Nunca es tarde

Від NaiaraHernandezGonza

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Relato corto. Kenia llevaba toda su vida enamorada de Izan, su mejor amigo. Su peor pesadilla se había cumpl... Більше

Nunca es tarde.

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Від NaiaraHernandezGonza


—Y bien, ¿qué te parece?

Levanté la vista de mi revista y la dirigí a Izan. El aire se me cortó. El esmoquin negro se adhería a su largo perfectamente. Giró sobre sí mismo, dejándome apreciar los detalles de las prendas, como las solapas de la chaqueta de seda negra, o los botones del mismo color de la camisa blanca. La pajarita a conjunto con el traje rodeaba su cuello fino y esbelto cuello.

¿Qué le podía decir? ¿Qué iba a ser el novio más guapo de la historia? ¿Qué su prometida sería la mujer más afortunada del mundo?

Forcé una sonrisa, esperando que Izan no mi pillara.

—Está muy guapo. Quizás más que la novia.

Soltó una carcajada varonil, de esas que le hacía tirar la cabeza hacía atrás provocando que los mechones rubios de su pelo se movieran. Lo conocía tan bien que podía diferenciar cuando utilizaba una risa o cuando otra. Cuando era autentica y cuando fingida. Podía presumir que conmigo había tenido más que con Cristal, su futura mujer. O al menos eso intuía.

Cristal era la mujer más seria y estirada que conocía. Su pasatiempo favorito era desperdiciar hasta el último euro de la herencia de Izan. Sinceramente nunca comprendí que le vio a ella. Quizás tuviera algo que ver con que era la chica más de guapa del instituto, que es cuando empezaron su relación. Y casi siete años después seguía manteniendo un físico envidiable.

—Señor, ¿todo se gusto?

La costurera me sacó de mi trance y aparté la mirada del rostro de Izan. Él y yo éramos amigos desde que mi memoria era memoria. Sus padres vivían a una casa de distancia, por lo que nos criamos prácticamente juntos. Nunca nos habíamos separado, ni siquiera cuando fuimos a la universidad, dado que terminamos, por casualidades del destino, en la misma. Incluso con la llegada de Cristal a su vida, nuestra relación seguía siendo igual de fuerte que siempre, lo que parecía no gustarle mucho a su estirada prometida.

Izan terminó de revisar el traje con el que iría al altar y se dirigió a los probadores para regresar con sus vaqueros desgastados, una camiseta blanca y su chupa de cuero. Aquel sí era mi mejor amigo. Era guapo con lo que se pusiera, pero con su estilo despreocupado conquistaba a cualquiera que se pusiera por delante.

—¿A dónde quiere ir mi preciosa madrina? —Inquirió pasando uno de sus brazos por encima de mis hombros.

Me sentía un tanto ridícula a su lado. La gente, sobre todo la parte femenina, nos observaba como preguntándose: ¿cómo puede estar él con ella? Izan medía dos metros, sacándome unos veinte centímetros. Su rostro ovalado de pómulos marcados, resultaba angelical mientras el mío era regordete de mejillas sonrojadas. Sus ojos verdes contrastaban de una manera impresionante con su piel morena y luego estaba su boca... ¡Su boca! ¡Y madre mía que boca! Tenía los labios gruesos, me daba la sensación de que si los tocaba sería como tocar las nubes, para luego ser acariciada por aquella barba recortada que tanto cuidaba. Cristal odiaba la barba, le había insistido miles de veces para que se la quitase, recibiendo una negativa rotunda por parte de Izan.

Y luego quedaba su cuerpo. De pequeño lo llamaban el espantapájaros, dado que era muy alto y demasiado delgado. Luego, en el instituto, el patito feo se convirtió en el cisne, sacando músculos donde no los había. Su cuerpo no era muy ancho, pero estaba bien definido. Al contrario que el mío, que parecía una guitarra.

—¿Qué te parece si miramos tu vestido en Ibys? —Continuó él con el parloteo, más alegre que yo.

—Es demasiado caro.

—Ya te dije que no te preocuparas por el precio. Corre de mi cuenta.

—Iz—Tenía la extraña manía de acortar cualquier nombre, de cualquier persona y quedarme únicamente con las dos primeras letras—. El novio eres tú, se supone que el regalo te lo debería hacer yo.

Bufó y negó con la cabeza.

—No seas idiota, Kenia—Me adelantó unos pasos, girándose para mirarme a la cara mientras caminaba hacía atrás—. Sabes que no aceptaré un no como respuesta.

Bizqueé y me callé, sabiendo que no ganaría aquella batalla.

No sabía cuántos vestidos habría en aquella tienda, pero la sola idea de pensarlo me mareaba. Odiaba las compras.

—¿Puedo ayudarles en algo? —Se ofreció una joven que, con solo verle la cara, supe que entre sus piernas se estaba formando un tablao flamenco al ver a Izan.

—Sí. Estamos buscando un vestido. Uno perfecto—Al ver que la chica no le quitaba los ojos de encima, señaló: —para ella.

La dependienta de mala gana me miró.

—¿Busca algo en concreto?

Me encogí de hombros, pues no me había parado a pensar en lo que llevaría en la boda de mi mejor amigo. Ya bastante me suponía el hecho de que se casara. Lo cual no llegaba a entender. Desde el día que se prometió mi mundo pareció desequilibrarse.

