Las reglas del destino (EN ED...

De ACoronado

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A sus 85 años, la demencia senil lo ha sumergido en las páginas. Las palabras de un viejo libro lo atormentan... Mais

"Mi historia, su historia y nuestro destino"
Premios y reconocimientos
Personajes
Soneto 116
Prefacio
PRIMERA PARTE: Un amor de verano
Capítulo 1: Un pasado en presente
Capítulo 2: Regla número cuatro
Capítulo 3: La mesera
Capítulo 4: El intruso
Capítulo 5: Una movida peligrosa
Capítulo 6: La nueva melodía
Capítulo 7: Un pequeño romance
SEGUNDA PARTE: La vida real
Capítulo 8: Repercusiones
Capítulo 9: Ausencia
Capítulo 10: Conocí a una chica
Capítulo 11: Lejos de casa

Capítulo 12: Rompiendo las reglas

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De ACoronado

Tomé de entre la canasta una de las pastillas de los frascos y me las pasé sin agua. Después tomé un sándwich y lo volví a dejar donde mismo. A lo lejos Amanda estiró su mano para saludar y respondí de la misma manera. Hacía frío. El aire me irritaba la piel y me hería.

Mi corazón sintió un dolor punzante y me dolió cada centímetro del pecho. Hojeé las páginas y cerré el libro con fuerza. Me pregunté si el dolor era físico o emocional, pero no supe reconocer la respuesta, ya que dolía en ambas formas. Respiré profundo y me concentré en hacerlo bien. Cerré los ojos por unos segundos y tuve la sensación de quedarme dormido, de viajar entre épocas y perder lo poco que tenía. Pero al abrirlos, seguía allí: viejo y sin fuerza.

Pasé ese fin de semana bajo las sábanas, tratando de encontrar una respuesta. Quería salir, hablar con él y decirle que no podía con su presencia. Pero algo dentro de mí no me lo permitía. Tal vez quería tenerlo cerca, porque en aquellos últimos dos meses mi cuerpo no se sintió tan vivo sino hasta volver a verlo.

—Y si ese chico te gusta, ¿por qué no sales con él? En algún momento debe regresar a su hogar —dijo Dina del otro lado de la mesa—. A menos que no te guste tanto.

Me había sentado con ella y le había pedido escucharme sin interrumpirme, porque sabía que odiaría que el chico del verano hubiera regresado.

—No es eso —mencioné encontrando las palabras adecuadas para que ella pudiera comprenderme—. Es que rompería tantas reglas.

Puso las palmas sobre la mesa y me miró fijamente. Tenía claro que Dina creía que las reglas del destino eran un invento mío para evadir mi realidad, pero ella no estaba lista para descubrir su verdadero significado. Respiró profundamente y se mojó los labios.

—Dime, ¿qué reglas romperías al salir con ese niño?

—La regla número dieciocho: sé tu propia felicidad; no quiero que mi bienestar dependa de él, y siento que desde que lo conocí me estoy fragmentando —expliqué con cuidado—. Regla número catorce: cumple tus promesas; me prometí que no le haría esto a nadie —continué—. Regla número nueve: realiza tus metas...

—Corazón, no creo que tratar de ser feliz signifique romper tus reglas. Puedes salir con él el tiempo que tenga que durar: quizás sean solo unos meses o incluso unos años, y eso no tiene por qué ser malo. Tal vez ese chico solo quiera divertirse el resto del año antes de volver a la escuela, no lo sé. Pero ¿qué es lo que quieres tú?

—No quiero hacerle esto. Me duele pensar en herirlo.

Tomó mi mano y me regaló una mirada que me dio paz: me miró como mamá. Me explicó tantas cosas sobre el amor y el tiempo que mi cerebro se rehusó a escuchar, porque ella no entendía lo que significaba vivir en mi cuerpo. Y después de un rato, cuando creyó haberme convencido, se levantó, me dio un beso en la frente y preparó chocolate caliente para las dos.

Pasé toda esa semana evitándolo: iba y volvía de la escuela con Dina y me quedaba en casa todo el día. Lo vi un par de veces fuera de la escuela sentado en alguna banca, buscándome con la mirada, y otras veces, cuando Dina me llevaba al asilo de ancianos, lo vi recargado en un auto clásico negro. Y aunque quise que me contara de dónde había salido el auto, qué había pasado con su padre o si se había decidido a entrar a la universidad, no tuve el valor de acercarme a él. Me dolió verlo esperarme sin tener resultados, porque sabía lo mucho que dolía esperar a alguien que no quiere verte.

