El Alma en Llamas

By DianaMuniz

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En un mundo en conflicto donde la magia esclaviza a las personas, la tecnología se revela como la única alter... More

Capítulo 1: Un nuevo comienzo
Capítulo 2 : Instituto mixto de enseñanza laica Príncipe Byro
Capítulo 2: Instituto mixto de enseñanza laica Príncipe Byro (cont.)
Capítulo 3: Un caso interesante
Capítulo 4: La familia del Marqués (1ª parte)
Capítulo 4: La Familia del Marqués (2ª parte)
Capítulo 4: La Familia del Marqués (3ª parte)
Capítulo 4: La familia del Marqués (4ª parte)
Capítulo 5: Los caprichos del planeta
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (1º parte)
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (2ª parte)
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (3ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (1ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (2ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (3ª parte)
Capítulo 8: Justicia
Capítulo 9: El despertar de las llamas (1ª parte)
Capítulo 9: El despertar de las llamas (2ª parte)
Capítulo 9: El despertar de las Llamas (3ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (2ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (3ª parte)
Capítulo 11: Engranajes
Capítulo 12: En carne viva (1ª parte)
Capítulo 12: En carne viva (2ª parte)
Capítulo 12: En carne viva (3ª parte)
Capítulo 12: En Carne viva (4ª parte)
Capítulo 13: Un nuevo amanecer (1ª parte)
Capítulo 13: Un nuevo amanecer (2ª parte)
Epílogo

Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (1ª parte)

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By DianaMuniz

—Capitán Aizoo —le llamó un agente uniformado nada más pisar tierra. Kobe fue hacia él, y le tendió la mano—. Soy el teniente Azura, me han encargado que me ocupe de usted mientras está en Capital.

—No esperaba que me pusieran niñera —bromeó Kobe. Por suerte, su comentario provocó una sonrisa en el rostro marcial de su acompañante.

—Para mí es un honor, Capitán. Si me lo permite —dijo, cogiendo su maleta—, tengo mi automóvil aparcado por allí. Aún quedan un par de horas para la reunión. ¿Quiere que le lleve al hotel?

—Sí, gracias —asintió agradecido mientras salían con paso rápido del enorme edificio abarrotado de gente.

Comparada con Mivara, Capital era ruidosa y sucia. El cielo apenas era visible tras la cortina gris de las fábricas colindantes que lo envolvían todo. Las fábricas habían traído trabajo, y el trabajo, a las familias. En apenas unos años, la ciudad había duplicado, si no triplicado, su población. La industrialización se había extendido para lo bueno y para lo malo. Lo malo era, entre otras cosas, una ciudad sucia y un cielo sin estrellas. Lo bueno eran las máquinas que surcaban el cielo sin necesidad de esclavos y un futuro sin vincios cada vez más cercano.

—Capital ha cambiado mucho —dijo, sorprendido por el contraste que ofrecía en sus recuerdos.

—No tanto como cree —replicó Azura abriéndole la puerta de uno de los coches oficiales—. Es como antes, pero más. En todos los sentidos. Mis superiores están impacientes por escuchar lo que tiene que decirles —dijo, tras una larga pausa. Probablemente para romper el incómodo silencio que se había aposentado en la cabina mientras conducía hacia el hotel.

—No lo dudo —murmuró Kobe—, pero no creo que les guste.

Todavía tenía que atar un par de cabos sueltos en su versión ya que no podía contar de dónde había obtenido la información de la liberación de los vincios o por qué sabía que Lederage había sido deliberadamente apartada de los ataques.

—¿Cuál cree que será el próximo movimiento? —preguntó Azura. Kobe le miró con curiosidad—. Me refiero al patrón que ha observado, ¿le ha permitido elaborar alguna predicción?

—No —reconoció Kobe, esa era una de las asignaturas pendientes—. Sus objetivos han sido por ahora, magnates y gente que poseen vincios. Ni siquiera sé si tienen más móvil que la venganza.

—¿La venganza es una opción? —preguntó extrañado.

—Esos tipos eran esclavos desprovistos de voluntad, vejados, maltratados... Muchos han pasado por cosas que ni usted ni yo podemos imaginar. ¿Venganza? Pueden tener otro objetivo, pero no me apresuraría a descartarla.

