Rodrigo Zacara y el Asedio de...

By victorgayol

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SEGUNDA PARTE DE LA SAGA DE RODRIGO ZACARA -EN PROCESO- LEER PRIMERO "RODRIGO ZACARA Y EL ESPEJO DEL PODER" S... More

Saludos
1. Un despertar ajetreado
2. Garra de Dragón
3. El heredero de Arakaz
4. Asalto a la bandera
5. La poción de la verdad
7. La escapada
8. Tarsin
9. Regreso a la fortaleza
10. Un nuevo ataque

6. La trampa

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By victorgayol

De pronto Rodrigo lo comprendió todo. Kail se las había ingeniado para obligarle a confesar delante de toda la fortaleza, ya que sabía que a él nadie lo iba a creer. Todo lo que había pasado formaba parte de ese plan: la caída de Aixa (que si no había sido obra de Kail seguro que fue de alguno de sus amigos), la conversación que escuchó Rodrigo, el desafío de Kail... Todo estaba pensado para hacerle beber la verimortia y obligarle a reconocer la verdad delante de todos.

Y él había caído en la trampa.

—Sí, lo soy —dijo finalmente. No podía arriesgarse a mentir después de que Noa había reconocido la poción como auténtica.

—¿Cómo dices? —preguntó Kail, saboreando su victoria—. Creo que no todos han podido oírte.

—¡He dicho que sí! ¡Que soy el heredero de Arakaz! ¿Ya estás contento?

Rodrigo miró a su alrededor, contemplando las atónitas miradas de todos los escuderos que lo rodeaban. Entonces Elián, un chico de unos trece años con una larga melena negra, se acercó a él con los ojos llenos de odio.

—Arakaz mató a mis padres —dijo, levantándole la mano.

No fue algo premeditado. Rodrigo no era consciente de lo que hacía cuando instintivamente se cubrió la cara con los brazos. No se imaginaba lo que iba a pasar después. Ya ni se acordaba de su don, hasta que apartó los brazos de la cara y vio que una llama empezó a brotar de los pantalones de Elián. El chico chilló y empezó a agitar la pierna desesperadamente, haciendo que el fuego se avivara aún más. Afortunadamente Adara y Toravik aparecieron en ese mismo momento y el caballero cubrió al muchacho con su propio cuerpo, acabando así con las llamas.

—Llévalo a la enfermería, ¡Rápido! —ordenó Adara.

Toravik cogió al muchacho entre los brazos y se lo llevó a grandes zancadas. Adara los siguió con la vista durante unos segundos y luego se volvió hacia el grupo de escuderos que permanecían allí quietos, intentando asimilar todo lo que había ocurrido en el último minuto.

—Vamos, cada uno a sus cosas —ordenó—. Aquí ya se ha acabado el espectáculo. Tú, Rodrigo, ven conmigo.

—¡Lo siento! —se disculpó él—. ¡No lo he hecho a propósito! ¡Sólo quería protegerme!

—Tú no tienes la culpa —dijo Adara—. Elián no debió atacarte. Si no te hubieras protegido hubieras sido tú el que se hubiera quemado.

—¡Pero él es el heredero de Arakaz! —protestó otra chica—. ¡Lo ha reconocido después de beber la verimortia!

—Reconozco que ha sido una estupidez beber esa poción —respondió Adara—, pero no creo que Rodrigo merezca una quemadura por eso.

—¿Pero no me ha oído? ¡Es el heredero de Arakaz!

—¡Ah, lo dices por eso! —respondió Adara, impasible—. Bueno, estoy convencida de que Rodrigo se equivoca por completo, pero aunque fuera verdad no creo que nadie deba pagar por los pecados de otra persona.

—¡Pues claro que es verdad! —dijo otro—. La verimortia no falla.

—Lo único que demuestra la verimortia es que Rodrigo ha dicho lo que cree que es verdad. Pero eso no significa que sea cierto.

—¡Es un peligro! —dijo Kail, que hasta entonces había permanecido callado pero con cara de inmensa satisfacción—. No puede quedarse en la fortaleza. Es un enviado de Arakaz.

—¡Escúchame, cabeza de chorlito! —estalló Óliver—. Rodrigo es el único que ha plantado cara a Arakaz, ¿te enteras? Mientras tú estabas aquí jugando con espadas de madera, él consiguió derrotarle por primera vez.

—Ya —sonrió Kail—. Pues yo creo que Arakaz os dejó escapar después de someteros a su voluntad.

—Ya está bien—sentenció Adara, con voz cortante—. Os lo voy a decir por última vez. Arakaz nunca ha tenido ningún hijo. Y si Rodrigo cree que desciende de él, se equivoca. Ahora quiero que cada uno vuelva a sus tareas. No lo pienso repetir.

