Lirio de Sangre - 1 - Odisea...

By Cirkadia

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"Una adolescente con más sarcasmo y ácido que sangre en las venas. Una Frontera que contiene un mundo tan mág... More

1. El visitante
2. Bloqueada
3. Arcano XIII
4. Mal bicho
5. Falsas apariencias
Aviso de la autora

6. Pánico

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By Cirkadia


Amaneció nublado, algo que Casandra celebró con una de sus más am­plias sonrisas. El viento soplaba del este, seco aunque fresco, lo suficiente para que ella suspirara aliviada. Estaba tan animada que incluso retó a sus compañeros a carreras a caballo. Descubrió que Tempestad galopaba más rápido que su anterior montura, tanto que adelantó a todos pese a que ella fuese una pésima jinete. Emitió gritos de júbilo, se sentía más libre, viva y poderosa de lo que jamás se hubiera sentido. A pesar de los problemas, adoraba aquel lado de la Frontera. No, adoraba lo que podía hacer en él.

Pararon a media mañana, pero Casandra ya sabía que no se trataba de un descanso, no por lo menos para ella, no hasta que aprendiera a luchar y defenderse como era debido. Estiró las piernas y se recolocó la columna vertebral con sonoros crujidos, vigilando por el rabillo del ojo cómo Diego volvía a sacar la pistola de dardos Z-12. Suspiró, se quitó la sudadera de protegida de los FOBOS, quedándose con la camiseta negra salpicada de supuesta sangre.

–Ya sabes lo que tienes que hacer –dijo el Capitán.

–No, pero supongo que tendré que improvisar.

La vitalidad la invadía, nada de apatía aquel día, pero aquello no signifi­caba que tuviera ganas de cantar, saltar por el campo y convertir su vida en un feliz musical de anuncio de compresas, prefería utilizar su energía en pelear contra un pistolero, contra un sicario si hacía falta. No comprendía por qué se sentía así, no era lo habitual en ella; quizás fuera por las nubes grises que cubrían el cielo por primera vez en días, porque Tempestad fuese el mejor de los caballos que tenían o porque estuviera descubriendo que su escolta era la mar de interesante. Daba igual, tenía que arrancar el brazo de Diego, retorcer la pistola... Uy, no, eso no.

Casandra lo miró a los ojos marrones rodeados de arrugas y se puso la máscara de indiferencia que habitualmente llevaba, era como si fuera un duelo de esgrima y se hubiera bajado la careta. Durante dos segundos dejó que le apuntara al pecho, para, a continuación, apartarle el brazo con deci­sión, presionarle en el dorso de la mano para obligarlo a soltar el arma y retorcerle el brazo. Poco le faltó para derribarlo, sus movimientos habían sido buenos, aprendidos inconscientemente de las películas de acción, pero necesitaba fuerza para tirar al suelo a un hombre que le sacaba dos cabezas.

–Podrías haber hecho frente al borracho –le aseguró Diego y ella tuvo que morderse la lengua para no restregarle lo de su alcoholismo–. Vayamos a por algo más difícil.

"Así que se ha dejado. Tenía que habérmelo supuesto".

–¿Algo como un atracador? –propuso devolviéndole el arma.

–Por ejemplo –una leve sonrisa tiró de las comisuras de Diego.

"Le caigo bien", se dijo Casandra orgullosa.

"Le cae bien", pensó Amanda, apoyada contra el árbol que les daba som­bra, tras el que planeaba esconderse si la pistola acababa apuntando hacia ella en el forcejeo; no le apetecía recibir una Z–12, ya lo había hecho una vez y no había sido agradable. "Tratándose de un hombre como Diego... ¿cómo lo habrá conseguido?" La respuesta era clara: siendo tan bestia como él.

"Hoy está muy activa, incluso sonríe de vez en cuando, será verdad que le gusta el clima húmedo y encapotado", asumió Amanda levantando la vista al cielo gris. Las nubes pasaban rápido, parecía que tendrían tormenta. Casandra logró desarmar a Diego de nuevo y trató de reducirlo, pero él aca­bó sujetándola del cuello con el brazo derecho.

–¿No ibas a enseñarle a luchar, Víctor? –le gruñó sin soltar el cepo–. Pues no ha servido de nada, continúa siendo una inútil.

Amanda pudo ver el cambio de expresión en los ojos de la adolescente, de la frustración a la oscura rabia.

–Un poco de paciencia –pidió Víctor–, ya...

Casandra le clavó un codazo a Diego en el costado con el brazo derecho y consiguió escurrirse. Se agachó para hacerle una especie de zancadilla y lo tumbó de espaldas. El Capitán golpeó el suelo con un quejido, resentido sobre todo por el codazo.

–Deberías dejar de beber –dijo Casandra observándolo desde su altura–. No te he dado en el hígado por casualidad.

–Serás... –masculló él palpándose el lugar afectado.

–¿Una inútil? –propuso la adolescente con desdén.

–Una idiota –Diego sacó otra pistola de dardos de algún lugar del inte­rior de la chaqueta y, antes de que la muchacha pudiera reaccionar, le disparó al estómago.

–Ahg –exclamó ella y cayó de rodillas.

–No te confíes hasta no asegurarte de que has desarmado al adversario.

–Cabrón... –murmuró Casandra desplomándose hacia delante, quedando a gatas–. Esta no es la chirriahuesos –se desclavó el dardo y trató de lanzár­selo, pero se golpeó a sí misma.

–Son los dardos F-3β, provocan mareo –explicó él incorporándose.

–¿Cuántas... armas... llevas? –resopló ella, estaba muy pálida.

–Eso tendrías que haberlo descubierto tú. Descansa –concedió desdeño­so–, aunque no te lo merezcas.

Amanda se estaba preguntando por qué el Capitán siempre tenía que acabar diciendo algo que encolerizara a Casandra, cuando él dio un paso hacia la pistola de dardos Z-12 que se había quedado a un par de metros y ella se lanzó en plancha para coger el arma primero, colocándose al instante bocarriba para apuntarle al pecho.

–Tal como estás, no podrás disparar –dijo Diego deteniéndose–, sobre todo después del movimiento brusco que acabas de hacer.

–¿Qué... te... apuestas? –resopló, su rostro había adquirido el color y el brillo de la cera–. Estás... a dos... metros...

–Pero sé que no quieres hacerlo, no te aliviará.

–Qué... sabrás... tú –se incorporó con lentitud sin dejar de apuntarlo.

–Si quisieras, ya lo habrías hecho.

–Cállate... –exigió entrecerrando los ojos, el sudor le resbalaba por la frente, pero ella se empeñó en ponerse en pie.

Él no esperó a que se levantara del todo, le arrebató la pistola con un violento movimiento que casi la tiró de espaldas. Casandra lo agarró por la muñeca derecha y lo mordió con saña para conseguir hacerse con la de los dardos F-3β. Diego le soltó un golpe en el estómago y ella retrocedió llevándose las manos a la boca, a punto de vomitar, pero había conseguido el arma. Antes de que el Capitán pudiera apartarse, le disparó en el muslo.

–Jah... si no te... he disparado... antes... –jadeó, observando con media sonrisa cómo el cincuentón se tambaleaba– era por...que no tenía... la pis­tola... adecuada –reprimió otra arcada, bufó y se desplomó.

–Esta chica no deja de sorprenderme –comentó Víctor acercándose a los combatientes caídos–. Diego, ¿cómo te las arreglas para acabar siempre en el suelo después de haberle acertado con un dardo? –planteó socarrón y se acuclilló junto a ella–. ¿Qué tal estás, pequeña?

–Agua –murmuró con un hilo de voz, estaba tirada de cualquier manera sobre el suelo de tierra apisonada, muy quieta con los ojos cerrados.

David se apresuró a acercarle la cantimplora y darle de beber.

–Muñecas –musitó levantándo los párpados, incapaz de enfocar la vista.

–Oh, sí, claro –le mojó el interior de las muñecas para refrescarla–. ¿Interior de los codos y cuello también?

–Sí –susurró dibujando una momentánea sonrisa, o quizás sólo fuera una mueca de fastidio.

Amanda se dio cuenta de que Diego los observaba a todos con los ojos entrecerrados, solo a los pies del árbol, y le dio un poco de pena, pero estaba claro que se lo merecía por lo mal que los trataba.

–Diego, ¿tú no quieres agua? –preguntó Casandra logrando sentarse con la ayuda de David.

Amanda la miró atónita. ¿Pero cómo, después de lo ocurrido, pensaba en ayudarlo?

–No estaría mal, pero ya veo que ninguno de éstos está por la labor –res­pondió él asqueado.

–Me acercaría, pero la tierra se ondula de una forma preocupante –se disculpó, mojándose una mano para llevársela a la nuca–. Dame un segundo.

–Ya lo hago yo –Amanda cogió otra cantimplora para dejarla sobre el regazo del Capitán, ya se las apañaría él–, pero no creo que se lo merezca.

–Pretendo ayudarla –se justificó el pistolero con un gruñido.

–¿A base de insultos, menosprecios y golpes? –cuestionó la joven.

–A mí eso me da igual –intervino Casandra.

–Eres demasiado buena –la acusó y a cambio recibió una mirada de ad­vertencia, como si fuera a ponerse a hablar de sanguijuelas para demostrar que no lo era–. Vale, lo retiro, pero tienes que reconocer que eres demasiado benevolente.

Ella dibujó una sonrisa torcida.

–Me da igual –su mirada estaba oscurecida por los mechones fuera de lugar–. No me importa que me insulte si lo hace para que ponga más empeño en el entrenamiento. Soy una inútil y una idiota, lo reconozco –de alguna manera consiguió una expresión diabólica a pesar del mareo–. Son las palabras amables que camuflan desprecio las que odio a muerte –silbó con rabia contenida.

Tragó saliva, sentía que lo decía por ella. "¿Voy a tener que dejar de ser amable para caerle bien? Qué chica más rara". Tenía un mal presentimiento.

Continuaron el viaje como si no hubiera ocurrido nada. Casandra supo­nía que sus compañeros de viaje no comprenderían cómo de repente se llevaba tan bien con Diego, si se podía considerar que ellos dos se llevasen bien. Había descubierto que era un buen escolta que pretendía protegerla y aceptaba lo frustrante que tenía que resultar mantener a salvo a una inútil como ella. Pero le estaba demostrando que, si le daba la oportunidad de aprender, sabría defenderse por sí misma, por lo menos de los borrachos con armas sin amartillar. Además, la agresividad del Capitán le permitía liberar la suya propia y eliminar la tensión acumulada durante años. Jamás una palabra de falso apoyo de sus amigas la había reconfortado tanto como acabar en el suelo a punto de vomitar o retorciéndose de dolor después de haber derribado al pistolero. Sí, aquello le hacía sentirse viva y feliz, y le daba igual que los demás la consideraran masoquista.

