Papi, estoy de regreso [S.O...

Par KimPantaleon

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Susy es capaz de predecir la muerte. Su hermano mayor intenta calmar sus pesadillas, pero descubre que están... Plus

Aclaratoria
Dedicatoria
Introducción
1.- En las sombras
2. Manzana y canela
3. Fantasmas
4.- Psicofonía de auxilio
5.- Premonición
6.- La dulce y picante muerte
7.- La despedida de Víctor
8.- Querida Jess:
10.- El incendio
11.- Siniestro misterio
12.- Luz al final del túnel
Epílogo
¡Escucha el audiolibro!
Agradecimientos

9.- Último día

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Par KimPantaleon

«¿Dónde estoy?», pensó Víctor. Estaba rodeado por una oscuridad impenetrable, tan densa que una linterna no podría disiparla. Los vellos de su piel se erizaban por la baja temperatura que comenzaba a inundar el lugar junto a ese asqueroso olor a carne podrida. El joven sabía que Ana estaba cerca, mas conservó la calma.

Fuertes rasguños y golpes secos retumbaban alrededor, integrados al ambiente. Sonaban cerca, pero lejos al mismo tiempo; era confuso. ¿De dónde provenían? El crujido de una puerta que se abría lo alertó. Estaba seguro de que no había sido la suya porque el sonido se alejaba en lugar de sumarse. Pronto, entendió que Susy salía de su habitación al escuchar sus pasos tranquilos.

—Hola. —Escuchó que la voz de su hermana atravesaba la pared. Parecía inquieta—. ¿Quién eres?

Aunque no escuchó una respuesta, la sangre de Víctor se congeló. Intentó moverse y se dio cuenta, con un escalofrío, de lo que sucedía: Ana se había escabullido hasta la habitación de Susy mientras él estaba atrapado en una parálisis del sueño. Maldijo y, con desesperación, intentó moverse.

—Por favor, vete. Me das miedo —dijo. Podía imaginarla regresar a la cama, arrinconada y temblorosa—. ¿Por qué te pareces a mí? ¿Qué quieres? —No hubo respuesta audible para Víctor, pero supo que Ana había respondido de alguna manera por las siguientes palabras de la niña—. No, no quiero, ¡déjame!

—Hora de dormir.

La voz partida y grotesca de la criatura vino acompañada de los gritos de Susy y el violento sonido de golpes contra la madera. La niña pedía ayuda y Víctor era incapaz de moverse. El muchacho rogó al cielo porque sus padres escucharan el ataque y subieran para auxiliarla, aunque pensó que, si él estaba paralizado, posiblemente sus padres también.

La cama empezó a temblar y su sábana salió volando cuando consiguió apretar los puños. Sintió que un aura de energía se posaba a su alrededor y cortaba la oscuridad que lo envolvía con un halo de luz brillante. En el instante en que escuchó a Susy gritar su nombre, abrió los ojos. La casa estaba silenciosa, sin rastro alguno del olor pútrido o el frío. Se incorporó. No había sido más que una pesadilla, después de todo.

Tras emitir un suspiro, giró la cabeza hacia la izquierda y ahogó un grito. Susy se encontraba de pie al lado de su cama y lo miraba directo a los ojos con la mano extendida. Se encogió en sí misma, callada, y luego ladeó la cabeza sin atreverse a decir nada.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Víctor, la niña jugueteó con los dedos delante de su pecho. Lucía asustada y sudaba frío. Tal vez no había sido un sueño, después de todo—. ¿Qué pasa, pequeño trol?

—No puedo dormir —dijo por fin—. Se escuchaban rasguños en tu cuarto y me preocupé.

—¿Cómo que en mi cuarto?

—Sí. Olía mal y, a ratitos, se oía que cantaban algo.

Víctor no hizo más comentarios, tuvo la certeza de entender la razón de la pesadilla durante la parálisis del sueño. Ana se había manifestado ante él después de la muerte de Jenny, lo había seguido durante el día y ahora le arrebataba el sueño por la noche, mientras que al mismo tiempo acosaba a Susy y a Óscar. Tras enfrentarla, ella lo infestó con su aura demoníaca.

