La tragicomedia de la blanca...

By CarolinaCorvilloMart

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Los trovadores Sanctos y Enrique discuten sobre qué género es superior, si la tragedia o la comedia. Utilizan... More

La tragicomedia de la blanca doncella

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By CarolinaCorvilloMart


Corrían los tiempos en los que las historias de siempre todavía se estaban configurando. Eran tiempos tristes, felices, extraños. Tiempos en los que la excepción era la regla y cualquier cosa podía suceder. Y, aunque hubiera dragones, princesas enclaustradas y todas las damas de la corte tuvieran nombre de flor, no faltaban tabernas, prostitutas, vino, pícaros y sirenas dispuestas a devorarte el alma a cambio de un módico precio.

Esta historia comienza en una de esas tabernas, con dos trovadores, varias jarras de cerveza de por medio y una apuesta para demostrar qué género es superior: la comedia o la tragedia.

Sanctos, el trovador que llegó primero a la mesa elegida para batirse en duelo, pidió una jarra de cerveza y permaneció mirando fijamente la espuma, abstraído en sus pensamientos. Su mirada era melancólica y revelaba un sinfín de experiencias ante las que más de un mortal cerraría ojos y oídos. La sombra de la decepción maquillaba su rostro y el efecto del alcohol, lejos de achisparle, parecía sumirle aún más en sus oscuras reflexiones. En efecto, era el trágico.

Pasada media hora, llegó Enrique, el esperado contrincante, saludando con familiaridad a varias chicas. Se presentó ante Sanctos sin excusa alguna por su tardanza y le invitó, para compensar, a una jarra de cerveza.

– Amigo mío – comenzó a decir Enrique – Alegra esa cara. Parece que asistes a un funeral.

– Todos los días asisto al funeral de algo vivo que muere. La vida es un luto eterno.

– Mientras nadie prohíba bailar en los cementerios...

– La risa hace que olvidemos rápido, torna lo trascendente efímero, y quién olvida lo que trasciende, no sabe quién es.

– Y quién no sabe quién es tiene un grave problema con los espejos. Un asunto muy serio, el que planteas. Casi tanto como hacer reír.

– Reírse de otros para provocar la risa denota debilidad moral.

– Quién sabe hacer humor de verdad, primero debe saber reírse de sí mismo.

– Los bufones deformes ya pasaron de moda – replicó Sanctos.

– Lo que ha pasado de moda es reconocer el bufón deforme que todos llevamos dentro.

– Eso, en realidad, es trágico.

– O cómico, según se mire.

– ¡Basta, caballeros! – irrumpió Pablo, uno de los trovadores que habían acudido a presenciar la apuesta – Estáis aquí porque hace unos meses, en una de nuestras reuniones, salió el tema de si era la tragedia o la comedia la expresión de lo verdadero, y vosotros, entre el vino y el enfado, casi hacéis que corra la sangre.

– Trágico, sin duda – dijo Sanctos.

– ¡Qué decís! No hay nada más cómico que dos trovadores solucionando problemas literarios a base de puñetazos – apuntó Enrique.

– Dejadme seguir – pidió Pablo – Debido a que todo el gremio consideró que vuestra actuación os hacía poco merecedores de que se os llamara "trovadores", acordamos que después de unos meses volveríamos a reunirnos y que solucionaríais vuestras diferencias con la única arma que los dioses nos han enseñado a enarbolar: la palabra.

– Gracias por la aportación, pero no era necesario que nos recordarais nuestro propósito – explicó Sanctos, alzando su jarra de cerveza.

– ¿Queréis empezar vos? – invitó Enrique, chocando su jarra contra la de Sanctos, en un gesto de camaradería.

– Ya veo que queréis ventaja, para construir vuestra historia ridiculizando la mía... ¡Pero acepto! Y os comunico de antemano, que de nada servirá la burda parodia que consigáis elaborar, pues, precisamente por jugar vos con ventaja, quedará más patente mi victoria.

– Adelante, pues, compañero.

