El nacimiento de Verónica

By PabloHernaandez

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Verónica no es la misma persona siempre. A veces cambia, creyendo que esa es la solución a su mal. Sin embarg... More

NOTA
PARTE 2
AVISO

PARTE 1

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By PabloHernaandez

«Llora, Verónica, llora hasta que mueras, revive y vuelve a llorar...»

Ya casi amanecía y Verónica parecía estar escuchando voces,  pero por más que intentaba recordar las palabras que escuchaba no lo lograba. Era un esfuerzo innecesario. Esas voces estaban y a la vez no, existían en un mundo distinto al de ella, en un lugar donde solo el sonido podía vivir.

Ella tenía un libro en sus manos, desde la medianoche se había dispuesto a leer; pasaron las horas y ahora solo estaba sentada ahí, en el sillón de su cuarto pensando en estupideces. «Estoy loca» se decía. No pasó mucho tiempo para que Verónica se diera cuenta que no podría dormir y con algo de decepción tuvo que dejar su lectura para meterse a la ducha, e ir a la escuela.

Verónica era una universitaria como la mayoría de los jóvenes de su edad ―o adultos jóvenes―. Ella estaba en esa delgada línea en la que uno no sabe si ya es adulto o no, y ese era un asunto al que le daba vueltas de vez en cuando, más frecuentemente cuando iba camino a la primera clase.

―Llegas temprano Verónica ―le habló su compañera Ana, quien ya estaba sentada en el salón.

―Pues sí. Ya ves.

Ella se sentó en uno de los pupitres de adelante, dejó su mochila a un lado y se puso los auriculares para no tener que entablar alguna conversación. La canción que sonaba en su móvil era una interpretación a piano de la banda sonora de una serie y, aunque el audio fuera de buena calidad, Verónica no podía apreciarla del todo bien. Había mucho ruido dentro de ella.

Ana al verla "escuchando" música decidió no interrumpirla.

El día en la escuela terminó tan rápido como empezó, en un abrir y cerrar de ojos Verónica se encontraba caminando hacia su casa. Ana la vio y decidió alcanzarla, puesto que no había podido hablar con ella en todo el día.

―¡Verónica! ¡Espera, espera!

―¿Qué pasa Ana? —Hizo una pausa—. La verdad tengo algo de prisa.

―¿Qué tienes? Has estado rara.

Verónica miró a Ana con una combinación de dulzura y nostalgia. Ella recordaba a la perfección que fueron amigas muy unidas, sin embargo, las cosas ya no eran como antes. En el pasado le hubiera contado todo pero ahora no, ahora claro que no lo haría.

―Tal vez solo estoy un poco enferma ―contestó Verónica.

―¿Segura? Oye Vero... Te extraño. Deberíamos salir a la plaza, al cine, a comer o lo que sea.

―Tal vez, tal vez. Ya veremos, ¿sí? Me iré a casa. Disculpa.

Ana se quedó ahí, parada en la banqueta mientras veía a su antigua amiga caminar.

Verónica, más adelante, soltó una lágrima. Una lágrima de debilidad.

«Verónica, ¿qué has estado haciendo? ¿Sigues ahí?»

Aunque no lo pareciera Verónica en su interior era muy dulce, amable y alegre. Pero por distintas razones había estado ocultando su verdadero ser, se disfrazaba porque no quería ser quien era. «¿Quién soy?» Era la pregunta que se hacía día y noche. «¿Para qué vivo?» Se decía otras tantas veces.

­­―Vives porque hay que vivir ―dijo la voz.

­―No... ¿Por qué viviría sin alguna razón?

―Porque eso hacen las personas.

―¿Y si no soy una persona?

―¿Qué eres si no?

―Tal vez un demonio.

―O tal vez nada. Y solo buscas excusas para ser alguien.

―Posiblemente.

―¿Qué debes de hacer?

―¿Qué debo de hacer?

