Blue Note

By Naiss9

2.4K 123 29

More

Blue Note

2.4K 123 29
By Naiss9

El aburrimiento te lleva a hacer muchas cosas.

Te lleva a mirar por la ventana y observar cómo la gente pasa sin percibir que están siendo observados. Gente apresurada que intenta volar por sobre la acera para llegar a ese destino incierto que se espera encontrar más adelante, detrás de la siguiente esquina. Gente que lleva de la mano a una gente un poco más pequeña, quienes miran extasiados todo a su alrededor. Sientes su felicidad al degustar el aroma de algo nuevo en una ciudad vieja. Gente que despistada va golpeándose con todos e intentando buscar alguien que le brinde indicaciones. Gente alegre, gente que no sonríe. Gente grande, pequeña, joven, vieja. Portafolios que se golpean y estudiantes que van buscando vacilón en cada actividad. Señoras que ríen sin importarles si alguien las escucha o no, otras, mucho más tímidas que hablan bajito… muy, muy, muy bajito; contando el chisme popular de la oficina. Lo sabes porque el receptor del mensaje tiene una expresión de cotilleo única y eso te hace preguntarte, irremediablemente, si es timidez o hipocresía.

Te lleva a pensar, también,  en lo diferente que podemos ser los unos de los otros y en esas pequeñas cosas que nos unen en pequeños grupos, en dúos, en partes iguales y distintas de un todo que espera ser llenado con cada pequeña parte que quieras verter en el de ti mismo, de ti misma. O en esas cosas que te separan, rompiendo gustos  y porqué no, también géneros.

Un café humeante descansaba inmóvil en una taza de losa blanca, me dio pena levantarla, llevarla a mis labios y perturbar su estado de dulce paz. Pero lo hice.

No era la primera vez que nos reuníamos en aquel café, y no sería la última.

La primera vez que lo vi,  yo estaba aquí mismo. En esta misma mesa, en este mismo café, tomando exactamente el mismo brebaje amargo; intentando resguardarme del cruel invierno que ese año había arreciado más.

Me reí al verlo. Me resultó todo un personaje del cual hablar en mis textos y le observé con mayor interés. Un Quijote sin rocinante intentando pasar desapercibido para cualquier Dulcinea que esperara para lanzar un pañuelo desde su balcón para que él levantara la mirada. Uno de esos tipos que no corren, pero tampoco caminan lento. Esos que van a su ritmo y que por eso llaman la atención de las demás personas. Creo que eso fue lo que me llamó la atención de él.

Estaba al otro lado de la calle, peleando con un montón de libros y un paraguas que no tenía intenciones de abrirse. Pensé en que las probabilidades de que cruzara la calle y entrara al mismo café en el que estaba sentada,  eran las mismas  de que tomase un taxi para dirigirse exactamente a casa y terminar con el suplicio de la lluvia, que ya por ese momento mojaba los libros que fervientemente intentaba salvar dentro de su gabardina negra.

Besé la losa blanca intentando esconder una sonrisa, pensando que uno no conoce a las personas que caminan a su lado. Que pasan tan desapercibidas los unos con los otros sin pensar que quizá, lo que no encuentran  y buscan desesperadamente está observándolo desde otro ángulo en este tipo de selva de cemento.  

La puerta se abrió de golpe y aquel hombre entró como recién salido de un manantial, destilando agua. Volví mi mirada hacia la ventana, mientras intentaba sentir algo con el caer de algunas gotas solitarias por la ventana.

El café parecía un hervidero de ruido sin que nadie conversara, mientras lo único que quería era sentir el goteo contra el suelo y pensar que en algún lugar de esta misma ciudad, esta lluvia estaría siendo reflejada en la cara llorosa de una niña pequeña que busca respuestas mirando a la nada e intentando no sentirse desolada y sola. Sola y triste.  A muchas otras calles, con dirección contraria, en una esquina entre la calle cinco y seis una pareja de amantes volverían a reencontrarse luego de muchos años, preguntándose con la mirada si es que alguna vez lograron olvidar. O quizá en el edificio de Brooks hay solo una ventana con luz, de quinientas cincuenta y cuatro ventanas que dan hacia la misma calle, solo una está encendida, solo una sigue viva y allí, hay un pequeño escritor de cinco años que espera terminar su carta a Santa Claus para esta navidad.  No pedirá juguetes como los demás, no pedirá una bicicleta, ni el monopatín de última moda con una línea roja en la mitad; pedirá que para navidad  su madre regrese de esa operación de riesgo alto y que pueda abrazarla otra vez.

