Promesas de un kwami

Oleh troubleonmyhead

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Plagg lo prometió, aunque sabía que no lo podía cumplir. ~•~ Portada hecha por: @GennyOCollado Lebih Banyak

Capítulo único. Él estará bien.

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Oleh troubleonmyhead

Adrien respiraba con dificultad mientras dormía. Al apretar los párpados, aparecían arrugas al lado de sus ojos. Una perla de sudor le bajaba por la frente y un escalofrío le estremecía el cuerpo.

Plagg, como pudo, sumergió el paño en el bowl con agua y se lo puso en la frente. Adrien apenas se movió.

Suspiró. Se devolvió la tablet y programó la alarma para que sonara en diez minutos. Flotó a la cama otra vez. Adrien seguía dormido.

Hizo de sí mismo una bolita y se acurrucó en el pecho de Adrien, donde podía oír su respiración dificultosa y el latir de su corazón, hasta que la alarma sonó y repitió el proceso hasta que se curara.

—•—

Emilie era, en todo el sentido de la palabra, un gato. Jugaba con bolas de estambre cuando creía que Gabriel no la miraba, le atraían objetos brillantes y no podía resistir un sofá iluminado por el sol y la habitación de Adrien tenía el punto ideal. Casi podía escucharla ronronear mientras dormía, que no sería la primera vez.

Plagg supuso que cuidar al mocoso debía ser más agotador de lo que parecía porque quedarse dormida le tomó la misma cantidad de tiempo que a él le tomaba devorar una porción de queso; ni siquiera un akuma podía drenarla tan rápido de energía.

Adrien reía al otro lado de la habitación, quién sabe con qué. «Bueno —pensó—, podría estar llorando.» Plagg no lo iba a admitir, pero había cosas peores que cuidar al mocoso.

—•—

«Lo peor de cuidar a Adrien —Plagg meditó— es que nunca va a dejar que lo cuides.»

Lo supo cuando se negó a dejar que lo curara con un cortés y cortante «gracias, yo puedo solo».

—•—

El niño era una bola diminuta de ojos verdes, cabello rubio, grasa y energía. Hijo de Emilie tenía que ser.

Adrien corría tras él con sus piernas gordas y cortas («Emilie, tu hijo es obeso, deja de darle tanta comida»), estirando sus aún más gordas manos hacia él («Está lleno de amor», respondía Emilie).

Plagg sólo quería leer su libro en paz. Pero Adrien tenía otros planes. Esta situación debía parar, Plagg necesitaba su tiempo para leer y eso no lo podía hacer si el niño cada vez que lo veía intentaba agarrarlo para torturarlo. Había vivido muchísimos milenios, pero antes de conocerlo, no podía decir que había visto la cavidad bucal de un niño de un año y medio.

No era una experiencia que quisiera vivir otra vez.

Así que sí, maniobras evasivas.

Mientras atravesaba la habitación se preguntaba por qué alguien tan pequeño como Adrien necesitaba un lugar tan grande como ese. Era ilógico. Se lo preguntaría a Emilie más tarde, si algún día se dignaba a salvarlo. Pff, ¡vaya héroe!

Adrien balbuceaba su nombre, algo que sonaba a «aaagg», aún con los brazos estirados. Reía como si el mundo fuera un lugar hermoso, sin una preocupación en la vida. Hasta que dejó de hacerlo.

Primero escuchó un pito, como un pato de hule siendo aplastado. Luego un golpe. Y luego silencio, tenso y cargado silencio. Plagg se detuvo en seco. Dio media vuelta en el aire, lento, como si de esa forma pudiera posponer lo inevitable.

Adrien estaba acostado en el suelo, boca abajo. Tenía una mejilla roja y se oscurecía con cada segundo que pasaba.

Silencio.

El pecho de Adrien comenzó a subir y bajar. Mierda. Hizo un puchero. Más mierda.

Y comenzó a llorar.

—No, no, no, no —lloriqueó junto con Adrien, como dos gatos en un tejado.

El llanto cesó por un segundo, mientras Adrien recogía una gran bocanada de aire. Y volvió a llorar a todo pulmón. Lágrimas espesas caían desde sus aún más espesas pestañas.

—No llores, no llores, no llores —le suplicó, pero su mente de un año no comprendía súplicas. Adrien continuó llorando.

