MARIA MAGDALENA : El Complot...

Por CesarImbellone

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Adaptación sobre la obra original del escrito francés G. Massadie. Cesar Imbellone, autor de Templarios Hijos... Más

LOS VISITANTES
LOS RUMORES y LAS MOSCAS
EL ESPIA PERSEGUIDO
EXPLICACIONES Y UNA PALIZA
LA NOCHE EN MAGDALA
EL RELATO DE LAZARO
LA CENA DEL OFEL
EL ENVIADO DE DIOS
MIEDO Y TEMBLOR
LANZAR VUESTRA ANCLA AL CIELO
LOS TORMENTOS DE HEREDES
DOS CONFLICTOS
EL COMPLOT
LOS DEMONIOS Y LAS ESTRELLAS
PONCIO Y EL CRETENSE OLVIDADO
EL FANTASMA RESUCITADO EN EL FESTIN
EL SERMON EN EL HUERTO
JAZMIN, SANDALO Y NARDOS
EL OTRO JORDAN - LOS HIJOS DEL SOL
JESUS, NO TIENE MADRE, NO TIENE HERMANOS
ADIOS A BABILONIA
EL ADIOS
MAS ALLA DE LAS PALABRAS

ESPERANZAS Y TORMENTOS

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Por CesarImbellone


Era uno de esos jóvenes de los que uno se preguntaba, al verlos tan macilentos, cómo habían encontrado energías para llegar hasta allí. Le llamaban Isaac y sus padres habían muerto de las fiebres; tal vez los mosquitos le hubieran desdeñado. Se alimentaba prácticamente del aire, y otro tanto podía decirse de su vestimenta. Vivía de pequeños trabajos para los comerciantes, en el barrio judío a orillas del Tíber.Isaac escuchaba mucho, sobre todo a los viajeros que llegaban de Jerusalén. Y soñaba.

Cierta mañana de septiembre, cayó un chaparrón. El mercader de aceiteTeófilo ben Hamul llamó con urgencia a Isaac para que secara los charcos que se formaban en el suelo de su cuchitril de madera. El joven acudió. No sólo los secó, escurriendo regularmente la bayeta con inusitado vigor, sino que en contró también la grieta del techo por la que se filtraba la lluvia y la taponó en un abrir y cerrar de ojos con yeso reforzado con astillas de madera. Teófilo, encantado, le dio una moneda y, por una vez, le pareció que el rostro del muchacho estaba alegre y coloreado.—¿Te has enamorado por fin, Isaac?—No, ¡mi alegría es mayor!

¡Mucho mayor! —exclamó Isaac, extático.—Dime.— Teófilo, ¡ha llegado el Mesías!—¿El Mesías? ¿Dónde? — repitió Teófilo con tono altivo.—¡En Israel! Desde hacía algún tiempo había, en efecto, singulares rumores traídos por los viajeros procedentes de Israel, que hablaban de un personaje que habría aparecido en Galilea. En las postrimerías de la primavera, algunas discusiones sobre el misterioso personaje se habían enconado hasta la algarada. El jefe de la comunidad judía de Roma se había quejado al Senado; exigía que el procurador de la provincia senatorial de Judea hiciese detener al impostor que afirmaba ser el Mesías.—

Escúchame, Isaac, eres joven. Nuestro rabino Laich, que es un hombre sabio, afirma que esos son rumores sospechosos, propagados a sus espaldas por gente que intenta sembrar la discordia entre nosotros. ¡Y tú no eres más sabio que Laich! Isaac clavó en su interlocutor unos ojos sombríos y dulces y sacudió la cabeza.—Teófilo, lo siento en mi corazón.—Tu corazón puede engañarte.—Clavaron a ese hombre en la cruz. Resucitó. Le han visto. Ha sido elegido por el Altísimo. Es el Mesías. ¿No lo comprendes?—¿Por qué íbamos a necesitar un mesías, Isaac?—Para liberar a nuestro pueblo. Mira cómo vivimos. Nuestra situación aquí apenas es mejor que la de los esclavos. En Israel están ocupados por los romanos. Su situación debe de ser semejante a la nuestra. Ese hombre llamado Ieshu lo ha dicho: el Reino del Señor está cerca.Teófilo movió la cabeza consternado. Se trataba de unos rumores tenaces. Una anciana se los había contado unos días antes, y él también le había preguntado por qué los judíos iban a necesitar un Mesías. «La esperanza,Teófilo, la esperanza. ¿Has renunciado a la esperanza?» La esperanza. No se atrevía a pensar en ella. La esperanza suscitaba creencias peligrosas. La esperanza hacía cometer imprudencias. ¡Ah, no, nada de esperanza, licor tóxico! Y observó la enclenque figura de Isaac.

