El Alma en Llamas

By DianaMuniz

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En un mundo en conflicto donde la magia esclaviza a las personas, la tecnología se revela como la única alter... More

Capítulo 1: Un nuevo comienzo
Capítulo 2 : Instituto mixto de enseñanza laica Príncipe Byro
Capítulo 2: Instituto mixto de enseñanza laica Príncipe Byro (cont.)
Capítulo 3: Un caso interesante
Capítulo 4: La familia del Marqués (1ª parte)
Capítulo 4: La Familia del Marqués (3ª parte)
Capítulo 4: La familia del Marqués (4ª parte)
Capítulo 5: Los caprichos del planeta
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (1º parte)
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (2ª parte)
Capítulo 6: Nubes de Tormenta (3ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (1ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (2ª parte)
Capítulo 7: Otra forma de fuego (3ª parte)
Capítulo 8: Justicia
Capítulo 9: El despertar de las llamas (1ª parte)
Capítulo 9: El despertar de las llamas (2ª parte)
Capítulo 9: El despertar de las Llamas (3ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (1ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (2ª parte)
Capítulo 10: Cuando la guerra llama a tu puerta (3ª parte)
Capítulo 11: Engranajes
Capítulo 12: En carne viva (1ª parte)
Capítulo 12: En carne viva (2ª parte)
Capítulo 12: En carne viva (3ª parte)
Capítulo 12: En Carne viva (4ª parte)
Capítulo 13: Un nuevo amanecer (1ª parte)
Capítulo 13: Un nuevo amanecer (2ª parte)
Epílogo

Capítulo 4: La Familia del Marqués (2ª parte)

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By DianaMuniz

—Es extraño —comentó Reyja rompiendo el silencio mientras el coche avanzaba entre los árboles por el camino de grava—, este coche se mueve poco.

Pazme conducía con alegría, le encantaba hacerlo y tenía que admitir que llegaban pronto a los sitios. Pero era agradable dar un cómodo paseo para variar. Casi podía escuchar sus pensamientos. Suke miraba por la ventana, habían estado toda la tarde juntos y aunque no había sido una fiesta precisamente, había estado bien.  Su vecino había resultado ser un chico serio, casi demasiado.

«En circunstancias normales, él sería el empollón al que machacarías», pensó. No, no era del todo cierto. Unas bromas, unas risas y sería abandonado al rincón del olvido, relegado a una mera anécdota, sin nombre propio. Ahora que empezaba a conocer al extraño vecino, seguramente era lo que él habría preferido: pasar desapercibido.

Pero Reyja no se lo había permitido. «¿Por qué?», intentaba dar una respuesta a esa pregunta, saber por qué no había querido que Suke fuera uno más. «Sus ojos». Sí, quizá hubieran sido esos ojos y la historia que se ocultaba tras ellos. «No puedes preguntárselo, ¿recuerdas? Ese es el trato». Miró de reojo al chico silencioso que se sentaba a su lado con la mirada perdida entre los árboles del camino. Sus ojos brillaban como ascuas encendidas reflejando la luz de las farolas que iluminaban el tramo de la carretera que daba a la mansión.

Pero no era el brillo de sus ojos lo que capturaba la atención de Reyja. Sin darse cuenta, se llevó el pulgar a la boca y mordisqueó la uña en un gesto nervioso que ya creía olvidado.

—Quedamos a las siete pero hemos apurado demasiado, ¿llegaremos tarde? —preguntó el capitán. Reyja salió de sus pensamientos al escuchar la voz.

—¿Qué? —preguntó, desubicado.

—Preguntaba si vamos demasiado tarde —repitió el capitán Aizoo con cierto tono cansado.

—No, no lo creo —dijo Reyja—, mi padre sale a esta hora del trabajo. Con suerte, ni siquiera habrá llegado.

—Es verdad —comentó Suke—, antes me pareció curioso y no me acordé de preguntártelo. Dijiste que tu padre era el director del hospital, pero... ¿no es un marqués?

Reyja no contestó. Apretó las mandíbulas, eso no era un secreto. Ni siquiera se había planteado que Suke no lo supiera. Entonces, ¿por qué le molestaba decirlo?

—El marqués de Arinsala no es mi padre —murmuró sin mirarle—. Soy yo.

Solo el rumor del motor ejercía de banda sonora de la pausa incómoda y tensa que se aposentó dentro del vehículo. Reyja desvió la vista fuera del coche. Las luces de la mansión se intuían ya muy cerca y conforme se reducía la distancia, aumentaba la opresión en su pecho. Era como vivir bajo una losa, apenas respirando.

—Aún siguen refiriéndose a tu padre como el señor marqués —observó el capitán Aizoo, mirándole a través del retrovisor—. Y todo el mundo habla del marqués... Es alguien con mucho poder.

