Mara (I)

By Larena_Aquifolia

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Hace dos años acabaron con casi toda nuestra civilización. Hace dos años nos obligaron a huir a un universo... More

Nota de la autora
Mara
Prefacio
Capítulo 1 (parte 1)
Capítulo 1 (parte 2).
Capítulo 2.
Capítulo 3 (parte 1).
Capítulo 3 (parte 2).
Capítulo 4.
Capítulo 5 (parte 1).
Capítulo 5 (parte 2).
Capítulo 6.
Capítulo 7.
Capítulo 8.
Capítulo 9.
Capítulo 10.
Capítulo 11.
Capítulo 12.
Capítulo 13.
Capítulo 14 (parte 1).
Capítulo 14 (parte 2).
Capítulo 15.
Capítulo 16.
Capítulo 17.
Capítulo 18.
Capítulo 19.
Capítulo 20.
Capítulo 21.
Capítulo 23.
Capítulo 24.
Capítulo 25.
Capítulo 26.
Capítulo 27.
Capítulo 28.
Capítulo 29.
Capítulo 30.
Capítulo 31.
Capítulo 32.
Aviso importante
Capítulo 33.
Capítulo 34 (parte 1).
Capítulo 34 (parte 2).
Capítulo 35.
Capítulo 36.
Epílogo
¿Y ahora qué?

Capítulo 22.

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By Larena_Aquifolia




La oscuridad y el continuo ronroneo de las máquinas de la sala de informática de Ockly habían conseguido adormilar a Evey. Hacía un par de horas que la discusión entre ambos capitanes de pelotón, Ikino y ella había terminado, y todos se habían retirado a las zonas de descanso que el anciano silícola había improvisado para ellos.

Todos salvo ella.

No podía sacarse de la cabeza la imagen de Aera cayendo al suelo tras el disparo. De hecho, era lo único que recordaba de aquel momento. Su cuerpo se había derrumbado de una manera tan grotesca que hasta se le ponían los pelos de punta con sólo rememorarlo. El resto había pasado por delante de sus ojos sin pena ni gloria. Recordaba vagamente a Ciro e Iri arrodillados al lado de su compañera, pero poco más. Cuando trataba de acordarse de alguna otra escena, el cuerpo de la exploradora desplomándose se hacía con el control de sus recuerdos y revolvía su estómago.

Sólo había una cosa que le hacía olvidarse de Aera: Ikino.

El F.M.A le había enseñado a identificar a los androides de Sílica, y era obvio que no había cabida para la clemencia ante uno de ellos. Según las órdenes establecidas, cualquier miembro del F.M.A debía eliminar o en su defecto informar de la presencia de uno de ellos, pero el hecho de que su contacto en el Cubo no hubiese mencionado a Ikino en ninguno de sus informes hizo que Evey se plantease el comunicárselo a sus superiores cuando la vio en la Tierra por primera vez.

Era cierto que la informante era un modelo muy antiguo y que su base de datos se encontraba desactualizada, pero no creía que aquello fuese una excusa para salirse de la ruta que ella había marcado. Había hecho especial hincapié en que todos siguiesen sus huellas, y la única que no lo había cumplido era la androide. ¿Por qué? Tendría que averiguarlo durante el tiempo que estuviese en el refugio de Ockly.

Sus pensamientos fueron hilándose unos con otros hasta que sus párpados terminaron por cerrarse del todo, y se habría quedado ahí dormida de no ser por el sonido que hizo la puerta corredera al abrirse.

—¡Evey! —La voz susurrante de Ciro la sacó de su sueño ligero de golpe—. Tengo que hablar contigo, es importante.

La mujer se levantó de un salto al escuchar la voz del que horas antes había intentado ahogarla. Se mantuvo a la defensiva, obligándose a reprimir las ganas que tenía de bostezar y de estirar su entumecido cuerpo.

—¿Qué pasa?

—Nos tenemos que ir, ahora.

Aquella frase tan contundente consiguió despertarla por completo.

—¿Qué? ¿A qué te refieres? ¿Qué pasa?

Ciro avanzó dos pasos en su dirección, pero Evey reculó hasta mantenerse a una distancia prudencial. No quería volver a ser estrangulada por el chico, porque aunque sabía que podía con él, también era consciente de que necesitaría emplear fuerza bruta para anular su ataque y no se sentía con ganas de ello.