Ahora lo estaba oprimiendo.

La tristeza, los malos pensamientos, la debilidad espiritual que sentía, no eran más que los estragos de Ana y su vil juego para poseerlo. Lo tenía planeado y gozaba.

«¡Maldita hija de perra!», pensó con furia.

—Hermano —susurró Susy al ver que Víctor se había encerrado en sus pensamientos. El muchacho la miró tras relajar un poco sus facciones—. Siento que algo está pasando contigo. ¿Estoy mal? —Víctor no respondió—. Si te estuviera pasando algo malo, me dirías, ¿verdad?

—Sabes que sí —dijo Víctor. Los labios le temblaron al hacerlo—. ¿Quieres que te arrulle? Así estarás más tranquila...

Con aquello, una vez más, logró desviar la atención de Susy.

—Claro —respondió ella con una sonrisa ligera.

Víctor se hizo a un lado para hacer un espacio que Susy llenó de inmediato. El joven la abrazó como si de un bebé se tratase y luego comenzó a mecerse a la par que entonaba una dulce canción: él la había compuesto hacía unos años para ayudar a que la niña durmiera cuando tenía pesadillas.

Bajo la luz de la luna, te resguardaré.

Mientras esté a tu lado, no debes temer.

Cuando sientas que el miedo empieza a crecer,

recuerda, mi amor, que yo te cuidaré.

Basta con que mires las estrellas

para que puedas encontrarme en ellas.

Y así cuando sientas el miedo crecer,

recuerda, mi amor, que yo te cuidaré.

Bajo la luz de la luna, te resguardaré.

Mientras esté a tu lado, no debes temer.

Cuando sientas que el miedo empieza a crecer,

recuerda, mi amor, que yo te cuidaré.

La voz tenue de Víctor hizo eco en la noche, atravesó el monitor de bebé y llegó hasta los oídos de Valeria quien, más dormida que despierta, sonrió enternecida antes de volver a sumirse en el sueño. Ni ella ni sus dos hijos lograron escuchar cuando un leve sonido de estática provino de los tres monitores; luego se apagaron.

A solas, en la habitación de Susy, surgieron dos manos similares a un par de garras que se asomaron bajo la cama, rasgaron el suelo a su paso y dejaron profundas marcas. De ahí mismo, un lamento espeluznante, grueso y seco se dejó oír. Las luces titilaron y los grillos dejaron de cantar. Todavía eran las tres y cuarto de la mañana: una vez más, la criatura había secuestrado el tiempo a su favor y lo paralizaba sin que nadie lo notara.

—Víctor —pronunció con furia una voz lastimera. El baile de las luces se detuvo, los grillos volvieron a cantar y los tres monitores se encendieron con un clic. Las manecillas del reloj marcaron las tres y dieciséis.

***

Víctor no sabía qué le provocaba más nostalgia, levantarse temprano y vestir su uniforme del equipo de vóleibol o andar el camino a la preparatoria en bicicleta, con el viento soplando sobre su cara. Disfrutaba de ambas cosas, lo ayudaban a sentirse tranquilo, como si la monotonía de su vida jamás se hubiera esfumado.

Al llegar a la escuela, estacionó la bicicleta en la entrada y cruzó los torniquetes con ayuda de su credencial. Los patios de la preparatoria estaban cubiertos de árboles y algunos arbustos rodeaban la fuente principal que escupía agua cristalina hacia el cielo. Las aulas de clases formaban un zigzag a las orillas del terreno y se dividían con secciones de árboles.

El ruido producido por los jóvenes que asistían a los cursos de verano era mucho menor con el que estaba familiarizado, pero, de todos modos, se dio cuenta de lo mucho que lo extrañaría. Había vivido tantas cosas en esa escuela que bien podrían ponerse en un libro.

Con una amplia sonrisa en los labios, atravesó los árboles que decoraban la entrada y siguió el camino de arbustos hasta la fuente, donde —tal y como esperaba— encontró a Hans. Su amigo estaba acostado en el borde de la fuente, con los ojos cerrados; parecía estar quedándose dormido. Se formó una sonrisa maquiavélica en los labios de Víctor una vez que estuvo cerca, Hans no se había dado cuenta de su presencia.