No alcanzaron ningún pueblo antes de la hora de comer, pero, puesto que las nubes amortiguaban el sol y el viento aliviaba el calor, no le importó almorzar al aire libre a base de embutidos y la fruta que llevaban.

Al terminar, Diego se sentó aparte para revisar sus armas y Casandra lo hizo tímidamente a su lado para poder observarlo.

–¿Qué miras? –le soltó él mientras vaciaba el cargador.

–A ti revisando tus pistolas –respondió ella con sequedad, como si le diera igual estar con él o contando las pulseras de Amanda.

Tuvieron un silencio en el que Casandra se deleitó observando las semi­automáticas, aunque los que ansiaba contemplar eran los revólveres.

–Compruebo que ninguna pieza se haya dañado con tanto golpe –expli­có Diego de repente.

Ella asintió.

–¿Y tú qué tal estás? –continuó él con brusquedad.

"Ya sabía yo que te preocupabas por mí".

–Bien. Mientras lo que tengan esos dardos no sea tóxico...

–No lo es. Siempre y cuando no te claves todo un cartucho entero –ad­virtió y, terminada la revisión, las guardó.

Casandra hizo una mueca para indicar que eso le parecía natural. Se había dado cuenta de que con el cincuentón podía mostrar buena parte de su verdadero yo, no todo, pero sí su lado asocial, hostil y duro. Lo mejor de todo era que así se ganaba su respeto.

–Deja que te mire ese brazo –indicó Diego señalando el derecho con el mentón–. Has hecho movimientos bruscos, lo mejor será echarle un vistazo.

La adolescente consideraba que no hacía falta, ya que las vendas perma­necían negras casi en su totalidad. Pero, al retirar la primera capa, resultó que había muchas zonas blancas.

–¿Es verdad que pego como una nena? –preguntó Casandra mientras su piel quedaba a la vista.

–Es lo que eres, ¿no? –le respondió el Capitán con sorna.

Hizo una mueca de asco.

–Soy una chica, no una nena –le aclaró con rabia.

–No te engañes.

Casandra apretó las mandíbulas reprimiendo los insultos hasta que se le ocurrió una contestación mejor.

–¿Y qué tal muerde esta nena? –preguntó después de haber visto las dos filas de puntos y rayas violáceas que todavía tenía él en la muñeca, una en la base del pulgar y otra en el interior, sobre las venas.

Diego la fulminó con la mirada de la roca y ella alzó las cejas con sufi­ciencia para hacerle ver que, si la atacaba, siempre estaría dispuesta a contra­atacar. También sentía una especie de retorcido orgullo por las profundas marcas que habían creado sus dientes en el escaso segundo que había podido morder. Se preguntó cuánto habría faltado para que sus colmillos perforaran la piel; les pasó la lengua, eran puntiagudos, pero no lo suficiente.

–¿Esto siempre lo has tenido aquí? –preguntó Diego cuando le hubo retirado la masa de vendas.

–¿Eh? –Casandra vio que él le señalaba el interior de la muñeca, el lugar donde tres líneas rojas y finas como un arañazo se entrecruzaban formando un dibujo casual–. No... no hasta que llegué a este lado de la Frontera.

–¿Te duele o pica? –se interesó él.

–Nnnno –respondió acercándose el brazo a la cara para observar la mar­ca, no estaba abultada ni pintada, era como si su piel hubiera cambiado de color. "Bien, un melanoma mágico"–. A ver si voy a ser alérgica a este lado.

–No digas chorradas. ¿Cuándo es la última vez que estás segura de que no lo tenías? –interrogó el cincuentón.

–El mes pasado, cuando me escayolaron por romperme la muñeca.

–Nos dimos cuenta cuando te cambié la venda después de encontrarte con ese FOBOS, ¿no? –intervino Amanda aproximándose y ella asintió.

–Y con el puto psicópata ese... –añadió Diego entrecerrando los ojos–. ¿Ese día la marca tenía este tamaño?

–No, sólo una línea.

–Joder... –masculló él.

La repentina mala leche, más de la habitual, del Capitán estaba empe­zando a preocupar a Casandra. ¿Qué era aquello?

–¿Crees que le soltó una maldición? –preguntó Amanda observando la marca con detenimiento.

–Pero, habría quemado las vendas, ¿no? –opinó David.

–No si era una maldición de calidad. Además, ese tipo de maldiciones no dejan rastro en la ropa –contestó Diego.

Amanda ahogó un grito con la mano.

–Pero... ese degenerado no tenía pinta de saber... Vamos, ese tipo de maldiciones sólo las sueltan cabrones como Averno.

"¿La pija preocupada y soltando tacos? Tengo algo grave. No, si no an­daba tan desencaminada con el melanoma". Casandra levantó la cabeza hacia Víctor esperando una explicación, pero se lo encontró blanco como la tiza, quizás incluso tirando a gris ceniciento. "Voy a palmar".

–Pero no has sentido malestar, ¿verdad? –preguntó David, empeñado en demostrar que no estaba maldita. Ella negó con la cabeza.

–Si es ésa, es de acción lenta –respondió Amanda.

–No sentirá mucho hasta que no se extienda más –añadió Diego.

Casandra tragó saliva, los nervios de acero de los que estaba tan orgu­llosa empezaban a fallarle.

–No es un Finite Tempus –aseguró Víctor con voz afectada.

–¿Y eso cómo lo sabes? –le espetó el Capitán.

–Las marcas de las maldiciones de tiempo son más oscuras, ocres, esta es demasiado roja –el joven aparentaba tranquilidad, pero sus ojos grises delataban su inquietud.

–Oh, vaya, ¿eres experto en diferenciar los tonos de las maldiciones? –le gruñó el cincuentón.

–Sé de maldiciones –Víctor acercó la nariz al antebrazo– y esto no lo es.

–No vamos a fiarnos de tu gusto para combinar colores, como mañana haya crecido... –empezó Diego.

–No es una Finite –insistió Víctor.

–Ahora sí que nos vendrían bien tus amigos Dobermans –continuó el Capitán como si no lo hubiera oído.

–¿Lo dices en serio? –se sorprendió David.

–Ellos que saben sobre maldiciones.

–Véndaselo, no se va a retraer porque lo estéis mirando –dijo Víctor con dureza, empezando a recoger las cosas.

–¿Qué es una maldición de tiempo? –preguntó Casandra a media voz, mientras Diego le ponía vendas nuevas.

–Todavía no podemos estar seguros de que lo sea –murmuró el jugador.

Hubo un tenso silencio hasta que el vendaje estuvo en su sitio.

–Una maldición horrible –respondió el Capitán–. No te mata al instante, sino que te trepa desde el lugar del impacto hasta el corazón, dejando a su paso una cicatriz rojiza.

–Que no es roja –insistió Víctor fuera de sus casillas–. Es tirando a ocre, así que no la asustes sin motivo. Sé sobre maldiciones –repitió para darse credibilidad, recuperando la calma.

–Y eso lo sabes porque te dedicas a... –empezó Diego, suspicaz.

–Es mejor que no lo sepáis –respondió cortante preparando su caballo.

"Sicario", terminó Casandra mentalmente y una parte de ella se aferró a la posibilidad de que la diferencia de color fuera su salvación, pero otra ya se veía en la tumba.

–¿Se puede curar? –preguntó a pesar de intuir la respuesta.

–No –contestó el Capitán poniéndose a la cabeza de la comitiva.

–¡Diego! –le chilló Amanda.

–¿Qué, prefieres que le mienta? –su agresividad iba en aumento. Casan­dra se lo tomó como una muestra de preocupación, pero eso no le aliviaba el ladrillo del estómago, sentía que iba a vomitar más que con las F-3β.

–Confía en mí –le pidió Víctor.

Ella no podía hablar, quería saber cuánto tiempo le quedaría, pero no se atrevía a preguntar.

–Confía en mí –insistió él cogiéndole las manos.

Casandra asintió, un tanto turbada por el contacto, pero nada superaba el pánico sordo que se había adueñado de ella.

–Eh, mírame –le levantó la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos–. No les hagas caso, no es una Finite Tempus. Créeme, no vas a morir.

Casandra asintió, esa vez en serio, porque lo creía, sentía que sus ojos eran sinceros. De repente se encontró entre los brazos del joven, que la reconfortaba eliminando cualquier resto de temor, pero dejando paso a la vergüenza. Entonces cayó en la cuenta de que las manos que la consolaban se suponía que eran las de un sicario, por lo que habrían matado gente, y el morbo empeoró la situación.

–¿Estás bien? –preguntó Víctor soltándola.

–Sí... –Casandra trató de colocarse la máscara impasible, pero tenía la sensación de que el sonrojo escaparía por las grietas que la estaban quebran­do aquellos últimos días.

Él asintió levemente, como si le hubiera leído el pensamiento y no le importase, y fue a montar en su caballo. Ella subió en Tempestad sabiendo lo extraño que había sido el cambio emocional, que unos segundos atrás empe­zara a sufrir una crisis de ansiedad y que ahora estuviera segura de que no iba a morir, segura al cien por cien. Amanda la miró atónita, pero no dijo nada, se volvió hacia el joven de ojos grises para fulminarlo con la mirada.

David se mantuvo alejado de Víctor, cada vez le daba más mala espina, y no sólo era que hubiera bromeado con su trabajo en Ergat, todo en él le advertía de que escondía algo. Quizás fuera un sicario, quizás un FOBOS de paisano o tal vez un brujo oscuro. También podría no ser nada. Pero estaba claro que a Casandra no la había convencido de una forma normal. Se lo habría comentado a Diego si no fuera por los espesos nubarrones que se cernían sobre él, cualquiera que fuera con una idiotez sufriría su ira. Aunque era de comprender, una maldición de tiempo era algo horrible con un nombre que no estaba a la altura. Se llamaba así porque, dependiendo de dónde hubiera impactado, reducía la vida a un periodo de tiempo pre­ciso, sin posibilidad de alargarlo: el tiempo que la marca tardara en llegar al corazón. Era una muerte en vida, una tortura de una crueldad extremada, como una espada de Damocles con un reloj de arena incorporado.

Observó a Casandra cabalgar despreocupada, tal y como se había levanta­do aquella mañana. Algo le había hecho Víctor para calmarla, pero, si resul­taba ser la Finite, iban a necesitar algo más que hipnosis básica para evitar que la pobre se deprimiese. Decidió que tendría que estar a su lado para apoyarla, porque ese tipo de malditos solía suicidarse antes de que la marca llegara a diez centímetros del corazón, y eso eran diez semanas segadas.