—Te juro que tengo ganas de darte una paliza, pero hay algo más importante que eso. —La voz de Ciro sonaba impaciente—¿Es seguro hablar aquí?

Evey se envaró como si un rayo hubiese atravesado su cuerpo entero. Aquello no pintaba nada bien. Negó con la cabeza un par de veces e hizo un gesto con la mano para que el explorador saliese de la sala junto a ella.

Avanzaron por el pasillo tanteando las paredes hasta llegar a la puerta que daba acceso al cuarto de baño, el lugar más cercano que no contaba con sistemas de vigilancia, o al menos eso tenía entendido. Invitó a Ciro a que pasase primero y acto seguido bloqueó la puerta desde el interior.

—Creo que aquí no nos oye nadie —murmuró con los brazos puestos en jarras—. Dime, ¿qué ocurre?

Contempló el rostro de Ciro mientras esperaba su respuesta. Bajo la luz del aseo sus facciones parecían más duras de lo que ya eran; ni siquiera la barba rala que comenzaba a surgir tras varios días sin afeitarse conseguía disimularlas. La cicatriz surcando su pómulo izquierdo y parte de su barbilla le daban un aspecto amenazador, aunque debía admitir que tenía su encanto.

—Ockly planea traicionarnos —susurró—. Tenemos que irnos de aquí cuanto antes.

Evey abrió los ojos en un gesto de sorpresa. Era lo último que esperaba escuchar.

—¿Qué estás diciendo? Eso es imposible —contestó a la par que negaba con la cabeza.

El explorador se abalanzó sobre ella para sujetarla por ambos brazos.

—¡Vi a Mara!

Ambos se quedaron en silencio, mirándose a los ojos. Evey trató de evaluar si las palabras de Ciro eran ciertas o si simplemente se encontraba demasiado cansado y estaba comenzando a tener alucinaciones. Estaba claro que el chico tenía un serio problema con la exploradora del pelotón EX:B-18.

—No... —Antes de que pudiese añadir una palabra más, el explorador le había tapado la boca con una de sus manos. Ella trató de retorcerse para liberar el agarre del chico, temerosa de que intentase agredirla de nuevo.

—¡Escúchame! —ordenó Ciro con impaciencia—. Quería ir al baño, ¿vale? Estaba todo tan oscuro y yo estaba tan dormido que terminé en una sala vacía de la que no podía salir. En el centro había algo parecido a una plataforma que me teletransportó cuando me puse encima de ella. Acabé en una sala de mandos en la que había una mujer sin pelo que se pensaba que yo era Ockly, y habló de un trato.

Evey dejó de respirar, a expensas de que Ciro prosiguiese.

—¿Qué trato? ¿Dónde viste a Mara? —le animó a seguir en vista de que el explorador se mantenía callado.

—Dijo que si les informaba de tu paradero o si les proporcionaba información del... ¿F.M.A?—preguntó dubitativo—. Creo que dijo eso. La cuestión es que si te delataba le dejarían continuar con su negocio ilegal. —El explorador hizo una breve pausa antes de continuar—. Y Mara... La vi en una de las pantallas de la sala de mandos; estaba mirando a la cámara —terminó diciendo en un susurro apenas audible.

—¿Y qué más?

—No lo sé. —Ciro desvió la mirada, incómodo—. La mujer se dio cuenta de que yo no era Ockly y me devolvió a la habitación vacía sin decir nada.

—¡¿Qué?! ¡¿La mujer te vio?! —exclamó tratando de mantener un tono de voz bajo mientras se llevaba las manos a la cabeza—. ¿Pero cómo coño dejaste que eso pasara?

—¿Y qué querías que hiciera? Joder, estuve un buen rato tratando de abrir la puerta para poder salir de la habitación y no hubo manera, ¡te lo juro! Yo...

Evey le ordenó que dejase de hablar con un gesto impaciente de su mano. Necesitaba pensar, y no podía hacerlo con el explorador molestando con sus disculpas.

—Eso no era una plataforma de teletransporte, era un sistema de inmersión total —le hizo saber—. En la Tierra no llegó a emplearse esta tecnología para las comunicaciones, pero sí que se empleó para videojuegos y simulaciones militares. Aquí en Sílica es lo más normal del mundo. Tú no estabas allí realmente, de hecho, no te moviste de la plataforma.

—Me alegra oír eso —repuso Ciro—, pero eso no quita que la mujer me viese, ¿no?