Sin hacer ruido, Víctor inhaló profundo:

—¡Hey, güero! —cantó el muchacho a gritos, lo que hizo que Hans saltara de la fuente por el susto.

—¡Pendejo, me asustaste! —se quejó Hans, y Víctor se carcajeó en su cara.

Su amigo le dedicó una mirada de reproche, después negó con la cabeza y se sentó en la fuente. Víctor lo observó con atención. El rostro del joven era afilado y varonil. Sus ojos verdes resplandecían con la luz del sol y su piel tersa hacía juego. Aunque nunca lo había dicho en voz alta, a veces, Víctor se sentía inferior ante él: Hans era alto, fornido y atractivo, mientras que Víctor era simplemente Víctor. Incluso Susy había expresado lo guapo que le resultaba Hans, algo que él había odiado en el fondo de su pecho.

—Feo, ¿te pasa algo? —Hans interrumpió sus pensamientos.

—No. Estoy bien, feo —respondió Víctor de inmediato y formó una sonrisa.

—Ya sé que estás bien feo —dijo Hans a modo de broma—, pero te noto raro.

—Raros tienes los ojos —bromeó Víctor y ambos se carcajearon, aunque poco después el ambiente se llenó de un silencio incómodo. Esa sería la última vez que podrían reír juntos—. Necesito contarte algo, pero no aquí —susurró el joven—. Vamos a otro lado y hablamos, ¿va?

Hans guardó silencio por unos segundos, luego asintió con la cabeza y se levantó. Había conocido a Víctor hacía ocho años y, en todo ese tiempo juntos, había aprendido a identificar leves detalles en su lenguaje corporal: sabía cuándo se sentía nervioso e inseguro, y eso era lo que ocurría en ese momento.

No sabía lo que deseaba contarle, pero Hans luchó por apoyarlo de la mejor manera: sin presionarlo. Aguardó en silencio durante el camino y, de esa manera, le dio tiempo de tranquilizarse. Cuando llegaron al parque que estaba en la esquina de la preparatoria, se sentaron en una banca.

Víctor mantenía la vista fija en el suelo. Si bien Hans sabía de su don, seguía siendo complicado hablar sobre el tema. Ambos sabían que no se trataba de Hans, sino de hablarlo en general. Lo mantenía oculto de Susy para que ella no se cohibiera con él y fuese siempre abierta, pero no le gustaba contarle a nadie sobre las cosas paranormales que le sucedían.

Hans no poseía la misma sensibilidad que su amigo, mucho menos podía entender lo que sentía, pero entendía que fuese difícil de relatar, así que posó una mano en el hombro de Víctor y le sonrió. El muchacho agradeció el gesto antes de empezar a contarle desde el día en que Jenny murió, hasta el momento en el que Ana atravesó su cuerpo para incrustarle la muerte. Incluso, le habló de lo ocurrido la noche anterior.

Hans estaba boquiabierto, tenía una expresión de terror y de angustia en el rostro. Años atrás, le había jurado a Víctor que no se entrometería para no ser objeto de atención de seres malignos, pero llegado a ese punto, era imposible no verse afectado. Víctor era su mejor amigo, no quería perderlo, sin embargo, bajó la cabeza y escuchó atento, sin decir nada.

—Francamente, ya no sé qué pensar —prosiguió Víctor y Hans se mordió los labios—. Sé que quiere quebrarme, pero de alguna manera..., siento como si... —Víctor titubeó—, como si ella fuera incapaz de hacerlo. Sé que suena extraño e ilógico. —El muchacho se llevó las manos a la cabeza y se frotó el cabello con desesperación.

—Amigo, yo no soy un experto ni nada, pero tal vez la situación no es como parece —comentó Hans y Víctor enarcó una ceja tras mirarlo—. Es decir, si eres tan insignificante para ella, como para que asegure que puede pasar por encima de tu cadáver, ¿por qué no lo hace y va directo a Susy? ¿Por qué centrar su energía en ti? No sé... tal vez, intenta asustarte; pero en realidad la que tiene miedo es Ana. Le preocupa quién eres y lo que puedes hacer.