– La historia que hoy he traído, transcurre en un lugar helado, un reino en el que la nieve forma siempre una fina capa que cubre todo cuanto encuentra, hierba, piedra, almas... El reino, tenía, como cualquier reino, un rey y una reina, que formaban un infeliz matrimonio. La única forma que les quedaba a ambos de mantener el lazo que una vez fue fuerte era provocar dolor en el otro. Mientras, la política se resentía, los problemas económicos consumían la ciudad como la peste, y ellos, a pesar de saber lo que tenían que hacer para solucionar todo, no podían dejar de destruirse. Habían olvidado su origen y, por tanto, su deber.

Las revueltas comenzaron pronto. El rey y la reina se asomaron al borde del abismo y contemplaron el destrozo que habían llevado a cabo. Intentaron rectificar. Pero cuando el fin empieza, no hay marcha atrás, y sólo se llega a otro comienzo cuando todo lo que hay en juego es arrasado. Así sucedió con el rey y la reina. El pueblo, cansado de ser utilizado, asaltó el palacio y acabó con la vida del soberano. La reina pudo huir y el último aliento de vida la abandonó tendida en la nieve, pariendo un bebé prematuro.

– Es curioso – interrumpió Enrique – ahora que lo dices, yo también he escuchado la misma historia. Cuentan que la hija del desgraciado matrimonio, tendida en la nieve, fue recogida por una panda de enanos de circo que acaban de fundar una compañía teatral. El jefe propuso acabar pronto con la agonía de la pequeña, pero uno de ellos protestó: "Podríamos utilizarla. Necesitamos un bebé para la última representación". "¡Ya tenemos uno y soy yo!", exclamó otro enano, que incluso se había afeitado la cabeza para meterse en su papel. "Pero no estaría mal que no tuviera barba", contestó el disidente, "en serio, ¿de qué te sirve afeitarte la cabeza si no te quitas la barba?". "¡Un enano nunca se afeita su barba!", empezó a decir el pelón. "¡Basta!", ordenó el jefe, "no debemos alargar más el sufrimiento de esta cría, así que...". De pronto, un ruido interrumpió la conversación. Se trataba de la risa de la niña. La pequeña había demostrado nada menos que era una superviviente y que un bebé puede reírse y hacer sus necesidades al mismo tiempo. Los enanos terminaron adoptándola, y, en fin, como ese día andaban escasos de imaginación, pues la habían gastado toda visualizando durante los ensayos que el enano pelón era un bebé, la llamaron Blancanieves.

– Blancanieves se convirtió al cabo de dieciséis años en la muchacha más hermosa de todos los reinos – continuó Sanctos, mirando a Enrique de reojo – La fama de su belleza pronto se propagó. Era tal el estrago que la joven causaba a su paso, que dicen incluso que, durante una de sus habituales representaciones teatrales, el hijo del rey que había sucedido al anterior se enamoró de ella. Este príncipe, llamado Rodrigo, se las arregló para tener un encuentro después de la función y declararle su amor... Pero la joven, en cuanto notó sus intenciones, se negó en redondo.

– ¿Qué sabéis de mí? – inquirió la bella – ¿Qué soy graciosa, inteligente, sensible, que doy buena conversación? No, mi querido caballero, lo único que sabéis es que mis ojos son del color del azabache, mis cabellos largos y suaves como la seda, mi tez blanca cual mármol y mi boca una rosa que acaba de despertarse, según vuestras propias palabras. Pero, no os equivoquéis conmigo, me dolería mucho que pensarais que soy descortés. Haré que os envíen un retrato mío, pues si lo único que podéis amar es todo lo que habéis dicho, también podéis hacerlo en la distancia.

Rodrigo no supo que decir durante unos segundos, y, completamente desarmado, terminó apelando a su condición de príncipe.

Me parece, querida dama, que sois vos la que no sabe quién soy yo.

– Casi tanto como vos lo sabéis de mí. Sabéis que soy bella y creéis que con eso basta para amarme y yo sé que sois alguien educado, pues creo que la petición de una dama exhausta después de su función bastará para que os retiréis.

El príncipe, que estaba acostumbrado a arrollar, se fue, herido en su orgullo, no sin antes besar apasionadamente a la bella.

De repente, todo el mundo se quedó en silencio en la taberna, mirando a Sanctos. "Con el total consentimiento de la dama", aclaró.

– Después del largo, apasionado, húmedo y dentado beso, puesto que nuestra dama no tenía mucha experiencia besando – continuó Enrique – Rodrigo se embozó con gallardía, mirando fijamente a la blanca dama.

