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Todo está escrito

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Todo está escrito

Por: Francisco Corbeira

Copyright © 2003, 2011 Francisco Corbeira Bajo licencia Creative Commons AttributionNoDerivs 2.0 License.

ISBN 978-1-4478-0932-6

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A mi padre

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UNO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 1.

omienzo hoy, lunes 25 de octubre, cuando son exactamente las 5:42 de la mañana, a grabar estas palabras. Aún no han pasado cinco horas desde que el juez de guardia autorizó el levantamiento del cadáver de Luis Uría. Apareció muerto entre dos rocas afiladas, justo al pie de un acantilado a las afueras de Ferrol. Su cuerpo estaba a escasos metros de una especie de marco de piedra: un pequeño monolito de blanquísimo cuarzo, recién desenterrado y con unas extrañas incrustaciones de cristal de roca formando dos bandas equidistantes. La posible causa de la muerte, según las primeras apreciaciones de la Guardia Civil: suicidio. Aunque yo estoy seguro de que, aun pudiendo en principio ser así, luego hubo algo más.

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C

Luis Uría expiró poco después de la puesta de sol, en medio de un gran charco de sangre. Tenía una espada clavada en el estómago que le atravesaba por completo y, aunque no le llegó a rasgar la camisa por la espalda, tensaba con su punta la tela de cuadros blancos y azules. Había vomitado sangre por la boca y se había orinado en los pantalones. Esto último era lo que más confundía al sargento de la Guardia Civil: tres veces se preguntó qué podía haberle provocado un terror tan súbito como intenso. En cambio, su incontinencia, a mí me pareció normal, teniendo en cuenta su truculenta muerte y su larga agonía. Según el sargento, debió tardar al menos media hora en derramar su sangre por completo, hasta dejar su cuerpo inerme casi tan blanco como el cuarzo del marco. Nunca había visto la muerte dibujada en un rostro con tanta nitidez como en el suyo. Ni siquiera parecía ya una persona, sino que, cuando se lo llevaron, recordaba más a una rígida estatua, como sustraída de un dramático paso de Semana Santa: el rostro petrificado en una mueca de asombro y de dolor. Yo fui quien le encontró. No sospechaba que Luis se me pudiera haber adelantado, ni mucho menos que pudiese conocer que aquel lugar era el lugar casi exacto. Pero me equivoqué. ***** Estaba casi anocheciendo. Me detuve con el coche para fotografiar a fondo aquel tramo de costa. Quería aprovechar la última luz de la tarde: más que nada, para evitar volver al día siguiente. Iba caminando hacia el norte, a unos dos metros del agua, con el acantilado a mi derecha. La luz difusa era tan perfecta que casi me había hecho olvidar por qué estaba allí, dentro de una zona de propiedad militar, vallada y con prohibición expresa de acceso. Pero estaba completamente abandonada, desértica y sin ninguna clase de vigilancia. No me fue difícil levantar la tela metálica, ya media desprendida y oxidada, adentrarme, y caminar ladera abajo en dirección a la costa. La belleza de aquel rincón, aumentada por el resplandor del atardecer, me habían hecho demorarme más de la cuenta, porque ya no buscaba algún indicio de anormalidad en la forma de alguna piedra, ni una posible entrada oculta en el borde

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del acantilado, sino conjuntos de cosas con cierta armonía. El paisaje estaba iluminado por un sol a punto de ahogarse bajo la línea de agua del horizonte, y sus rayos oblicuos, filtrados a través del velo de un ancho banco de niebla que avanzaba hacia la costa desde el mar, creaban una atmósfera de irrealidad. Las sombras eran largas, misteriosas y sugerentes. Los tonos de color, ya bastante saturados, invitaban a prolongar ligeramente el tiempo de exposición. Caminaba con la cámara bien pegada a la cara, buscando el punto de vista idóneo desde el que poder capturar el mejor de los encuadres, cuando me pareció ver una silueta a contraluz que se movía cerca del acantilado. Pensé en una pareja y el morbo inicial me hizo afinar el enfoque al tiempo que, instintivamente, apreté el botón del disparador y me agazapé tras una roca. Me apresuré en cambiar el gran angular por un teleobjetivo, me levanté y volví apuntar al fondo. Estaba a más de treinta metros, pero, esta vez, al ver la imagen ampliada en el visor, le reconocí al instante. Me acerqué corriendo. ¡Todavía estaba vivo! Al verme llegar trató de decir algo, pero el intento se quedó en un balbuceo ininteligible. Me arrodillé a su lado, empalidecido por la impresión: me daba perfecta cuenta de que se moría, que se desangraba. Uría procuraba, una y otra vez, que su voz, sin fuerza ya para sonar más alta que un susurro, no se ahogara en el río de sangre que no dejaba de manar de su boca. Inútilmente, porque lo máximo que pude llegar a entender fue que repetía dos cosas y que una de ellas era “no soy yo” o algo semejante. Pero con el brutal esfuerzo que le suponía echar al aire cada palabra, su cuerpo comenzaba a temblar, y en cada convulsión la sangre fluía a borbotones de su vientre y escapaba a través de las piedras, hacia el agua, como un pequeño río de lava brillante y caliente. Tuve miedo. Se moría. Y yo tenía que hacer algo. Pero lo único que se me ocurrió fue decirle que no hablase y que procurara no moverse. Estaba tan confuso que me costaba pensar con claridad. Recordé que había dejado el teléfono móvil en el coche: eso significaba abandonar a Uría para intentar pedir ayuda. Era la única posibilidad. No podía hacer nada más. ¿Qué se puede hacer en estos casos? Ni siquiera tenía con qué cubrirlo, con qué impedir que perdiese el calor que se le desparramaba entre las

