Samsara (primer borrador)

By Christian-Black

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Mehmed es uno de los más letales asesinos a las órdenes de Kösem Sultana. Su entrenamiento como jenízaro le a... More

Capítulo Uno (primera parte)
Capítulo 1 (segunda parte)

Capítulo 1 (tercera parte)

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By Christian-Black

Palacio Topkapı

La noche se presentaba larga en palacio. Esclavos, jenízaros y todo aquel que morase en él, debía estar disponible aquella noche. No importaba que todos estuviesen agotados a causa de la larga jornada y las estúpidas exigencias de los pudientes, ni que al día siguiente tuviesen que trabajar de nuevo como mulas para satisfacer sus necesidades, o que algunos de los jenízaros estuviesen muertos de sueño tras una larga vigilia la noche anterior y la consecuente guardia forzada de aquel día. No. La Reina Madre había hablado a través del Gran Visir y, aquella noche, no dormiría nadie. Ni siquiera los gatos que pululaban por el recinto parecían prestos a trasladarse al mundo de los sueños.

Entre la servidumbre del harén, e incluso entre sus ociosas habitantes, corría el rumor de que el Asesino de Jade esperaba el momento justo para introducirse allí y pasar por la espada a Mahpeyker. Escalofríos de excitación recorrían las espaldas femeninas ante el peligro. Algunas de ellas ni siquiera habían sido tocadas por el sultán, no habían conocido varón y su único contacto con el género masculino se limitaba a los eunucos que las atendían y vigilaban. No eran ajenas al sexo. Algunas, las menos pudientes, satisfacían las necesidades sexuales de las que tenían más poder y, si hacían su trabajo bien, si eran hábiles en su desempeño y en el manejo de las intrigas palaciegas, podían hacer muchas cosas aún sin ser vistas. Los rumores corrían a gran velocidad por las amplias estancias del harén y, a decir verdad, a ninguna le importaba si la Reina Madre moría o no. Gobernaba sus dominios con mano de hierro, del mismo modo en que manejaba el Imperio. No tenía problema a la hora de envenenar a sus rivales y no era la primera vez que una de ellas moría de forma aparentemente misteriosa. El veneno era un arma muy efectiva, así como las manos de los eunucos. No era difícil conseguir lo que se quería si tenías algo con lo que negociar. Y, a pesar de la presencia constante de la muerte, la Reina Madre había conseguido eludirla en muchas ocasiones. Todos dudaban que llegase a hacerlo en esta ocasión. No se enfrentaba a un veneno o a un eunuco. Se enfrentaba al asesino más letal que había conocido el Imperio Otomano. Ciertamente se merecía recibir la muerte de mano de ese hombre. Todos sabían que lo había traicionado, así como que, en realidad, él ni siquiera se había presentado para cumplir con su mandado y que había sido otro quien había puesto fin a la vida de Ibrahim. Era un secreto a voces, igual que lo era el hecho de que ninguna de sus acciones encontraría castigo y que otros pagarían por ella y sus cómplices.

Mahpeyker, encerrada en sus aposentos, era muy consciente de lo que sucedía al otro lado de la puerta. Pero no era eso lo que la mantenía caminando de un lado a otro, retorciéndose las manos al borde de la histeria y deteniéndose a elevar una plegaria a Alá y otra a Dios de cuando en cuando. No creía realmente en la existencia de ningún ser superior, pero era un acto reflejo.

—No estaba en la posada, mi señora. Un occidental pelirrojo le dijo al ejército que nunca lo había visto y eso que llevaba ya diez días allí. Los demás daban informaciones confusas.

Mahpeyker suspiró y se volvió hacia el eunuco.

—Y ese tal Osman, ¿cobró por sus servicios?

—Una bolsa de oro.

—Y mintió.

La reina clavó la mirada en el compungido eunuco.

—Eso parece.

Mahpeyker se sentó por fin, después de media hora dando vueltas. Agitó un pie y su esclava favorita corrió a masajearle las extremidades doloridas a causa de los enérgicos paseos.