—Búscale los mejores—Intervino Izan, arrancándome un bufido.

La chica asintió y desapareció a realizar su cometido. Yo me dediqué a acariciar las telas de todas las prendas que me encontraba a mi paso, sin prestarle ningún interés. Mi cabeza, como venía siendo costumbre desde hacía tres meses, se sumergía en mis pensamientos ocultos. No comprendía aquel resquemor que me quemaba al pensar en la boda. Al pensar en Izan y Cristal juntos. Ciertamente ella nunca fue de mi agrado, pero bastaba con retirar la mirada cuando se besaban o, simplemente, cuando estaba presente.

Quizás podía ser que siempre había creído que Izan jamás sentaría la cabeza. Nunca llegué a plantearme la idea de que por fin decidiera pedirle la mano a Cristal. Y lo peor, conmigo delante.

Tres meses atrás viajamos un grupo de amigos a Francia. Una de las noches paseábamos en los jardines de la Torre Eiffel, yo charlaba con Carlota, una de mis mejores amigas, cuando de pronto aparecieron cuatro violinistas vestidos de negro, tocando All of me. Y entonces ocurrió algo que nunca esperé; Izan tomó a Cristal de la mano y bajo la enorme estructura de hierro se arrodilló, sacando una pequeña cajita de su bolsillo. Los ojos se me llenaron de lágrimas al oírlo pronunciar "¿Quieres casarte conmigo?". Era como si en mi pecho algo se hubiera roto. Y desde ese día nada volvió a ser lo mismo. Sentía como si estuviera fuera de lugar, como si todo se hubiera invertido. No podía dejar de lado aquel dolor sordo que me recorría al mirarlo y saber que pronto se uniría a en matrimonio con ella.

—Ese me gusta—Oí que decía detrás de mí.

Mis dedos se detuvieron en el vestido que había captado la atención de Izan. Lo observé, sorprendiéndome con su elección. Eran dos piezas en una; la parte de arriba era una camisa blanca con escote en uve rodeado por pequeñas piedras y asillas muy finas. La falda partía desde la cintura cayendo en vaporosas capas de rosado cuarzo.

—Es precioso—Murmuré fascinada por el tacto suave de las telas.

—Vamos—Dijo, cogiendo el vestido y arrastrándome al probador.

No me quejé demasiado, pues la elección me fascinaba. Corrí la cortina y me deshice de mi ropa. Me sorprendió como se ajustaba el vestido a mi cuerpo, ocultando los fallos y pronunciado las virtudes. Cogí aire y salí al encuentro con un impaciente Izan.

—Vaya...—Fue lo único que pronunció, mientras sus ojos se movían de un lado a otro por mi anatomía, como si nunca antes la hubiera visto.

—Es bonito—Bajé la vista a la falda, alisando una arruga invisible.

—Es perfecto, Kenia. Y estás...—Alcé nuevamente la mirada, sintiendo como los labios se me secaban—... te queda muy bien.

Sonreí, ocultando la decepción. Izan jamás, desde que nos conocíamos, me había dicho algún cumplido, al menos no a mi físico.

—Entonces tenemos ganador— Anuncié, fingiendo un entusiasmo que no sentía.

—Bien—Asintió, demasiado serio y añadió: —Te espero fuera.

Me reuní con él tras volver a mis pantalones vaqueros y mi camisa de cuadros. Pagó el vestido, tal y como había prometido y nos dirigimos a la cafetería donde nos esperaba Carlota.

—¡Aquí está el novio! ¿Ya tienes el traje? —Ni siquiera tuvimos la oportunidad de sentarnos cuando ella comenzó con su interrogatorio con la boda.

Ellos charlaban mientras yo, disimuladamente echaba alguna mirada furtiva a mi mejor amigo. Su actitud, de algún modo extraño y casi imperceptible, cambió. Me dije a mi misma que eran tonterías, tenía tantos pájaros en la cabeza que ya comenzaba a imaginar cosas.

Disfrutamos de nuestros batidos, hasta que Izan dijo:

—Señoritas, tengo que dejaros. Cristal me esperaba para ir a cenar a casa de sus padres.

Todos nos levantamos y nos despedimos con un abrazo. Carlota y yo volvimos a tomar asiento, pidiendo otra ronda. Ella hablaba de su trabajo, de su relación con Beni, su novio desde hacía más de cuatro años, de su carrera y yo permanecía en silencio, revolviendo una y otra vez el chocolate sin tan siquiera parar para darle un sorbo.

—Basta ya—Gruñó Loti, que es como la llamaban sus amigos, agarrándome la mano—. Kenia, llevas unos meses que no eres tú. Estás, pero realmente no estás. ¿Se puede saber que te pasa?

—Nada— Mentí sin culpa alguna.

Carlota Enarcó una ceja, poniendo esa cara que decía "a mí no me tomes por tonta".

—No es nada, Lo.

—De acuerdo. Supongo que voy a ser yo quien lo tenga que decir. Aunque me hubiera gustado que me lo dijeras tú.

Mi frente se llenó de arrugas.

—¿El qué? —No sabía a qué conclusión podría haber llegado, a lo mejor pensaba que me pasaba algo con ella.

