Rubí (Cherry Ladies 1) ©

By LillyHaggard

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Novela contemporánea erótica con un ligero toque kinky. Rubí trabaja como prostituta de lujo para coste... More

Nota de la autora
Cero
Capítulo 2 : Rubí
Capítulo 3 : Rubí
Capítulo 4 : Vincent
Capítulo 5 : Vincent
Capítulo 6 : Vincent
Capítulo 7 : Rubí
Capítulo 8 : Vincent
Capítulo 9 : Rubí
Capítulo 10 : Vincent
Capítulo 11 : Rubí
Capítulo 12 : Rubí
Capítulo 13 : Vincent
Capítulo 14 : Rubí
Capítulo 15 : Vincent
Capítulo 16 : Rubí
Capítulo 17 : Vincent
Capítulo 18 : Rubí
Capítulo 19 : Vincent
Capítulo 20 : Rubí
Capítulo 21 : Vincent
Capítulo 22 : Rubí
Capítulo 23 : Vincent
Capítulo 24 : Rubí
Capítulo 25 : Vincent
Capítulo 26 : Rubí
Capítulo 27 : Vincent : Rubí
Capítulo 28 : Rubí
Capítulo 29 : Vincent
Capítulo 30 : Rubí : Vincent
Capítulo 31 : Rubí
Capítulo 32 : Vincent
Capítulo 33 : Rubí
Capítulo 34 : Vincent : Rubí
Capítulo 35 : Vincent : Rubí
Capítulo 36 : Rubí
Capítulo 37 : Vincent
Capítulo 38 : Rubí
Capítulo 39 : Vincent
Capítulo 40 : Rubí
Capítulo 41 : Vincent
Capítulo 42 : Rubí
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Capítulo 1 : Rubí

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By LillyHaggard

Canción: Morcheeba - Enjoy the Ride





       

Terminé de realizar el delineado de los ojos. Me aplicaba un poco más de sombra café sobre los párpados cuando escuché que Pete abrió la puerta de mi departamento. Dejó cualquier cosa que llevara en la mano sobre la mesa y se acercó a mí. Me abrazó por la espalda. En ocasiones sí me gustaba que hiciera eso, pero cuando estaba nerviosa o apurada (y esa vez eran ambas) en lugar de sentirme mejor su gesto me exasperaba.

—¿A qué hora te vas? —me preguntó.

—Ya en quince minutos —contesté hosca.

Comencé a meter el rímel, el delineador, la cuchara que uso de rizador, las sombras y el rubor en el bolso, pero Pete me estorbaba los movimientos.

—Oye, tengo prisa —me quejé e intenté zafarme—. Se me va a hacer tarde y tengo examen.

Él continuó besándome el cuello. Sus brazos ciñeron mi cadera y sus manos se abrieron paso por entre la ropa. Dejé el maquillaje y le abrí los brazos para que me soltara. Caminé apresurada hacia la mochila que tengo al lado del ropero, metí a la fuerza dos libros que la noche anterior había dejado en el suelo para no olvidarlos. Sin embargo, quizá solo los arrojé sin fijarme pues uno de ellos tenía toda la portada doblada; con el corazón dolorido intenté regresar mi libro a su forma anterior, pero fue imposible, se veía muy mal.

—Te llevo.

—Gracias —gruñí—. Prefiero caminar. —Agarré la mochila y me apresuré a salir.

—Te llevaré.

Al pisar el pasillo helado me percaté de que estaba aun descalza. Me volví para mirar detrás de la mesita de noche.

—¿No viste dónde dejé mis zapatos?

Él me sonrió divertido. Le gustaba molestarme cuando me notaba estresada.

—¿Los bajitos o los de tacón?

—¿Qué te parece mejor? —Abrí los brazos y él me miró evaluando mi atuendo. Estaba vestida de manera muy relajada, era solo una blusa blanca con estampado tipo tribal en color morado y unos jeans ajustados en los tobillos.

—Los bajitos.

—Ah, creo que esos están debajo de la mesa. Los usé ayer.

—No. Ayer llevaste los rojos. Los bajitos están en el cajón de tu cuarto.