—El alma es semejante a una pirámide cuya punta fuese

de cristal, y que fuera oscureciéndose a medida que la mirada descendiera hacia la base, impenetrable a la luz. Los tres discípulos reunidos alrededor de Dositeo aguardaron a que continuara con la comparación. Habían interrogado a su maestro sobre aquel Jesús al que había dado el recibimiento reservado a los maestros.—Jesús es cristal. Es transparente de arriba abajo.—¿No es un hombre?—Desde luego que sí. Entiendo vuestras preguntas. Recurriré a otra parábola. ¿Habéis observado alguna vez en el desierto esas piedras transparentes que se forman donde ha caído un rayo? Eran piedras opacas, pero el rayo las ha vitrificado.

Meditaron sobre la imagen.—¿Qué es ese rayo?—La revelación que proporciona la luz. Sentado en el banco del jardín, Dositeo levantó el brazo al cielo. ¿Qué otra cosa explicaba en ese falansterio de Koshba, si no el arte de vaciar el espíritu, para permitir que se vertiera en él la revelación? Los tres novicios sentados a sus pies interrumpieron por un momento sus preguntas.—¿Cuál es el lugar del comercio carnal en la vida de la persona que ha adquirido esa naturaleza cristalina? El más novato y el más joven de los tres, Jeremías, había hecho la pregunta; hacía pocos meses que era uno de ellos. Sus mayores no hubieran formulado semejante pregunta, pues ya conocían la respuesta.—Si la desea, su naturaleza no cambiará para nada —replicó Dositeo.—¿Cambia la naturaleza que no se ha perfeccionado?—Arraiga en la satisfacción de la carne y la priva de parte de sus energías.—¿El hombre que posee esa naturaleza cristalina no tiene carne, entonces?—Sí, posee carne como cualquier otro y es, al mismo tiempo, cristalina. Eso le distingue. Es de naturaleza espiritual y material a la vez. Cristal vivo. Gema de carne y de sangre.—¿Y no siente deseo carnal? Dositeo miró un momento a Jeremías. ¿Sonreía? ¿O reprimía un reproche?—Siente el amor divino —respondió por fin—. Lo siente por todas las criaturas. La luz es conocimiento y el conocimiento es amor.—

¿Todas las criaturas? ¿También los hombres? La expresión de Dositeo se volvió cautelosa.—Todas las criaturas llevan en sí mismas una chispa divina. Todas merecen amor. Y el amor transfigura la carne.—¿Puedo citarte, maestro? —preguntó Dan, el mayor de los novicios, y puesto que Dositeo inclinó la cabeza, Dan declaró—: «El amor divino es anterior a la carne. Es anterior a la división de los sexos». ¿Responde esto a tu pregunta, Jeremías?El joven novicio levantó su liso rostro hacia el mayor y luego lo volvió hacia Dositeo.— ¿El amor? —preguntó.—El don. Solo por el don existirás. A continuación, el maestro clavó el cuchillo en la fruta.— Jeremías, cuando no está destinada a perpetuar la especie y cuando no es de esencia divina, la sexualidad es insignificante. Es fuente de trastornos para el espíritu.

—¿Es preciso, pues, que me vuelva cristalino? — preguntó. Dan soltó una carcajada.—Sí, nos hemos reunido aquí para enseñar al espíritu a dominar la carne. No para anular la carne, Jeremías, sino para dominarla. Ya había participado anteriormente en conversaciones sobre ese tema, ante el oro del desierto y la plata del mar de Sal. El espíritu humano sigue siempre los mismos caminos. Pero sólo había comprendido realmente la enseñanza de sus maestros muchos años más tarde. Recordó a Helena y la expulsó de su espíritu de forma seca: no era María de Magdala. No, María llameaba como la zarza ardiente. Vibraba al viento. Helena estaba llena de humores. Demasiado húmeda y, por tanto, impura. Le convenía mucho más como compañera a ese alucinado de Simón el Mago, que utilizaba las fuerzas del espíritu a tontas y a locas. Esa mujer que vino con tu amigo Jesús... —comenzó Jeremías. Pero no terminó la pregunta, turbado.—Es una mujer y él es un hombre, y el amor humano les une —respondió Dositeo, adelantándose a la pregunta—. Antes de crear a Eva Dios dijo: «No es bueno que Adán esté solo». Escrutó a Jeremías con la mirada; le pareció turbio, y se dijo que debería dar muestras de especial finura con aquel novicio. Tenía también experiencia en esos problemas. En fin, si podían llamarse así, pues sólo eran problemas para quienes no los habían resuelto. Aquellos muchachos se dejaban desconcertar fácilmente por su sexualidad; la imponían ingenuamente al Espíritu. Y a veces desembocaban en abismos alarmantes.—¿Por qué no es Jesús de los nuestros? Estabais juntos en Qumran. ¿Porqué os separasteis? —prosiguió Jeremías. ¡La inevitable pregunta! El mayor de los novicios, Dan, se la había hecho ya cuando Jesús estuvo convaleciente entre ellos.—Está destinado a la salvación de su pueblo y a la restauración de la palabra de Dios según los Libros de su pueblo. No fue una elección mía.—¿No es también tu pueblo? Dositeo movió la cabeza.—Sólo hay un pueblo en la tierra.—¿Por qué lo crucificaron?—Porque se apartaba de la Ley de su pueblo.—¿En qué?