Un beso no se puede dar en la distancia. – dijo, al tiempo que se marchaba, tropezándose con una alfombra que estaba en la entrada y dándose de bruces contra la puerta.

Adoro las metáforas hirientes, ¿vos no? – apuntó Blancanieves.

– La dama se inclinó para ayudarle a incorporarse a Rodrigo – explicó Sanctos, retomando la palabra.

Siento más gusto por las paradojas –le contestó el príncipe a Blancanieves – Y no hay duda de que vos sois una exquisita- el príncipe inclinó su rostro hacia el de Blancanieves y ésta retrocedió ligeramente.

No seáis zafio, mi señor, confundís amabilidad con debilidad.

– Y vos confundís amor con debilidad.

– La tez marmórea de la dama se ruborizó repentinamente – prosiguió Enrique – Y Blancanieves se quedó sin saber que decir por unos segundos.

Vaya... Pues sí que estamos confundidos – soltó una risilla estridente – Quiero decir... ¡No juguéis más con las palabras! ¡Pensé que erais educado!

– Y yo que erais bella... Pero ahora sé que sois más que eso. Sé que sois ingeniosa...

– Yo... yo... vivo con siete enanos que tienen muy mala uva – dijo Blancanieves, cada vez más nerviosa.

– Graciosa...

El príncipe volvió a acercar sus labios a la hermosa, y, ella, a punto de corresponderle de nuevo, consiguió tocar una campanilla que estaba colgada del espejo del tocador.

¡Se acabó el tiempo de visitas al camerino! – exclamó Blancanieves – Muchas gracias por los elogios y por las rosas – dijo, cogiendo con fuerza el ramo que le había traído el príncipe, tan nerviosa, que no pudo evitar pincharse con una espina – ¡¡Aayyy!!

– Ahí tenéis una metáfora de las que tanto os gustan- apuntó el príncipe, ya al lado de la puerta.

Volvió a colocarse la capa, para parecer más misterioso y abrió la puerta. Entonces el enano pelón apareció y le dio un mordisco en la parte del cuerpo que le venía mejor por altura. El príncipe cayó al suelo, gritando de dolor. Hay que decir que tuvo mala suerte. Cualquier otro enano habría acertado en la barriga, pero el enano pelón era el más bajito de todos. Por algo siempre le tocaba el papel de niño. Y de enano.

Lo siento... Yo... yo... no pretendía – susurró Blancanieves, tendiéndose sobre el príncipe – Sólo quería que os marcharais...

– Creo que me siguen gustando más las paradojas...

Después de aquel primer encuentro y, a pesar del paso de los meses, el príncipe no lograba quitarse a Blancanieves de la cabeza, y, aunque parezca mentira, Blancanieves tampoco podía dejar de pensar en él, porque era el primer hombre que la había besado y era... guapo. Y atrevido, irreverente, ingenioso, valiente... "¿Qué clase de estúpida soy?", empezó a preguntarse, mientras terminaba de barrer la cabaña en la que vivía con sus progenitores, apartados de la agitada vida de la ciudad y de los ojos de los que no veían bien que una señorita conviviera con siete hombrecillos actores, con mucha testosterona concentrada y, el colmo de la inmoralidad, cubiertos de pelo de arriba a abajo. "Lo único que me falta es bailar con un cubo en la cabeza o aceptar caramelos de extraños", pensó la doncella. Entonces un leñador disfrazado de vieja haraposa llamó a la puerta, ofreciéndole a la joven una manzana roja.

– Buenos días – comenzó a decir – Soy una pobre anciana sin dinero que se gana la vida vendiendo unas exquisitas manzanas.

Si sois una anciana sin dinero... ¿por qué habláis como un leñador disfrazado de vieja haraposa? – preguntó Blancanieves, enarcando una ceja. El leñador se quitó la capa.

En realidad he venido a mataros por orden de la reina, porque quiere que su hijo deje de andar por el castillo como un fantasma, de contar los días como si su vida fuera una condena, y de inventar canciones cursis. Además, no afina nada.

¿Y no habría sido más sencillo, teniendo en cuenta vuestra fuerza, venir y golpearme directamente, sabiendo además que mis progenitores están en la ciudad? De verdad, estoy cansada de que la gente crea que, por el hecho de ser bella, soy tan tonta como para aceptar una manzana envenenada de un leñador travestido – explicó Blancanieves, indignada.