—Quieres decir que Ana...

—Quizá teme que puedas ser más fuerte que ella —completó Hans—. Si lo eres, podrías arruinar todo por lo que ha luchado. Quién sabe qué ha hecho para llegar a este mundo, y ahora tú interfieres en sus planes.

Víctor alzó la vista al cielo, incrédulo ante el comentario de su amigo. ¿Cómo podría ser más fuerte que un ser demoníaco de esas dimensiones?

De pronto, saltó en su lugar: el estridente sonido de una alarma se hizo presente y Hans no se demoró en apagarla. El muchacho bajó la cabeza.

—¿Qué fue eso? —preguntó Víctor, curioso.

—Nada, es solo... —Hans hizo una larga pausa. Luego suspiró con resignación—. Es hora de entrenar para el torneo. ¿Vendrás? —preguntó.

Víctor asintió.

—Aunque no parece encantarte la idea —añadió él en un murmullo.

—No puedo evitarlo —dijo Hans con voz temblorosa. Tenía un nudo en la garganta—. Mañana también habrá entrenamiento y tú ya no vas a estar, ¿qué se supone que debo hacer? Te prometí que no me involucraría en este tipo de cosas siniestras, pero tampoco puedo seguir con mi vida como si nada sucediera.

Víctor se vio invadido por la culpa, en especial, cuando notó cómo se cristalizaban los ojos de Hans. Formó una pequeña sonrisa en sus labios y se inclinó hacia el frente para abrazarlo: su amigo estaba temblando. Correspondió a la acción de inmediato y le dejó en claro lo mucho que lo echaría de menos.

—Gracias por apoyarme durante todos estos años —agradeció Víctor con sinceridad—. Mi vida no habría sido la misma sin ti.

Hans lloró al escucharlo y fue incapaz de responder. Víctor, conmovido por su amigo, acarició su cabello con dulzura. Entendía que Hans necesitara desahogarse, él también quería despedirse, pero no de manera triste. Quería irse con la sonrisa de sus seres queridos en la memoria.

—Anímate y ve el lado positivo: tendrás un motivo para pegarte a Stephen —dijo Víctor—, un fuerte abrazo de consolación, y tal vez por ahí se te vaya una mano traviesa.

Hans emitió una pequeña risa, se separó del cuerpo de Víctor y lo miró con una media sonrisa. Negó con la cabeza y tronó la lengua.

—¿En serio? ¿Ese es tu comentario? —reprochó Hans, aunque no podía dejar de sonreír.

—¡No se me ocurrió nada mejor! —Se sinceró Víctor al bajar la cabeza de forma dramática—. ¡No quiero que pensemos en cosas tristes! —Se puso de pie—. Tenemos un entrenamiento al que asistir. ¡Dame un último juego digno de estos machos alfa, lomo plateado! —añadió, enérgico.

Hans casi fue capaz de ver salir una estela de luz épica de su amigo, lo que lo hizo carcajearse. Se levantó de la banca y sujetó a Víctor por los hombros. Entendía que su amigo se estuviera esforzando en hacer que su recuerdo fuera agradable y alegre para él y, aunque tuvo que tragarse el dolor y la desesperación, prefirió no hacer más comentarios. Disfrutaría del tiempo que todavía tenían para estar juntos.

Tal y como Víctor se lo pidió, durante el entrenamiento se esforzó en darle el mejor último juego que pudo. Alegre, vivaz, eufórico y digno de recordar. Hans se sorprendió al darse cuenta de que, en el fondo, se sentía tranquilo ante la noticia. Suponía que su corazón guardaba la esperanza de que, al día siguiente, Víctor aparecería con grandes noticias.

Al salir de la práctica, Víctor se despidió de Hans y de sus compañeros de equipo, pasó a comprar algunas cosas a la papelería y volvió a casa. Tenía una idea para jugarle una pequeña broma a Susy antes de darle el conejo de peluche: solo tenía que sacarla de la casa.

Cuando llegó y abrió la puerta, se encontró frente a su madre y a su hermana. El muchacho ensanchó su traviesa sonrisa cuando la vista de su madre se enfocó en la caja que sostenía en brazos.

