Papi, estoy de regreso [S.O...

By KimPantaleon

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Susy es capaz de predecir la muerte. Su hermano mayor intenta calmar sus pesadillas, pero descubre que están... More

Aclaratoria
Dedicatoria
Introducción
1.- En las sombras
2. Manzana y canela
3. Fantasmas
4.- Psicofonía de auxilio
5.- Premonición
6.- La dulce y picante muerte
7.- La despedida de Víctor
8.- Querida Jess:
9.- Último día
11.- Siniestro misterio
12.- Luz al final del túnel
Epílogo
¡Escucha el audiolibro!
Agradecimientos

10.- El incendio

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By KimPantaleon

Bajo la excusa de sentirse cansado, Víctor subió las escaleras luego de terminar la cena y se encerró en el baño del piso de arriba. El ardiente dolor que el roce de la tela provocaba en su piel desgarrada lo llevó a tomar un par de tijeras para cortar la camiseta en trozos y así poder desvestirse.

Notó que los hematomas se extendían a lo largo de su abdomen y de su pecho; se acarició con suavidad, le dolían bastante, aunque sin duda mucho menos que antes. Subió la mano hasta su pecho y tocó el moretón que tenía en el pectoral derecho. Al menos, la maldita no le había roto ningún hueso.

Al desviar la mirada hacia la camiseta que sostenía, se sorprendió al darse cuenta de que estaba limpia de todo rastro de sangre. Por la parte de enfrente lo entendía, pero estaba seguro de que atrás había sentido húmedo por las heridas. Intrigado por ello, el muchacho se giró para darle la espalda al espejo. De inmediato, descubrió que tenía profundos rasguños, aunque ninguno sangraba. Habían sido hechos por dentro de su cuerpo y la piel se había convertido en una ventana que mostraba un paisaje de músculos en flor.

Se dio la vuelta para quedar de frente al espejo con la vista fija en cada detalle de su rostro. Lucía apagado, y las ojeras profundas bajo sus ojos lo hacían ver envejecido, deplorable. Formó una mueca de desagrado y las arrugas en su tez se acentuaron; la falta de color en la piel pareció brillar por un instante.

—Parezco un cadáver —susurró poco antes de formar una leve media sonrisa cargada de altanería—. Aunque no tanto como tú, mi querida Ana. ¿No te estás alimentando bien? —Escupió con sarcasmo y, a través del espejo, gozó al ver que el reflejo de Ana empuñaba las manos.

Víctor sabía que Ana se alimentaba del miedo que infundía y ahora que él no le temía, estaba convencido de que ella perdía fuerza. Víctor alzó la cabeza, egocéntrico, y la criatura emitió un gruñido que pretendía ser intimidante, sin embargo, el muchacho se rio de ella: lucía igual de agotada que él.

—¿Qué? ¿Te vas a quedar ahí parada? —añadió con sorna—, ¿ya te cansaste de jugar?

Ana soltó un rugido gutural que hizo vibrar la casa. Los vidrios de las ventanas crujieron y las paredes se quejaron ante el sonido. El aura de odio que emanaba de su cuerpo despedía un aroma a azufre mezclado con carne podrida, y el alquitrán que se deslizaba de las cuencas vacías de su rostro se volvía polvo antes de tocar el suelo.

Víctor frunció el ceño, pero la sonrisa se mantuvo. La forma en que se enfrentarían a partir de ese instante había quedado clara en el armario, aunque una parte de él sentía que ella aún tenía más poder, depositó toda su confianza en el plan que ejecutaría en su último día, cuando la profecía de Susy se cumpliera.

El muchacho giró la cabeza con ligereza para mirar a la criatura por encima del hombro. La sonrisa en sus labios se esfumó:

—Largo de aquí, perra —ordenó Víctor—. Mañana nos veremos las caras.

