Genevieve - Crónicas de Aladi...

By AnnRodd

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Gennie es una criada a la que le fascinan las antiguas leyendas sobre las hazañas de las hadas. Cuando conoce... More

Notas
Capítulo2: en el que Genevieve aprende lo que no es tener decencia
Capítulo 3: en el que Gennie es atrapada
Capítulo 4: en el que la oportunista es importunada
Capítulo 5: en el que Os toma cartas en el asunto
Capítulo 6: en el que se cambia la estrategia
Capítulo 7: en el que Genevieve se convierte en espía
Capítulo 8: en el que Fredegar habla de genética
Capítulo 9: en el que se deben tomar decisiones
Capítulo 10: en el que Gennie se arriesga
Capítulo 11: en el que se cuentan los secretos
Capítulo 12: en el que los perros causan problemas
Capítulo 13: en el que se temen las consecuencias
Capítulo 14: en el que se enfrentan las consecuencias
Capítulo 15: en el que los rumores estropean todo
Capítulo 16: en el que Gennie aprende de sus errores
Capítulo 17: en el que llegan las lecciones
Capítulo 18: en el que la princesa se casa con el príncipe
Capítulo 19: en el que se encuentran las pistas
Capítulo 20: en el que se hallan los recuerdos
Capítulo 21: en el que horror toca la puerta
Capítulo 22: en el que la congoja se hace cargo.
Capítulo 23: en el que empiezan los delirios
Capítulo 24: en el que los problemas regresan
Capítulo 25: en el que las personas pelean
Capítulo 26: en el que Gennie dice lo que siente
Capítulo 27: en el que Cicoll es atacado
Capítulo 28: en el que los cuentos se hacen realidad
Extra: En el que Donna y Bernie la encontraron bajo la lluvia
Extra: En el que Fredegar descubre las hadas bruja

Capítulo 1: en el que Genevieve mete la pata

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By AnnRodd


Capítulo 1

En el que Genevieve mete la pata.


"...tocada por un hada. En su gracia y belleza todos encontrarían la redención. Obra de la esperanza y el amor, ella era el poder de todos".

"...tocada por un hada. En su gracia y belleza todos encontrarían la redención. Obra de la esperanza y el amor, ella era el poder de todos".

Genevieve suspiró, mientras alejaba el pequeño y gastado librito de su rostro. Puso los ojos en blanco. Todo el mundo sabía que las hadas ya no tocaban a nadie y que las historias de princesas heroínas llenas de pureza eran ahora nada más que eso, historias. Se mordió el labio inferior; a pesar de estar forzada a tener los pies en la tierra, creía que algún día las hadas señalarían a una joven muchacha llena de aptitudes para ser heroína.

Sonrió, henchida de sueños. Si tenía mucha suerte, podría tratarse de ella misma.

—¡Genevieve! —La voz de Bernadette la sacó de su trance. Repentinamente irritada, la joven bajó los pies de la pared—. ¡Sal de donde estés y ve a fregar el pasillo del tercer piso!

No le contestó. Definitivamente, no tenía ganas de limpiar el pasillo del tercer piso. Permaneció quieta en su escondite, con la espalda en el suelo y las caderas pegadas a la pared. Encogió las rodillas y esperó por Bernadette. Tal vez si no la encontraba...

—¡Aquí! —Bernadette corrió la pesada cortina de terciopelo que la ocultaba del público—. Genevieve... —Su tono era amargo.

—Hola —saludó ella, sonriendo de lado—. ¿Cómo estás, Bernie?

Bernadette estrechó los ojos y Genevieve casi juró que salían chispitas de ellos.

—Atrasada, Genevieve. Muy atrasada por tu culpa.

La muchacha ladeó la cabeza, deslizándola por el piso de mármol.

—¿Cómo que por mi culpa? —En serio, no era la única mucama del castillo.

—¿Dónde estabas cuando mandé a las muchachas a fregar la escalinata? Han estado barriendo y baldeando como locas desde la hora del almuerzo.

Gennie volvió a sonreír, esta vez con un gesto de inocencia rebelde.

—Yo creo que... no te escuché.

Bernie gruñó y, ya sin paciencia, estiró una mano hacia su pantorrilla. La aferró y la hizo girar en el suelo.

—Hoy no hay tiempo para tu holgazanería. ¿Tienes al menos idea de por qué?

Genevieve miró el techo e hizo una mueca. Bernie volvió a gruñir.