—Llevaré a Susy al parque —comentó Valeria—, ¿quieres ir?

—Noup. Tengo algo que hacer. —Víctor sonrió de medio lado, seguro de que su madre entendería el trasfondo en su mirada.

—Bueno, entonces volveremos en un par de horas. —Valeria besó la frente de Víctor, tomó a Susy de la mano y las dos salieron por la puerta.

—Si quieren comerse un helado, por mí, no hay problema —añadió Víctor mientras Valeria y Susy se alejaban.

Tras cerrar la puerta, Víctor formó una sonrisa enorme y maquiavélica. Solo le faltaba ponerse a reír, cual villano de película infantil, para completar la apariencia malvada que hacía juego con el movimiento travieso de sus dedos frente a su rostro.

Apenas su madre cerró la puerta, Víctor recorrió cada centímetro de la casa y fue dejando las pequeñas notas que había hecho con rectángulos de cartulina blanca. De forma repetida, cada una de ellas conduciría a Susy a otro rincón de la casa. En recompensa por su esfuerzo y por su paciencia, ella encontraría a un adorable conejito de peluche que la protegería a través de los años.

Una vez que todas las notas estuvieron en su respectivo lugar, Víctor tomó al conejo de peluche y se sentó a la mesa con el juguete sobre la misma. Lo miró con fijeza y, en completo silencio, analizó su apariencia por algunos segundos: las orejas largas, la mullida cola, el pelaje blanco, el atrapante color negro de sus ojos y su tamaño considerable lo volvían un peluche muy hermoso.

El muchacho dibujó en su rostro una sonrisa tranquila. En realidad no importaba qué tan lindo pudiera ser el juguete, sino que lograra conectarse a los sentimientos de Susy y, en especial, a los suyos propios. Negó con la cabeza antes de darle un abrazo al conejito.

—¿Sabes? —susurró en una de sus orejas—, voy a necesitar que hagas algo muy importante por mí. Muy pronto me iré lejos, pero no quiero dejar sola a mi hermanita. La amo y quiero que esté segura. Así que..., ¿podrías ayudarme a cuidarla?

Víctor colocó su mano derecha detrás de la cabeza del conejo e hizo que esta se moviera de atrás hacia adelante, como si estuviese aceptando la misión que él le encomendaba. El muchacho formó otra sonrisa tranquila en sus labios y después besó la frente del conejo con ternura. Ese gesto era para Susy, pero el peluche no podría entregárselo.

Como ya tenía todo listo, era momento de prepararse para recibir a la niña y que ella empezara la cacería. Se levantó de la mesa y se dirigió a la sala, donde pretendía dejar la última nota que llevaría a Susy hasta el conejo; sin embargo, apenas cruzó el umbral de la cocina, el sonido de un golpe seco que provenía de las escaleras, llamó su atención.

Al mirar el lugar, formó una expresión confundida. El más grande de los amigos fantasmales de Susy corría desde las escaleras hasta la puerta de la habitación de Alan y Valeria. Quería esconderse. Al notar el temor en su rostro espectral, Víctor supo que no estaba jugando.

El niño señaló el armario de limpieza, el cual estaba justo al lado izquierdo de Víctor. El muchacho giró la cabeza y logró escuchar que Ana pronunciaba su nombre, arrastrando las sílabas despacio, en una forma de retarlo.

Víctor dejó al conejo en el suelo, afuera de la cocina, y luego abrió la puerta de un tirón para encontrarse con ella.

El armario de limpieza era un lugar pequeño; en el techo reposaba una lámpara circular que había sido adornada con estrellas. Ana estaba de pie en el interior y la sangre brillaba en sus cuencas vacías.

Sin despegar la vista de la criatura, Víctor alzó la mano y presionó el botón para encender la luz. La oscuridad se esfumó y, con ella, Ana también. Dejó de percibir la presencia de la bestia e, incluso, el aroma a carne podrida, el cual manifestaba como una bandera distintiva, se había marchado.