Los ojos oscuros de mi amiga se llenaron de ternura y guardó una de mis manos entre las suyas.

—Desde el viaje a Francia has estado vagando como un alma en pena, y allí solo pasó una cosa.

—No sé de que hablas—Seguí mintiendo, esperando que Carlota terminara por rendirse.

—Izan se casa—Y dolió, aunque ya lo supiera. Aunque hubieran pasado tres meses de la noticia. Seguía doliendo.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

Ahora fueron sus dos cejas la que se levantaron retadoras. Había sido demasiado tonta si pensaba que Loti iba a dejarlo pasa de largo.

—Refréscame la memoria, ¿desde cuando lo conoces?

—Ya lo sabes, desde pequeños—Respondí sin saber a donde quería llegar.

—¿Y desde cuando estás enamorada de él?

Un puñetazo en el estómago. Así es como se sentí su pregunta. El aire no me llegaba bien a los pulmones y el pecho parecía arderme.

Amor. Enamorada. No.

Hubo un tiempo, quizás mucho tiempo, en el que sí lo había estado. Pero eso era pasado.

—No estoy enamorada de Izan—Negué con rotundidad, y lo más gracioso es que sonó como la mayor de las mentiras.

—Entonces dime que demonios te pasa.

¿Cómo le explicaba algo que ni yo misma sabía?

—Es solo que...—Mi cabeza intentaba trabajar a toda velocidad, buscar una explicación. No la encontré.

—¿Es solo que odias pensar que se vaya a casa con Cristal? —Asentí— ¿Odias pensar que será a ella a quien besé? —Volví a asentir— ¿Odias pensar que no serás tú?

Y entonces mi mente se quedó en blanco. No se me ocurría nada que objetar, únicamente asentir nuevamente.

Joder, claro que estaba enamorada de Izan. Lo estaba desde niña, desde aquel momento que me había prestado su cochito favorito para jugar. Y todo eso fue creciendo conmigo, creciendo cuando me protegía en el instituto, o cuando después de la muerte de mi perro se pasó toda la noche a mi lado únicamente para asegurarse de que estaba bien. O la de veces que aparecía por la ventana de mi cuarto después de que mis padres me arrestaran por alguna fechoría.

—¿Alguna vez se lo dijiste? — Negué con la cabeza, incapaz de articular palabra—. ¿Por qué?

—Izan me ve como una hermana, siempre lo ha hecho y siempre lo hará—. Inspiré profundamente y continué: — Una vez, recuerdo, estaba borracha, habíamos salido con unos amigos e intenté confesárselo. El alcohol me hizo querer decírselo.

—¿Qué pasó?

Alcé la mirada de la taza de chocolate a al rostro de Carlota.

—Me presentó a Cristal.

Podía recodarlo como si hubiera ocurrido el día anterior. Yo tenía diecisiete años e Izan uno más. Nuestros padres creían que íbamos a ver una película al cine con unos amigos, incluso yo también lo creí. Al encontrarnos con el grupo de siempre me fijé en las botellas de alcohol. Rápidamente me entró el miedo, pues sabía que mis padres se terminarían enterando y me caería una buena. Quise regresar a casa, pero terminé quedándome por él. El primer chupito me quemó la garganta, lo demás se reían e Izan los mandaba a la porra. El segundo fue un poco mejor y así hasta que no noté nada. Al sexto o séptimo, mi valentía me superaba. Lo miré fijamente y me pasó lo mismo que siempre, el corazón me iba más rápido, los labios se me secaban y mi cabeza repetía una y otra vez la palabra te quiero. Y justamente cuando se lo iba a confesar, él me interrumpió, se levantó del banco donde estábamos y se dirigió a un grupo de chicas. Desde lejos vi como sujeta la mano de una morena que estaba en el grupito de populares del instituto y rompiendo todo mi mundo la besó.

—Es una mierda—Resopló, Loti.

Quería llorar, en lugar de eso sonreí con desgana.

—Desde ese día juré que lo olvidaría. No a Izan, pero sí a lo que sentía por él. Y creí que lo había conseguido, nunca fue fácil estar a su lado, pero pensé que ya no lo quería, hasta lo de Francia.

—¿Y qué vas a hacer?

—Nada. Ya te lo he dicho, soy una hermana para él.

Y por mucho que me costara, tenía que aceptarlo y acostumbrarme. Quizás no lo había conseguido en siete años, pues esperaría otros siete si fuera necesario.

Los días pasaban sin penas ni glorias. Todos parecían estar demasiado ocupados, unos con sus trabajos y otros con preparativos de bodas. Hasta que llegó la despedida de solteros. Cristal e Izan habían acordado hacerlo en conjunto, con sus amigos y familiares. Una cena tranquila en una preciosa finca.

Nada más llegar me encontré a Carlota y Beni, por lo que pude respirar tranquila. Me negaba a pasar aquello sin ningún apoyo.

—Estás guapísima—Le dije a mi amiga que vestía con un ajustado vestido azul cielo de pedrería.

—Y tú deberías haberte puesto el que te dije—Me regaño, observando el traje negro que llevaba.