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ropas. Yo iba en mangas de camisa y ni mi cámara colgada del cuello, ni la bolsa al hombro me servían para nada en aquel momento. Le rogué que aguantara, que haría que viniese una ambulancia y, sin pensarlo más, me levanté, di media vuelta y me alejé corriendo por la empinada ladera en dirección al lugar en el que había aparcado. Cuando llegué al coche estaba sin aliento y, al coger el teléfono, como no podía ser de otro modo cuando se juntan la fatalidad y la muerte, vi en la pantallita que hasta allí no alcanzaba la señal. No tuve más remedio que arrancar, recorrer casi un kilómetro para salir de la hondonada y recuperar así la cobertura. Según recordaba haber leído en las instrucciones del móvil, bastaba con pulsar la tecla del nueve para hacer una llamada directa a SOS Galicia. Tras conseguir concretar el aviso comencé a dudar sobre la conveniencia de regresar o no. Lo más probable era que Uría muriese antes de que pudiera llegar una ambulancia. No podía hacer nada más. Dudaba. Pensaba egoístamente en mi situación, tal vez comprometedora. Pero había hecho esa llamada desde mi propio teléfono, con lo que era inútil tratar de ir a ninguna parte: el número había quedado inexorablemente registrado. Mientras trataba de poner orden a mis ideas encendí un cigarrillo. Estaba muy excitado y, en cambio, como repentinamente invadido por una extraña lucidez que me aceleraba el discurrir del pensamiento. Me había fijado que Uría llevaba puestos unos guantes de cuero amarillos, de esos que suelen llevarse en el maletero por si hay que cambiar una rueda. Imaginé que le habrían servido, en su intento de suicidio, para clavarse la espada en el estómago sin cortarse las manos. Resultaba obvio que se la había ensartado sujetándola por el filo, dado que era demasiado larga para que sus brazos alcanzasen a asirla por la empuñadura. Me recordaba exactamente una escena de no sé qué película, quizás Shogun, en la que un samurai ejecutaba la ceremonia ritual del hara-kiri, arrodillado y protegiendo sus palmas con un blanco pañuelo de seda. Pero, ¿por qué iba a querer Uría suicidarse? ¡Si lo tenía todo! Y parecía feliz. O casi. No dejaba de preguntarme como había podido llegar hasta allí. No había visto el Mercedes plateado que había alquilado a su