Poco a poco, todos los escuderos fueron tomando diferentes direcciones, formando grupos y murmurando en voz baja. Noa miró a Rodrigo como si temiera decir lo que estaba pensando.

—¿Estás bien Rodrigo? —le preguntó en un susurro.

—Perfectamente —respondió él de forma un tanto brusca.

—Es que... —prosiguió la chica, aún más acobardada—. ¿Te importa si voy a la enfermería a ayudar a ese chico? Ya sé que él tiene la culpa de su quemadura, pero aún así... si puedo hacer algo útil...

—No te preocupes, Noa —respondió Rodrigo, que por un momento estuvo a punto de sonreír—. Ese chico ya ha tenido que sufrir bastante por la pérdida de sus padres. Si puedes hacer algo para aliviar su dolor, a mí me parece bien.

—Si puedo hacer algo por ti, sólo tienes que pedírmelo —dijo ella, como intentando disculparse.

—Estoy bien, de verdad —insistió Rodrigo— Venga, no pierdas más tiempo.

Rodrigo contempló como la chica se alejaba con paso rápido entre los grupos de escuderos que todavía abarrotaban el patio. Nadie parecía dispuesto a obedecer a Adara y volver a su vida cotidiana, así que la maestre comenzó a repartir tareas extra a todos los que pillaban a su alcance. En menos de un minuto el patio se había quedado desierto, a excepción de Rodrigo y sus amigos.

—Rodrigo, acompáñame a mi despacho —dijo Adara—. Quiero hablar contigo.

—No hay nada de qué hablar —respondió él—. Me voy. Hace días que tenía que haberlo hecho.

—¿Vas a dejar que Kail se salga con la suya? —le preguntó Aixa.

—Kail tiene razón —dijo Rodrigo—. Soy un peligro en la fortaleza. Incluso fuera de ella soy un peligro. Tengo que salir de Karintia. Es la única forma de que no se cumpla la profecía.

—¿Pero por qué crees que eres el heredero de Arakaz? —preguntó Adara.

—¡Porque lo soy! —respondió Rodrigo, harto de que la maestre se empeñara en no creerlo.

—Dice que Arakaz vino de su mundo—explicó Aixa—. Que llegó hasta aquí de la misma forma que ellos. Antes de venir a Karintia era el Conde Zacara, y así es como se apellida Rodrigo.

—A veces las cosas no son lo que parecen, Rodrigo —dijo Adara—. Ese conde y Arakaz podrían no ser la misma persona, y aunque lo fueran, es muy posible que tu apellido no descienda de él.

—Él fue el primero —contestó Rodrigo—. El primer Zacara.

—Eso no demuestra nada —repuso Adara.

—Y la profecía habla de un heredero —añadió él—. ¿Quién va a ser sino yo? Usted misma ha dicho que Arakaz ni siquiera ha tenido hijos en Karintia.

—Sólo te voy a decir una cosa —dijo Adara—. El mejor modo de asegurarse de que se cumpla una profecía es creértela a pies juntillas. Te voy a contar una historia que es completamente cierta. Hace algo más de un siglo un vidente tuvo una premonición: anunció que pronto moriría en la fortaleza un caballero rubio. En aquel momento había dos caballeros con el pelo de ese color, pero sólo uno de ellos se preocupó. Ese mismo día cogió un caballo y abandonó la fortaleza, creyendo que así evitaría la profecía. Unos días más tarde una de nuestras patrullas lo encontró moribundo. Había sido atacado por los hurgos. Lo trajeron a la fortaleza e intentaron curarle la herida, pero ya era demasiado tarde, así que murió en la enfermería y la profecía se cumplió. ¿Lo entiendes? Intentar evitarla es lo que le llevó a la muerte.

—¿Entonces qué hago? —dijo Rodrigo—. ¿Me quedo aquí sentado y me cruzo de brazos?

—Olvídate de la profecía —dijo Adara—. Olvídate de la profecía y también de tu apellido, y haz en cada momento lo que te parezca correcto. Simplemente eso.

Un ruido de engranajes que crujían y chirriaban captó la atención de la maestre y los muchachos, que observaron cómo se abrían las puertas de la fortaleza y entraba un carromato tirado por dos caballos de brillante pelaje marrón. Al mando de las riendas iban el caballero Aldair y la dama Porwena, vestidos como si fueran campesinos. Detrás de ellos apareció otro carromato similar al primero, conducido por el caballero Garek y la dama Iradis. También ellos iban ataviados con ropas sencillas que nada tenían que ver con sus usuales atuendos de caballeros. Ambos carros iban cargados de barriles, baúles, tinajas y otras mercancías que Rodrigo no acertaba a distinguir.