Susana se empeñó en que vistiera un vestido verde botella de exuberante escote trasero. Yo terminé eligiendo comodidad, así que opté por un trae holgado, unas bailarinas rosadas a conjunto con la cartera de mano y mis labios. El pelo castaño lo llevaba recogido en una especie de castaña mal hecha, aunque lo suficientemente bien para que no me molestara.

—Ya te dije que...

—Aquí está mi madrina.

Me giré en dirección a la voz que reconocía perfectamente. Izan estaba guapísimo con un pantalón negro de pinza y una camisa blanca con los primeros botones desabrochados.

—Aquí estoy—Intenté que sonora tan alegre como debía sentirme. Aunque no estaba segura de que funcionara.

—Tienes que sentarte allí—Me informó, señalándome con el dedo la mesa donde se encontraba Cristal.

—Esto... No te importa que me siente con ellos—Le pedí, sujetando a Carlota de brazo.

—No. Supongo que no—. Dijo un tanto confundido.

—Gracias.

Noté como fingía la sonrisa. Suponía que no le gustaba la idea de romper el protocolo. Aunque a mí el protocolo me daba bastante igual. No estaba seguro de poder aguantar ni el primer plato en la mesa de los tortolitos, viendo como se brindaban carantoñas.

—Iré a avisar de que te cambié los cubiertos.

Carlota y yo nos pasamos gran parte de la noche observando las amistades de Cristal. Eran igual o más estiradas que ella. En varias ocasiones me encontré mirando a Izan, estudiando cualquiera de sus movimientos. Seguía igual de extraño que días atrás. Lo notaba abstraído. Veía como su prometida en más de una ocasión le tenía que repetir lo que le estuviera diciendo.

Los brindis llegaron y mi pulso se aceleró cuando mi turno llegó. No había preparado absolutamente nada. Ni siquiera sabía que se iba a hacer un maldito brindis.

—Vamos—Me animó Carlota a mi lado.

Cogí la copa de champagne, poniéndome en pie y alcé el brazo.

—Por los novios, porque sean tan felices como se pueda ser en esta vida...—Miré a Izan y los ojos comenzaron a arderme. Por algún motivo que sigo sin entender, mi boca siguió moviéndose: — Hazlo feliz. Hazlo feliz sin recortar en maneras. Porque sé que él lo hará. Buscará la forma, da igual como, o cuanto tiempo tarde, pero logrará encontrar la manera de hacerte sonreír cada día. Encontrará la formula de tu felicidad, y si esa formula te termina aburriendo, perseguirá otra. Te ofrecerá el mundo entero si es necesario, porque él es así. Te tenderá no una, sino dos manos cuando lo necesites. Evitará que caigas, pero si lo haces, no dudes un momento que te va a levantar, aunque no le queden fuerzas, lo hará...—Paré al notar como el liquido caliente corría por mis mejillas. El rostro pasmado de Izan se fue difuminando hasta casi no verlo. Inspiré profundamente, alcé el brazo y añadí: — Por los novios.

Los invitados levantaron sus copas y brindaron entre ellos, mientras yo permanecía inmóvil, unida a la mirada verdosa de mi mejor amigo. Obligué a mis comisuras a levantarse y le sonreí.

—Ha sido precioso—Susurró Carlota en mi oído cuando me acomodé nuevamente en mi silla.

—Gracias.

Sequé mis lágrimas y fingí escuchar los demás brindis que se iban sucediendo unos tras otros. En lo único que podía pensar era en huir de allí. Irme a algún lugar donde al levantar la cabeza no encontrar al hombre que amaba sentado junto a la mujer que pronto se convertiría en su esposa.

Esperé hasta que todos hubieran terminado de hablar, me levanté y comencé a caminar, buscando algún sitio donde todo aquello desapareciera, aunque fuera durante cinco segundos. Solo pedía eso; segundos.

Caminé hasta dar con la parte trasera del patio, un pequeño establo con tres caballos. Me acerqué con cautela, alargando el brazo con lentitud y al comprobar que no los asustaría acaricié a uno de ellos.

—Fantasma.

Sobresaltada giré sobre mis pies, encontrándome a Izan con las manos en los bolsillos de los pantalones.

—¿Qué? —Pregunté sin saber a qué se refería.

—Se llama Fantasma—Dijo, señalando con la cabeza al caballo que acariciaba.

—Es precioso.

Mi atención regresó al animal, para continuar las caricias en su pelaje blanco.

—Gracias—Murmuró tan bajito que casi no lo oí. Solo casi.

—¿Por qué?

—Por lo que has dicho en el brindis. No sabía que pensabas así.

Con el ceño fruncido lo encaré.

—¿A no?

—Nunca lo habías dicho, Kenia.

—Nunca me lo habías preguntado.

Una pequeña y casi imperceptible sonrisa curvó ligeramente sus labios. Bajó la mirada a sus pies mientras los movía, jugando con la paja. El silencio se alargó hasta que Izan pareció tomar el impulso, alzó sus ojos a lo míos y preguntó:

—¿Y hay algo más que nunca me has dicho?

Y el mundo se detuvo. Incluso mi respiración se paró.

—No.... no sé...—tartamudeé. Inspiré, rogándole a mi cerebro que funcionara de nuevo—. No sé a qué te refieres.

—Solo es una pregunta, Kenia. ¿Hay algo que quieras decirme?

