El Alma en Llamas

By DianaMuniz

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En un mundo en conflicto donde la magia esclaviza a las personas, la tecnología se revela como la única alter... More

Capítulo 1: Un nuevo comienzo
Capítulo 2 : Instituto mixto de enseñanza laica Príncipe Byro
Capítulo 2: Instituto mixto de enseñanza laica Príncipe Byro (cont.)
Capítulo 3: Un caso interesante
Capítulo 4: La familia del Marqués (1ª parte)
Capítulo 4: La Familia del Marqués (2ª parte)
Capítulo 4: La Familia del Marqués (3ª parte)
Capítulo 4: La familia del Marqués (4ª parte)
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (1º parte)
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (2ª parte)
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (3ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (1ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (2ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (3ª parte)
Capítulo 8: Justicia
Capítulo 9: El despertar de las llamas (1ª parte)
Capítulo 9: El despertar de las llamas (2ª parte)
Capítulo 9: El despertar de las Llamas (3ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (1ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (2ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (3ª parte)
Capítulo 11: Engranajes
Capítulo 12: En carne viva (1ª parte)
Capítulo 12: En carne viva (2ª parte)
Capítulo 12: En carne viva (3ª parte)
Capítulo 12: En Carne viva (4ª parte)
Capítulo 13: Un nuevo amanecer (1ª parte)
Capítulo 13: Un nuevo amanecer (2ª parte)
Epílogo

Capítulo 5: Los caprichos del planeta

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By DianaMuniz

Los gritos resonaban por toda la torre atrayendo las miradas de los curiosos que estaban en el patio del extraño edificio y se preguntaban a quién estaban vinculando en esa ocasión. Detenían sus quehaceres por un instante, dirigían sus miradas hacia la cúpula metalizada que coronaba la estructura y que, en ese mismo momento, brillaba con los tonos de un arco iris carmesí.

«No es para tanto», se dijo Vaio sin poder evitar un gesto de desdén ante los agónicos aullidos, a la par que apartaba la mirada. Como a todos, el extraño resplandor le revolvía las entrañas y desenterraba recuerdos que prefería mantener bajo tierra.

No dolía, así que él no podía comprender esos gritos. O al menos, él no recordaba dolor alguno. Solo la extraña sensación de ligereza, como si ya no pesara. Y frío... también había sentido frío. Y desde entonces había sido así. No era como pasar frío de verdad. No. Eso debía reconocerlo. No tenía nada que ver con estar tiritando, coger hielo, o bañarse en agua helada. Era más bien como esa sensación de frescor de las mañanas de verano. Un frío continuo pero no incómodo. Un frío que debería desaparecer con una manta ligera sobre los hombros.

Pero no desaparecía.

Nunca.

Vaio tardó años en descubrir que ese frío formaba parte de él. De lo que era: un vincio del aire. El único de los suyos que formaba parte de ese grupo de forajidos con ínfulas de grandeza. También, y eso había de reconocerlo, había sido el único estúpido que había acabado en las mazmorras de la Invocación, como atestiguaban las marcas de latigazos que adornaban su espalda y que le obligaban a recordar, que había sido un castigo muy leve.

Vaio estaba absorto en sus pensamientos cuando su majestad, el príncipe de los condenados, abrió el enorme portalón de un golpe seco que hizo que la estructura de madera rebotara contra la pared.

—Hay algo que no hacemos bien —masculló Byro. Se le veía enfadado. Su cabello brillaba como si fueran llamas encendidas.

—A ver si acierto —dijo el vincio del aire, con su característico tono burlón, el mismo que ponía en juego su supervivencia cada día—: ha sido fuego.

Byro le miró y bufó por la nariz, girándole la cara con desagrado. Vaio se encogió de hombros y se encaramó a la ventana, sentándose en el alféizar. Podía parecer una postura indolente y descuidada pero en realidad lo que quería era estar cerca de la salida si las cosas se descontrolaban. Y eso era algo que pasaba con facilidad cuando uno se rodeaba de vincios de fuego.

Y cada vez había más.

Muchos de fuego. Algunos de tierra. Un par de agua. De aire: cero. Ese era el extraño balance de las invocaciones que llevaban realizando día sí y día también. Cada día, el número de vincios aumentaba. La mayoría eran trabajadores de la tierra o de las fábricas, algunos pescadores... vincios con collares y poca voluntad. Muchos de ellos, vacíos por completo, ahora no eran más que muñecos gigantes que se pasaban al día en el jardín, tomando el sol. Vaio prefería no mirarlos. Le recordaban lo cerca que había estado de convertirse en uno de ellos.

—Esto no va bien —confesó Byro sentándose en la mesa y ocultando la cabeza entre la manos—. Necesito vincios de aire, Vaio. Necesito gente como tú.

—Pues como no vayas a buscarlos a Capital...

—Sabes que no estamos preparados. La distancia es demasiada y tú apenas puedes manejar un cascarón. Es... Si al menos encontráramos una forma de hacerlos salir de allí —pensó en voz alta.

Vaio frunció el ceño y apretó los puños. Sabía lo que iba a pedirle Byro y no podía hacerlo. Era su trato. El único motivo que le retenía allí.

—No podrán hacer mucho sin las telas de Zeriatre —dijo, intentando desviar el tema.

—Tenemos que eliminar los dirigibles. —Byro clavó en el sus ojos ambarinos—. Solo así forzarán a los barcos voladores a hacer largas distancias. Solo así los vincios de aire se alejarán de Capital.

