"Los caídos" cuarto libro de...

By VeronicaAFS

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Cuarta parte de la saga "Todos mis demonios". Eliza se enfrente a una nueva realidad que superará todas sus e... More

"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios".
"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios". Capítulo 2
"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios" cap. 3
"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios". Capítulo 4.
"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis dmeonios". Capítulo 5.
"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios" cap. 6
"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios", capítulo 7.
"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios", capitulo 8.
"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios", cap. 9
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"Los caídos", libro 4 de la saga "Todos mis demonios".
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"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios"
"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios".
"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios", cap. 25.
"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios".
"Los caídos", libro 4 de la saga "Todos mis demonios" ca. 27
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"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios", capítulo 44
"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios".

"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios", cap. 35.

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By VeronicaAFS

35. Insidia.

El chofer del taxi pisó el freno cuando la luz del semáforo cambió a rojo.

Se me escapó un suspiro, casi olvidaba que había prometido llamar a Vicente en cuanto saliese de casa de Eleazar.

Extraje mi celular de mi bolso y lo llamé.

- ¿Cómo va todo?- me preguntó.

- Voy de camino a casa, ya estoy en un taxi. Eleazar recibió un llamado. Canceló la comida. Tuvo que salir.

- ¿Lograste averiguar algo más?

- No, nada-. Por el rabillo del ojo atisbé que un vehículo se detenía a nuestra derecha-. Lo único es que mi padre se perdió otra vez en sus divagues, insistió en que cuando sepa la verdad lo comprenderé todo. Mencionó que el futuro se encontraba a la vuelta de la esquina.

- Tranquila, resolveremos esto.

- Espero que sea antes de que algo malo le suceda a mi madre.

- Es tu madre, no le hará daño.

- Me gustaría creer eso, pero no lo sé, deberías haber visto su rostro mientras hablaba de ella. Va a sonar loco, pero creo que de verdad la quiso y mucho y ella de algún modo lo defraudó-. Tragué saliva-. Presiento que le guarda mucho rencor-. Sea lo que sea, no se lo perdonará jamás.

Las luces del semáforo cambiaron y el taxi se puso otra vez en marcha, la camioneta también arrancó.

- Ni siquiera tuve oportunidad de hablar con él sobre la biblioteca angélica.

- No te preocupes por eso, ya averiguaremos que hay allí.

- Estoy harta de tantos secretos.

- Cálmate, esta noche no resolveremos nada.

El taxi giró a la derecha.

- Estaba pensando en ir a la casa.

- ¿Esta noche?

- Sí. Para ir allí no necesito su permiso, ¿o sí?

- Bueno, no, técnicamente no, sin embargo, si piensas intentar escabullirte dentro de la biblioteca lo arruinarás todo. Tu padre se enfadará.

- No sabes si yo también tengo prohibido entrar ahí.

- Si Eleazar quisiese que visitases aquel lugar ya te habría hablado sobre él. No es buena idea Eliza, podrías poner al descubierto todo lo que sabemos y ahí sí que correríamos todavía un peligro mucho más grave. No te precipites, no tenemos que resolver todo esta noche. Debemos ir con calma.

- Yo no puedo mantener la calma, Vicente, siento que estoy a punto de explotar y…-alcé la vista y mis ojos no creyeron lo que veían. Un vehículo avanzaba de contra mano, a toda velocidad, directo hacia nosotros.

- ¡Cuidado!- grité.

El taxista no pareció reaccionar ante mi desesperada exclamación, no al menos del modo que se suponía debía hacerlo. La calle era muy angosta y la única escapatoria para no chocar era subir a la angostísima vereda. Siquiera hizo el intento de salirse de la trayectoria del automóvil blanco de vidrios negros que se nos venía encima a toda velocidad, con sus brillantes faros de luz azulina encandilándonos. Todo lo contrario, por el sonido que emitió el motor del taxi comprendí que chofer mantenía el pie muy pesado sobre el acelerador, en vez de pulsar el freno.

Siquiera logré preguntarle qué demonios hacía. Consciente de que íbamos a chocar de frente a toda velocidad, me encogí sobre el asiento.

Entre los rugidos del motor del taxi que aceleraba cada vez más, escuché los gritos de Vicente al otro lado de la línea.

Se me cortó la respiración. Las luces de los faros estaban sobre mí.

El mundo se ralentizó. Fui testigo del choque percibiendo todo con lujo de detalles.