—La mujer pudo verte, aunque no podría haberte hecho daño. Tal y como me lo describes, Ockly estaría en llamada con ella justo antes de que nosotros llegásemos y dejaría el sistema en pausa en cuanto pusimos un pie en el refugio. 

—¿Quién es ella? —quiso saber el chico.

Evey se rascó la barbilla, pensativa. No tenía muy claro si debía entrar en detalles. Las órdenes del F.M.A eran claras: nadie ajeno a la organización podía ser informado. Pero estaba sola con el explorador, y debía ganarse de nuevo su confianza.

—Si me dices que era una mujer sin pelo, seguramente fuese Bóriva —comenzó diciendo—. Bóriva es uno de los altos cargos del servicio de inteligencia de Sílica y siempre se encuentra en todos los fregados habidos y por haber. Ella fue la encargada de ordenar el bombardeo a la Tierra, y desde entonces ha estado al mando de cualquier misión cuyo objetivo fuerais vosotros. De hecho —añadió—, es bastante probable que ella sea la que lleve el caso de Mara.

—Los silícolas son... ¿así?

—¿Así cómo? Si lo dices por Bóriva, no. No todos son calvos. Ninguna civilización difiere mucho del aspecto que tiene un terrícola estándar, créeme. —Evey desvió la mirada de Ciro para tratar de concentrarse—. Lo que no entiendo es por qué es ella la que está tratando de llegar a un pacto con Ockly sobre algo que no es de su sector de trabajo. Tal vez haya conseguido escalar puestos tras el apresamiento de Mara.

—Tal y como la describes, está claro que es una persona a la que no queremos encontrarnos bajo ningún concepto—contestó el explorador—. ¿Qué es eso del F.M.A? Porque claramente es algo muy importante para ellos. ¿Y por qué te quieren a ti expresamente?

Evey apretó los labios mientras negaba con la cabeza. Tal vez pudiese decirle quién era Bóriva, pero no podía contarle eso. No se volvería a ganar ala confianza de los exploradores a base de desvelar sus secretos de oficio.

—Ya te dije que te limitases a cumplir órdenes, samurái —espetó para dar por finalizado el asunto—, y esto es lo que vas a hacer: irás a avisar a tus colegas de la situación actual porque a mí no me van a creer. Tenéis cinco minutos para preparar vuestras cosas y esperarme en la entrada. Todo el recinto está vigilado, así que Ockly se dará cuenta en seguida de nuestras intenciones, si es que no lo ha hecho ya. No le disparéis, sólo él puede desbloquear la puerta del refugio desde fuera y sería una pérdida de material muy interesante si le matamos. Vamos a tomar prestados los dos aerodeslizadores que tiene en el pequeño hangar y alguna que otra cosa de por aquí, así que despejad las mochilas de trastos inútiles como vuestros cascos o gafas de visión infrarroja.

—¿Qué pasa con Ikino? —La pregunta pilló a Evey desprevenida. Lo cierto era que no se había acordado de ella hasta que Ciro hubo pronunciado su nombre, erizándole los pelos de la nuca.

—Tiene que venirse con nosotros.

Ciro la miró con fijeza durante varios segundos.

—¿Tiene que?

—Sí, tiene que —gruñó, molesta—. Sólo ella y yo sabemos pilotar los aerodeslizadores. Andando, se nos hace tarde.

Desbloqueó la puerta y salió del baño como un vendaval sin darse la vuelta para comprobar si Ciro hacía lo que le había ordenado. Tenía que hacerse con las provisiones en tiempo récord para salir de ahí cuanto antes. En principio sólo Ockly podría detenerles, ya que la localización del refugio en sí era desconocida por los silícolas y al viejo no le convenía delatar su posición si quería vivir en relativa calma el resto de sus días, pero no quería tentar a la suerte.

Se movió silenciosa por los pasillos sin luz hasta llegar al pequeño almacén donde el silícola guardaba todos sus productos. Sabía que aquella sala era una de las que más sistemas de seguridad poseía, pero no tenía tiempo para pensar en un plan alternativo. Nada más poner un pie dentro del recinto, cada una de las baldas de las múltiples estanterías metálicas se iluminaron para mostrar todos los artículos preparados para ser vendidos o intercambiados. Evey ya había estado allí en anteriores ocasiones, así que tenía una ligera idea de dónde se encontraban las cosas que necesitaba. Cogió un petate del primer estante y avanzó por los distintos pasillos buscando objetos que le pudiesen ser útiles. Se hizo con todos los uniformes de soldado de Sílica que había, cogió un par de rifles Gauss, varias cargas de zeptorobots para su botiquín, explosivos de mano, modificadores de retina y de voz, dos descodificadores, detectores de movimiento y baratijas varias que podrían hacer falta en un momento determinado.