– Gracias por la información – dijo el leñador, justo antes de propinarle un puñetazo y dejar a la muchacha sin sentido.

Después de comprobar que Blancanieves no tenía pulso, el leñador intentó pensar una forma adecuada para ocultar el cadáver, pero la verdad es que su estilo no era pensar, por lo que dándole, ufano, un mordisco a la manzana, decidió que lo mejor era dejar el pastel al descubierto, y que los enanos se arreglaran con las exequias. Dio diez pasos hacia el bosque y, de pronto, se detuvo. Contempló con expresión de terror la manzana a la que le acababa de dar un bocado. "¡Dios mío!", exclamó, "¡Qué idiota he sido! ¡He olvidado arrancarle el corazón!". Se dio la vuelta y, acto seguido, se desplomó entre unos setos, más muerto que la moda de llevar sombreros de gnomo. La manzana envenenada rodó y rodó hasta el cuerpo de la pobre Blancanieves, y esa es la escena con la que los enanos se encontraron.

– El funeral fue celebrado en el más absoluto de los secretos – siguió contando Sanctos – Los enanos, que habían mimado y cuidado a la joven princesa sin trono, fabricaron una caja de cristal para ella y, en un claro del bosque que siempre había protegido a su hija, rezaron a los dioses para que se llevaran el alma de Blancanieves en paz. Ya nada podía cambiar el transcurso de los acontecimientos...

– Cuando, en mitad del rezo, – interrumpió de nuevo Enrique – una flecha atravesó la pierna del bello cadáver. Era nada menos que el príncipe enamorado, que había ido de caza con la esperanza de apartar de su mente a Blancanieves.

"¡Perdonad, caballeros!" – exclamó al escuchar desde lejos la algarabía formada por los enanos ante el suceso – Estoy abatido por el rechazo de la mujer más hermosa y testaruda que he conocido y es tal la aflicción que me produce el pensamiento del dulce recuerdo de su efigie que....

¿Qué tenías que matarla? – interrumpió el enano pelón, preparando los puños.

Yerro una y otra vez el tiro... ¡Que los dioses me lleven! ¿Qué he hecho?

– Tienes suerte de que ya estuviera muerta, muchacho... – le advirtió el jefe.

– Los enanos le contaron presto lo que había sucedido – continuó Sanctos, alzando la voz – El príncipe, en cuanto se enteró de que la causa de la muerte había sido el veneno de una manzana, supo de quién se trataba. Sólo la hechicera de su madre sabía manejar a la perfección esa clase de sustancias. Rodrigo, sin perder un segundo, cogió la manzana y tras darle el pésame a los enanos, volvió al castillo, abatido.

Un día después, tras recomponerse, acudió a los aposentos de su madre.

¿Por qué madre? ¿Por qué le has arrebatado la vida a la única mujer que he amado?

– No seas tan dramático... Cuando alguien tiene tu rango debe ser amado, no amar – explicó la madre fríamente, mirando a su hijo a través del espejo de su tocador.

– ¿Por qué, madre?

– Los reyes anteriores fueron asesinados por su propio pueblo... Habían olvidado que ellos eran los designados para servir al poder, y no el poder para servirles a ellos.

– Hablas del poder como si fuera un Dios, madre.

– Ahórrate el condicional, hijo mío...

– No sé a dónde quieres llegar, pero no tiene nada que ver conmigo... Si yo me hubiera unido a ella... No habría olvidado mis obligaciones.

– No he llegado al meollo del asunto – dijo la reina, mientras tomaba en sus manos huesudas el cepillo para el pelo – Blancanieves era la hija de esos reyes. La reina la parió sobre el hielo... y ella sobrevivió.

– ¿Cómo sabéis que esa información es fiable?

– Tengo mis fuentes.

– ¿Una hechicera loca y cotilla que sólo sabe lanzar falsos rumores para manejaros a su antojo?

– Si hubiera dejado que esa imbécil siguiera viva... Tarde o temprano se habría enterado de sus raíces, y eso habría significado la guerra civil.

– No la conoces, madre. Ella no habría dejado que se matara en su nombre.