En silencio y sin moverse, Ana observó con detalle al muchacho. Los huesos de la bestia traquetearon al reacomodar su cuerpo y alzar la cabeza. Abrió la boca despacio y, de lo más profundo de su garganta, una pata puntiaguda cubierta de pelo, similar a la de una araña, se asomó: el llanto de Jenny hizo acto de presencia. Víctor no estaba dispuesto a soportar que se mofara de ellos. Apretó los dientes hasta que le dolieron.

—¡Que te largues! —gritó al girarse en un arrebato de ira. El cuerpo de Ana salió volando y se desvaneció tras golpear contra la pared. Fue como si una ráfaga de energía la hubiese atacado con una fuerza descomunal.

Víctor se quedó boquiabierto. Una presencia fuerte inundaba el lugar, ¿acaso era suya? ¿Ese era el alcance de su poder? Desconcertado, se giró una vez más para mirarse al espejo y se preguntó qué rayos había sido eso. Por un momento, sintió que acababa de vivir el final de una saga de Dragon Ball Z, en la que había liberado todo su ki y alcanzado una nueva transformación. Sonrió divertido ante la idea.

—Goku estaría orgulloso. —Aguantó la risa—. ¿Será por esto que Ana parece temerme?

Compuso una expresión de suficiencia al escuchar la forma en que Ana golpeaba y arañaba la puerta con desesperación. Quería entrar en la habitación para cobrar venganza, pero no tenía la fuerza suficiente para hacerlo. Víctor recordó lo que Hans le había dicho esa misma tarde: tal vez tenía razón y él era más fuerte que la bestia. Tal vez podía ganarle. Sonrió de nuevo al contemplar esa posibilidad. Una diminuta luz de esperanza en medio de ese túnel oscuro.

Sin prestarle más atención al escándalo que Ana producía —y que estaba convencido solo él podía escuchar—, abrió la llave de la ducha, templó el agua previo a desvestirse y se metió. No supo en qué momento el lugar se cubrió de silencio ni mucho menos hacia dónde había ido Ana.

***

A mitad de la noche, un viento suave arrastraba algunas hojas sobre el piso. Había un leve aroma a tierra mojada, lo que auguraba lluvias próximas. El canto seductor de los grillos al atravesar el silencio ingresó en la habitación de Víctor, pero en ese momento, a pesar de tener los ojos bien abiertos, él era incapaz de escuchar.

La piel de Víctor tenía una coloración blanquecina, lo que hacía sobresalir el morado de las ojeras que había bajo sus ojos, mismas que se pronunciaban a cada segundo. Las pupilas del muchacho se dilataron de forma tal que sus iris casi se vieron devorados por ellas. Abrió la boca despacio y todo su cuerpo empezó a temblar. De pronto, y con un movimiento brusco, la espalda de Víctor se enarcó hacia atrás hasta el punto de casi romperse. Sus ojos se tornaron blancos y las venas de su cuerpo se marcaron.

Ana subió al cuerpo de Víctor y le colocó una de sus putrefactas manos en la boca. Quería callarlo. Se llevó el dedo índice hasta los labios a modo de burla; despacio, como si disfrutara de cada segundo. Ana deslizó la mano que tenía sobre la boca de Víctor hasta su cuello y comenzó a estrangularlo.

La casa vibró de forma violenta, como si se tratara de un sismo. Ana, por fin, le revelaba su verdadero poder a Víctor. Entre patadas y tirones, el muchacho se retorció bajo el peso de la criatura. En sus expresiones faciales podía leerse el esfuerzo que hacía para arrancársela de encima. La mirada de Víctor se topó con las cuencas vacías de la bestia y, en su desesperación, logró hacer uso de todas sus fuerzas para mover la mano derecha y acertarle un golpe en la cara. Ana voló y se estrelló contra la pared de enfrente hasta terminar sepultada por una pila de libros que él tenía en el escritorio.

