League of Lore

By KaminaStrife

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Lore e historias de los personajes de League of Legends. More

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Elise

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By KaminaStrife

'La belleza es otra forma de poder, capazde golpear más fuerte que cualquierespada''.

Elise es una letal depredadora que mora en un palacio sin luz ni ventanas, en lo más hondo del Bastión Inmortal de Noxus. En su día fue una mujer mortal, señora de una casa poderosa, pero la picadura de un malvado dios araña la transformó en una criatura hermosa, inmortal y totalmente inhumana. Elise se aprovecha de inocentes para mantener su eterna juventud y muy pocos son capaces de resistirse a sus encantos.

La dama Elise nació hace muchos siglos en el seno de la casa Kythera, una antigua y poderosa familia de Noxus, donde descubrió muy pronto lo útil que resulta la belleza para influir sobre las mentes débiles. Al llegar a la mayoría de edad, decidió contraer matrimonio con el heredero de la casa Zaavan, con la idea de acrecentar el poder de la suya. Muchos Zaavan se oponían al enlace, pero Elise engañó a su futuro marido y manipuló a sus detractores para asegurarse de que el enlace se llevara a cabo.

Tal como había previsto, su influencia sobre su nuevo esposo probó ser considerable. La casa Zaavan creció en poder, lo que a su vez facilitó el ascenso de la estrella de los Kythera. El marido de Elise era la cara visible de su casa, pero quienes conocían los entresijos de la pareja sabían quién ostentaba el poder en realidad. Al principio, su marido aceptó este hecho, pero con el paso de los años fue incubando un creciente descontento al ver que se convertía en la comidilla de las familias noxianas.

Finalmente, su resentimiento se convirtió en un rencor amargo, hasta que una noche, durante la cena, en medio de su habitual atmósfera de frialdad, reveló a su esposa que le había envenenado el vino. Acto seguido le expuso sus condiciones: si se retiraba del mundo y permitía que él se hiciera con las riendas del poder, le daría el antídoto. Si no, la dejaría morir de manera lenta y dolorosa. Con cada inhalación, el veneno hacía su funesta obra e iba disolviendo la carne y los huesos de Elise desde dentro. Convencida de que él llevaría el antídoto encima, Elise palpó entre su ropa un cuchillo afilado y empezó a interpretar el papel de la esposa arrepentida. Lloró y suplicó a su marido que la perdonara, utilizando todas sus argucias para acercarse a él sin alertarlo de sus intenciones. Y mientras tanto, el veneno iba deformando su carne con grotescas lesiones y llenando sus miembros de agonía.

Cuando por fin llegó a su lado, su marido comprendió —demasiado tarde— hasta qué punto había subestimado su aversión. Elise se abalanzó sobre él, le atravesó el corazón con el cuchillo y retorció lentamente la hoja para matarlo. Tal como había supuesto, llevaba encima el antídoto, pero el daño ya estaba hecho. Su rostro había quedado monstruosamente desfigurado, cubierto de grotescos cardenales y carne necrosada, como un cadáver dotado de una espantosa vida.

Elise se había convertido así en la señora de la casa Zaavan y, debido a la naturaleza de la política noxiana, recibió toda clase de alabanzas por haber cercenado a un miembro débil para el imperio. Sin embargo, las ideas de la belleza y el poder estaban tan entrelazadas en su interior que abandonó la vida pública y empezó a cubrirse el rostro con un velo. Renunció a la luz de día y expulsó a todos sus aliados y peticionarios, con lo que su antaño poderosa casa inició un lento descenso hacia la oscuridad. Elise acostumbraba pasear sola por los vacíos pasillos de su palacio, convertida en una moradora de la oscuridad que solo se aventuraba más allá de sus elevados muros al amparo de la noche.

En el transcurso de uno de estos paseos nocturnos, otra mujer cubierta por un velo se acercó a ella y, tras ponerle en la mano un sello de cera con forma de rosa negra, le susurró que la Mujer Pálida sí sabría valorar sus talentos. Elise prosiguió su camino, pero cuando se encontraba ya a unos pasos, el eco de la voz de la mujer resonó tras ella con la promesa de devolverle toda su belleza. A pesar de que sabía que era absurdo, la vanidad y la esperanza de volver a ser la que era inflamaron su curiosidad. Durante semanas recorrió las calles de la ciudad, hasta que volvió a dar con el sello de la rosa negra, grabado sobre un arco sombrío que conducía a las catacumbas de Noxus.