Sí, que estaba enamorada de él. Que no se casara con Cristal, ella nunca lo querría de la misma forma que lo querría yo. Si él era capaz de dar el mundo, yo le daría el universo.

—No—Terminé diciendo.

Izan solo afirmó con la cabeza. Y no sé si fueron mis pajaritos engañándome una vez más, pero parecía ver decepción en su rostro.

—¿Quieres ver el resto de la finca? —Me ofreció.

—No sé si será una...

—Olvídate de ellos. Están todos entretenidos con Cristal y el karaoke.

—¡Oh Dios! Deberían huir—Bromeé, queriendo que la tensión desapareciera.

—Yo lo he hecho.

Sin añadir nada comenzó a caminar, adentrándose por la oscuridad. Dudé unos instantes, pues no tenía claro que aquello fuera buena idea. Mis pies tomaron la decisión por mí.

Paseamos en silencio, iluminados por la luz que no regalaba la luna llena. La finca era mayor de lo que parecía, por lo que estuvimos buen rato andando. Hasta que Izan se detuvo, se giró y miró detrás de mí. Al imitarlo comprendí porque aquel lugar era tan grande. Estábamos en lo alto de una pequeña elevación que permitía observar el terrero desde arriba. Se podían ver los farolillos que iluminaban la cena, a la gente bailando y cantando. Pero lo mejor era que no oía absolutamente nada.

—Es extraño.

Giré la cabeza y miré su perfil.

—¿El qué?

—Siempre creí que serías tú.

Mis cejas casi se tocaron.

—¿Qué sería yo?

Su pecho se expandió y luego regresó a su estado normal. Lentamente sus ojos me encontraron, quedando fijos en los míos.

—Sí. Creí que serías tú con quien me casaría—Noté como la sangre abandonaba mi cuerpo y me convertía en una hoja de papel, completamente pálida— ¿Recuerdas cuando de pequeño te dejé mi cochito rojo? —Asentí, pues no podía hablar. Izan sonrió nostálgico y continuó: — No se lo prestaba a nadie, era mi juguete favorito. Pero tú me gustabas. Me gustabas desde la primera vez que te vi a través de la ventana, cuando tus padres se mudaron. Recuerdo que salí corriendo a buscar la cámara de mi padre y te saqué una foto sin que te dieras cuenta.

Los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas. Allí estaba, el hombre al que había amado y amaba, me estaba confesando que en algún momento de su vida me quiso como algo más que una amiga.

—Eras un crío, ni siquiera comprendías lo que era "gustar".

—Nunca dejaste de gustarme, Kenia. Siempre creí que tú, algún día terminarías enamorada de mí y serías quien me hiciera sentar la cabeza, como tu me repetías una y otra vez.

—Hasta que apareció Cristal...—Trataba de no demostrarle que me desmoronaba por segundos.

—No. Cristal no tuvo nada que ver— Respiró hondo y dirigió la mirada al frente— Cuando comencé con ella solo trataba de ver alguna reacción por tu parte. Hasta que me di cuenta que nunca la tendría y desistí.

Apreté los labios, en un esfuerzo inmenso por controlar las lágrimas. Podía irme, lamerme mis heridas, pero necesitaba toda la historia, no media.

—¿Cuándo te diste cuenta? ¿Cuánto hace que desististe?

Izan, al escuchar mi voz quebrada me miró.

—¿Kenia? —Preguntó preocupado.

—Respóndeme.

—Yo...

—¿Cuándo Izan? —Estaba cabreada y ni siquiera sabía por qué.

—Hace un año. Cuando comencé a plantearme un futuro con Cristal.

—¡Llevas siete malditos años con ella! ¡Siete! ¿Y me estás queriendo decir que durante ese tiempo... durante todo ese tiempo solo intentabas ver una reacción por mi parte?

—¿Se puede saber qué te ocurre? Pensaba que esto te haría gracia.

Quería gritarle, pegarle... quería...

—Eres un gilipolla, Izan—Terminé susurrando entre las lágrimas.

Mi giré sin darle tiempo a responder y corrí. No quería verlo. No quería oírlo. En ese momento solo sentía odio por él y por mí. Habíamos sido dos idiotas. Dos cobardes que no se arriesgaban por miedo y lo perdieron todo.

—¡Kenia! —Gritaba detrás de mí.

Sabía que correr era una estupidez, él tenía las piernas más largas que yo y terminaría cogiéndome, por lo que no me sorprendió cuando su mano sujetó mi brazo.

—¡Maldita sea, Kenia! ¿Qué coño te pasa?

No podía hablar, aunque quisiera, no podía. Los sollozos iban uno detrás del otro, e Izan pareció darse cuenta, pues paró sus chillidos y me resguardó entre sus brazos. Luché al principio, solo unos breves segundos y al darme cuenta que no iba a conseguir escaparme desistí, pegué mi mejilla en su camisa y lloré como pocas veces lo había hecho delante de alguien.

Izan con una paciencia infinita acariciaba mi espalda, repitiéndome una y otra vez que no pasaba nada.

Una vez logré controlarme me aparté con cuidado de su pecho. Sus dedos agarraron mi barbilla y me obligaron a mirarlo. No dijo nada, se limitó a secar el desastre de lágrimas y al acabar dijo:

—Siento si algo de lo que he dicho te molestó, Kenia. Sabes que es lo último que querría.