Entre arcadas y jadeos, el joven luchó por incorporarse; el pecho le dolía. Debajo de los libros no había movimiento alguno, pero Víctor estaba seguro de que ella seguía ahí: la repugnancia de su aroma putrefacto aún torturaba su olfato. Víctor caminó despacio hasta los libros, estaba dispuesto a tener un último enfrentamiento con Ana esa misma noche, sin embargo, el fuerte ruido de la puerta al abrirse de golpe lo paralizó.

Susy estaba de pie en el umbral de su cuarto y lo miraba confundida con las pupilas dilatadas. Un segundo más tarde, el olor se desvaneció. Víctor no evitó preguntarse por qué Ana insistía en ocultarse de Susy, ¿acaso no era su objetivo final? El cuerpo le tembló, era angustiante no conocer con certeza las intenciones de la criatura. Desvío la mirada una vez más hacia los libros: Ana se había marchado, pero él aún no se sentía tranquilo.

Por su parte, Susy estaba confundida por el extraño comportamiento de su hermano, y eso la hacía sentir asustada. Lo sentía distante y cada vez más ajeno. La niña abrió la boca para cuestionarle lo que sucedía, sin embargo, se vio interrumpida por sus padres, quienes ingresaron en la habitación de forma abrupta. Ante sus rostros de angustia, los dos hermanos agacharon la cabeza.

—¿Están bien? —preguntó Alan mientras se acercaba a Víctor. Valeria se arrodilló frente a Susy y comenzó a inspeccionar su cuerpo en busca de lesiones.

—Sí, papá —respondió el muchacho casi en un susurro.

En el afilado rostro de Alan, que era tan parecido al de Víctor, había una expresión de angustia que partió el corazón del joven. Su padre no era alguien expresivo con respecto a sus sentimientos, pero lo amaba; de alguna manera, Víctor siempre lo supo en su interior, pero solo cayó en la cuenta de ello cuando Alan lo abrazó en ese momento.

—¿Por qué no saliste con tu hermana cuando empezó a temblar, Víctor? —cuestionó Alan con un suave tono de regaño. El muchacho se sorprendió—. Afortunadamente, no duró mucho, pero cuando oímos el golpe y ustedes no bajaron, pensamos que les había pasado algo.

—Ustedes pudieron subir por Susy —masculló Víctor en un volumen tan bajo que apenas él mismo logró escucharse—. Lo siento mucho —se disculpó de todas formas—. Estaba muy cansado y no desperté a tiempo.

—Bueno, lo importante es que todos estamos bien —intervino Valeria y cargó a Susy en sus brazos—. Vayamos a la sala para salir rápido en caso de que vuelva a temblar.

—Sí, será lo mejor —comentó Víctor con voz seca—. Adelántense, necesito usar el baño.

Alan asintió con la cabeza, y junto a Valeria y Susy salieron de la habitación. Apenas se encontró a solas de nuevo, Víctor se inclinó sobre los libros; estaba ausente, débil y distante. Su letargo era tal que no se percató del aura oscura que despedía por los poros. Tras emitir un suspiro, se levantó del piso. Observó por la ventana y fijó la vista en la oscuridad de la calle.

—Estoy harto de jugar —susurró con una voz siniestra y profunda, una que hubiera erizado los vellos de quien la escuchase.

***

Víctor mantuvo un rostro serio durante toda la mañana e, incluso, guardó silencio. Se limitó a responder de forma breve cuando se dirigían a él, pues se sentía vacío por dentro, como si tuviera una sensación agria en el pecho. Valeria le preguntó si se encontraba bien. Él asintió con un movimiento de cabeza y una sonrisa fingida, pero después volvió a la seriedad.

Alan y Valeria comentaron entre ellos sobre el estado de su hijo. Resultaba evidente que otra vez no había dormido bien, por lo que decidieron dejarlo tranquilo por un rato. Luego del desayuno, Alan tomó su portafolio y su saco, mientras que Valeria alistó a Susy para salir. Querían darle algo de tiempo a solas para que descansara. Por su parte, Víctor decidió prepararse para su último día.