Víctor entrecerró los ojos ante la sensación de paz que, de pronto, se sobreponía en el ambiente. Era una mentira, estaba seguro de ello. Una falsa sensación de calma para hacerlo bajar la guardia, sin embargo, lejos de provocarlo, lo volvía paranoico. Prefería mil veces estar frente a ella y saber a lo que se enfrentaba, que soportar ese jueguito odioso de atacar y huir. Frunció el ceño mientras apretaba las manos. Sus dientes rechinaron.

—Eres una maldita cobarde —dijo en voz alta, con desprecio—. ¿Por qué no dejas de esconderte y me enfrentas de una vez? —desafió—. ¿Tanto me temes?

Víctor sintió el aliento de Ana en su nuca y supuso que esa sería su respuesta. Sin duda, sus palabras la habían enfurecido, algo que lo hizo sonreír de medio lado. Al darse la vuelta, se topó de frente con las vacías y sangrantes cuencas de la criatura. Ella lo observaba desde una distancia tan corta que él pudo oler su furia.

Con un portazo, Víctor y Ana quedaron encerrados dentro del armario, y la lámpara de techo estalló en un grito ensordecedor. En la oscuridad, Ana era más fuerte que Víctor: ambos lo sabían. O, al menos, lo creían.

El brutal ataque de la bestia llenó la casa de repetidos golpes violentos que se entremezclaban con gritos guturales y de dolor.

El niño que observaba desde la habitación de Alan y Valeria se cubrió los ojos, dio un par de pasos hacia atrás y desapareció en un suspiro. El edificio tembló cuando un último grito salió del armario de limpieza. Después, todo fue silencio absoluto.

Víctor se desmayó, Ana se disipó.

***

Sin saber cuánto tiempo permaneció inconsciente, Víctor abrió los ojos con pesadez. Percibió que su cuerpo temblaba de dolor y maldijo en voz baja. Con dificultad, se apoyó sobre los codos, luego se arrastró poco a poco hacia la puerta. Los vidrios de la lámpara yacían en el suelo alrededor de él y se incrustaban en su piel causando heridas diminutas en sus brazos y manos. Al salir de la habitación, se sorprendió: nadie había regresado a casa.

Contuvo un grito de dolor y se puso en pie; las costillas le dolían horrores y la espalda le estaba empezando a arder. No quería moverse más, cada paso resultaba un martirio, pero debía subir a cambiarse de ropa o, de lo contrario, Valeria y Susy se enterarían de la pelea.

Recargó su peso en el barandal de las escaleras y, con esfuerzo, consiguió subir hasta su cuarto. Entre quejidos, se detuvo al verse en el espejo. Tenía la ropa limpia e intacta, como si nada hubiese ocurrido, mas el moretón en su mejilla derecha y el de la sien izquierda, aunado al hilo de sangre seca en la comisura de su labio, demostraban lo opuesto.

Luego de emitir un suspiro, tomó una chaqueta del armario. Ignoró su deteriorado reflejo y salió rumbo a la habitación de sus padres. Algo de maquillaje podría servirle para esconder los golpes.

El tocador de Valeria estaba lleno de cajitas con polvos, frascos con cosas espesas, lápices de distintos grosores y brochas: Víctor no tenía ni la menor idea de para qué era cada uno, así que prefirió solo tomar un polvo compacto y pasárselo por todo el rostro.

Se veía horrible. Logró quitarse la sangre, pero los moretones no estaban bien cubiertos y Valeria sin duda los notaría, pero supuso que mientras Susy no lo hiciera, estaría bien. Ya inventaría una mentira para su madre.

Salió de la habitación, tomó al conejo del suelo y se sentó con cuidado en el sofá de la sala. No tenía más energía para terminar lo planeado, así que guardó el conejo de peluche entre su cuerpo y el antebrazo; los cojines le ayudaron a cubrirlo.

Apenas escuchó que la puerta principal se abrió, encendió la televisión y se esmeró en actuar de forma casual. Susy avanzó con pasos furiosos en dirección de Víctor, se cruzó de brazos y lo observó.

—Hola, pequeño trol —saludó Víctor con una amplia sonrisa victoriosa ante la reacción furiosa de su hermana; un puchero estaba dibujado en sus labios.

