TODAS LAS CANCIONES DE ROCK T...

By SustainSoul

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TODAS LAS CANCIONES DE ROCK (parte 2)
Todas las canciones de rock (parte 3)

TODAS LAS CANCIONES DE ROCK (parte 1)

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By SustainSoul

Prólogo



A sus once años, Santiago no recordaba haber visto jamás nada igual. Era una sofocante mañana de verano, las golondrinas planeaban bajo un cielo diáfano y la sierra de Gredos se alzaba majestuosa sobre las encinas de la dehesa.El calor había aletargado los sonidos de la naturaleza y en el intenso silencio del llano apenas llegaban, en sordos rumores, los lejanos ladridos de los perros pastores, el zumbido de los insectos y el crujir de las secas espigas bajo los pies del muchacho.

Pero la mente de Santiago se encontraba muy lejos de semejantes banalidades. Su pensamiento y su alma estaban completamente absortos en una cosa asombrosa, algo que superaba en abismos de distancia las expectativas que cualquier chico de su edad pudiera albergar ante las posibilidades de un pueblo tan pequeño e insignificante como Vistaclara.

Sobre su cabeza se erguía,solemne, una vetusta encina de proporciones admirables. Su tronco corpulento y grueso surgía voraz de entre la maleza y se alzaba hasta desplegarse en cuatro fornidas ramas que se extendían, casi horizontalmente, en diferentes direcciones. Sus oscuras hojas verdes poblaban la copa y caían unas sobre otras hasta acariciar el suelo,produciendo un espeso follaje a su alrededor.

Aunque las colosales proporciones de la encina la hicieran destacar entre sus iguales, no era esto, precisamente, lo que había llamado la atención del niño,si no algo realmente llamativo que había logrado vislumbrar entre sus hojas cuando pedaleaba en su bicicleta desde el camino adyacente al prado.

Al principio solo fue un rápido destello, un fulgor que apenas llamó su atención, pues era cosa común que los campesinos utilizaran objetos brillantes para ahuyentar a los pájaros. Pero el fulgor apareció de nuevo tras varios pedaleos y Santiago constató entonces que aquel resplandor era mucho más llamativo y brillante que ningún pequeño objeto metálico colocado de cara al sol. Rielaba entre el follaje del árbol al final de aquel extenso prado, cuya cancela de hierro forjado conectaba directamente con el camino y se encontraba escoltada por dos pequeñas columnas de piedra. Era esta cancela de color verde oscuro y estaba dividida en dos láminas unidas por un tosco cerrojo. A continuación de las columnas se extendía un bajo muro de grandes piedras colocadas unas sobre otras hasta alcanzar un metro escaso de altura. Este muro delimitaba el territorio del prado y lo separaba del camino y las cercas contiguas.

Movido por la singular curiosidad propia de los niños, Santiago frenó su bicicleta, la dejó caer en la orilla de la vereda y se detuvo frente al prado. Descorrió con esfuerzo el grueso cerrojo de hierro oxidado. Cuando la puerta se abrió, los goznes se estremecieron en un inquietante chirrido que rompió la quietud del paraje.

Se preguntó de quién podría ser el terreno y si el dueño en cuestión andaría por allí cerca. Aquello le resultó poco probable, al tener en cuenta que era pleno mediodía y el sol atacaba implacable sobre el llano.

Con este pensamiento y a paso decidido, se adentró campo a través en dirección a la encina.Cuando apenas distaba veinte metros del árbol, distinguió lo que le pareció una serie de tablas de madera superpuestas sobre las ramas.Su curiosidad aumentó y aceleró el paso. Al llegar al árbol tuvo que agacharse para deslizarse bajo sus ramas. Una vez se hubo incorporado, alzó su rostro al frente y descubrió estupefacto una impresionante cabaña de madera construida sobre las ramas inferiores de la encina.

La cabaña no era, ni mucho menos, similar a todos aquellos intentos frustrados que abundaban en las encinas y olivos de los alrededores del pueblo. Aquella cabaña había sido construida con tal método y eficacia que podría considerarse el sueño de cualquier muchacho. Estaba asentada sobre una plataforma de madera, la cual había sido clavada a las ramas inferiores para salvar de este modo el espacio entre ellas. Sobre esta plataforma se erigía la casa en sí misma, y a la izquierda de la misma se extendía una espaciosa terraza delimitada por una barandilla de madera. La cabaña, de más de dos metros de altura, presentaba un bonito tejado a dos aguas y dos espaciosas ventanas en cada fachada.

Rodeó la encina y descubrió maravillado la puerta de la misma en la fachada adjunta a la terraza. Se trataba de una sencilla lámina de madera colgada con bisagras en el marco del umbral, sin picaporte ni cerradura.

Al caminar hasta su parte trasera, descubrió una rústica y primitiva escalera de madera que conectaba el suelo con la parte posterior de la terraza, lugar en donde la barandilla se partía bruscamente. A diez metros escasos de la escalera se alzaba el pequeño muro de piedras que separaba aquella cerca del prado posterior.

Resultaba asombroso que nada de aquello pudiera apreciarse en la distancia gracias al espeso follaje de la encina.

Tan admirado se encontraba Santiago que ni siquiera se sintió capaz de lanzar un silbido de asombro, tal y como era su costumbre cuando algo llamaba poderosamente su atención. Por el contrario, se apartó el flequillo dorado de la frente con un tosco manotazo y permaneció casi un minuto contemplando aquella maravilla en un reverente silencio,mientras las preguntas se agolpaban en su cabeza: ¿Quién sería el dueño de aquella cabaña? ¿Cuánto tiempo habría tardado en construirla? ¿Cuántas personas conocerían su existencia?

Sin apartar la mirada de la casa, se dirigió a la escalera y subió con decisión hasta llegar a la terraza.

Contempló el oscuro follaje de las hojas de la encina, el cual decoraba todo su campo de visión.Luego se percató de los huecos libres que habitaban entre las ramas, los cuales permitían vigilar la entrada del prado y las cercas contiguas. Le resultó de lo más satisfactorio la posibilidad de observar los alrededores sin poder ser visto. Pero su cabeza seguía haciéndose innumerables preguntas y enseguida se apresuró a realizar un pormenorizado análisis de la construcción de la cabaña.

La barandilla estaba formada por delgadas maderas cilíndricas clavadas unas a otras, y tanto la base de madera como las fachadas de la casa habían sido clavadas en las ramas a golpe de martillo utilizando clavos nuevos. Aquello significaba que alguien se había gastado una generosa cantidad de dinero en el empleo de materiales. Las ocho ventanas estaban enmarcadas por pequeñas láminas de madera, pero ninguna de ellas tenía cristales.