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llegada a Compostela, en el mismo aeropuerto. Odiaba viajar en taxi y en cualquier otro vehículo que no condujera él mismo. Yo había ido a recogerle, pero él se negó a acompañarme. Todo lo más que me permitió fue ir delante, con mi coche, señalándole el camino hasta la Plaza del Obradoiro. Él, personalmente, se había reservado habitación en el Hostal de los Reyes Católicos. No se fiaba de nadie, no quería depender de nadie y odiaba la improvisación. Tras apagar el pitillo decidí regresar. Lo menos que podía hacer era estar junto a él y no dejarle morir allí, solo, como un perro. Y quién sabe si lo que quería decirme: aquel “no soy yo”, pudiera ser un “no fui yo” y no fuese realmente un suicidio. Si todavía seguía vivo y consciente, aunque no pudiese hablar, al menos podría responder sí o no a una pregunta mía. ¿Por qué no se me había ocurrido antes? Dejé el coche en el mismo sitio de la primera vez: cogí en el maletero una manta para él y una linterna y, en el asiento de atrás, una cazadora para mí. Comenzaba a hacer frío y era prácticamente de noche: la niebla había invadido la costa, avanzando al paso ligero de una brisa helada y húmeda, que se pegaba a la piel. Pasé bajo la tela metálica y comencé a descender por la ladera. A cada paso que daba la bruma se espesaba más y sentía como desde el vientre me subía por dentro, hacia la boca, un miedo cada vez mayor. No sé si más por el temor de encontrar a Luis muerto, que por volver a verlo agonizante. Debía de estar a unos ocho o nueve metros cuando comencé a distinguir su silueta entre la oscuridad y la niebla: me pareció que se movía pero, al acercarme un poco más, mi cuerpo se estremeció de arriba a abajo, como si de repente hubiese recibido una descarga de tensión o un latigazo: tenía dos ratas encima, una directamente sobre su cara, tratando de hacerse con los trofeos de sus ojos y sus orejas. Reaccioné con un arrebato de coraje que me calentó la sangre de golpe: recogí un par de piedras del suelo, lancé una de ellas procurando evitar alcanzar a Luis y solté un grito histriónico que no consiguió ahuyentar del todo mi propio miedo, pero sirvió para que las ratas huyeran. Me acerqué hasta un par de metros de donde estaba su cuerpo, sin atreverme a avanzar más. No se movía. Seguía en el mismo lugar, en esa postura semifetal, con el costado derecho

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apoyado sobre las rocas del suelo, la cabeza en dirección al mar y los pies hacia el acantilado. Sus manos sujetaban aún el filo de la espada con las manos. ¡Pero sin guantes! ¡No podía ser! Encendí la linterna y barrí con ella los alrededores. Ni rastro de ellos. Si se los hubiese quitado él mismo tendrían que estar a su lado o, como mucho, a pocos pasos. Estaba seguro de que, en su situación, no hubiese tenido fuerzas siquiera para desprendérselos. Y mucho menos para lanzarlos hasta el agua. Instintivamente, miré a todas partes, pero no vi a nadie. No me había cruzado con nadie ni a pie ni en coche. Ni tampoco era posible que alguien hubiese entrado o salido de la zona, al menos por aquella pista sin asfaltar que moría junto a la puerta de entrada. No creí probable una huida por mar: a nado o en un bote aunque ahora pienso que no debí ser tan tajante descartando esa opción. De lo que no tenía duda era de que, fuera quien fuera el que se hubiese llevado los guantes, tenía que haber venido caminando un buen trecho. Y podía aún seguir allí mismo, quizás muy cerca. Apagué de un golpe la linterna, por la sospecha de resultar un blanco demasiado fácil y busqué refugio en el hueco de una roca que había visto a mi derecha un momento antes. Agachado e inmóvil, con mi espalda pegada a la humedad de la piedra, permanecí un tiempo que no podría precisar, pero que me pareció una eternidad, invadido por un miedo paralizante y con el corazón y las sienes latiendo desesperados. Me notaba completamente tenso por el esfuerzo de mantener todos mis sentidos en estado de alerta y, al mismo tiempo, sabía que debía vencer la rigidez que me agarrotaba cada músculo: tenía que estar preparado para reaccionar ante cualquier imprevisto. Ni siquiera era del todo consciente de que mis únicas armas eran una absurda linterna y una vulgar piedra redonda del tamaño de un puño, que todavía llevaba firmemente apretada en mi mano derecha, por si volvían las ratas. Pero no eran ya las ratas lo que me preocupaba. Presentía, cada vez con más fuerza, que había alguien más, observándolo todo. Casi diría que más que un presentimiento, era una certeza. Pero me resultaba imposible distinguir algo, por más que me esforzara. Había oscurecido casi completamente y la niebla parecía volverse más espesa y húmeda a cada segundo. Procuraba