La noche anterior había botado los zapatos rojos debajo de la mesa, él tenía razón; así que solté la mochila, recogí esos rojos y fui por los zapatos que me interesaban, me los puse en la entrada de la casa.

Pete agarró las llaves de su coche y se cargó mi mochila. No podía rechazarlo, aquello era una misión imposible. Así que terminé de colocarme los aretes y salimos juntos al pasillo.

Colocó su mano derecha en mi baja espalda y con la izquierda cargó la mochila. La vecina del piso superior miró a Pete y desvió la mirada. Siempre supe lo que mis vecinos hablaban a mis espaldas, a veces los escuchaba cuchichear en el pasillo. Además, Chelsea era mi vecina y me contaba todo lo que le decían o llegaba a escuchar.

Saludé a los señores García que vivían en el departamento de al lado. Llegaban de traer su despensa. Intenté no hacer contacto visual con ellos, porque sus miradas intensas solían reprobar mis acciones. Por el contrario a Pete le encantaba amedrentarlos con sonrisas cínicas.

Un día que volví del trabajo, eran como las ocho de la mañana y traía puesto un vestido de fiesta, la señora García me dijo:

—Preciosa, si no dejas tus costumbres nunca vas a encontrar al hombre de tu vida.

El hombre de mi vida era Pete. Él era mi dueño. Dueño de mi vida, de mi tiempo, de mi espacio, de mi cuerpo. Yo tenía en el hombro la marca de Pete, de manera literal: un tatuaje que formaba un corazón y a la vez una P.

—Oh, no se preocupe, señora —le había dicho—. Después de todo pretendo seguir soltera toda la vida.

—¡Ay, Dios! No, lindura, no.

Había terminado la conversación diciendo que estaba cansada y tenía que ir a dormir. Siguió diciendo: Hazme caso, muchacha, hazme caso. A pesar de todo ella no me caía mal.

Mucho tiempo duré con la idea de seguir soltera siempre. Nunca busqué hombres para tener una relación formal, después de todo el amor no llega por sí solo. Además, nunca me había enamorado. Claro que en mi época de estudiante de secundaria alguno que otro compañero me alborotó las hormonas, pero más allá de besos y caricias nadie me removió verdaderos sentimientos de amor. No soy de esas mujeres que habla sobre su primer beso o su primera vez, porque fui abusada de joven y prefiero no referirme al pasado. No porque duela, sino porque ya no tiene caso. Así que no me considero una mujer romántica. Aunque tampoco hice por "darle alas" a nadie.

Subí con Pete al coche, él arrojó mi bolso a la parte trasera y yo me coloqué el cinturón de seguridad. Su música se reprodujo cuando encendió el coche, de modo que decidí bajar mi ventana y así escuchar el ruido del tráfico.

Nunca hablé sobre mi trabajo. Ni a mis vecinos, los señores García, les expliqué nada concreto. Tampoco a mis compañeros de la escuela les mencioné algo. Así que supongo ellos se hacían todo tipo de ideas, como que salía con diferentes hombres, iba bares o fiestas. Excepto Pete. Pero él frecuentaba otras mujeres y nunca se comportó como un novio.

—Tu novio también se las anda de galán con tu amiga —me dijo una vez la señora García.

—Pete no es mi novio —había anunciado, honesta—, es solo un... amigo... con quien suelo acostarme.

Esa vez yo intenté molestarla con mi cinismo, pero la señora me miró con tristeza haciéndome sentir mal. Traté de acomodar lo que dije con otro comentario tonto, le dije que Pete era como mi sugar daddy. Es decir, un hombre que no mantiene un compromiso formal con su sugar baby porque son menores de edad, pero le da regalos y paga algunas cuentas como la escuela, los servicios como el gas o el predio o la renta solo por contar con la compañía de dicha mujer, y con "compañía" no me refiero a algo sexual, sino que es una joven que va con ese hombre (o mujer) a comer, pasear, de compras, situaciones así de sencillas similares a las que haría una novia. Las sugar babies que dejan de ser menores de edad pasan a ser sugar ladies. Pete tiene muchas sugars, quienes de hecho terminan siendo cherry ladies.