Después de realizar esta serie de observaciones, Santiago cruzó el umbral de la entrada y se encontró en una amplia estancia invadida por la penumbra. Inesperadamente, su corazón se aceleró sobrecogido y dejó escapar un grito de pánico; había una pequeña figura humana frente a él. Todavía sintió el enloquecido latir de su corazón durante un largo instante antes de percatarse de que se trataba de sí mismo. Comprendió entonces que ante él se hallaba un espejo de casi dos metros de altura. Advirtió con asombro y curiosidad que estaba roto. Su reflejo se hallaba dividido en grandes fragmentos que formaban diferentes triángulos en torno a un punto ubicado en la parte superior del cristal, el cual parecía ser el centro del impacto, pues se mostraba violentamente astillado. Por lo demás, el espejo era estrecho y no tenía marco. Había sido apoyado contra la pared, justo enfrente de la puerta.

Observó su reflejo desaliñado, el pelo revuelto y crecido hasta la nuca, su rostro cubierto de pecas y la piel tostada por el sol. Su camiseta de los Doors, de un negro descolorido, sin mangas y varias tallas demasiado grandes para su estatura. Jim Morrison le observaba en silencio desde el otro lado del espejo. Contempló también su bañador rojo y las botas negras de lona. El polvo flotaba en el aire al contraluz de un rayo de sol que caía oblicuamente sobre el espejo a través de una de las ventanas.

Paseó su mirada en derredor y comprobó que no había nada más en la sala. Sobre su cabeza descubrió las vigas de madera que sostenían el tejado. Admiró una vez más la pulcritud de la construcción y paseó por el interior de la estancia, sintiéndose presa de un auténtico estado de hipnosis. Trató de imaginarse al propietario de la cerca trabajando en la construcción de la cabaña, pero este debía ser un hombre mayor, sin duda, de tez morena, rudos modales y acostumbrado a la vida del campo. Aquella realidad no cuadraba con la idea de construir una casa en un árbol. Luego imaginó un grupo de muchachos de su edad trabajando de sol a sol con martillos, sierras y vigas de varios metros de longitud. Semejante idea le resultó tan improbable como la anterior. Se dijo entonces que tal vez se tratase de un grupo de adultos, pero tampoco encontró demasiada lógica a esta tercera hipótesis. Aquella casa resultaba tan fascinante e inapropiada para un lugar como Vistaclara que por más que pensó en diferentes probabilidades no fue capaz de encontrar una explicación apropiada.

Animado ante la posibilidad de adueñarse de ella, salió a la terraza y se sentó en el borde de la misma, dejando sus delgadas piernas colgadas en el vacío. Pataleó ligeramente, presa de una creciente satisfacción. Su fantasía se desató rápidamente y se imaginó como dueño indiscutible de la casa.

Semejante regalo caído del cielo merecía un tributo honorífico, de modo que rebuscó un cigarrillo arrugado y un pequeño mechero en sus bolsillos. Había logrado birlar el cigarro a su hermano Saúl, cinco años mayor que él, cuando este había dejado su paquete de tabaco encima de la cama. Santiago fumaba desde los diez años y se había autoimpuesto desde entonces la estricta norma de no sobrepasar el consumo de tres cigarros a la semana, de tal manera que su hermano no pudiera apreciar ningún evidente descenso en el número de sus cigarrillos.

Encendió el cigarro y aspiró el humo en un estado de felicidad absoluta. No podía negarse a sí mismo lo afortunado que era. El descubrimiento de la cabaña le había cogido por sorpresa al regresar de la ferretería, en donde había encontrado que todo estaba en orden.

En efecto, tenía por costumbre ir todas las mañanas a contemplar su escaparate. Era algo de lo que nadie parecía haberse percatado todavía, para gran alivio suyo. Y es que Santiago estaba obsesionado con el escaparate de la ferretería, por la sencilla razón de que, desde hacía dos meses, su dueño había decidido incluir en su repertorio de productos a la venta algunos instrumentos musicales de segunda mano. En el escaparate resaltaban dos guitarras españolas, una acústica y una eléctrica. Santiago sabía que el dueño guardaba algunas más en el interior, pero él se sentía fascinado por la guitarra eléctrica del escaparate. Una Fender Stratocaster japonesa de 1971, con el cuerpo rojo y el golpeador blanco. También sabía que, de momento, aquel tesoro se encontraba muy lejos de sus posibilidades. Por eso acudía al escaparate religiosamente cada mañana, con un nudo en el estómago y el corazón en un puño. ¡Qué alegría sentía al descubrir que la guitarra todavía permanecía allí! Solía suspirar de puro alivio al verla, mientras el nudo de ansiedad se desvanecía de su estómago.

Entre tanto, mientras el destino parecía proteger cuidadosamente su futura adquisición, se conformaba con tocar la guitarra acústica de su padre.

Y mientras pensaba en todo aquello, continuó fumando, inmensamente agradecido porque nadie hubiera comprado todavía la Stratocaster y el destino le hubiera llevado ante aquella cabaña. Si hubiera tenido la guitarra acústica a mano, no habría dudado en dejarse llevar por un arranque de inspiración, pero en aquel momento la guitarra descansaba en un rincón de su cuarto y nada se podía hacer al respecto, de modo que se dedicó a evocar el rostro de Cristina. Imaginó su expresión de sorpresa cuando descubriera la cabaña. Él la ayudaría a subir a la terraza, tomaría su mano y se regocijaría al comprobar su asombro.

Cristina le había robado el corazón desde el primer momento en que la vio, apenas unos días atrás. Aquella chica había surgido de la noche a la mañana, convirtiendo su existencia rutinaria en un constante estado de felicidad y angustia a partes iguales. Santiago sabía que Cristina solía ir a la piscina todas las tardes, y él se sentía volar por encima del mundo ordinario cuando la descubría nadando en el agua o tumbada en el césped. Pero sufría auténticos ataques de desesperación cada vez que llegaba a la piscina y comprendía, decepcionado, que ella no se encontraba por allí. Comenzaba entonces una involuntaria y mortificante obsesión por vigilar la puerta de entrada de manera constante. Le brincaba el corazón cada vez que alguna chica entraba en el recinto, para sentirse inmediatamente irritado y deprimido cuando no se trataba de ella. Esto podía suceder muchas veces a lo largo de la tarde, hasta que por fin su ángel aparecía por la puerta, con aquel sombrero de paja tan gracioso y luciendo vestiditos de tirantes. Entonces observaba maravillado cómo ella se sentaba en el césped, cómo dejaba sus grandes rizos cortos y oscuros al descubierto y una sonrisa iluminaba su rostro. Conocía aquel lunar redondo en su mejilla izquierda, el colmillo montado que resultaba tan adorable cuando lo mostraba en sus carcajadas, sus ojos marrones y almendrados, su piel blanca y los labios carnosos y abrasados por el sol.