—No....No...—Era tan difícil explicarme. Ni siquiera sabía que debía decirle, hasta que algo en mí se activó: —¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo?

—¿Cuál?

—Yo nunca llegué a desistir, Izan.

Vi como su rostro pasaba de la confusión al pasmo a medida que procesaba mi frase.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Me enamoré de ti el día que me dejaste tu cochito rojo y eso jamás ha cambiado...

—¿Por qué no....?

—Lo intenté—Le interrumpí, pues sabía cual iba a ser su pregunta— El día que me emborraché y tú me presentaste a Cristal, ¿lo recuerdas?

—Era eso lo que tenías que contarme—Dijo con un hilo de voz.

Asentí, aunque no hacía falta.

—Kenia... yo...

Levanté la mano, deteniendo cualquier palabra que intentara decir.

—Te quiero, Izan. Te quiero de la forma que tu quieras darme.

Se quedó unos largos segundos, los cuales me parecieron infinitos, mirándome. Terminó llevándose las manos al pelo, enterrando los dedos entre los mechones.

—¿Cómo hemos podido ser tan gilipollas?

Me encogí de hombros, pues no tenía respuesta para su pregunta.

—Es mejor que regrese, Carlota se estará preguntado donde estaré— No era más que una triste excusa para huir de él.

Izan no dijo nada, hizo un movimiento con la cabeza y se quedó inmóvil. Comencé a caminar de vuelta a la fiesta, cuando oí que decía:

—Kenia—Me giré para mirarlo y pude ver cuanto le afectaba todo aquello—Puedes rechazar la oferta de ser...

—Sigues siendo mi mejor amigo. Será un placer acompañarte al altar—No le dejé terminar la frase pues por una vez en mi vida había tomado las riendas y no pensaba soltarlas.

No regresé a la fiesta, en lugar de eso regresé a mi casa, donde podría llorar todo cuanto quisiera.

Miré el traje colgado en la percha, sabiendo perfectamente lo que significaba: el día había llegado.

La maquilladora me echó la bronca por cuarta vez para que me estuviera quieta y de fondo oí la risita de mi amiga. Estaba demasiado nerviosa como para permanecer sin moverme más de cinco minutos.

—¡Pero si parece que la que se casa eres tu! —Exclamó la chica.

Mantuve la compostura ante su comentario y me obligué a obedecer sus ordenes. Una vez hubo terminado entre ella y Carlota se encargaron de ayudarme a vestirme. Me resultaba extraño ir tan elegante. Era más de vaqueros y camisas largas.

—Estás... Joder, estás guapísima—Loti no parecía creerse lo que veía.

—Vas a ir más guapa que la novia—Sentenció la esteticista.

Ansiosa por ver el resultado busqué un espejo. No sé si de los nervios o de todo lo que había llorado, pero rompí en una carcajada. Aquel reflejo ni siquiera se parecía a mí. Mi pelo, la mayor parte de tiempo alborotado, estaba recogido en una trenza adornada con pequeñas flores naturales, con algunos mechones metódicamente sueltos. El maquillaje era sencillo, con sombras colores tierras y la raya negra alargada, haciendo parecer a mis ojos ligeramente rasgados. Y luego estaba el precioso vestido marcando mis puntos más fuertes.

—Yo me casaba contigo—Bromeó Carlota, apareciendo detrás de mí.

Sonreí y tomé aire, preparándome para lo que se avecinaba.

—Si no quieres...

—Estaré bien, Loti. Gracias—Le di un beso en la mejilla, con cuidado de no arruinarle el maquillaje, recogí la parte baja del vestido para no pisármelo y salí en busca del novio.

La boda se celebraba en uno de los hoteles más lujosos de todo Madrid, en el que nos habían dado habitaciones a todos los invitados. Izan se encontraba tres puertas más allá de la mía. Inspiré tan profundamente como mis pulmones me lo permitieron y llamé. En cuanto la madera se apartó, supe que la situación, tarde o temprano, me superaría.

—Hola—Susurré casi sin voz.

Desde la despedida de soltero no había hablado con él. Intentaba evitarlo siempre que podía. No obstante, en ese momento, solo estábamos nosotros dos en una habitación que me pareció demasiado pequeña.

—Kenia... estás...

—Gracias— No esperaba que terminara la frase. Cuando lo hacía jamás terminaba como deseaba—. ¿Estás listo?

Meneó la cabeza, como si quisiera salir de un trance y nervioso miró al interior de la habitación.

—No, pasa. Tengo que ponerme la maldita pajarita.

Entré y cerré detrás de mí. Observé todos y cada uno de los intentos por colocarse la pajarita, hasta que me adelanté, se la quité de las manos y se la puse.

—Perfecto—Murmuré, al comprobar que estaba perfectamente colocada.

No quería, pero alcé la mirada, encontrándome con la suya observándome fijamente.

—Estás preciosa. Realmente preciosa— Y ahí estaba, por primera vez, el día de su boda.

—Es lo que tiene una buena capa de pintura. Arregla a cualquiera—Bromeé, queriendo borrar la tensión entre los dos. Nada era como antes, por mucho que lo intentáramos.

—Tú nunca has necesitado nada de eso, Kenia. Eres preciosa con o sin maquillaje.

