Rodrigo Zacara y el Asedio de...

By victorgayol

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SEGUNDA PARTE DE LA SAGA DE RODRIGO ZACARA -EN PROCESO- LEER PRIMERO "RODRIGO ZACARA Y EL ESPEJO DEL PODER" S... More

Saludos
1. Un despertar ajetreado
2. Garra de Dragón
4. Asalto a la bandera
5. La poción de la verdad
6. La trampa
7. La escapada
8. Tarsin
9. Regreso a la fortaleza
10. Un nuevo ataque

3. El heredero de Arakaz

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By victorgayol

—¿Te encuentras bien, Rodrigo? —le preguntó Adara.

Rodrigo volvió a colocar el libro sobre la mesa, con las manos todavía temblorosas. Luego respiró profundamente intentando serenarse.

—Sí, es que... —intentó buscar una escusa que justificara su sobresalto—. No es nada, sólo que pensé que con la derrota de Arakaz se terminaría todo.

—Ya te he dicho que esa estrofa no tiene mucho sentido —insistió ella—. No voy a decir que sea un error, porque las profecías siempre son ciertas, pero frecuentemente significan algo muy diferente de lo que nos imaginamos.

Pero para Rodrigo estaba todo muy claro. Adara no podía entenderlo porque pensaba que Arakaz no tenía herederos, pero él sabía la verdad. Por mucho que le pesara y hasta le revolviera las tripas, él era descendiente del emperador, y según la profecía, su destino era ocupar su lugar si alguna vez resultaba vencido. De todos los posibles finales que había imaginado para la profecía (y tenía que reconocer que algunos de ellos eran francamente siniestros), ninguno se acercaba al horror que éste le producía. Ni por asomo. Sólo de imaginarse a sí mismo empuñando la espada asesina del emperador le daban náuseas. ¿Cómo podría él terminar convertido en alguien capaz de esclavizar a todo el pueblo de Karintia? Era totalmente ridículo. Y sin embargo...

Rodrigo volvió a sentir una punzada en lo más hondo de su ser. En realidad era algo que le había acompañado desde que descubrió que era descendiente del conde Zacara, un tirano capaz de encerrar a sus enemigos en una torre sin agua ni comida. Desde que se enteró de aquello no había podido evitar sentirse mal consigo mismo, como si estuviera contaminado por dentro, y mucho más desde que descubrió que su antecesor se había convertido en un cruel asesino que tenía esclavizado a todo un reino. ¿Y si lo llevaba en la sangre?

Peor aún: ¿Y si Arakaz lo sabía, y por eso le había dejado escapar?

—... así que pediré a Velessar que te ayude con eso.

Rodrigo se dio cuenta de que Adara le estaba hablando y levantó la cabeza. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado ausente, abstraído en sus propios pensamientos.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Seguro que te encuentras bien? —volvió a preguntar la maestre, mirándole con cara de preocupación.

—Sí... sí... —balbuceó él—. Es que estaba pensando en otra cosa. Lo siento.

—No tienes por qué disculparte —dijo Adara—. Más bien debería hacerlo yo. Me parece que entre todos estamos poniendo una carga excesiva sobre tus hombros. Será mejor que salgáis a tomar el aire y os distraigáis. Buscad algún juego y olvidaos de profecías, espadas y demás historias.

—¿Para qué me tenía que ayudar el caballero Velessar? —preguntó Rodrigo, pero Adara ya se había levantado, dando por terminada la reunión.

—No te preocupes por eso —dijo ella abriendo la puerta—. En realidad es mejor que no lo hayas oído. Venga, iros a jugar. Yo tengo que ir a devolver a Toravik el estilete. Él necesita el fuego mucho más que yo.

Antes de que se dieran cuenta Rodrigo y Óliver se quedaron solos en el pasillo, oyendo los pasos de Adara hasta que se perdieron en la lejanía. Entonces se miraron y sin decir nada se pusieron a caminar, pero ninguno de los dos se dirigió hacia el patio exterior, sino hacia las habitaciones. El hurón se bajó del hombro de Óliver y comenzó a corretear por el suelo. Cada vez que llegaba a una esquina se paraba a esperarlos y en cuanto lo alcanzaban echaba a correr otra vez. Se notaba que estaba contento de haber salido del despacho.

—Deberías contárselo a alguien, antes de que revientes —sugirió Óliver a Rodrigo, al cabo de un rato.

—¿Qué quieres que les diga? —respondió Rodrigo, sin poder evitar levantar la voz—. ¿Que soy descendiente de su maldito emperador, que lleva siglos sometiendo a Karintia? ¿O que yo ocuparé su lugar en caso de que consigan vencerlo? Tienes razón. Tal vez deba decírselo para que acaben conmigo antes de que eso ocurra.