—Vaya, podrían haberme avisado de que iban al supermercado —dijo Óliver—. Les hubiera encargado unas palomitas para la peli de esta noche.

El caballero Aldair se bajó del carromato mientras los demás se ocupaban de los caballos. Nada más poner los pies en el suelo fue al encuentro de la maestre. Entonces miró de reojo a Rodrigo y sus amigos.

—Puedes hablar delante de ellos—le dijo Adara—. Ya saben lo de los bebés.

—Hemos recorrido todas las villas desde aquí hasta el río de la Plata —anunció entonces el caballero—. En todos los lugares nos han dicho lo mismo. Los hurgos se los han llevado a todos. No queda ni un solo bebé.

—¿Y os han contado a dónde se los llevan? —preguntó Adara.

—Nadie lo sabe —respondió Aldair—, pero sí que les han dicho que se despidan de ellos, que no los van a volver a ver.

—Maldito sea Arakaz —murmuró Adara—. ¿Es que su crueldad no tiene límites? ¿Ya no se conforma con llevarse a los niños cuando cumplen doce años?

—Me temo que... —respondió Aldair, observando por un instante a Rodrigo y apartando rápidamente la mirada—. Se ha dado cuenta de que podría nacer alguien con un poder capaz de rivalizar con el suyo, y quiere atajar esa posibilidad desde el principio.

—No quiero ni pensarlo —dijo Adara, quedándose en silencio por un momento—. ¿Os habéis encontrado con alguna patrulla?

—Ninguna. Me temo que todas están ocupadas buscando más bebés. Mañana iremos hacia el Norte, a ver si tenemos más suerte.

—¿Ha funcionado bien el disfraz? —preguntó Adara.

—Perfectamente —respondió Aldair—. Los aldeanos querían comprarnos de todo lo que lleváramos encima. Dicen que últimamente pasan pocos comerciantes por la ruta del sur.

—¿Y nadie se extrañó de que no vendierais nada? —preguntó Adara.

—Les dijimos que estábamos de regreso y que ya lo habíamos vendido todo. Una pena, porque la gente parecía estar deseando gastar todo su dinero. Hubo uno que incluso me ofreció diez doblones de oro por mi señora esposa.

—¿Tu esposa? —se extrañó Adara.

—Porwena —aclaró Aldair—. Tuvimos que fingir que éramos dos matrimonios de comerciantes. De lo contrario hubiera parecido muy extraño vernos viajar juntos.

—¿Y tú qué le dijiste? —se rió Adara.

—Pues le dije que por doce doblones podía llevarse a Porwena y hasta le regalaba el carro —bromeó el caballero—. Pero mi querida esposa me estropeó el negocio. Se puso tan furiosa conmigo que al pobre hombre le entró miedo y puso pies en polvorosa.

—¡Pues claro que me puse furiosa! —dijo la dama Porwena, uniéndose al grupo—. Eres un pésimo comerciante. Debiste haber pedido al menos veinte doblones sólo por mí.

—La verdad es que estaba harto del carro —dijo Aldair—. Si viajáramos a caballo podríamos llegar mucho más lejos, y tal vez nos adelantaríamos a los hurgos. ¿Por qué no nos hacemos pasar por mensajeros?

—No puede ser —dijo Adara—. Necesitáis los carros para traer a los bebés en caso de que consigáis rescatar a alguno. No podéis traerlos a la grupa de vuestras monturas.

—Al menos podrías dejarnos llenar uno de los barriles —se lamentó el caballero Garek—. Dicen que con vino se hace más llevadero el camino.

—Un barril lleno de vino sería un bebé menos que podríais rescatar, querido Garek —respondió Adara.

—Bueno, si encontramos muchos bebés, siempre podremos vaciarlo —apuntó el caballero Aldair—. De hecho es posible que cuando lo necesitemos ya esté completamente vacío.

—Olvidaos de eso —rió Adara—. Si os dejara llevar un barril de vino apuesto a que terminaríais perdidos en el bosque o dando vueltas en círculo. Es probable que incluso chocarais un carro contra el otro.

—Está bien —cedió Aldair—. En ese caso creo que iremos a darnos un baño y a descansar un poco. Volveremos a partir a las seis de la mañana.

Mientras Aldair, Porwena, Garek e Iradis llevaban a los caballos a los establos, Adara se volvió de nuevo hacia Rodrigo y sus amigos.