—Eso es lo que estamos haciendo, ¿no? —dijo Vaio con nerviosismo—. No pueden construir más pueden...

—Tenemos que atacar, Vaio. Tienes que...

—¡No! —exclamó el vincio levantándose de golpe—. No puedes obligarme a matar a nadie. Me lo prometiste.

—No puedes quedarte al margen eternamente. ¡Estamos en guerra! —le recordó con voz dura.

—No me quedo al margen, Byro. Hago todo lo que tú y tus secuaces me pedís. Soy yo quien trae a esos tipos, ¿recuerdas? ¡Soy yo quién os da los nombres y os dice dónde viven! —Y eso le pesaba cada vez que escuchaba los gritos que venía de la Torre del Vínculo—. Pero no mataré a inocentes, yo no. Encuentra a otro.

Pero no había nadie más y eso era algo que tenían muy claro los dos. Por eso Byro entraba en cólera cada vez que un vínculo no salía cómo deseaba pero... ¿Qué culpa tenía Vaio de ser el único que pudiera volar?

—No es estadística —dijo Byro tras una larga pausa—. Salen demasiados de fuego lo que... no es malo, pero no es lo que necesito. ¿Por qué no salen vincios de aire? Apenas encontramos uno de agua de vez en cuando. Hay algo que estamos haciendo mal. ¿Qué pasó en tu caso, Vaio? —le preguntó—. ¿Por qué te convertiste en un vincio de aire?

—No lo sé —murmuró sacudiendo la cabeza. Se miró las manos de un color azul claro como todo su cuerpo, como si en ellas pudiera encontrar las respuestas que buscaba—. Yo solo... era joven y quería volar. Ni siquiera me planteé que pudiera ser otra cosa.

—¿De verdad te presentaste voluntario? —Byro no daba crédito a sus palabras pero no era la primera vez que mantenían esa conversación y en todas ellas, el príncipe le tachaba de loco. Y Vaio no podía rebatir ese argumento—. Quizá necesitemos a un loco.

—Es el principio de voluntad de Tucker —le interrumpió una mujer con la piel de color añil y una larga melena turquesa. A diferencia de los otros miembros del ejército de desperdigados, ella todavía conservaba su collar anulador de voluntad. En el cuello de Byro, pendía una cadena con el anillo que conformaba la otra mitad de la ecuación.

—No sé de qué estás hablando —gruñó el príncipe.

—Hay diferentes teorías que intentan explicar por qué las energías del planeta escogen vincularse a su recipiente de una forma u otra —explicó la mujer adoptando cierto tono académico, como si fuera una entendida del tema—. Una de ellas es el principio de voluntad de Tucker. Según esa teoría, la persona se convierte en lo que más quiere. De alguna forma el planeta favorece la aceptación del nuevo estado adoptando la esencia que más le conviene al vinculado.

—Ah, ¿y ahora todos quieren ser vincios de fuego? —dijo Vaio con una mueca burlona.

—A lo mejor quieren fuerza para vengarse —dijo la mujer sin apenas alzar la voz.

—Podría ser... —aceptó Byro con la vista perdida en algún punto de la mesa.

—Pero entonces es fácil —exclamó el vincio de aire—, consigue a alguien que quiera volar. No debe de ser tan difícil. Busca... voluntarios.

—Sí, claro, voluntarios —dijo Byro con una carcajada seca—. La gente no quiere convertirse en vincio porque creen que es sinónimo de ser esclavo. No encontraré voluntarios.

—Con el tiempo... Quizá si les demuestras que no tienen por qué ser esclavos... —sugirió Vaio, pero sabía que sus palabras caían en dique seco. Tampoco era la primera vez que mantenían esa conversación. En esas ocasiones, en las que se daba cuenta de que todo ya estaba dicho, sabía que no tenía ningún sentido que se quedara allí. Ahora no había correas que pudieran sujetarle. Ahora podía volar hasta tocar el sol.

—Sin ese temor nuestra causa pierde fuerza. Si les damos una oportunidad volveremos a ser esclavos. No existe marcha atrás.

—Lo sé pero... —Vaio desvió la mirada y se encaramó de nuevo a la ventana. Como cada vez que aparecían problemas, sentía la imperiosa necesidad de volar y dejarlos atrás.

—... ¿pero qué? —preguntó Byro frunciendo el ceño.

—Cada vez que hablas así pienso que te preocupa más la venganza que la libertad.

—No es venganza; es justicia —replicó con dureza.

—Como prefieras —dijo el vincio del aire encogiéndose de hombros—. No es lo que buscaba.

—¿Y qué es lo que buscabas, si puede saberse? —preguntó el vincio de fuego con una voz preñada de amargura—. Tú no sabes lo que es...

—¡No, no lo sé! —le interrumpió Vaio—. ¡Oh, viva yo! ¡El vincio afortunado! ¡El esclavo menos esclavo de todos! ¡El idiota que renunció a su libertad y a su familia por un estúpido capricho infantil! No eres el único que ha tenido una mierda de vida, ¿sabes? Pero yo no necesito la venganza para sentirme libre. Solo necesito volar.

Y, diciendo esto, el vincio de aire se arrojó por la ventana y dejó que el aire inflara las alas de su planeador elevándolo a lo más alto. Allí donde las nubes cubrían su presente y los problemas quedaban reducidos al tamaño de las hormigas.

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