Pasaron las horas y, poco a poco, las dudas regresaron para carcomer sus entrañas. ¿Y si tenía la Finite Tempus? ¿Y si Víctor la había hechizado para calmarla y que no montara un numerito? ¿Y si era verdad que iba a...? Se miró el brazo vendado con aprensión.

–¿Con qué rapidez se extendería? –preguntó Casandra con un susurro cuando el miedo volvió a estrangularle el pecho.

Diego hizo como que no la había oído, quizás no lo hubiera hecho, Amanda y David le enviaron miradas preocupadas, pero no respondieron tampoco. Lo repitió expresamente para el supuesto sicario con conocimien­tos sobre maldiciones:

–¿Cuánto?

Víctor tardó más de un minuto en contestar, cuando Casandra ya lo daba por perdido.

–Más o menos... un centímetro a la semana –informó sin mirarla a la cara–. Tendrías que medirte la distancia más corta al corazón en centíme­tros y esa sería tu esperanza de vida en semanas, día arriba, día abajo.

–Ah... –sintió la urgente necesidad de obtener una cinta métrica y, en su defecto, utilizó los dedos– cuarenta semanas... no llegaría ni a mi...

–Le echo unas sesenta –la interrumpió Víctor–, poco más de un año.

"Perfecto, llegaría a los dieciséis, moriría joven y... no, bella, no".

–¿Y si... –Casandra tragó saliva– me cortara el brazo?

–Acortarías tu vida –continuó explicando él–. La de Tiempo es una mal­dición muy sádica. Traza el camino en tu carne, desde el lugar de impacto hasta el corazón, en el primer instante. Después se lo toma con tranquilidad, pero si cortas por algún sitio, la maldición continuará justo por el borde.

–Agh, qué mierda –masculló ella y cerró los ojos tratando de pensar–. ¿Y no tiene ninguna cura?

–Ningún humano es inmune, todos caen.

Casandra bufó desesperada, pero entonces se dio cuenta.

–¿Las otras... razas son inmunes?

–Jamás he oído hablar sobre un hada maldecida con la Finite Tempus.

–¿Funciona igual con todos? Quiero decir... si se deja de ser humano...

La mirada de Diego fue fulminante, la sintió como un balazo clavándose en su pecho. Por su expresión dedujo que la prefería agonizando antes que convertida en un bicho. Casandra entornó los ojos, era pronto para pensar en ello, todavía quedaba la posibilidad de que Víctor tuviera razón y no estuviera condenaba, pero si lo estaba...

Amanda tragó saliva. La pregunta y la mirada de Casandra la habían hecho llegar a la conclusión de que no tendría reparos en convertirse en... Un escalofrío ascendió por su espalda, cada vez le resultaba más difícil com­partir habitación con ella. Comprendía que no quisiese morir, pero cada día era más terrorífica.

Casandra se impuso calma, no podía dejarse llevar por el pánico, aún no se había confirmado que estuviera maldita. "Como sea alérgica a las vendas o algo por el estilo..." Respiró hondo y espoleó a Tempestad para que galopara más rápido, la emoción de ir cortando el viento desplazaba un poco la ansiedad.

"Tengo que ponerme en contacto con los FOBOS cuanto antes". Cruzó los dedos para encontrárselos, como a diario, en el siguiente pueblo.

Sólo falta que hoy...

"¡Calla!"

–¡Eh, Casandra, para! –escuchó el grito de David a su espalda.

Hizo que la yegua se detuviera en seco y se maravilló del dominio que había adquirido en pocos días. Aunque debía reconocer que Tempestad, a pesar de ser orgullosa y agresiva, cumplía todas sus órdenes antes incluso de que las formulara.

–¿Sí?

–Vas demasiado rápido. Además, es hora de descansar.

–No me había dado cuenta de que iba la primera –respondió con tono nervioso volviendo con ellos–. Resulta que no estoy cansada.

Prefería el dolor físico al emocional o psicológico, y la forma en la que se estrangulaba las manos con las riendas lo atestiguaba.

–¿Nadie quiere echar una carrera? –propuso y las miradas que recibió resquebrajaron sus nervios, tristes, apesadumbradas, de luto ya. "No os derrumbéis vosotros también".

–Baja del caballo –le ordenó Diego.

–Vale, vale, aguafiestas –refunfuñó bajando de un salto, miró hacia el hori­zonte y contó hasta cinco–. ¿Y entrenar? Víctor, ayer nos saltamos una sesi... –entonces se dio cuenta de que el joven se alejaba de ellos con la mochila al hombro, entre las encinas–. ¿Capitán? –continuó con una nota de pánico–. Le has dicho a Víctor que no sabe enseñarme a pelear, ¿lo haces tú? –no obtuvo respuesta, comenzaron a temblarle las manos–. ¿O sólo enseñas con armas de fuego? ¿Repetimos o me dejas ser esta vez la atracadora?

–¿Pretendes que te deje una de mis pistolas? –gruñó él.

–Sí, ¿por qué no? Te cuidaré bien la chirriahuesos. Por ejemplo.

Diego negó con la cabeza y ella se mordió el labio inferior. ¿Cómo podía explicarles que la única manera de evitar que se pusiera a gritar como una loca era hacerse daño? Retrocedió, tenía que encontrar la forma... Los tron­cos nudosos eran tentadores, chocar de frente contra uno de ellos seguro que haría que dejara de pensar en la muerte a medio plazo, pero dudaba que sus compañeros de viaje le permitieran repetirlo todas las veces necesarias.

–Voy a estirar las piernas –murmuró Casandra acelerando el paso.

Esquivando la vegetación, alargó la zancada y acabó corriendo colina arri­ba con todas sus fuerzas, obligando a los músculos a trabajar al límite, hasta que doliera deliciosamente, hasta que los latidos de su desbocado y seden­tario corazón acallaran cualquier rumor de miedo. La falta de aire le avisó de que debería aminorar, pero la ignoró y lo siguiente fueron pinchazos en los pulmones y una opresión en el pecho como el de una losa de roca. Pero continuó corriendo, cada vez más desganada, rozándose con todas las ramas y arbustos. Se le nubló la vista y siguió, quería que le doliera, quería sufrir tanto que no hubiera sitio para sufrimientos futuros. Cuando llegó a la cima del promontorio, las piernas se convirtieron en gelatina lanzándola de bruces contra el suelo. Detuvo el golpe con las manos, raspándoselas con las piedras. Se sentó y dejó caer la frente contra las rodillas.

Durante unos minutos, lo único que oyó fueron los jadeos con los que trataba de mantenerse en el mundo de los vivos. De vez en cuando, un moscardón pasaba cerca o una racha de viento movía las hojas. La boca, la garganta y los pulmones le ardían como si estuvieran en carne viva, el pecho se negaba a subir y bajar como era debido y emitía silbidos agónicos, las piernas parecían habérsele disuelto, sentía pinchazos en un costado y conti­nuaba teniendo la vista nublada. Dolía, no tanto como un dardo Z-12, pero dolía. Dibujó una sonrisa masoquista.

–¿Dando un paseo? –preguntó una voz masculina frente a ella.

Se hubiera sobresaltado de haber podido. Levantó la cabeza y se encon­tró con Víctor.

–Tú... también... –jadeó Casandra limpiándose el sudor de la frente con la manga de la sudadera FOBOS.

–Se podría decir que la naturaleza me llamaba. ¿Puedo sentarme?

Ella se encogió de hombros.

–Haz lo que quieras... el campo no es mío...

–Menuda forma de correr –comentó Víctor sentándose a su lado.

–Como un... pato... –murmuró. Tenía que idear la siguiente tortura.

–Con un poco de práctica...

–Supongo que en un año... podría llegar a correr mejor... –se quitó las gafas para limpiarlas con la camiseta negra salpicada de supuesta sangre.

–No vas a morir, por lo menos no por una maldición de Tiempo.

–Eso no es... lo que dicen... los demás –Casandra se colocó las gafas de pasta en su sitio y se encontró a Víctor mirando a la lejanía.

–Los demás han visto una marca roja que crece con los días –masculló.

–¿Y tú que has visto?

–Yo... –suspiró–. Yo vi cómo un compañero se consumía con una Finite Tempus que sólo le dio seis meses.

–Oh... lo siento –musitó Casandra.

–Y era ocre. Y en tu piel pálida es imposible confundirse de tono.

–De acuerdo... –tenía que darle la razón, estaba claro que conocía la puñetera maldición.

Tuvieron un pequeño silencio que él se encargó de cortar.

–¿Corrías por el pánico?

–Corría para que no me diera el pánico –puntualizó Casandra.

–¿Para liberar tensiones?

–Supongo.

–Te estás clavando las uñas en las palmas –le advirtió.

–Lo sé, lo hago a menudo –rumió avergonzada–. No es suficiente –consi­deró contemplando las medias lunas que tenía en la palma de la izquierda–. Diego no me ha dejado la pistola de Z-12.

–Te hubieras disparado a ti misma, ¿verdad?

Ella se encogió de hombros. Sí, esa había sido su idea al pedírsela.

–No tienes la maldición de Tiempo –insistió Víctor por enésima vez–. Pero, si la tuvieras... ¿qué harías, suicidarte?

–Jeh, ¿lo dices por mis ansias de hacerme daño? Por favor, si muero, no podré seguir torturándome –la mueca sarcástica apareció en sus labios como si acabara de abrirla con bisturí–. Conociéndome... no, no me suicidaría, pero estaría tan deprimida que sería una suicida. Aceptaría las propuestas de los FOBOS de hacer de cebo y... –crispó las manos marcando los tendones– soy demasiado inútil para ayudarte, ¿verdad?

–¿Quieres meterte a sicaria? –preguntó divertido–. Nada como encarar a alguien a la Muerte para descubrir cómo es.

–Pero yo no quiero cargarme a cualquiera, aunque sea demasiado idílico, quiero que se lo merezca y... –ya sentía la sangre chorreando por sus dedos.

–Hablas como una Doberman Alfa, tuvieron buen ojo al elegirte –opinó sonriendo con tristeza–. El cabrón que maldijo a mi compañero sigue libre.

–Perfecto –contestó sin pensar.

–¿Y si fuera una buena persona? –planteó Víctor–. Quiero decir, en nuestro trabajo creamos enemigos...

–Una buena persona no lanzaría una maldición tan sádica. A no ser que... No mataríais a su familia o amigos y él se vengó, ¿verdad?

–Ese tío nunca ha tenido familia ni amigos, no fue personal. Estábamos en medio y... mi compañero se llevó la peor parte.