Comprobó la hora en su comunicador. Tenía menos de dos minutos para abandonar el almacén y dirigirse a la puerta de salida. Se echó el saco a los hombros, y una vez se hubo asegurado de que no se le caería, desenfundó su pistola. Nunca estaba de más llevarla en la mano cuando se hacían cosas no autorizadas.

Abrió la puerta corredera y se dispuso a salir cuando la figura de Ockly se interpuso en su camino. Tardó menos de un segundo en reaccionar, encañonando su pistola de plasma ya cargada al entrecejo del hombre.

—Aparta —ordenó haciendo caso omiso al arma que el silícola portaba en su mano derecha y que apuntaba sin vacilación a su cabeza.

—He programado el sistema para que envíe las coordenadas al gobierno de Sílica si muero, así que piensa lo que haces.

Ockly parecía muy calmado, pero Evey pudo apreciar el brillo colérico en sus oscuros ojos.

—Y una mierda. Con lo rácano que eres, jamás entregarías tu refugio y tu información a nadie. —Trató de mostrarse segura de sí misma, pero lo cierto era que probablemente Ockly estuviese diciendo la verdad. 

—Puedes probar, siempre y cuando seas capaz de disparar antes de que lo haga yo.

Evey profirió una carcajada seca. No podía creer lo que estaba escuchando.

—Maldito viejo, sabes de sobra de lo que soy capaz —espetó mientras se acomodaba el gran petate tras la espalda. Pesaba demasiado y comenzaba a resultar molesto el tener que sostenerlo con una sola mano.

—Pero tú no sabes de lo que soy capaz yo —rebatió el hombre. Una media sonrisa afloró en sus labios y provocó que las arrugas que colmaban su rostro se pronunciasen.

—¿Qué quieres? —preguntó a sabiendas de cual iba a ser la respuesta.

—Nada en concreto, de veras. Los tratos ya los he hecho con Bóriva. Está ciertamente obsesionada contigo.

—Seguro que sí.

Evey dio un respingo al escuchar una voz ronca proveniente de la espalda de Ockly, precedida por el peculiar sonido de la pistola de plasma. El cuerpo del anciano se desplomó al instante, dejando a la vista la silueta de Ciro con el arma aún en alto.

—Vaya, samurái. Pensé que tu rollo eran las espadas —murmuró mientras esquivaba el cadáver sin desviar la mirada del explorador—. ¿Es la primera vez que disparas? Porque no lo has hecho nada mal.

—No —fue la única respuesta del explorador que contemplaba el cuerpo inerte de Ockly con la mandíbula apretada y las fosas nasales dilatadas. Evey tuvo la sensación de que algo parecido a una disputa se libraba en el interior del joven, pero trató de restarle importancia al asunto.

—Bueno, ahora sólo tenemos que rezar para que no fuese verdad lo que estaba contándome el viejo, porque como lo sea estaremos bien jodidos. Vamos —le instó a Ciro—, llévatelo a cuestas. Nos hará falta para abrir la puerta.

Un pitido estridente comenzó a retumbar en todo el refugio. Se trataba de la alarma que avisaba de la llegada de intrusos, sin lugar a dudas. Ockly no había mentido.

Corriendo tanto como le permitieron sus piernas, Evey avanzó por los pasillos cuya inexistente iluminación se había convertido en una agobiante luz roja que conseguía marear a cualquiera. No sabía cuál era el rango de actuación de las alarmas, pero conociendo a Ockly posiblemente estuviesen configuradas para avisar cuando los soldados se encontrasen a una distancia prudente.

Alcanzó la puerta de salida donde el resto de exploradores se agrupaban, esperando su llegada con muecas de sorpresa y nerviosismo en sus caras. Ciro llegó segundos después, resoplando como un toro por el esfuerzo. Depositó a Ockly en el suelo sin mucho decoro y esperó ordenes junto al resto de sus compañeros.

—¡¿Qué narices suena?! —chilló Liria por encima del ensordecedor pitido.