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escuchar atentamente hasta el menor ruido, pero sólo percibía mis propios latidos creciendo en proporción geométrica y el rumor de un agua que rompía en diminutas olas, mientras subía la marea. Cuanto más trataba de racionalizar y vencer mi inquietud, menos conseguía tranquilizarme: por una parte me resultaba lógico que, el responsable de la desaparición de los guantes, seguramente tampoco habría estado muy lejos de donde yo estaba en el primer momento en que encontré a Uría, aún vivo. ¿Y si no fuese exactamente un suicidio al estilo samurai, sino un asesinato? En ese caso, me decía a mí mismo: “Estás a salvo: si antes no te pasó nada, ¿por qué te iba a pasar ahora?”. Pero cabían también otras posibilidades, mucho más angustiosas e inciertas, que no podía concretar, ni razonar siquiera y, tal vez por eso, irracionalmente aterradoras. Calculé que no habría tardado más de quince minutos en regresar desde que me fui para hacer la llamada de socorro. Y ya empezaba a lamentar la decisión altruista que me hizo volver. Lo único cierto era que, durante esos quince minutos, alguien había llegado junto al cuerpo y le había quitado los guantes: pero, ¿para qué?, ¿qué pretendía hacer con ellos?, ¿por qué se los llevó finalmente? Y, sobre todo, ¿qué hizo después? ¿Seguiría todavía allí, como yo presentía, o habría huido? Todas esas preguntas, sin respuesta, no dejaban de dar vueltas como un torbellino de mariposas alrededor de la bombilla de mi amedrentado pensamiento. Por fin los faros de un coche pasaron sobre el acantilado, muy por encima de mi cabeza, y sólo entonces conseguí reaccionar, liberar parte de la tensión que me atenazaba los músculos, salir del ensimismamiento y darme cuenta de que hacía ya unos segundos que era perceptible el sonido aún lejano de una sirena. Aun así me parecía estar viviendo una ensoñación, una irrealidad, que no por serlo resultaba menos acongojante. El ruido cada vez más cercano del vehículo me produjo una extraña sensación de seguridad. Fue la primera vez en mi vida que me alegré de la presencia de la Guardia Civil. De repente me vi corriendo ladera arriba, yéndome hacia ellos. Al verme venir, tras pasar de nuevo bajo la tela metálica, el sargento se acercó con un paso que me pareció demasiado tranquilo y me preguntó si era yo quien había dado el aviso.

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Contesté que sí y entonces me informó de que la ambulancia estaba en camino. Les dije que seguramente no había nada que hacer, pero que lo comprobasen. La mirada del sargento tropezó con los letreros de la verja y se mostró bastante sorprendido. Volvió hacia el coche y comentó algo con su compañero. Imagino que le daría orden de comunicar el hecho a la Policía Naval e incluso a la Guardia Civil del Mar. Luego, acercándose a mí de nuevo, quiso saber por dónde había entrado. Le señalé el trozo levantado de la cerca. Por allí. ¿Es usted militar? No. ¿Y el otro? inquirió refiriéndose a Uría. Tampoco. Me miró, entre interrogante e incrédulo, pero evitó añadir nada más. Pasó en cuclillas bajo la verja, poniendo cuidado de no mancharse, y se vino conmigo ladera abajo, hacia el pie del acantilado, mientras que el cabo permanecía dentro del coche, hablando por la radio. Al llegar junto al cuerpo de Uría encendí la linterna y le apunté. El sargento, al verle, con el vientre atravesado, exclamó: “¡Madre de Dios!” Y no sé si a conciencia o por causa de la impresión, se santiguó dos veces seguidas. Después, aproximándose al cuerpo e, inclinándose, le tomó el pulso en el cuello: obviamente, estaba muerto. Completamente desangrado y escurrido. *****

¿Sorprendido? Seguro que lo que menos esperabas de mí era verme involucrado en un asesinato, aunque no tenga en él más responsabilidad que la del azar de haber sido, a excepción del asesino, el último en ver a Luis vivo y el primero en verle muerto, sin haberle visto morir. Pero tampoco es sólo que pasara por allí, sin más, porque es evidente que sí tengo que ver. De alguna manera, fui el instrumento desencadenante de todos los hechos de los que

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quiero dejar constancia en estas cintas y que, seguro, te sorprenderán todavía más. He estado escuchando todo lo anterior y creo que me he lanzado a contarte cosas de las que careces de antecedentes. Pero quería, en primer lugar, echar afuera y dejar bien grabados los detalles importantes relacionados con la muerte de Uría, antes de que se me difuminen los recuerdos. Y si tú estás sorprendido, yo estoy todavía medio perdido entre lo real y lo irreal. Y absolutamente consternado. Noto también una extraña euforia, casi hiperactividad, fruto de la convergencia simultánea de muchas emociones y mucho nerviosismo. He decidido grabar en estas cintas todas las cosas que recuerde y se me vayan ocurriendo. No lo hago por el juez, porque me da la impresión de que le importa tres pimientos este caso. Lo hago porque tengo miedo de que me ocurra algo y nadie llegue a saber nunca lo que en realidad pasó. Y quizás también por mi temor de que todo pueda ser verdad, ser mentira, o las dos cosas a la vez. Y no sabría decirte cuál de las tres posibilidades me inquieta más. Sea cual sea, de lo que sí estoy seguro es de que tú eres la persona adecuada para ayudarme: por tu condición de escritor, además de amigo. En su momento, si algo me sucediese, sabrías y podrías contarlo. Y, por el contrario, si todo pasa conforme a mis esperanzas, tendrás entre manos la más fantástica de las aventuras, pero, eso sí, absolutamente real. En cualquiera de los casos, de lo que estoy convencido, es de que no te servirá para publicarla en un periódico: además de ser una historia demasiado larga y un pelín enrevesada, lo más probable es que la mitad de los lectores no creyesen ni una sola palabra y, la otra mitad, te tomaran directamente por un loco. Aunque tal vez puedas utilizar todo este material de alguna otra manera, quizás más literaria, que te sirva a ti y me sirva también a mí. Ya veremos. Pero ahora es preciso que gire hacia atrás el manubrio del tiempo y empiece a explicarte las cosas por el principio. Porque este asunto, como irás viendo, tiene bastante miga y creo que me va a llevar algunas casetes contártelo todo por lo menudo. Así que empezaré por decirte cómo empezó esta loca aventura, que llegó hasta mí de un modo impredecible, incluso bastante

