltos u hongos.

Fredegar parpadeó.

—¿Por insulsas mujercillas del bosque... se refiere a las hadas?

—Supongo, pero yo no creo que sean insulsas —aclaró, cruzándose de brazos y estirando el cuello. Ella tenía conceptos sobre las hadas mucho más certeros. O eso se decía.

Él sonrió, mientras volvía a recorrerla con la mirada.

—Ciertamente, tú no puedes ser calificada como insulsa. Eres un verdadero encanto, Genevieve. Déjatelo suelto hoy, ¿sí?

Ella se apresuró a negar.

—¿Suelto? Será un horror, se quedarán pájaros atrapados aquí.

Fredegar se acercó y tomó un marcado bucle entre sus dedos, sin ninguna intención de burlarse de ella o de reírse de su resuelto comentario.

—Son perfectos, ¿es que no lo ves? Ignora a Bernie, son preciosos.

Genevieve sonrió, embelesada casi sin darse cuenta. Cuando él se acercaba, le daban ataques al corazón. Y, además, le encantaba ignorar a Bernie.

—¿Pero no me veo... desordenada?

Fredegar negó, sin embargo, caminó alrededor de ella hasta pararse detrás. Tomó varios mechones de cabelló y los llevó a su nuca. Comenzó a trenzar con suavidad, mientras Gennie controlaba cualquier temblor que pudiera delatarla.

Cerró los ojos por un solo segundo, preguntándose por qué deseaba tanto que él bajara los dedos por su cuello.

—Si ponemos una cinta aquí —dijo Fredegar sosteniendo el final de la trenza—, quedará hermoso.

Ella giró la cabeza, para verlo. «No pienses estupideces, no pienses estupideces u Os tendrá motivos para vengarse arrojando libros».

—¿Quién le enseñó a trenzar?

Él se rio.

—Cuando era muy niño, me gustaba peinarle el cabello a mi madre. Solía hacerle miles de trenzas. Fue lo único que aprendí con respecto a eso. Por ese mismo motivo, todos mis caballos tenían trenzas en sus crines.

Gennie sonrió.

—No es algo que uno pensaría que usted sabe hacer.

—No suena muy masculino, ¿verdad? Los hombres y menos los futuros señores de Aládia no juegan a peinar.

—En realidad no, pero supongo que la historia tierna de su infancia salva su masculinidad —rio.

Fredegar agitó la trenza en el aire.

—Gracias al cielo y a las hadas —susurró, con una sonrisa—. Aunque todo será inválido si no atamos la trenza.

—Yo tengo una cinta —anunció ella, sacándola del dobladillo de la manga de su vestido nuevo.

Fredegar tomó la cinta e hizo un pequeño moño al final de la trenza.

—Hace mucho que no trenzo —admitió entonces—. Tal vez no quedó perfecta.

Genevieve se separó un poco de él, para mirarse en el espejo en la pared. Giró sobre sí misma, para ver los rizos que le caían por la espalda y la larga trenza castaña con un moño al final.

—Está muy bonita —sonrió, llena de nuevos sentimientos, cada vez más profundos, cada vez más intensos—. Gracias, señor Fredegar.

Fredegar asintió con la cabeza, sin decir nada, y se giró para alejarse de su imagen que tanto le gustaba. Mantuvo la boca cerrada y ella lo siguió de igual manera, con una alegría que amenazaba con explotarle por dentro. 

Genevieve se estiró sobre la puertecilla de la carroza. Hacía mucho sol, lo que calentaba el aire otoñal. Fredegar, sentado a su lado, se retorcía nervioso cada vez que ella se asomaba demasiado para mirar algo.

—Genevieve, por enésima vez, no... te... asomes —murmuró él, entre dientes. La carroza no iba tan rápido, pero él traqueteó de las ruedas sobre las calles adoquinadas podían arrojar fácilmente a la chica sobre el camino.

Ella asintió, pero no le hizo caso. Hacía años que no visitaba las calles de la ciudad que rodeaba al castillo de los Godwell. Le sorprendió encontrar más suelos empedrados de los que recordaba.

—Genevieve —insistió Fredegar—, deja de inclinarte, por el amor de las hadas más sagradas.

La muchacha se giró hacia él.

—No va a pasarme nada. —Hizo un gesto de impaciencia, olvidando que era con Fredegar con quien hablaba. Él se quedó callado momentáneamente, leyendo cuidadosamente la expresión en su cara.