Evey pasó por alto la pregunta. Sin perder un solo instante, se acercó al sistema de seguridad de la puerta para estudiar su mecanismo. Únicamente necesitaba la cabeza del anciano para llevar a cabo el reconocimiento biométrico, así que se puso manos a la obra. Cargó la pistola de plasma al máximo y apuntó al gaznate del que hasta ese momento había sido su contacto en Sílica.

«Viejo chiflado».

Las exclamaciones de asombro y asco no tardaron en llegar a sus oídos. Haciendo caso omiso de ellas, sujetó la pistola en su boca para así poder coger con su única mano libre la cabeza del silícola. Agarrándola por el poco pelo canoso que el hombre había poseído, Evey desactivó el bloqueo de la puerta, tratando de mancharse lo menos posible con la sangre que aún caía a borbotones del cuello.

Una noche calurosa e iluminada por tres lunas les dio la bienvenida al pisar el suelo exterior. Agudizó el oído, tratando de percibir el sonido de algún deslizador o lanzadera, pero el estruendo de la alarma del refugio era lo único que se escuchaba en medio de aquel desierto. Corrió hacia la puerta del hangar y repitió el mismo proceso para desbloquear su mecanismo, tirando la cabeza de Ockly a varios metros de distancia cuando hubo acabado con ella.

Echó un vistazo rápido a los dos transportes para evaluar su estado. No eran de última generación, pero les serviría para recorrer los nueve mil kilómetros que les distanciaban de Mara. Aquellos trastos contaban con dos sistemas diferentes de propulsión: el principal eran las conocidas pilas de combustible, cuya potencia era capaz de poner el vehículo a la velocidad del sonido sin problemas. Sin embargo, dado que dichas pilas requerían de hidrógeno para funcionar y que las distancias allí eran demasiado largas para depender única y exclusivamente de aquel combustible, los aerodeslizadores solían estar dotados de paneles solares que, a pesar de no ser igual de potentes que las pilas de hidrógeno, eran capaces de mantener una velocidad de hasta seiscientos kilómetros por hora. Si ambos transportes se encontraban con los depósitos llenos, podrían alcanzar el laboratorio en aproximadamente siete horas.

Evey dejó el petate en el suelo para poder abrir la puerta de una de las naves y poder colarse en la cabina de mando. Una gruesa capa de polvo cubría el panel de control, señal de que nadie había hecho uso de aquel vehículo desde hacía meses. Ayudándose de la manga de su uniforme, limpió los mandos todo lo que pudo hasta localizar el botón de encendido. Lo pulsó con fuerza y esperó impaciente a que el terminal mostrase en pantalla todos los parámetros de la nave, pero ésta no parecía dar señales de vida.

—¡Mierda de cacharro, enciéndete ya! —exclamó dando una patada al suelo.

Tras unos segundos de agónica espera, una pantalla titilante informó de que la nave disponía de cuatro horas de autonomía empleando las pilas de combustible. Aquello no sería suficiente para alcanzar los laboratorios de alta seguridad, pero no había otra alternativa. Ya pensaría en alguna vía de escape cuando todos estuviesen a una distancia prudencial de los soldados que se encontraban de camino.

—¡Este deslizador apenas tiene combustible! —La voz de Ikino procedente de la cabina de mandos de la nave contigua estremeció a Evey. Aquello era una muy mala noticia. Sin hidrógeno para alimentar las pilas, ambas naves se verían forzadas a viajar a una velocidad muy inferior a la del sonido, y eso suponía ser alcanzados por los soldados con total certeza.

—¿Y cuánto es apenas? —chilló para hacerse escuchar por encima de las alarmas.

—¡Aguantará un par de horas!

Un par de horas. No era mucho, pero al menos podrían salir de ahí y posponer el enfrentamiento. Confiaba en encontrar alguna solución en aquel lapso de tiempo.

Bajó a toda prisa por la estructura metálica de la nave y vació el contenido del petate en el suelo. Los exploradores se reunieron a su alrededor para poder contemplar todos los utensilios y para poder escuchar el plan que tenía medio trazado en su cabeza.

—Los aerodeslizadores no tienen mucho combustible, pero serán capaces de aguantar durante dos horas a buena velocidad —comenzó diciendo—. Acabarán alcanzándonos, y para entonces dos de vosotros habréis tenido que aprender a manejar el cañón Gauss que hay en la retaguardia de cada uno de los vehículos.