Santiago sabía que estaba completamente enamorado de ella. Jamás se había sentido de aquella forma y no dejaba de sorprenderse ante la novedad de semejante experiencia.

Solo existía un pequeño problema que le traía por el camino de la amargura. Cristina tenía tres años más que él, le sacaba más de una cabeza en altura y desde hacía un par de días formaba parte de la pandilla de su hermano Saúl. Estos tres factores reducían sus posibilidades de un noviazgo inminente a una estadística lamentable. Le resultaba terriblemente doloroso ver cómo su hermano bromeaba y compartía con ella sus golosinas y helados.

Por otro lado, Santiago tenía constancia de que Saúl era un alma libre, alejado por completo de cualquier tipo de sensibilidad romántica. Le gustaba flirtear con todas las chicas por igual, sin tomar a ninguna en consideración. Aquello le producía tanto alivio como irritación. Saúl no se merecía a Cristina pero, gracias a Dios, tampoco se mostraba especialmente atareado en demostrar lo contrario.

Santiago había intentado un par de veces acercarse a la chica con el fingido pretexto de tener algo que decir a su hermano. La primera vez le pidió algo de dinero para comprar un regaliz de picapica, pero el muy tacaño le despachó a gritos ante el asombro de docenas de testigos. La humillación fue tan eficaz y fulminante que tardó un día entero en reponer su dañada autoestima de semejante bochorno. Luego ideó un plan más elaborado, se devanó los sesos durante un día y medio hasta dar con una excusa que le colocara en un estatus heroico, inteligente y maduro. No encontró nada similar. Pero, por el contrario, una divertida idea cobró forma en su imaginación. Dos días después del incidente del regaliz, regresó a la piscina y se dejó caer de forma casual alrededor del grupo de su hermano. Llevaba en sus manos un bocadillo de media barra de pan, untada a doble cara con Nocilla. El efecto fue inmediato.

—¡Eh, tú! ¿Y ese bocata? ¡Dame un poco!

Santiago contempló a su hermano como si acabara de descubrirlo en ese momento.

—¿Me dices a mí?

—¿Tú qué crees? ¿Eres tonto o qué te pasa? Dame un poco, te he dicho.

El niño se encogió de hombros y se acercó de forma distraída. Observó a Cristina, la cual le miraba con una amplia sonrisa, sentada en el césped junto al resto del grupo. Su pobre corazón se desbocó en el acto, pero trató de aparentar normalidad. Había llegado la hora de recobrar su honor.

—Venga, dame la mitad. Es de buenos cristianos repartir el pan, ¿no lo sabías? —Saúl extendió el brazo para arrebatarle el bocadillo, pero Santiago fue más rápido y evitó el robo.

—Claro que lo sé. Por eso voy a ofrecer primero a tus amigas.

Se hizo un eco de asombro entre las chicas, y Santiago comprobó con regocijo cómo la sonrisa de Cristina se hacía más grande.

—¡Qué adorable!—Claudia, la chica rubia de uñas pintadas, fue la primera en dar un bocado.

Saúl observaba confuso.

Alexander, el mejor amigo de Saúl, contempló divertido la situación y soltó una carcajada.

—¡Este chaval sabe lo que hace!

Luego le llegó el turno a la pelirroja, de la cual ni siquiera recordaba su nombre. Le metió un mordisco tan grande que Santiago llegó a sentir auténtica molestia. «¡Qué morro! ¡Con lo fea que es, encima!», se dijo, pero su rostro no movió ni un músculo.

Por fin llegó el turno de Cristina. Tomó el bocadillo con las dos manos y dio un bocado enorme. Lo masticó con placer y le hizo un gesto de aprobación con la mano.

Santiago sonrió embelesado. Hubiera podido morir allí mismo si no fuera porque otra vez percibió a Saúl tratando de arrebatarle el bocadillo. Sin embargo, él fue más rápido de nuevo y salió huyendo a toda velocidad. Oyó los gritos amenazadores de su hermano y se volvió para mirarle desde una distancia prudencial.

—¿Quieres un bocata, Saúl?¡Bésame el culo, primero!

Le vio entonces echar acorrer hacia él, con el semblante rojo y descompuesto por la ira, y de nuevo salió a la carrera, en dirección a la salida del recinto y sin ánimo de mirar atrás. No obstante, todavía pudo oír las carcajadas de las chicas, lo cual supuso la cúspide de la gloria para su espíritu.


De esto hacía ya tres días y, desde entonces, el grupo entero le tenía en la suficiente consideración como para saludarle cuando le veían. Solo su hermano se mostraba terriblemente irritado con él. Por desgracia, para poder progresar en su conquista, necesitaba un acuerdo de paz con Saúl. Había dedicado dos días con sus dos noches a encontrar una forma de apaciguar la situación y hasta ese momento no había tenido éxito, pero el destino acababa de proporcionar un giro celestial a los acontecimientos. Conocía las necesidades del grupo y tenía algo que ofrecerle. Pero, por supuesto, habría condiciones.

Sopesó con cuidado la forma en que debía exponer todo aquello ante su hermano. Dio una última calada al cigarro y lo aplastó con fuerza contra la madera. Luego, para evitar riesgos, escupió una baba gigante sobre la maltrecha colilla y después se la escondió en el interior de sus botas de lona, bajo la planta del pie.

A continuación descendió las escaleras. Se agachó para sobrepasar las ramas de la encina y salió a campo abierto. Miró con cuidado a su alrededor. No vio a nadie. Sin embargo, se sintió invadido por una incómoda sensación, como si alguien le estuviera observando. Se sacudió aquel extraño malestar de su espíritu y aligeró el paso hacia la puerta de la cerca. De pronto se detuvo. Recordó cómo había descubierto la cabaña. El espejo seguía en la misma posición y, sin duda, podría llamar la atención de personas no deseadas. Retrocedió velozmente sobre sus pasos, subió a la cabaña de nuevo y, con cuidado, colocó el cristal bocabajo sobre el suelo de madera. Luego se apresuró otra vez hacia el camino y, esta vez sí, con una sonrisa dibujada en el rostro y el corazón rebosante de expectativas.