—¿Qué tal si sí? Si te caes, no solo Os va a matarme, me mataré yo mismo si te dañas.

Genevieve dejó escapar un suspiro frustrado, pero intentó que él no lo notara.

—De acuerdo, señor —respondió, recordando que debía obedecerlo. Sin embargo, estaba tan emocionada que sabía que incumpliría sus palabras en poco tiempo.

Efectivamente, cuando pasaron cerca de la plaza principal, cuya feria estallaba llena de ciudadanos, volvió a inclinarse y esta vez él la jaló dentro por la falda. Cayó de vuelta sentada a su lado y no dijo nada. Lo único que le faltaba era meter la pata y que su señor quisiera castigarla por no obedecerlo.

Fredegar pidió que se detuvieran en una de las calles más transitadas cerca de la plaza, entonces, repleta de puestos, tiendas y gente que caminaba de un lado a otro con canastos de compras.

Él bajó primero, pese a la impaciencia de Gennie, y cuando estuvo en el piso estiró los brazos para ayudarla. Genevieve, sin embargo, bajó casi sin que él la tocara, demasiado ansiosa como para aceptar galanterías, y Fredegar se quedó con los brazos extendidos y una mueca en la cara.

—Cuando uno intenta ser caballero... —dijo, frunciendo el ceño. Se giró para ver a la niña, que se había alejado tres pasos de él, mirando feliz de la vida los negocios de telas, cintas y joyas—. Vamos a ir allí después, Genevieve —aclaró, llamándola con la mano.

Gennie apartó los ojos de un grupo de mujeres que salían de una tienda con bolsas de tela repletas de cosas.

—¿Y a dónde vamos a ir primero? —preguntó, curiosa. Se dio la vuelta y lo siguió, recordándose que ella era empleada, no una acompañante más.

—Quiero ver unas monturas para caballo. Luego compraré un regalo para mi madre.

Dejaron a Crimson junto al carruaje y caminaron por las amplias calles empedradas, esquivando alguna que otra carroza baja que iba lento por ese tramo.

Algunas voces agudas llamaron la atención de Genevieve, y se irritó cuando descubrió a un grupo de niñas menores que ella señalando a Fredegar emocionadas. Por supuesto, ellas no solo veían al heredero del feudo, sino a ese hombre apuesto y galante que caminaba por las calles como si fueran suyas. Ciertamente, lo eran, pensó, y apartó la mirada de las niñas.

Siguió a Fredegar hasta una amplia tienda que vendía cosas aburridas para caballos. Allí él encargó una montura nueva. Quería una hecha especialmente para él, por lo que pagó al vendedor y fabricante una buena cantidad de monedas de plata. Después de cruzar algunas palabras, volvieron a la calle.

—¿Qué crees que pueda regalarle a mi madre? —preguntó entonces—. Tendría que ser algo que la deje tranquila hasta que quiera casarme.

Genevieve dudó. Como siempre, escuchar sobre el futuro matrimonio de Fredegar no le agradaba. Lo miró, confundida.

—Pues, yo no lo sé. No sé de regalos.

—Eres mujer, algo debes saber.

Ella negó. Quizás lo sabrían las mujeres con capacidad económica.

—Yo no tengo dinero como para comprar regalos —explicó, sin penas—. Jamás he regalado algo a alguien. Y tampoco tengo mamá, así que no sé qué le regalaría

Él esbozó una sonrisa triste.

—Tal vez no eras tú la sirvienta adecuada para este paseo —intentó bromear. Genevieve lo observó, sin saber si reír o no. Aquello ya no la dejaba sin penas. Fredegar leyó su expresión e intentó corregirse—. Aun así, puedes ayudarme. Las muchachas jóvenes suelen tener buen gusto, vengan de donde vengan.

Volvieron a cruzarse al grupo de niñas. Una chocó accidentalmente con Fredegar y luego casi se echa a sus pies para rogarle disculpas, sumando miradas coquetas.

Genevieve las miró con intención. Actuar como tontas no ayudaría a que Fredegar las mirara. Al menos eso pensaba hasta ese momento, porque Fredegar le dedicó una gran sonrisa a la jovencita hincada a sus pies y la ayudó a levantarse con un delicado toque de sus manos.

En seguida, un fuego lleno de odio reptó por su pecho. No pudo creer que la furia la estuviera dejando a punto de resoplar.

—No tiene por qué hacer eso, señorita —le dijo y Gennie se cruzó de brazos, impaciente.

