Road

Galing kay thesouthtaste

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Silencio Higit pa

Muerte en vida

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Galing kay thesouthtaste


Su mirada lo decía todo, más aún que las palabras que gritaban los hechos de aquella noche, donde se sentía aniquilado por lo que acababa de sufrir. Tieso como una liebre entre los dientes de un león, miraba sobre el vidrio del parabrisas, intentando mantenerse en la realidad que lo rodeaba, y las calles que pasaban una y otra vez. Frenó en un almacén en búsqueda de algo que pudiera calmar sus penas, pero sabía que no había cura alguna. Sus ojos seguían hinchados por culpa de un llanto desgarrador, que le hacía arder todo su contorno como una quemadura. Se sentía sofocado, sin oxígeno, tratando de respirar un aire que él creía nunca iba a entrar. Tal vez eran las marcas de los dedos en el cuello de ésa niña, o sus ojos tratando de encontrar un poco de vida a la cual aferrarse. No se podía saber con exactitud, porque su mente estaba haciendo un revuelto de imágenes, gritos y sensaciones. Pero lo que si sabía era que no había vuelta atrás, y al darse cuenta, golpeó su puño derecho contra el volante, haciendo sonar la bocina. Las calientes lágrimas y el dolor de sus hinchados y morados nudillos lo llevaba a vivir breves imágenes de lo acontecido, y como si el volante fuera un interruptor, cada vez que lo golpeaba, las imágenes iban turnándose una tras otra sin culpa. Era inevitable un colapso neurótico, que lo desplomó contra el asiento del copiloto.

Era un día fresco, propio del otoño en la ciudad. La gente no solía salir en estos días. Era preferible una taza de café o de té acompañado de unas ricas galletitas de chocolate, que mantenían el estomago bien calentito. Las calles reflejaban el cielo nublado que cada tanto escupía una leve lluvia que hacían cosquillas en la piel al caer sobre ella. El aroma tentador del temporal hacía sentir inmensamente satisfecho a su nariz. Su hija de ojos esmeralda corría detrás de él intentando derribarlo sobre el mojado pastizal de la vereda de su casa. Su inocente sonrisa le hacía gracia a su estomago y lo dejaba perplejo, contemplando la blancura de sus dientes. Cualquiera diría que era la relación de padre/hija más envidiable de la tierra. ''Te amo hija'', le decía cuando por fin lo había agarrado. Estaban sobre el suelo, uno arriba del otro sosteniendo una felicidad en sus rostros incomprensible. ''Yo ni un poquito'' le respondió, y éste la amonestó con cosquillas en la barriga. Y de repente, como si la armonía que brotaba del momento desapareciera en un santiamén, el rostro de Ana, la nena, se transformó en una tristeza filosa. ''Si me amas, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué lo hiciste papá? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué?'' Y sus ojos se tornaron grises y llorosos, distantes y apagados. El aire tranquilo y respirable mutó a pesado y difícil de ingerir. Un terror insoportable se apoderó de su espalda, obligándolo a respirar cada vez más rápido. ''Yo no... yo no lo quise...'' comenzó a responderle, pero no conseguía decir nada. El rostro de su niña estaba enojado, triste, deprimido, y nada que le dijera le sacaba esa mirada de odio y miedo que resaltaba de sus ojos.

Se paró y comenzó a sacudirla de los hombros cada vez más fuerte, tratando de hacerla reaccionar. Pero su rostro seguía de la misma forma, como si esperara a una respuesta que la hiciera sentir satisfecha. Nada servía, nada era suficiente, y supo después, que jamás lo sería.

El vidrio de la ventanilla resonaba en sus recuerdos, en sus flashbacks que lo arraigaban al sueño placentero convertido en pesadilla. Se sentó como pudo en el asiento, y medio mareado abrió los ojos y observó una luz que le alumbraba el rostro. Era tan brillante que no le permitía saber de quién se trataba. Se tocó la frente y se miró la mano, que estaba con unas gotas dispersas de sangre. Vio de casualidad, el apoyabrazos de la puerta, y se dio cuenta que la sangre se debía al golpe que se dio luego del desmayo.