                                                                                               *****




15 AÑOS DESPUÉS




Los invitados


Doña Elisa aspiró el frío aire de la mañana y supo que las nevadas habían comenzado en las montañas de Gredos. Se cargó el peso de las bolsas de la compra sobre sus delgadas caderas y caminó sobre las calles escarchadas y solitarias hasta llegar al nuevo parque infantil, situado a las afueras del pueblo, donde las últimas casas daban paso a los verdes campos extendidos a los pies de la sierra. Allí se detuvo, como venía haciendo cada mañana desde la Gran Explosión, se sentó en uno de los banco de madera y trató de recobrar el aliento.

Le dolían los huesos y sentía un irritante picor en la vieja cicatriz de la frente. Alzó la mirada más allá de los brillantes tejaditos de las casas y clavó sus ojos en los prados poblados de encinas.

Pensó en su nieta. Su mirada se colmó de orgullo, asomó a sus labios una leve sonrisa y sintió sus carcajadas infantiles en los ecos de su memoria. Ni siquiera se dio cuenta de que estaba empezando a chispear.

Luego vio aparecer al viejo Gredos por el camino de tierra, moviendo su cola negra y trotando felizmente con sus pequeñas patas.

—¡Gredos! —La anciana se levantó lentamente y lo observó perpleja—.¿Cómo has podido escaparte...? —Oteó el final del camino, tratando de encontrar allí la explicación que andaba buscando. No vio nada más allá de la dehesa salpicada por algunas majadas y henares y, al fondo, las cumbres de la sierra en un azul frío y desvaído. Suspiró y se dejó caer de nuevo sobre el banco de madera.

Gredos se acercó a sus pies, olfateó sus botas verdes de goma y la miró expectante, suplicando, con su brillante mirada, alguna muestra de cariño. Doña Elisa le acarició la cabeza, le rascó la oreja izquierda y le llamó bribón, sinvergüenza y todas aquellas palabras que provocaban la felicidad inmediata del animal. Luego se levantó lentamente y sintió crujir los huesos de sus rodillas. Gredos meneó el rabo con entusiasmo y comenzó a trotar hacia el camino por donde había aparecido previamente, en dirección a los verdes cortinales.

—Venga, vamos a ver cómo te has escapado. Hay que revisar ese agujero... —Pero su mente se encontraba ya muy lejos del agujero del jardín, su mente había viajado cuatro años atrás, pues Gredos no había vuelto a escaparse desde la mañana previa a la Gran Explosión.


Llovía mansamente cuando llegó a su casa solariega. Sacó las llaves del bolsillo de su falda y abrió la puerta principal. Entró en el cálido recibidor seguida por el perro, depositó las bolsas sobre un pequeño mueble, colgó su chubasquero en la percha, junto a la entrada, y dejó las botas de goma en un rincón, no sin antes coger del mismo lugar sus zapatillas de lona. Después de calzarse cómodamente, tomó de nuevo las bolsas de la compra, atravesó el salón y se dirigió a la cocina para colocarlas sobre la encimera.

Observó a través de la ventana el cielo plomizo y la niebla fundida sobre el emparrado del jardín, y se recordó a sí misma que pronto debería realizar un encargo de leña para hacer fuego en el hogar. Luego sacó un cartón de leche de la nevera, volcó un poco en un cazo y lo puso a calentar en la cocina de gas. A continuación dedicó varios minutos a preparar café en su vieja cafetera. Se sentó en una de las sillas y esperó pacientemente a que se calentase la leche, escuchando el golpeteo de la lluvia contra el cristal de la ventana. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Gredos no estaba en la cocina.

—Perro tonto, ¿dónde andas?

Gredos no apareció.

—Gredos, ¡ven aquí!

Transcurrió casi medio minuto de absoluto silencio. Aquello era demasiado asombroso.

—¿Gredos?

De pronto la anciana se sintió invadida por un repentino malestar.

—Gredos, ¡ven aquí ahora mismo!

Sin embargo, era ella la que, a pesar de sus reiteradas peticiones, se había levantado para ir en busca del animal. Salió de la cocina y sintió un inmenso alivio. Allí estaba Gredos, sentado a dos patas ante la puerta que comunicaba la vivienda con el jardín, con las orejas en alerta y aquella expresión tan viva en su rostro. Doña Elisa comprendió enseguida que algo sucedía, algo fuera de lo común.

Gredos se levantó nervioso al comprobar que por fin había logrado la atención de su dueña, y gimió consternado sin dejar de mirar la puerta.

—¿Pero qué es esto? ¿Se puede saber qué te pasa? —Presa de una extraña desconfianza, se dirigió a la cocina de nuevo para poder observar la situación a través de la ventana.

Una esbelta figura acababa de entrar en su jardín. Vestía un chubasquero cuya capucha ocultaba su rostro y cargaba una pesada mochila a la espalda. La vio atravesar ágilmente el camino de piedra hasta llegar a la vivienda, en donde, finalmente, la perdió de vista. Al momento se oyó el breve sonido del timbre. Llena de curiosidad, la anciana salió al pasillo y abrió la puerta. Entonces vio, emocionada, el conocido rostro de un joven de treinta años.

—¡Darío!

El chico se descubrió la cabeza y se sacudió los rizos que le caían empapados sobre la frente.

—Señora.

—¡Oh, Darío! ¡Qué alegría! ¿A qué se debe esta visita? Pasa, pasa, no te quedes ahí.

Darío trató de esquivar los cariñosos brincos con los que Gredos le agasajaba en la entrada y se adentró en el pasillo.

—Señora... ¿Cómo está usted?

—¡Cuántas veces debo decirte que no me llames señora ni me llames de usted! A mi nieta le daría algo si te oyera... Dame tu chaqueta, ¡hijo, estás empapado! Ven a la cocina, estoy haciendo café, debe estar hirviendo.

El joven dejó la mochila en el pasillo, no sin antes abrirla y sacar un paquete envuelto en una bolsa de plástico. Lo cogió y entró en la cocina.

Doña Elisa estaba llenando dos tazas de café con leche cuando reparó en el paquete que llevaba en sus manos. Lo miró fijamente, temiendo que se tratase de aquello que tanto esperaba.

Darío habló por fin.

—Lo he terminado.

Ella tomó aire y dejó la cafetera sobre la mesa. El muchacho le tendió la bolsa de plástico. Antes de que ella la hubiera tocado, sus ojos ya estaban llenos de lágrimas.

—¿Estás seguro...?

—Sí, totalmente. —Se sentó en la silla, completamente deprimido. Había sido un largo viaje en autobús desde León, tenía frío y hambre, pero el mayor motivo de su tristeza era precisamente aquel encuentro. Aquella entrega marcaba el final. Todo había terminado.