El impacto inicial. El acero empujando al acero, crujiendo. El cristal rajándose y luego explotando. El estallido. La inercia de la frenada. El golpe. Los airbags delanteros escapando de sus recamaras con un fuerte soplido.

Fui lanzada con todo el peso de mi cuerpo multiplicado por la velocidad de la aceleración y luego la brusca frenada, hacia adelante. Choqué dolorosamente contra el asiento delantero al tiempo que la cabeza del chofer impactaba contra el airbag. No me explico cómo, pero lo cierto es que detecté el exacto momento en que el corazón del hombre se detuvo por culpa del golpe que sufrió su pecho contra el volante.

La carrocería del taxi y del automóvil blanco colisionaron y se mezclaron en una masa infame sobre la cual rebotaban pequeños tozos de cristal que a la luz del alumbrado público se veían igual que lúgubres lágrimas del infierno.

Sentí dolor, mucho dolor, mi cadera golpeó contra el asiento delantero. Algo crujió a esa altura de mi cuerpo, y también dentro de mi pecho. Fui consciente del quiebre de un par de mis costillas y el dislocamiento de mi hombro derecho. Lo que le sucedió a mi pierna izquierda fue menos sutil: la tibia y el peroné no resistieron al duro impacto contra las formas plásticas que se hacían lugar entre los dos asientos delanteros, desde donde salía la palanca de cambios. Los huesos se rompieron y escaparon los extremos quebrados rasgando carne y piel.

Pese a que para mí todo sucedía en una cruenta cámara lenta, no hice a tiempo de gritar puesto que mi cabeza impactó contra el techo del taxi y todo se puso negro, más negro que la noche más cerrada y oscura.   

El tiempo se detuvo definitivamente. También mi corazón y mis pensamientos.

 

Recuperé la conciencia y en ese exacto momento el dolor volvió a mí en intensas oleadas desde distintos puntos de mi carne magullada.

Todavía con los ojos cerrados, desparramada de una forma indescriptible dentro de los hierros retorcidos, sobre lo que fueran los asientos y los ya desinflados airbags, cubierta de cristales y sangre, oí varias voces hablando en un idioma que nunca antes había escuchado y que no sonaba parecido a ningún otro que hubiese tenido oportunidad de escuchar antes.

Oí pasos que iban de aquí para allá, deambulando sobre los trozos de cristales que estallaban debajo de las suelas de los zapatos de quienes caminaban a mi alrededor.

Abrí los ojos y percibí destellos. La cabeza me dolía horrores. Todo daba vueltas a mi alrededor.

Si bien no lograba pensar con demasiada claridad, estuve segura de que ningún humano hubiese podido jamás, sobrevivir a un impacto similar al que acaba de experimentar, de hecho, la presencia del inerte cuerpo del chofer se sentía en mí de un modo muy extraño, igual que si tuviese un gran trozo de hielo al lado. Como si sus restos fuesen una gran esponja que intentaba absorber mi calor, como el desagüe de una pileta que amenaza con succionar toda el agua.

Me estremecí de pies a cabeza, no quería ser succionada por aquella oscura y sinuosa cañería.

Apreté los parpados, volví a abrir los ojos. Distintos haces de luz se movieron a mi alrededor penetrando por los resquicios que quedaban en la carcasa retorcida y convertida en una bola, en una cascarón que según mi modo de ver, me protegía al menos por el momento; era obvio que el choque no se debía a un simple accidente y tenía un nombre: insidia.

Intenté moverme y no logré más que intensificar el dolor que arrancó lágrimas de mis ojos. Se me escapó un gimoteó quedo; sentía un dolor sordo y constante en la cadera, y como si tuviese fuego en la pierna rota. Todo mi cuerpo estaba húmedo y frío, cubierto por una mezcla de sudor y sangre.

Cuánto tiempo más tardarían mis huesos en soldarse y la carne en recuperarse. No tenía ni idea de cuánto tiempo permanecí desmayada, de modo que el tiempo no tenía ningún sentido en este momento, de todas maneras, me preocupaba no estar en condiciones de defenderme de quienes provocaron esto.

Necesita salir de aquí cuanto antes.

Los ases de luz se movieron a mi alrededor penetrando por las ventanas rotas, por los desgarrones el en acero de la carrocería. Estaban buscándome, de eso, no me cupo la menor duda. Sabían que me encontraba aquí dentro.

Procurando no hacerle caso al dolor, me moví, había quedado entre los dos asientos delanteros, caída sobre mi lado izquierdo, apoyada contra el tablero delantero y la guantera, mejor dicho, sobre lo que quedaba de aquello, y la palanca de cambios que se clavaba en la parte baja de la espalda.