Sin quererlo volví a la realidad de ese café. Al sabor amargo del brebaje semi frio en la losa y acomodé mi bufanda roja mientras suspiraba. No abrí los ojos, porque me gustaba esa sensación de letargo.

Cuando por fin pensé que era hora de regresar a la soledad de mi apartamento, me encontré directamente con unos ojos cálidos y chocolate que me miraban. Fue quedarme allí mismo, sentada, atrapada. Idiotizada.  Regresé mi mirada como tímida hacia la mesa, dónde reposaba un cuaderno de notas azul y un pequeño bolígrafo.

 

“Le brincó el corazón; aunque no sería el primero en reconocer que aquello realmente estaba pasando. Tendría que estar loco para reconocerlo en voz alta; la observó a la distancia mientras ella vacilaba en el siguiente movimiento que iba a orquestar, su vestido vaporoso bailaba la danza que marcaban sus caderas al caminar, y pensó que estaba loco porque sin conocerla, la recordaba de alguna parte.”

Terminada la tarea, levanté mis cosas y pasé por la mesa de aquel tipo de ojos inspiradores, me había ayudado a encontrar un punto de partida en un texto que había creído olvidado. Sonreí en cuando pagué  y mi sentimentalismo introvertido no me permitió darle las gracias, así que en compensación le dejé mi paraguas, para que sus libros no se estropearan con la lluvia cuando tuviera que salir.  

Lo recuerdo porque fue jueves, como hoy, como todos los jueves del que siguieron.

Todos los jueves, como médico que te da la medicina,  él entraba en el mismo café, con la misma gabardina negra, con la misma cantidad de libros y… con mi paraguas negro. Al inicio, cuando le dejé el recuerdo del paraguas pensé que no lo volvería a ver más, pensé que había sido casualidad que nos topáramos justo ese día en ese café.

El segundo jueves que lo encontré allí, fuera granizaba, y su ritual fue el mismo, excepto por la lucha con el paraguas. Todo muy absurdo para ser real.

Se sentó en la misma mesa de la semana anterior y se puso a ojear las páginas amarillentas de sus textos. Y yo, allí, sentada a solo dos mesas suyas, esperé en vano que se acercara para agradecer el paraguas o para devolverlo con la misma sutileza con la que yo lo había dejado la semana anterior, pero no pasó.

Esta vez, con el granizo fuera, no pensé en rostros llorosos o amores perdidos e inolvidables, ni en enfermedades u operaciones riesgosas. Esta vez, pensé en lo divertido de hacer muñecos de nieve. En la sensación de la nieve gélida bajo tu espalda, con ese frío que penetra cuanta capa de ropa tengas encima y en la sensación térmica de tu cuerpo intentando derretirla. En mi cabeza escuché la risa de mi sobrina de cinco años, observé a la mayor haciendo bolas de nieve y lanzándoselas a su madre. Sonreí.

Abrí los ojos para encontrarme de nuevo con esos ojos chocolate frente a mí. Fruncí un poco el ceño y creo que volví a sonrojarme como la semana anterior; pero esta vez, al salir, no dejé mi paraguas, ni mi número telefónico en una servilleta debajo del azucarero.

El tercer encuentro fue curioso, no hubo tercer encuentro. Llegué mucho más tarde de lo habitual  y cuando llegué al café, él ya estaba allí. Sonreí al entrar mientras pedía el mismo café de siempre, en la misma mesa de siempre.

Minutos después él se fue.

Eso hizo que mi curiosidad se elevara hasta el penhouse  más alto del planeta y muchas preguntas rondaron mi cabeza esa misma noche ¿se había dado cuenta que llegué tarde? ¿Le había molestado? Quiero decir, ni siquiera había esperado a que terminara de sentarme y él se había ido. ¿Necesitaba llegar a algún sitio con tiempo? ¿Por qué siempre llevaba los mismos libros? ¿Por qué nunca podía verles las tapas? ¿Le gustaba tanto esa cafetería como a mí? ¿Por qué solía observarme cada vez que intentaba dar con la siguiente historia que mis letras iban a contar?