Había pasado las últimas treinta horas en un autobús, y en ese tiempo solo pensé en el error que estaba cometiendo al volver, pero sabía que me arrepentiría toda la vida si no lo intentaba. Con la cabeza recargada en la ventanilla, mirando cambiar el paisaje frente a mis ojos, pensé en lo que le diría al verla, practiqué durante tantas horas las líneas que memoricé cada futuro movimiento de mi cuerpo. Pero al tenerla frente a mí mi mente colapsó.

Los siguientes días, solo vagué entre la escuela y la cafetería tratando de encontrarla, pero no había rastro de su existencia. No sabía qué hacer. Me sentía como un estúpido y me dolía su rechazo. No comprendía qué pasaba. Temía que el verano no hubiera significado lo mismo para ella. Comenzaba a creer que ella no sentía lo mismo que yo.

La tarde del sábado, 13 de noviembre, estaba a punto de darme por vencido. Me había estacionado fuera del Café tres chicos y pensaba irme esa noche. Estaba cansado de buscarla, de esperar a que quisiera verme. Vi a un par de chicos entrar a la cafetería y me sentí ridículo al tratar de encontrarla entre ellos. Salí para encender un cigarrillo, miré las abolladuras en el auto de mi padre y me pregunté cuántos años tendría en la cochera de los Skaders. Me senté sobre el cofre y saludé con la mano a Andrea, que al verme entró rápido a la cafetería sin responder a mi saludo. Me sentí como un acosador y me apenó mi situación.

Volví dentro del auto, convencido en volver; encendí el motor y, antes de poder mover cualquier otra palanca, la puerta del copiloto se abrió y Sandy entró sin verme a la cara. La miré boquiabierto y no supe qué decir, de nuevo, por lo que nos acompañó un silencio largo e incómodo. Tragué saliva y puse las manos en el volante.

—Lo siento... —dijo después de un rato.

—Sandy, realmente no sé qué es lo que pasa...

El silencio regresó a nosotros y nos dedicamos por tanto tiempo a mirar cómo entraba y salía la gente de la cafetería, que empecé a sentir que las palabras se atoraban en mi garganta. Pero entonces, al ver sus manos, me di cuenta de que estaba temblando.

—¿Dónde te estás quedando? —preguntó sin verme—. Te busqué en los departamentos, pero no pude encontrarte.

—En casa de Jared, sus papás son amigos de los míos, así que...

—¿Podemos ir a otro lado? —interrumpió y volteó a verme por primera vez.

—Claro.

Conduje durante un par de minutos buscando un lugar tranquilo, donde el ruido no fuera un problema y el silencio no nos incomodara. Me aproximé al lago hasta encontrar un espacio lejos de aquel muelle y cerca de casa de Dina. A lo lejos las luces comenzaban a encenderse y podía escuchar música viniendo de alguna casa. Sandy bajó del auto y yo me quedé con las manos sobre el volante sin saber qué hacer para romper todo ese horror que parecía haberse acumulado dentro de nosotros.

—Mira... —exclamó al verme salir del auto—. Sé que esto es extraño...

Me acerqué tanto a ella para escucharla hablar que no pude darme cuenta en qué momento mi mano encontró su rostro y en qué instante fue que avancé tanto.

—No puedo hablar si haces eso...

—¿Hacer qué? —pregunté.

—Dean... Cometí un error al aceptar que entraras en mi vida hace cinco meses...

Di un paso hacia atrás y quité mi mano de su rostro. No dije nada, porque si realmente pensaba eso, nada podría convencerla de lo contrario. Pensé que en algún momento diría el clásico "no eres tú, soy yo", pero no estaba listo para escucharlo, porque sus ojos me veían de otra manera, como pidiendo que me quedara.

—¿Estás segura de eso? —mencioné después de unos segundos—. ¿De verdad quieres que me vaya?

Guardó silencio y apretó los labios con enfado. Sus labios temblaban por el frío, igual que sus manos. Parecía asustada, muy asustada, y comenzaba a temer que yo era el culpable. No sabía si estaba triste, cansada o molesta, su rostro era un manojo de emociones y yo era muy malo descifrándolas.