—La costumbre, supongo —dijo Reyja encogiéndose de hombros. Como si a él le importaran esas tonterías—. Y en cuanto al poder... No es la primera vez que lo oigo, quizá mi padre no ha renunciado tanto al cargo como ha querido hacernos creer.

—No lo entiendo —murmuró Suke agitando la cabeza. Pero no preguntó nada.

—El título era de mi madre, así que a su muerte me corresponde a mí heredarlo. Mi padre solo era marqués consorte, o algo así —explicó con desgana mientras el coche cogía la última curva y se paraba ante las puertas exteriores de la mansión—. Él siempre ha odiado el nombre y todo lo que conlleva. Ni siquiera mientras estuvo con mi madre dejó el trabajo del hospital. De todas formas —añadió, tras hacer un gesto al guardia de la entrada que les dejó pasar al reconocer su rostro—, no tomaré posesión plena hasta la mayoría de edad así que, en realidad, no hay ningún marqués de Arinsala.

—¿Y quién se ocupa de...? —preguntó el capitán aparcando el coche en la entrada principal.

—El secretario de mi madre, como siempre lo ha hecho —bufó Reyja—. Créame, capitán, el mundo no necesita un marqués de Arinsala.

«Y esto te molesta, ¿verdad? En realidad, nadie te necesita». La voz de su conciencia le golpeó sin piedad como hacía tiempo que no sucedía.

—¿Estás bien? —preguntó Suke. Sus ojos ambarinos le contemplaban con una mezcla de curiosidad y... ¿preocupación?

«Sí, seguro, el chino nuevo se preocupa por ti, señor Marqués». Reyja agitó la cabeza y se esforzó en sonreír.

—¡Claro que estoy bien! ¿Por qué lo preguntas? —dijo, quitándole importancia.

—Pareces algo pálido, nada más —respondió Suke.

—Es de noche, listo, todos parecemos algo pálidos —se burló mientras bajaba del automóvil  y aprovechaba el momento en que su rostro quedaba fuera de su vista para tragar saliva e intentar mitigar el nudo que oprimía su garganta y entorpecía su respiración.

—Buenas noches, señor —les recibió el mayordomo.

—Sí, sí, ya, buenas noches a ti también —dijo Reyja con malos modos—, ¿ha llegado ya mi padre?

—Hace diez minutos —contestó el empleado mientras se debatía si responderle a él o atender a sus visitas. Reyja se quitó la chaqueta del colegio y la tiró al suelo haciendo caso omiso de la mano que se ofrecía a recogérsela.

—Me voy a la ducha —anunció mientras subía las escaleras sin mirar atrás—. Puede que tarde, no es necesario que me esperéis para cenar.

*

—No lo entiendo —confesó Suke tendiendo su abrigo al uniformado mayordomo que se ofrecía a recogerlo con una solícita sonrisa. Suke se lo agradeció con una leve inclinación de cabeza.

—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó Kobe quitándose a su vez su propio abrigo.

—A Reyja. Ha sido muy amable conmigo toda la tarde y ha sido muy educado con la señora Iseris, pero ahora...

—Conmigo también ha sido amable —asintió Kobe, empezaba a entender el motivo de la extrañeza de su hijo—. Aunque esta mañana no fue muy simpático, precisamente —recordó.

—Ya, es... impulsivo. Ni siquiera se le ocurrió que podría molestarme —dijo Suke, encogiéndose de hombros.

—Creo que su actitud es una especie de defensa —dijo Kobe—. Una forma de mantener a todo el mundo alejado.

—¿Por qué iba a querer mantener alejado a todo el mundo? Es el rey del colegio, ¿por qué...? —Suke no continuó, debía de haber recordado algo. Kobe frunció el ceño, ¿cuánto sabría realmente del pasado de su nuevo amigo? ¿Debía contarle lo que había descubierto en los expedientes de la comisaría?

—¡Capitán Aizoo! —exclamó la madrastra del chico bajando por la escaleras con pasos largos. Kobe siempre había tenido cierta debilidad para las mujeres hermosas y Pazme Arinsala era una de las más hermosas que había visto nunca. El pañuelo de la cabeza y las grandes gafas de sol no le había permitido apreciar una belleza que ahora resaltaba con un elegante y vaporoso vestido de color burdeos que desaparecía bajo las rodillas y permitía el lucimiento de unas piernas largas y torneadas. La chica, Valenda, estaba a unos metros detrás de ella, lanzando miradas esquivas a Suke.

—Señora marquesa —saludó Kobe con una ligera inclinación. Propinó un discreto codazo a Suke para que siguiera su ejemplo.

—Me alegro que hayan podido venir —dijo la mujer con una amplia sonrisa—. Me temía que después de haber pasado la tarde con... con mi hijastro, se hubieran replanteado la invitación.

