14 Días de San Valentín

By AnaVAutora

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Catorce historias cortas, catorce formas distintas de encontrarse con el amor. ¿Alguna de ellas te habla a ti? More

¡Corre, me da igual!
Hielo y Fuego
Carretonera mía
Una breve historia de amor
En el corazón de la literatura alemana
Bonita
Lo Siento
Cazador de estrellas
Sad Girl
Suéñame
Maldición gitana
Vacaciones para dos
Retrato
El Hilo Rojo

Bienvenida

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By AnaVAutora


El ramo de flores se retorcía entre mis dedos nerviosos mientras esperaba.

–¿Todo bien? –preguntaron a mi lado.

–S-sí... –tartamudeé sin mucha convicción.

–¿Esperas alguien? –preguntó de nuevo.

Me giré entonces. Era un hombre alto, un poco encorvado, que vestía unas graciosas gafas y bufanda gris.

Asentí con una una sonrisa un poco angustiosa.

El hombre rió por lo bajo y siguió la dirección de mis ojos.

–¿Llevas muchos tiempo esperando?

–¡Mucho! –solté en un suspiro. –La extraño, hace tiempo que quiero volverla a abrazar.

–Ya veo.

Había otras varias personas esperando también. Unas con letreros en las manos en donde se habían escrito nombres y apellidos. Todos observando la plataforma delante, buscando rostros entre miles, esperando al sol que alguna vez había alumbrado nuestras vidas.

–Le has traído flores –señaló el curioso hombre.

Sonreí mientras las apretaba.

–Son sencillas –dije poniéndome más nervioso. ¿Le gustarían? –No tuve mucho tiempo para prepararme. ¡Le hubiera comprado un campo entero de flores de haber podido!

Eso lo hizo reír con fuerza. Tanto, que tosió y se cubrió la boca con la bufanda.

–Creo que estas simples flores serán mejores que un campo.

–¿Usted cree?

–Claro.

–G-gracias...

Nos mantuvimos en silencio unos segundos más.

Yo me movía incómodo en mi metro cuadrado de espacio personal. Cambiaba el peso de una pierna a otra, me aflojaba la corbata, me peiné unas treinta veces, revisaba mi aliento y que no se notara que sudaba como un cerdo. Y no dejaba de estrujar las flores contra mi pecho.

–Tranquilo... –me dijo el hombre de las gafas curiosas.

–¡Lo siento! –dije entre balbuceos. –Es solo que estoy muy emocionado de que vaya a venir, pero sé que fue un viaje largo y difícil. ¡Quiero enseñarle muchas cosas! Hay mucho que ver aquí, pero no sé si ella quiera venir conmigo, tal vez solo la esté molestando, tal vez quiera ir a descansar...

–Estás pensando mucho las cosas, amigo.

–Lo siento.

–¡Está bien! –parecía muy divertido con mi situación. –Estás feliz, es solo eso.

–¿Debería estarlo?

–¿Por qué no?

Una oleada de personas se acercó desde el horizonte y todos los que estábamos en espera nos pusimos de puntillas y nos acercamos a paso veloz.

Una horda familiar corrió desde detrás de mí, con gritos y carcajadas. Llevaban una manta inmensa con un nombre pintado, pastel, globos y hasta luces de bengala.

Corrieron todos en estampida, tumbándome al suelo y a otros varios.

Un hombre mayor se echó a llorar en cuanto los vio y recibió el abrazo de avalancha con una empapada sonrisa.

Mi desconocido amigo me ayudó a ponerme de pie.

–¿Las flores están a salvo?

–Sí.

Me sentía cada vez con mayor angustia.

Gente se buscaba y encontraba en medio de rostros, sombras, luces y nombres a gritos.

Una mujer recibió a su marido e hijos con un inmenso abrazo.

Un pequeño lloraba angustiado entre los adultos, sin encontrar a sus padres.

Mi compañero le ofreció un mano y el pequeño la tomó con dedos temblorosos.

–Buscaremos a tus padres, en un momento –le dijo con una cariñosa sonrisa. Tosió contra su bufanda y las gafas se le resbalaron de la nariz. Lo que provocó que el niño sonriera entre las lágrimas y mocos del berrinche.

–¿Puedes verla? –me preguntó.

Negué con la cabeza.

–¿Seguro que viene para acá?

–Tiene qué. Comprobé que lo hacía.

–Debe de estar a punto de llegar.

¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la sostuve entre mis brazos?

Este absurdo intento de comunicación me estaba volviendo loco desde que tuvimos que separarnos. Pero ahora todo volvería a ser como antes. Estaríamos juntos de nuevo, hablaríamos hasta que se nos terminaran las palabras y aún entonces, nos inventaríamos nuevas antes que dejar de escucharnos.