—Predicaba el amor al enemigo. Los judíos creen en el Dios vengador, en el Dios de los ejércitos, el que les hizo exterminar a los niños de pecho y a los asnos en los establos de sus enemigos.—¿Los judíos no le quieren, entonces?—Sus sacerdotes, no. —suspiró Dositeo.—¿De modo que Jesús ama a los paganos? —preguntó de nuevo Jeremías.—Sin duda... y los paganos comienzan a amarle —concluyó Dositeo pensativo. A fin de cuentas, se aprendía tanto hablando con aquellos cándidos muchachos como con unos espíritus maduros.—Debemos recoger las primeras manzanas antes de que anochezca —dijo. Se levantaron para ir a llamar a los demás novicios y a tomar los cestos dela alacena.

El rostro de Saulo adquirió un tono terroso. El aire que respiraba le parecía envenenado, los alimentos que comía le resultaban tremendamente insípidos, y sus noches se convertían en el circo de las ansiedades que reprimía durante el día. Su mujer ya no dormía. ¿Por qué se había casado con aquel canijo sombrío y estéril, sacudido por incomprensibles furores? El mal que le afligía desde la infancia se exacerbó. Una noche, mientras cenaba con sus secuaces, comenzó a echar espuma por las comisuras de los labios. Sus ojos se desorbitaron, emitió unos atroces sonidos, parecidos a los de un perro al que estuvieran estrangulando. Cayó de su asiento y su secretario, Pedanius, se apresuró y le abrió las mandíbulas con su daga, para a continuación ponerle un bastón entre los dientes con el fin de que no se cortarala lengua. Los demás miraban horrorizados a su dueño, que se convulsionaba en el suelo. Le sujetaron por la fuerza. Soltó un estertor. Muchos creyeron que los demonios le habían arrebatado la vida. Otros, por el contrario, vieron en ello la prueba de su autoridad: ¿acaso el mal sagrado no era patrimonio de los jefes? Aumentó su consumo de drogas; un mercader de teriaca corintia le confeccionaba unos preparados de cáñamo y adormidera, píldoras de pasta, cocimientos y productos cuyo humo tenía que inhalar.

Como de costumbre,esos remedios le valieron tórpidos accesos. La falta de pasión es como haber perdido las muelas. De vez en cuando, mandaba aún algunas expediciones contra la gente a la que acusaban de ser discípulos del mago Jesús. Él y sus hombres llegaban al amanecer, despertaban a los sospechosos, les apaleaban, rompían las vasijas y aterrorizaban a todos los que vivían en la casa. Pero ya no ponía el corazón en ello. Además, una o dos veces los vecinos, hartos tanto de la brutalidad como del estruendo, se rebelaron y se empeñaron en tundir a palos a aquellos torturadores; finalmente fueron a quejarse a la policía del Templo de que un tal Saulo y su pandilla de rufianes provocaban disturbios en su barrio. El jefe de la policía le rogó que redujese aquellas expediciones. No le pagaban para montar escándalos; aquello daba a la gente la impresión de que el Templo se ensañaba con los discípulos de Jesús porque les tenía miedo.