—¿No hay nada que quieras revisar?

—Está terminado.

—¡Ah...! —La mujer se enjugó el llanto y se sentó en una de las sillas.Contempló la bolsa de plástico unos instantes, como si necesitara un tiempo extra para reunir las fuerzas necesarias. Luego la abrió lentamente y extrajo tres tomos de cientos de páginas cada uno, escritos a doble cara y encuadernados en plástico de papelería.

—Las fotos están al final.

Sus manos buscaron las últimas páginas del primer tomo y su viejo corazón se aceleró cuando reconoció como familiares las fotos en color. Se recreó en aquellos rostros infantiles, ecos de un pasado abatido por el transcurso de los años. De nuevo hubo de enjugarse el llanto para aclarar su visión. Y una vez lo hubo hecho, cerró el cuaderno, lo apretó fuertemente contra su pecho y contempló al joven escritor.

—Gracias, hijo, muchas gracias.

—Ha sido un placer. —Se mordió el labio—.Sin su ayuda no hubiera sido capaz de rellenar tantas lagunas.

La anciana no replicó.Parecía absorta contemplando las portadas de cada tomo. De pronto levantó la mirada.

—¿Qué?

—Nada, solo decía que...

—Darío, quédate el tiempo que quieras, estás en tu casa, ya lo sabes. No tienes que marcharte hoy mismo, ni mañana tampoco.

—Gracias. En realidad no sé si quiero salir corriendo o quedarme aquí para siempre.

Ambos rieron.

—Debes tener hambre. Desayuna y ve a descansar. Voy a comenzar con la lectura inmediatamente.

La contempló inquieto.

—Tranquilo, hijo, seguro que todo está bien.

Darío desayunó abundantemente al tiempo que charlaba sobre el viaje. Luego se levantó, recogió su mochila y se dirigió al cuarto de Cristina. Sintió un escalofrío al entrar, podía reconocer algunos de los libros y discos de música que habían pertenecido a la joven. A pesar de que la habitación llevara años desocupada, el aire que la impregnaba tenía su alma, desprendía una energía alegre y juvenil que producía nostalgia.

Sin querer pensar demasiado en ello, dejó la mochila junto a la cama, se descalzó y se tumbó sobre ella. Apenas tardó diez minutos en quedarse dormido.


Doña Elisa leyó casi de modo ininterrumpido durante tres días, en los cuales Darío permaneció hospedado en su casa. El chico hubiera querido regresar a su tierra a la mañana siguiente de llegar a Vistaclara, pero una parte de él sintió lástima de abandonar a la anciana en un momento tan crucial para ella.

Al anochecer del primer día, doña Elisa terminó la lectura de la primera parte. Aquella noche habló poco y ni siquiera cenó. Pero al día siguiente, cuando Darío bajó a desayunar, la encontró enfrascada en la lectura del segundo volumen. Fue entonces cuando el escritor comprendió, por fin, que todo iba bien.

Un día y medio después, doña Elisa terminó el tercer cuaderno. Y al hacerlo se levantó, se abrigó y salió a dar un largo paseo. Cuando regresó a casa, llamó al muchacho y le hizo sentar en el sofá.

—Creo que hay algo que debemos hacer.

El chico la contempló confuso. La mirada de la anciana brillaban de un modo singular. Desde luego, algo extraordinario rondaba por su cabeza.

—Pero supone dar un paso adelante sin posibilidad de retroceso... Ojalá pudiera preguntar a mi niña si está de acuerdo conmigo.

Darío le dirigió una muda expresión de afecto.

—En cualquier caso, necesito que seas tú quien lo haga.



Doña Juana solía limpiar el polvo y ordenar su pequeña casa todas las mañanas antes de ir a la iglesia. Pero aquella lluviosa mañana estaba atareada con otros menesteres. A su nieto de ocho años se le había roto el remiendo del pantalón, y como todos los demás estaban mojados en la cuerda de tender, la mujer se había armado con sus viejas gafas de montura de pasta, una aguja y un dedal, y se había sentado a la luz de una ventana para realizar una proeza en cinco minutos.

—¡Abuela, date prisa!¡Llego tarde! —El niño se movía impaciente a su alrededor, en calzoncillos y calcetines, con una taza de Cola-Cao en la mano.

—Si me tapas la luz,difícilmente podré terminarlo. ¡Y haz el favor de calzarte o te vas a poner malo!

Fue entonces cuando sonó el teléfono colocado sobre la pequeña mesita del salón.

—¡Yo voy! ¡Yo voy!

—¡Cálzate!

—¿Diga? ¿Quién? Sí,está en casa. No, no puede, me está cosiendo el pantalón. No, lo siento, adiós.

—¡Diablo de niño! ¡Qué cosas dices! ¿Quién es? ¡Vas a dejarme a mal con todo el pueblo!

—Era doña Gregoria, abuela.

—¿Y se puede saber por qué le has colgado?

—Dice que viene hacia aquí.

—Eso es precisamente lo último que necesitamos.

Sonó entonces el timbre de la puerta y ambos se miraron en silencio.

—¡Qué rápida!

—Señor... —Doña Juana se encaminó a su pequeño recibidor y abrió la puerta. Consternada, comprobó entonces que no se trataba de doña Gregoria, si no de doña Justa, la cual ni siquiera se molestó en ser invitada para poder entrar. Respiraba agitadamente y llevaba un paraguas empapado que dejó descuidadamente en la entrada de la casa.

—¡No te lo vas a creer!¡No lo vas a creer, Juana!

Doña Juana guardó el paraguas en el paragüero y siguió a su amiga hasta el salón.

—¡Oh, Tomás! ¿Todavía aquí? Mis nietos ya se han ido al colegio.

—Se me ha roto el pantalón.

—Vaya por Dios. En fin,Juana, ¡no te lo vas a creer!

—No tengo tiempo para chismes, Justa. Tengo que coser el remiendo antes de...

Un nuevo timbrazo la interrumpió de nuevo.

—¡Yo abro, yo abro!

—¡Cálzate!

Tomás desapareció por el pasillo y al momento se oyó el sonido de la puerta al abrirse.

—¡Tomás! ¿Por qué no estás en la escuela? ¿Dónde anda tu abuela?

—En el salón.

—¡Por aquí, Gregoria!¡Estamos aquí!

Doña Gregoria se encaminó al salón y encontró a las ancianas aguardándola con miradas expectantes.

—¡Justa! ¡Oh, no me digas! ¡Tú también lo sabes!

—Me ha llamado.