Atrapado en el estrés del momento, se acercó al infante desconsolado.

—Vamos, niño, no puede haber dolido tanto —se quejó—. Adrien, Adrien, mírame, ¿sí? No llores, por favor. Jugaré contigo, te sacaré los gases, te doy el biberón, ¡pero deja de llorar!

No esperaba que funcionara, de verdad. Pero el universo se apiadó de su alma en apuros porque al niño se le hacían interesantes las ofertas paniqueadas de un ser de más de cinco mil años de edad, al menos lo suficiente para dejar de dar alaridos. Bueno, no hay que mirarle diente a caballo regalado. En ese momento tomaría todo lo que viniera sin recelo; con las lágrimas pararan tenía suficiente.

Se acercó a su cara, que era casi del largo de su cuerpo entero. Con movimientos inseguros estiró una pata y limpió las lágrimas de su mejilla. Adrien continuaba teniendo espasmos y gimoteando, sin embargo, no daba señales de volver a llorar como si su cerebro no procesara que ya no quería hacerlo.

Los humanos sí que eran raros.

—Eso es —apremió, dando palmaditas suaves en la mejilla de Adrien. Tikki se daría un festín si lo viera—. Ahora arriba, vamos. —Se movió hasta su hombro y lo jaló de la camisa.

Adrien comprendió el mensaje e hizo el trabajo por sí mismo, en vista que Plagg no hubiera podido aunque lo intentara. Una vez sentado (sus piernas eran tan gordas que no podían doblarse del todo), parpadeó un par de veces y miró alrededor, desorientado. Se pasó las manos por la cara, terminando de eliminar lágrimas residuales.

Luego se levantó, con pasos torpes fue a buscar el mismo juguete con el que había tropezado. Al encontrarlo debajo de su cuna, se deslizó bajo ésta y extrajo el pingüino de hule.

Los chillidos del ave de juguete le martillaban los oídos. Pero prefería escucharlos a escuchar a Adrien llorar.

—•—

Plagg odiaba a Adrien. Lo odiaba por ser la viva imagen de Emilie. Lo odiaba por perseguir a una niña estúpida que no lo valoraba. Lo odiaba por  emocionarse tanto con cada palabra que Gabriel le dedicaba. Lo odiaba porque aunque Chloe fuera una desgraciada no tenía el corazón de dejarle de hablar. Lo odiaba porque cuando lloraba, lo hacía en silencio. Lo odiaba porque cuando caía, no dejaba que lo ayudara a levantarse.

Plagg odiaba a Adrien porque le rompía el corazón y porque a pesar de ello, no podía odiarlo realmente.

—•—

Adrien amaba pararse de puntas al borde de cosas más altas que él. El comedor, por ejemplo. Sus piernas temblaban por el peso y lo único visible desde arriba eran sus ojos verdes y la melena rubia que le había crecido descontrolada. Con dos años de edad, no creía que conociera un buen corte de pelo.

—Tu hijo tiene la cara de perro mojado otra vez —le avisó a Emilie.

Se llevó un trozo de camembert a la boca.

—Adrien me da más vibra de gato que de otra cosa —contempló Emilie. Puso la barbilla entre su dedo medio e índice, y miró a la distancia.

—Imagino que eso no tiene nada que ver con el hecho de que use un disfraz de Chatte Noire, ¿cierto?

—Qué cosas dices. —Agitó la mano libre, quitándole importancia al asunto—. Además, le queda el negro.

—Él no será Chat Noir —sentenció. No iba a seguir discutiendo el tema.

Emilie arqueó una de sus perfectas cejas. Echó su silla hacia atrás y sentó al niño sobre su regazo. Adrien, inocente de la vida, sólo estiraba la mano hacia la última galleta que quedaba en el plato.

—Tú no controlas eso, ¿o sí? —Sonrió de lado—. Además, mira a este gatito. Es perfecto. Hasta ya se sabe los pasos.

Tomó la muñeca de Adrien y la jaló hacia arriba de modo que su brazo quedó estirado.

—Di «cataclismo», cielo.

¡Cataquismo! —exclamó emocionado. De seguro pensaba que se trataba de algún tipo de galleta, o dulce, o de cualquier cosa comestible que no fuera camembert.

Emilie impactó la mano de su hijo contra la mesa. Plagg no había conocido un ser más ridículo que esa mujer.