Estirando el brazo derecho, me aferré de un tozo de acero y tiré de mi torso para incorporarme; en un principio me mordí el labio para no gritar, pero el dolor acabó por ganar la batalla liberando el alarido que pugnaba por salir de mi garganta.

La boca se me llenó de sangre que no paraba de manar de mi nariz.

Supongo que quienes encontraban afuera intentando penetrar entre los hierros retorcidos escucharon mi grito; no me detuve a pensar en ellos, solamente necesitaba salir de aquel apretujado espacio para liberar mi cuerpo, y por suerte, lo logré. La parte delantera había quedado prácticamente comprimida sobre si misma de modo que no había salida por este lado. La única vía de escape visible era la luneta trasera. Si bien el automóvil se había plegado sobre sí mismo, hacía arriba, formando una “V”, el cristal estaba roto, y si empujaba la tapa del baúl otra vez hacia abajo, podría salir. Eso, si mi cadera y mi pierna rota se mejoraban, de otro modo siquiera arrastrándome; apenas si podía moverme sin quedar aturdida por el dolor, igual que ahora.

Sentarme implicaba poner mucha presión sobre la cadera, lo cual reavivaba con creces el dolor.

Me costó juntar el valor para echarle un vistazo a mi pierna rota. El espectáculo era de lo más desagradable, los huesos saliendo por la carne, tan blancos…la carne tan roja, tan oscura, tanta sangre. Siendo humana ya había pasado por esto, pero había tenido la suerte de desmayarme, ahora el desmayo no había durado mucho y todas las sensaciones era mucho, pero mucho más intensas y palpables. Resultaba de lo más desagradable ser consciente de aquellos huesos aflorando por entre la carne, incluso mi hombro dislocado abrumaba mi consciencia con las señales que enviaban a mi cerebro, músculos y tendones en tención por la extraña torsión causada por el impacto, incluso sentía la cuenca de la articulación del hombro vacía: era un ardor frío que quemaba.

Me dieron nauseas cuando entendí que tenía que arreglar aquello de algún modo, arrastrándome con la ayuda de un solo brazo no me permitiría llegar muy lejos.

Apreté los dientes, inspiré hondo y tiré de mi muñeca. Tenía el brazo tan entumecido y el tacto de mis dedos sobré esta se percibía como si entre mi muñeca y mis dedos hubiese una gruesa capa de goma. Tiré del brazo hacia abajo y adelante procurando mantener la espalda recta con la fuerza de los abdominales. Había visto en algún lado que para realizar este tipo de maniobras se necesitaban dos personas con bastante fuerza, pero conmigo debía alcanzar porque no había nadie más aquí que pudiese ayudarme.

Otro grito desgarrador se escapó de mi garganta. Las lágrimas brotaban a mares de mis ojos. Por un segundo creí que no lo lograría, el dolor era demasiado intenso. Me desesperé, llamé a los gritos a Vicente y le pedí a Dios que me ayudase. Esto no podía terminar así, no quería morir así, al menos deseaba estar en igualdad de condiciones para poder defenderme, sabía que ellos no me perdonarían la vida porque viesen que apenas si me podía mover, todo lo contrario, mi incapacidad les permitiría hacerse de mí; eso era lo que deseaban, dejarme fuera de juego.

Grité y grité hasta quedar sin voz. El silencio que dejó mi garganta saturada por la exigencia de las cuerdas bocales fue seguido por un desagradable “crac” y una reconfortante sensación de alivio. El hombro regresaba a su lugar original.

Sentí como la sangre volvía a correr libremente por mi brazo. Todavía me dolía y apenas si conseguía mover los dedos de esa mano, pero al menos, tenía por delante la perspectiva de moverme con un poco más de comodidad y velocidad.

Con dos manos útiles, logré acomodarme algo mejor sobre el asiento trasero tumbado lateralmente.

Un rayo de luz, que penetró dentro de habitáculo por el resquicio en que quedó convertido la ventana trasera del lado del acompañante, dio directo sobre mis ojos y quedé encandilada; entre los reflejos blancuzcos logré atisbar las manos que sostenían la linterna, eran muy blancas, de dedos largos, algo delicadas pero aun así, masculinas.

Las voces sonaron otra vez y no conseguí comprender lo que decían. A esas manos se sumaron dos pares más, una sostenía una linterna, la otra un daga muy larga de amenazaron filo.

Maldije una y otra vez.

Desesperada, busqué mi celular, con el choque había salido volando de mis manos. Como era de esperarse, no logré encontrarlo.