Mis mejillas ardieron y mi corazón revoloteó, deteniéndose cuando mi cabeza le recordó que estábamos haciendo allí.

—Tenemos que bajar. Te esperan— Dije, ignorando su comentario. Necesitaba salir de allí en ese preciso momento.

Me disponía a caminar hacía la salida, cuando su mano me detuvo.

—Espera—Vi como su rostro reflejaba mil sentimientos diferentes—Si no hago esto probablemente me arrepienta el resto de mi vida, Kenia.

—¿El qu...?

No pude terminar. Antes de pronunciar la segunda palabra sus labios ya estaban sobre los míos. Eran suaves, pero no tanto como imaginaba. Su lengua se paseó lentamente, pidiendo permiso para entrar y en cuanto lo hizo supe que eso no estaba bien.

—Para—Lo empujé, pero no conseguí moverlo ni un milímetro— No vuelvas a hacer eso, Izan.

—Kenia, yo...

—¡No! —Le grité. Volvía a estar cabreada. Muy cabreada— Ya has decidido. Decidiste desistir, Izan. Decidiste quedarte con Cristal.

—Desistí porque nunca imaginé que tú...

—Olvídalo, ¿vale? Olvida todo lo que te dije.

Sus ojos se volvieron más oscuros, señal de que él también comenzaba a cabrearse.

—Fui un gilipolla. Podría haberte dicho que te quería. Podría habértelo dicho el mismo día que te vi. Pero no quería perderte, Kenia.

—Ninguno de los dos lo hicimos, pero ahora ya no vale de nada. Dentro de una hora estarás casado con otra mujer y seréis felices, tendréis niños y todo esto se olvidará.

Negó con la cabeza, consiguiendo que uno de sus mechones rubios se le escapara de su sitio.

—No puedo olvidar a quien amo. Ya lo he intentado, y no puedo.

Tapé mi boca con las manos, impidiendo que saliera el gimoteo. Caminé hasta el otro extremo de la habitación, buscando espacio entre el hombre que llevaba amando toda mi vida y yo. Al mirarlo desde allí lo veía al completo. Pero veía un Izan que no reconocía. Estaba destrozado. Como nunca antes. Se podía ver los signos del cansancio en su rostro y la tristeza en sus ojos.

—No puedes hacer esto—Le reclamé—No puedes decirme esto el día de tu boda.

Se pasó las manos por el pelo. Estaba frustrado. Era como un león enjaulado que no sabía como escapar.

—Lo siento. Lo siento muchísimo, Kenia—Ver lágrimas en sus mejillas terminó por destrozar todos y cada uno de los muros que levanté para ese día—. Dime que debo hacer. Dime por favor, lo que quieres. Dímelo y lo tendrás.

Sorbí por la nariz e intenté limpiar parte de las gotas que caían de mi cara a mi cuello.

—No puedo pedirte que abandones a Cristal, Izan.

—¿Entonces qué quieres que haga? ¿Quieres qué me case con ella? —Preguntó con los dientes apretados.

No fui capaz de contestar. No podía decirle que sí porque mentiría, pero tampoco era capaz de decirle que no.

Ambos nos mirábamos en silencio, los dos habíamos desnudado nuestros secretos. Las lágrimas nos caían a ambos por igual. El dolor parecía desgarrarnos con la misma fuerza. Y entonces, Izan, de dos zancadas se colocó frente a mí, tan cerca que tuve que levantar la cabeza para mirarle.

—No eres capaz de pedírmelo, ¿verdad? Te duele tan solo imaginarlo. De la misma manera que me duele a mi imaginarme a otra mujer a mi lado que no seas tú, Kenia. He pasado demasiados años callado. He creído que tú... que tú jamás me querrías de la misma forma, y ahora que sé la verdad me niego a perderte.

Y me besó. Me besó como en la vida me habían besado. Su boca chocó con la mía con una fuerza asombrosa y un hambre voraz. Parecía un hombre sediento y yo era su manantial.

—Por favor...—Supliqué entre sus labios.

Izan pegó su frente a la mía, interrumpiendo el beso. Sus manos sujetaban mi cabeza como si temiera que se me fuera a caer.

—Por favor...—Repetí con los ojos apretados.

—Mírame, Kenia—Mis parpados se abrieron y se encontraron con sus iris verdes— ¿Qué quieres?

—A ti—Susurré entre sollozos.

Su semblante se relajó. Era como le hubiera quitado una carga demasiado pesada de encima. Besó mi frente y se alejó unos milímetros.

—Voy a encargarme de todo esto. Vete a tu casa, iré a buscarte.

—Izan...—Cogí su mano cuando se disponía a irse— ¿Estás seguro de que quieres...?

—Te quiero a ti—Me interrumpió, mostrando el atisbo de una sonrisa.

Y entonces desapareció.

Mi casa me pareció más pequeña que de costumbre. Caminaba de un lado a otro incapaz de mantenerme quieta ni medio segundo. Temía que Izan al final escogiera otro camino que no fuera yo. Que Cristal lo convenciera de alguna manera para quedarse con ella y que lo nuestro fuera una historia incompleta.