—Bueno, se me ocurre una forma de sacarme de encima a ese proscrito. —Dio un par de golpecitos con el dedo índice de la mano derecha en la barbilla. Se había despojado ya de las ostentosas joyas que solía llevar y ahora el paso de los años se hacía evidente en los dedos levemente torcidos y algunas manchas en el dorso de la mano —. Que alguien cuelgue al tal Osman. También tiene los ojos claros, ¿verdad?

—Uno azul y uno marrón.

—Bueno, que lo cuelguen con una venda en los ojos y demos todo este asunto por zanjado. Ese monstruo va siempre diez pasos por delante de los demás, por eso le confié esas misiones. Debí suponer que no sería tan fácil de manejar.

El eunuco la miró, horrorizado.

—¿Lo dejaréis marchar?

Mahpeyker sacudió una mano restándole importancia.

—Si lo que quiere es su libertad, se la daré. Si la gente lo cree muerto, se olvidará del asunto y él podrá hacer lo que quiera. Es lo más seguro para mí.

El eunuco miró a la esclava. No estaban de acuerdo. Si lo creían muerto, la guardia en el palacio se relajaría de nuevo. Si el asesino quería entrar, lo tendría más fácil de lo que lo había tenido hasta ese momento. Pero entendían el razonamiento de la Reina. El asesino solo quería su libertad, ese era el trato que había hecho con ella. Él había cumplido su parte y, en honor a la verdad, había tenido muchas ocasiones para asesinarla y no lo había hecho. El tipo sabía cómo colarse en el palacio sin ser visto, esa era la forma en la que accedía a él para reunirse con Mahpeyker. Nunca se habían visto las caras, pero siempre habían estado separados por apenas una cortina. Con sus habilidades, podría haberla asesinado sin que nadie lo hubiese detenido, pero el honor se lo había impedido y la Reina se apoyaba en eso para afirmar que, si mataba a otro en su lugar, él no la buscaría. Acertado o no, nadie se negaría a cumplir su voluntad. El asesino había sido el brazo ejecutor, pero ella era la verdadera asesina.

—Como gustéis.

Se retiró discretamente. Nunca lo diría, pero esperaba con ansia el día en el que la arpía muriese. Igual que muchos a su alrededor. Turhan Hatice comenzaba a hacerse más y más poderosa y, además, era la madre del heredero. El reinado de Mahpeyker estaba cerca de su fin.

Afueras de Constantinopla

«Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez...»

Ayesha señalaba con el dedo cada grieta del techo mientras contaba. Sobre ella, Burak embestía y resoplaba como una bestia buscando su propio placer. Su olor le resultaba cada vez más desagradable y, mezclado con el propio del sexo, su nariz estaba a punto de estallar.

En el piso de arriba parecía que se estaba desarrollando una situación similar a la suya y eso le hizo gracia. Aquella posada había sido creada con intención de ser decente, pero había abandonado la decencia mucho tiempo atrás. El funcionamiento al más puro estilo occidental, junto con la zona en la que había sido construida, no contribuían demasiado a que mejorase la clientela.

Años atrás, Ayesha jamás habría pisado un lugar como aquel. Su familia no era rica, pero vivían decentemente. Finalmente la habían vendido a un proxeneta y este, a su vez, la había vendido a otro, pero griego. La habían llevado a Atenas, donde habían subastado su virginidad y juventud. La había comprado, a un precio que ella desconocía, un hombre joven, con aspecto de mujeriego, que había tenido la amabilidad de deshonrarla despacio, tratando de no hacerle daño. Pero la consideración se había terminado en cuanto la membrana cedió, porque entonces se volvió loco y embistió como lo estaba haciendo Burak en ese momento: dentro, fuera, dentro, fuera, una y otra vez, aumentando la velocidad y poniendo los ojos en blanco hasta caer sobre ella desmadejado, sin fuerza. La primera vez había pensado que el tipo había muerto sobre ella, porque no podía quitárselo de encima. Por desgracia, aquello se repitió demasiadas veces durante su estancia allí.