Alguien más tuvo mejor suerte.

Hubo un golpe y adiviné a alguien saltando sobre el capot para cerrarlo. Fue inmediato, tanto que no me dio tiempo a reaccionar. Media docena de rayos de luz blanca se metieron en el interior del taxi y un par de manos tiró de mi cabello recogido en una cola, hacia atrás, obligándome a trepar a duras penas, ayudándome con las manos, ya que mis piernas resultaban inútiles para tal propósito, por el respaldo del asiento. El dolor en el cuero cabelludo se sumó a los demás puntos de dolor.

Sin soltar mi cola de caballo, me tomaron también por las axilas y me arrancaron del interior de taxi.

Quedé acostada sobre el baúl, de cara al cielo nocturno, con plena vista a los edificios de típica arquitectura francesa que parecían vacíos, ya que en sus balcones y ventanas no había absolutamente nadie espiando hacia abajo; ¿debían haber oído el choque, no? Pensando en eso deseé escuchar el sonido de las sirenas de ambulancias y demás, pero la noche estaba en calma más allá de las voces de quienes me rodeaban.

Mis ojos descendieron desde el cielo y a los pocos centímetros se toparon con un rostro que causaba dolor de tan bello.

Era el rostro de un hombre evidentemente joven, pero de edad imposible de determinar.

Su cabello resplandecía como la plata en un rubio casi blanco. Sus cejas bien podían ser transparentes porque apenas si se veían, solamente las detectaba por la sombra que producían conjuntamente con la luz del alumbrado público. Su piel era marfil salpicado de unas pocas pecas color canela debajo de unos ojos castaño oscuro que no condecían con la dulzura de un rostro de curvas suaves y huesos delicados.

Los ojos se fijaron en los míos y al instante mis oídos se pusieron a zumbar.

Comprendí que lo que contemplaba no era humano, tampoco demoníaco.

Nefilim.

La palabra estalló dentro de mi cerebro.

Sentí miedo, aquella criatura parada tan firme sobre el techo del taxi, contemplándome igual que si fuese el rey del mundo y yo una alimaña diminuta e insignificante me llevó a comprender que si salía de esto, sería de milagro.

La criatura pegó un salto. Creí que caería encima de mí y me aplastaría. No fue así, sus piernas cayeron una a cada lado de mi torso.

Así, erguido demostrando su dominio de la situación, me sonrió. Acto seguido, se agachó sobre mí, clavando una rodilla en la tapa del baúl, mientras posaba los antebrazos sobre la otra. Parecía un caballero haciendo una reverencia.

- Por la llama del sagrado éxtasis…- entonó con una voz melódica muy suave y afable.

Parecía no poder creer que finalmente, se encontraba frente a mí.

- Malditos- gruñí invadida de rabia.

Su mano derecha salió disparada hasta mi cuello. Apretó con fuerza pero evidentemente, sin la intención de ahorcarme, porque si no, no me cabe la menor duda, lo habría logrado. Aquello simplemente hacía las veces de advertencia.

- Maldita seas tú también.

Alguien por detrás de mí exclamó algo que no comprendí. El Nefilim que me tenía sujeta por el cuello alzó la cabeza, alarmado. No escuché sirenas, pero sí el motor de varios vehículos acercándose a toda velocidad. Obviamente desde esta posición no podía verlos, ni falta que hacía ver para entender que venían por mí. Las frenadas sonaron al instante no muy lejos de donde se encontraban. Hubo movimientos de cuerpo y muchas exclamaciones. Quienes me sostenían por debajo de las axilas me soltaron.

El Nefilim que tenía su mano sobre mi cuello, en vez de aflojar la sujeción, apretó mi carne angostando el espacio por el que bajaba el aire hasta mis pulmones. Si bien yo no necesitaba respirar, la sensación de asfixia de todos modos resultaba desesperante.

Su intención no era asfixiarme, sabía que así no podría matarme. Algo más lo ayudaría en tal cometido. Ese algo hizo acto de presencia una fracción de segundo más tarde.

Vi la hoja de la daga captar  la luz que nos rodeaba y actué.

Si los dos somos unos malditos, entonces tú arderás también- pensé y tendí mis manos hacía su rostro.

El Nefilim se movió rápido, el filo de la daga rasgó la tela de la manga de mi vestido y luego la carne de mi antebrazo derecho al tiempo que oí la voz de Gabriel soltando una única orden tan firme cuanto podía serlo el acero.

- ¡Suéltala!