Muchas preguntas rondaban mi cabeza y las respuestas no eran más que gitanas en las tierras de mi mente. No dormí demasiado esa noche, ni tampoco la siguiente. Me prometí que el siguiente jueves llegaría más temprano y que  prestaría mayor atención para ver si podía atrapar las respuestas como los niños las mariposas en primavera.

Unas cuantas semanas después ya había recopilado un poco de información sobre él. Llegaba exactamente a las seis con treinta y seis minutos. Lo que equivalía a veinte minutos después que yo arribara. Siempre tomaba el mismo café negro. Tendría que estudiar medicina u obstetricia o enfermería o algo que tuviera que ver con la rama de la salud, decidí. Lo tendría que hacer porque algunos de sus libros eran sobre anatomía humana y no quería creer que era un psicópata o un asesino en serie que intentaba convertir a este pobre intento de escritora en su siguiente víctima.

Era un pensamiento demasiado retorcido, hasta para mí.

También supe que no era un hombre casado, y que en casi la hora que generalmente estaba allí, conmigo, nunca su teléfono móvil sonaba o si quiera vibraba, y eso denotaba que no salía con nadie. O quizá sí.

Esto de diagnosticar nunca fue lo mío. Nunca sigo las señales por más claras que sean y siempre observo más lo que quiero ver o a veces menos, que lo que pasa en realidad. Idealista, quizá; tonta, otro tanto.

Llámalo astucia de escritora si quieres, pero con el tiempo para mí era como si todos los jueves tuviéramos  una cita pendiente. Siempre a la misma hora, siempre en el mismo lugar, siempre en silencio y separados por más de una mesa. Siempre con una charla de miradas que no tenía fin.

No recuerdo la cantidad de veces que lo idealicé en el papel. Pensando, absurdamente,  si el sonido de su voz sería tan cálido como sus ojos, o quizá por el contrario, tuviera una voz bohemia o quizá demasiado suave. Las páginas se me pasaban en divagaciones, en castillos de naipes con bases de arena, en connotaciones que mi mente quería adjudicarle sin saber si era realmente merecedor a tanta virtud o defecto junto.

Esa misma noche luego de nuestro ritual, de él observándome mientras tenía un proceso creativo o mientras agregaba algunas líneas a mis textos, escuché su voz. Respondió a mí «buenas noches» con una despedida igual. Salí sonriendo, esperando con ansias el siguiente jueves. Dejando el misterio del paraguas y del buenas noches  sin resolver. Esperando avanzar un poco más la próxima vez.

Y en la próxima cita  no lo encontré.

Estuve  allí, en el café del centro, esperando por tres horas. Dos más de las que usualmente me quedo para saber si pasaría y no lo hizo.  Esa noche y la mañana que siguió pensé que tal vez estuviera enfermo o de viaje. O enfermo y de viaje.

Ese viernes  me dije que estaría bien, que estaba siendo paranoica y me pasé por el café; pero no era nuestro día. No era jueves.

El sábado se me ocurrió otra teoría: quizá si tenía novia y lo hubiera descubierto entrando al café para su cita semanal con la chica de la bufanda roja. Cosa que marqué como absurda.

El domingo, la curiosidad ya me había tenido en vela dos días seguidos y miraba al techo mientras jugaba con una pequeña pelota antiéstres.  

El lunes por la mañana hice la cosa más estúpida que he hecho en años. Di una pequeña excursión por la facultad de medicina. Quedaba frente a la mía y  si usaba un camino diferente, hasta podía considerarse que estuviera dentro de mi ruta, aunque mis compañeros se sorprendieron que quisiera ir por allí. Que quisiera ir a medicina y que quisiera que me acompañaran. ¿De qué sirven los amigos si no van a apoyarte justo en ese momento?

Creo que siempre me lo preguntaré; aunque no les expliqué qué estaba buscando exactamente. ¿Cómo le explicabas a alguien que estabas detrás de  un tipo que habías visto solo los jueves de los últimos tres meses y que luego de la primera palabra que cruzas (indirectamente hablando)  no volvió a aparecer?