―Debes hacer lo que hay que hacer, para hacer algo.

―Eso suena tonto y redundante.

―Lo es, porque de esa manera piensas.

―Tal vez ni siquiera pienso.

Tal vez.

Verónica le dio otro sorbo a su chocolate caliente. Ya era de tarde y hacía un poco de fresco, solo un poco. Esa era excusa suficiente para obtener un poco de calor con su chocolate. Ella estaba sola, cambiando los focos de su mirada de su taza a la mesa, de su taza a la mesa, de la mesa a la lámpara, de la lámpara a la silla de en frente.

La silla de en frente. «¿La que está vacía?» Sí, ella pensaba que estaba vacía, pero frente a ella estaba su madre.

―Verónica, ¿está bueno el chocolate?

Ella se concentró y pudo ver a su madre que le sonreía. Aunque ya tenía algo de arrugas se veía hermosa, y lo más importante: se veía feliz. Era como la Verónica de antes.

―Sí mamá, está delicioso ―le contestó.

Y no mentía, de verdad lo estaba disfrutando. Solo que no sabía el por qué veía esa silla vacía. «¿Lo estaba?»

«Lo sigue estando, porque estás sola»

¡CÁLLATE!

La madre de Verónica se quedó atónita, asustada y a la vez muy preocupada.

―Hija ―Se acercó a ella, e intentó tocarla―. ¿Qué tienes?

―¿Qué? Lo siento mamá. Estoy cansada... Me iré a dormir.

Verónica se levantó antes de que la tocara su madre y se metió al cuarto, le puso seguro y se quedó mirando al techo.

―¿Qué estoy haciendo?

―Sí que sabes lo que estás haciendo, Verónica.

―¡Que no lo sé!

―Deja de ser una niña... Deja de ser una niña... Deja de ser una niña...

Se quedó dormida mientras lloraba, escuchando el eco de esa voz. Se sentía patética, sentía que enloquecía. El estar perdiendo el control de sus emociones la entristecía, y es que ella nunca había sido de carácter fuerte. Por el contrario, era débil. La amabilidad infinita que tenía por el mundo la volvieron una presa fácil del sufrimiento en ciertas situaciones.

―Hola Verónica.

Era Ana quien le hablaba. Había entrado a su cuarto.

―¿Qué haces aquí? Estoy segura que cerré bien ―contestó Verónica.

―Tu mamá me abrió la puerta. Verás... No podía dejar de estar preocupada por ti así que vine.

―Ya no respetan la privacidad de las personas.

―Si quieres me voy. Solo quise intentar una vez más, invitarte a salir, como antes ―le dijo Ana, un poco insegura.

―Salimos mañana. Hoy ya quiero dormir

―Está bien.

Su amiga salió, y al hacerlo dejó la puerta abierta. En ese umbral no se podía ver más allá, como si la habitación de Verónica estuviera aislada del resto del universo. Solo había un negro infinito.

Soledad. 

Ana ya había partido hacia ahí, desapareciendo, dejando sola a Verónica en esa habitación, dejándola varada en ese espacio, suspendida en un montón de confusiones. 

La puerta empezaba a moverse, a vibrar, se abría y se cerraba, se abría y se cerraba. Verónica terminó contando ese proceso unas 76 veces, hasta que se hartó, hasta que se dio cuenta que no tenía por qué contar. «¿Por qué cuento?» Se decía. «¿Por qué cuento los días?» Se decía, «¿Por qué hay que contar?» Se decía, «¿Para qué me pregunto estas cosas?» Se decía.

«Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once...»

Al despertarse Verónica se dio cuenta de lo arrepentida que estaba, de lo mucho que quería aceptar la invitación de Ana. Ese sueño lo aclaró un poco. Aunque las circunstancias las separaron ella la seguía extrañando.