Se adentró en el cuarto de sus padres y tomó del armario una caja llena de crucifijos y de pequeñas botellas con agua bendita. Valeria solía obsequiarlas el primer día de los cursos de catequesis.

Víctor se encargó de colocar los crucifijos en cada rincón de la casa. Tenía planeado provocar la furia de Ana y terminar con ella mientras estuviese solo, sin embargo, la criatura no hacía acto de presencia. No cabía ninguna duda de que era lista. Muy lista.

La desesperación lo invadió cada vez más, lo que le causó un vuelco de rabia en el estómago. La muy maldita había tocado una fibra muy profunda de su ser durante la noche y había hecho despertar a sus sentimientos más oscuros, esos propios del ser humano. Estaba perdiendo ante ella, y lo odiaba.

Inhaló profundo en un vago esfuerzo por recobrar la calma y subió las escaleras, cabizbajo. Se encerró en su habitación para meditar; estaba de pésimo humor.

Cuando escuchó la puerta principal abrirse con parsimonia, maldijo en voz baja. Alan se había tomado su horario de comida para almorzar con ellos como familia, pero a Víctor le aterraba que la muerte llegase a reclamarlo con ellos presentes. Estuvo cerca de arrancarse el cabello cuando escuchó que Valeria lo llamaba a comer. Respiró hondo y apretó los dientes para no obedecer, pero sin más opción, bajó las escaleras. Fue recibido por un abrazo de Susy.

—¿Ya te sientes mejor, hermano? —preguntó la pequeña con una sonrisa adorable. Víctor no pudo resistirse a cargarla. Ella llevaba en brazos al conejito blanco.

—Sí, muñequita, estoy bien —respondió mientras le daba un tierno beso en la frente—. Solamente he tenido problemas para dormir.

—Entiendo. Si necesitas que te cante para que duermas, lo haré, solo dímelo.

Víctor casi pudo escuchar cómo su corazón se rompía en pedazos, y tuvo que tragarse las repentinas ganas de llorar. Abrazó más fuerte a la pequeña, y se preguntó si de verdad estaba haciendo lo correcto.

—Déjalo así —le susurró el muchacho—. Todo estará bien.

«Adiós, mi bebé», pensó Víctor cuando bajó a Susy y la pequeña se fue corriendo al comedor con sus padres.

El muchacho desvió la vista, lleno de culpa, y entonces la vio: Ana estaba parada en la puerta del armario de limpieza y lo miraba con una sonrisa burlona. De pronto, los crucifijos comenzaron a vibrar y, uno por uno, cayeron al piso de forma violenta. Alarmados, Alan y Valeria corrieron al escuchar el estruendo.

—¿Qué pasó? —le preguntó Alan con un tono de voz más acusatorio que confundido, algo que molestó al joven.

Víctor se mantuvo unos segundos en silencio. Tal vez esa sería la oportunidad perfecta de hablar con su padre, de hacerlo entender el peligro al que Susy estaba expuesta y, de ser posible, de revelarle lo que estaba a punto de sucederle a él. Aunque claro, siempre existía la posibilidad de que lo juzgara de loco, como solía hacerlo.

—Fue ella —susurró al fin el muchacho. Su padre alzó una ceja.

—¿Quién es «ella»? —replicó al cruzarse de brazos. El gesto de fastidio que formó en su cara desanimó a Víctor; él jamás entendería.

Frustrado y molesto, Alan empezó a mover el pie derecho con desespero. No podía concebir que su hijo de dieciocho años creyera en cosas tan estúpidas. La muerte era muerte, y nada más. No existían los fantasmas, no existía la «otra vida», no existía Dios y, desde luego, no existía el demonio tampoco. Si Víctor y Valeria creían en cuentos para niños, era su problema; pero excusarse de ello para llamar la atención, era otra cosa. Él no iba a aceptarlo.