Bajó la ventanilla y observó a un policía que trataba de identificarlo con la luz de la linterna.

— ¿Se encuentra bien? — le preguntó.

— Si, gracias — respondió acelerado.

— ¿Está seguro? — insistió acercando su rostro al marco de la ventanilla. — Está lastimado, ¿no quiere que llame a la ambulancia?

— No, estoy bien dije, gracias — contestó hoscamente. — ¿Necesita algo más? — agregó.

El oficial no dijo nada. Se dio vuelta y caminó en la oscuridad de la noche hacia el patrullero, que tenía las luces encendidas. ¿Cuánto tiempo habrá estado desmayado? Tal vez unas horas. Era de día cuando sus puños golpearon el volante. Subió la ventanilla, encendió el motor y esperó a que éste se calentara. El frío lo había enfriado lo suficiente como para tener que intentar tres veces encenderlo.

Cuando por fin el capo del auto comenzó a despedir vapor, decidió poner la palanca de cambios en reversa. Puso su mano sobre el plástico, y de repente se frenó. Miró por la ventanilla de su lado y notó que se acercaba el oficial a pasos agigantados y acelerados. No le importó en lo más mínimo, por eso bajó la ventanilla y le habló.

— Te dije que estoy bien, es solo un poco de...— le contestó violentamente, y un puñetazo le cortó la frase.

— Vení para acá hijo de puta, ¡bajate del auto! — le gritó mientras abría la puerta rápidamente y lo sacaba.

Piñas, piñas y más piñas recibían su rostro, que luego comenzaron a ser en todo el cuerpo. No podía hacer nada, su cuerpo ya no podía reaccionar ni siquiera para impedir los golpes. Le gustaba, lo hacía sentir vivo y a disgusto, pero nunca inmerecido.

— Con razón me sonabas conocido. Así que te gusta matar niños, y encima a tu propia hija. Hijo de mil puta, te cruzaste a tu peor pesadilla — le gritaba el oficial, y la única reacción que recibía a cambio era una sonrisa roja, sangrada, que despedía un hedor horrible.

— Sos la peor lacra de éste mundo, vos y todos los que son iguales. Te voy a borrar esa sonrisa de la cara cuando termine contigo.

— Si tus manos de princesa lo logran... — le respondió con otra risa forzada.

Piñas, patadas y escupitajos eran emitidos por el policía, que era parecía imposible saciar su sed con la sangre de éste humano. Lo único que hacía el era reírse y escupir, reírse y maldecir.

— ¿Cómo podes hacerle eso a una nena? ¿Por qué motivo le quitaste la vida? ¿Por qué? ¡Basura! — le dijo.

De pronto, las últimas palabras del oficial le rebotaron en el cerebro, y comenzaron a tener un tono diferente, un tono más femenino e infantil. '' ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me mataste? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ''. Su ceño se frunció y una fuerza sacada de la nada se apoderó de sus músculos. ''Yo no... yo no quise. Yo no... no''. Se paró por completo y gritó.

— ¡Bastaaaa!

Su puño se levantó con fuerza y golpeó el rostro del policía, que parecía sorprendido por el grito gutural que emitió la garganta del asesino. El oficial cayó al piso, y se deslomó contra el cordón de la vereda. Aprovechó ése momento y se subió a su coche, el cual arrancó y se marchó.

