Rodrigo Zacara y el Asedio de...

By victorgayol

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SEGUNDA PARTE DE LA SAGA DE RODRIGO ZACARA -EN PROCESO- LEER PRIMERO "RODRIGO ZACARA Y EL ESPEJO DEL PODER" S... More

Saludos
1. Un despertar ajetreado
2. Garra de Dragón
3. El heredero de Arakaz
4. Asalto a la bandera
5. La poción de la verdad
6. La trampa
8. Tarsin
9. Regreso a la fortaleza
10. Un nuevo ataque

7. La escapada

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By victorgayol

Rodrigo no durmió aquella noche, tratando de idear un plan que le permitiera escapar de la fortaleza sin que se enterara nadie. Tenía que hacerlo por sus amigos y por el resto de la fortaleza, pero ellos nunca lo entenderían. Si lo descubrían intentando escaparse se lo impedirían, le dirían que esperase un poco, que era muy peligroso... Pero él sabía que había llegado el momento. Baldo tenía razón, y había sido el único que se había atrevido a decírselo cara a cara. No había intentado distraerlo ni confundirlo, como hacía Adara. Baldo lo había mirado a los ojos y le había dicho la verdad: él suponía un peligro para todos sus compañeros, y debía abandonar la fortaleza esa misma noche.

Rodrigo barajó sus posibilidades. Salir del dormitorio no sería difícil, y seguramente no encontraría problemas para llegar hasta el patio. El problema era que las puertas de la fortaleza estaban vigiladas día y noche, y no había ninguna otra forma de poner el pie fuera de sus murallas. Pensándolo bien, aunque no estuvieran vigiladas sería completamente imposible abrirlas sin que el ruido de sus engranajes y bisagras despertara a la mitad de los caballeros. Y para terminar de descartar la idea, acababa de darse cuenta de que no tenía ni idea de cómo se abrían esos enormes portones.

Estaba claro. Tenía que aprovechar el momento en que alguien saliera o entrara de la fortaleza para escapar mientras las puertas permanecieran abiertas, pero ¿cómo hacer eso sin ser visto? Tal vez Darion pudiera ayudarle con alguna ilusión que distrajera a los caballeros, pero no quería pedirle ayuda. Su amigo nunca aprobaría su plan.

Tenía que hacerlo, se repetía a sí mismo una y otra vez. No podía pasar ni un día más en la fortaleza, poniendo en peligro a sus amigos, eso lo tenía muy claro. Tenía que salir y buscar la forma de volver a casa. Tal vez así todo volvería a ser como antes. Tal vez así Arakaz dejaría de raptar bebés por su culpa.

¡Claro! —pensó—. ¡Los bebés! ¡Ahí está mi oportunidad!

Acababa de recordarlo. A las seis de la mañana Aldair, Porwena, Iradis y Garek iban a salir de nuevo en busca de bebés a los que rescatar. Nunca tendría otra oportunidad como esa de salir de la fortaleza sin que nadie se diese cuenta. Se metería en uno de los barriles vacíos que llevaban en los carros y esperaría hasta que lo llevaran lejos de la fortaleza. Luego ya podría salir del barril aprovechando cualquier descuido de los caballeros. Ellos nunca llegarían a darse cuenta.

Sin pensárselo dos veces Rodrigo bajó de la litera y buscó a tientas su ropa y sus botas, procurando no hacer ruido. Cuando por fin encontró su bota izquierda debajo de la cama de Óliver, éste se removió sobre su colchón.

—¿Qué haces, Rodri? —le preguntó con voz adormecida.

—Me voy a cazar avutardas nocturnas —dijo Rodrigo, sabiendo que su amigo estaba más dormido que otra cosa—. Tú espérame aquí.

—Ah, vale —respondió Óliver, volviendo a meter la cabeza bajo las mantas.

Rodrigo salió del dormitorio y se metió al baño para ponerse la ropa y las botas. Luego se dirigió sigilosamente hacia la escalera y con mucho cuidado de no hacer ruido fue descendiendo escalones hasta llegar a la planta baja. Tal como esperaba, la puerta de acceso al patio estaba cerrada, pero no le costó mucho salir por una ventana del cuarto de la limpieza.