–En ese caso... –le quedaban algunas cuestiones, pero, qué demonios, si iba a morir en un año, no se andaría con remilgos.

Lo miró de reojo y suspiró internamente. Le costaba admitirlo, pero había algo en él que la atraía sin remedio, y no era el morbo de que fuera mayor o sicario, ni guapo; era algo más profundo, relacionado con su barba de dos o tres días, sus ojos plomizos, los mechones despeinados y la langui­dez o agresividad de sus movimientos. Se hubiera recostado contra su hom­bro fingiendo estar cansada, que lo estaba, pero aquél no era su estilo.

Si vas a morir en un año, más te vale cambiar de estilo, le siseó el diablillo.

–Voy a buscarla –anunció Amanda un minuto después de que la adoles­cente hubiera desaparecido entre la vegetación.

La había pillado desprevenida. En un principio, su alegre insistencia para entrenar la había descolocado, y acababa de caer en la cuenta de que había sido un intento infructuoso por mantenerse calmada. Durante un ins­tante había visto el pánico en sus ojos, justo antes de que saliera corriendo. Esperaba que se pusiera a gritar, que llorara, que se desmayara... pero no que saliera corriendo como alma que llevara el diablo.

Resultó fácil seguirla, había dejado un rastro visible, huellas en el suelo, ramas rotas, hierbas dobladas y pisoteadas, por no decir que además iba prácticamente en línea recta. Caminó a paso vivo pero sin correr, tenía que mantener la calma, alguien tenía que hacerlo. La encontró sentada junto a Víctor, tenía las mejillas encendidas por la carrera, pero ni con esas se des­prendía de su sudadera negra. Mientras se acercaba a ellos, pensó que ha­cían una extraña pareja. Pese a la diferencia de edad, aunque ella fuera del otro lado de la Frontera y no tuviera ni pizca de magia, daba la sensación de que tenían mucho en común. Él permanecía serio, pero no la miraba con compasión ni pena, simplemente estaba junto a ella. Quizás fuera aquello lo que le gustara a Casandra, tal vez por eso no conseguía congeniar con ella.

"Tengo que ser fuerte, tengo que ser dura, se lo merece". Pero Amanda no sabía qué tenía que hacer, ¿saludar como si no hubiera ocurrido nada o interesarse por su estado emocional? Reparó en la mueca irónica que tenía cincelada la adolescente en la cara y decidió mostrarse despreocupada.

–Es fácil seguirte el rastro –comentó Amanda plantándose delante.

Casandra amplió la mueca sarcástica, para ponerse seria un segundo después. "La he pifiado", pensó la joven.

–Perfecto para ser un cebo, fatal para ser una sicaria –murmuró la ado­lescente y la mueca regresó a sus labios.

–¿Qué...? –empezó Amanda aturdida.

–Plantea dedicar su último año a ser FOBOS Alfa –le respondió Víctor con una leve sonrisa torcida–, o por libre si no la aceptan –añadió encogién­dose de hombros–. No me hace caso.

–Que te creo –lo contradijo Casandra–, eres un experto en la maldición, vale, pero soy tan insegura que siempre me quedará la duda.

"¿Experto en la Finite? ¿Qué le habrá contado?" Víctor era el único que le daba peores vibraciones que la transfronteriza; era amable y parecía buen tipo, lo que se decía un tío legal... Eso parecía. Pero había algo en él que la inquietaba, un misterio que le hubiera resultado atrayente de no ser ella tan prudente. Estaba demasiado acostumbrada a pensar en frío como para dejarse llevar por las pasiones. Además, si ahondaba en sus ojos grises, se le ponían literalmente los pelos de punta. Era algo irracional e intangible, co­mo las miradas torvas de Casandra. Algo que se agazapaba dentro de él.

–Bueno, pensar en la muerte de vez en cuando no está mal, aclara las ideas y ordena las prioridades –aceptó Víctor poniendo una mano sobre la cabeza de Casandra, que se estremeció y bajó la vista un instante, antes de volverse hacia él como si no ocurriera nada.

–Sería divertido hacer creer a la gente que va a morir y observar qué ha­ce –opinó Casandra sádica–. Un estudio psicológico, ya sabéis –añadió más comedida, se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones grises.

–Por eso metieron al Doctor Kreuz en Redención –comunicó Amanda.

–¿Por hacer estudios psicológicos?

–Por hacer experimentos sádicos –puntualizó la joven.

–Oh, no creo que sea para tanto. Mientas no se deje que las cobayas ha­gan demasiadas temeridades... –sonrió maliciosa.

Amanda tenía la teoría de que las situaciones tensas desvelaban la verdad sobre la gente, les demostraba que la máscara que utilizaban a diario para pa­sar inadvertidos no les servía de mucho. Y la verdad sobre Casandra atacaba a sus peores temores. "Aún así, es una buena chica del otro lado de la Frontera, no sabe cómo son ellos en realidad", trató de convencerse.

De vuelta al lugar donde se habían quedado los demás, asistió a cómo Casandra arreaba patadas y puñetazos a los árboles, o se golpeaba los antebra­zos al pasar, sobre todo el derecho. No lo hacía con saña ni odio, actuaba como si nada, asestando los golpes y continuando adelante sin más.

Casandra saludó a Diego y David con un movimiento de cabeza para cada uno y montó en Tempestad. La crisis había pasado y podría estar tranquila durante un par de horas por lo menos, apoyándose en el juramento de Víc­tor. Cabalgaron en silencio bajo los nubarrones oscuros traídos por las cada vez más insistentes ráfagas de viento nordeste.

Al bajar el cerro divisaron una pequeña ciudad en el fondo. "Tengo que encontrar un FOBOS. Venga, Dobermans, no me abandonéis hoy", se dijo apretando como un amuleto la sudadera que había tenido que cerrar al caer la tarde. Una vez en la población, repitieron la rutina de buscar hotel y, des­pués, un restaurante.

–Todavía no tengo hambre, voy a dar una vuelta –comunicó Casandra girando sobre sus talones, tan ansiosa por empezar la búsqueda que no se molestó en comprobar cómo se lo tomaban sus compañeros de viaje.

–Voy contigo –dijo Amanda uniéndose a su paseo.

–¿No te fías de mi capacidad para no meterme en líos? –preguntó jocosa, mirando de continuo a uno y otro lado, no fueran a pasar junto a un FOBOS que decidiera no acosarla.

–Ah, ¿pero tienes esa capacidad? ¿Y cuándo piensas ponerla en prácti­ca? –respondió la joven con el mismo tono.

–Voy a buscar Dobermans –advirtió Casandra.

–Lo sé, pero sigues necesitando que te protejan.

–¿Y tú puedes protegerme? –cuestionó socarrona, asomándose a la puer­ta de un bar en busca de los conocidos uniformes. Nada. Si no encontraba ninguno en la primera ronda de reconocimiento, entraría en los estableci­mientos para preguntar directamente por ellos.

–Al fin y al cabo, soy tu escolta.

–¿Por ser una simple repartidora? –planteó girándose hacia ella con ex­presión maliciosa–. Aléjate de mí o adivinaré lo que eres.

Amanda palideció de golpe, pero en seguida se recompuso.

–¡No te metas con mi oficio!

Sonó tan sincero y ofendido que Casandra no supo qué responder, por lo que se limitó a reír malévola, como si fuera una broma pesada, y conti­nuó calle abajo mientras las nubes de tormenta se cernían sobre la ciudad. No se cruzaron con mucha gente por el camino y ninguno encajaba en el perfil de FOBOS, aunque no sabría especificar si había una pauta común en ellos. Pasaron junto a un local nocturno que acababa de abrir, quiso aso­marse al interior, pero un hombre enorme se interpuso como un muro.

–¿A dónde te crees que vas, enana? –inquirió el portero.

–Eh... Busco a alguien –murmuró aturdida por la imponente mole hu­mana, enfundada en cuero, tachuelas de acero y un collar de pinchos.

Él la examinó de arriba abajo, después a Amanda y de nuevo a ella.

–¿Alguien en especial o cualquier Doberman te vale? –preguntó enar­cando una ceja.

–Lo segundo –contestó Casandra sin mostrar sorpresa. "Qué rápido me ha calado, espero que sólo por la sudadera".

–Ahora mismo no hay ninguno, acabamos de abrir. Vuelve más tarde.

Casandra frunció el ceño, preguntándose si diría la verdad, si sería bro­ma o si le prepararía un linchamiento por ser protegida de los FOBOS.

–Oh, estás de suerte –dijo él mirando por encima de ellas.

Casandra no había terminado de girarse cuando la escuchó.

–Pero mira a quién tenemos aquí –canturreó la mujer atrapándola entre sus brazos para plantarle dos besos en las mejillas–. Divertida la clase de tiro, ¿eh, picaruela?

Casandra parpadeó, más aturdida aún, y no se reubicó en la Tierra hasta que la mujer no la hubo soltado.

–No te esperaba tan pronto, arañita –dijo el portero con una suavidad de la que hacían poca gala los de su gremio.

–Ay, Héctor, que ya sé que te morías por verme –se acercó a él y, pese a su alta estatura y las botas de tacón y plataforma, el portero la seguía aven­tajando en media cabeza. Aún así, ella le plantó dos besos en las mejillas con barba de cinco días–. Pues iba a cenar al restaurante de ahí arriba, para volver aquí a bailar –la frase que había empezado con alegre inocencia aca­bó juguetona.

–E-Estas chicas te andaban buscando –informó él, más rojo que un tomate–. A los tuyos, vamos.

–¿Ah, sí? ¿Y eso? –Aracne se volvió hacia ellas, dirigiendo la mirada por primera vez a Amanda.

–Eh... –a Casandra no le salían las palabras en medio de la calle, delante de Héctor.

Aracne debió de darse cuenta de la gravedad de su mirada.

–Vamos dentro.

–Ni hablar, ella no tiene la edad permitida –se negó la torre humana señalando a la adolescente.

–Oh, vamos, haz la vista gorda –le rogó la mujer, zalamera.

–Ni hablar, todavía le falta un año.

"¿Un año? O aquí la edad está rebajada o vuelven a pensarse que soy ma­yor", pensó, pero su cara no la delató, aunque de eso se encargó la FOBOS.

–Te equivocas, le faltan tres.

Héctor le lanzó una mirada estupefacta a Casandra, que asintió humilde.

–Pues con mayor razón.

–Héctor, ¿tengo que recordarte quién soy? –Aracne se aproximó ame­nazadora, con los ojos a la altura de su boca, aun así, imponía.

–Tú serás FOBOS, pero yo soy el portero de este local –respondió sin achantarse–, y si yo digo que no pasa...