—¿Y qué hay de esos rifles? —inquirió Varik mientras señalaba una de las armas que descansaba en el suelo.

—Esto es un rifle Gauss —explicó mientras se hacía con uno y lo sostenía con ambas manos—. Básicamente tiene la misma función que el cañón Gauss de las naves. Podéis matar soldados con él, pero las pistolas de plasma también lo harán y son bastante más rápidas y sencillas de manejar. Esta arma se emplea para derribar vehículos pesados. Como podéis comprobar, no es ligero, y además tiene pocas cargas. Empleadlo para objetivos grandes, no con personas.

—Yo me puedo encargar de eso —repuso Ziaya—. Que alguien del otro pelotón haga lo mismo. Si queremos máxima coordinación, lo mejor será que cada pelotón viaje en una nave diferente. 

—Bien —accedió Evey—. Además, quiero que cada uno lleve una pistola de plasma de repuesto —ordenó—. Los capitanes llevaréis los descodificadores y los modificadores de retina y voz. Sólo he podido coger seis trajes con sus respectivas escafandras, así que distribuidlos como creáis oportuno. La informante no lo necesitará, por si os sirve a la hora de decidir.

A pesar de las circunstancias en las que se encontraban, Evey se negaba a tratar a Ikino como igual. Hasta que no se demostrase lo contrario, aquel androide era un traidor y llegado el caso no se lo pensaría dos veces a la hora de disparar. El único inconveniente era que la necesitaba con vida para manejar uno de los aerodeslizadores, puesto que el resto de exploradores no tenían la más remota idea de cómo pilotarlos.

El ruido de varias naves acercándose hizo que su cuerpo saltase como un resorte. Percibía el sonido de al menos tres vehículos, y teniendo en cuenta que se tratarían de modelos de última generación, estarían encima de ellos e menos de tres minutos. Debían irse ya.

—¡Coged las cosas y volad a las naves! —rugió.

Los exploradores se apresuraron a hacerse cargo de todo el material y corrieron hacia las puertas de sus respectivos transportes. Evey observó cómo Ikino se hacía con el control del panel de mandos y encendía el motor de la nave. Instantáneamente, el vehículo se elevó un metro escaso del suelo y cerró la compuerta de acceso a la cabina.

Una vez el pelotón de Trax hubo embarcado, Evey hizo lo propio. De un soplido terminó por despejar el panel de control para así dejar el radar visible, entre otras cosas. En él pudo comprobar cinco puntos que se acercaban a gran velocidad hacia ellos. Por experiencia, sabía que enfrentarse al fuego enemigo de cinco naves con sólo dos cañones para contraatacar era un auténtico suicidio, independientemente de la habilidad de los pilotos a la hora de esquivar disparos. La única alternativa que tenían era la de huir y rezar para que a sus perseguidores se les acabase el combustible antes que a ellos. Si aquello no ocurría, todo quedaría en manos de la pericia de los pilotos y de los encargados de los cañones.

—Quiero a alguien en el puesto de tiro ya mismo; a ser posible alguien capaz de disparar bajo presión.

—Todos aquí sabemos disparar bajo presión —contestó Iri, cortante—. Yo me encargo.

Sin perder un sólo segundo más, Evey puso en movimiento el aerodeslizador. Salieron del hangar y sin apenas dejar tiempo al motor para calentarse, lo forzó hasta conseguir la máxima aceleración. Afortunadamente, el vehículo respondió bien al cambio brusco de velocidad y salió disparado hacia el horizonte. Escuchó varias quejas en la cabina trasera por parte de los exploradores que aún no se habían apostado en sus respectivos asientos y que habían chocado entre sí o con las paredes de la propia nave.

—¡¿Sois imbéciles?! —les reprochó sin girar la cabeza para ver qué había ocurrido—. ¡Abrochaos ya o acabaréis incrustados en los metales de la nave!

A partir de ese momento, su supervivencia dependía la suerte y de cómo de ágil fuese Iri con el cañón y ella con los mandos. Los deslizadores no podían elevarse más de tres metros de altura, por lo que tendría que esquivar los disparos moviéndose de izquierda a derecha fundamentalmente. A su vez, Iri tendría que ser capaz de apuntar y disparar a los objetivos teniendo en cuenta los cambios bruscos de dirección que posiblemente harían para evitar ser derribados.

—¡Ahí están! —anunció Iri desde su puesto de mando—. ¡Los veo! ¡Se están acercando!