—¡A mí también! Saca el café, Juana. Esto es una primicia.

—¿De qué estáis hablando? ¿Se puede saber qué pasa?

—¡Abuela, el pantalón!

—Es Elisa, Juana.

A la anciana le cambió la expresión.

—¿Ha pasado algo?

Ambas asintieron con la cabeza. Doña Gregoria se sentó frente a ellas.

—Quiere decirnos algo.

—¿Algo? —Doña Juana se bajó las gafas para observarlas con mayor atención—.¿Algo como qué?

—¡Algo! ¡Algo! Tenía la voz muy afectada.

—Sí, la tenía afectada.

—¿Cómo de afectada?

—Terriblemente afectada... ¿Verdad, Justa?

—¡Abuela, que llego tarde!

—Yo diría que estaba llorando.

—¡Eso mismo diría yo! Quizá quiera reconciliarse.

—¿Reconciliarse? En cuatro años no se ha retractado ni una sola vez. Lo último que desea es reconciliarse con alguien que no le dé la razón, porque jamás cambiará de opinión. —La anciana regresó a su tarea.

—¡Pues sería lo correcto! Bien sabe Dios que no le deseo ningún mal, pero me gustaría de verdad verla en una disculpa... Una disculpa para todo el pueblo. —Y los ojos de Justa brillaron de regocijo antes de fijarse en las galletas colocadas en el tarro de cristal que Tomás había dejado sobre la mesa durante el desayuno—. A ver, niño, dame una de esas para que la pruebe.

—A mí también, hijo, que ya tengo los ácidos en el estómago.

Tomás dirigió una mirada interrogante a su abuela, la cual le hizo un ademán con la mano para que se apresurara a servirlas.

—Siempre lo digo, Juana, qué bien se está en tu casa, como en casa de Juana, en ningún sitio. ¿Verdad que lo digo, Gregoria?

—Sí, sí, siempre. Y es verdad. Esta casa es tan pequeña y cálida que dan ganas de quedarse aquí dormida.

—Yo podría quedarme a vivir aquí.

—...Gracias —contestó la anciana, sin apartar la mirada de su tarea y no muy convencida de poder tomarse aquellas palabras como un cumplido.

—Bueno —reanudó Gregoria, tras mordisquear su segunda galleta con sus tres dientes amarillos—.¿Entonces a qué conclusión llegamos? ¿Qué opináis de todo esto?

—¡Que llego tarde!

—Sigo pensando que nos debe a todos una disculpa.

Doña Juana soltó un suspiro de agotamiento y dejó la aguja sobre el remiendo.

—Permíteme que te haga una pregunta. ¿De qué se supone que debería disculparse?

Doña Justa y doña Gregoria la contemplaron estupefactas.

—¿...De qué? ¿De qué?

—Sí, ¿de qué? Esa pobre mujer no tiene nada de qué disculparse.

—¡Abuela!

—¿Cómo que no? ¿Oyes eso, Justa? Esta mujer está perdiendo el juicio.

—Eso mismo digo yo. Te estimo, Juana, pero no soporto que la defiendas. ¿Acaso no intentó volvernos locos a todos con sus cuentos y mentiras? ¿Acaso no es una estafadora? ¿Acaso no se ha vuelto una loca huraña y maleducada,que pasea sola con ese perro y esa oveja vieja?

—Sí, Juana, reconoce que lo que hizo fue terrible, algo terrible. Todo el mundo sabe lo que pasó aquella noche. Y ella miente una y otra vez, una y otra vez... Desde sus declaraciones tras aquella noche este pueblo se ha convertido en un circo para turistas y curiosos.

—¡Y maleantes! Ahora este pueblo está habitado por maleantes.

—Son jóvenes voluntarios para ayudar a la comunidad, Gregoria, no maleantes.

—¡Visten como maleantes!¿Por qué llevan esos aros colgando de las narices y los labios?¿Por qué llevan los pelos largos y sucios con esos nudos como si nunca se hubieran peinado?

Doña Juana continuaba cosiendo en silencio.

—¡Y todo el dinero que Elisa está ganando con ese fraude!

Doña Juana levantó la mirada y una furia contenida relampagueó en sus ojos.

—Elisa jamás ha ganado nada con todo esto.

Doña Gregoria cambió dramáticamente su tono de voz.

—Lamenté profundamente lo que les sucedió a aquellos jóvenes. Rezo por ellos cada día de mi vida, Juana, pero construir mentiras a su costa es algo muy feo,terriblemente feo.

—Una bajeza.

La mujer las contempló impasible y de nuevo retomó su tarea.

—¿Creéis que habrá llamado a más gente? ¡Por Dios, Juana, di algo, cualquiera diría que te estamos aburriendo...!

Tomás soltó una carcajada que le obligó a doblarse en dos.

Doña Justa le contempló molesta.

—¿Qué le pasa a este niño? ¡Tomás, es de mala educación reírse de los mayores!

Por primera vez en aquella mañana, doña Juana sintió perder su templanza. Dejó la aguja sobre el remiendo y se quitó las gafas para mirar mejor a sus interlocutoras.

—Os voy a decir dos cosas: Elisa no está mintiendo, solo defiende su verdad. Estáis hablando de una persona que acarrea un sufrimiento inconcebible para nosotras. Tengo a uno de mis nietos aquí presente, sé lo que es querer a un nieto y os aseguro que si llegara el caso, y pido a Dios que no suceda jamás, sería capaz de creer y de pensar cualquier cosa que me ayudara a mantener la esperanza.

—¡Abuela, cóseme el pantalón!

—Niño, calla cuando habla tu abuela.

—Y lo segundo que os debo decir es que, con todos mis respetos, no tengo tiempo para andar con estas habladurías, así que salid por esa puerta con viento fresco y ya nos veremos en la iglesia.

La miraron estupefactas.

—No puedo creerlo, Juana. Solo hemos venido a avisarte.

—Avisada estoy. Si Elisa quiere contarme algo, me llamará o vendrá personalmente, que ya sabe donde encontrarme.

Salieron las dos mujeres de la casa, hablando entre murmullos y con un mal humor de mil demonios.

Luego la estancia se quedó silenciosa. Había un aire de tristeza en el salón cuando doña Juana reanudó su cometido.

—Abuela, ha sido más fácil que la última vez.

—Sí, corazón, eso parece.


Ya se había marchado Tomás al colegio cuando de nuevo sonó el teléfono.