—Pobre niño. —Negó con la cabeza.

—Mamá… —se quejó Adrien. Liberó su mano y siguió apuntando a la solitaria galleta.

Era indignante el queso fuera eclipsado por una simple y mundana galleta. El mocoso era igual de ridículo que su madre.

—Adrien hace La Cara —señaló—, otra vez.

Emilie se carcajeó de forma delicada; Plagg no sabía si conocía otra forma de reír. Supuso que era su naturaleza agraciada.

—Deberías darle camembert —insistió.

—Tú no le cambias el pañal.

Bufó.

—Adrien ya tiene dos años, debería dejarlo.

Emilie viró los ojos, pero no dijo otra palabra sobre el tema. Por el momento.

—•—

Plagg solía decirle a Emilie que Adrien no podía ser Chat Noir porque el traje no le favorecería a su figura, que las galletas debía dejárselas a Tikki. Que Emilie, deja de darle comida, va a explotar.

(Ya te dije que está lleno de amor, Plagg.)

Adrien era, según las voces chillonas fuera del bolso de Emilie, un bebé adorable y tierno, bien educado y sobretodo hermoso. Plagg no veía qué era tan genial en el niño, todo lo que veía eran sus piernas cortas y gordas dando zancada tras él, porque incluso a los dos años aún intentaba atraparlo.

Doce años después, ya no veía nada de aquel niño que cuando sonreía por mucho tiempo se le enrojecían las mejillas, que tenían parecido a las de una ardilla. Ni el niño energético que podía correr tras él a través de la mansión.

Plagg no se avergonzaba de decir que no lo reconoció de buenas a primeras. No sabía cuánto tiempo había pasado desde… Emilie, y despertó en una habitación tan grande para una familia de cinco, llena de juegos de arcade y equipada con tres monitores, una pared para escalar y una rampa; y ese sólo era el primer nivel.

El portador en cuestión era un adolescente (típico de Fu). Rubio y de ojos verdes. Al principio creyó que Fu le jugaba una broma cruel, que había elegido a ese chico sólo para hacerlo pagar por un pecado que no cometió. Pero Fu no era así, no pondría un miraculous en las manos equivocada a consciencia, en especial uno tan peligroso como el de la destrucción. Pensó entonces que debía haber algún tipo de error.

No quería decirle que el que él recibiera el anillo era un error, así que le pareció infinitamente más fácil volar en la dirección contraria a buscar algo de comer. Tenía hambre de todas formas.

El chico rubio lo persiguió por toda la habitación, diciendo que no comiera aquello o que no hiciera eso. Plagg tenía un súper oído, pero también podía súper apagarlo a consciencia. No quería saber nada de rubios que intentaban atraparlo; a parte de revolver el pasado, le revolvía el estómago.

Una idea se le formó en la cabeza al ver el control remoto, que obviamente no era camembert. De igual forma lo tomó y lo mordisqueó como si la vida se le fuera en ello. El plástico sólo le maltrató la boca y lo dejó con un mal sabor sintético. Ugh.

Fue en ese preciso momento cuando sus ojos se fijaron en el sofá, el mismo que estaba posicionado justo donde pegaba el sol, el mismo en el que ella le gustaba enrollarse en una manta y acurrucarse mientras Adrien dormía. Las piezas comenzaban a encajar, de pronto todo sucedía demasiado rápido y el techo y las paredes parecían cerrarse sobre él.

El sofá, el ventanal, el segundo nivel, el chico rubio… El chico rubio que acababa de aprisionarlo entre sus manos después de tantos años. El chico rubio que no podía ser otro que Adrien Agreste.

Apenas tenía movilidad pero logró dar media vuelta entre las palmas de Adrien que ahora lo cubrían desde el cuello hasta las patas. Era irónico en niveles que no podía comprender, incluso luego de haber vivido tantos eones. Era como si el universo lo cacheteara con un guante.

Adrien lo miraba como siempre lo había mirado: con una mezcla de asombro y curiosidad. Sus ojos verdes miraban a los suyos como si pudieran explicarle la razón de su existencia a fuerza de voluntad. Eso no había cambiado.