Consiguió sobornar a un zelote de Bethphage y convencerle de que fuera su espía: un pastor gangoso de brazos gruesos como muslos que manoseaba su daga mientras hablaba, se rascaba la mejilla con ella y la pasaba y volvía a pasar por la palma de su mano, para probar el filo. Supo así que Jesús bajaba por el valle del Jordán escoltado por unas cuarenta personas.—Es vuestro enemigo, ¿no? ¿Por qué no le detenéis? — preguntó Saulo.—Porque el jefe ha cambiado de opinión y ha decidido que ese Jesús asusta a la gente del Templo y que, a fin de cuentas, nos hace el juego. Además, Jesús va escoltado por unos compañeros de Galilea que le protegen, y no es momento para que disputemos entre nosotros. Una vez más, Saulo se sintió terriblemente frustrado. ¡Increíble! ¡Nadie quería detener a aquel hombre! El Templo, porque ahora le tenía miedo; Herodes Antipas, porque quería evitar a toda costa una insurrección en su provincia de Galilea; los romanos, porque les importaba un pimiento, y los zelotes, porque favorecía sus intereses.— ¿Vas a cargar con el peso del mundo? —le preguntó una noche su mujer, harta, porque adivinaba perfectamente el motivo de su insatisfacción, apartir de los retazos de información que él compartía con ella—. ¿Te tomas por un profeta? ¡Que venga de una vez el tal Jesús! ¡Y ya veremos!—Provocará una insurrección general —replicó él.—¿Y qué?—Si fracasa, estallará la guerra. Si lo consigue, estallará la guerra de todos modos.—¿Y qué? Es cosa de los romanos, no tuya. Tú no eres el garante del orden.—Vosotras, las mujeres... —masculló.—¿Qué pasa con nosotras, las mujeres? ¿Naciste del vientre de un hombre?—¡Una mujer le sacó de la tumba!—Y los hombres quisieran meterle otra vez en ella —dijo su esposa amargamente.—¡Sin duda es una bruja!—En este asunto, Saulo, creo que la única brujería es el amor. Y esa es una brujería que tú no podrás invocar—concluyó. Esas peloteras no mejoraban el humor de Saulo. De modo que se resignó al inevitable naufragio que se avecinaba. La resignación le inspiró curiosidad: intentaba explicarse la fascinación que ejercía Jesús. ¿Qué magia había logrado que el pueblo se entusiasmase hasta la locura por ese hombre, y había conseguido que unos meses antes estuviera a punto de coronarle rey? ¿Qué enseñaba Jesús que él, Saulo, ignoraba? ¿Acaso la Ley no había sido establecidade una vez por todas? ¿Y no les había bastado a los judíos desde los tiempos de Moisés? Conocía a un doctor de la Ley que estaba en el Templo: Simón ben Lakich, al que apodaban Simón el Mediador, un fariseo discípulo de Gamaliel; el ilustre Gamaliel, el maestro de los maestros en la interpretación de la Ley. Simón tenía fama de hombre moderado y tal vez le enseñara más de lo que ya sabía, y puesto que Saulo sólo era judío por parte de madre y no estaba avezado a los arcanos de la Ley, fue a consultarle.—¿Cuál es, rabbi, el objeto del antagonismo entre ese Jesús y vosotros? ¿Y el motivo de la fascinación que ejerce sobre las multitudes? Simón le miró unos instantes. No ignoraba ninguna de las actividades de Saulo; como su maestro Gamaliel, con el que había hablado de ellas, incluso las reprobaba. Pero, fiel al principio según el cual la buena semilla a veces germina en tierra árida, respondió de todos modos:—Por lo visto, es una cuestión que atormenta a muchos espíritus. Sólo puedo resumirte algunos aspectos que creo comprender. Simón miró la lámpara que ardía en su escritorio, como si esperara la inspiración.—Una razón del conflicto entre nosotros y Jesús, aunque no la única, es que fue instruido por los esenios, allí, en Qumran, a orillas del mar de Sal. Hace más de dos siglos que esa gente nos desprecia.—¿Por qué?—Porque nos acusan de habernos dejado helenizar, de haber adoptado nombres griegos, por ejemplo, y de tolerar ritos paganos, cuando no

de haber sido influenciados por ellos. Para ellos, somos unos usurpadores e incluso los mayores profanadores. Se consideran los Justos y los Hijos de la Luz, y nos definen como Hijos de las Tinieblas. Simón contuvo una sonrisa y prosiguió:—Como los zelotes, que están mucho menos instruidos que ellos, quisieran que tomáramos las armas contra los romanos y reinstauráramos la fe y el clero tal como eran en tiempos de Salomón.

Por desprecio hacia nosotros se retiraron al desierto. Allí copian los Libros a su modo y escriben, incluso, algunos nuevos, afirmando que son muy antiguos. Simón suspiró.—Sabes muy bien que si tomáramos las armas contra los romanos, nuestro pueblo quedaría diezmado. No solo no lograríamos expulsarlos, sino que, además, nuestra situación tras esa vana tentativa sería peor aún que antes.—Pero no me parece que ese Jesús predique la guerra contra los romanos.

—No. Además, abandonó a los esenios hace mucho tiempo. Es un hombre inteligente. No le conozco, solo sé de él las palabras que me han transmitido y no le negaré la agudeza de ingenio, aunque nuestros caminos diverjan. Pero no creo que haya estudiado los Libros, que cita de buena gana. Se define a sí mismo como el Hijo del Hombre. Pero si tan solo hubiera leído los Salmos —dijo Simón, levantando las cejas—, no habría podido dejar de fijarse en el pasaje del Salmo ciento cuarenta y seis, que dice lo siguiente:

«No depositéis vuestra confianza en los príncipes ni en el hijo del hombre, en los que no encontraréis socorro». Si hubiera leído los primeros versículos del «Himno a la omnipotencia de Dios», en el Libro de Job —prosiguió Simón con voz plañidera—, ¿cómo no iba a recordar estos dos versículos: «Mucho menor es el hombre, ese piojo, y el hijo del hombre, ese gusano»?. Querer designarse, tras ello, el Hijo del Hombre supone exponerse al desprecio. Sé que la gente sencilla le llama rabbi, pero ningún maestro recuerda haberlo tenido nunca como alumno. Es cierto que a nosotros, los doctores, se nos acusa de estrechez de miras, y tal vez, en efecto, algunos de los nuestros sean así. Pero ¿quién es perfecto? En todo caso, no podemos tomar en serio a un hombre que nos insulta y que ni siquiera conocelos libros que cita. Saulo meditó sobre los modos de utilizar esa información. Luego preguntó:—¿Abandonó a los esenios por voluntad propia o fue expulsado?—Lo ignoro. Cuando tenemos tiempo, lo cual no sucede a menudo, nos preguntamos las razones que tuvo para reproducir el consejo de los doce que antiguamente rodeaba al maestro de los esenios, al que siguen llamando el maestro de justicia. Éste se rodeaba, en efecto, de doce discípulos, antes de su condena, que no siempre eran doce si nuestras informaciones son correctas, sino catorce e, incluso, quince. Si les abandonó por propia voluntad, tal vez hubiese comprendido una contradicción de la gente de Qumran. Por una parte, se preparan para la lucha armada, porque van armados. Y por otra, ya sólo aguardan del cielo un cataclismo universal, preludio del fin de los tiempos y del advenimiento del Mesías. De modo que, a mi entender, Jesús forjó su propia doctrina a partir de las enseñanzas esenias. Simón levantó los ojos al cielo. Por la ventana llegaron el ruido de una carretilla y la corta y monótona melopea de un mercader de ensaladas que pregonaba las excelencias de sus lechugas, sus jugosos ajos y sus pepinos aromáticos. A continuación se oyó el grito de una mujer que le llamaba y las carcajadas de otra mujer. Ante el inminente desastre, la vida proseguía, con su dulzura, sus olores, sus inocentes preocupaciones.

—En una de sus más escandalosas declaraciones, y sin duda la que intensificó la hostilidad de nuestro clero, aseguró que no había venido para abolir la Ley de Moisés, sino para completarla. Es insensato. Ningún profeta intentó presentarse como el legislador que iba a suceder a Moisés. Por no hablar de otro aserto aberrante, según el cual el hombre no está hecho para la Ley, sino la Ley para el hombre.¿Cómo un hombre que se pretende enviado del Altísimo puede discutirlos mandamientos dictados por Moisés?

Al final tuvimos que concluir que ese hombre es un hereje. El rostro de Simón se endureció.—Pero ¿cuál es su doctrina? —preguntó Saulo.—Para comprenderla, debes saber que existen en nuestro pensamiento dos tendencias: una que nace del Levítico y de los Números, y la otra del Deuteronomio. La primera establece que los sacerdotes son los intercesores entre las criaturas y el Omnipotente, y la otra... —en ese punto, Simón esbozó una sonrisa— no lo dice con tanta claridad; confía, en efecto, la aplicación de la Ley a los sabios y no sólo a los sacerdotes. Además, estas dos tendencias entran a veces en conflicto: según el Levítico, los padres son responsables de los pecados de los hijos y los hijos de los de sus padres. El Deuteronomio dice exactamente lo contrario. Jesús me parece, desde muchos puntos de vista, cercano a nuestra tendencia deuteronómica y, en todo caso, hostil a la corriente levítica. Si es que... — levantó las manos— ha seguido algún aprendizaje en ese terreno. Simón suspiró, clavó en su interlocutor sus redondos ojos y declaró:—No puedo decirte mucho más sobre los entresijos de la Ley, Saulo, pues no creo que lo necesites.—Porque soy romano. Simón movió la cabeza. —Ignoro cómo puedes conciliar esto y su contrario, aquello y su contrario. Tu conciencia debe decidir.—Sin embargo, no me has explicado por qué fascina Jesús a las masas.— Fascina, sobre todo, a las de Galilea, que desde hace siglos es hostil a Judea. No tanto como Samaria, es cierto, pero hostil de todos modos. Se mantiene fiel en este punto a las ideas de los esenios, y ha dejado que lo presentaran como el Mesías, el hombre que liberaría a Israel de todos los yugos. Por eso aspiraron, incluso en Judea, a coronarlo rey. Y así regresamos a nuestro punto de partida: si hubiera sido coronado rey, se habría producido un levantamiento. Pero no me preguntes quién le habría ungido, único acto capaz de justificar su indebido título de Mesías.