–Héctor, cariño –lo interrumpió suavizando la voz, más que una arañita, parecía una sinuosa y tentadora serpiente–. Tienes el local todavía vacío –le acarició la barbilla con el índice acabado en una larga uña pintada de morado, como su vestido–, no pasará nada porque la dejes entrar, ¿verdad? –sus parpados cayeron con lentitud, abanicándolo con las espesas pestañas negras.

–Eh...

El pobre portero parecía haber sufrido un cortocircuito, no atinaba a contestar, algo que Casandra comprendía, ya que Aracne era muy atractiva, el tipo de mujer que hacía que los hombres la siguieran como perritos falde­ros casi sin esfuerzo y que las de su mismo género la mirasen celosas.

Aquella noche Aracne lucía un vestido de fiesta morado, de tirantes finos, sugerente escote, corte irregular y oblicuo a la altura de los muslos, como si se hubiera dejado el resto pillado en una puerta, botas negras de tacón y plataforma con caña hasta la rodilla, sobre medias de rejilla de telaraña, al igual que los manguitos que llevaba hasta el codo. El pelo azabache le caía hasta las caderas como una perfecta cascada de oscuridad y el flequillo le ocultaba el ojo izquierdo dándole un toque misterioso y sensual. De vez en cuando se movía de su sitio dejando ver el par de ojos gemelos delineados de negro, de irises verde oscuro y pestañas kilométricas.

–¿Sí, cariño? –susurró Aracne con suavidad.

–Podéis pasar –cedió Héctor cerrando los ojos un momento, vencido–, pero si el local empieza a llenarse, la sacas de...

–¡Eres un sol! –exclamó ella entusiasmada, lo abrazo y le dio otros dos besos en la mejilla–. Vamos, chicas.

Entraron en la discoteca, dejando al aturdido portero en la entrada. Se trataba de un amplio recinto rectangular, más largo que ancho, con una extensa barra a mano derecha y unas mesas al fondo, separadas de la pista de baile por un par de columnas y una verja de madera. Cruzaron la zona vacía, Aracne saludó a los camareros y se subieron a la tarima, donde pudie­ron sentarse en torno a una mesa redonda.

–Conoces a todos –comentó Casandra, sorprendida por su sociabilidad.

–Conozco a mucha gente de muchos sitios –respondió la FOBOS sacan­do un espejo circular del pequeño bolso negro que pendía de su brazo–. ¿Y bien? ¿Tienes algún problema o echabas de menos nuestra compañía?

–Las dos cosas –dijo Casandra tratando de mostrarse despreocupada.

–Es bueno saber lo segundo –le sonrió al espejito, en el que compro­baba que el maquillaje siguiera en su sitio–. Pero lo primero... ¿alguien de quien quieras que nos encarguemos? –propuso dejando el espejo sobre la mesa y prestándole toda su atención.

–¿Eh? ¡No! Nunca pediría eso –exclamó más ofendida que escandalizada.

–¿Jamás? –tentó Aracne.

–Si tuviera algo contra alguien... a lo sumo os pediría apoyo –contestó a media voz. Estaba chuleándose, sí, pero era lo que le gustaría hacer. De tener la experiencia necesaria en combate, claro.

–Cierto, he oído que eres de pegar con tus manos, o un candelabro en su defecto. ¿Entonces qué tipo de problema tienes? –preguntó Aracne ba­jando las cejas y dejando a un lado las bromas.

–Creen que... –miró de reojo a Amanda, que permanecía quieta como una estatua– me han echado una maldición... –la FOBOS enarcó las cejas, escéptica– de Tiempo.

La cara de Aracne se convirtió en una máscara de piedra, sombría y dura.

–¿Estás segura? –preguntó con sinceridad.

–¿Yo? Qué va, si yo no sé...

La Doberman se volvió hacia Amanda, inquisitiva.

–Nos dimos cuenta de que tenía una marca en el interior de la muñeca después de la noche en la que un compañero tuyo la utilizó de cebo –dijo Amanda con tono acusador–, pero creímos que no sería más que un golpe que las vendas no habían podido curar, ya que se quedaron totalmente blancas. Ayer por la mañana vimos que, en vez de ser una línea, ya eran dos, pero... la conversación que teníamos en ese momento le restó impor­tancia al descubrimiento.

Casandra hizo una mueca sarcástica al recordar que dicha conversación había tratado sobre que ella se hubiese encontrado con Aracne y el Novato.

–Esta mañana hemos comprobado que la marca roja había crecido y se nos ha ocurrido que, quizás, podría ser una maldición de... Tiempo –la voz de Amanda vaciló, no estaba segura de lo que decía.

–¿Cómo ha crecido? –se interesó la FOBOS.

–Ahora son tres líneas.

Aracne permaneció pensativa unos segundos.

–No sabía de Finite Tempus que se expandieran así...

–Si quieres verla... –Casandra se levantó la manga de la sudadera, dis­puesta a quitarse las vendas.

–No, no hace falta, os creo. De todos modos, yo no soy una experta en ese tipo de maldiciones –admitió con mueca de fastidio–. Casandra –le tomó la diestra–, ¿sabes lo que ocurriría en el caso de que realmente la tuvieras?

Casandra asintió una vez, aturdida por el repentino contacto.

–Así me gusta, sé fuerte –Aracne dejó libre su mano, cogió el espejito para volver a mirarse en él, pero esa vez pasó los dedos por el marco mientras sus labios parecían recitar un hechizo–. Buenas noches, Capitán –saludó am­pliando la sonrisa.

Por culpa de la música, Casandra no pudo escuchar la respuesta, pero supuso que se estaría comunicando del mismo modo que Iskio con el gran espejo de la mansión destartalada de Ritara.

–No, Sid, no voy a fardar de con cuántos he ligado, he encontrado problemas antes. Aunque, con mis encantos he conseguido que una menor entre en una discoteca –añadió orgullosa–. Sí, los problemas. ¿Recuerdas que hace dos noches el Novato y yo te dijimos que nos habíamos encon­trado con la protegida de la que todos hablan?

La aludida abrió mucho los ojos. "¿De la que todos hablan? ¿Todos ha­blan de mí?", se preguntó Casandra estupefacta.

–¡No me puedo creer que no aprovecharas para declararte a Coryne como te dije! Lo vuestro ya es delito –le reprochó al espejo–. Sí, ya voy, pero que sepas que me decepcionaste –apretó los labios, fastidiada–. El caso es que la escolta de Candelabro cree que le han echado una Finite Tempus –es­peró para escuchar lo que la voz del otro lado decía, que debía de haber subido el volumen, ya que se podía escuchar el rumor a través de la música–. Ya sabes que yo no sé identificarla a simple vista –se excusó–. ¿Los Alfa-2 no está cerca? Tengo oído que Apocalipsis rondaba por Niende. Vaya, hombre, hasta allí han tenido que irse, con lo bien que nos vendría Chamán –suspiró–. ¿Eh? Sí, él tendrá que valer –desvió los ojos para echarles un vistazo a las dos chicas que esperaban–. Yo me encargo. Nos vemos a medianoche –recorrió el marco con los dedos de nuevo, en sentido contrario esta vez, y guardó el espejo en el bolso–. Luego te mirará un especialista.

Casandra asintió, esperaba que fuera una falsa alarma. Aunque, en el fondo de su alma, muy en el fondo, una parte de ella ansiaba que fuera cierto. De ese modo, al saber que le quedaba un año, no tendría reparos en hacer lo que se le antojara por primera vez en su vida.

–¿Dónde vais a cenar? –se interesó Aracne.

–En el restaurante de lo alto de la calle –respondió Amanda.

–Vaya, el mismo al que iba yo –se lamentó torciendo los labios–. Ten­dré que buscarme algún bocadillo en uno de los bares.

–¿Por qué? –pregunto Casandra con brusquedad.

–Prefiero que no se sepa cuál es mi trabajo, a no ser que se lo tomen bien, como Héctor, o que sea imprescindible para imponer orden. Pero, si me presento con vosotras, vuestros compañeros supondrán lo que soy y crearé mal ambiente.

–A mí me da igual. Además, ¿no pedía Diego a los FOBOS? –la adoles­cente se dirigió a Amanda.

La joven asintió, algo recelosa, pero no se negó. Al fin y al cabo, los Dobermans iban a prestarles su ayuda.

–Oh, gracias. Prometo que me portaré bien –dijo Aracne poniéndose en pie, feliz por la invitación–, yo no hago llorar sangre.

–Fue divertido –comentó Casandra recordando los gritos de pánico de los comensales del rincón.

–Tarada –murmuró Amanda saliendo a la pista de baile.

–Lo siento, Héctor, no volveré hasta última hora –se disculpó la arañita con el portero antes de echar a andar calle arriba.

–¿Nos seguís o casualmente tenemos la misma ruta? –interrogó Aman­da, suspicaz.

Aracne le dedicó una sonrisa falsa y, lejos de responder, contraatacó:

–Un compañero mío te idolatra, ¿podrías firmarme un autógrafo para él?

La supuesta mensajera palideció de repente, más que cuando Casandra había amenazado con que adivinaría lo que era. La adolescente le hubiera echado en cara que aquello no encajaba con su supuesto trabajo, pero se abstuvo para no provocar que, de tanto presionarla, Amanda huyera.

–No sé por qué iba a idolatrarme un FOBOS, tienes que estar equivocán­dote de persona –su voz sonaba sincera y su rostro reflejaba aturdimiento.

–Me habré liado –aceptó Aracne, pero sus ojos brillaban maliciosos.

Llegaron al restaurante en silencio y Casandra se preparó para tratar de conseguir congeniar a sus compañeros de viaje con la Doberman.

–¿Quién eres? –le soltó Diego nada más verla.

–Aracne –respondió ella llevándose una mano a la cadera.

–¿Equipo?

–Beta-3. Soldado. ¿Es suficiente, pistolero?

El cincuentón hizo un gesto, desentendiéndose del tema, y dio un trago a su vaso de vino, a saber si era el segundo o el octavo.

–Buenas noches –Aracne, en vez de desanimarse por la fría bienvenida por parte de Diego, pasó a saludar al resto de la escolta. Le plantó dos be­sos a David, que la miraba atontado, y otros dos a Víctor, que mantuvo las distancias–. ¿Os importa que cene con vosotros? Más tarde tengo que llevar a Casandra a que comprueben si tiene una Finite Tempus –añadió seria.