—Creo que a vosotros también os vendría bien un baño relajante —les dijo—. Ha sido una mañana demasiado agitada.

—¡Es por mi culpa! —estalló Rodrigo, sin hacer caso del consejo de la maestre—. Arakaz se está llevando a esos bebés para asegurarse de que nadie más vuelve a crecer con un poder como el mío.

—No sabemos por qué lo hace —respondió Adara—, pero aunque así fuera no sería culpa tuya, Rodrigo.

—Ya, pero si yo no hubiera aparecido en Karintia, todo seguiría igual —masculló él.

—Ya está bien, Rodrigo —lo atajó Aixa—. Deja ya de atormentarte. ¿Acaso crees que estábamos bien antes de que tú llegaras? ¿Crees que queremos que todo siga igual? ¿Que Arakaz siga sembrando injusticias por otros cinco siglos?

—Tienen razón, Rodri—dijo Óliver—. Lo único que demuestra esto es que Arakaz tiene miedo. Está tan asustado que ya sólo se atreve a meterse con los que son más pequeños que él. Es hora de que le demos un escarmiento al abusón del patio.

—Gracias Óliver —dijo Adara con una sonrisa—. Pero no os precipitéis. Hay que esperar a que el abusón se confíe.

Rodrigo no quiso volver al dormitorio ni a la sala de lectura después de todo lo sucedido. Ni siquiera el hambre consiguió hacerle aparecer por el comedor a la hora de la comida. No estaba dispuesto a soportar que todos lo miraran como un bicho raro. Sus amigos lo comprendieron y se quedaron con él dando vueltas por los jardines, aunque Darion, Aixa y Vega fueron a buscar algo de comida para todos. Cuando volvieron, aparecieron acompañados de Nayara, Amira y Corentín.

—Rodrigo, quiero que sepas que nosotros estamos contigo —dijo Nayara—, y nos importa un bledo si Arakaz es tu abuelo, tu tío o la niñera que te cambió los pañales cuando eras pequeño.

—No se te ocurra esconderte —añadió Corentín—. Tienes que dar la cara y demostrar que estás orgulloso de ti mismo y que no tienes nada de qué avergonzarte. Tú no eres Arakaz, y si alguien no ve la diferencia tal vez necesite que le fabriquemos unas gafas de color morado.

—Os lo agradezco, pero no quiero que os enfrentéis a nadie por mí —dijo Rodrigo, dejando escapar una sonrisa—. Puedo entender que me odien.

—Pues si te odian, problema suyo —dijo Amira.

—Lo mejor que podemos hacer es sacar provecho de la situación —dijo Óliver—. Venid conmigo, ya veréis qué buena idea. Rodri, ¿podrías ir a buscarme algo de papel y una pluma?

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Rodrigo, desconfiando de cualquier idea que pudiera surgir de la mente de su amigo.

—Ya lo verás —respondió Óliver, con una sonrisa enigmática—. Tú tráeme papel y pluma y verás.

Rodrigo terminó cediendo ante la insistencia de su amigo, en parte porque tenía ganas de estar solo por unos minutos, sin que nadie se empeñara en levantarle los ánimos ni en mantenerlo entretenido. Por suerte hacía un día estupendo y todo el mundo estaba disfrutando de los rayos de sol, por lo que no se encontró a nadie en todo su trayecto de ida y vuelta a la sala de lectura. Sin embargo, al salir al patio descubrió que un grupo numeroso de escuderos se había concentrado allí, y para colmo, Óliver y el resto de sus amigos estaban en el centro de atención.

—¡Hagan juego, señores! —gritaba Óliver—. ¡Hay premio de diez doblones de oro para quien le acierte en la nariz! Eh, Kail, ¿no quieres probar? Prometemos no reírnos demasiado de tu puntería.

Rodrigo se abrió un hueco entre la gente y no pudo creer lo que veían sus ojos. En el otro extremo del patio había una diana con su propia cara representada en el centro, con tanto realismo que sólo podía ser una ilusión creada por Darion. Al lado de la diana había una gran pancarta, con un rótulo en letras verdes y rojas:

TIRO AL HEREDERO

Si enfrentarte al emperador te da mucho respeto

Ahora puedes desahogarte con su tataranieto.

—Muy bien —dijo Kail, cogiendo el arco de manos de Óliver—. Vete preparando los diez doblones.