Se acercó a mí y recargó su cabeza en mi pecho; escuché su respiración agitada y sentí que en mi garganta se formó un nudo, un nudo que me hizo enmudecer y me impidió gritar, porque no entendía nada y era lo único que sabía hacer. Estaba perdido. Ella hacía que me perdiera.

—¿Por qué me haces esto? —preguntó alejándose de nuevo.

—¿Qué es lo que te hago? —refunfuñé desesperado, deseaba tener todas las respuestas de una vez.

—No entiendes que no quiero hacerte daño —contestó confundiéndome aún más.

La tardé caía a lo lejos y los autos pasaban uno tras uno. Llevaba un suéter verde tejido, pantalones azules y tenis blancos, y solo en ese momento, cuando un auto la iluminó, pude ver lo linda que se veía; llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y sus labios estaban pintados de rosa.

Dio media vuelta y caminó hacia el auto, recargó sus manos sobre el cofre y avancé hacia ella para poder mirarla de frente, pero giró de nuevo para darme la espalda. Traté de tomarla de la mano y hacerla voltear hacia mí, pero me soltó y se alejó un paso. No sabía qué palabras utilizar ni qué hacer. Así que simplemente me quedé allí, miré hacia el cielo y cerré los ojos.

—Lo siento, pero estoy empezando a necesitarte tanto como para permitir que me alejes —dije despacio.

Lo vi venir, como el nudo ahogándome y esa sensación en mi estómago. Allí estaba, tan claro como la sensación de estar muriendo; como ese teclear que describía el instante. Lo sentía en cada célula de mi cuerpo. Quería decirle todo lo que sentía por ella.

Sandy dio un paso hacia atrás esbozó una pequeña sonrisa y después volvió a regalarme ese gesto de dolor. Guardé las manos en las bolsas del pantalón y esperé a que dijera algo.

—No puedes llegar y esperar a que te corresponda solo porque estás confundiendo tus sentimientos por mí —exclamó fuerte y claro—. Entiendo que pasas por un mal momento y tratas de llenar ese vacío, pero no es mi responsabilidad sanar tus heridas. No puedes venir aquí y tratar de cambiar todos mis planes, no puedes...

—No estoy confundido ni estoy transfiriendo de ninguna manera mis traumas hacia ti... —respondí sintiendo que el nudo en mi garganta se volvía más grande—. Y sé que no me eres indiferente... Sé que tus sentimientos hacia mí son los mismos, pero tratas de negarlos.

—¿Cómo puedes saber lo que siento por ti? —preguntó alzando un poco la voz.

—Solo lo sé —dije desesperado—. No puedes verme de esa manera y decir que miento.

Di dos pasos hacia atrás, me llevé las manos a la cabeza y le di la espalda sin saber cómo decir eso que se atoraba en mi pecho. Ella hacía que todo se complicara. Lo único que trataba era de expresarle mis sentimientos, pero se empeñaba en crear un enorme muro entre los dos.

La noche empezaba a caer, el cielo se pintaba de colores y nos abrazaba un escandaloso frío que llegaba sin mesura. Crucé los brazos para darme un poco de calor y giré un par de veces con la intención de despejar la mente, pero en mi cabeza había tantas palabras, tanto qué decir, que no podía hablar. Solo debía decirle la verdad y ya.

—No lo entiendes, debo... necesito decirte algo importante —dije antes de girar para tenerla de frente.

—No tienes por qué hacerlo —dijo interponiendo una mano.

—Sandy, cometí muchos errores al venir aquí, pero no me arrepiento de nada porque todos ellos me llevaron a ti —dije cayendo en clichés.

—No lo digas... —mencionó en voz baja—. Por favor, no lo digas.

Di un paso hacia ella, la tomé de la cintura y pude apreciar el perfume de su cabello. La sentí tan cerca de mí que mis manos temblaron y descubrí que eso era todo lo que había estado necesitando.

—Lamento si crucé la línea, si rompí nuestro acuerdo y ahora me encuentro en un punto sin retorno. —Tragué saliva y tomé aire, estaba nervioso—. Me disculpo si te pongo en una situación incómoda, pero vine aquí con la intención de ser honesto, porque no podría vivir sabiendo que fui tan cobarde como para negarme esta oportunidad contigo.

La vi a los ojos y pasé la vista hacia sus labios. Temblaba, igual que yo. Acaricié su mejilla con mi mano y la dejé allí, reposando en el calor de su rostro. Sentí un escalofrío recorrerme que desapareció cuando su mano acompañó la mía.