—¿Dígame? Hola, Elisa,sabía que llamarías. ¡Por supuesto, ya sabes qué veloces son esas mujeres! —Soltó una suave carcajada y vio por la ventana el cielo escampando y la luz del sol abriéndose paso sobre los brillantes tejaditos colindantes—.¿El sábado?¿A las cuatro? Sabes que no puedo dejar a Tomás solo en casa, sus padres no regresarán de Talavera hasta las nueve... Bien, entonces allí estaremos.


Llovía torrencialmente a las cuatro de aquella tarde de diciembre. Desde la ventana del aseo superior, Darío contemplaba las encinas y los olivos meciendo sus ramas en el viento, las quebradas del campo, con sus pequeños cerros poblados de breñas y colinas escarpadas, las angostas veredas, guarnecidas por enredados y frondosos zarzales, la hierba fresca y salvaje, agitándose de un lado a otro como el pelaje de un gato al ser acariciado por la torpe mano de un niño, y el cielo opaco, denso y amenazador como el reflejo de la noche sin luna en el fondo de los pozos de la dehesa.

Se había prometido a sí mismo que no se rompería por dentro, no al menos hasta que hubiera salido de Vistaclara para siempre. Y cuando eso sucediera, jamás volvería a escribir. Era una decisión irrevocable.

Suspiró hondo y miró al cielo. Se sintió vacío. Escribir aquellas miles de páginas le había transformado para siempre y le había vaciado el alma. Ya nada le importaba. Nada más en absoluto.

Por su parte, doña Elisa había pasado toda la tarde limpiando y preparando la casa en un sereno silencio. Ahora que el salón estaba ventilado, los cojines del sofá mullidos y ordenados, el florero pulcramente colocado sobre la mesa comedor, y el café y las tazas en la bandeja de metal sobre la pequeña mesa de descanso, solo los invitados debían cumplir su parte.

Se oyó entonces el primer timbrazo de los muchos que se sucederían aquella noche. Darío despertó de sus pensamientos. «Acabemos cuanto antes».Y se encaminó al salón.


La primera persona en llegar venía acompañada de su nieto Tomás.

—Espero que no moleste demasiado.

—¡Bobadas, Juana! Sabes que me encantan los críos. Pasad rápido y dejad los paraguas en la entrada. Tomás, ¿quieres un chocolate con galletas?

—¡Claro!

Pasaron al salón, donde encontraron a Darío de pie ante la mesa comedor, en la cual había depositado el cuaderno.

Doña Juana lo miró sorprendida.

—¿Darío?

Él sonrió.

—Hola, Juana. Cuánto tiempo, ¿verdad?

La mujer trató de disimular el impacto que la presencia del joven había producido en ella. Recordó apenada los días en los que el chico la había entrevistado repetidas veces acerca de sus recuerdos de Cristina y el resto de los muchachos.

Recorrió con la vista los numerosos retratos de Cristina, colocados en los muebles del salón, y sintió que aquella noche iba a resultar más dolorosa de lo esperado. Luego hizo sentar a Tomás a la mesa comedor y le instó a esperar pacientemente la llegada del chocolate caliente. A continuación miró detenidamente a doña Elisa, la mujer que había sido su leal amiga durante más de sesenta años. Observó cómo reordenaba las tazas y la cafetera sobre la pequeña mesita.

Desde la Gran Explosión apenas habían vuelto a hablar. Durante los primeros meses, doña Juana había tratado de ayudar a la anciana, pero esta última se había recluido en un silencio sepulcral y había dado la espalda a cualquier tipo de actividad pública. De modo que comenzaron a verse únicamente de forma fortuita, al cruzarse en las calles o encontrarse en las tiendas. A veces se la podía ver en el campo, atareada en su huerto durante las mañanas de primavera o dando largos paseos en los caminos del valle durante los atardeceres de verano. Pero jamás conversaba; saludaba educadamente y continuaba su camino.

Ahora que doña Juana la tenía frente a sí, sentía de nuevo la antigua necesidad de acercarse a ella, de preguntarle, ayudarla, tratar de consolarla de algún modo. Pero no supo qué hacer y terminó por sentarse en el sofá.

Como si doña Elisa hubiera leído sus pensamientos, dejó las tazas del café sobre la mesa y la miró con una serena sonrisa. Se acercó a ella y tomó sus manos.

—Juana... —Quiso decir algo más, pero se contuvo. Apretó las manos de la anciana con fuerza y añadió con un brillo insólito en su mirada—: Solo espera un poco más.

Doña Juana se sintió entonces profundamente abatida por la tristeza. A su corazón llegó el implacable presentimiento de que aquella tarde iba a ser una auténtica locura que daría que hablar a las malas lenguas de Vistaclara durante varios años.

Tras su llegada se continuaron muchas más. Don Ignacio, el párroco; don Sebastián, el pianista de la iglesia; doña Anatolia, la vecina de doña Elisa y,en general, mujeres que habían vivido durante toda su vida en Vistaclara, trabajadoras del campo y las granjas, vecinos y antiguas amigas de doña Elisa. Todos ellos reconocieron a Darío porque habían sido entrevistados por él pocos años atrás. Y la mayoría caminaban con sus bastones a paso lento, encorvados y con pañuelos o sombreros cubriendo sus blancos cabellos. Sonrisas desdentadas,rostros cuarteados y miradas sagaces, longevas y brillantes bajo sus párpados caídos. Muchas personas se mostraron afectuosas, otras, frívolas y superficiales, pero la anfitriona recibió a todas con el mismo grado de hospitalidad y educación.

Cuando el sofá, los sillones y las tres mecedoras estuvieron ocupados, doña Elisa alojó a las invitadas restantes en las sillas de madera colocadas alrededor de la mesa del comedor. En apenas un cuarto de hora, el salón comenzó a rebosar bullicio y movimiento.

La sorpresa resultó clamorosa incluso para Darío cuando un nuevo timbre dio paso a la llegada de una docena de jóvenes veinteañeros. Se trataba del grupo ecologista que, tras la Gran Explosión, se había instalado en Vistaclara para ayudar a la comunidad. A la vista de sus holgadas y coloridas vestimentas, sus piercings, sus rastas y su fresca y natural simpatía, la mayor parte de las ancianas redujo su recibimiento a un desconfiado y silencioso escrutinio. Pero los jóvenes no se dieron por ofendidos, más bienal contrario, se mostraron tan afectuosos con el grupo de mujeres como con la propietaria de la casa. Darío sintió un súbito alivio al comprender que aquella brecha intergeneracional jugaba en gran parte a su favor y, contemplando la situación con renovados ánimos,se sentó en una de las sillas de madera mientras el grupo de chicos y chicas se instalaba despreocupadamente en el suelo del salón y del recibidor, descansando principalmente sobre las acogedoras alfombras que cubrían los rústicos baldosines del hogar.