—Anda, dime: ¿quién es? —insistió, desafiante.

—Desconozco aún su nombre real, pero es un ser demoníaco que profanó el espíritu de un muerto —explicó Víctor aun cuando sabía que explicarlo era en vano—. Ha estado persiguiéndonos, quiere a Susy y yo tengo que evitarlo.

Alan rodó los ojos y Valeria abrazó a Susy mientras la niña se giraba para preguntarle a su madre el significado de la palabra «profanó». La mujer se lo explicó en voz baja, y en ambas se dibujó una expresión asustada a causa de la respuesta de Víctor. El sentimiento de terror que despertó en el corazón de Valeria la hizo dudar. ¿Acaso él hablaba en serio? No podía ser posible... ¿por qué les sucedería algo así?

—Qué estupidez —murmuró. Valeria los observó con incertidumbre, no sabía si intervenir—. Víctor, ya estuvo bueno de que quieras llamar la atención.

—¿Llamar la atención? —repitió el muchacho, perplejo—. ¿Todavía crees que quiero llamar la atención?

—No veo por qué más inventarías todo esto. —Hubo un breve silencio y la tensión comenzó a calar en el ambiente—. Es claro que buscas atención porque ahora nos enfocamos más en tu hermana.

—¿Y qué psicólogo te lo dijo? —comentó Víctor al cruzarse de brazos—, ¿sabes qué? No me digas. Sé muy bien la clase de imbéciles que lo hicieron.

—No te pongas así...

—¿¡Que no me ponga así!? ¿Qué quieres? ¿Que te agradezca? ¡Gracias, padre, por escuchar más a unos pendejos que a tu propio hijo!

—¡Cuida tu lenguaje! —advirtió Alan.

—¡Púdrete!

Una vez más, reinó el silencio. Las palabras habían salido de Víctor sin que se tomara el tiempo de pensarlas y, aunque quiso retractarse, ya era demasiado tarde. Esa no era la forma en que quería terminar, mas no supo cómo remediar la situación. Lleno de frustración, el muchacho desvió la mirada al darse cuenta de que la semilla de la discordia que Ana había sembrado un momento atrás estaba dando frutos. Caminó rumbo a las escaleras a paso veloz, sin detenerse a mirar a nadie.

—¡Víctor!

—Quisiera que, por una vez en tu vida, me escucharas.

—Hijo, espera —intervino Valeria, aunque no sabía qué iba a decirle a continuación. ¿Que ella le creía? No estaba segura de hacerlo; empuñó las manos y agachó la cabeza.

«¿Por qué no podía ser más fuerte?», pensó la mujer.

—Mamá, por favor —añadió el joven—, déjenme en paz. Quiero estar solo.

Víctor terminó de subir las escaleras en silencio y después se encerró en su habitación tras dar un portazo. Apenas lo hizo, se sentó en el suelo con la espalda recargada en el borde de la cama y la cabeza sobre sus rodillas. Estaba deshecho, al borde del llanto; jamás pensó que podría sentirse así hasta ese momento: añoraba recibir la visita de la muerte.

El silencio inundó el lugar hasta que, de pronto, escuchó que la puerta principal se cerraba. Luego, la casa volvió a verse teñida de mudez. Víctor entendió que lo habían dejado a solas, tal y como había pedido. Convencido de que eso había sido lo mejor, bajó al primer piso. Apenas lo hizo, una siniestra voz infantil lo recibió. Una voz que conocía muy bien.

—Víctor...

Él deslizó la mirada, de un rincón al otro, en busca de Ana. La notó cerca del armario de limpieza, tenía la cabeza agachada y se mecía de un lado a otro mientras tarareaba el nombre del muchacho en una macabra canción. El joven se dirigió hasta ella con pasos bruscos, fúrico por todo lo que había provocado. Ana ni se inmutó.