Absurdo.

Es la tercera o cuarta vez que uso la palabra y vaya que como vamos avanzando me parece más y más tonta la situación.

El siguiente jueves, la molesta fui yo. Le vi llegar, pagué mi cuenta y salí del café sin volverme a observarlo ni siquiera por el rabillo del ojo. Tres cuadras más allá me sentí estúpida. Estaba enojada con alguien a quien ni siquiera conocía.

Una ambulancia sonó a mi espalda y pensé que los psiquiatras ya habían venido por mí. Vamos, sin camisa de fuerza que yo puedo subir sola. No, violenta no soy; salvo casos extraordinarios.

Sintiéndome estúpida sin remedio tuve que estar una semana para reivindicar mi error. Esperé allí, pacientemente, sintiendo que no tenía derecho a enojarme con él. Me llevé el libro que llevaba leyendo esa semana y me senté en el café.

Leyendo y esperándole. 

No pude evitar una reacción típicamente humana y lloré. Lloré por el sentimiento que me transmitió el libro, por esa desesperación que sentía nacer en mi pecho y por esa desolación que crecía en mi estómago como un agujero negro que intentaba devorar todo a su paso. Sentía el mismo dolor que el personaje, las mismas ansias de aquellos que no puedes tener, de tener que dejar lo que más amas.

Pensé en mi padre, él que nunca quiso que fuera estudiante de literatura. En mi madre, que me libró de cuanto problema pudo y lloré.

El cielo se partió en mis ojos y dejé que mis lágrimas cayeran, que anidaran en mis párpados intentando que no pudiera seguir leyendo. Y luché contra eso, seguí leyendo aunque sentía que el corazón no me daría más, que de repente iba a explotar en mil pedazos.

Una daga perforó mi pecho, el caballero del destino por fin me había encontrado para reclamarme todas las lágrimas que no había derramado. Esa historia me remontó años atrás. Analizando una pérdida por otra. Una madre doble en vez de un padre. Una añoranza cancina, un dolor latente, un mal que pensaba que había pasado, pero no.

Presa de los sentimientos, levanté el rostro del libro, intentando darme un espacio entre golpe y golpe. Abrí y cerré dos o tres veces los ojos, cada vez más cubiertos de lágrimas. Cada vez con la caja de pandora de mi corazón desatado.

Y él estaba allí. Sentado una mesa más allá, observándome. Angustiado.

No pude terminar de leer el libro por el peso emocional que  había caído repentinamente sobre mis hombros. Solo me quedé allí, observándolo. Y tal vez, solo tal vez, pensando que Jan Olav tenía razón.

Pronto me sentí desnuda ante esos ojos que me observaban con inquietud. No había planeado que esa cita de la que ya he perdido el número fuera así. No quería mostrar mi parte más débil; pero sentí que el universo era demasiado pequeño para la inmensidad de una mirada que se encuentra con otra sin intención de perderse en el tiempo.

Lo aprendí primero teóricamente y luego allí, en ese café, comprendí y complete el curso con el nivel práctico intensivo. Contaba los latidos de mi corazón y los registraba con sus respectivas variaciones de frecuencia. Atenta.

Aún con lágrimas en los ojos, comprendí que aquella mirada intentaba decirme algo. Sentí miedo.

Diablos, odiaba a mi acupunturista por hacerme con el conocimiento de que soy muy perceptiva, que soy muy sentimental.  

Odiaba tener que recordarla así, como un alegre ruiseñor en solo un segundo de eternidad. Odiaba que él me estuviera observando y quitando los últimos vestigios de harapos que tenía encima.  No, eso no.

 Recogí mis cosas  para salir despavorida del café. Pagué la cuenta y al voltear él estaba de pie y nos chocamos. Volcamos los chichirimicos que llevábamos en las manos. Vamos, ya para ese momento me sentía lo suficientemente humillada como para cometer  cualquier otro evento. Recogí mis cosas con rezagos de lágrimas en mis ojos.

«¿Estás bien?» dijo, buscando la misma mirada que intentaba fervientemente ocultar. Con sus ojos chocolate desnudó mi cabeza en silencio. Yo asentí, comprendiendo que necesitaba responderle de alguna manera. Recogí mi cuaderno azul y sin decir nada más salí casi al trote.