Me senté en el cómodo sillón orejero contemplando como Madrid y sus habitantes continuaban sus agitadas vidas mientras la mía permanecía en una agónica pausa. Miré nuevamente el reloj, solo había pasado dos horas desde que abandoné el hotel y ya no me quedaban más uñas para morderme.

El corazón me latió a toda velocidad cuando unos golpes en la puerta sonaron. Arremangándome el vestido salí corriendo y el aire regresó a mis pulmones al encontrarlo a él tras la madera. Sus ojos verdes me miraron y sus labios sonrieron.

—¿Cómo ha ido? — Pregunté apartándome para dejarlo entrar.

Se encogió de hombros, pero no hizo ademan de entrar.

—Lo único que le preocupaba era el dinero de la boda.

Muy típico de Cristal, pensé.

—¿No quieres pasar?

Su sonrisa se hizo más grande y negó con la cabeza.

—Hace demasiados años que debería haber hecho esto, pero como dicen... Nunca es tarde. ¿Quieres salir conmigo?

Sus rasgos de niño bueno y el nerviosismo que mostraba me calaron el alma.

—Nada me haría más feliz—Le respondí, imitando su sonrisa.

Izan me tendió la mano y tras aceptarla tiró de mí. No tenía idea de a donde nos dirigíamos, aunque tenía algo claro: lo seguiría al fin del mundo si fuera necesario.

Tras diez minutos en coche llegamos a un lugar que me resultaba tan familiar como la palma de mi mano. Me ayudó a bajar y mis tacones replicaron en el piso del parque. Caminé lentamente, recordando aquella noche, incluso podía sentir como quemaba el alcohol por mi garganta. Y entonces mis ojos se detuvieron en el rincón justo, el mismo que hacía años atrás pensaba confesarle mi amor a mi mejor amigo.

—Lamento no haberte escuchando aquella noche, Kenia—Susurró detrás de mí.

Lentamente me fui girando hasta tener su mirada conectada con la mía.

—Siempre he creído que las cosas están destinadas a ser o no ser. Quizás en ese momento no era el nuestro y lo sea ahora.

Alzó su mano, acariciando mi mejilla e inevitablemente mis ojos se cerraron

—Este es nuestro momento. Solo nuestro, pequeña.

Y me besó, sellando una especie de promesa silenciosa. Porque allí, donde una vez pensé que nunca jamás se podría, comenzaba nuestra historia.


Dos años después.

Unas manos recorrían mi cuerpo, sacándome de la neblina del sueño. Abrí los ojos, encontrando un enorme bulto debajo de las sabanas blancas. Sonreí y el bello se me erizó al sentir sus labios ahí abajo. Un gemido se escapó desde lo más profundo de mi garganta al notar como su lengua se paseaba entre los pliegues de mi sexo. Busqué su pelo y tiré hacía arriba, obligándolo ascender.

—¿Por qué me detienes? —Inquirió con un gracioso mohín.

—Por que quiero mí beso de buenos días.

Izan sonrió divertido y de forma dulce besó mis labios a la vez que separaba mis piernas con las suyas e iba acomodándose para penetrarme lentamente. Mis manos se dirigieron a su espalda y mis uñas se clavaron en su piel. Seguía asombrándome el placer que me regalaba, nada cambiaba, siempre mejoraba.

Sus caderas se balanceaban a un ritmo pausado. No tenía prisa, quería disfrutar tanto como podía. Su boca estaba inquieta, me mordía los labios, el cuello y algunas veces bajaba hasta mis pechos. El calor se apoderaba de mi cuerpo a ritmo de vértigo. Izan conocía mejor que yo los puntos que debía tocar para llevarme a la locura, la cual no tardó en llegar cuando sus embestidas cobraron intensidad. Me sujeté a su cuerpo como si temiera caer por un precipito, dejándome ir al mundo donde solo estábamos él y yo.

—Bueno días, preciosa mía—Susurró, besando la punta de mi nariz y rondando a un lado de la cama.

Suspiré largamente, queriendo pasarme la vida entera viviendo en ese estado post orgasmo.

—Buenos días, chico guapo.

—¿Preparada para nuestro día?

Mis ojos se abrieron como platos, había olvidado lo que no esperaba ese día. Como si fuera un resorte me incorporé y le lancé la almohada a mi futuro marido para que hiciera lo mismo.

—No llegues tarde—Le advertí.


Cogí las primeras prendas que encontré en mi armario mientras lo oía reír.

Por mucho que me mirara en el espejo no lograba creerme lo que estaba viendo. Un sencillo vestido blanco hasta la rodilla se ajustaba a mi cuerpo, dejando ver mis piernas más largas de lo normal gracias a los zapatos azules.

Carlota apareció para entregarme en ramo de calas y acompañarme hasta la sala del juzgado donde me esperaba un impecable Izan vestido del mismo color que yo. Ambos sonreímos como niños nerviosos. Allí estábamos, después de tanto tiempo. Después de haber callado tanto, de haber sufrido en silencio. Él me amaba, yo le amaba y nada más importaba.

Tras declararnos marido y mujer el juez dijo eso de "puede besar a la novia" y mi marido no dudó un segundo.

—Te quiero, Kenia—. Susurró contra mis labios.

—Y yo a ti, Izan.

Y así, besándome nuevamente, me demostró que nunca es tarde si el amor es real... y el nuestro lo era. 

#Fin. 

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