—Pero ¿y Nicodemo? —preguntó Saulo—. ¿Cómo un doctor de la Ley tan reputado como él pudo verse seducido por la enseñanza de Jesús? Simón entornó los ojos; le disgustaba hablar de un colega. Y su visitante hacía, decididamente, muchas preguntas.—Sin duda convendría preguntarle a él sobre este punto. Que yo sepa, Nicodemo pertenece a esa corriente, entre los doctores, según la cual los designios del Altísimo no pueden ser apreciados por los mortales. Si conoce tan bien como nosotros los fallos y las contradicciones de la enseñanza de Jesús, se niega a descartar la posibilidad de que la gracia divina, la shekinah, haya sido otorgada a ese hombre. Además, se niega a interesarse por las consecuencias políticas de esa enseñanza y, en cualquier caso, le repugnan las sentencias de muerte, salvo en casos excepcionales. Para él, Jesús es un hombre santo y eso es lo que cuenta. ¿He respondido a tu pregunta? Saulo afirmó que en efecto había obtenido las respuestas esperadas y que se lo agradecía al rabino, pero en su fuero interno lamentó no haber sabido hacer unas preguntas más profundas por falta de conocimientos. Y por falta de sangre judía, también. Por otra parte, ¿hubiera respondido Simón?—¿Es seguro que está vivo? —preguntó el rabino.—Eso parece. En estos momentos se dirige a Judea y, sin duda, a Jerusalén.— Estamos informados de ello. Me pregunto si no será un impostor que haya ocupado su lugar.—No, no es un impostor —replicó lentamente Saulo—. Ningún hombre puede pretender ser otro ante la mujer que le ama. Simón meditó la respuesta.—¿María ben Ezra?—Sí. —Me han asegurado que fue ella quien lo organizó todo. El rabino Simón adoptó un tono soñador.—¡Una mujer perversa! —exclamó Saulo—. ¡Las mujeres son seres perversos!—No veo mucha perversión en su caso — dijo tranquilamente Simón—.Supongo que Sara, la esposa de Abraham, habría hecho lo mismo. Saulo le dirigió una mirada escandalizada.—¡Pero pone en peligro a todo un país!—Sara apartó a Ismael y sus descendientes del linaje de Abraham, expulsándolo con su madre al desierto. Así se puso en peligro el destino de toda una raza. —Y como Saulo parecía desconcertado ante ese argumento, Simón añadió con voz serena, casi burlona—: El amor, Saulo.

—¿El amor?¿De modo que los rabinos empezaban a hablar como las mujeres? Por la obtusa expresión de Saulo, Simón comprendió que a partir de entonces la conversación se volvería en revesada. Como dicen los proverbios, el hierro se aguza con el hierro, y el espíritu de Saulo le parecía de madera. Con una agradable sonrisa, indicó a su visitante que la entrevista había finalizado.

Al entrar en Phaselis, Jesús vio a un niño tullido que se arrastró con las manos hacia el importante cortejo. Se dirigió a él, vio sus esqueléticas piernas, se agachó y le levantó el rostro. También Lázaro había acudido, con una moneda en la mano. Las miradas del niño y de Jesús se encontraron. El niño sonrió. Jesús lo levantó por las axilas, de modo que el pequeño tullido pudiera ponerlos pies en el suelo, y lo sostuvo mientras le miraba fijamente a los ojos.—No puedo... —murmuró el niño.—Pídele al Señor que te ha creado que te dé fuerzas.—¡Señor —gritó el niño con tono lloroso—, dame fuerzas! Su expresión se quedó rígida, con la mirada fija, como si experimentara una sensación inefable. Abrió la boca, lanzó unos grititos, jadeó y se agarró al brazo de Jesús.—Creo...Jesús le sostuvo.—Tus piernas son flacas, no te sostendrán como si las hubieras utilizadoto dos los días. Dio un paso y el niño puso un pie delante del otro, agarrado aún al brazode Jesús.—Andarás unos días con un bastón y, luego, ya podrás hacerlo solo. El niño, pasmado, miró a Jesús.— Eres un ángel, ¿no es cierto? El cortejo se había detenido. —Dime, ¿eres un ángel como esos de los que habla el rabino? Jesús no respondió.—Si tú lo crees, entonces sí, soy un ángel.—Lo creo.—¡Dadle un bastón! —gritó Lázaro al grupo de discípulos y zelotes que tenían detrás. Pero no encontraron bastón del tamaño del niño. De modo que entraron así en la ciudad, con el muchachito agarrado aún a la manga de Jesús.—Apóyate en mí, porque te cansarás pronto —le dijo Jesús.

—No me canso si me agarro a ti. Quédate conmigo. Varios viandantes observaron con asombro aquel grupo a cuya cabeza caminaban un hombre y un niño que se agarraba a él. Una anciana que llevaba un cesto de albaricoques se detuvo a unos diez pasos, luego se acercó al niño y se agachó.—¿No eres el hijo de Natán, el tintorero?—Sí.— Eras un tullido desde el día que te conocí. ¿Cómo es posible que ahora andes?—Ha sido este ángel —dijo el niño volviéndose hacia Jesús. La anciana contempló a Jesús, frunciendo el ceño.—¿Tú le has curado?—El Señor le ha dado fuerzas.—¿Eres un ángel? —preguntó ella, mirando de soslayo a Jesús.—Si él lo dice...—Pues pareces un hombre —repuso ella, palpándole el brazo. Se había formado un pequeño grupo que se acercaba al cortejo. La mujer gritó: —¡Un ángel! ¡Un ángel ha curado al hijo de Natán! Algunos viandantes se acercaron para comprobar el hecho.—Pues sí, ¡es el pequeño mendigo que estaba en la puerta de la ciudad!—¿Quién es ese hombre que le ha curado? —le preguntó alguien a Pedro. Este interrogó a Jesús con la mirada.—Díselo.—Es Jesús, nuestro maestro.—Encontrad antes de nada un bastón para el niño, y así podrá aprender acaminar con él durante unos días —dijo Jesús. La gente se apresuró. Una loca agitación se apoderó de Phaselis. Las puertas y las ventanas de las casas se abrieron, los habitantes salieron a las calles, corriendo en una dirección y luego en la opuesta, sin saber de entrada dónde estaba el objeto de aquel tropel. Estaba aquí, no, estaba allí; los perros ladraron, y los discípulos y los zelotes formaron una pantalla en torno a Jesús. Era una de las habituales aglomeraciones de antaño, que tan bien conocíanlos discípulos.