—Por nada del mundo me lo habría perdido —contestó con amabilidad e ignoró la mueca burlona de Suke, el cual, por lo menos, tuvo la cortesía de no decir en voz alta lo que seguro se pasaba por su mente.

—Buenas noches, Suke —le saludó Valenda con una pequeña reverencia.

—Buenas noches —contestó él, inclinando la cabeza. Al menos, había resultado un chico fácil de educar y había asimilado con presteza los complicados modales de su nuevo estatus. Kobe le miró y sintió una punzada de orgullo.

—¿Qué? —preguntó Suke al sentirse observado.

—Nada, nada.

—¿Estás aburrido? —inquirió frunciendo el ceño—. Vuelves a estudiarme.

—Eres un poco egocéntrico, ¿no crees?

—¿Qué tal ha ido con mi hermano? —Valenda parecía muy preocupada. La marquesa permanecía un par de pasos detrás de ella, esperando la respuesta con cierta ansiedad.

—Bien —dijo Suke frunciendo el ceño. Parecía molesto de que su encuentro de la tarde acaparara toda la conversación.

—Los chicos han pasado la tarde haciendo los deberes —dijo Kobe precisando algo más la respuesta—. Cuando yo llegué, estaban con problemas de matemáticas. Mi ama de llaves les ha llevado algo de merendar

—¿Ama de llaves? —comentó Pazme—. ¿Es la cocinera?

—Sí y no —explicó Kobe—. No tenemos más servicio. Ella se ocupa de toda la casa.

—¿Sí? —se extrañó—. ¿También del jardín?

—No, para eso tengo un jovencito fuerte con poca vida social. Y ahora que me acuerdo...

—Oh, no —masculló Suke con una mueca de dolor.

Pazme se rio con su risa ligera y encantadora, y Kobe se vio obligado a admitir que era, con diferencia, la mujer más hermosa que veía en mucho tiempo. «Está casada, no seas idiota», se riñó.

—Si quiere, le puedo prestar a Edro. Tiene mano para los jardines. No se deje engañar por su avanzada edad, es el mejor —dijo.

—¿Su jardinero? No, gracias, me temo que un jardinero profesional está fuera de mi presupuesto.

—No se preocupe —dijo Pazme, riendo de nuevo. Se sacó una cadena del escote y mostró el anillo que colgaba de ella—. Edro es nuestro vincio.

Suke palideció al ver la alhaja. Kobe le puso una mano en el hombro para tranquilizarle. Sabía de antemano la impresión que le daban al joven los poderosos esclavos.

—Pensaba que en Mivara estaban prohibidos —murmuró.

—Así es —asintió Pazme, que no parecía ser consciente del malestar que había causado—. Mi marido utilizó su cargo como marqués en funciones para prohibir su uso en la ciudad. Pero hizo dos excepciones. Edro es muy viejo, tiene setenta años. No sé desde cuándo lo es pero no quería abandonar su casa. Llevo el anillo pero nunca me lo he puesto —confesó—. Sería como extraño, nunca he creído necesitarlo. Él hace bien su trabajo y todos estamos contentos. Yo creo que es feliz y estoy convencida de que estaría encantado de ayudarles en su jardín. Es un buen hombre.

—No me gustan los vincios —murmuró Suke. Kobe le dio un codazo disimulado, pero el joven tenía razón. De todas formas, una ciudad con solo dos vincios era la ciudad más despoblada de esclavos que habían tenido el placer de visitar.

—La prohibición... —dijo Kobe mientras seguía a la dueña de la casa hasta el comedor—. ¿Tuvo algo que ver con lo que sucedió con la marquesa? —Pazme se detuvo y forzó una sonrisa.

—Supongo que todo se sabe —suspiró—. Sí, capitán, mi marido cambió la legislación de la zona tras lo sucedido.

—Pero él sigue manteniendo a su vincio personal —dijo. De nuevo, la marquesa le miró con una expresión extraña—. Tiene razón: todo se sabe.

—Idris es muy necesaria en el hospital —respondió con cierto hastío, como si no fuera la primera vez que tenía que dar esa respuesta—. Y es voluntario. Mi marido tiene su anillo, pero tampoco lo utiliza nunca. La conocerá esta noche —dijo, y a Kobe le pareció detectar cierto matiz de amargura en su voz—. Mi marido la ha invitado a cenar con nosotros. — Kobe se sorprendió, era la primera vez que veía algo así. Había conocido a gente que tenía mucho cariño a sus vincios, pero nunca hasta el nivel de sentarlos a la misma mesa que sus invitados—. Confiaba tener una cena tranquila —se lamentó Pazme—, pero me temo que habrá guerra.

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