Nadie le puso pegas después de aquella aclaración y los seis compartieron mesa. Casandra se puso a mano derecha de la Doberman para intentar suavizar lo más posible la situación, aunque David no tuvo problemas para colocarse a su izquierda. Para su sorpresa, fue la cena más alegre y distendida hasta la fecha. Aracne no alardeó en ningún momento de aficiones como aterrar ciudadanos o cazar asesinos en las noches de tormenta, se comportó como una muchacha normal y extrovertida que podía charlar sobre cualquier tema. Su sonrisa franca y sus risueños ojos verde oscuro fueron ganándose la confianza de los comensales, hasta el punto de que Amanda y Víctor dejaron de tratarla con frialdad, incluso en la mirada de él se pudo atisbar una chispa de cariño. Sólo Diego permanecía inamovible y duro como la roca que era.

–¿Quién dices que va a examinarla? –interrogó cortando la amena charla.

–Un doctor –respondió Aracne con tono misterioso.

–¿FOBOS? –continuó hablándole desde el otro extremo de la mesa.

–No, pero nos ha demostrado que es eficiente y de confianza.

–¿Qué doctor? –insistió Diego.

Aracne dibujó una mueca maliciosa que les rememoró a todos su trabajo y que Casandra interpretó como un "deberías suponerlo". Recordó a Kielan Kreuz, preso huido de la cárcel que hacía palidecer a psicópatas asesinos. Tragó saliva y agarró con fuerza los cubiertos a pesar de que ya no quedaba nada en su plato.

–¿Por qué no hablamos de tu última hazaña, pistolero? –Aracne se incli­nó sobre la mesa entrelazando las manos, desafiante.

Diego la aniquiló con la mirada, se puso en pie con brusquedad y se fue en busca del bar. Algo le decía a Casandra que aquella noche caería una bote­lla entera de whisky. Se mordió el labio inferior y, tras dudar unos segundos, fue tras él. En efecto, se lo encontró pidiendo una ración doble de la bebida espirituosa.

–Eh, Capitán, por favor...

–¿Por favor qué?

–No te pases con la bebida –pidió Casandra, casi rogó.

–¿Sabes con quién pretende llevarte? –preguntó con dureza recibiendo el vaso por parte del camarero.

–Me lo supongo –sentía pelotas rebotando contra las paredes de su estó­mago–. Pero no por eso tienes que... emborracharte.

–¿Quién ha dicho que vaya a hacerlo? –el whisky desapareció de un trago en su garganta–. Sólo me estoy aclarando las ideas –sacudió la cabeza–. Voy a acompañarte.

Casandra se conmovió por la férrea lealtad que le mostraba (o cumpli­miento de su trabajo como escolta, qué más daba), pero no pudo evitar cuestionar que el alcohol pudiera aclarar las ideas.

–Lo siento, pistolero, pero tú te quedas aquí –al volverse descubrieron a Aracne tras ellos–. El Doctor no te quiere cerca.

–No voy a dejar que te la lleves –gruñó el cincuentón llevando la mano al interior de la chaqueta–, no irá sola y menos donde ese loco.

–Diego –susurró Casandra poniéndole la mano en el brazo–, demasiados testigos, no la líes –de reojo vio como el camarero se alejaba.

–Me dan igual los testigos, no irás si no voy yo.

–Sólo dejaré que venga aquel que sepa comportarse –la FOBOS se cruzó de brazos–, no quiero miedicas ni agresivos –le lanzó a la escolta una mirada dura. Sonó un tintineo en su bolso–. Decidíos –hurgó en el interior para sacar el espejito redondo–. Dime, Sid –asintió–. Ya vamos –guardó el espejo y devolvió su interés a ellos–. ¿Y bien?

Hubo unos segundos de silencio, hasta que Víctor dijo:

–Voy yo.

–¿Sabrás comportarte? –preguntó ella.

–¿Sabrá comportarse ese doctor? –respondió con una frialdad cortante.

–Por supuesto –aseguró Aracne sin dudar.

–Más le vale.

Ambos mantenían un duelo de miradas desafiantes que Casandra se vio en la obligación de cortar.

–Dejadlo ya –ordenó cruzando entre ellos dos para ir a por la sudade­ra–. ¿O preferís esperar a que la marca me trepe hasta el interior del codo?

Suspiró. "Mira que tener que imponer yo orden cuando debería estar aterrada...". Acababa de meter un brazo en la manga cuando recibió un abrazo por parte de Amanda.

–¿Pero qué...? –la adolescente reprimió las ganas de empujarla lejos cuando se dio cuenta de que pretendía transmitirle su apoyo.

–Eres muy valiente, demasiado –le dijo preocupada la joven.

–No jod- me digas, qué voy a ser yo valiente –exclamó Casandra y consi­guió separarse con la excusa de tener prisa.

–Vas a ir a ver a ese... –en sus ojos afloró el pánico– y ni tiemblas.

–Amanda –hizo un esfuerzo por ponerle las manos en los hombros–, eso no es ser valiente, es estar como una cabra –añadió con seriedad antes de despedirse de los demás con un gesto de la mano y salir a la calle, adora­ba tener la última palabra, sobre todo si sonaba propia de algún héroe cha­lado de las películas de acción.

Pero la verdad era que sentía que la cena se había estancado en su estóma­go y se negaba a bajar mientras iba adquiriendo la consistencia del hormigón. Las manos le temblaban, pero se encargó de ocultarlo metiéndolas en los bol­sillos de la sudadera y disfrazó su inquietud con despreocupación e ironía. Si no había alcanzado la cima del pánico, era porque Víctor la acompañaba. Aunque debía reconocer que echaba en falta los revólveres de Diego.

–¿Vienes porque no te fías de nosotros? –interrogó Aracne machacando los adoquines con los pasos decididos de sus tacones.

–La última vez que se marchó sola con uno de vosotros, pudo haber recibido una maldición –le echó en cara Víctor.

Casandra bufó exasperada, no soportaba aquel tipo de discusiones que no llevaban a ninguna parte y que simplemente creaban mal ambiente. De modo que se colocó entre ellos y preguntó a bocajarro:

–¿Entonces voy a ver a Kielan Kreuz?

–Sí –Aracne no dudó ni medio segundo en tratar de ocultárselo.

–Ese psicópata debería estar en Redención –sentenció Víctor.

–¿Eso lo dices por lo que has leído en la prensa o es que acaso le cono­ces en persona? –contraatacó la FOBOS.

–Protegéis a un fugitivo peligroso –acusó él con rabia.

–Nosotros no decidimos quién es bueno y quién malo, cumplimos órde­nes, por algo nos llaman Dobermans. Pero no nos movemos bajo prejuicios y otorgamos el beneficio de la duda –explicó mientras los dirigía a las afue­ras con paso firme.

–¿Estás diciendo que quizás no se merezca estar en Redención?

–¿Por qué le mandaron allí? –quiso saber Casandra, harta de tanto cru­ce de palabras hostiles.

–Por hacer experimentos mal vistos con humanos –explicó Aracne–. Que sepáis que siempre fueron personas ya enfermas y, de acuerdo, se le murieron unos cuantos, pero también curó casos que se daban por perdi­dos. Y ni se te ocurra compararle con Alistor Blackbridge –amenazó ade­lantándose a la queja de Víctor.

"Parece que es un científico loco bueno, eso no me disgusta", se dijo Casandra levantando la vista al cielo. Los nubarrones no se decidían a descargar la lluvia, pero el viento soplaba cada vez más violento. Cruzaron los campos rumbo a la absoluta oscuridad, de modo que cerró la muñeque­ra vampírica y giró el anillo que llevaba en el anular. La luz azulada se derra­mó ante ellos otorgándoles un paisaje espectral.

–¿Y qué ha hecho para ganarse vuestra confianza? Antes has dicho que ha demostrado ser un buen médico –preguntó Casandra.

–Intentar curar a un compañero –respondió Aracne con gravedad–. No para evitar que le devolviéramos a Redención ni por dinero. Se lo encontró y decidió hacer todo lo posible por salvarlo.

–Oh... ¿y qué tenía? –continuó la adolescente.

–Una maldición –respondió la joven con tono bajo.

–De... Tiempo no, ¿verdad?

–Eso hubiera sido demasiada casualidad, ¿no crees?

–Sí, claro... Siento si molesto, pero... ¿era ese compañero que mencio­naste el otro día... Escorpio?

–Atas cabos rápido –consideró la FOBOS.

Víctor tropezó y habría acabado en el suelo de no ser porque Casandra, con unos reflejos de los que pocas veces tenía noticia, lo agarró del brazo.

–Deberíamos encender una luz –opinó molesto.

–No estaría mal –apoyó Aracne conjurando una bolita de luz que les permitió ver en la noche con todo lujo de detalles y colores.

–Supongo que ésta es un poco cutre –suspiró Casandra girando el anillo en sentido inverso y abriendo la muñequera.

–¿Cómo dices? –le preguntó Víctor.

–Que la luz que yo he... –les mostró la mano izquierda–. ¿No la veíais?

–Espera, ¿has conjurado la luz con ése? –señaló precisamente al causante.

–Anda, ¿no es un anillo de Luz Fantasma? –curioseó Aracne.

–Emite luz de la que sólo el conjurador puede valerse –explicó Víctor.

–No fastidies –exclamó Casandra gratamente sorprendida–. Qué regalos más interesantes me hacéis.

–¿Has probado el de fuego? –preguntó la joven.

–No, tengo miedo de incendiar algo.

–Está preparado para que no te quemes tú ni tu ropa, deberías probarlo –opinó Aracne continuando con la caminata–. Por cierto, Escorpio está vi­vo, sigue buscando la cura.

–Oh, bien –no sabía muy bien qué decir de alguien a quien no conocía y no parecía tener muchas posibilidades de sobrevivir–, espero que se cure.

–Sí, estamos deseando que vuelva a nuestro equipo. Era el Capitán, ¿sabes? Te lo presentaría, estoy segura de que os llevaríais a la perfección.

"Eso es mucho confiar, con lo mal que se me dan las relaciones sociales".

Giraron a la derecha y se dirigieron hacia las montañas. Caminaron en silencio unos minutos, hasta que Casandra, carcomida por los nervios, habló:

–¿Y a qué tengo que atenerme con ese doctor?

–Es inquietante, pero no te hará daño –respondió Aracne–. Trata con cuidado a sus pacientes.

–Tengo entendido que le gustan demasiado las cirugías mayores –añadió Víctor, agorero.

–En esos casos, anestesia adecuadamente y cose tan bien que me dan ganas de darle unos vestidos para que me los borde.

Casandra dejó escapar una risita nerviosa. La creciente presión del pecho le dificultaba la respiración.

–Como se le ocurra abrirla... –empezó Víctor.

–Se trata de comprobar si es una Finite, no hay por qué usar el bisturí.

–Las cicatrices son guays –opinó Casandra, a pesar de sentir que iba a echar la cena.