– ¿Y crees que ella hubiera tenido poder sobre su propia leyenda? La última manifestación de un amor venido a menos, una superviviente del hielo... ¡La esperanza de un reino que se derrumba! Créeme, amor mío, es mejor así.

– No quiero aceptarlo...

– Descríbemela al centímetro y yo haré que busquen a una mujer idéntica. Pero ella no puede ser.

– ¡La quiero a ella!

– Y yo te he dicho que es imposible – sentenció la reina, cepillándose cada vez con más fuerza sus largos cabellos, desde la raíz hasta las puntas.

– Dame un antídoto.

– ¿Qué te hace suponer que tiene remedio el veneno de la hechicera?

– Es una mujer cruel y retorcida, como la mayoría. Sus venenos son a largo plazo. Le gusta hacer sufrir. Le gusta convertir la esperanza en una tortura. ¡Dame el antídoto!

– En el futuro comprenderás que te he hecho un favor.

– Si no me das el antídoto, no creo que compartamos ese futuro.

– La amenaza de abandonar a tu madre es un tanto pueril, cielo.

– Todavía tengo la manzana que mató a mi amada.

– Entonces te aconsejo que la mantengas alejada de los niños.

– Todavía quedaba veneno.

– Será tarde cuando encuentres el antídoto por tu cuenta. Es la parte negativa de no tener a hechiceras locas y entrometidas como amigas.

– Ayer, durante la noche, entré a escondidas en tus aposentos.

La reina detuvo el movimiento del cepillo de pelo en seco.

– Extendí todo el veneno que pude extraer de la manzana... Sobre tu cepillo de pelo. Y hoy he acudido a la hora en la que sueles peinar tus hermosos y largos cabellos.

La madre tiró el cepillo al suelo, como si le diera calambre y, temblando sacó de su escote la llave de su gran costurero. Abrió con nerviosismo la cajita más pequeña y tomó entre sus dedos un alfiletero transparente que contenía un líquido de color argénteo. Rodrigo fue más rápido que ella y en un fugaz movimiento arrebató el recipiente de su presa huesuda.

¡¿Matas a tu madre para salvar a una desconocida?! – chilló la reina, postrada de rodillas.

– Tu cepillo nunca ha estado envenenado, madre. Lo último que haría para conseguir algo, sería equipararme a ti.

El crepúsculo acariciaba las copas de los árboles cuando Rodrigo vertió hasta la última gota del antídoto sobre los labios helados de Blancanieves. La muerte aún no había hecho mella en su belleza y, por unos momentos, el príncipe dudó de los efectos del antídoto y especuló sobre que su madre hubiera representado una pantomima... Pero todos estos pensamientos se desvanecieron enseguida, pues, parece que el sol terminó de ponerse para que los ojos de Blancanieves dieran paso a una nueva luz.

Yo... no sé que... decir – musitó el príncipe, deslumbrado.

Me... me has clavado una flecha en la pierna – murmuró, casi sin fuerzas, Blancanieves.

Lo... Lo siento, princesa...

– ¿Princesa?

– Es una larga historia...

– La primera vez que nos vimos, te dije que me gustaban las metáforas hirientes... – susurró la dama pálida – Y... sin duda, esta – dijo, al tiempo que señalaba la flecha, que aún estaba clavada en su pierna – Es la más dolorosa de todas.

Blancanieves y Rodrigo se fundieron en un beso interminable.

– Pero los problemas no acabaron ahí – habló Enrique, tomando el relevo – Se avecinaban tiempos duros para la pareja... No sólo por la negativa de la madre de Rodrigo, que empleó todo cuanto estaba en su mano para intentar deshacerse de Blancanieves. Incluso le envió un dragón que le prendió fuego a su pelo azabache. Por otro lado, estaba la negativa de los siete pequeños suegros de Rodrigo, que no cedían a la petición del joven, ni por todo el oro de las arcas particulares del príncipe, que, hay que decirlo, tampoco era mucho debido al monumental enfado de la reina. Finalmente, ante la imposibilidad de contentar a los de su alrededor, el príncipe decidió que era hora de empezar a contentarse a sí mismo... Junto a Blancanieves, por supuesto. Tomada la decisión, equiparon las pertenencias justas para viajar sin estorbos, juntaron todo el dinero que tenían y se dirigieron a paso rápido por la frontera del Oeste. Pero, poco antes de cruzar la aduana, el jefe de los enanos interceptó su huida.