La niña lo miró embobada. Lo cierto es que no debía ser mucho menor que ella.

—¿Podría perdonarme?

—Por supuesto que sí. —Fredegar sonrió otra vez y le besó la mano. En seguida, la chica dejó salir un suspiro embelesado—. Vamos, Cariño. —Genevieve no supo que se refería a ella hasta que Fredegar la tomó de la mano y la guio, rodeando a las chicas.

¿La había llamado "Cariño"?

El odio se esfumó, la impaciencia también y la confusión dejó paso a la maravilla de vivir en un mundo sobre nubes, con hadas, corazones y miles de mariposas...

—¿Señor? —le preguntó, casi tropezando detrás de él, al tiempo en que el grupo de niñas se volteaba para mirarlos, estupefactas.

—¿Si?

—¿Usted me dijo...? —No podía ni decirlo en voz alta. Le iba a dar una parálisis o algo.

Fredegar se detuvo y esbozó un gesto de disculpa.

—Lo siento, estaba siendo tan amable con esas chicas que dirigí mis encantos hacia ti también.

Genevieve guardó silencio, mientras su cerebro procesaba la información, y Fredegar mantuvo una sonrisa divina, como queriendo convencerla.

Se quedó muda, porque realmente no podía decir nada lógico. Las sensaciones la tenían a punto de vomitar los corazones y las mariposas y algo le templaba por dentro. Si abría la boca, iba a chillar y tal vez a arrojarse sobre él.

En medio de la calle, eso no era nada bueno.

«No es bueno en ningún lado, Genevieveee», se dijo, dándose un golpe en la frente cuando él volvió a tomarle la mano como si nada, con la excusa de llevarla a la tienda.

—Entonces —Fredegar se detuvo en el umbral de la puerta. Ambos miraron a su alrededor. Joyas de diferentes tamaños, collares, aretes, pulseras y anillos se encontraban sobre diversos mostradores. Exuberantes, llamaban la atención desde cualquier ángulo—, ¿qué crees que pueda regalarle?

Genevieve se tragó un gemido. No muchos podían acceder a semejantes joyas y ella no se imaginaba cómo era que lady Alys no tenía ya alguna de esas cosas. Fuera mujer, joven o lo que sea, no tenía ni la más remota idea de nada de eso.

—¿No cree que su madre ya tiene de esto? ¿No es algo... repetitivo?

—Bueno, a las mujeres les gustan las joyas.

—Sí, pero... —Ella volvió a mirar a su alrededor, impresionada—, su madre es la Señora de Aládia; no hay nada que ella no tenga.

Fredegar asintió despacio, evaluando su rostro cada vez que ella miraba algo en particular.

—Entonces nos encargaremos de buscar uno que no tenga. —Se acercó al mostrador, donde una joven embarazada acomodaba unos bellos anillos.

—Señor Fredegar —sonrió ella, amablemente.

—¿Está su abuelo, señorita Julie?

La chica asintió, se levantó y caminó hasta una puerta trasera. Despareció, y Fredegar y Genevieve esperaron.

Ella se alejó, entonces, para mirar más de cerca alguno de los collares. Sin duda, aquel era un mundo que nunca había imaginado; nunca había deseado algo de eso. ¡Nunca se le hubiese ocurrido! No tenía dónde usar cosas como esas y obviamente sabía que la única utilidad era adornar cuellos que fuera acompañados por vestidos en grandes ocasiones. Ocasiones en donde una debía verse a la altura de los demás.

Repasó con los dedos, con sumo cuidado, un collar con unas gemas redondas y pulcras. Se le ocurrió que quizás a lady Alis ese se le vería bien. Pero no abrió la boca porque no tenía idea de lo que debía ser bueno para una dama de su altura.

—Esas son del mismo color que tus ojos —señaló Fredegar, detrás de ella, junto a su hombro. Genevieve dio un respingo—. Aguamarina. Casi esmeraldas —sonrió, cuando ella giró su cabeza—. Aunque a veces se ven más turquesas. Es interesante y raro a la vez. Ojos cambiantes. Y esas —señaló las piedras del collar de al lado—, son Jades, se parecen a tus ojos cuando se ven más verdes.

Gennie lo miró con cautela. Nunca se sabía cuándo Fredegar hablaba en serio o estaba haciendo otro de sus truquitos. Y después de ese «cariño», que la había dejado en casi coma por segundos enteros, no quería pensar más en nada. Mucho menos que él había estado estudiando tanto sus ojos.