Pensé en el fuego, sentí que mi temperatura corporal subía. Nada sucedió. ¡Nada! Desesperada me limité a forcejear por la tenencia del cuchillo.

A lo lejos sentí el tono de voz de Vicente, no hablando, sino forcejeando, luchando, y no era el único.

- Debes morir- me dijo el Nefilim apretando el filo de la daga sobre mi cuello.

Tenía una fuerza descomunal a la que apenas si lograba hacer frente.

- Si haces que pierda una gota más de sangre lo lamentarás eternamente, caído.

Sentí el perfume de la piel de Gabriel. La cercanía de su cuerpo mágicamente remitió mi dolor.

Los ojos del Nefilim se abrieron de par en par. El filo de la daga todavía empujaba mi cuello presionando lo suficiente contra la piel como para poder sentir la potencia del metal, pero no tanto como para cortar la piel y sacarme sangre.

La advertencia de Gabriel pendía de un hilo entre él, y yo.

Supuse que le haría frente, que no renunciara a degollarme.

Me equivoqué.

Con un salto imposible, magnifico. El Nefilim salió despedido hacia atrás en un tirabuzón frenético y fue así de simple como desapareció esfumándose en la noche.

También, así sin más, desaparecieron los demás conjuntamente con la aparición de un vendaval que enfrió la sangre que recubría todo mi cuerpo.

La noche quedó otra vez en calma, tal si nada hubiese sucedido.

Gabriel saltó sobre el baúl del automóvil.

- Por todos los ángeles- jadeó luego de revistar mi estado con ojos veloces y ansiosos.

- Exactamente así me siento.

Echó un vistazo hacia atrás, mis piernas caían sobre el respaldo del asiento trasero. Los huesos todavía sobresalían de la pierna rota.

- Qué más- balbuceó volviendo su rostro hacia mí.

- Creo que tengo la cadera rota. Costillas fisuradas. Tenía el hombro dislocado pero lo he vuelto a su lugar de un tirón.

- Tenemos que sacarte de aquí.

- ¡Eliza!

Era la voz de Vicente.

- ¡Por todos los santos!- lanzó una segunda voz que reconocí como la de Cesar.

- ¿Qué te hicieron?-. Vicente trepó al automóvil acomodándose al otro lado de mi cuerpo.

- Todo esto es producto del choque- le expliqué.

Vicente se puso pálido luego de revistar mi estado una vez más.

- Creo que los cortes comienzan a sanar pero mi pierna y la cadera…

- Puedo ayudarte con eso- soltó Gabriel interrumpiéndome-, pero primero debo sacarte de aquí.

- Sí, tenemos que devolver el hueso a su sitio.

- Gabriel, la policía se acerca- entonó Lilith desde atrás de mí, así, tumbada sobre el auto no lograba verla. Un segundo después comencé a escuchar las sirenas acercándose.

- ¿Y el chofer?- curioseó Cesar.

- Está muerto- le respondió Gabriel-, no podemos hacer nada por él.

- Mi cartera y mi celular están dentro del automóvil, en alguna parte.

- No tenemos tiempo para eso-. Me contestó Gabriel-. Lo solucionaremos de otro modo-. Ismael, hazte cargo de limpiar el lugar-. Le ordenó al ángel alzando la cabeza-. Vamos, tenemos que sacarla de aquí-. Giró la cabeza en dirección a Vicente-. Ayúdame.

Entre los dos me tomaron por debajo de los hombros y de las rodillas y me sacaron de encima del taxi.

Imposible no chillar de dolor, sobre todo a razón de mi pierna rota.

Me alejaron del vehículo y depositaron en el suelo a suficiente distancia como para que Ismael hiciese aquello que Gabriel le había pedido. El taxi estalló en llamas que no tardaron nada en contagiársele al automóvil blanco. 

Vicente me recostó sobre sus piernas y pecho, y me abrazó. Cesar y Gabriel se arrodillaron uno a cada lado.

- Toma su rodilla Gabriel, tenemos que enderezar los huesos antes que nada. No podemos trasladarla en este estado.

Gabriel me tomó por la rodilla mientras Cesar sujetaba mi empeine con una mano y posaba la otra sobre la pierna.

- Lo siento mucho pero no hay otro modo de hacerlo. Dolerá.

Vicente entrelazó los dedos de sus manos con las mías y apretó sus brazos contra mi pecho, su agarre parecía el de una camisa de fuerza.

- Uno, dos…

Apreté los dientes. Con Gabriel cruzamos una mirada, sus ojos parecían pedirme perdón por lo que estaba a punto de suceder.