La avenida estaba oscura, y mucha niebla provocaba una sensación horrible, pero era en lo que menos pensaba. Su auto temblaba como un avión en medio de la tormenta debido a la antigüedad del vehículo y la velocidad con la que rugía el motor de aquel viejo Ford. La violencia ejercida hacía unos instantes todavía dejaba una vaga sombra en su mirada, que fija estaba sobre el pavimento húmedo. Cada metro que se desaparecía, era cada metro que se acercaba a su tal vez, lo que le producía una ansiedad que difícilmente podía tragar. Sus labios estaban secos a falta del whiskey que había comenzado a consumir, su gesto ya le producía dolor en el ceño el cual no podía relajar. Sus dientes comenzaron a apretarse entre ellos como si se odiaran. Su corazón golpeaba la caja torácica con total vehemencia, sin darse cuenta con la violencia que lo chocaba. La mirada se convertía en fuego para cualquiera que lo mirara, pero nadie estaba allí más que el odio, la bronca, las penas y sus pensamientos que lo iban llevando al abismo del quizá imprescindible, pero que había comenzado a deducir. No tenía miedo, ni un poco de estremecimiento.

Las sirenas comenzaron a sonar, y las luces azules y blancas las podía ver por el polvoriento espejo retrovisor que no se lavaba hacía meses. Era estúpido pensar que los iba a poder perder en la penumbra de la calle con una camioneta vieja que se caía a pedazos, y lo sabía.

Los llantos de Ana se hacían cada vez más perceptibles, más fuertes, más vívidos. Las imágenes se reflejaban en su mente una y otra vez. Su pie aceleró la camioneta llevándola a su límite a la vez que las cejas se concentraban en el comienzo de la nariz.

El odio se convirtió en felicidad, alegría y sana ansiedad. Sus manos ya no sostenían un volante, sino que agarraban una valija de viaje, pesada para su gusto. No se escuchaban las risas de su hija, eso significaba que estaba durmiendo. Dio un paso, saco las llaves de la cerradura y cerro despacito la puerta, no quería despertarlas. Dejo la maleta a un lado de la puerta, se sacó la campera y la colgó junto con la bufanda. Se acercó lentamente a la habitación, el cansancio lo tenía casi tirado. Acarició a Pelos, su gato negro que estaba de paso, y se encaminó a la cama.

La puerta estaba entreabierta, y salía una luz leve del cuarto. Se escuchaban unos gemidos de satisfacción provenientes de su esposa, pues claro, los reconocería a decenas de metros. Su corazón comenzó a latir fuertemente, y la incertidumbre lo empezó a incomodar. Sus pasos se hicieron más rápidos y pesados, y su rostro había cambiado de gesto. Abrió la puerta con violencia y la vio.

Los gestos de placer de su mujer, en los brazos de su compañero de trabajo, que supuestamente no lo había acompañado al viaje de negocios por el fallecimiento de su abuela. Sus ojos estallaron, su mente dio un giro de trescientos sesenta grados. Los poros de su piel comenzaron a emitir un odio violento que podía temerse a miles de kilómetros de distancia, incluso lo había asustado a él mismo.

'' ¿Qué haces acá? '' le dijo, y se rió con una risa demoníaca. Se acercó lentamente a la cama mientras su compañero de trabajo intentaba explicar, inútilmente, el porqué de lo sucedido, pero no existía palabra alguna que pudiera relajar al enfermo esposo de la mujer con la que estaba teniendo sexo.

Sacó el revólver que tenía en el segundo cajón de su mesita de luz, y le disparó en la frente, matándolo instantáneamente. Su esposa comenzó a gritar fuertemente a la vez que su marido se dio cuenta del placer que había resurgido en él, y que lo consumía por dentro. Decidió dejar el postre al final, por eso le dijo '' quedate acá '', y fue a buscar a su hija, que dormía en su cama.

Camino por el pasillo del segundo piso de su casa, y fue hasta la habitación del fondo, donde Ana dormía tranquilamente. La destapó y se la llevó a su habitación, donde su madre intentaba llamar por celular a la policía. Tiró el teléfono cuando vio a su nena en los brazos de un asesino, que había dejado de ser su esposo hacía tiempo.

La locura que emitía la mirada de ése hombre era desgarradora y petrificante. Se sentó en el suelo con su hija en los brazos. La acariciaba con una mano mientras apuntaba a la madre con el arma que sostenía su otra mano. '' Te amo. Nada de esto es tu culpa '' y comenzó a estrangularla con una fuerza y un odio indescrpitiblemente inhumano. La niña abrió sus ojos que inocente lo miraban y le gritaban '' porqué '', que lo hubiera dicho con sus labios si la falta de oxígeno le permitiera. Nada de eso sucedió.