A partir de este momento debía ser más cauteloso que nunca, porque aunque no podía verlos, él sabía que siempre había dos caballeros haciendo guardia en las torres que flanqueaban la entrada de la fortaleza. Por suerte la noche era muy oscura, pues la luna no era más que un fino arco blanquecino. Esto le permitiría no ser visto por los vigilantes en su camino hacia los carromatos, pero también hacía difícil la tarea de buscarlos. Afortunadamente los encontró enseguida en el lugar donde imaginaba que estarían: al lado de los establos.

Rodrigo se acercó al primer carro y observó que la parte trasera estaba ocupada por tres barriles de madera. Sin duda estarían vacíos y preparados para esconder bebés, pero si se metía dentro de un barril luego no podría volver a taparlo desde dentro. Por suerte, detrás de los barriles había un par de grandes arcones, que seguramente le resultarían más cómodos y podría cerrarlos después de haberse escondido en su interior. Sin pensárselo dos veces se acercó al carro por el lateral y trepó apoyándose sobre el centro de la rueda. Luego se acercó a uno de los arcones y buscó la forma de abrirlo, pero justo entonces algo le rozó la pierna. Esto le provocó tal susto que cayó de espaldas, armando un buen estruendo. Rodrigo se maldijo a sí mismo por su cobardía. No era más que un gato cazando ratones, pero como él había estado a punto de aplastarlo se había asustado y había salido despavorido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó uno de los vigilantes de la puerta.

Rodrigo comprendió que había metido la pata hasta el fondo. El caballero estaba descendiendo la torre y en menos de un minuto se acercaría al carro para comprobar el origen de ese ruido. En un intento desesperado de poder salvar su plan, Rodrigo cogió el ratón malherido que el gato había dejado y lo lanzó fuera del carro, confiando en que el felino volviera a por su presa. Inmediatamente abrió un arcón, se tumbó en su interior y lo cerró procurando no hacer ruido. Unos instantes después oyó los pasos del caballero a escasos metros del carro.

—¡Tizón! —dijo el caballero, que por su voz parecía ser Harim—. ¿Has armado todo este jaleo por un ratón? Pensé que eras más sigiloso.

Rodrigo esperó en absoluto silencio, conteniendo la respiración, hasta que volvió a oír los pasos del caballero que se alejaban. Entonces se movió un poco, lo justo para ponerse cómodo. Nunca llegó a saber cuánto tiempo pasó esperando dentro del baúl a que el carromato se pusiera en marcha, porque enseguida se quedó dormido. De hecho fue el traqueteo de las ruedas de madera y el golpeteo de cascos de los caballos lo que hizo que volviera a ser consciente de dónde se encontraba y cuál era su plan. Todavía estaba recordando todo lo sucedido cuando escuchó el retumbar de los portones al cerrarse tras el carro. Lo había conseguido.

La euforia que sentía por el éxito de su plan poco a poco fue apagándose según iba pasando el tiempo. Sentía en sus riñones cada piedra del camino, casi con tanta claridad como si lo llevaran a rastras por el suelo. Tenía que poner el brazo bajo la cabeza para que ésta no le rebotara sobre el fondo del baúl, pero el brazo se le estaba empezando a dormir. Por si fuera poco, el sol también debía de haberse confabulado contra él y había decidido que sería una buena idea adelantar el verano al mes de abril. Finalmente, para rematar su cúmulo de desgracias, sentía tanta hambre como si llevara varios días sin comer, hasta tal punto que empezaba a temer que los caballeros lo descubrirían por los rugidos de su estómago. Estaba empezando a darse cuenta de lo complicada que era su situación, y se preguntaba cuánto tiempo tardaría en encontrar una oportunidad para salir del arcón y escapar sin que los caballeros se diesen cuenta. En la fortaleza seguramente ya estarían buscándole, y pronto sospecharían que podría haber escapado escondido en uno de los carromatos.

—¿Os habéis enterado de lo de Rodrigo?

El muchacho se sobresaltó al escuchar su propio nombre y arrimó bien la oreja a la pared del arcón. Era la dama Porwena la que hablaba.

—Nos lo ha contado Adara —confirmó el caballero Aldair—, pero dice que no debemos preocuparnos. Lo más probable es que el muchacho esté equivocado.