El resto, sin embargo…

No había rastro del niño que Adrien Agreste fue cuando… cuando Emilie estaba viva. Las mejillas sonrosadas se habían vuelto sólo pómulos altos, sus manos no eran más que huesos cubiertos por una delgadísima capa de piel. Podía ver lo marcada que era su mandíbula y lo pronunciada de sus clavículas.

Adrien ya no era el niño feliz. Ahora sólo era un saco de órganos, responsabilidades y tristeza, demasiada tristeza. Había algo en cómo lo miraba que le dejaba un vacío en el pecho. Sus ojos tenían una pesadez que ningún chico debería guardar en sí mismo; era como si estuviera cansado de vivir o como si no hubiera vivido nada aún. Veía las manchas violáceas que ningún maquillaje podía tapar porque no sólo las tenía impregnadas en la piel sino en todo su ser. Era algo que podía sentir con sólo mirarlo a los ojos: Adrien estaba cansado de vivir.

El corazón se le rompió por primera vez.

—•—

Había sido un segundo de descuido. Escuchó el llanto de bebé y se distrajo con eso. Al akuma le bastó con eso.

Emilie era resistente al dolor, Plagg lo supo desde la primera vez que cayó de un edificio de tres pisos y se levantó como si hubiera pasado todo el día relajándose en la acera. Se levantó, saludó con los dedos y se fue como si nada hubiera pasado. Esta vez no sería así.

No recordaba el sonido que hizo el traje al romperse, todo lo que conocía en ese momento era dolor. Dolor, dolor, dolor. Como si lo partieran a la mitad. Del tipo que lo hacía querer retorcerse en el suelo aunque lo único que lograra fuese sentir más dolor.

Chatte Noire comenzó a ver blanco.

Su cuerpo perdió fuerza. La inercia la empujó hacia delante, sobre el cuerpo del akumatizado. La navaja se hundió más en su costado, logrando robarle un gemido estrangulado y las primeras lágrimas. Plagg se retorció desde el anillo.

Los momentos siguientes se convirtieron en un borrón de colores y dolor. Lo siguiente que supo fue que el akuma había sido arrancado de ella, y junto con él, la daga. Podía ser Le Paon, podía ser Ladybug; no lo sabía y no le interesaba porque ninguno estaba ahí para ayudarla.

Sus rodillas no soportaron el peso. Chatte Noire logró girar el cuerpo para que el lado herido no se llevara la peor parte del golpe. Golpearse el hombro al caer se sintió como una mera cosquilla comparado con la herida en su abdomen.

Todo lo que sentían era dolor. Ardiente e insoportable. La visión se le oscureció en los bordes.

El miraculous comenzó a pitar sin cesar. No más de diez segundos después, luces verdes la envolvieron.

Emilie Agreste remplazó el lugar de Chatte Noire en aquel callejón. Su cabello desparramado en el suelo contrastaba con el sucio suelo. Por un momento, sólo existió ella, con la cara y labios pálidos, usando ropa en colores neutros que tanto amaba. Emilie lucía hermosa.

Un segundo después, la sangre comenzó a brotar, manchando su camisa de chifón color crema. Emilie lucía hermosa, y estaba muriendo.

La mujer que durante años se ganó su cariño y admiración a pulso, la que trabajó en un bar de mala muerte para pagarse las clases de actuación, la que nunca dejó que su esposo pagara nada por ella, la que prefería sirope de fresa sobre el de chocolate, la que se quedaba dormida en el sofá del cuarto de su hijo; la que tenía una familia que la adoraba, un esposo que la amaba y un hijo que la necesitaba; la que tenía toda la vida por delante y se le escapaba entre las manos.

—No —susurró, como si algún dios todopoderoso le concediera la oportunidad de vivir sólo porque él lo pedía.

A esas alturas, sabía que no sería así, ya sabía lo que venía. Sin embargo, eso no lo hacía más fácil de aceptar.

—Plagg, Adrien… Adr… —boqueó.

—Sh, él estará bien. Lo prometo.

—¿Cuidarás de él? —susurró, con la voz rota.

Plagg no encontró en sí la fuerza para negarse.

Emilie no dijo nada después de eso, Plagg tampoco. No necesitaban hablar, no había nada que decir que no supieran ya. Nada de lo que dijeran iba a cambiar la situación, no habían palabras que lo mejoraran.

Las respiraciones erráticas de Emilie era lo único que se escuchaba.

Y luego, silencio.

—•—

No se quedó al funeral.