—¡No me llames así! —le gritó la pequeña al tiempo que batía las manos en un vago intento de acertarle una bofetada—. ¡Deja de moverte! ¿No ves que te quiero pegar?

—¡Ey, cálmate! Cuánta agresividad —mencionó Víctor, Susy lucía molesta de verdad.

—¡No quiero! —replicó Susy antes de cruzarse de brazos—. ¡Esta mañana te fuiste sin despedirte!

—Salí muy temprano y todavía dormías. No querías que te despertara, ¿o sí?

—Y cuando volviste ni siquiera me saludaste. —Se quejó.

El muchacho formó una sonrisa tierna, ella estaba ofendida por la supuesta falta de interés que le había demostrado.

—Ya, tranquila —respondió con voz dulce—, tenía un motivo. ¿Quieres saber qué pasó? —inquirió. Susy asintió—. ¿Entonces por qué no subes a tu cuarto? A lo mejor te dejé algo ahí —sugirió.

Tras emitir un gritito agudo, Susy subió como un relámpago. Estaba emocionada por lo que encontraría. Sin embargo, al ingresar en su habitación y hallar vacía una hermosa caja de color rosa, con flores amarillas estampadas y un precioso listón a juego, se paralizó. La niña tomó la caja entre sus manos temblorosas y bajó a trompicones por las escaleras.

Susy avanzó hasta Víctor, lo observó y se soltó a llorar.

—Me robaron —susurró entre gimoteos.

—Ay, pequeña. Es una pena que el índice de criminalidad en México sea tan alto, ya nadie está a salvo. ¡Esos pilluelos, sin vergüenzas! —añadió Víctor y fingió hacerse el desentendido.

Sin poder contenerse más, Susy soltó la caja y se frotó los ojos; las lágrimas empaparon su rostro. La decepción podía palparse por sus poros y, pese a que no sabía de qué tipo de regalo se trataba, ya lo extrañaba como si lo hubiese tenido durante toda la vida. ¡No podía creer que le hubiesen robado!

La ternura invadió al joven, ahora estaba más decidido que antes a continuar con lo planeado. Se tragó el dolor que sentía y se inclinó para levantar la caja vacía. Observó el interior de la misma.

—¡Mira! El criminal dejó una nota. —Metió la mano y sacó un trozo de cartulina rectangular—. Dice: «Susy, yo me he llevado tu regalo. Si quieres encontrarlo, tendrás que venir por él: empieza buscando en el patio. Atentamente, el ladrón».

Apenas terminó de leer, Susy ya se encontraba revisando cada centímetro del lugar. Él sonrió complacido. Ante la temporal ausencia de Susy, Valeria se acercó a su hijo con brazos cruzados y una expresión de desacuerdo en el rostro: tenía pensado cuestionar a Víctor sobre lo que le hacía a Susy, pero al mirarlo de frente, sintió que se asfixiaba.

—¿Qué te pasó? —preguntó con angustia al tiempo que sujetaba el rostro de su hijo con delicadeza.

—Me caí de las escaleras hace rato, mientras preparaba lo de Susy. —Se excusó de inmediato.

—¿¡Qué!? Ven, tengo que revisarte, puedes tener una contusión y necesitar atención médica...

—Tranquila, no es necesario. En realidad, no me pasó nada grave —añadió—. Sé que se ve aparatoso, pero te prometo que no es más que un golpe leve. —Valeria lo miró, incrédula—. ¿Podrías ayudarme a cubrirlos mejor, por favor? No quiero que ella se dé cuenta.

Valeria accedió a pesar de sentirse insegura de las palabras de Víctor. Susy, mientras tanto, corría de un lado a otro en busca de las notas que su madre le ayudaba a leer.

Víctor observaba a su hermana con tanta atención que apenas pudo percibir las manos de su madre al cubrirle los moretones a escondidas. La energía de Susy embelesaba los sentidos. Esa alegría, obstinación, fuerza y ternura... todo la volvía un precioso ángel para él; aunque, al mismo tiempo, también resultaba imposible no mirarla como un ser indefenso y frágil, un bebé que podía ser herido en cualquier momento. Formó una mueca ante la idea y entendió que esa era la última oportunidad que tenía para hacer que su padre abriera los ojos.