La amaba, la extrañaba, y rezaba porque ella me pudiera reconocer entre toda esta gente que se amontonaba como recuerdos en una mente.

Regalos, abrazos, besos, recuerdos, llantos. Un intercambio lleno de luz y sentimiento. Esto era la verdadera esencia de las almas.

No me percaté de que me comía las uñas, hasta que el hombre alto me quitó la mano de la boca.

–No estés tan angustiado.

–¿Y si no viene?

–Ten fe. ¡Vendrá! ¿no es así? –preguntó en dirección al pequeño.

Observé los ojos brillantes y llorosos, en busca de algo a que aferrarme. Sus ojos azules me observaron y sonrió. Asintió con energía y levantó el dedo pulgar para darme ánimos.

Respiré hondo, tomando valor, y me acomodé la corbata.

Sí. Tendría que venir. Me había asegurado que vendría, nos encontraríamos aquí. Lo habíamos prometido bajo la Luna, la última vez que nos tomamos de la mano, lo último que le susurré a los labios ese amanecer azul.

Nos veríamos de nuevo aquí, la daría un campo de flores y viviríamos bajo las estrellas más hermosas del norte.

Las personas se dispersaron poco a poco. Todas reunidas con los que habían amado y extrañado. Todas sonriendo, siendo recibidas entre festejos y la alegría más pura. Solo uno de esos encuentros había sido tormentoso. Cuando un hombre apareció, su mujer lo abofeteó con rabia, pero terminó sucumbiendo al alivio y la alegría, dejándose arrastrar hacia sus brazos.

Un dedo pálido partió mi mirada, y la sonriente y tranquila voz de mi compañero me señaló una figura que se movía tímida sobre el césped.

Sonreí, pero me temblaban los labios.

–¿Es ella?

Moví la cabeza de arriba a abajo.

–Es muy bella...

–Más que ninguna.

Comencé a llorar, en especial cuando se sentó sobre un cuadro de cantera clavado en la hierba.

Alcé la mano con timidez y me acerqué.

Sus ojos marrones me reconocieron entre los pétalos de las flores y las frías lágrimas de mi rostro.

Sonrió y se cubrió la boca con ambas manos.

Corrí hacia ella y me derrumbé, aferrándola de la cintura.

Las flores se había esparcido tras de mí, como copos de nieve hechos de verano y primavera.

Sentí sus dedos a través de mi cabello, y supe al instante que esto era el Cielo del que tanto se había escuchado hablar.

–Viniste –murmuré contra su ropa.

–Lo siento, ¿tardé mucho?

Solté una carcajada y me puse de pie.

–No. Perdóname tú a mí, por haberme ido.

Ahora fue ella la que lloró contra mi pecho. Su espíritu inquieto se agitaba entre mis brazos como un ave queriendo volar. Un retoño de vida nueva contra el viento.

Me percaté entonces de que mis pies tocaban el césped y miré a mi alrededor. La plataforma había desaparecido, las personas también. Solo quedaba yo, ella y la tumba sobre la que estaba sentada.

Sus pies descalzos estaban pisando los cientos de flores que habían dado a su despedida.

Recordé las mías y me percaté que se habían hecho pedazos cuando la abracé.

Reí, entre mis manos solo quedaban dos pobres y diminutas margaritas. Ella las miró como al mayor tesoro y tomó una para colocársela en el cabello.

La otra la deje entre sus hermosos pies, entintados de pétalos multicolores.

La tomé de la mano y di media vuelta. Ahí seguía el hombre alto.

Me observó con una gran sonrisa y levantó la mano para saludar. Supuse que le gustaban esas cosas. Ver como la muerte unía lo que la vida había separado. Se quitó las gafas y sus ojos se volvieron enormes boquetes negros y noté finalmente la guadaña de su espalda, brillando contra el sol con la belleza más pura.

–No sabes cuanto te he esperado –le dije al amor de mi vida.

Ella apretó mi mano con fuerza y recargó la cabeza sobre mi hombro con ternura. Su presencia era suave como las plumas de un pichón, su roce cálido como el sol de verano, sus lágrimas bellas como rocío de madrugada.

El hombre alto nos observó y tosió tras su bufanda. Buscó algo en el bolsillo de su saco. Una pequeña flor, una diminuta campanilla.

La dejó entre el resto de ofrendas multicolores y le puso una mano en el hombro a mi mujer, como si se sintiera orgulloso de algún logro que solo él podía ver.

Ella sonrió en agradecimiento y entonces el hombre alto se fue, aún con el niño tomado de su mano.

Ella y yo nos volvimos aves de espíritu. Viento y pétalos de flor. Le regalé un campo entero de margaritas, señaló la estrella más hermosa del cielo y vivimos en su luz, siendo polvo de noche y sueños de madrugada, rocío de amanecer, la línea verde del horizonte y todo aquello que siempre consideramos bello.

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