Yo era eso, una cherry, un tipo de prostituta de lujo que no necesariamente tiene sexo con sus clientes, es como un rango superior y más profesional que sugar. Además de mantener encuentros sexuales si el cliente lo pide, las cherry ladies brindan compañía a gente profesional, están capacitadas para fingir que son o artistas o catedráticas o mujeres de negocios o lo que el cliente pida que sean.

—¿Por qué estás tan nerviosa?

Dejé de observar la vida fuera del coche y miré a Pete, él me señaló las manos. Dejé de morderme las uñas de manera automática.

—Los exámenes siempre me ponen los pelos de punta —dije.

Era una verdad absoluta, siempre fue así por más preparada que estuviera. Siempre fue uno de mis más grandes miedos: hacer un examen.

—Tú te metes sola en todo esto, Rubí —me dijo sin perder de vista el camino.

—¿Qué es "todo esto"?

—¿Para qué querías estudiar? De no ser por mí tú ya estarías despedida.

—Soy tu favorita, no una sugar. Tengo derecho a privilegios.

Pete sonreía siempre que le hablaba en esa forma. Yo sabía cuánto le encantaba mi descaro, mi cinismo. Siempre encontré la manera de ganarme sus favores porque comprendía lo que a él le gustaba. Esa vez no fue diferente. Me mostró su atractiva sonrisa ladeada y me miró de reojo. Ese gesto era, en realidad, muy espontáneo; solo lo usaba cuando estábamos solos. Lo había visto con otras mujeres y jamás sonreía así. Solo a mí.

Me acerqué para besarle la curva de la mandíbula importándome un cuerno que estuviera conduciendo. Me raspé con su barba mientras él intentaba alejarme.

—No empieces de empalagosa —gruñó aun entre mis brazos.

—Cállate y disfrútalo —dije burlona, besando su cuello.

—Lo que voy a disfrutar van a ser los moretones que te deje ahora que te agarre a chingadazos.

Reí contagiándolo. Para ser honesta, me gustaba que fuera así, rudo. Cuando lo hacíamos él no era gentil, pero le molestaba que alguien más me tratara de esa manera. De hecho no permitía que nadie más me tocara sin su permiso. Si llamaba pidiendo auxilio porque un cliente me había golpeado él se ponía como energúmeno y acudía a rescatarme de inmediato. Hay clientes que piden mujeres a quienes golpear, yo no era una de esas. Era muy raro que él lo permitiera.

Estacionó frente a la puerta de entrada y yo me puse los zapatos, agarré mi bolsa dispuesta a salir.

—¿Ya llevas todo lo que necesitas?

—Ajá —murmuré, pensé en las cosas que necesitaba: bolígrafos, las copias que saqué para realizar el examen, el ensayo que debía presentar para que se me permitiera realizar el otro examen. Sí, estaba segura de que nada me faltaba.

Abrí la puerta, pero él me detuvo.

—Voy a pasar por ti al rato. Me esperas.

Comencé por asentir, en automático, pero luego recordé que no tenía ya el mismo horario por encontrarme en el último día de clases.

—Ah, pero como solo presento exámenes no salgo a la misma hora —le informé—. Te mando mensaje cuando termine.

—Bien.

Bajé del coche y él realizó una maniobra para salir del tráfico mientras yo saludaba a mis compañeras. Quedó justo a mi lado y se acercó para hablarme.

—Ru —gritó desde su ventanilla, yo me giré para mirarlo—. Suerte con tus exámenes.

Después movió el coche y se perdió en el tráfico.

Sandra, mi compañera, me codeó repetidas veces para llamar mi atención, como si yo no la hubiera visto. Habló riendo.

—Ay, tu novio es todo un galán. Tan guapo y agradable.

Yo reí. Me encogí de hombros. Pete era muy apuesto, eso lo admito, pero ni era galante ni mucho menos agradable. Sin embargo, podía hacer como que sí.

—Sí, tengo suerte.

Decidí no hablarle a Pete después de mis exámenes. Tenía casi hora y media para disfrutar sola, de modo que en lugar de hacerlo me fui a la cafetería de la escuela y ocupé una mesa solitaria en la terraza.