—Bueno, no te pongas tan dramático. ¿Qué tiene de malo ser el sucesor de Arakaz? Nadie dice que tengas que ser como él. Tú le das una patada en el trasero, le quitas su espada, ocupas su trono y luego empiezas a gobernar Karintia como es debido.

—¡Para ti siempre es todo muy fácil! —se quejó Rodrigo.

—Y tú te ahogas en un vaso de agua, pero para eso me tienes a mí—respondió Óliver—. No hace falta que me lo agradezcas. Me conformo con que me hagas ministro de hacienda cuando seas emperador.

—¿Y si me vuelvo como él? —estalló Rodrigo, soltando por fin su mayor temor—. ¿Y si llevo la crueldad dentro de mí? ¡Mi sangre desciende de la suya!

—Hombre, si estás preocupado por eso, seguro que Noa puede hacerte una transfusión de un poco de su sangre. Seguro que así te vuelves manso como un corderito.

—¡Qué tontería! —respondió Rodrigo, sin poder evitar una sonrisa.

—Pues igual que pensar que por llevar la misma sangre que Arakaz te vas a volver como él —objetó Óliver.

—No es que piense eso, pero creo que se te olvida el final de la profecía. Dice que el enfrentamiento definitivo será entre el heredero del rey y yo. Que yo sepa, el único rey que ha existido en Karintia ha sido el rey Garad.

—Vale, ya sé que el rey Garad era muy majo y todo eso, pero ¿quién te dice que no tiene un heredero de lo más capullo? Hasta en las mejores familias puede salir una oveja negra. Mi abuela solía decírmelo mucho, no sé por qué.

Rodrigo se paró, miró a Óliver fingiendo sorpresa y de pronto los dos se echaron a reír.

—¿Ves como es más fácil si se hablan las cosas? —le dijo Óliver—. Tienes que contárselo a Darion y a las chicas. Estoy seguro de que no va a cambiar su opinión sobre ti. A fin de cuentas hemos luchado juntos contra Arakaz. Eso es lo que cuenta.

—¿Qué es lo que tienes que contarnos? —preguntó Darion desde el rellano de la escalera. Sin darse cuenta habían llegado hasta la planta de los dormitorios. Rodrigo se quedó boquiabierto sin saber qué decir, pero Óliver lo miró e hizo un ademán con la cabeza, animándole a hablar.

—Vamos a buscar a las chicas —accedió por fin Rodrigo—. Creo que no podré soportar contar esto más de una vez.

—Están en su dormitorio —dijo Darion—. ¿Te ocurre algo? Tienes muy mala cara.

—Ahora os lo cuento todo —dijo Rodrigo, llamando a la puerta del dormitorio de las chicas.

—Ah, ¡hola chicos! —dijo Vega, abriendo la puerta—. Podéis pasar si queréis. Sólo estamos nosotras tres.

Los chicos entraron en la habitación y se sentaron en una litera, al lado de Aixa y Noa, que parecían encantadas de ver al hurón de Óliver.

—¡Hola pequeño! —dijo Vega, cogiendo al animalito entre sus brazos—. Supongo que es el hurón de Balkar, ¿verdad? ¿Para qué lo habéis traído?

—Adara me ha encargado que me ocupe de él —explicó Óliver.

—¡Pobrecillo! —bromeó Aixa—. Apuesto a que ni siquiera sabes lo que comen los hurones.

—Pues claro que lo sé —respondió Óliver—. Comen narices de chicas rubias.

Nada más decir esto Kepi dio un mordisco a Aixa en la nariz, y Óliver se echó a reír.

—La verdad, no sé en qué estaría pensando Adara al encomendarte a ti el cuidado de un animal —se lamentó Aixa.

—Bueno, ¿qué es eso que tenías que contarnos? —preguntó Darion a Rodrigo, cuando todos terminaron de reírse.

Rodrigo tragó saliva. La verdad era que no tenía ni idea de cómo empezar. Tenía un nudo en el estómago y sentía la boca seca y pastosa.

—Veréis —comenzó—. Esto es algo que descubrí nada más llegar a Karintia, pero nunca me he atrevido a contároslo. Tenía miedo de que dejarais de confiar en mí. Espero que me perdonéis.

—Chico, nos tienes en ascuas —dijo Vega, mirándole directamente a los ojos—. Te perdonamos si nos lo cuentas ya de una vez.

—Está bien —accedió Rodrigo—. Lo que tengo que deciros es que soy descendiente de Arakaz. Algo así como su tatatataranieto.