—¡Ya sé que se están acercando, joder! —vociferó Evey, exasperada—. ¡No mires a través del cristal, usa el puto radar y dispara sólo cuando el sistema te dé luz verde! ¡El resto quiero que esté pendiente del comunicador para poder saber el estado de las pilas de combustible de la otra nave!

El terminal marcaba una velocidad de ochocientos kilómetros por hora. Necesitaría unos segundos más para alcanzar la velocidad del sonido, y una vez aquello ocurriese podría mantener una distancia constante entre su nave y la de los soldados. Volvió a estudiar el radar para ver de cuánto tiempo disponían antes de que los vehículos les tuviesen a tiro, cuando se percató de que dos de las cinco naves se habían distanciado del resto. Habían llegado a la altura del refugio de Ockly y posiblemente se habían rezagado para inspeccionar la zona.

Aquella era su oportunidad. A pesar de ser arriesgado, debían tratar de derribar a los vehículos restantes para asegurarse una huida victoriosa. Evey dejó de forzar el acelerador para mantenerse a una velocidad elevada pero lo suficientemente baja como para poder ponerse a tiro de las naves enemigas.

—¡Iri, en cuanto tengas a alguna en el punto de mira, dispara! ¡Vosotros tres, quiero que les digáis a los de la otra nave que deben mantenerse a una velocidad constante de mil kilómetros por hora y tratar de derribar las tres naves que nos siguen!

Los aerodeslizadores enemigos se acercaban a una gran velocidad y pronto la primera ráfaga de disparos apareció en el radar, anunciando su impacto con un pitido intermitente muy molesto que aumentaba su frecuencia a medida que los proyectiles se acercaban. Evey asió los mandos con fuerza y giró la nave hacia la derecha hasta conseguir que ésta se inclinase prácticamente noventa grados sobre su eje. Los misiles explotaron unos metros más adelante sobre el negro suelo de Sílica, levantando una nube de polvo que engulló a ambas naves.

—¡¿A qué esperas para disparar?! —quiso saber, ofuscada. Tenían que aprovechar el diminuto lapso de tiempo que requería el cañón para volver a cargarse.

—¡Es difícil si sigues haciendo acrobacias con la nave! —replicó la aludida.

—¡¿Y qué esperabas?! ¡¿Un vuelo plácido y tranquilo?! ¡¡Espabila!!

El estruendo de los disparos junto a la continua señal de alarma y el sonido provocado por la gran velocidad que llevaban la estaban volviendo loca. Necesitaba concentrarse, confiar en que Iri haría su trabajo y que los miembros del otro transporte también actuarían acorde a la situación. Ni siquiera necesitaba mirar al horizonte; el paisaje permanecía invariable hasta donde alcanzaban a ver sus ojos, así que sólo tenía que centrarse en el radar para poder esquivar el fuego enemigo.

La segunda oleada apareció en pantalla. Esta vez procedía de dos flancos distintos, así que sería el doble de difícil. Elevó un par de metros el deslizador del suelo y viró a la izquierda, esquivando así tres proyectiles. Un cuarto disparo apareció de la nada, letal. No iba a ser capaz de desviar su trayectoria, pero a pesar de ello obligó a la nave a girar hacia la derecha. La mole de metal se tambaleó peligrosamente de un lado al otro hasta perder altura. Necesitaba enderezarla o acabarían estrellados contra el suelo.

La alarma anunciaba la colisión inminente del proyectil y Evey no veía la manera de salir de aquel embrollo. Morirían estrellados o destruidos por las naves enemigas, así que todo quedaría en manos del otro pelotón. Echó un rápido vistazo a la nave de Ikino que zigzagueaba a su lado, esquivando los ataques. Al contrario que Iri, Ziaya parecía haberse hecho con el control del cañón Gauss y disparaba siempre que el sistema se lo permitía. Sin embargo, aún no había acertado ninguno de los vehículos.

—¡Lo tengo!

El grito triunfal de Iri resonó por encima de todo aquel jaleo, pero Evey apenas le prestó atención. Su mirada permanecía fija en el radar, esperando el impacto. El proyectil se encontraba a escasos metros y ella luchaba por no chocarse contra el arenoso suelo. Tenía que tomar una decisión, y tenía que hacerlo ya.