Nunca lo hacía.

Ladybug tomó el miraculous luego de que Emilie muriera (no confiaba en Paon en el momento) y huyó con él. Nunca lo usó, supuso que tenía algo que ver con el Poder Absoluto.

Lo entendía. El mundo era más importante, la seguridad de los demás era más importante.

Mantener el miraculous a salvo era más importante que una vida que acababa de perder. El portador sólo sería eso: un portador; un medio para un fin. Algo efímero que cuando ya no podía continuar, era remplazado con otro mejor, más fuerte y más resistente. Como un producto en exhibición que con el paso del tiempo se empolvaba y se abrían grietas en su superficie, ya no podía hacer su trabajo así que era hora de buscar algo mejor.

Si ya no puedes hacer el trabajo, alguien más lo hará por ti. Así de fácil.

Olvídate de lazos, el humano de turno sólo será el que remplazó al anterior y al que alguien más va a remplazar. Y sólo eres el que les explique los poderes, sólo un libro de instrucciones parlante. Guarda la distancia, porque al final, esto también va a acabar. No importa qué tan bueno sea, tiene fecha de vencimiento, y ni siquiera , un dios poderoso, puede cambiarlo.

—•—

Había cosas peores que cuidar de Adrien. Encariñarse, por ejemplo.

No lo hizo a consciencia, pero no podía controlarlo tampoco. Hasta criaturas ancestrales como él eran incapaces de ordenarle al corazón que no quisiera a alguien.

La cosa con criaturas como Plagg, que habían vivido mucho, era que luego de recibir tantos golpes se comenzaban a formar durezas para protegerse, para que no lo hirieran otra vez. Una coraza a su alrededor dura como piedra.

Y Adrien era el gotero que perforó a través, con sólo estar ahí. Las risas emocionadas, los gritos eufóricos, los saltos hiperactivos luego de un día excepcionalmente bueno hacían que el chico se abriera paso poco a poco, hasta tocarle el corazón. Después estaban los días malos, las caras largas, los músculos adoloridos, los hombros tensos y las pestañas húmedas, que le oprimían el pecho. Plagg ya no quería poner una coraza alrededor de sí mismo sino alrededor de Adrien porque el chico no se merecía nada malo en la vida.

Sólo quería alejarlo del dolor, de la soledad, del vacío; quería mostrarle lo que era la alegría, quería que fuera algo permanente en su vida.

A ese punto, poco le importaba lo que pasara con él. Lo único que pedía era que Adrien estuviera bien.

—•—

Plagg pensaba que Emilie era estúpida al encargarle la seguridad de su hijo. Uno no iba por la vida pidiéndole a la mala suerte que cuide de alguien más. Era simplemente la receta para el fracaso.

Plagg era aun más estúpido por haberlo intentando. Debía saber mejor que eso. Debió haberlo sabido.

Los gatos de Plagg siempre iban a ser las almas más puras que Fu pudiera encontrar, incluso más que Ladybug. Fu siempre le daría el miraculous a alguien que no dudaría de meterse en el camino de un bala para salvar a alguien más. Personas de corazón noble que serían el escudo, la protección.

Siempre serían los primeros en caer.

Y Plagg lo sabía muy bien, y aun así, jaló a Adrien a un mundo del que no podría salir. Amaba ser Chat Noir casi tanto como amaba vivir, sin saber que esos dos conceptos no iban de la mano.

Durante mucho tiempo caminó por el borde del precipicio confiado en que si algo llegaba a salir mal, una cura milagrosa podría arreglarlo. Y lo hizo, miles de veces. Comenzaba a volverse descuidado, pero no importaba porque Ladybug volvía todo a la normalidad.

Hasta que no lo hizo. No a tiempo.

Se lanzó de cabeza al peligro sin tener una cuerda en la cintura que lo devolviera sano y salvo.

Y la historia se repitió.

—•—

Habían cosas peores que cuidar a Adrien…

Nota de autora:

Amo matar a Adrien y no me siento mal por eso (bueno… tal vez un poquito).

Este fandom necesita más momentos Adrien/Plagg, con urgencia.

Díganme qué les pareció, opiniones y críticas siempre son bienvenidas. Me gusta saber lo que piensan.

Sin más que decir, Trouble milagrosa se va a dormir.

[28/03/18]
Palabras: 3482

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