—Pufffffff —bufó Aixa, conteniendo la risa—. Esto es idea de Óliver, ¿verdad?

—Os lo digo en serio —protestó Rodrigo. Bastante le había costado decirlo como para que se lo tomaran a broma.

—Ah, en ese caso deberías invitarle a tu fiesta de cumpleaños —dijo Darion—. Seguro que te traerá un buen regalo.

—Sí, tal vez incluso te nombre heredero —se rió Vega—. ¡Inclinaos ante el príncipe Rodrigo, futuro emperador de Karintia!

—Sí, eso es otra cosa que os tenía que contar —dijo Rodrigo, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Pero si no me vais a escuchar será mejor que me vaya.

—Espera —dijo Óliver, pero Rodrigo salió del dormitorio y cerró con un fuerte portazo. No estaba de humor para soportar las ocurrencias de sus amigos. Todavía sentía las últimas palabras de la profecía taladrándole la cabeza. Atravesó el rellano a toda prisa y se lanzó sobre su litera, descargando toda su rabia sobre la almohada. Entonces tomó una decisión. Había llegado la hora de volver a casa. Abandonaría la fortaleza y saldría a buscar un portal que le llevara de nuevo a su mundo, con Óliver o sin él. Así la profecía no podría cumplirse, o al menos no con él como protagonista.

Después de aclarar sus ideas y convencerse de que era una buena decisión se levantó, abrió su armario y revisó lo que allí tenía: dos juegos de túnicas y pantalones, una capa de lana y unas botas de piel. Al observarlos se percató de que no tenía nada apropiado para la lluvia. Pensándolo bien, también necesitaría algo para dormir: una tienda y un par de mantas por lo menos. También necesitaría comida para varios días, agua, una espada, un arco... ¿Cómo iba a cargar con todo eso? Tendría que pedir un caballo a Adara, pero estaba seguro de que ella no aprobaría su idea. Le pediría que esperara hasta asegurarse de que no había peligro, pero él sabía que ese momento nunca llegaría. En el fondo sabía lo que tenía que hacer: tenía que pedirle ayuda a Óliver. Con su ayuda y con el simorg las cosas serían bastante más fáciles. Lo difícil sería convencer a su amigo y quitarle de la cabeza esa obsesión por vencer a Arakaz.

Justo cuando decidió pedir ayuda a Óliver, él y el resto de sus amigos entraron por la puerta.

—Óliver nos lo ha contado todo —dijo Darion—. Lo del conde Zacara, tu apellido y todo eso.

—Perdona que nos lo tomáramos a risa —se disculpó Vega—. Es que parecía tan absurdo que precisamente tú...

Los cinco estaban allí de pie, a la entrada del dormitorio, mirándole como a un bicho raro. Era lo que Rodrigo siempre había temido. Ahora que lo sabían, sus amigos ya no podrían tratarlo como antes, aunque lo intentaran. Cada vez que lo miraran a los ojos pensarían en Arakaz y se acordarían de sus padres esclavizados, de sus vecinos asesinados, de sus abuelos torturados...

—Si ya lo sabéis todo, entonces comprenderéis por qué me tengo que ir de aquí —dijo finalmente.

—¿Ir a dónde? —preguntó Óliver.

—A nuestro mundo —respondió Rodrigo—. El único lugar donde puedo estar seguro de que no haré daño a nadie.

—No puedes marcharte —dijo Darion—. ¿No te das cuenta? Esa torre trajo a Arakaz hasta Karintia, y ahora te ha traído a ti para que pongas fin a todo el daño que nos ha causado. No importa que seas su descendiente. Creo que el destino te ha elegido a ti precisamente por eso, para que puedas reparar el honor de tu apellido.

—Supongo que Óliver no os ha contado el final de la profecía, ¿verdad? —dijo Rodrigo—. Si me quedo en Karintia y consigo vencer a Arakaz, terminaré ocupando su lugar y me enfrentaré contra el heredero del Rey.

—Mira —dijo Aixa—. Todos somos dueños de nuestros actos. No es nuestro apellido ni nuestra familia lo que define quienes somos, sino nuestras decisiones. Arakaz ya era un tirano cuando vivía en vuestro mundo, y lo ha seguido siendo tras convertirse en emperador de Karintia. Tú siempre has sido una buena persona, y estoy segura de que lo seguirás siendo aunque ocupes el trono de Arakaz.

—¿Entonces por qué iba a luchar contra el heredero del Rey? —insistió Rodrigo.

—Eso no lo sabrás hasta que llegue el momento, pero estoy segura de que si lo haces será por una buena razón —dijo Aixa—. El heredero del rey podría ser cualquiera, si es que realmente existe. No creo que su sangre real lo convierta en mejor persona.