—Vaya. —Azura frunció el ceño con una expresión de fastidio.

—¿Algún problema?

—No, es que... —Azura tomó aire y le miró de reojo, sin duda sopesaba sus palabras—. No esperaba que fuera un abolicionista, nada más.

—¿Abolicionista? —repitió Kobe.

Abolicionista... Así llamaban ahora a aquellos que se manifestaban abiertamente en contra de los invocadores. Sí, Kobe había sido abolicionista antes de que alguien acunara el término. La sociedad estaba cambiando, pero algunas cosas iban despacio. Cambiar la opinión de las personas llevaba su tiempo.

—Ya sabe —dijo el teniente—. Ahora han salido muchos movimientos de defensa de los derechos de los vincios. Consideran que deben dejarles libres, ¿se lo puede creer? ¿Cómo puede vivir tranquilo pensando que tu vecino puede incendiarte la casa con un simple gesto? Es... preocupante. La esclavitud es horrible, no me malinterprete, pero la considero completamente justificada en este caso. Después de todo, tanto poder no puede quedar sin control, ¿no cree?

—Preferiría que no hubiera vincios —dijo, con sequedad, ahorrándose un comentario más hiriente.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? Todavía nos falta mucho para dejar de depender de ellos. Pero le entiendo. Viviendo en Mivara... supongo que lo ve normal —añadió, encogiéndose de hombros—. La gente de allí es rara. Dicen que es el aire de las montañas. Este es su hotel —dijo, parando el coche antes de que Kobe pudiera replicar—. Si le parece bien, le dejo aquí y llevo el coche al aparcamiento para clientes. Le recogeré en el vestíbulo dentro de media hora para llevarle a comer.

—La verdad es que me han servido la comida en el dirigible —dijo Kobe. El último trozo de la conversación le había quitado todas las ganas de pasar el tiempo con su niñera. Era una pena, seguro que era un muchacho agradable y disciplinado, pero en ese momento solo podía pensar en un crío de diez años con el cuerpo lleno de cicatrices y le iba a ser muy difícil mantener una actitud civilizada con alguien que no solo lo permitía, sino que lo defendía—. Confiaba con poder echarme un rato y repasar algunas notas antes de la reunión.

—Entiendo... Le he molestado —murmuró Azura frunciendo el ceño de nuevo—. No era mi intención. Disculpe si le he ofendido.

—No, está bien —dijo Kobe—. Pero estoy cansado. ¿Podría venir a buscarme media hora antes de la reunión?

—Por supuesto —contestó el teniente. No parecía muy contento, pero no hizo ningún comentario más.

Kobe suspiró aliviado cuando vio que el automóvil se alejaba. Cogió su maleta y entró en el amplio vestíbulo del hotel. Se dirigió a recepción para pedir la llave de su habitación.

—¿Capitán Aizoo? —repitió el joven encargado—. Esta es su llave y... han dejado un recado para usted.

—¿Un recado? —repitió Kobe, extrañado.

—Sí, una mujer, parecía muy nerviosa. Esto es todo lo que he podido anotar —dijo, dándole un pedazo de papel.

Kobe lo cogió con cuidado y lo leyó para sí: «Capitán, vuelva pronto. Está pasando otra vez, como en Lederage».

—Como en Lederage... —repitió. La sombra de la sospecha dio paso al terror más absoluto al saber a qué se refería la nota—. No, Suke... —murmuró con voz ahogada—. Necesito los horarios de los dirigibles —pidió al recepcionista—. Tengo que salir hacia Mivara lo antes posible.

«¿Y la reunión? ¿Y la guerra?», dijo una vocecita en su interior mientras él empezaba como loco a rebuscar entre el muestrario de panfletos de propaganda el medio de transporte que le llevara a casa lo antes posible. «Tendrá que esperar», se dijo. «Todo tendrá que esperar. Mi hijo me necesita».