Desde siempre me ha gustado leer el periódico. Suelo comprar aquellas editoriales que no contienen tantas imágenes porque incluyen artículos literarios y ensayos de calidad. En ese momento leía uno sobre un caso de abuso. Un hombre había sido descubierto por su esposa, teniendo sexo con dos mujeres; pero el verdadero problema no fue la infidelidad sino el hecho de que él las había atado y las estaba golpeando con látigos en el momento en que ella entró a la habitación. El artículo hablaba sobre el BDSM desde un punto de vista más abierto y me sentí identificada. Yo no creía que él fuera "pervertido" solo por disfrutar de juegos rudos. Ninguna de las dos supuestas mujeres lo demandó o denunció por abuso, sino fue la esposa quien se había creado toda una historia sobre él, y tal fue el impacto en la sociedad que casi lo llevó a la ruina. Otra versión sobre ese caso hablaba de ella mintiendo por quedarse con mucho más dinero que le podría brindar el divorcio. Había sido un caso muy sonado, al que no muchos dieron importancia a pesar de ser conocido.

Después de investigar me percaté de que ese hombre era el CEO de una empresa educativa a la que pertenecía la universidad donde estudio. Pero esa era información que no muchos sabían.

Además, eran muchos directores y demás ejecutivos los que se paseaban por los campus sin que lograra distinguirlos. ¿Quién era ese CEO del que hablaba el ensayo? Tal vez nunca iba a saberlo.

Cuando terminé mi café doblé el periódico y envié un mensaje a Pete para informarle que estaba por salir. Descrucé las piernas y cogí el envase vacío para tirarlo a la basura. Fue ese pequeño movimiento lo que me llevó a mirar hacia la entrada del edificio de estacionamiento; allá en las sombras estaba un hombre, vestido de manera muy formal y correcta, mirándome. Sabía que me miraba a mí porque no había ninguna otra persona a mi lado, y los ventanales de la cafetería no permitían la vista desde afuera hacia adentro debido a la luz. El hombre estaba recargado en su coche, se deleitaba con mi imagen. Cuando supo que lo descubrí, se enderezó y sacó el teléfono. Sonreí al notarlo incómodo. No di más importancia al asunto y tiré el envase en un bote. Miré de reojo y sí, seguía allí observándome. Era un hombre de como sesenta años, elegante y bien parecido. Me dio gusto saber que aún a alguien como él yo le parecía atractiva.

Con mi autoestima elevada entré al coche de Pete. Como se me quedó mirando me acerqué para besarlo y así forzarlo a continuar conduciendo.

—¿Qué tal te fue en el examen?

—El primero se me dificultó un poco —gruñí complicándome con el cinturón de seguridad para lograr abrocharlo—. Había algunas preguntas que no supe responder, pero fue bien. El otro... creo que saqué diez.

—Ah. Ya veo por qué la sonrisa boba.

Puse los ojos en blanco y siseé. En el radio estaba una canción que me desagradó así que me estiré para cambiarle.

—Tienes un nuevo cliente. Me llamó hace unos minutos.

—¿Para hoy? —pregunté molesta, tenía planes de dormir temprano o descansar o mirar la tele. Cualquier cosa.

—Mañana sábado.

—Ah. Está bien.

—Es kinky.

Kinky es la palabra destinada a situaciones que incluyen fetichismo o excentricidades. Me sorprendió que él me ofreciera el trabajo que siempre daba a cualquier otra. Lo miré asombrada.

—¿En serio? ¿Yo?

—Pues sí. Me ofrecieron una buena paga. Te pidieron específicamente.

Sonreí de manera inevitable.

—Mmhh... señor Dinero. Seguro es un cliente muy gordo.

—No hace falta decirte que tienes que gustarle.

—Ay, en serio —gruñí ofendida, luego hablé con mucho orgullo—. Es un hecho absoluto. Yo le gusto a cualquiera.

—Deja ya de decir esas cosas. Tú, calladita te ves más bonita. Es algo que no entiendes.

—¿Por qué habría de callar lo que pienso? Es la verdad.

Esa solía ser nuestra discusión de todos los días. Lo que debería, lo que no. En algunas situaciones aprendí a aceptar lo que él me daba, pero otras no las soportaba, como el hecho de modificar mi personalidad o mi manera de ser en público o con algún cliente.