A continuación doña Elisa sirvió refrescos, cervezas, café y chocolate caliente acompañado de pastas.

Según avanzaba la tarea, eran muchas las ancianas que se miraban entre sí, con semblantes de duda y escepticismo, sin saber exactamente lo que podía pasar seguidamente.

Por su parte, los jóvenes se mostraban bastante más confiados y tranquilos. Y solo Tomás, que disfrutaba de su chocolate caliente junto a Darío, y Gredos, que había logrado un puesto de honor entre los brazos de una de las chicas, parecían ajenos a las expectativas colectivas.

Finalmente, una vez la merienda fue repartida entre todos, doña Elisa se situó en el centro del salón, junto a Darío, y habló con voz firme y serena.Los invitados guardaron un silencio que, si no era demasiado reverente, al menos era fruto de una genuina curiosidad.

—Quiero daros las gracias a todos los que habéis venido. Debéis saber que no he dejado a ninguna persona de Vistaclara excluida de esta reunión. Todos habéis sido invitados. Muchos ya conocéis a Darío, era íntimo amigo de mi nieta Cristina.

Se produjo un murmullo general y las miradas se reenfocaron en el joven con nueva expresiones de asombro y curiosidad. Darío se sintió desnudo y decidió mantener la vista fija en el suelo.

—Hace cuatro años...—continuó la anciana—, tras la Gran Explosión, le pedí a Darío el favor más grande que jamás le he pedido a nadie. —Hizo una pausa—.Le pedí que escribiera la biografía de Cristina.

El silencio del público comenzó a adquirir dimensiones más trascendentes.

—Y aunque al principio se negó rotundamente debido a las implicaciones afectivas que semejante tarea suponía, finalmente, hace tres años, accedió a hacerlo.Durante todo este tiempo Darío ha trabajado en la investigación de los lugares y las personas que mayor influencia tuvieron en la vida de mi nieta. —Doña Elisa paseó su mirada entre el grupo de ancianas—. Muchos de vosotros ya sabéis de quiénes se trata. A todos ellos les visteis crecer, jugar, reír y llorar... —Pareció querer decir algo más, pero se contuvo—.No quiero adelantarme a la tarea de Darío, solo quisiera deciros que el manuscrito que tiene en sus manos es fruto de muchas lecturas; lecturas de diarios, cartas, notas... incluso fotografías. No os pido que creáis palabra por palabra, porque una biografía que habla de muchos años atrás está condicionada por el olvido y las lagunas propias del paso del tiempo.

En este punto, Darío se volvió hacia doña Elisa tratando de replicar algo pero, ya fuera por timidez o por inseguridad, finalmente decidió mantener el silencio. Y como doña Elisa no se percató de este detalle, continuó hablando.

—He convencido a Darío para que os lea la biografía.

El silencio se vio quebrado bruscamente por una sorpresa general. Darío contempló inseguro las expresiones del grupo de ancianos. Varias mujeres parecieron mostrar un descarado rechazo ante semejante iniciativa al tiempo que el párroco exhalaba un agridulce suspiro y don Sebastián movía la cabeza con expresión abatida. A pesar de que era obvio que doña Elisa se había percatado de ello, no se amilanó ante la situación.

—Ahora solo puedo pediros dos cosas: la primera, teniendo en cuenta que os he reunido para escuchar el relato, os pido que no provoquéis interrupciones mientras dure la lectura. Si alguno de los presentes no se siente especialmente atraído por semejante propuesta, es libre de salir por esa puerta en este momento.

Se hizo un silencio tenso y profundo. Los invitados se miraron entre ellos y murmuraron a los comensales más próximos, pero ya fuera por respeto, por simple curiosidad o incluso por el ácido sentimiento de poder atestiguar la experiencia, todos permanecieron en sus asientos.

—Y lo segundo —prosiguió doña Elisa—, si de verdad os vais a quedar, debéis quedaros hasta el final. No me gustaría que juzgaseis precipitadamente la vida de mi nieta. Esto es una mala costumbre que se ha venido haciendo durante muchos años, y esta noche todos tenéis la oportunidad de cambiar vuestros puntos de vista por otros más auténticos y fieles a la realidad.

Aquellas palabras parecieron ser demasiado grandes para la mayoría de los invitados. Percatándose de las caras de confusión que había logrado con sus palabras, doña Elisa se aclaró la voz y añadió:

—Lo que os quiero decir es que quizás habéis tenido opiniones equivocadas acerca de todo lo que pasó... Y esta noche podréis rectificar.

Esta vez se produjo un descontento general entre los invitados de la tercera edad. Darío pudo observar cómo incluso doña Gregoria y doña Justa se llevaban las manos a la boca y lanzaban exclamaciones de asombro.

Nada de esto detuvo a doña Elisa, la cual, haciendo un último alarde de seguridad, concluyó:

—Muchas gracias de nuevo por estar aquí.

A continuación se volvió hacia Darío, provocando que toda la audiencia siguiera su mirada conjuntamente.

Este tragó saliva, se acomodó en su silla y abrió el cuaderno.

—Por favor..., un momento, un momento. —De pronto, uno de los jóvenes se levantó y paseó una firme mirada a la audiencia.

Los chicos que estaban sentados a su alrededor le apremiaban con susurros de ánimo. Doña Elisa lo observó expectante.

—Verá, oiga, nosotros...Es muy importante para nosotros estar aquí esta tarde. Ha sido...—Dudoso, trató de entrever algún tipo de reacción en doña Elisa, la cual,percatándose de ello, le animó a continuar con una afirmación de cabeza —. Ha sido una sorpresa enorme que usted nos llamase y nos invitara a su casa. Cuando vinimos a Vistaclara hace cuatro años, creímos que podríamos acercarnos a usted y preguntarle... preguntarle cosas.Pero luego nos dimos cuenta de que no éramos los únicos que queríamos respuestas y que usted no quería hablar. Le aseguro que supimos entender la situación. Y por eso esta noche nos sentimos privilegiados por estar aquí. Muchas gracias.

Doña Elisa esbozó una breve sonrisa y tomó asiento junto a Darío, al tiempo que el pequeño Tomás, ya con el estómago lleno, buscaba un hueco en el sofá, cobijándose en las faldas de su abuela. Y Darío se limitó a contemplar el murmullo general en actitud de espera.

Después de un minuto la sala quedó en silencio y Darío comenzó a leer con voz clara y pausada:

—«Libro primero:Todas las canciones de rock.

En el verano de 1997 Cristina tenía catorce años...».



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