–Así me gusta –celebró Aracne echándole el brazo por los hombros–, no me extraña que tu cabecita llamara la atención del azucarero.

–¿Y qué es lo que tengo que hacer para caerle bien? –preguntó con una mezcla de miedo por lo que se avecinaba e incomodidad por el contacto.

–¿Te refieres a caerle bien o que no te abra en canal? Porque para lo primero tienes que ser lo bastante compleja como para plantearle un reto, mientras que para lo segundo tienes que ser más simple que una patata.

–Menudo dilema...

–Sé tú misma –le recomendó Aracne.

–Entonces la abrirá en canal –vaticinó Víctor.

Casandra hizo una mueca irónica, agradecía que la considerara compleja. No volvieron a abrir la boca en los diez minutos que tardaron en llegar a una casa de dos plantas con pintas de estar abandonada. Dentro se encontraron a tres FOBOS al calor de una chimenea encendida que no emitía calor. Reco­noció al novato, que llevaba los pantalones de cuero, las botas militares y la camiseta negra de su uniforme, el cosquilleo de su estómago apelmazado le indicó que sus hormonas de adolescente seguían funcionales o algo de por el estilo. Los otros dos eran un hombre joven con más o menos la misma complexión musculosa que Apocalipsis, de pelo corto, que jugueteaba con una barra de metal oxidado, recostado contra la pared; y una chica bajita de larga trenza dorada que dormitaba sentada en un rincón.

–No esperaba que trajeras más compañía aparte de nuestra protegida –di­jo el hombre, que tampoco llevaba chaqueta, por lo que no podía saber su rango (sólo admirar sus bíceps), pero que supuso que sería el Capitán.

–Se han empeñado en que, o alguien la acompañaba, o no la dejaban venir –explicó Aracne desdeñosa, sentándose en una mesa.

–Como si no pudiéramos secuestrarla –murmuró la chica del rincón.

–Como si él pudiera hacer algo estando aquí –añadió el adolescente le­vantando la vista del libro que leía.

Casandra captó la mirada de odio de Víctor y sintió el peligro, no era una persona normal, sino un supuesto sicario. Deseó que no ocurriera nada que acabara en tragedia.

–Ven –Aracne la agarró del brazo para arrastrarla consigo–. Al Novato ya le conoces –señaló, Casandra asintió y el adolescente le devolvió el gesto, serio, subiéndose las gafas–. Sid, nuestro Capitán –le presentó haciendo que se plantara delante del armario humano.

–Hasta que vuelva Escorpio –advirtió él–. Encantado –añadió tendién­dole la manaza encallecida.

Casandra se la estrechó con timidez, se sentía pequeñita, y se preguntó una vez más qué había hecho para merecer la protección de aquellas perso­nas. Por el franco aunque machacante apretón, tuvo la sensación de que Sid era un buen tipo.

–Teníamos ganas de conocerte en persona, Candelabro –aseguró él.

¿Candelabro? –repitió ella desconcertada.

–Le arreaste con uno al asesino que cazaste con Iskio –explicó entre risas.

"Hay que ver cómo corren las noticias para éstos".

–Tómatelo como un cumplido, por favor –pidió Sid a continuación.

–Que te pongamos un mote significa mucho en nuestra organización –le aclaró Aracne.

–Pero... no fue para tanto... Seguro que vosotros hacéis cosas más intere­santes –dijo Casandra con timidez.

–Tú no tienes magia ni sabes luchar, pero te armaste con lo primero que pillaste para hacerle frente; así que te quedas con ese apodo –sentenció Sid.

–Oh, vale –aceptó avergonzada, se sentía demasiado halagada.

–Ella es Coryne –Aracne continuó con las presentaciones.

La joven de cabellos dorados se puso en pie para darle dos besos.

–Encantada de conocerte, Candelabro.

–Igualmente –contestó dejando escapar su feliz resignación.

Los apodos que había tenido hasta entonces habían sido despectivos, como "panda", "gorda", "rara", "bicho raro" y "empollona", y otros tristes como "enciclopedia", que hacía referencia a los conocimientos que tenía para su edad, pero que en realidad era una forma suave con la que sus amigos de clase la llamaban "bicho raro empollón". De modo que aquello era la gloria.

–Y él es el Doctor Kreuz –la hizo girarse hacia la puerta de la izquierda, que daba a la cocina, en la que estaba plantado un hombre con bata blanca moteada de manchas de sospechoso color granate.

–Has venido puntual para la consulta, Casandra –dijo a modo de saludo. Lo más llamativo en él era su pelo bicolor, de irregular flequillo negro y coronilla blanca.

–Lo curioso es que un doctor me atienda a la hora, no me tienen acos­tumbrada a eso –respondió intentando mantenerse irónica.

–Considéralo un hospital privado.

–Y clandestino –añadió Sid, que tenía la barra oxidada doblada tres veces en ángulos rectos formando un zigzag.

"Qué fuerza", se asombró Casandra.

–Pasa a mi consulta –invitó Kreuz haciéndose a un lado–. No, tú no –le negó el acceso a Víctor.

–No creerás que voy a dejarla a solas contigo, ¿verdad? –gruñó el joven.

–Sí, lo creo –contestó tajante el doctor clandestino.

–Yo me encargo –prometió Coryne agarrando a Víctor por un brazo y, sin aparente esfuerzo, lo retuvo en el sitio pese a los tirones que él daba.

–Eh, no hay por qué ponerse así –intervino Casandra al ver cómo su compañero de viaje se debatía sin éxito alguno–. Estaré bien... o eso espero –dibujó una mueca resignada mientras sus ojos se mantenían preocupa­dos–. No os peguéis –ordenó antes de pasar a la cocina.

–Kreuz, ni se te ocurra tocarla con el bistu-

Víctor quedó interrumpido cuando el doctor cerró la puerta tras de sí.

–Siéntate en la mesa –Kreuz le indicó una larga y gruesa tabla de madera desgastada por el tiempo sobre seis robustas patas.

A Casandra le temblaban las manos y creía tener el tubo digestivo del revés, pero se sentó mostrando la mayor seguridad posible. Se distrajo ob­servando el lugar, a su derecha había una ventana tapiada con tablas; a su espalda, una sucia y desvencijada cocina de leña sobre la que un par de candelabros les otorgaba una luz blanca y potente con las velas mágicas; a su izquierda estaba la puerta tras la que se había quedado Víctor con los FOBOS, tenía paneles de cristal que en su día habrían sido traslucidos, pero que los años habían ensuciado hasta el punto de ser tan opacos como el marco. Esperaba que no se pelearan al otro lado. Tragó saliva al ver el instrumental que Kielan tenía desplegado en los armarios sin puertas, había visto suficientes series de médicos y películas de terror como para saber lo que se podía hacer con aquello.

–Quítate la sudadera –ordenó él mientras se lavaba las manos en la fre­gadera y ella se deshizo de la prenda.

Casandra arañó la mesa cuando él cogió unas tijeras. Si no se movió del sitio fue porque su parte racional le insistió en que un doctor no abriría a su paciente con ellas, por muy loco que estuviese. Y, efectivamente, las utilizó para cortar las vendas negras. Ella se estremeció al sentir el roce de la punta afilada en la palma, seguido por el paso del frío metal por el interior de su an­tebrazo. Pero la tranquilizó comprobar que los movimientos del doctor clan­destino eran cuidadosos, con la fuerza justa para sujetarla en la posición que a él le convenía sin llegar a hacerle daño, sin movimientos bruscos.

–Qué curioso –dijo Kreuz para sí mismo observando de muy cerca las tres líneas rojas que se entrecruzaban como serpientes. Pasó las yemas de los dedos por el interior de la muñeca haciendo que Casandra se estreme­ciera–. No es una inflamación, es como si fuera un tatuaje –acercó una vela para ver mejor, sus ojos de un verde grisáceo chispearon emocionados, quizás al final no fuera nada peligroso–. ¿Podría mirar la dermis?

–¿Levantarme la piel? –tradujo de inmediato con una exclamación y estuvo tentada de retirar el brazo. Kreuz asintió sin desclavar la chispeante mirada de ella, abrumaba. Casandra inspiró hondo–. Dos preguntas. ¿Dole­rá? –no sabía por qué, pero se fiaba de su mirada con tintes de locura.

–Te pondré anestesia local.

–¿Luego molestará? –continuó. Su mano izquierda había encontrado una ranura en la que había metido los dedos para que no le temblaran.

–Las vendas se encargarán de curarlo en unas horas.

Cerró los ojos un momento. Tenía miedo, pero necesitaba saber si era la Finite o no.

–De acuerdo –aceptó pese a sentir que estaba arriesgando demasiado.

–¿No preguntas si te dejará cicatriz?

–Si la deja, que sea bonita, o tendré que decirle a la gente que fui una chapucera a la hora de suicidarme.

Provocó una sonrisa en los labios de Kreuz. "Víctor tenía razón, le caigo bien y me va a abrir. ¿Cómo me las apaño para congeniar con este tipo de gente?", se preguntó mientras observaba cómo él preparaba una inyección. "Será por lo mismo que con las personas normales no me llevo."

–¿Tienes miedo? –preguntó Kreuz acercándose con la jeringuilla.

–No reconozco ese tipo de cosas –musitó con la mirada fija en la aguja.

–¿Nunca? –insistió, agarrándola por el antebrazo, esperando su contes­tación antes de pinchar.

–¿Para qué? No resulta rentable reconocerlo –murmuró Casandra, ba­jando la mirada para seguir la aguja, ahora sobre su muñeca–. Bueno, hasta ahora –musitó y esperó.

–Un alma solitaria, ¿eh? –dijo pinchando y ella apartó la vista, incapaz de soportar la imagen de la aguja entrando en su carne–. Pero has dicho "hasta ahora". ¿He de entender que has encontrado a alguien?

–Quizás... –el primero en el que pensó fue Víctor. Apretó los dientes al sentir la ardiente marea que le insensibilizó el antebrazo.

El doctor dejó la jeringuilla en la encimera y arrastró un par de sillas, colocando una a cada lado de la mesa.

–Siéntate aquí –Kreuz golpeó el respaldo antes de coger los candelabros y ponerlos sobre la mesa–. No me puedo creer que me hayas dado tu permiso para hacerlo –añadió arremangándose mientras rodeaba la mesa para tomar el instrumental necesario y sentarse frente a ella.

–¿Debería haber dicho que no? –planteó Cansandra, pasando a sentarse en la silla, apoyando el brazo derecho en el tablón y haciendo serios esfuer­zos para que el resto del cuerpo se mantuviera quieto y no huyera.