—¡Me lo imaginaba! ¿Qué diantres estabas haciendo cuando anuncié hoy las tareas de recibimiento?

—¿Yo? Nada.

—¡Por supuesto que nada! —Bernie volvió a tirar de su pantorrilla—. Ponte de pie, niña tonta, y ve a hacer tus tareas, si no quieres que te ponga en la calle de unas buenas patadas en tus nalgas.

Gennie no dijo nada y se irguió despacio, mirando aburrida a la jefa de las mucamas. Bernie siguió con la vista fija en ella, esperando que la amenaza surtiera efecto. Pero la muchacha se tomó su tiempo en levantarse del suelo, hasta que vio que la mujer estaba a punto de echarse a gritar otra vez. Genevieve terminó con un movimiento rápido, hizo una señal militar y se alejó corriendo antes de que Bernadette la azotara en las nalgas de verdad.

Se tocó las pompis a medida que correteaba por el castillo. Se acordaba de la única vez en que Bernie le había dado unas nalgadas, hacía más de doce años, y eso sí que había dolido. Quizás porque era pequeña y las manos de la jefa le parecían más enormes en aquel entonces. Pero Bernie no sería capaz de nalguearla ahora. Ya tenía sus buenos años encima y Genevieve tampoco era una niña de cinco.

Saltó los escalones rotos de la escalera que bajaba a la lavandería y se apresuró a tomar un balde y un trapeador, antes de que alguien más notara que acababa de aparecer. Espió a Donna, que tarareaba mientras remojaba unas sábanas en la tina de lavado y, como la señora apenas si la vio, se limitó a coger las cosas y a subir las rotas escaleras de vuelta al rellano superior.

«Pasillo del tercer piso».

Casi nunca iba al tercer piso y eso se debía a que, usualmente, el piso se hallaba deshabitado. Los señores del castillo y su hijo menor, Os, dormían en el segundo.

Genevieve deslizó los ojos por los frescos colgados en las paredes de roca lustrada. Por más que el piso se hallaba generalmente vacío de huéspedes, estaba siempre bien limpio.

El tercer piso era más pequeño que el resto. Se lo podía considerar hasta como un entrepiso. Y debido a su tamaño, el hijo mayor de la familia lo había tomado como propio desde hacía un par de años. Ese era su lugar.

Pero el señor casi nunca estaba en la casa. Genevieve no tenía idea de a dónde iba la mayor parte del año y tampoco le interesaba preguntar. Había visto pocas veces a Fredegar Godwell, al menos pocas que recordaba. Cuando Fredegar era aún joven para viajar, Genevieve era todavía más pequeña como para preocuparse por él. No sabía cuántos años tenía en total, pero al menos era cinco o seis mayor que ella.

Metió el trapeador dentro del balde con agua jabonosa y lo agitó cuatro veces. Cuatro era para ella el número exacto, justo. Con la espuma a punto, comenzó su trabajo.

Agitó la estopa con fuerza, tan rápido como pudo. Mientras más pronto terminara de fregar ese maldito pasillo del tercer piso, más rápido podría volver a su libro, aún en el suelo tras la cortina.

—¿Qué pasa si... —dijo alguien a sus espaldas, cuando Gennie tenía la mitad del pasillo fregado, después de una furiosa lavada veloz—... pongo mis botas llenas de lodo en tu brillante piso?

Genevieve se giró y apuntó con el trapeador al chico, de su misma edad, que estaba en el comienzo de la escalera.

—Te golpearé hasta que ruedes por los escalones, Os.

Os Godwell ahogó una risa.

—La maléfica Genevieve —se burló, mientras levantaba tentativamente un pie lleno de lodo.

—¡Quita tu asquerosa pata llena de popo de caballo de mi suelo! —chilló la muchacha, agitando el trapeador en su dirección—. ¡O usaré esto para limpiar tus babas!

Os bajó el pie de vuelta a su posición original, sobre la roca del escalón.

—¡No, mis babas no!

Gennie bajó el trapeador y Os siguió riéndose quedamente.

—Quizás sea mejor que te golpee en las bolas.

Os esbozó una atractiva mueca al bajar un escalón.

—Mira, no es que piense procrear con estas —las señaló—, pero el dolor es algo que no quiero soportar.

Genevieve puso los ojos en blanco. Él era muy atractivo —ella misma había visto su pecho fuerte y los esplendorosos músculos de sus brazos una vez—, pero pocos sabían que Osbert Godwell no tenía interés alguno en las chicas. Ella lo sabía desde pequeña. Al contrario de todos los niños que habían crecido juntos en el palacio, Os había sido el único que había hecho una mueca de asco cuando le dijeron que tenía que besarla. Durante un tiempo, Gennie creyó que se debía a su estrecha amistad, a que él la consideraba una hermana.