No tardaron mucho en venderla a otro proxeneta. El refinado burdel en el que se había iniciado en la prostitución no aceptaba a mujeres que no supiesen mantener una conversación cortés. Ayesha no hablaba, siempre fruncía el ceño y se apartaba cuando la tocaban. No importaban las advertencias, ni los consejos de sus compañeras, era totalmente incapaz de comportarse como se esperaba de ella. El nuevo proxeneta la llevó a Venecia y allí la cosa fue a peor, así que fue vendida de nuevo y acabó en Constantinopla. Ese hombre que la había comprado era, ni más ni menos que Burak. Antes de ser vendida, ella estaba perdidamente enamorada de Burak. Ambos habían planeado huir y casarse, pero el momento de la huida no llegaba y, mientras él seguía a su padre en un viaje de negocios —era comerciante—, ella fue vendida. Cuando la encontró en Venecia, Ayesha estuvo segura de que por fin abandonaría aquel mundo. Se vio a sí misma convertida en su esposa, teniendo hijos con él, viviendo decentemente. Nada más lejos de la realidad. Ella no pasó a formar parte de su harén, sino que la instaló en aquella posada inmunda y, aparte de ocuparse de su alojamiento, lo hacía también de sus escasas necesidades. A cambio, tenía que estar siempre bien dispuesta y no dejarse tocar por otro.

Ayesha notaba que Burak empezaba a perder el interés y, a decir verdad, eso la haría muy feliz si no fuese porque su vida dependía completamente de él. Si la dejaba, tendría que volver a la prostitución y, francamente, verse como las fulanas de la posada no le hacía ninguna gracia. Desde que estaba allí, dos habían muerto a manos de alguno de sus clientes y eso no importaba a nadie. Solo eran mujeres, ¿qué importaba lo que les sucediese? Lo grave habría sido que los muertos fuesen hombres y a manos de mujeres.

Observó a su amante mientras se vestía y no pudo evitar compararlo con el hombre de ojos verdes. Desde luego, no tenían nada que ver. Burak había sido muy hermoso años atrás. Ahora era un tonel de cabello ralo y maneras burdas. Quizá antaño lo veía con mejores ojos porque estaba enamorada o, quizá, porque en el fondo esperaba que él la liberase de su miserable vida al lado de sus padres. Pero ella no tenía dote, no tenía nada que ofrecer a quien quisiese casarse con ella y, por lo que sabía, nadie había hecho una propuesta. Quizá por eso la habían vendido: daba más gastos que beneficios.

Suspiró con resignación, pero Burak malinterpretó el gesto y sonrió, cosa que no hacía habitualmente.

—No sufras, volveré mañana.

Dejó unas monedas sobre la destartalada mesa y abandonó la habitación sin mirar atrás. Ella se puso en pie de un salto y se lavó a conciencia con el agua de la jofaina. Luego buscó bajo la cama el brebaje que había comprado por la mañana y lo tomó. Le daría para seis o siete veces más. Era caro, pero efectivo. Al menos no había concebido todavía y eso era una bendición. Algo que Burak valoraba sobre todas las cosas. En su mundo de satisfecha masculinidad, no dudaba de que su semilla no fuese efectiva, sino que creía que el cuerpo de Ayesha era estéril. Si eso lo hacía sentir feliz, ¿quién era ella para negárselo? Cuando terminó con el ritual, cambió las sábanas —ella misma se encargaba de ese ritual— y guardó las monedas en la bolsa de cuero que guardaba bajo una tabla del suelo debajo mismo de la cama. Ya habían entrado en su cuarto a robar y nunca habían encontrado nada, así que se sentía segura. Ayesha estaba ahorrando para huir, para vivir decentemente y, quizá, comprar una casita, tener un huerto y fingirse viuda en algún lugar lejos de Constantinopla, donde las opciones de ser reconocida fuesen escasas o nulas. Sabía que en el mundo de hombres en el que vivía, las posibilidades de salir adelante sola eran muy escasas, pero era fuerte y decidida, así que saldría adelante, estaba segura. Y, si no lo conseguía, prefería pedir limosna o morir de hambre, que volver a vender su cuerpo a hombres como Burak.Se suicidaría, como había hecho una de las chichas que habían llevado al burdel veneciano. No permitió que nadie la mancillase, frente al hombre que quería robarle la virtud, sacó una daga de entre los pliegues del vestido y se rebanó el pescuezo. Ayesha no había sido tan valiente entonces, pero ahora que había vivido lo que había vivido, estaba segura de que no le temblaría la mano.

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