—Por lo menos quédate hasta que hayas conseguido transferir tu poder a un objeto —dijo Óliver—. Así los caballeros tendrán un arma que les permita enfrentarse a Arakaz.

—Ya, pero no tengo ni idea de cómo puedo hacer eso —dijo Rodrigo.

—El caballero Velessar puede ayudarte. Adara dijo que es un experto. Es el único caballero vivo que ha conseguido transferir su don.

—Pues entonces no creo que sea una tarea fácil —murmuró Rodrigo—. De todas formas lo intentaré, y luego buscaremos la forma de volver a casa.

—Trato hecho —sentenció Óliver, chocándole la mano.

—No olvides que siempre puedes contar con nosotros, por muy difíciles que se pongan las cosas —le dijo Darion.

—Lo sé, y os agradezco que sigáis confiando en mí, a pesar de lo que os he contado —respondió Rodrigo.

—Eso no cambia nada —dijo Aixa—. Para nosotros sigues siendo el mismo.

—Bueno, ahora que está todo arreglado, será mejor que bajemos al comedor —comentó Vega, mirando un reloj de péndulo que colgaba de la pared—. Ya hace cinco minutos que deberíamos estar allí.

—Espera un segundo —pidió Óliver, con la mirada perdida en el techo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Rodrigo.

—No es nada. Sólo estoy comprobando una cosa —respondió Óliver—. Creo que por fin he conseguido que los animales me obedezcan sólo con pensarlo. Al menos creo que lo conseguí con Kepi en el despacho de Adara.

Todos miraron a su alrededor para ver dónde estaba el hurón de Óliver y lo encontraron dando volteretas hacia delante y hacia detrás sobre una de las literas. Luego bajó al suelo, cogió una de las zapatillas de Rodrigo y se la llevó a un rincón. Seguidamente se colocó encima de ella y levantó la cola. Su posición no dejaba lugar a dudas: el hurón estaba a punto de hacer sus necesidades dentro de la bota de Rodrigo.

—¡Quieto! —gritó él, dándole una colleja a su amigo. Entonces el hurón dejó la zapatilla y volvió a subirse a la litera.

—Era una broma —dijo Óliver, sin parar de reír—. No pensaba dejar que lo hiciera, pero tendrías que haber visto la cara que has puesto cuando Kepi levantó la cola. ¡Casi se te salen los ojos de la cara!

—¡Muy gracioso! —dijo Rodrigo—. ¿Acabas de perfeccionar tu don y esto es todo lo que se te ocurre?

—Bueno, es que tengo que practicar para que no se me olvide la técnica —respondió Óliver, haciéndose el interesante.

—Pues haces bien en practicar —dijo Aixa—, porque tu don podría sernos muy útil aquí en la fortaleza.

—Ahora que lo dices, podría conseguir simorgs para todos los caballeros y dirigir un ejército volador contra el palacio de Arakaz —respondió Óliver muy serio.

—Es posible, aunque yo estaba pensando en algo más... verosímil —respondió Aixa con una sonrisa maliciosa—. Esta tarde nos toca dar de comer a los cerdos, pero tienen la manía de quitarse la comida unos a otros. Alguien tiene que convencerlos de que se mantengan separados.

Aquella tarde tal como había dicho Aixa tuvieron que encargarse de los establos, y su tarea no consistía solo en dar de comer a los cerdos, sino también limpiar el estiércol, recoger los huevos de las gallinas, llenar de agua los abrevaderos y repartir un montón de hierba entre las vacas y los caballos.

—¿De verdad tenemos que limpiar el estiércol? —protestó Óliver—. ¿Me lo estáis diciendo en serio?

—¡Pues claro! —se rio Darion— ¿Acaso te da asco?

Óliver murmuró algo entre dientes, pero terminó cogiendo una pala igual que el resto de sus compañeros. Recoger el estiércol resultó no ser tan duro como parecía, una vez que te acostumbrabas al mal olor. Cuando por fin terminaron con esa tarea se pusieron a dar de comer a los animales: nabos y bellotas para los cerdos, hierba para las vacas y los caballos y restos de comida para las gallinas. Ya estaban casi terminando cuando oyeron unas risas que provenían de las puertas de los establos. Kail y los de su grupo acababan de entrar y los observaban sin parar de reír.

—Vaya, veo que Adara por fin ha encontrado una tarea apropiada para vosotros —se burló Kail—. Tengo que reconocer que pensé que había perdido la cabeza permitiendo que volvierais a la fortaleza, pero ahora lo entiendo. Al menos podéis servir para dar de comer a los cerdos.