—Pues ojalá no lo estuviera —objetó Porwena.

—¿Por qué dices eso? —se extrañó Aldair.

—Por lo que dice la profecía: Si cae el emperador maldito, su heredero le va a suceder... Está claro que para que se cumpla la primera parte, tiene que ser posible la segunda. Es decir, que Arakaz nunca será vencido mientras no exista un heredero que pueda sucederle en el trono.

—¿Y de qué nos serviría eso? —preguntó Aldair.

—Nadie dice que tenga que ser igual que su antecesor —respondió Porwena—. En cualquier caso, siempre sería mejor que seguir eternamente bajo la tiranía de Arakaz.

—Mira —interrumpió Aldair—. Nos acercamos a una hacienda.

—Pues a ver si esta vez tenemos más suerte —comentó Porwena—. ¿Qué haremos si tienen algún bebé?

—De momento nada —respondió Aldair—. Les pediremos alojamiento y esperaremos a que lleguen los hurgos.

Los dos caballeros se quedaron en silencio, dejando que sólo se oyera el rítmico paso de los caballos. Al cabo de un rato el ruido de cascos también cesó, al tiempo que el carro se detenía con una pequeña sacudida.

—¿Pero qué ha pasado aquí?

La voz de la dama Iradis, que llegaba desde el otro carro, tenía cierto tono de alarma.

—Parece todo arrasado —respondió Aldair—. Vamos a echar un vistazo.

Rodrigo aguardó en silencio hasta que un chirrido de bisagras le indicó que los caballeros habían entrado en la hacienda. Entonces abrió el arcón lentamente y asomó la cabeza, comprobando que ninguno de ellos había quedado al cuidado de los carros. Sin perder ni un momento saltó al camino y se escondió entre los árboles, a poca distancia de la entrada de la hacienda. Tenía curiosidad por saber qué había ocurrido en ese lugar, y no tardó mucho en averiguarlo. Los cuatro caballeros enseguida volvieron a salir con el desánimo reflejado en sus rostros.

—No lo entiendo —decía Iradis—. ¿Por qué han tenido que destrozarlo todo? ¿Se habrían negado a entregar a sus bebés?

—Eso no es posible —respondió Garek—. Están sometidos al juramento. Aunque quisieran, no podrían oponerse a la voluntad del emperador.

—¿Entonces por qué lo han hecho? —insistió Iradis.

—Son salvajes —concluyó Garek, subiendo de nuevo al carro—. Disfrutan con la sangre y la destrucción. Seguramente lo hicieron sólo para divertirse.

—Pues no perdamos más tiempo —dijo la dama Porwena, cogiendo las riendas del otro carro—. Tal vez podamos evitarlo la próxima vez.

Rodrigo permaneció quieto, agazapado mientras observaba los dos carros alejándose por el camino. Pero cuando por fin desaparecieron de su vista se dio cuenta de que estaba completamente solo, perdido en un reino desconocido y sin tener la más remota idea de a dónde ir.

Enseguida perdió la cuenta del tiempo que llevaba allí escondido, sin atreverse a salir de detrás de los arbustos. Sabía que en el momento que lo hiciera ya no habría vuelta atrás. Estaría condenado a deambular sin un rumbo fijo y lo más probable es que terminara prisionero de una tropa de hurgos. El miedo y la indecisión le paralizaban los músculos. Tenía que tomar una decisión, y en realidad se trataba de una muy simple: seguir el camino en la misma dirección que que habían tomado los caballeros con sus carros, o elegir justo la contraria. Si optaba por la primera idea, corría el riesgo de encontrarse con ellos cuando dieran media vuelta, y estaba seguro de que no le permitirían continuar su viaje en solitario. Por otra parte, si elegía la opción contraria corría el riesgo de volver a la fortaleza de Gárador sin darse cuenta. En realidad había una tercera opción, pero le resultaba demasiado aterradora como para tan siquiera planteársela: abandonar el camino e internarse en el bosque sin un rumbo fijo.