–Es lo que hubiera hecho alguien en su sano juicio –contestó y extendió un paño blanco bajo su brazo, aunque era más preciso decir que habría sido blanco el día de su fabricación, porque en ese momento tenía muchas man­chas, aparentemente, del tipo imposible de lavar.

–Jah, hace tiempo que dudo de mi cordura –bromeó en un intento desesperado de no alejarse del bisturí y las pinzas que había cogido Kreuz.

–Bien, la cordura es un obstáculo –opinó cerniéndose sobre su muñeca.

–¿En serio que esto es necesario? –cuestionó Casandra, clavando la vista a su izquierda, en la puerta de cristales opacos.

–Si me hubieras dicho que no, habría acabado convenciéndote y, de no haberlo conseguido... la anestesia obra milagros, ¿sabes? Deja a la gente mansa como corderitos.

–¿Corderos en el matadero? –dijo macabra, notando lejanos cosquilleos.

–No soy un carnicero –le reprochó Kreuz.

–Ya, no quiero ofender, pero... ¿entonces por qué estabas en Redención?

–Supongo que porque personas influyentes no aprobaban mis métodos. Verás, no me gusta que me digan "Anestésiame, haz lo que tengas que hacer y no me dejes ni una marca, no quiero saber qué has hecho" –explicó Kielan con calma–. Porque, si algo sale mal, no atienden a razones sobre la dificultad de la operación.

–¿Te mandaron a la cárcel porque una operación te salió mal? –Casan­dra frunció el ceño tratando de sintetizar el discurso.

–No, más bien por experimentar con gente de muy mal genio, su orgu­llo e ignorancia son los que me mandaron al Infierno –respondió sin darle demasiada importancia.

–Ah... –"Tiene narices que te manden a una cárcel horrible por eso".

–Tal y como pensaba, el tatuaje es más profundo. Échale un vistazo.

–Está en carne viva, ¿verdad?

–Sí, y no serías la primera a la que hago observar sus entrañas –aseguró Kreuz con la voz teñida por un tono malicioso.

–Ya entiendo por qué hay gente que se toma mal tus experimentos –re­sopló Casandra intentando mantenerse firme.

–Esto no es nada –le faltó añadir "Cosas peores he hecho"–. Quieres sa­ber lo que tienes en la muñeca, ¿no? ¿Voy a tener que obligarte? –la agarró del mentón con la diestra, que sostenía el bisturí ensangrentado.

Casandra abrió mucho los ojos y se quedó paralizada unos segundos, hasta que lo obligó a soltarla y se derrumbó sobre la mesa con un resoplido.

–Te divierte, ¿verdad? –preguntó ella con los ojos fijos en las vetas.

–Observar las reacciones en ciertas circunstancias es interesante.

Sabes que tiene razón.

–Cabrón –dibujó una sonrisa torcida, lo comprendía a la perfección.

Venga, que no se diga que estás cuerda.

"Eso jamás".

Casandra levantó la cabeza y lo miró a la cara a través de los mechones que se le habían deslizado por la frente, sus ojos verde grisáceo despertaban en ella ansias de no tener miedo, de ir más allá y experimentar. Inspiró hondo, se irguió, vació sus pulmones con un largo suspiro y se atrevió a dirigir la mirada a su muñeca. Verla en carne viva, con los músculos y los vasos sanguíneos al aire le dio mucha impresión, pero se trataba de una visión hipnótica. Sorprendentemente, había muy poca sangre. Sabía que tenía que horrorizarse, pero no fue un grito de espanto lo que salió de su garganta.

–¡Guau! ¡¿Cómo has conseguido que no sangre casi nada?!

–No he rozado ningún vaso sanguíneo importante, unos cuantos capila­res nada más.

–¡Joder, qué maña! Eres un cirujano buenísimo. Tengo que estar loca para decir esto –rio Casandra llevándose la zurda a la cara–. Dios, tendría que estar echando la pota.

–Sí, estás como una cabra –coincidió él.

Casandra lo miró avergonzada, no estaba acostumbrada a dejar ver sus emociones ni su carne, pero lo más impactante fue encontrar la completa aprobación en los ojos de Kielan Kreuz, prófugo de Redención.

–Es agradable encontrar una reacción distinta, para variar –comentó ha­ciéndola henchirse de satisfacción.

–Lo mismo digo –murmuró sintiéndose borracha de felicidad.

–A lo que íbamos. ¿Ves cómo la marca permanece en tu carne? De hecho, ha desaparecido de la piel –con las pinzas levantó el cuadrado blan­quecino que colgaba como un trapo.

"No sé cómo lo hago, no tengo ni idea, pero consigo congeniar con tíos peligrosos. Estoy empezando a camelarme a un pistolero alcohólico, parezco la hermana pequeña de un sicario y ahora voy y le caigo bien a un científico loco". Suspiró. Comparada con su anterior vida, aquello era la gloria.

–Es como si la marca irradiara a través de la piel. Cuesta verla, se confun­de con la sangre –dijo Casandra observando desde cerca, mantenía las náu­seas a raya con facilidad–. Vale, creo que ahí cruza por encima de una vena.

–Es una arteria –corrigió el doctor–. Examen de biología sorpresa.

–¿Qué pasará si lo suspendo? –preguntó tragando saliva.

–Buscaré hasta dónde llega la marca, habrá que apartar músculos, venas y arterias, tener cuidado con los tendones y nervios...

–Puf, Víctor se pondría hecho un basilisco. ¿Y si apruebo?

–Como nos llevaría horas hacerlo bien y parece que tu escolta tiene mal temperamento, lo dejaría para otro día.

Ella asintió.

–¿En qué se diferencian las venas y arterias?

Casandra parpadeó, se esperaba algo mucho más difícil.

–A primera vista ni idea, pero las arterias son las que llevan la sangre del corazón a otras partes del cuerpo, mientras que las venas la recogen y diri­gen de vuelta al corazón.

–¿Nada más?

–En la mayor parte, las arterias llevan la sangre oxigenada y las venas, la que está cargada de dióxido de carbono.

–¿Hay alguna excepción?

–El circuito cardiopulmonar. La sangre va del corazón a los pulmones para reponer el oxígeno, así que en ese caso es al revés.

Kreuz asintió y se levantó a por hilo y aguja.

–Sobresaliente.

–Como siempre –murmuró con una mueca de resignada suficiencia.

–Pero sólo un nueve, te quito un punto por no saber las diferencias a simple vista –puntualizó y comenzó a coserle la piel en su sitio.

–Eso no nos lo enseñan en clase –se justificó Casandra con fastidio.

–Lo sé, hay que ser autodidacta o tener un profesor particular –respon­dió entre puntada y puntada.

Ella tardó unos segundos en atreverse a pronunciarlo en alto.

–Si no tuviera una misión, ¿me enseñarías? –murmuró tímida.

–¿Quieres ser mi aprendiz? –preguntó Kreuz, no muy convencido–. No creo que tengas lo que hay que tener.

–¡Oye! –exclamó ofendida–. ¿Qué tengo que hacer para demostrarlo?

–No es cuestión de valentía –respondió sin levantar los ojos de su obra de costura–, sino de concentración y dedicación.

–Eh... –ahí ya no podía quejarse, su concentración era pésima– mierda. Pero, alguna cosilla ya podrías enseñarme, ¿no? –rogó Casandra.

–Algo podría intentar enseñarte. Pero recuerda que soy un prófugo, nos podríamos encontrar de vez en cuando, siempre y cuando seas discreta.

Casandra asintió con decisión.

–¿Cómo es que los FOBOS no te detienen? ¿Hacen la vista gorda?

–Ellos cumplen órdenes puntuales y ahora no tienen ninguna sobre mí. Pero, si se corriera la voz de que estoy por aquí, eso cambiaría y se verían obligados a remover cielo y tierra hasta dar conmigo, o hasta que les anula­ran la orden por considerar que han destrozado suficiente sin dar frutos.

–Menudo asco tener que cumplir órdenes. ¿Si tienen que pillar a algún amigo o alguien que sepan que es inocente, qué hacen? –Casandra suspiró e hizo una mueca de fastidio–. ¿No arriesgas mucho estando con ellos?

–Confío en que el haber mejorado la calidad de vida de algunos de sus compañeros valga un chivatazo antes de que la orden les llegue oficialmente –le confió Kreuz y sonrió satisfecho al ver la obra que había finalizado, una "C" de ángulos rectos muy bien cosidos con puntadas pequeñas y regula­res–. Así que ya sabes, por muy bien que te lleves con los Dobermans, si la lías y les dan la orden, irán a por ti.

–Dudo que pueda llegar a liarla por mucho que lo intente, no tengo magia –se encogió de hombros–. Ni soy especialmente violenta.

–Es verdad, casi lo olvido –se levantó para volver con una jeringuilla vacía–. Voy a cogerte unas muestras de sangre para buscar supresores de magia –explicó antes en el interior del codo.

–Eso parece un mordisco –comentó Casandra para disimular la impre­sión que le daba ver cómo la aguja penetraba en su piel, señalando con el mentón la cicatriz que Kreuz tenía en el antebrazo derecho.

–Lo es, me lo hizo un proyecto de vampiro, se moría de sed –respondió con tranquilidad tirando del émbolo para extraer la sangre.

–¿Proyecto de vampiro? –repitió ella y el corazón le dio un vuelco.

–Estaba a medio convertir, no tenía los colmillos desarrollados en su to­talidad, tan sólo un poco más largos y afilados respecto a la media humana, pero me hizo una buena herida.

Casandra observó con adoración los dos arcos en ligero bajorrelieve que componían la cicatriz, con dos puntos más marcados que debían corres­ponder a los colmillos.

–Y esto es de una de las cámaras de tortura de Redención –Kreuz le indicó la triada de puntos que tenía en línea a cada lado de las muñecas.

Ella hizo una mueca de desagrado y dolor al imaginar qué le habrían he­cho. El doctor sacó cuatro viales de su sangre, que guardó cuidadosamente.

–¿Cuánto llevas con las vendas? –preguntó agarrando su muñeca dere­cha sin tocar la zona cosida.

–Ummm, mañana hará una semana.

–Ya debería estar curado –dijo enrollándole el antebrazo de nuevo con vendas negras–, pero como no te quedas quieta... Seguro que utilizas la dies­tra como si tal cosa.

–He pegado puñetazos también –reconoció Casandra, avergonzada por lo bruta que llegaba a ser.

–Así no me extraña que te lleve otra semana, quizás incluso dos ya que la Finite Tempus le roba energía a esa zona.

Un escalofrío subió por la columna vertebral de Casandra interrumpien­do la amena charla que estaba teniendo con Kreuz.

–¿Cómo? –preguntó ella a media voz.

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