- Tres.

El rudo tirón desde cada uno de los extremos de mi pierna y la subsiguiente presión de la mano izquierda de Cesar sobre los huesos me arrancó un alarido que desgarró mi pecho. El dolor fue increíblemente intenso, creo que dolió más que cuando los huesos se rompieron. El dolor me arrastró hasta el borde del desmayo, sólo hasta el borde por desgracia. Un profundo ardor subió por mi pierna al tiempo que un río de lágrimas estallaba desde mis parpados apretados.

Todas las manos me soltaron, menos las de Vicente.

Despegué los parpados. Los huesos habían desaparecido de mi vista, en su lugar quedaba un desagradable desgarro en la carne y mucha, mucha sangre.

- Ahora si podrás sanar- susurró Vicente a mi oído.

- Bien, andando- Cesar se levantó-. Larguémonos de aquí o nos veremos forzados a explicar lo inexplicable.

- Sí, ya están muy cerca- añadió Lilith.

- Tan solo denme un momento, quiero intentar algo-. Les pedí. Ya no soportaba el dolor, así me sentía inútil, una carga, y además me resultaba difícil pensar en este estado.

- ¿Intentar qué?- exclamó Gabriel con los ojos achinados viéndome igual que a un sospechoso de asesinato.

- Lo que hiciste con aquel vaso en la casa de la hermandad, lo que hiciste con mi hombro cuando me hirió la daga de Pavel.

Gabriel abrió la boca pero no dijo nada. Vicente me soltó.

La cadera me incomodaba pero ya no tanto. Como pude me senté sobre ésta y me incliné hacia adelante. Con ambas manos cubrí la herida y pensé en reparar, en sanar.

Pude sentir a nivel celular el proceso se poniéndose en marcha.

La sangre paró de manar de la herida. El dolor remitió.

Gabriel alzó la cabeza mirándome inquisitivo.

- ¿Cómo?

- Me lleva el diablo- balbuceó Cesar, quién al igual que los demás, era testigo de la curación de la herida a una velocidad imposible para el mundo humano.

Ante el pasmo de todos fui consciente de que lo que acababa de hacer funcionaba incluso mucho mejor que lo que hiciera Gabriel con mi herida; esto no solamente ayudaba a la curación, sino que definitivamente aceleraba el proceso.

Vicente jadeó mi nombre.

- Ahora sí, ya me siento mejor, podemos irnos.

Vicente no tardó ni medio segundo en pasar un brazo por debajo de mí mientras con el otro tironeaba de mi muñeca para ponerme en pie.

En ese momento tomé conocimiento de la presencia de tres automóviles, uno era el de Vicente, los otros dos debían haber traído hasta aquí a la media docena -entre ángeles, seres humanos y un arcángel- de integrantes de la hermandad.

- Bien, andando entonces.

- La llevaré directo a casa- le avisó Vicente.

- Perfecto, estaremos en contacto- le respondió Cesar-. Gabriel, vamos, la policía estará aquí de un momento a otro.

Gabriel alzó la cabeza lentamente y me miró crispado.

- Voy con ustedes- exclamó dirigiéndose a Vicente y a mí.

- No creo que sea conveniente- intervino Ismael.

- Voy con ellos- insistió.

Cesar los miró a uno ya al otro por turnos.

- Oigan, pónganse de acuerdo rápido.

- Voy con ellos.

Vicente se quedó orbitando como si no supiese muy bien qué hacer, todos sabíamos de sobra que el hecho de que nos acompañase podía ponerlo en peligro todo, sin embargo estoy segura que tampoco era la única que sentía mucha curiosidad por saber a qué se debía la insistencia de Gabriel.

- Necesito cruzar unas palabras con Eliza y tiene que ser ahora.

Vicente resopló.

- Cómo sea- gruñó y comenzó a arrastrarme en dirección al automóvil.

El grupo se dispersó.

Gabriel llegó al auto de Vicente antes que nosotros. Abrió la puerta trasera y me tendió las manos. Fue un acuerdo tácito e instantáneo, Vicente me entregó a él. Con la ayuda de Gabriel me acomodé en el asiento trasero al tiempo que Vicente se acomodaba detrás del volante. Arrancó.

Los otros dos vehículos también se pusieron en marcha. Las ruedas de ambos chirriaron cundo a fuerza de bruscas maniobras ambos dieron vuelta en “u” y desaparecieron por calles laterales.

- ¡Sujétense fuerte!