—Desde luego —dijo Darion—. Y habéis llegado justo a tiempo. ¿Qué os apetece hoy? ¿Nabos o bellotas?

Rodrigo y sus compañeros empezaron a partirse de risa, pero entonces Kail agarró a Darion de la túnica y lo empujó contra la pared. Justo en ese momento entró un hombre vestido de jinete. Era muy alto y tenía un largo pelo negro recogido en una coleta. Rodrigo reconoció enseguida al caballero Harim.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el caballero, interponiéndose entre los dos muchachos—. Kail, ¿Puedes explicármelo?

—No pasa nada, caballero Harim —dijo Kail—. Solamente estábamos jugando.

El caballero dirigió a Darion una mirada inquisitiva.

—Es verdad —dijo Darion—. Sólo jugábamos.

—Pues venga, no perdamos más tiempo —dijo el caballero, volviéndose hacia Kail y los de su grupo—. Coged cada uno un caballo, ensilladlo y ponedle las riendas. Hoy vamos a practicar saltos. A ver si sois capaces de salir en fila, sin que ningún caballo se altere.

Kail y sus compañeros subieron a sus monturas y desafortunadamente ninguno falló en el intento. "Bueno —pensó Rodrigo—. Tarde o temprano el caballo se dará cuenta de que lleva a un imbécil y decidirá quitárselo de encima"

Óliver debía de estar pensando lo mismo, porque según pasaba al lado del carro de estiércol el caballo de Kail se encabritó de tal manera que el muchacho salió despedido y cayó en medio de toda la mierda, esparciéndola por el suelo.

—¡Vaya! —dijo Óliver—. ¡Con lo que nos había costado recoger todo eso!

—¡Te voy a matar, mocoso de mierda! —gritó Kail, abalanzándose sobre Óliver con el puño en alto, aunque una vez más fue retenido por el caballero Harim, que parecía haber perdido la paciencia.

—¡Se acabó! —gritó—. ¡Esto es intolerable! Los demás no tienen la culpa si tú te caes del caballo.

—¡Sí que la tiene! —contestó Kail, lleno de rabia—. ¡Él ha ordenado al caballo que me tirara!

—Pero si yo no he abierto la boca —respondió Óliver, con voz dulce e inocente.

—¡No te hagas el listo conmigo! ¡Sé que no necesitas hablar para controlar a los animales!

—¡Bueno, ya está bien! —intercedió el caballero Harim—. Kail, tú vete a darte un baño y vosotros seguid a lo vuestro. Y los demás salid al patio con los caballos, a ver si podemos comenzar la clase de una vez.

Al ver que el caballero estaba al borde de su paciencia, Kail no dijo nada más y salió del establo a grandes zancadas, no sin antes haber dirigido a Óliver y sus amigos una mirada llena de odio que hacía presagiar que las cosas no iban a quedar así. A pesar de ello, en cuanto volvieron a quedarse solos en los establos, todos rompieron a reír de nuevo, felicitando a Óliver por su ocurrencia. Rodrigo sin embargo no se reía. Nada en absoluto.

—¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó Óliver— ¿Sientes pena por Kail? ¿O es más bien por su caballo?

—¿No te das cuenta? Kail sabe que ahora puedes controlar a los animales sin abrir la boca. ¡Nos ha estado escuchando!

—¿Y qué importa? —dijo Óliver, encogiéndose de hombros—. Nunca va a poder demostrar que he sido yo.

—¡Eso no es lo que me preocupa! —estalló Rodrigo—. Si nos estaba escuchando, seguramente también se habrá enterado de todo lo demás.

—¡Lo de tu tatatarabuelo! —exclamó Vega, ahogando un grito.

—¡Exactamente! —corroboró Rodrigo—. Si se ha enterado de mi secreto, estoy seguro de que se lo contará a todos, y yo tendré que marcharme. No soportaría vivir en un castillo donde todos me odian.

—Si son verdaderos compañeros no te odiarán —dijo Vega—. Nosotros lo sabemos, y para nosotros no significa nada.

—Ya, pero vosotros sois mis mejores amigos —respondió Rodrigo.

—De todas formas, no creo que tengas que preocuparte —dijo Darion—. Si Kail fuera por ahí contando que eres el heredero de... de Carapán... estoy seguro de que se reirían de él. Todos saben que es un mentiroso y un tramposo, sobre todo después de su brillante actuación en el torneo.

—Espero que tengas razón —suspiró Rodrigo—. Aunque estaría mucho más tranquilo si supiera que Kail no ha escuchado nada de lo que os he contado.

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