Pero cuando uno crece termina por comprender otras cosas. Ese era el secreto que ella, así como lo quería, no revelaría nunca.

—A muchas chicas les decepcionaría oír eso —comentó Gennie, volviendo a pasar el trapeador por el suelo. Os sonrió egocéntricamente. A pesar de todo, él disfrutaba mucho la atención; era demasiado narcisista como para rechazar un halago.

—Tal vez. Pero no es algo que me preocupe. En cambio, si Lord Drayton dijera que no quiere venir al baile de Navidad de este año, lloraría.

Ella soltó una exclamación de asco.

—Lord Drayton te lleva veinte años, Os. Eso es un espanto.

Os no pareció contrariado por eso.

—Tienes que admitir que Drayton tiene lo suyo. Ese bigote rubio y esa melena... Creo que le quedan muy bien.

Genevieve volvió a hacer un gesto de repulsión. Drayton era un tipo enorme, que a sus cuarenta se mantenía fuerte e intimidante. Pero allí estaba el punto para ella: era un viejo de bigote y melena de león.

Siguió trapeando el resto del pasillo, con Os manteniendo sus distancias para no ensuciar, mientras charlaban circunstancialmente. Cuando llegó al final, suspiró agotada. El pasillo era largo y había trapeado con tanta fuerza que se le habían agarrotado los brazos.

—¡Genial! Estoy tan cansada que podría irme derecho a leer un libro detrás de una cortina.

Os chistó.

—No creo que puedas hacer eso. Fredegar llegará esta noche y Bernie las tendrá como locas a todas, más de lo que las tiene ahora.

Gennie alzó los ojos.

—¿Fredegar? ¿Él vendrá?

Os la miró sin expresión alguna.

—En verdad, Genevieve, ¿en qué mundo vives? Mi madre anunció anoche que Fredegar volvía para quedarse.

Gennie parpadeó.

—No recuerdo haberlo escuchado.

—Tal vez estabas leyendo ese estúpido libro viejo otra vez.

Ella alzó el mentón.

—No es estúpido. Habla de cuando...

—Las hadas tocaban gente —finalizó Os—. Ya sabes que eso no sucede ahora, Gennie. Ya no se molestan en tocar gente.

—Ya lo sé, pero a veces creer que... ¡Aguarda un momento! —Genevieve se detuvo—. ¿Dices que Fredegar volverá para quedarse? ¿Se quedará? ¿Aquí?

Os se cruzó de brazos y se apoyó en la pared.

—Es un tanto extraño. No es típico de mi hermano. Mamá quiere que siente cabeza. Tal vez él lo quiere también, por eso planea quedarse. Después de todo —se encogió de hombros—, él es el heredero al Señorío.

—Ah, sí. Es que —ella ladeó la cabeza, pensativa—, lo vemos tan poco. ¡Bueno! Tú. Yo prácticamente no lo veo. No recuerdo la última vez que vino. Con suerte me acuerdo la cara, ¿tiene esa sonrisa tonta al igual que tú? —le dijo, entonces.

Os sonrió y negó con un dedo.

—Nop. Jamás. Él nunca será tan sensual como yo —dijo, y ella arqueó una ceja—. Vino el año pasado, pero tú estabas enferma en ese momento, ¿recuerdas? Tenías esa horrible gripe y esos mocos verdes tan elásticos... —Gennie volvió a poner los ojos en blanco—. La vez anterior, fue hace cuatro años.

Genevieve sonrió.

—Creerá que eres todo un hombrecito. —Os sonrió también—. Te desarrollaste mucho en un año, eh —rio.

Osbert se jactó de sí mismo.

—Vaya que sí. Esta vez, podré tumbarlo en las peleas a caballo. 


Genevieve apiló las almohadas, sacudió las cortinas, ventiló las mantas, arregló los floreros, barrió las alfombras y estiró el edredón.

Con una exhalación agotada, recorrió la habitación de Fredegar en busca de algo que se le hubiera pasado por alto. Naima salió del baño en suite, con unas toallas apiladas en sus brazos, justo cuando Gennie estaba a punto de salir pitando.

—Hay que ir por toallas limpias —anunció la chica bajita. Genevieve asintió con desgano. Quería irse a leer—. ¿Lo haces tú o lo hago yo?