—Te necesito en mi vida.

—No sigas, por favor...

—Te amo —expresé sin más, sintiendo todo en cada palabra—. Te amo, te amo, te amo, te amo... No sabes cuánto te amo. Jamás había sido tan honesto, valiente o tonto. Y no, mis sentimientos por ti no tienen nada que ver con mis problemas personales; mis sentimientos por ti me hicieron ver que mis problemas son muy pequeños, porque aceptaría incluso que se acabara el mundo, pero no puedo permitirme un segundo más lejos de ti.

Guardé silencio para que pudiera decir algo, pero solo bajó la mirada y suspiró. Levanté su rostro con mi mano y noté que una lágrima resbalaba por su mejilla. No lo entendía.

—Yo tengo un plan, Dean... —dijo y volvió a guardar silencio.

La noche seguía cayendo y el frío nos obligaba a estar más y más cerca. Respiraba su silencio y sentía que me ahogaba. No podía entender por qué le era tan difícil aceptar lo que sentía por mí, si su mirada me confirmaba que yo no era el único que estaba perdido.

—No puedo estar enamorada de ti —mencionó en voz baja—. Yo tengo un plan —repitió pero parecía no decírmelo a mí.

Su mano temblaba sobre la mía y su corazón latía muy acelerado. La rodeé con los brazos, recargó su cabeza sobre mi pecho y no necesité que dijera más, porque el solo hecho de tenerla a mi lado me era suficiente.

—Necesito decirte algo más —exclamé forzando las palabras a salir de mi boca—. Y necesito hacerlo antes de que digas cualquier cosa.

La tomé con fuerza para grabar la sensación de su cuerpo entre mis brazos y respiré profundo para memorizar el aroma de su perfume. Sabía que después todo podría terminar.

—Me equivoqué, Sandy —dije en voz baja—. Lo lamento. Te mentí...

Pero no pude terminar de decirlo, porque tal vez fue ella o tal vez fui yo, pero uno de los dos hizo que nuestros labios se encontraran. Sus manos me tomaron del rostro y las mías rodearon su cuerpo tan rápido como la intensidad de aquel beso nos lo permitió. Sentí su urgencia por tenerme, que era igual de grande que la mía. Tomé su cuerpo con fuerza para ponerla sobre el cofre del auto y me rodeó con las piernas.

—No sabes cuánto te extrañé —señalé mientras pasaba mi mano por su cabello.

Me tomé un instante para apreciar sus ojos y después puse un beso en cada centímetro de su rostro, pero la euforia de saberla mía me hacía parar nuevamente para observarla, porque había extrañado tanto ese rostro que tenía que verificar que realmente estuviera sucediendo. La besé una y otra vez, y ella respondió cada uno de esos besos con tanta fuerza y entrega que me dolió separar mis labios de los suyos.

—Espera... —dije volviendo a la realidad—. Necesito decirte algo.

Me miró a los ojos y suspiró despacio. Se llevó las manos al rostro y se hizo a un lado para bajar del auto. No la seguí, solo la observé desde ese punto sin mencionar palabra alguna. Recordé quién era y tenía que hacérselo saber.

Avanzó algunos pasos hasta recargarse sobre el cerco que nos mantenía lejos del lago y después giró hacia mí con una extraña sonrisa. Ni siquiera había notado que el cielo estaba completamente oscuro y que el frío me hería la piel.

—Sandy, yo...

—No lo digas —interrumpió.

Guardó silencio y se llevó las manos al rostro, después esbozó una sonrisa y volvió a ese gesto de dolor. Seguí caminando hacia ella y pude ver que lloraba.

—Sandy, mi nomb...

—Dean, tengo Huntington.

Di un paso más, pero me detuvo el horror que reflejaban sus ojos.

—Perdón... yo no sé qué es eso —dije sin poder explicar la expresión de su rostro.

—Es una enfermedad neurodegenerativa —respondió con voz apenas audible—. Es similar al Parkinson, pero muy distinta al mismo tiempo... —decía, pero no podía escucharla—. Las células nerviosas de mi cerebro se degradarán... Voy a dejar de ser esta.

—¿Qué? —pregunté confundido—. No, tú no...

Lo escucharon mis oídos, pero me negué a entender lo que estaba diciendo. Di un paso para poder recargarme en el cerco para evitar caerme. Intenté tragar saliva y me di cuenta de que mi boca estaba completamente seca. No entendía lo que estaba pasando.