Vicente volanteo hacia la izquierda para salir de la calle obstruida por los dos vehículos en llamas, y volvió a volantear, esta vez a la derecha, para tomar la calle que discurría en ese sentido.

Los espejos retrovisores se llenaron con las luces de los automóviles de la policía.

Sonaron las sirenas de las ambulancias también.

- Mierda- gruño Vicente-. Tenemos compañía.

Gabriel y yo giramos las cabezas para mirar hacia atrás. Las ambulancias se habían detenido, también alguno de los autos, mas, dos de ellos, nos seguían.

- Lo que nos faltaba- entonó entre dientes-. Sujétense fuerte, tengo que perderlos- soltó y en ese momento giró otra vez a la izquierda metiéndose de contramano en una calle poco transitada. El auto dela policía aceleró para seguirnos el paso.

- No pueden alcanzarnos- articuló Gabriel con un claro tono de preocupación en la voz.

- Ya lo sé- replicó Vicente colgándose del volante para girar a la derecha en una avenida atravesando el semáforo que para nosotros, se encontraba en rojo. Vicente filtró por un espacio milimétrico, el automóvil a través del tránsito. Nos salvamos de milagro de chocar, Uno de los coches policía que venía tras nosotros se demoró un segundo en cursar pero al final volvió a pisarnos los talones en esta enloquecida carrera en medio del pesado transito parisino.

- ¿Cómo hiciste eso con tu pierna?

- ¡¿Qué?! ¿Qué importa eso ahora, Gabriel?

- Nunca dijiste que podías hacer eso.

- Eso es porque hasta esta noche no tenía la menor idea de que podía. ¡Cuidado!- chillé esto último cuando Vicente se pasó de carril. Los automóviles que venían en sentido contrario apenas si lograban esquivarnos. Salimos de la avenida en la siguiente esquina.

 Las luces de los patrulleros iluminaron las oscuras paredes de los edificios que se alzaban en aquella casa, a los pocos segundos de que entrásemos en ella.

Gabriel no me despegaba la vista de encima.

- Ni siquiera sabía que daría resultado, Gabriel. No podemos discutir esto en otro momento.

Tomándome por el mentón con mano dura, volvió mi rostro para que lo mirase a la cara.

- No deberías poder hacer nada semejante.

- Qué demonios sucede ahí atrás- protestó Vicente.

Iluminados por los faros que nos seguían, vi sus ojos en el espejo retrovisor, despedían fuego. 

- Por qué no- inquirí.

- Tener la capacidad de reparar, curar y crear es un privilegio que únicamente poseen los ángeles. Y ni siquiera todos…

- Como sea Gabriel. No es momento para discutir eso, nos sigue la policía. Si nos atrapan nos veremos en la necesidad de…- siquiera me atrevía a entonarlo en voz alta. Ningún humano debía saber de nuestra existencia, si las cosas se ponían feas, simplemente debíamos acabar con ellos, los tres lo sabíamos, la verdad no podía ser dicha. 

Vicente pisó el acelerador todavía más. Metiéndose otra vez de contramano, ahora en una calle completamente vacía, y algo sombría, nos granjeó a todos una distancia un tanto más amplía. Volvió a volantear una, dos veces más, hasta que al final los perdimos de vista. Fue entonces cuando tomó dirección a nuestra casa en aquí en la ciudad.

- Cuándo descubriste que podías hacerlo.

- No te lo dije, ya: es la primera vez que lo hago Gabriel. Bueno, en realidad la segunda, esta noche reparé los cerámicos de la mesa en casa de mi padre pero no pensé que fuese a dar resultado para curar, mejor dicho, para curarme. La verdad es que más que nada lo hice porque me dolía mucho y porque necesitaba saber si no había perdido mis poderes- por el espejo retrovisor crucé una mirada con Vicente-, es que intenté sin éxito quemar a aquel Nefilim. Creí que los había perdido.

Vicente frunció el entrecejo.

- ¿Reparaste su mesada?- curioseó.

- Sí, fue un accidente, conversábamos y no pude contener mis fuerzas, él…Eleazar no paraba de insistir en que hiciese algo, algo distinto. La verdad es que no tengo ni idea de qué pretendía con aquello. Me molestó tanto que hice lo primero que se me ocurrió. Reparé la mesada, es todo.

- Así de fácil- me increpó Gabriel.

- Así de fácil.

- Nunca conocí a ningún demonio que pudiese reparar nada, o curar.

- Eso es porque ustedes fueron creados solamente para destruir y herir- remusgó Gabriel ante las palabras de Vicente.

- ¡Oye!- replicó Vicente.