La madre gritaba desaforadamente mientras intentaba acercarse a su hija que había comenzado a cambiar de rosado a morado, pero el despiadado demonio que solía ser un buen padre le disparó en la pierna, cual dolor la mantendría ocupada por unos buenos minutos.

Era la peor escena que un padre podría ver, era la peor pesadilla que un ser humano podía tener, pero era real, estaba sucediendo, y a él no le movía un pelo.

Su hija ya no se movía. Había perdido toda esperanza de vida, toda resistencia había sucumbido en la nada, y su tez morada se había palidecido al punto de declararla por muerta. Una lágrima salió de sus ojos, tibia y sin destino se deslizó entre la blanca piel de la nena, hasta descender en los brazos de su padre, que ya no lo era más. Exhaló su último suspiro, y se desvaneció junto con sus días el alma que desapareció a la siguiente vida.

La mujer seguía llorando y gritando con mucha locura. La casa de al frente había encendido su luz, al igual que los otros vecinos que por el ruido se habían despertado. El hombre que había dejado de serlo, se paró cuidadosamente del suelo dejando la cabeza de Ana sobre la alfombra verde. Levantó el arma que ya casi le pesaba y le apuntó en la cabeza de lo que había sido el amor de su vida. ''Esto es tu culpa'' le dijo y sonrió, dejándola con vida sobre la cama, que se había pintado con la sangre de una mujer indigna. Se dio media vuelta y se acercó al marco de la puerta de la habitación. '' ¿Te creíste que iba a dejar que murieras? Bienvenida al infierno ''.

Eran cinco los patrulleros que lo seguían, y se acercaban rápidamente. El motor había comenzado a hacer ruidos extraños debido a la sobre exigencia que le estaba dando. Sabía cuál era su destino. No le tenía miedo, ni tampoco se estremecía. Sus ojos seguían fijos en la inmensidad de la oscuridad. Sabía el paso siguiente, sabía que es lo que le esperaba.

Su mirada se dirigía hacia la guantera, hacia la puerta de su próximo destino que lo tenía ansioso. No dejaba de mirarla, de quererla, de desearla. La abrió velozmente y recogió el revólver, el cual había sido su mejor amigo, su única contención. Los autos se acercaban cada vez más, y el primero de ellos casi le podía tocar la parte trasera de la vieja chatarra. Sacó una mano por la ventanilla y comenzó a disparar. Una, dos, tres veces apretó el gatillo, y pudo atinarle a las sirenas del primer vehículo.

Abrió el tambor del arma y notó que solo tenía dos balas. Un escalofríos delicioso le recorrió por las venas, llegando a cada rincón de su cuerpo en putrefacción. Frenó de golpe la camioneta obligando a los policías a hacer lo mismo.

— ¡Salí con las manos en el aire! — le gritó el Oficial Hernandez.

— Te lo digo por última vez, ¡salí con las manos donde las pueda ver! — acotó.

El asesino salió con la mano izquierda en el aire, y la otra sosteniendo el revólever que se descansaba sobre su sien.

— ¡Bajá el arma o abriremos fuego! — lo amenazó el policía.

— ¡Bajá el arma o estás muerto! — le advirtió por última vez.

El hombre, con lágrimas ardientes, los pómulos embriagados en llanto, las ojeras oscuras como su alma, y los ojos rojos culpa del insomnio, miraban fijo a los uniformados, que esperaban inquietos el ruido del final.

El silencio se hizo presente en todo el inhóspito lugar. Los oficiales se miraban entre sí asimilando lo que estaba por suceder. Una pequeña y enfermiza risita llamó por completo su atención.

— No pueden matar a un muerto — dijo y rió nuevamente.

El disparo retumbó en todo el valle que rodeaba la avenida desolada. La radio policial se conectó con la central, que informaban la muerte de un asesino sin piedad.

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