Esa noche no dormí. Esa noche puse un disco de Bryan Adams y lloré.

 Hacía años que no me sentía así, pero todas aquellas similitudes con la historia mantenían  mi cabeza aún en estado de mareo. El libro que con tanto gusto había comenzado a leer levantó sentimientos ocultos.

Bebí el brebaje oscuro de la taza y  aquí estoy de nuevo, observando a la gente pasar por la ventana una semana después.

Mi pie demostraba el nerviosismo que sentía con un ritmo rápido. No sabía si él entraría  como todos los jueves o le había asustado mi actitud anterior. Me mordí los labios, esperando… absurdamente desesperada. Cuando decidí que ya no llegaría, la puerta se abrió. Él entró y sonrió. Le devolví la sonrisa contrariada y  bajé mi cabeza hacia mi café.

Ocupó su silla, la de siempre.

Mi corazón palpitó y un sentimiento de tranquilidad me invadió.

Saqué un bolígrafo, dispuesta a seguir con mi historia, dispuesta a olvidar lo que había pasado hacía una semana. No había abierto ese cuaderno en días y era hora de retomar todo donde lo había dejado.

Me llevé una sorpresa.

En el cuaderno dónde generalmente había letras, ahora había gráficos. Dibujos estilizados, retratos. Comencé a ojearlo mientras fruncía el ceño. Pasé por aves, paisajes pintados en lápices de colores y con plumas azules.

Como avanzaba me di cuenta, irremediablemente, que ese cuaderno no era el mío; pero la curiosidad pudo más y seguí observando. Vi un rostro conocido para mí, tenía los ojos cerrados y  su cuerpo se orientaba a un lugar particular. Su rostro estaba en calma.

La siguiente hoja era otro retrato, perfiles. Pero el último fue el que más golpeó mi corazón. En ese había una muchacha sentada, ocupando una mesa de una cafetería, con una aún humeante taza sobre el mantel blanco. La muchacha tenía un libro en las manos. Sus labios estaban aprisionados por sus dientes y un río corría por sus mejillas. La tristeza de las expresiones del dibujo caló en mí. Allí pude leer: ¿Qué tiene la chica del café? ¿Por qué llora?

Los músculos de mi cuerpo se detuvieron y toda la concentración de sangre fue a dar a mi corazón. Comencé a balbucear…

«Creo que tienes algo que me pertenece» dijo. Levanté la vista y encontré al objeto de estudio de mis últimos tres meses parado delante de mí. «Y creo que esto es tuyo»

Mi cuaderno azul. Aquel en el estaban todos mis pensamientos, mis historias.

«Sí» murmuré

No esperó a que le invitara a sentarse. Su taza de café descansaba en sus manos y la dejó en la mesa, en mi mesa. Luego ocupó el lugar al frente mío.

«Nunca había leído una descripción tan vívida de alguien» comentó, moviendo el cuaderno y dejándolo delante de mis manos. «Creo que conozco al tipo»

Y lo conocía. Era él mismo.

«Te agradecería que dejáramos de tener estas citas furtivas todos los jueves. ¿Puedo invitarte un café?»

Asentí, mientras pensaba que aquel era un muy buen inicio.

Continue Reading

You'll Also Like

937K 48.6K 45
Desde el momento que subรญ al tren del expreso de Hogwarts y choque con Draco y Blaise mi vida no volviรณ a ser la misma. Mรกs cuando el sombrero selecc...
19.7M 1.3M 122
Trilogรญa Bestia. {01} Fantasรญa y Romance. El amor lo ayudarรก a descubrir quiรฉn es en realidad y su pasado harรก reales sus peores miedos. ยฟPodrรก ell...
113K 8.4K 22
Escucho pasos detrรกs de mรญ y corro como nunca. -ยกDรฉjenme! -les grito desesperada mientras me siguen. -Tienes que quedarte aquรญ, Iris. ยกPerteneces a e...
310K 12.7K 41
ยฟComo algo que era incorrecto, algo que estaba mal podรญa sentirse tan bien? sabรญamos que era un error, pero no podรญamos estar sin el otro, no podรญamo...