El rastro de símbolos ocultos la llevó hasta la Rosa Negra, una sociedad secreta donde aquellos que estudiaban la magia negra compartían secretos y saber oculto. Escondida bajo su velo, Elise se convirtió en una visitante habitual y no tardó en entablar una estrecha relación con la Mujer Pálida, una criatura de belleza atemporal dotada de gran poder. Abrazó las costumbres de la sociedad secreta, pero sin dejar de buscar lo que le habían prometido: su perdida belleza.

La Mujer Pálida le habló de un lugar encantado conocido como las Islas de las Sombras y de una athame con hoja en forma de serpiente que había pertenecido a uno de sus acólitos, muerto en la madriguera de un voraz dios arácnido. La daga estaba imbuida de una poderosa magia y si alguien la recuperaba para ella, la utilizaría para devolverle a Elise su belleza. Elise aceptó la propuesta al instante y, acompañada por un grupo de devotos de la Rosa Negra, decidió partir hacia las islas, a pesar de saber que un premio como aquel tendría un precio sangriento.

Encontró a un capitán desesperado y acogotado por las deudas, dispuesto a llevar a su grupo de peregrinos al otro lado del mar. Su barco navegó durante semanas hasta que una isla de accidentado contorno apareció tras unos bancos de niebla negra. Elise desembarcó en una playa de arena cenicienta y condujo a sus seguidores hacia las profundidades malditas de la isla, como un rebaño de corderos al matadero. Los malévolos espíritus de la isla se llevaron a muchos, pero cuando por fin llegaron a la madriguera cubierta de telarañas del dios arácnido aún quedaban seis con vida.

Una hinchada y monstruosa criatura hecha de quitina y colmillos salió de la oscuridad y comenzó a devorar a los horrorizados viajeros. Mientras sus compañeros morían o quedaban inmovilizados en la telaraña, Elise vio la daga que buscaba la Mujer Pálida en la mano de un cadáver reseco. Logró alcanzarla al mismo tiempo que el dios araña le clavaba los ponzoñosos colmillos en el hombro. Elise cayó de bruces y la hoja del athame le atravesó el corazón. Su poderosa magia la inundó y, al mezclarse con el letal veneno, desencadenó terribles transformaciones en su cuerpo. El veneno, acrecentado por el poder de la magia, alteró su carne y transformó a Elise en una criatura aún más hermosa que antes. Sus cicatrices desaparecieron y su piel se volvió inmaculada como la porcelana, pero el veneno del dios tenía sus propios planes. La espalda de Elise se estremeció con un movimiento ondulante al tiempo que le brotaban de la carne unas patas de araña.

Elise se levantó, jadeante por la agonía de la transformación, y se encontró con que el dios araña se erguía sobre ella. Un poder compartido fluyó entre ambos y comprendieron al instante cómo podrían beneficiarse de aquella simbiosis inesperada. Elise regresó a la nave sin que la molestaran los espíritus de la isla y partió rumbo a Noxus. Al arribar al puerto, en mitad de la noche, era la única criatura viva que quedaba a bordo.

Devolvió el athame a la líder de la Rosa Negra, a pesar de que la Mujer Pálida le advirtió que la magia que mantenía su renovada belleza terminaría por desvanecerse. Las dos sellaron un pacto: la Rosa Negra proporcionaría a Elise acólitos para ofrecérselos al dios araña y ella, a cambio, les entregaría cualquier reliquia de poder que encontrase en la isla.

Elise volvió a instalarse en las desiertas estancias de la casa Zaavan, donde cobró fama como una criatura hermosa pero totalmente inalcanzable. Nadie sospechaba su auténtica naturaleza, aunque corrían curiosos rumores sobre ella, delirantes relatos sobre su inmortal belleza o la aterradora criatura cuya madriguera, según se decía, se encontraba en lo alto de su ruinoso y polvoriento palacio.

Han pasado siglos desde su primera visita a las Islas de las Sombras y, cada vez que Elise encuentra el menor rastro de blanco en su cabello o una pata de gallo en sus ojos, marcha a la Rosa Negra en busca de incautos que se dejen arrastrar al tenebroso archipiélago. Ninguno de sus acompañantes regresa nunca y se dice que ella vuelve de cada viaje rejuvenecida y con nuevas fuerzas, portando una nueva reliquia para la Mujer Pálida.