Puesto que Jesús se había descubierto, todos los del cortejo temieron entonces el enfrentamiento. Nadie sabía cómo sucedería, pero zelotes y discípulos estaban ambos seguros de que no dejaría de producirse. Según afirmaba la mayoría, el Sanedrín habría acabado venciendo la indiferencia de Pilatos y la legión aparecería sin tardanza en Phaselis. El nombre de Jesús había corrido ya por ciudades y aldeas, y había circulado de boca en boca a la velocidad de un incendio que se propaga por la maleza de la llanura tras meses de sequía. La multitud rodeó al cortejo; Maltace, María, Marta y Juana estuvieron a punto de ser descabalgadas de sus monturas. Jesús tuvo que tomar al niño en sus brazos, para que no fuera derribado inmediatamente después de haberse curado. Fueron los zelotes, más acostumbrados que los discípulos a aquellos movimientos de la multitud, quienes restablecieron cierto orden, para que Jesús y su grupo pudieran llegar seguros a un albergue. Pero no acudían solo judíos; entre los fervientes y los curiosos había romanos, griegos, sirios y mucha otra gente cuya religión no conocía ángeles ni mesías, pero que olvidaban sus ritos en cuanto se perfilaba la promesa de lo sobrenatural. El aura del milagro confundía las barreras, pues aquella gente había vivido junta suficiente tiempo para compartir sus esperanzas y sus supersticiones, sabiendo muy bien que, en el fondo, solo las palabras les separaban. Así pues, gritaron en arameo, en griego, en latín, y también en otras lenguas de comunidades locales, y cuando el cortejo se hubo instalado por fin en el albergue, la multitud se plantó en la calle, delante, como si estableciera sus cuarteles para pasar la noche.—¿Qué vas a hacer? — preguntó María, inquieta, después de que Jesús saciase su sed y se lavase los pies—. Esa gente aguarda. ¡Incluso hay paganos!—Si los judíos no me escuchan y los paganos sí, se debe a la voluntad del Señor —respondió pensativamente. El niño al que había curado y que, paradójicamente, se llamaba Aser, «Serfeliz», estaba sentado en un taburete bajo y miraba a Jesús con adoración.—Mis hermanos y hermanas están fuera — exclamó alegremente. Por fin le habían encontrado un bastón de su talla; cojeó hacia Jesús.—Dentro de unos días caminarás sin bastón —le dijo Marta. El chiquillo puso su cabeza bajo el brazo de Jesús.—Es como tu hijo — murmuró Marta.—Todos son mis hijos —replicó él. Tras ello, Maltace se deshizo en lágrimas entre los brazos de Juana.—Me podría morir ya satisfecha —sollozó.— Demasiado pronto llega esa hora —objetó Juana—. Ahora hay que vivir con precaución. Jesús decidió salir, con Aser a su lado.

—El Señor —dijo— ha querido que este niño quede curado porque ha rogado al Señor.—Tú lo has curado, lo sabemos. ¡Eres el intermediario del Señor! —gritó una voz entre la multitud.—No hay un solo cabello de vuestra cabeza que no caiga por la voluntad del Señor. Todos habéis visto la invalidez de este niño. Le he pedido que rogara, ha rogado y ha sanado. Otras enfermedades son menos visibles, y son las del alma. Hay entre vosotros tullidos que caminan con sus piernas y ven con sus ojos y son, sin embargo, tullidos de corazón y ciegos del espíritu y no lo saben. Ruego al Señor que les abra los ojos y les dé fuerzas para orar, y entonces también ellos se curarán. Aser tiene el corazón puro y por eso ha atraído sobre él la compasión y la bendición del Altísimo. Que os sirva de ejemplo. Dos muchachos y una niña, algo mayores que Aser, se hallaban en la primera fila de la multitud; Aser les tendió la mano y su hermano mayor le tomó en sus brazos y le llevó sobre sus hombros. El niño contempló a la gente y se volvió de nuevo hacia Jesús.—Hoy os bendigo a todos —dijo Jesús.—¿Adonde vas? —preguntó un hombre—. ¿No estás de camino hacia Jerusalén? Deja que te sigamos para proclamar tu gloria.—No, no he venido para que proclamaran mi gloria. No he regresado para reclamar una corona. No he vuelto para llevar a cabo una venganza. He venido para anunciar a los Hijos de las Tinieblas la llegada del Ángel de la cólera. ¡Que se arrepientan! Porque el Ángel de la cólera llegará irrevocablemente.—¿No saliste vivo de la tumba? ¿No has regresado, entonces, a nosotros para dejar que triunfen los impíos? —gritó otro hombre.—Escuchadme, la hora del Señor es desconocida para los hombres. Nadie sabe dónde se extiende la sombra de la aguja bajo su sol. Nadie sabe los límites de su paciencia hasta el momento en que es demasiado tarde.