—Lo sé desde hace dos años. Papá se obsesionó con la muerte de mamá y me hizo estudios para confirmar que no lo tuviera, pero el destino es... —dijo con un extraño tono de voz—... cruel, imparcial y...

Me quedé congelado y no pude escuchar más. Sentí un horrible chirrido en mis oídos. Todo comenzó a dar vueltas. Algo me lastimó por dentro y cerré los ojos para no pensar en nada, para no verla. Pensé en haberme quedado dormido.

—Los doctores dicen que puede iniciar cuando tenga treinta años o más, pero en mi madre se manifestó apenas llegó a los veinte y creen que...

—Tiene que haber una cura —interrumpí sintiéndome desesperado.

Sacudió la cabeza y después cruzó los brazos. Sentí que algo se rompió dentro de mi pecho, pero traté de ocultarlo para no asustarla.

—Solo hay medicamentos para controlar los síntomas, pero no hay una cura.

—Tiene que haberla. Necesitamos buscar...

—No, Dean —mencionó en voz alta para interrumpirme—. No la hay. No existe una cura, solo hay tratamientos experimentales que no prometen nada. Mis padres buscaron como locos una cura, pero lo único que consiguieron fueron antidepresivos muy fuertes.

Di un paso hacia ella, no obstante, caminó de regreso al auto. Cerré los ojos por unos segundos antes de alcanzarla, pero mis manos seguían tomando con fuerza la madera del cerco. Respiré profundo un par de veces. El nudo en la garganta me indicaba que no podía con eso. Quería gritar y gritar hasta que todo aquello terminara.

—Lo mejor es que regreses a Chicago —mencionó seria.

—¿Qué? No. No pienso dejarte.

Giré para poder verla y caminé hasta donde estaba, pero se alejó al tenerme cerca. Estiré mi mano para alcanzar la suya y se rehusó a tocarme. Su rostro estaba hecho un nudo, igual que el mío, lo que indicaba que estaba por quebrarse.

A lo lejos el viento sonaba con fuerza, parecía burlarse de nosotros.

—No te quiero aquí —dijo palabra por palabra—. Tengo un plan y tú no estás en él.

—No pienso dejarte sola.

—Yo no pedí que regresaras. Yo no te pedí nada.

La tomé de la cintura y la acerqué a mí, pero se hizo a un lado apenas estuvo a unos centímetros de mí. Tomé su rostro con mis manos y volvió a alejarse. No sabía qué decir para que entendiera que no iría a ningún lado.

Mi corazón latía como loco y mis sienes estaban por estallar. El chirrido seguía atormentando mis oídos y aquel frío volvía insoportable solo pensar. Sentía que iba a explotar. Había un extraño tic tac sonando en algún lado. El viento sonaba. Los autos pasaban y nos iluminaban uno a tras otro, tras otro, tras otro. El frío era insoportable. Mi cuerpo dolía. El nudo en la garganta me ahogaba. Tic tac, tic tac. El frío, el aire, algo dolía me provocaba un dolor insoportable. Quería explotar.

—Solo vete —dijo con un hilo de voz.

La miré en silencio y, al no saber qué hacer, caminé hacia el auto. Alguien más manejaba mi cuerpo. Alguien quería alejarme de allí. Quería olvidarme de ella. Quería regresar a esa vida que ya no era mía. Abrí la puerta y encendí el motor y aplasté el acelerador hasta el fondo.

Comencé a gritar como loco, lo hice porque había apostado todo en ella, porque había arriesgado todo lo que tenía por una tonta chica. Grité porque estaba enferma y porque, aún sin quererlo, me había hecho creer en todo. La odié por ocultarlo. La odié por haberme hecho sentir tanto. La odié porque no podía arrancarla de mi cabeza. Lloré por ella y lloré por mí. Lloré porque la amaba y porque sabía que no iba a dejar de hacerlo. Lloré porque de entre todas las mujeres de aquella fiesta había elegido a la única de la que podía enamorarme y sabía que iba a perderla.

Y entonces, con la adrenalina y el horror que embargaba mi cuerpo, entendí por qué quiso que estuviéramos juntos solo por el verano, por qué me alejaba de ella y por qué seguía una serie de reglas que parecían no llevarla a ningún lado. Comprendí que había sido un estúpido y me había negado a aceptar que algo malo pasaba. Ella realmente estaba enferma.