BARROTES DE SEDA

Aquellas semanas en el océano habían hecho que Markus se sintiera débil y mareado, por lo que se alegró mucho de volver a pisar tierra firme. El camino a la orilla de basalto era muy resbaladizo, lo que lo hacía traicionero. Los árboles torcidos y encorvados en todas direcciones parecían cáscaras ennegrecidas y miserables. Lloraban una savia amarillenta por donde aparentemente algún animal asustado había clavado sus garras. Entre los árboles se vislumbraba una tenue luz, que danzaba como las velas de los cadáveres cuyo brillo atraía a las almas incautas del pantano y las condenaba para siempre. En las ramas había algo parecido a hojas delgadas y mortecinas, y Markus tardó un momento en darse cuenta de que se trataba de telarañas.

El helecho obstruía la maleza en ambos lados del camino y en ocasiones se podía ver fugazmente la sombra de alguna criatura que se dirigía al bosque. Tal vez las ratas que habían infestado el barco los habían seguido incluso ahí. Markus no las había visto, como mucho intuido una veloz silueta de algo negro y peludo por un instante, u oído el sonido tan característico de unas garras al correr sobre madera. Siempre había pensado que, por el sonido, parecía que se tratara de criaturas con muchas más patas de las que se suponía que tenían.

El aire de aquella isla era inmensamente húmedo, y tanto su elegante túnica confeccionada a medida como sus botas estaban empapadas. La bola aromática que se llevó a la nariz no bastaba para camuflar el hedor de la isla, y le recordó al vertedero de cadáveres que había al otro lado de los muros de Noxus cuando el viento soplaba desde el océano. Al recordar su hogar, se sintió incómodo por un momento. Las aventuras de las catacumbas situadas bajo la ciudad le habían producido una placentera sensación de emoción ilícita, una recompensa por haber seguido el símbolo secreto de la flor de pétalos negros. En la oscuridad de los sepulcros, él y sus compañeros se reunieron, devotos.

Donde ella los aguardaba.

Alzó la vista, esperando ver a la seductora mujer cuyas palabras habían traído a tantos hombres a aquel lugar. Vio un destello de seda carmesí y el bamboleo de unas caderas antes de que la figura se adentrara en la espesa niebla. Los sermones sobre un dios ancestral lo llenaron de emoción, y cuando él y treinta hombres fueron elegidos para el peregrinaje, estaba extasiado de felicidad. Cuando embarcaron a medianoche y el timonero silencioso y encapuchado los miró, se sintió como en una épica aventura. Sin embargo, estar tan lejos de Noxus comenzaba a nublar su entusiasmo.

Markus se detuvo para mirar el camino por el que había venido. Sus compañeros peregrinos siguieron avanzando, empujando como ganado. ¿Qué les pasaba? Detrás de ellos iba el timonero, que se deslizaba por el camino casi como si sus pies apenas rozaran el suelo. Su ropaje ondulaba al son de su movimiento, y el miedo anidó en el corazón de Markus al estar cerca de él.

Cuando se giró, se encontró cara a cara con ella.

"Elise...", dijo prácticamente sin aliento. Su instinto lo apremiaba a apartarla y salir corriendo de aquel horrible lugar, pero la intoxicación de su oscura belleza superaba el rechazo. Aquel sentimiento de repugnancia se desvaneció con tal rapidez que dudó de si la había sentido.

"Markus", le contestó, y el sonido de su nombre en los labios de ella fue divino. Una oleada de placer le recorrió la columna. Su belleza lo atravesó, y saboreó cada detalle de su forma perfecta. Sus rasgos eran angulares y muy definidos, a lo que se sumaba un lustroso cabello escarlata como el de una chica de alta cuna que había conocido en el pasado. Sus labios carnosos y el brillo oscuro de sus ojos lo atrajeron más aún a su red con la promesa de un éxtasis inminente. Una capa negra y escarlata ceñida con un broche de ocho puntas cubría sus hombros, y ondeaba a pesar de que no había viento.