—No me asustas —advirtió.

—Eso está por verse...

En un parpadeo, la bestia alzó la cabeza. Tenía la mandíbula dislocada y del hocico, que estaba abierto como un agujero negro, florecieron cientos de púas sangrientas. Rugió de manera gutural y profunda.

Ana se abalanzó sobre el cuerpo de Víctor y golpeó su pecho con los pies hasta que consiguió derribarlo, justo antes de comenzar a pegarle con los puños en un arrebato salvaje. Después, lo sujetó por los hombros y, con un impulso monstruoso, le estrelló la cabeza contra el suelo.

Víctor emitió un grito de dolor que casi le desgarra las cuerdas vocales. Sintió que Ana lo alzó en el aire y lo arrojó hasta el otro extremo de la habitación, donde su espalda se estrelló contra la pared. El crujido de sus costillas al romperse llenó los oídos del muchacho. El ardor y el dolor penetrante hicieron temblar su cuerpo. Esa pelea era diferente a la que tuvieron en el armario de limpieza, ¿de dónde diablos había sacado tanto poder?

La sangre le escurría de las comisuras de sus labios hasta el suelo. Apenas intentó ponerse de pie, Ana volvió a saltarle encima. La bestia alzó la mano izquierda sobre su cabeza en un movimiento rápido: estaba decidida a hacer con Víctor lo mismo que había hecho con el padre de Jenny.

Sin embargo, Víctor la golpeó en la mandíbula y eso la tomó desprevenida. El cuerpo de Ana cayó al suelo de forma estruendosa y Víctor aprovechó para volverse a poner de pie.

El muchacho corrió hacia una de las repisas cercanas, donde había dejado una botella con agua bendita, mientras se sujetaba el estómago. Tras él, Ana se incorporó sobre la planta de los pies y sobre las palmas de las manos: su apariencia se tornó similar a la de las arañas. Una vez más, Ana saltó en dirección a Víctor. Alquitrán negro le escurría del hocico.

Antes de que Ana lograra tocarlo, Víctor se giró y lanzó el agua contra la criatura. Del cuerpo de Ana comenzó a emerger vapor negro con olor a azufre; el agua la quemaba y, aun así, no se detuvo. De nuevo, ella impactó contra el muchacho, quien golpeó bruscamente el umbral de las escaleras. Ana se acercó hasta él y relamió sus labios: disfrutaba de ver cómo Víctor se levantaba del suelo con dificultad y tosía sangre.

A paso lento, como felino agazapado que espera el momento idóneo para atacar a su presa, Ana empezó a caminar hacia la cocina, pero sin quitarle la vista de encima a Víctor. El olor a gas que lentamente fue ahogando la casa hizo sonreír al chico de medio lado.

Observó directo a los ojos de la criatura antes de hablar:

—Sabía qué harías esto —susurró el joven con la mano derecha dentro del bolsillo de su pantalón. Apretó con fuerza el pequeño objeto de plástico que tenía en su interior antes de mostrárselo a Ana: un encendedor—. Déjame ahorrarte la molestia —añadió sin darse cuenta del error que estaba a punto de cometer.

El cabello de Ana se batió en cámara lenta frente al muchacho: para ellos, los segundos habían pasado a convertirse en horas. Víctor deslizó los dedos por el cilindro rugoso del mechero hasta crear ese chispazo que acabaría con todo.

—¿Hermano? —Escuchó una dulce voz que lo llamaba desde las escaleras.

Víctor giró la cabeza en un movimiento eterno. Al contemplar a Susy abrazada al conejo blanco, con lágrimas en los ojos y con la vista fija en Ana, quiso dar marcha atrás. Al regresar la vista hacia la bestia y ver la enorme sonrisa triunfal que dibujó en su deforme rostro, entendió que en su desesperación por proteger a Susy, terminó por cometer un grave error.