Todavía seguía dándole vueltas a este dilema cuando un sonido interrumpió sus pensamientos. Era una especie de chirrido que procedía del interior de la devastada hacienda. Al principio pensó que se trataba de los goznes de una puerta vieja y oxidada, pero al ver que el sonido no cesaba comprendió que debía de tratarse de otra cosa. En cualquier caso decidió que lo mejor sería alejarse de allí cuanto antes, pero en cuanto se puso de pie sus oídos pudieron percibir mejor el sonido procedente de la hacienda.

No había ninguna duda. Era el llanto de un bebé.

Rodrigo se quedó paralizado por un momento, pero enseguida comprendió que tenía que hacer algo. Allí dentro, en medio de toda esa maraña de escombros y cenizas, había un bebé que necesitaba ayuda, y solamente él estaba allí para dársela. Sin pensárselo dos veces se encaminó hacia el portón astillado y desencajado que antaño había protegido la hacienda. En cuanto sus pies atravesaron el umbral, el llanto del bebé se empezó a distinguir más claramente, ayudándole a buscar en la dirección correcta. Caminó entre lo que parecían establos y graneros, aunque ahora no eran mucho más que montones de piedra y madera quemada.

El llanto se oía alto y claro. No podía estar muy lejos.

Rodrigo avanzó un poco más y se dio cuenta de que el sonido se amortiguaba, por lo que se dio la vuelta y miró a su alrededor. Entonces retrocedió unos pasos y volvió a oír el llanto como si el bebé estuviera a escasos metros, pero no conseguía verlo. Esto lo desconcertó durante algunos segundos hasta que por fin se dio cuenta.

El llanto provenía de un pozo que tenía a su izquierda.

Rodrigo se apresuró a asomarse al borde del pozo, pero estaba muy oscuro y no se distinguía nada. Entonces, siguiendo una corazonada, tiró de la cuerda que colgaba de una polea y que se sumergía en la negrura. Notó que pesaba bastante y por un momento albergó la esperanza de que en el otro extremo de la cuerda aparecería el bebé envuelto en una manta, pero en realidad lo que sacó fue un cubo lleno de agua. Entonces, sin pensárselo dos veces desató el cubo, volvió a soltar la cuerda y la utilizó para ayudarse a destrepar por las paredes del pozo. Por suerte las piedras que lo bordeaban tenían profundas hendiduras donde meter los pies, pero por otra parte estaban muy resbaladizas a causa de la humedad.

A medida que iba descendiendo la oscuridad se iba volviendo cada vez más intensa, hasta llegar al punto en que apenas veía dónde ponía los pies. Para seguir descendiendo tenía que buscar a tientas nuevas hendiduras donde introducir sus botas, pero sabía que pocos metros más abajo la oscuridad sería casi completa, y le resultaría imposible encontrar al bebé. El caso es que no podía faltar mucho. Sus chillidos estaban empezando a taladrarle los oídos.

Haciendo acopio de todo su valor, Rodrigo descendió unos pasos más. Estaba muy cerca, de eso estaba seguro. Entonces comprendió lo que tenía que hacer. Tenía que acostumbrar sus ojos a la oscuridad, y para ello tenía que dejar de mirar hacia arriba, a pesar de que el pequeño círculo de luz que todavía se distinguía a varios metros sobre su cabeza lo atraía poderosamente. Haciendo un esfuerzo bajó la cabeza y procuró no pensar en el oscuro foso que se perdía bajo sus pies.

Al cabo de un rato Rodrigo comenzó a notar que su idea funcionaba. De tanto mirar hacia abajo sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad y comenzaba a distinguir el contorno de las piedras en el mismo sitio donde antes lo veía todo negro. Entonces por fin lo vio. Un par de metros más abajo había un hueco en la pared del pozo, como si faltara una de las piedras, y en ese hueco había algo envuelto en una manta blanquecina. Al instante supo que había encontrado al bebé.

Descender los dos metros que le faltaban fue sencillo, pero entonces se dio cuenta de que lo complicado venía después. ¿Cómo iba a coger al bebé y subir con él si casi necesitaba las dos manos para sujetarse a sí mismo? A falta de una idea mejor, se agarró firmemente a la cuerda con la mano izquierda y soltó la derecha de las piedras, con el fin de utilizarla para agarrar al bebé. Su plan era introducirlo dentro de su túnica y subir con él pegado a su pecho, aunque no estaba seguro de que la prenda fuera a ser lo suficientemente ancha para ambos. En cualquier caso nunca llegó a comprobarlo, porque en cuanto sacó el envoltorio de mantas del agujero su pie izquierdo resbaló, y él hizo lo primero que le dictó su instinto: agarrar al bebé con las dos manos.