—¿Pide que sea callada?

—No, en realidad no. Pero si tengo suerte te volverá a pedir y a pagar más. Así que has lo que te digo.

—Como si lo que tú dices fuera la ley —mascullé.

—Te estás ganando esos chingadazos, Ru. No me hagas enojar.

Era usual que no le discutiera cuando se ponía así, a veces sí le gustaba que le diera guerra, otras no. A algunas chicas sí que las intimidaba, en especial a la nueva, a Joey. Esa chica era un ratón e idolatraba a Pete.

Cuando llegamos a casa me estaba muriendo de hambre así que comí todo lo que Pete me preparó mientras yo estaba en la escuela. Algo que debo admitir es que él sabía cocinar, todo lo que le pedía me lo preparaba; siempre y cuando estuviera de buenas. Esa vez pedí comida japonesa y sí que me complació.

—¿Ya tienes la tarjeta del cliente? —pregunté. Dejé el tazón de arroz sobre la mesa y me estiré como una gatita.

Pete miraba el futbol, por lo que no me contestó de inmediato. Gritó al jugador por no sé que mala maniobra.

—¿Qué dijiste?

—La tarjeta del cliente.

—Ah, sí. Está en la... ¡otra vez! ¡Será idiota! ¡Tírale desde ahí! ¡Ah! imbécil.

Yo puse los ojos en blanco. Decidí buscar entre su portafolio y saqué el sobre negro que contenía los documentos.

Su nombre, Vincent Connolly, se me hizo familiar. No así su físico. Era muy apuesto, algo que no me esperaba.

—Vaya, está guapo. Por fin.

—Da igual. Mientras paguen.

Y comenzó de nuevo a gritar como idiota al televisor.

—¿Trajiste ropa?

—Solo te pide con zapatillas de tacón de aguja. Tal vez le tiene fetiche a los pies.

Esos suelen ser los que se comportan de manera extraña, pero no me incomodan. No siempre.

—¿Debería pintarme las uñas?

—No lo menciona.

Y gritó gol como si estuviera en el estadio, se levantó y aplaudió. Me cubrí los oídos de inmediato. Tal vez mis vecinos se enteraron así de a quién le iba él. En una ocasión un vecino, al que casi no le hablo, me saludó en las escaleras y me dijo: Cuando tu novio te visita, se nota. La música estaba casi a todo volumen y salía de mi casa. Odio a la gente que es así de ruidosa, pero no siempre logré hacer que Pete se callara.

—¿Te vas a quedar conmigo?

—No. Ya me voy. Ya se va a acabar esto, faltan diez minutos. Más lo que agregue el árbitro.

—¿Por qué no te quedas? ¿Vas con Joey?

A él le encantaba que yo sintiera celos de esa "niñita" (en las palabras de Pete). Joey es una mujer divina y hermosa, de ojos almendrados, piel negra, pestañas largas y rizadas de manera natural, piernas largas, pechos bonitos y una composición ósea bastante artística. Incluso tiene hoyuelos y labios sensuales, llenos y rojos. Nunca la odié ni sentí envidia de ella, pero sí, es cierto que sentía celos de ella porque creí que no tenía que hacer nada para que le llovieran clientes, amores o cualquier cosa que deseara. En cambio, yo debía esforzarme para casi todo. Solo sentía celos de ella, nadie más.

Él me miró sonriendo, paseó sus ojos por todo mi cuerpo logrando que se me pusiera la piel de gallina. Ni siquiera el ruido de un posible gol hizo que dejara de mirarme.

—¿Qué? —pregunté incómoda.

Su sonrisa se hizo más grande.

—¿Por qué tú de entre todas las chicas eres la que más desconfías de esa niña?

—Con veintitrés años no es niña.

—No fue eso lo que te pregunté, Rubí.

—¡Ash! —gruñí, miré hacia adelante e intenté darle la espalda aún sin moverme de mi lugar—. Vete con ella. De todas formas mañana voy a tener a alguien más guapo que tú. Alguien que sí hace ejercicio.

Para mi sorpresa se carcajeó como si hubiera sido un chiste muy bueno.

—Pequeña estúpida —susurró y continuó viendo su programa.

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