¡Esperad! – vociferó.

¿Qué queréis ahora? – inquirió el príncipe, dejando a Blancanieves a un lado.

¡Que volváis! ¡No tenéis derecho a hacerle esto a mi hija!

– ¡Ya es mayorcita para tomar sus propias decisiones!

– Pero... pero... ella... ¡Vos estáis tomando todas las decisiones por ella!

– No seáis iluso... Ella ha venido por su propio pie.

– Permitidme que lo dude.

– Vale, puede que la haya llevado en brazos, pero no hay nada malo en un poco de romanticismo, ¿no?

– Pero, querido Rodrigo... ella no puede moverse de aquí.

– ¡Lo que me faltaba por escuchar! Ahora me diréis que hay que ponerle chupete y acunarla por la noche... Sólo os falta sacaros el pezón para darle el pecho.

– ¡¡Está muerta!!

¿Muerta, decís? Dejad de tomarme el pelo.

– ¡¡Muerta!! Escuchad, Rodrigo... Hemos intentado ser permisivos, porque entendemos el sufrimiento que estáis pasando. Por eso os dejábamos dormir dentro de su ataúd y darle paseos a caballo...

– ¡La salvé del horrible dragón que envió mi madre!

– Vuestra madre intentó incinerarla para acabar con vuestro sufrimiento, y vos os metisteis en la pira y lanzasteis al sacerdote a las llamas gritándole que era un dragón que por justicia era consumido por su propio fuego.

– Por eso me soltó todos esos tacos... Claro... Los dragones no hablan... No... ¡No! Un momento, no es suficiente. Ella... ¡Ha dado de comer a mis perros!

– Señor... Querréis decir que vuestros perros se comieron la mano de Blancanieves cuando intentasteis llevarla de caza...

– ¿Y por qué su perfume sigue siendo tan arrebatador?

– Habéis estado tanto tiempo con el cadáver que os habéis acostumbrado al olor...

– ¿Huelo... mal?

– Muy mal, señor – afirmó el enano – Veréis... Mientras vos arrastrabais a nuestra dulce hija gritando canciones de amor por todo el bosque... Descubrimos en unos setos el cadáver de una vieja haraposa disfrazada de leñador, o un leñador disfrazado de vieja haraposa, ahora no sabría deciros... En fin, qué importa. Después de realizar varias pesquisas, llegamos a la conclusión de que era él el que había muerto por envenenamiento después de propinarle un golpe mortal a nuestra Blancanieves...

– ¿Blancanieves? – llamó tímidamente el príncipe, como si tuviera miedo de no recibir contestación – ¡¿Blancanieves?! – gritó después.

Cuenta la historia que aquella noche, el príncipe Rodrigo estuvo gritando el nombre de su amada durante horas. También dice la leyenda que Rodrigo se dio cuenta de que había estado paseando de un lado a otro a un cadáver sin una extremidad y con media cabellera quemada y de que, además, necesitaba un buen baño. Lo que no cuentan las historias es que, aquella noche, el príncipe enloqueció.

– ¡Maldito tramposo! – exhaló Sanctos – ¡Ése final es trágico!

– Nadie ha dicho que no se pueda sacar comedia de lo trágico.

– ¡Eres un tramposo!

– Y tú un mal perdedor.

Las palabras dieron paso al encaramiento y el encaramiento terminó en una pelea en toda regla, con sillas, mesas y liras de por medio, con los trovadores distribuidos en los dos bandos.

Apartados, en una mesa lejana, dos figuras embozadas observaban la escena con interés.

– ¿Al final en qué ha quedado todo? – inquirió una voz femenina.

– A este paso tendrán que aplazar la competición – opinó una voz masculina.

– El desenlace ha sido sorprendente.

– Sí, he de reconocer que a mí también me lo ha parecido... ¡Otra jarra de cerveza, por favor! Vaya... El tabernero está aporreando a un trovador... con otro trovador.

– Rodrigo... ¿Crees que esta es una metáfora del ser humano?

– Pues... Creo que, esta vez, se trata simplemente de una pelea de bar, Blancanieves.

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