Los acontecimientos que veréis en vuestra generación no dependen ya de los hombres. El Señor dio a sus enemigos la posibilidad de arrepentirse. La rechazaron y proclamaron su impiedad poniendo en la cruz al Hijo del Hombre, porque había ofendido su soberbia invitándoles al arrepentimiento. La sombra de la aguja ha girado, ha pasado la hora, todo está calculado. Cuando veáis las murallas de la mala ciudadela incendiarse y derrumbarse, ¡huid! La espada del Ángel de la cólera no reconocerá a la viuda, ni al huérfano, ni al joven, ni al viejo. Un murmullo de espanto recorrió la multitud.—Pero ¿y los justos? ¿Hay justos entre nosotros? —soltó una mujer.

—¡Que los justos huyan de la ciudadela maldita! El viento de la espada no respetará a nadie. Dos hombres, en la retaguardia de la multitud, hablaban a media voz.—Ahora lamento que no sea de los nuestros; le habíamos juzgado mal. Era Simón de Josías, llegado expresamente de la Sefela porque había sido avisado de que Jesús descendía hacia Jerusalén. Quería saber qué aspecto tomaría ese viaje que alarmaba a Jerusalén.—¿No te lo había dicho? ¡Pero no querías creerme! El otro, evidentemente, era Joaquín.—¿No puedes pedirle que se quede con nosotros? —preguntó Simón.—Ya lo has oído: no aspira a nada, los dados ya se han arrojado.—Jerusalén es la mala ciudadela, ¿no es cierto?—Sí.—Pero si no va a apoderarse de ella, ¿qué va a hacer?—Lo ignoro, tal vez se disponga a dirigirle una última advertencia.—Voy a ofrecerle nuestra protección. Joaquín inclinó la cabeza.— ¿Por qué no me creíste hace tiempo? Habría podido ser nuestro rey.¡Ahora es demasiado tarde!

Jesús regresó al albergue. La multitud se dispersó con el corazón encogido. Aser quiso quedarse con Jesús. En la cena, Jesús le sentó a su lado.—Has asustado a esa gente —dijo Tomás, rompiendo por fin el silencio.—Su espanto es sólo un estremecimiento comparado con el que sentirán cuando llegue la hora de la cólera —respondió Jesús.—¿Por qué te has negado a que esa gente te siga hasta Jerusalén?—Tomás, en Jerusalén creerán que me propongo alzar a las multitudes contra ellos. Entonces avisarán a los romanos y estos se creerán obligados a intervenir; es lo que esperan los zelotes. ¿No hemos hablado ya bastante de lo que sucedería? No quiero hacer correr la sangre. Ya lo he dicho: la sombra de la aguja ha superado ya la hora del arrepentimiento.—¿Y luego? — preguntó Juan.—Nada está ya en mis manos, todo está en las del Señor, y más tarde, descansará en las vuestras. Agotado por sus emociones, los gritos, la multitud y, sin duda, su primera comida de verdad desde hacía mucho tiempo, Aser se había dormido apoyado en Jesús.

Fuera, una guardia de los zelotes vigilaba el albergue. La legión no había aparecido.—Me pregunto si vamos a ser exterminados enseguida —susurró Lázaro vaciando su vaso.—Aunque no tengas fe, ¿no tienes daga al menos? —le soltó Marta, irritada. Y le tendió su propia daga.— Perdón —susurró él—. A veces mi corazón desfallece. Jesús había subido a acostarse. María subió para disponerlo todo y colocar a su lado el botijo de agua fresca y llevarle una manta. Pero cuando entró en su habitación, con una lámpara en la mano, le encontró tendido en su litera. Por su respiración, regular y profunda, comprendió que dormía. Aser estaba hecho un ovillo junto a él. La luz de la lámpara descubrió las pequeñas y miserables piernas del chiquillo y un rostro apaciguado. Los contempló largo rato. Mañana..., pensó ella, algún día... Extendió en silencio la manta y cubrió al padre y al hijo, pues eran padre e hijo, ella no lo dudaba ya. Otros habían engendrado el cuerpo del niño y él había engendrado su alma. Luego salió de la alcoba y fue a acostarse con Marta, Maltace y Juana.

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