Gennie miró de reojo el escritorio del señor, estaba arreglado, pero cualquier excusa era buena para no tener que ir hasta abajo por toallas.

—Ve tú, aún no termino con el escritorio.

Naima estrechó los ojos, pero no dijo nada. Salió del cuarto y la dejó completamente sola. Feliz por la tranquilidad que deseaba, Genevieve corrió a arrojarse sobre uno de los mullidos sillones. Había días en los que se trabajaba más, tenía que admitir eso, pero, ciertamente, hoy tenía muchas ganas de leer y casi que podía imaginar que su libro se había esfumado de su sitio. Tardaba tanto en llegar a él.

Cerró los ojos, recordando las últimas oraciones que había leído.

...Las hadas ya no tocaban a nadie.

Genevieve bufó. ¿Entonces, dónde estaban las hadas ahora? Todos sabían que se habían marchado, por supuesto. Hacía décadas que las hadas ya no convivían con ellos. Os decía que se habían confabulado contra los hombres y que ahora jugaban póker en sus casas de techo bajo. Pero Gennie creía que había algo más. Tal vez ya no nacían niñas con corazones puros dispuestas a salvar reinos o tal vez no había príncipes perdidos para reclamar los tronos robados. O tal vez las hadas se habían extinguido.

Muchas veces, de pequeña, había soñado con ser una posible tocada, pero era obvio que no encajaba con la descripción de niña de corazón puro. Genevieve creía que no era una doncella ejemplar y que era una oportunista de primera mano, curiosa y reacia a obedecer órdenes.

Bueno, quizás no todas las órdenes. En general, era un poco revoltosa. Y quizás holgazana. Y chantajista...

Cruzó las piernas, jalando la falda de su vestido bordó por encima de sus rodillas. Si, un poco revoltosa. Eso estaba bien. Le gustaba leer con la espalda en el suelo y las piernas contra la pared, escondida detrás de una cortina. Solía escaparse de algunas tareas y luego fingía no saber por qué la retaban. ¡Pero no siempre! Seguro Bernie podía enumerar unas cuantas veces, aunque para ella no debería ser tan grave. En otras cosas era muy cumplidora.

Genevieve sacudió los pies. Ella no era solo problemas para Bernadette, tenía que admitirlo también. Era eficaz en sus tareas cuando las realizaba, era veloz y efectiva. Pero Bernie decía que esa velocidad física y mental solo la usaba para huir de sus obligaciones, que, si utilizara su inteligencia para algo útil, sería una excelente mucama. Al parecer, ser efectiva no era suficiente para ser excelente. Y para Bernie no había nada más estresante que lidiar con una niña tan llena de capacidad y tan reacia a aceptarla.

Gennie bajó los ojos, hasta la cicatriz delgada que le recorría la rodilla. Tenía esa misma cicatriz en varias partes del cuerpo, ya sea muñecas, tobillos u hombros, pero no recordaba con qué se las había hecho. En realidad, no recordaba nada más allá de sus dos años. Con esa edad había llegado al castillo y ya tenía aquellas marcas para aquel entonces. Con el tiempo, estas se habían suavizado, volviéndose casi invisibles a primera vista.

Bernie y Donna la habían adoptado. Ellas habían dado refugio a otros niños anteriormente y ahora estos trabajaban en el castillo al igual que Genevieve. Pero ella estaba muy segura de que recordaban algo de su pasado o de sus padres.

Cada día en que se miraba a un espejo y veía reflejada su cara ovalada y delicada, las pequeñas pecas que se lucían en sus mejillas y su cabello castaño rizado, imaginaba que su madre habría sido una versión de ella más bonita. Pero era algo incierto, porque seguramente nunca sabría cómo era su madre en realidad.

Paso los dedos por las largas cicatrices, tan pulcras como si las hubieran hecho con una máquina.

—Oh, vaya. ¿Y esta sorpresa?

Genevieve se levantó de un brinco. Había estado esperado a Naima con las toallas y no estaba preparada para oír una voz masculina detrás de ella. Y lo peor, una voz que no le pertenecía a Os.

Se giró, muerta de vergüenza, a ver al hombre. A pesar de no haberlo visto con frecuencia, y menos en los últimos cuatro años, reconoció a Fredegar Godwell. Él y Os se parecían mucho. Tenían casi la misma altura, la misma mandíbula fuerte y atractiva y la contextura física de un héroe de cuentos. Pero se atrevía a decir que Fredegar era aún más guapo que su amigo.