Una luz cegadora penetró por los cristales del aerodeslizador, obligándola a cerrar los ojos. Acto seguido, la nave sufrió una fuerte sacudida para después girar en espiral mientras se desviaba de su trayectoria sin que Evey pudiese hacer nada al respecto. Algo en la retaguardia había estallado, provocando que el vehículo saliese disparado por la potencia de la explosión.

Tras varios zarandeos, la mujer consiguió hacerse de nuevo con el control de un aerodeslizador que parecía tener vida propia. Algo no iba bien. El vehículo iba ligeramente escorado hacia la derecha y por mucho que tratase de enderezarle, el sistema no respondía. Revisó el terminal para averiguar qué era lo que ocurría cuando se percató de la luz roja que avisaba de daños en la cubierta.

Probablemente habían perdido el alerón derecho, pero mejor era eso que haber volado por los aires. Aún podía pilotar con un alerón; sólo tenía que esforzarse en corregir aquella desviación. Al parecer, Iri había sido capaz de interceptar el proyectil de los soldados con el cañón, haciendo que ambos disparos colisionasen a muy poca distancia de su deslizador.

—¡Bien, Iri! —la felicitó—. ¡Ahora necesito que des a sus naves!

Sin esperar respuesta alguna, Evey aminoró la velocidad de sopetón. Quería acortar distancias para que la exploradora pudiese apuntar con mayor facilidad. Era una maniobra muy arriesgada, pero según el terminal el cañón Gauss disponía de cuatro disparos más. No podía fallar, y la mejor manera de no hacerlo era convirtiendo el blanco en algo mucho más grande.

El frenazo hizo que su cabeza chocase contra el panel de mandos, aunque el cinturón de seguridad impidió que saliese disparada por el cristal de la cabina. Como si sus mentes estuviesen conectadas, Ikino realizó la misma maniobra. Tenía que reconocer que, a pesar de ser un androide, sus capacidades físicas y psíquicas les ayudarían enormemente a salir de aquella situación.

Mareada por el golpetazo que se acababa de dar y con la vista emborronada por la sangre que caía copiosamente de su cabeza, se cercioró de que las naves enemigas se acercaban a una velocidad de vértigo mientras disparaban a bocajarro. Estaba claro que ellos no tenían problemas de munición.

—¡Dispara ya, tengo que acelerar!

El tono apremiante de su voz fue más que suficiente para que Iri obedeciese. No podía darse la vuelta para ver qué hacía la exploradora, pero el terminal le informaba de que un proyectil había sido disparado. Sin despegar las manos del timón de vuelo observó la trayectoria del misil hacia el deslizador enemigo. El disparo había sido realizado desde una distancia tan corta que la probabilidad de que fallase era casi nula. 

Pero falló.

Al igual que ellos habían sido capaces de esquivar casi todos los disparos, los soldados de Sílica pudieron hacer lo mismo.

Profiriendo una maldición, Evey volvió a acelerar al máximo para evitar ser blanco fácil. La pérdida del alerón derecho le obligaba a corregir continuamente la dirección y complicaba la tarea de esquivar los nuevos proyectiles.

—¡¿Cuántos disparos pueden hacer en la otra nave?! —preguntó a los tres exploradores que se encontraban pendientes del comunicador.

—¡Dicen que aún tienen veinte proyectiles! —contestó Trax tras establecer conexión. Su voz, al contrario que la de Iri, era fácilmente distinguible por encima de todo aquel barullo.

—¡Pues que los usen! ¡Tienen que cubrirnos! —aulló la mujer.

Varios disparos volvían a surcar el oscuro cielo de Sílica dispuestos a mandarlos por los aires, pero ella sólo se podía limitar a esquivar y tratar de no estamparse en medio del desierto. Dependían de Ikino y su tripulación.

Un nuevo sonido proveniente del comunicador de Evey inundó la cabina del aerodeslizador. La señal era mala, llena de interferencias que hacían imposible entender algo. Seguramente el cacharro se había roto en alguno de los múltiples golpes que había recibido dentro de la cabina. Demasiado nerviosa como para tratar de entender palabra alguna, la mujer decidió deshacerse de él. Tenía que centrarse en el problema que tenía delante de sus narices. Soltó una mano del timón para desabrocharse la pulsera cuando la voz llegó alta y clara a través de las ondas.

—¡Evey! ¿Me recibes? ¡Evey! ¡Dime que estás ahí! ¡Necesito ayuda!

No podía ser. Era imposible que ella estuviese allí, en Sílica.

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