—Eres un imbécil —se burló Ana poco antes de que las llamas hicieran acto de presencia y empezaran a consumir todo a su paso. Víctor le había facilitado el acceso a Susy al ayudarla a deshacerse del cuerpo putrefacto de Jenny, que era lo que la mantenía atrapada y le impedía acercarse a su objetivo.

Ahora estaba más cerca de completar su plan.

Lo último que vio Susy, previo a ser atacada por una nube rojiza y brillante, fue una criatura de apariencia demoníaca y cubierta por alquitrán que estaba de pie frente a su hermano. Tenía patas similares a las de los ciempiés y extremidades de araña que le sobresalían de la espalda. En la cara de la bestia podían distinguirse dos cuencas vacías que chorreaban aceite de color café y despedía aroma a azufre. La niña sintió miedo.

Víctor fue aturdido por el estruendo que ocasionó el cilindro de gas al explotar. Se estremeció al sentir que la escalera se partía y se derrumbaba; lo siguiente que pudo percibir fue el horrible ardor del fuego sobre su piel.

De pronto, todo se volvió oscuridad.

***

—Entonces ¿debo aplaudirle sus fantasías? —se quejó Alan ante el regaño de Valeria al tiempo que empujaba el carrito del supermercado por el pasillo de los cereales.

—No te estoy pidiendo eso, solo que trates de ser más comprensivo con él —respondió Valeria con voz tranquila mientras tomaba el celular de su bolso y lo abría para responder la llamada que acababa de entrar—. Aún si no logramos entender lo que piensa, debemos apoyarlo. Estás convencido de que quiere llamar la atención, y tal vez lo hace porque cada vez tiene más problemas contigo. A lo mejor, si fueras más amable con él, dejaría de comportarse así.

Alan suspiró, resignado. Valeria tenía razón y le debía una disculpa a su hijo. Había sido demasiado rudo con él, después de todo, solo intentaba exteriorizar lo que sentía, no era justo que lo obligara a ensimismarse por miedo a ser juzgado. Quizá debía explorar por qué buscaba llamar la atención y no regañarlo por hacerlo...

—Alan —dijo Valeria con voz temblorosa; en su rostro se dibujó una expresión de horror e incredulidad—. Los niños...

Varios minutos después, la pareja llegó al lugar que alguna vez había sido su hogar. Se encontraron solo con escombros, policías, bomberos y una multitud que lamentaba la tragedia desde la distancia.

Ellos corrieron con desesperación para tratar de adentrarse en los escombros, a sabiendas de lo que podrían encontrar ahí. Pero en ese momento no les importó. Solo deseaban un poco de esperanza, que ellos estuviesen bien.

Alan y Valeria fueron detenidos por un par de policías que vigilaban el perímetro. Los oficiales ignoraron sus gritos suplicantes, querían entrar y buscar a sus hijos por cuenta propia. Al descubrir que sería imposible acercarse al lugar, las piernas de Valeria no pudieron sostenerla más y ella cayó al piso sumergida en un llanto desgarrador.

—Mis hijos... —Fue todo lo que pudo salir de los labios de Alan; estaba capturado por un estado de shock. No podía ser real, tenía que ser una pesadilla.

El tiempo se volvió intragable mientras aguardaban. No podía hacer nada al respecto mientras esperaba tener noticias sobre el paradero de los niños. La angustia recorría sus venas con tanta fuerza que derretía su capacidad de sentir. No había dolor, tristeza o rastros de esperanza, solo la angustia que mordía cada vez más fuerte.

De pronto, la voz de uno de los rescatistas se impuso ante el escándalo.

—¡Encontré a un muchacho! —informó y aguardó un funesto silencio antes de revelar la verdad—. Está muerto.

La angustia se volvió polvo mientras sus corazones se rompían como vasos de cristal que se caen de una repisa. El dolor hirvió en sus venas.

—¡Víctor! —gritó Alan.

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