Desde el asiento trasero percibí la escalada de su temperatura corporal.

- Gabriel, por favor.

Mi intención era bajar los ánimos pero tarde llegué, las alas de Gabriel brillaban esplendorosas detrás de su espalda.

- Ninguno de ustedes debería contar con un don semejante. No es justo.

Eso último me sonó infantil.

- A mí me parece injusto no poder defenderme de un Nefilim que pretende matarme. Ya que sabes tanto, dime, por qué no pude quemarlo.

No me agradó soltar aquello, mucho menos en el tono que sin querer, salió de mis labios.

- No tengo ni la menor idea, en teoría no existe ninguna razón por la cual tus poderes pudiesen haberse visto bloqueados ante él.

- Pues ahí lo tienes, es mi compensación. Gabriel, no le deseo a nadie lo que acabo de pasar, ¿tienes alguna idea de lo que significa ser consciente…percibir de primera fila el dolor de un hombro dislocado, varias costillas entre fisuradas y rotas, la cadera quebrada y una pierna con fractura expuesta, eso sin mencionar lo que seguramente fueron daños internos y posiblemente una contusión cerebral?- clavé mis ojos en él-. Perdía sangre por los oídos, la nariz. ¡Tenía cortes por todos lados!-. De repente me enfurecí-. Tienes alguna idea de lo que significa eso-. Esta vez fue mi temperatura la que trepó mucho más allá de los límites saludables para un ser humano.

- Es que no es normal- replicó a la defensiva.

- ¡Normal un cuerno, Gabriel! Sea lo que sea, por el motivo que sea lo cierto es que tengo alguien acechándome a cada paso que doy. ¡Y estoy harta! Estoy harta de esto. ¡Mírame! Estoy cubierta de sangre y cristales. Estoy hecha un desastre, mira mis ropas. ¡Mírame!

- ¡Eliza!- Vicente exclamó mi nombre al tiempo que pisaba el freno.

Gabriel se echó hacia atrás.

- ¡Ya! ¡Debes calmarte ahora mismo!- añadió asomándose hacia atrás desde el asiento delantero-. Sal de aquí- le gritó a Gabriel-. Sal ahora.

Me costó entender lo que me sucedía. No fui consciente de eso hasta que vi mis propias manos envueltas en llamas. Me llevé terrible susto. Sacudí los brazos intentando apagar el fuego, pero lo cierto era que no me quemaba.

Vicente se echó hacia atrás.

- Calma, respira profundo. Ya pasó.

No, todavía no pasaba, la furia bullía dentro de mí.

Cerré los ojos y procuré concentrarme en los latidos de mi corazón. Llevé las aceleradas revoluciones a las que funcionaba mi cerebro, al ritmo tranquilo de mi diafragma al contraerse y extenderse. Poco a poco mi corazón se calmó, y la temperatura bajó.

Abrí los ojos.

Sentía una corriente fresca acariciándome el rostro. La puerta trasera del lado del conductor estaba abierta de par en par, Gabriel había desaparecido.

- Se ha esfumado- susurró Vicente adivinando mis pensamientos.

Estirándose por encima de su asiento tiró de la puerta para cerrarla.

- Larguémonos de aquí, todavía deben estar buscándonos.

- ¿Y Gabriel?

- No te preocupes por él, estará bien.

- ¿Cómo me encontraste?

- Supe al instante que algo malo sucedía. Corté y llamé a Gabriel, él iba tras de ti. Me dijo dónde estabas. Nos costó llegar a ti, unos Nefilim nos interceptaron. La hermandad los ahuyentó. Fuimos tras de ti y los encontramos cuando tenías ese caído encima-. Su cara se descompuso en una mueca de horror-. Juro por Dios que creí que moría. No podía creer lo que veía- extendió un brazo y acarició mi mejilla pegajosa de sudor y sangre-. Que haría yo sin ti.

Desoyendo a la sombra de dolor que me invadía -me dolía absolutamente todo, igual que si me hubiesen molido a palo- me lancé sobre él y lo abracé.

- Tuve mucho miedo.

- Ya pasó-. Con una mano apartó de mi rostro un mechón de cabello que se soltara de la cola.

- ¿Tú tampoco supiste jamás de un demonio que tuviese el don de curar?

Negó con la cabeza. - No, es decir, nosotros sanamos más rápido pero lo que hiciste fue algo así como…

- ¿Un milagro?- entoné estremeciéndome de pies a cabeza.

Asintió con la cabeza.

¿Sería eso lo que Eleazar buscaba que yo pudiese hacer: milagros?

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