Susy corrió de aquí para allá hasta que, por fin, el cansancio fue más fuerte que ella. Desanimada, caminó rumbo al sofá con una nota en la mano, se sentó al lado de su hermano y se la entregó. En su rostro se podía ver que se sentía derrotada.

—Mira, parece que esta es la última. ¿No te da gusto? —le dijo Víctor con voz animada mientras le acariciaba la cabeza.

—Sí, pero ya me cansé. ¡Esos polluelos se me han estado escapando!

—Pilluelos —corrigió Víctor y se tragó las ganas de reír—. ¡Vamos, es la última! La leeré: «¡Felicidades, Susy, por buscarme con ahínco...!».

—¡Eso es una mentira! —interrumpió la pequeña con la vista clavada en los ojos de su hermano—. Ningún Ahínco me ayudó, los busqué yo solita.

Víctor la miró perplejo, sin estar seguro de si debía reír o llorar ante la objeción de su hermanita. Al final, se limitó a sacar del bolsillo de su pantalón un bolígrafo con el que tachó la palabra en el papel y la reescribió.

—«¡Felicidades, Susy, por buscarme con tantas ganas!» —volvió a leer—. Como recompensa, puedes buscar tu regalo detrás del increíblemente agradable y guapo joven que está sentado en el sofá —inventó.

Originalmente, la enviaría a buscar el peluche en el librero, pero a raíz de lo sucedido con Ana, inventó algo distinto.

Susy tenía la vista fija en su hermano y una ceja alzada en señal de desconcierto. Víctor se preguntó si se había molestado porque, luego de buscar por toda la casa, el juguete lo tenía él. Sin embargo, cuando ella abrió la boca, lo tomó desprevenido:

—¿Agradable y guapo? Pero aquí solo estás tú. Y tú no eres ni agradable ni guapo —explicó la niña fingiendo una expresión de seriedad y ladeó la cabeza al ver que su hermano se mostraba confundido—. Mucho menos guapo.

Si Víctor no estalló en carcajadas ante la estupenda respuesta de Susy fue porque estaba impresionado. Sintió una gran alegría al ver lo mucho que ella había aprendido de él. Para no cortar de tajo el jueguito, se cruzó de brazos y desvió la mirada. Fue su turno de fingir.

—Sí, ya entiendo —comentó Víctor con un dejo de indignación—, perdóname por no ser Will Smith.

—Te perdono. —Utilizó su mano derecha para darle unas palmaditas de ánimo en la pierna—. De todos modos, ya me acostumbré a mirarte.

Víctor tampoco se esperaba eso. Lo había dejado boquiabierto. Sin duda, esa niña era una copia en miniatura de él.

—¿Sabes? Si no fuera porque te lo debo, no te daría nada —comentó a modo de reproche. Se hizo hacia un lado y sacó al conejito de peluche.

—¡El conejo de Alicia! —gritó la niña emocionada mientras envolvía al conejo entre sus brazos—. Está hermoso, ¡gracias! ¡Te amo!

Susy saltó sobre su hermano y lo abrazó con toda la fuerza que sus pequeños brazos tenían. Le gritó miles de gracias y le dijo cuánto lo amaba. Incluso frotó la cabeza contra el pecho de Víctor como si fuera un gatito mimoso. Estaba maravillada de recibir un obsequio así de increíble de su parte. Se sentía invadida por una felicidad imposible de describir, o de mostrar, así que solo pudo decirle cientos de «te amo».

Víctor, por su parte, se vio obligado a aguantar el dolor que las acciones de Susy le causaban en su maltrecho cuerpo. Para detenerla de forma discreta, la aparto de él y se inclinó un poco en su dirección.

—Siempre mantenlo contigo —dijo tras señalar hacia el juguete—, te protegerá.

Susy besó a Víctor en la frente, luego saltó del sofá y corrió a mostrarle el conejito a su madre. La alegría de la pequeña reafirmó en él la decisión que había tomado de protegerla: la amaba tanto que si tenía que resistir el dolor e, incluso, afrontar a la muerte, lo haría. Susy era para él, en pocas palabras, su vida. 

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