Así como el mismo tiempo separaba a todos, era un proceso normal el cual ya había aceptado. Pero dejando a un lado eso, lo extraño de Verónica era que no le hubiera preocupado el resto del sueño, el evento que pasó justo después de que Ana le abandonara.

Ya era de madrugada. Por la ventana solo entraba una tenue luz de luna, se escuchaban algunos grillos y otros insectos. Solo eso. Hacía frío, mucho frío, un frío anormal y absoluto. La respiración de Verónica se podía sentir en toda la habitación. 

No. La habitación respiraba junto con ella. 

Ambas compartían el mismo oxígeno y el mismo proceso, inhalar y exhalar, sus pulmones se inflaban y se desinflaban conforme pasaban los segundos. La habitación también crecía y se reducía constantemente una y otra, y otra, y otra vez. Hasta que todo se interrumpió por una vibración ajena a todo eso. Era el celular de Verónica que llamó su atención.

Le llegó un mensaje:

"¿En qué piensas?"

Al leer esas palabras de un número desconocido ella supo que probablemente seguía dormida, o tal vez no. Tal vez nunca dormía y aún no se había dado cuenta. Incluso pudieron haberse equivocado de número. «¿En qué pienso?» Se preguntó. «¿En qué pienso, en qué pienso, en qué pienso?» 

Verónica se tomó de la cabeza y se empezó a rascar de forma repetida. Se quitaba los cabellos y se seguía rascando, se quería quitar los pensamientos de la cabeza con sus propias manos pero claro que no le era posible; no era la forma. A estas alturas ya no pensaba con claridad.

Oye Vero... ¿En qué estabas pensando? ―le dijo la voz extraña.

―En nada.

¿Segura?

―Segura ―le contestó Verónica.

No lo creo. Siempre estás pensando en algo. Así son las personas, siempre teniendo algo en la mente por muy absurdo que eso sea.

―Bueno, tal vez pensaba en que he perdido buenos amigos.

¿Y por qué los has perdido? ―le preguntó la voz.

―Porque he cambiado.

¿Y por qué has cambiado?

―Porque me obligaron a cambiar.

¿Quién te ha obligado?

―Tú.

¿Yo?

―Tú.

―¿Tú?

―Yo...

No tenía ni idea de lo que estaba pasando, ni se le asomaba por la mente que todo esto era real, tan real como todo lo que había vivido desde que nació, tan real como su misma existencia. Aunque se negara una y otra, y otra vez que las conversaciones que tenía con ella misma eran producto de la locura descontrolada, la verdad era otra. 

De principio a fin el mundo de Verónica se estaba convirtiendo en un lugar lleno de pensamientos, voces y desdicha. Sus personalidades se iban separando lentamente, dando a luz a una nueva Verónica que con facilidad podía sustituir a la original.

Mientras Verónica pensaba en esto miró con desenfoque su mano derecha: en ella vio sangre negra, burbujeante y de mal olor, y en su pecho una apertura bastante grande que dejaba ver su corazón podrido. Latía de forma lenta, o más bien desigual. Entre ratos parecía que se iba a detener y luego que explotaría debido a su rapidez. 

Mientras miraba su mano pensó que ella misma se había lastimado. Y eso en parte era cierto, pues quien en realidad la había herido era la otra Verónica. Esa Verónica que tenía delante, una copia idéntica. La única diferencia es que no tenía ojos. 

La miraba sin tener que mirarla, solo estaba ahí parada, esperando el momento adecuado para actuar, para quitarle lo que le quedaba de corazón.

Y así fue. 

Esta extraña Verónica le quitó el negro corazón a la original, haciendo un ruido carnoso y viscoso. Se miró a ella misma sosteniendo ese órgano tan preciado por ambas. Latía entre sus dedos largos, se expandía y se encogía como la habitación, como sus ansias.

De un movimiento casi inmediato lo aplastó, desapareciéndolo del todo, terminando con su otra vida y tiñendo el cuarto con esa sangre negra.

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