*

La casa del marqués era más pequeña de lo que la recordaba, pero claro, la única vez que había estado en ella no debía de tener más diez años. Entonces le pareció una mansión enorme acompañada de pequeños edificios aledaños. Una arboleda rodeaba las edificaciones. La vez anterior, entre esos árboles había montones de farolillos que convertían toda la zona en un laberinto de luces y colores ya que se celebraba el nacimiento del hijo de la marquesa. Su padre no se hacía mucho con aquella familia, a pesar de ser casi vecinos, pero la madre había querido invitar a todos los niños de los alrededores y él no había sido una excepción.

Recordaba dulces, risas y juegos con los que entonces eran sus amigos. ¿Qué había sido de ellos? Pensar eso le provocó un nudo en el estómago, el mismo que se formaba cada vez que pensaba en lo que había dejado atrás. Un nudo que, por suerte, se deshacía cada vez que volaba.

Ahora todo era muy diferente.

Vaio sobrevoló la zona un par de veces y se posó en el tejado más alto, mientras esperaba a sus compañeros que no tardarían mucho en llegar.

Byro había insistido en que fueran cuatro, como mínimo, así que Vaio había conducido un pequeño barco volador que se había posado en el lago que conocía como la palma de su mano. Procuró que no se notará en su rostro la desazón que sintió al ver de nuevo las ruinas de lo que había sido su casa. No era la primera vez que las veía, y no sería la última. Aquella pequeña torre se había convertido en su refugio.

No era un grupo muy hablador, dos vincios de tierra, Bracco y Erja, él y el vincio de fuego que estaba al mando; Retto. Apenas le había tratado pero no le daba buena espina. Parecía un poco desquiciado pero la verdad era que casi todos los vincios de fuego estaban o vacíos o desquiciados.

Incluso el príncipe Byro.

Una inspección rápida le indicó que había guardias en la entrada y seguridad en el edificio. No parecía tan sencillo como otras veces y, si no había errado con la personalidad de su nuevo jefe, atacaría primero y preguntaría después. Así que Vaio decidió adelantar algo de trabajo y suavizar un poco los enfrentamientos.

Cerró los ojos y se centró en sus otros sentidos, los que le permitían controlar su elemento. Miró en profundidad, más allá de las corrientes de aire, más allá de las partículas de polvo. Buscó sus componentes y concentró la parte pesada. Captó un poco de allí, un poco de allá, le llevó su tiempo pero formó una nube oscura poco más grande que un automóvil. La mayoría de gente apenas percibiría una zona de aire turbio.

Vaio esbozó una sonrisa torcida. Extendió su mano, sopló y se despidió con un teatral gesto de la pequeña nube que se fue directa hacia los guardas de la entrada. Estos no tardaron más de unos minutos en quedarse completamente dormidos. El vincio de aire tuvo mucho cuidado de que no estuvieran demasiado tiempo en contacto con la nube. Luego bajó y, procurando no hacer ruido, se ocupó de inmovilizar a cada uno de los durmientes con sus propias esposas.

—Buen equipo de seguridad, sí señor —se burló en voz baja.

No pasaron más de un par de minutos, los dos vincios de tierra llegaron y se encontraron con que no había resistencia.

—Perfecto —dijo la voz de Retto, el vincio de fuego, que no tardó mucho más en aparecer—. Repite ese truquito con los habitantes de la casa, eso nos ahorrará problemas —le dijo. Vaio asintió. Su método ahorraba traumas innecesarios a las víctimas colaterales. Estaba cansado, ese tipo de control conllevaba un esfuerzo añadido pero valdría la pena—. Vosotros, desarmadlos por completo y llevadlos a la gran sala central. A todos, a los guardias, a los criados... a los amos. Y traedme al crío.

—¿Crío? —preguntó Vaio sorprendido y asustado—. Nadie ha hablado de críos.

—Adolescente, supongo. Hace mucho tiempo que pasó aquello —dijo Retto tomándose un tiempo para pensar su respuesta—. Ahora no debe tener más de dieciséis o diecisiete años. ¿Supone eso alguna diferencia? —preguntó, retándole con la mirada—. Que fuera un crío entonces no cambia lo que me hizo ni lo que me hizo hacer. Byro me ha dado permiso para hacer con él lo que quiera. Es mi justicia; la merezco.

—Supongo que no —murmuró Vaio, agachando la cabeza.