"¿Hay algún problema, Markus?", preguntó. Su voz lo calmó como un bálsamo. "Necesito que estés en paz. ¿Lo estás, verdad, Markus?"

"Sí, Elise", dijo. "Estoy en paz."

"Bien. Me disgustaría saber que no estás en paz ahora que estamos tan cerca".

La mera idea de no complacerla hizo que el pánico recorriera a Markus de arriba abajo, y que el joven cayera al suelo. Envolvió las piernas con sus brazos que, igual que el alabastro, eran pálidos, fríos y delicados.

"Lo que sea por mi señora", dijo.

Ella bajó la vista para observarlo y sonrió. Por un instante a Markus le pareció ver algo largo, fino y brillante bajo la capa. El movimiento era antinatural y nauseabundo, pero le daba igual. Elise le puso una de sus afiladas uñas negras bajo la barbilla e hizo que se alzara de nuevo. Un riachuelo de sangre se abrió camino por su cuello, pero él lo ignoró y siguió a Elise, que había dado la vuelta y lo guiaba hacia delante.

Él la siguió, y en su mente no había más pensamiento que el de complacerla. Los árboles eran cada vez más delgados, y el camino terminaba en un acantilado. Al ver los símbolos escarbados, Markus sintió una punzada. Al pie del precipicio había una cueva que se asemejaba a unas fauces abiertas, y la determinación de Markus se desvaneció dejando paso al miedo.

Elise le indicó que entrara, y él no tuvo fuerzas para resistirse.

El interior de la cueva era extremadamente oscuro y hacía un calor sofocante. Aquella oleada de calor apestaba de un modo parecido al de un matadero. En su interior, una voz le gritaba que corriera, que se alejara tanto como pudiera de aquel lugar terrible, pero sus pies traicioneros lo llevaron aún más adentro. De repente sintió cómo caía una gota del techo y aterrizaba en su mejilla, y Markus se encogió de dolor, pues escocía. Miró hacia arriba y vio formas pálidas como larvas, colgadas y agitándose. En la superficie traslúcida de una telaraña recién tejida había una cara humana, y las redes acallaban sus gritos.

"¿Qué es este lugar?", preguntó a la vez que se liberaba del velo del engaño.

"Este es mi templo, Markus", dijo Elise, y se soltó el broche de ocho puntas para sacarse la capa. "Este es el cubil del dios de las arañas".

Sus hombros se retorcieron, y dos extremidades se abrieron paso por su carne y le salieron por la espalda; eran largas, oscuras y cortantes. Elise se fundió con la oscuridad convertida en una grotesca masa abotargada. Sus piernas colosales inclinaron el cuerpo hacia delante, y la débil luz de la entrada de la cueva reflejó una miríada de facetas en sus ojos.

La araña formaba un bulto enorme, peludo y recubierto de tumores mutantes y viscosos. El terror de su aspecto de pesadilla rompió finalmente el hechizo de Markus, y este corrió hacia la entrada de la cueva con la risa de Elise retumbándole en los oídos. Cuanto más avanzaba, más hilos se le iban pegando y ralentizaban su avance. Cuando oyó el sonido de las garras en movimiento se supo perseguido, y sollozó al pensar en ella tocándolo. Tropezó con más hilos de sus redes, y sintió que algo lo agarraba por el hombro. Markus cayó de rodillas y el veneno paralizante comenzó a surtir efecto. Estaba encerrado en la cárcel de su propio cuerpo.

Una sombra se cernió sobre él; era el timonero, que alargaba los brazos. Markus gritó cuando su túnica cayó al suelo y reveló que en realidad no era un hombre, sino un sinfín de arañas agrupadas en forma de hombre. Miles de arañas cayeron sobre él, y sus gritos se fueron ahogando a medida que se introducían en su boca, sus oídos y sus ojos.

Elise se inclinó para observarlo desde el aire gracias a sus extremidades traseras. Ya no era hermosa, y menos aún humana. Sus rasgos reflejaban un hambre feroz que nunca sería saciado. La amenazadora forma de su monstruoso dios araña alzó a Markus del suelo con unas mandíbulas como cuchillas.

"Ahora tienes que morir, Markus", dijo Elise.

"¿Por qué...?", balbuceó con su último aliento.

Elise sonrió, con la boca repleta de colmillos como agujas.

"Para que yo pueda vivir."

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