—Ah... Señor —balbuceó. Ella podía hacer pucheros y quejarse de las órdenes de Bernadette, pero jamás se comportaría como una loca delante de uno de los señores. Sin contar a Os, claro.

Fredegar sonrió a sus anchas, mostrando sus dientes blancos y destellantes. Por la forma en la que la miró, Genevieve pudo advertir que este hombre era igual de egocéntrico que su hermano menor.

—¿Quién eres tú? —preguntó Fredegar, dando un paso desinteresado hacía ella.

—Soy Genevieve.

Él se cruzó de brazos y volvió a mostrar los dientes detrás de una limpia sonrisa.

—¿Por qué no te había visto antes, Genevieve? ¿Hace mucho que formas parte de la servidumbre?

—Vivo aquí desde los dos años. Soy una de las recogidas de Bernadette y Donna. No sé por qué no me ha visto antes, Señor —contestó ella, alisándose el vestido.

Fredegar asintió.

—¿En dónde estabas cuando visité la casa el año pasado?

—Enferma. Pesqué una gripe.

—¿Y en mi anterior visita? —siguió Fredegar. Genevieve tampoco titubeó esta vez al contestar.

—Era muy pequeña en su anterior visita, Señor. Probablemente, no me recuerde por mi tamaño.

El muchacho parpadeó, repentinamente confundido.

—¿Muy pequeña? ¿Cuántos años tienes ahora?

—Tengo dieciocho, al igual que su hermano Os... Osbert, quiero decir.

Se quedó muy quieta y no dijo nada más. Tenía muchas ganas de huir para no tener que contestar las siguientes preguntas, que seguramente estarían orientadas a averiguar por qué ella estaba felizmente recostada en su sillón. Sin embargo, Fredegar permaneció un momento en silencio viéndola con sus ojos azules, quizás con demasiada intensidad.

—Yo... debería volver a...

—¿Estabas cómoda en mi sillón, Genevieve?

Gennie sintió que se le ponían rojas las orejas. Fredegar seguía sonriendo con tranquilidad, pero era más que obvio que estaba mofándose de ella.

Oh, bien. Contestar como una educada sirvienta era lo esperado.

—Un poco —susurró, mordiéndose el labio inferior, sin saber que era lo mejor que podía decir. Fredegar sonrió más anchamente y la visible burla sacudió la sangre caliente de Gennie—. Aunque mi cama es más cómoda —soltó, incapaz de aguantarse las ganas. Al instante, se arrepintió con todas las mismas ganas. ¡Él no era Os! Fredegar era el heredero al señorío y ella no tenía que meterse con él. Debía agachar la cabeza, pedir disculpas y salir volando de allí.

Fredegar parpadeó confundido, al no esperar esa respuesta.

—¿Tu... cama es...? —balbuceó, definitivamente no se lo esperaba.

—Eh, sí. Me retiro, con permiso. —Pasó volando junto a él, hacia la puerta, y no se detuvo hasta que salió al fresco pasillo que había fregado horas antes. Naima estaba subiendo las escaleras cuando la vio con toda la cara colorada.

—¿Ya acomodaste el escritorio? —le preguntó. Genevieve negó rápidamente con la cabeza y detuvo a Naima del brazo cuando la vio con la intención de entrar al cuarto de Fredegar.

—No lo hagas —suplicó. No quería que ella entrara al cuarto y Fredegar le soltara en la cara que la había encontrado recostada en el sillón.

Naima frunció el ceño.

—Has roto algo, ¿cierto?

Genevieve negó rápidamente con la cabeza.

—El señor llegó antes, no quedará bien que te metas ahora a dejarle las toallas justamente cuando acaba de llegar.

Su compañera dejó caer la mandíbula.

—¿Llegó? ¡Pero con más razón, Genevieve! Querrá darse un baño. —Intentó avanzar, pero Gennie se puso de nuevo frente a ella.

—Yo lo vi muy aseado —afirmó, bien plantada delante de ella en el pasillo. Naima volvió a fruncir el ceño.

—¿Y entonces qué dices? ¿Qué le deje las toallas luego?

—¡Pues sí! No seas boba. Él seguro está quitándose los zapatos, los pantalones...

Naima se lo pensó y terminó asintiendo.

—Volveré en cinco minutos, entonces.

Genevieve escondió una sonrisa y empujó a Naima cuidadosamente hacia la escalera. Ya se las arreglaría después para que no fuera ella quien subiera con las toallas.

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