—Localizad a todos los vincios de la casa. Recuerdo que había al menos tres en el jardín, y la vincio de agua del señor. Y...

—No hay vincios en Mivara —le interrumpió Vaio, frunciendo el ceño—. Es la tercera vez que vengo desde que esto empezó. Prohibieron los vincios en la región.

—Pero el marqués sigue manteniendo a dos de ellos —dijo Bracco. Vaio asintió, no era la primera vez que trabajaba con ese vincio de tierra y solía ser bastante sensato—. A los únicos que quedan en la región.

—¿Solo dos? —repitió Retto—. No importa, solo necesito un collar.

—La mujer estará en el hospital —siguió explicando el vincio de tierra. Vaio asintió, conocía los pormenores de aquella zona y los nombre de los vincios que quedaban—. Se pasa el día allí, con el marqués.

—¡Ya sé quién es Idris! —gruñó el de fuego—. Hay cosas que no cambian. ¿Quién es el vincio que queda?

—Un viejo —explicó Bracco—, es el jardinero. La señora de la casa lleva el anillo.

—Bien, vosotros dos —dijo, dirigiéndose a Bracco y Erja—, localizad al jardinero. Toma —dijo mientras se quitaba la llave que colgaba de su cuello y se la daba a Bracco—. Tráeme el collar y ocúpate que no moleste mucho. Tú.

—Me llamo Vaio —recordó con cierta amargura.

—Vaio —repitió Retto con una sonrisa forzada—, repite tu truco y ocúpate de los que estén en la casa.

Vaio asintió. Podía hablarle de cansancio, podía hablarle de lo difícil que era mantener esa nube sin que se desvaneciera en el aire, del riesgo que había en que se durmieran demasiado poco o, por el contrario, se durmieran demasiado... Su método era difícil  y no era infalible. Pero la alternativa era peor. Así que el vincio de aire comenzó de nuevo su truco particular y empezó a separar las fracciones del aire.

Erja traía a dos criados más, en los hombros, como si fueran dos sacos llenos de plumas. Los dejó con bastante delicadeza en el suelo del gran salón central. Una gran escalera presidía la estancia y Retto se había quedado allá arriba, observándolo todo como si estuviera en un gran escenario, caminando de un lado para otro con movimientos nerviosos y una gran sonrisa triunfal que apenas conseguía disimular. Se le veía tan feliz...

—Creo que esta es la señora de la casa —dijo Bracco, dejando ante Retto el cuerpo inconsciente de una hermosa mujer, vestida con elegantes y ricos ropajes. También hay una niña.

—Ah, sí, la preciosa Valenda. —La niña parecía una muñeca en los brazos del vincio. Vaio apretó los dientes, preocupado, su truco podía ser peligroso para los pequeños. Contuvo el aliento y no respiró hasta que vio que el pecho de la jovencita subía y bajaba con naturalidad—. Dejadla con los otros, quiero al hermano, no a ella. ¿Dónde está?

—No hemos encontrado a nadie más —dijo Bracco. Erja le miró y asintió con la cabeza—. Estos son todos los que estaban en la mansión o en los alrededores.

Retto frunció el ceño y bajó de su pedestal. Contempló a todo y cada uno de los durmientes que allí se amontonaban, habría más de veinte. Se detuvo un momento en contemplar de cerca a la señora y, con un movimiento brusco, le arrancó el collar que pendía de una cadena del cuello. En la mano todavía llevaba el aro que le había dado Bracco un rato antes.

—No está aquí —murmuró—. ¿Cómo puedo hacer que despierten? —le preguntó.

—El efecto suele pasar rápido —contestó con desgana.

—El jardinero está despierto —recordó Bracco.

—¿Crees que querrá ayudarnos? —preguntó Vaio.

—¡Claro que querrá ayudarnos! ¡Era un esclavo como nosotros! —replicó Retto.

Bracco negó con la cabeza.

—Es un hombre mayor, Retto, y esta familia le ha tratado bien. Se siente agradecido. No creo que quiera...

—¡Pues alguien hablará! —gritó—¡Reyja es mío! ¡Me lo deben! ¡No importa dónde esté, traédmelo!

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