Rodrigo apretó al bebé contra su pecho mientras caía a plomo en medio de la oscuridad más absoluta. No debieron de ser muchos metros, porque unos segundos después sintió un frío helador que parecía estar cortándole la piel en jirones. Intentó sujetar al bebé con los brazos en alto, pero al hacerlo se le hundía la cabeza debajo del agua. No tuvo más remedio que apretarlo contra su pecho y envolverlo con sus brazos, aunque estaba seguro de que eso no sería suficiente para protegerlo del frío. Rodrigo estaba desesperado, y el pobre bebé lloraba como nunca.

Por mucho que quisiera proteger al bebé, estaba claro que si se quedaban allí quietos iban a morir los dos, así que finalmente decidió sujetar al pequeño con un solo brazo mientras agitaba el otro en el aire con la esperanza de alcanzar la cuerda.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que sus intentos eran vanos. Estaba claro que la cuerda había quedado fuera de su alcance. No sabía qué otra cosa podía hacer. El frío le atenazaba y le impedía pensar con claridad. Ojalá nunca hubiera cometido la estupidez de escaparse solo de la fortaleza. Desesperado miró al cielo, o mejor dicho, al minúsculo punto de luz que brillaba muchos metros por encima de su cabeza. Entonces pensó que el frío debía causarle alucinaciones, o tal vez se estaba muriendo, porque el diminuto círculo blanco se estaba haciendo cada vez más grande. Entonces se dio cuenta de que volvía a ser capaz de vislumbrar las piedras que rodeaban el pozo, y un instante después sintió el roce de la cuerda sobre su hombro. Desconcertado miró de nuevo hacia arriba y por un instante le pareció ver a alguien asomado al pozo, aunque al instante desapareció.

Sin pensárselo dos veces, Rodrigo agarró la cuerda e hizo un vano intento de trepar con una sola mano mientras con la otra sujetaba al bebé. Naturalmente fue inútil, pero enseguida se dio cuenta de que no era necesario. Acababa de descubrir por qué la boca del pozo se veía cada vez más grande: el nivel del agua estaba subiendo sin parar, y tanto él como el bebé estaban cada vez más cerca de la salida. Entonces por un instante se acordó de sus amigos, que a punto estuvieron de morir ahogados en una cámara subterránea donde el nivel del agua no paraba de subir. Ahora, sin embargo, estaba sucediendo justamente lo contrario: la crecida del agua iba a salvarle la vida.

Con el corazón acelerado por la sorpresa, Rodrigo contempló como el borde del pozo se iba acercando cada vez más, hasta que por fin pudo sacar la cabeza al exterior mientras el agua empezaba a rebosar y encharcar todo el suelo adoquinado. En cuanto sintió suelo firme bajo sus pies se puso a buscar a su alrededor, con la esperanza de encontrar a la persona que lo había ayudado, pero allí no había nadie. No obstante, Rodrigo estaba seguro: había visto a alguien asomado al pozo justo cuando el agua había comenzado a subir. Además, algo así sólo podía ser obra de la magia.

Tras unos momentos de desconcierto, Rodrigo decidió que sería mejor quitarse la ropa mojada. Al menos el sol todavía tenía algo de fuerza, y con un poco de suerte se le secaría la túnica y los pantalones antes de que cayera la noche. No obstante, primero quería salir de aquel lugar siniestro. Solamente perdió unos segundos para quitar al bebé la manta empapada que lo envolvía, y sintió escalofríos al ver su piel toda amoratada por el frío. Sin perder un segundo más echó a correr y no paró hasta intentarse de nuevo en el bosque que rodeaba la hacienda. Luego, dándose toda la prisa que le permitían sus entumecidos músculos, se quitó toda la ropa, la escurrió y la extendió al sol en medio de un claro. Seguidamente se tumbó él mismo, con el bebé acurrucado sobre su pecho, y enseguida comenzó a sentir el calor de los rayos del sol. Entonces por primera vez el bebé dejó de llorar.

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