Detuve la velocidad y estacioné el auto en la orilla. Traté de controlarme, pero no podía. Sentía una explosión de emociones que me obligaban a seguir gritando. Golpeé el volante con ambas manos una y otra vez provocando que el claxon sonara y, entonces, cuando no supe qué más hacer, tomé mi celular y marqué un número; lo tomé con mi mano derecha y dejé que sonara.

—Hola, corazón, ¿está todo bien? —escuché la voz de mi madre del otro lado.

Traté de decir algo. Seguí llorando con el celular pegado al rostro. Quise decirle que era un cobarde, que me dolía no ser lo suficientemente fuerte para tolerar lo que pasaba. Deseé mencionar que no tenía el valor para decirle a Sandy la verdad, pero no pude.

—¿Pasó algo, Jason? ¿Estás bien? —preguntó preocupada.

—No puedo, mamá —respondí tratando de controlar el llanto—. No puedo con esto, mamá. —No podía hablar, sacaba las palabras con esfuerzo—. Ella...

—Respira, cariño. Respira y trata de decirme qué está pasando.

Respiré profundo y conté hasta diez, quince o veinte. Mi corazón palpitaba tan fuerte que sentí que saldría por mi oídos, y temblaba tanto que pensé que me desvanecería.

—Ella está enferma, acaba de decírmelo, tiene una enfermedad, no recuerdo... pero es... Ella está enferma, mamá —decía sin poder parar—. ¿Qué puedo hacer? Ella no quiere que me quede. No sé qué debo hacer. Ella está enferma. No sé qué puedo hacer...

—Espera, ¿acaba de decírtelo? —preguntó despacio—. ¿Qué es lo que hiciste cuando te lo dijo?

—Yo no... —dije sin saber qué responder—. Yo me alejé. No pude decirle la verdad.

—Jason, trata de tranquilizarte.

Guardé silencio y asentí desesperado, sin considerar que mi madre no podía ver mi reacción. Abrí los labios, pero la respuesta no salió de ellos.

—Respira, cariño. Respira. Dime qué fue lo que pasó.

Bajé el teléfono para que no pudiera escucharme y grité con fuerza, pero hacerlo no ayudó en nada. Traté de respirar y volví a sujetar el teléfono con ambas manos. Conté hasta diez y ahogué un grito.

—Quiere que me vaya. No quiere que esté aquí.

—Dime, ¿crees que es tiempo de regresar?

—No puedo. Yo de verdad la amo.

—Si de verdad la amas, tienes que ir con ella. ¿Está bien, corazón? Cuelga esta llamada y acompáñala.

—Sí, sí... —asentí continuamente y repetí sin saber realmente qué hacer.

—Te amo.

—Te amo —respondí antes de colgar.

Seguí asintiendo y tratando de respirar. Sentía tanto dolor y furia que no podía moverme. Pero aún con aquel coraje enterrado en el pecho, no podía concebir la vida sin ella, así que giré el auto sabiendo que alejarme era un error.

Conduje tan rápido como pude hasta encontrarla en ese punto. Y ella estaba allí, llorando desconsolada. Me miró llegar y se llevó las manos al rostro, así que la tomé entre mis brazos y la sujeté con fuerza. Sentí su cuerpecito frágil y tembloroso hacerse al mío y comprendí que no quería que me fuera. Me rodeó con sus brazos y lloró con fuerza, igual que yo, que me estaba ahogando.

—Lo siento, lo siento... —dije una y otra vez.

Sandy se aferró a mi cuerpo igual que yo al suyo, temía que pudiera escaparse. Limpié sus lágrimas, pero estas no paraban, y entonces me di cuenta de que eran las mías.

—Lo siento, no volveré a dejarte, lo prometo.

—Tengo miedo, Dean —mencionó entre sollozos.

—Tranquila, todo estará bien.

—Por favor no me dejes. Tengo miedo de mí.

La abracé con fuerza y besé sus manos para calmarla y estuvimos allí hasta que logramos recuperarnos y las lágrimas se secaron sobre sus mejillas. Tuve tanto miedo. Nos sentí danzado sobre una plataforma que se tambaleaba, y en cada paso nos acercábamos más y más a un abismo. Me aterraba estar allí, a su lado, porque sabía que alguno de los dos saldría herido tarde o temprano. Besé sus mejillas e intenté convencernos de que todo estaría bien, pero sabía que no sería así por dos sencillas razones: yo no era Dean y ella estaba enferma.

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