Se quedó callada y asintió solo con la cabeza.

—¿Sabías que si tuvieras un hijo con alguien de ojos claros, azules probablemente, hay más posibilidades de que herede tu —señaló sus ojos—, cualidad?

Ella se alejó del collar.

—No, señor, no lo sabía.

—Mientras más cosas en común tengan tus ojos con los de tu... futuro marido, aumentan las posibilidades de que esa característica se pase con firmeza.

Genn se mantuvo derecha. No tenía en claro si se estaba imaginando o no las indirectas que el hombre le enviaba. Sin duda alguna, si las estaba enviando, al fin y al cabo, debían de ser en broma.

Tragó saliva, se mordió el labio inferior y se giró a ver más collares con disimulo. Pero Fredegar la siguió.

«Maldito hombre, déjame en paz. Me voy a morir de un ataque aquí mismo», le injurió, pero él no se dio por aludido de sus quejas mentales.

Apretó los labios y se volvió a verlo. ¿Futuro marido? ¿Qué quería decir él con eso, cuando ella ni siquiera pretendía casarse en esta vida?

—¿Cómo sabe eso? —preguntó, en cambio, jalándose disimuladamente partes de la falda para contener las emociones.

—¿No te dije que soy muy curioso? Una vez pasé tiempo en la casa de un médico, me enseñó algunas cosas. Lo llamaba Genética.

—Genética —repitió Genevieve—. Es sabido que los hijos comúnmente se parecen a sus padres, no es nuevo.

—No —asintió él—, pero el doctor decía que hay características más débiles que otras. Los ojos castaños, el pelo oscuro son características que predominan, que invaden a las otras. —Fredegar cruzó los brazos en su espalda—. Si tú y yo tuviéramos un hijo —sonrió anchamente—, probablemente tendría el cabello oscuro, porque ambos tenemos el pelo castaño, y seguramente tendría los ojos azules, o más bien como los tuyos, cambiantes.

Se imaginó un pequeño bebe con esas características, pero no fue eso lo que la llevó a hiperventilar. Casi se atraganta con su propia saliva al pensar en ellos dos creando al niño.

—Oh —se limitó a responder, sintiendo como la sangre se le acumulaba en la cara. ¡Justamente por eso no quería pensar más en nada! Rezó porque él no notara lo roja que debía estar.

«Cariño, bebés, ojitos iguales. Ya basta por favor», suplicó. Por suerte, la señorita Julie la salvó.

—Mi señor Fredegar. —Los interrumpió de pronto el anciano abuelo de Julie, que la acompañaba, y, cuando él obtuvo la atención de Fredegar, Genevieve se relajó y se alejó varios pasos, dispuesta a mirar algo más—. ¿Qué lo trae por aquí?

—Quiero hacerle un encargo —empezó el joven—. Genevieve, ¿podrías ir a buscar a Crimson? No nos tardaremos mucho aquí. —La miró brevemente, esperando a que acatara sus órdenes.

Genevieve asintió y salió rápidamente de la tienda. Eso era lo que necesitaba: aire puro sin aroma a Fredegar insinuándole tener hijos.

Estaba a unas calles de donde habían dejado a Crimson, por lo que se mezcló con la gente para cruzar los caminos empedrados.

Se detuvo cuando una niña pequeña intento venderle una flor y, con tristeza, tuvo que admitirle que no tenía dinero. La pequeña, de una baja clase social, fingió no inmutarse por el rechazo y abordó enseguida a una señora.

Crimson la esperaba junto a la carreta y la miró extrañado cuando apareció sola.

—¿Y el señor...?

—Dijo que llevemos la carreta a la tienda, que ya nos íbamos.

Crimson asintió y permitió que la joven subiera al carruaje y lo guiara a la joyería.

Esperaron afuera, hasta que Fredegar salió con una limpia sonrisa en el rostro y una expresión triunfadora. Se subió al carruaje sin esperar más y ordenó volver al palacio. Palpó con cuidado el bolsillo de su chaleco, pero no hizo ningún comentario. Parecía feliz y por lo que Genevieve entendía, él había encargado una pieza especial y única para su madre.

Entonces él giró la cabeza hacía ella.

—¿Me acompañarías luego a recoger el collar, cuando esté listo? —le preguntó.

Ella asintió rápidamente, evitó su mirada y esta vez procuró no asomarse tanto. Si era así, él no tendría que reprenderla y recordar la conversación sobre bebés de ojos azules que le encendía el alma. 


  


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