Kail preparó una flecha y tensó el arco, manteniendo un ojo cerrado mientras el otro se fijaba en su objetivo. Entonces, justo cuando iba a disparar, la cara de Rodrigo se separó de la diana y se abalanzó sobre Kail, agrandándose hasta medir más de dos metros. De pronto le habían salido cuernos, sus ojos se habían vuelto de color rojo sangre y su boca se había llenado de unos dientes afilados como los de una piraña. Kail se sobresaltó y cayó de espaldas, mientras su flecha se estrellaba contra una de las columnas. Después de superar el susto inicial, todos se echaron a reír, mientras la cara de Rodrigo volvió a la diana, convertida de nuevo en un muchacho inofensivo e inocente.

—Vaya, parece que el heredero también muerde —dijo Óliver—. Nadie dijo que ganar diez doblones fuera fácil, Kail. ¿Quién más quiere probar?

Mientras Kail se deshacía en improperios e insultos, muchos otros formaron una cola para probar el nuevo juego inventado por Óliver. Los cinco primeros fracasaron casi tanto como Kail, ya que el Rodrigo diabólico de dientes afilados y ojos sanguinarios se les echaba encima justo cuando iban a disparar. El sexto, sin embargo, fue Aarón, el amigo de Kail, que apuntó a la diana y cerró los ojos justo cuando iba a disparar, acertando a Rodrigo en la nariz.

—¡Premio! —dijo Óliver, escribiendo algo en un trozo de papel—. ¡Has ganado diez doblones! Rodrigo, firma aquí por favor.

Rodrigo cogió el papel y leyó lo que su amigo había escrito, con unas letras propias de un alumno de segundo de primaria:

El Banco Central de Karintia

Pagará al portador

La cantidad de 10 doblones de oro.

Firmado: Su Alteza Imperial el Príncipe Rodrigo.

—¿Qué estupidez es esa? —preguntó Aarón, mientras Rodrigo estampaba su firma en el papel.

—Un cheque firmado por el mismísimo heredero, querido amigo —dijo Óliver—. Es tan valioso como si lo hubiera firmado el emperador en persona.

Todo el mundo se echó a reír mientras Aarón hacía una bola con su papel y lo tiraba al suelo. A continuación fueron otros los que probaron suerte y al cabo de un rato ya había muchos escuderos con su cheque de diez doblones de oro. No fue hasta una hora más tarde cuando la muchedumbre empezó a disiparse y el patio empezó a quedarse desierto.

Aquella tarde, en la sala de lectura de los escuderos, casi todos se reían de todo lo ocurrido ese día e incluso creían que todo había sido una broma. Óliver sacó una baraja de cartas e invitó a los que habían ganado el cheque de diez doblones a jugárselo a la escalinata, un juego muy conocido en Karintia. A los pocos minutos era él mismo el que había perdido su propio cheque.

—Vaya, he perdido mis diez doblones —dijo amargamente—. ¿Puedo seguir jugando si apuesto mi desayuno de mañana?

Los demás aceptaron el reto gustosamente y al cabo de pocos minutos Óliver había perdido también su desayuno. Más tarde, después de perder también un postre y un turno de lavandería, decidió que era hora de abandonar.

—Mira que eres tonto —se rió Rodrigo—. Ellos llevan años jugando a la escalinata, y tú has aprendido hace dos días. ¿Cómo pensabas que ibas a ganar?

—¿Qué soy tonto dices? —respondió Óliver, con una sonrisa enigmática—. Ya me lo dirás dentro de unos días.

Rodrigo no podía ni imaginar cuáles serían las intenciones de su amigo, pero agradeció que aquel terrible día llegara a su fin. Estaba deseoso de meterse bajo las mantas y olvidarse de todo. Mientras Óliver recogía sus cartas, él se dirigió al baño de los chicos. Al entrar se encontró con Baldo, el amigo de Kail, que nada más verle entrar le clavó sus grandes ojos azules. Rodrigo no podía apartar su mirada de ellos.

—Rodrigo, escúchame bien —dijo.

—Sí. Te escucho—respondió Rodrigo.

—Tienes que abandonar la fortaleza. Tus amigos corren peligro contigo aquí. Todo el mundo corre peligro contigo aquí. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Los caballeros no quieren que te marches. Quieren protegerte. Pero tú no quieres causarles ningún daño, así que tendrás que escaparte sin que se enteren. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, estoy de acuerdo.

—Márchate esta noche y no se lo digas a nadie, ni siquiera a tus amigos. Es por su bien. Y recuerda, tienes que salir sin que nadie te vea.

Rodrigo asintió con la cabeza.

—Nunca hemos sido amigos, pero veo que eres una persona noble y te deseo mucha suerte —dijo Baldo—. Adiós, Rodrigo.

—Adiós —respondió él, que se quedó solo en el baño pensando cuál sería la mejor manera de escapar de la fortaleza sin que nadie se diese cuenta.

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