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anodino y hasta inocente: una pequeña hebra de hilo que, con el tiempo, se fue enredando hasta convertirse en una densa madeja. El principio, o mejor aún que el principio: el momento desencadenante de los hechos que te quiero contar, podemos fijarlo hace un par de semanas, cuando una periodista que creo no conoces, Elena Pernas, tuvo la feliz ocurrencia de hacerme una entrevista en relación con mi empresa. Al menos, eso creía yo. Te estoy hablando exactamente del lunes 11 de octubre por la mañana, o sea, tres días después de conocer a Elena: nos habíamos levantado tarde y quería justificar su tardanza en la redacción con esa excusa. Pero no me hizo ninguna pregunta, ni siquiera en el coche mientras regresábamos a Santiago. Y ante mi extrañeza, me dijo que con lo que habíamos hablado tenía suficiente. Yo ya sospechaba que a ella le interesaba muy poco mi agencia de turismo cultural. Así me lo había parecido al advertir una indisimulada mueca de asco, cuando, nada más conocernos, el viernes anterior, respondí a su curiosidad diciéndole a qué me dedicaba. Y aún peor le pareció que mi negocio estuviese enfocado al turismo de calidad, atraído mediante ofertas de rutas del románico, castreñas o prehistóricas, porque de inmediato me lanzó un dardo envenenado:

¿Con eso te refieres a que sólo te interesan clientes de las clases pudientes? dijo remarcando con cierto retintín lo de “clases pudientes”.

A ella, tan auténtica que se creía, le interesaba más la “libertad” del viajero de mochila y camping, según me dijo a continuación, en un tono casi mitinero. Pero, en cambio, no le hizo ascos, sólo una hora después, a mi sugerencia de pasar el fin de semana, invitada por mí, en una casa de turismo rural bastante lujosa y cara, cerca de Puebla de Trives, saliendo sólo de la habitación para ir al baño, al restaurante o a beber crema de güisqui en el banco del fondo del jardín. No hicimos ni una sola excursión. Ni tan siquiera nos tomamos la “libertad” de abandonar el recinto de la finca de la casa, a pesar de habérselo sugerido yo en un par de ocasiones. Imagino que, por su estilo, sus críticas no eran tanto el reflejo de una filosofía vital como de su circunstancia económica

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personal. Ya se sabe: la fábula del zorro y las uvas. Su vida, fuera del trabajo en la redacción, se reducía a los bares ruidosos, las discotecas y los “afterhours”, que llamaba ella. Y por supuesto, al ligueteo sin compromiso, ya que afirmaba ser incapaz de aguantar a un mismo hombre después de los primeros días de vino y rosas y, mucho menos, cargar con él toda la vida. Y eso, en una mujer, es algo que los hombres como yo apreciamos sinceramente, aunque nos hagamos los ofendidos: porque no atentan contra nuestra libertad. Quizás tampoco nos lleguen a satisfacer plenamente. Creo que al no sentirnos amados, nos sentimos utilizados. Pero, bueno, estoy generalizando. Quiero decir que así me siento yo, tú no sé. Además, no quiero criticar a Elena. A fin de cuentas no sé mucho de ella. No llegamos a conocernos lo suficiente. Se marchó a Palma de Mallorca sin más aviso que un mensaje en mi contestador dos días después de haber llegado a aquella isla. Debió ser la última vez que se acordó de mi número de teléfono. Y olvidó dejar el suyo y la nueva dirección. Ni siquiera dijo si marchaba para trabajar en algún periódico o qué. No es que me importase demasiado, salvo por esas arruguitas que me salen en el orgullo. Si bien, esto, como diría otra amiga mía, sólo sea una parte de mis ancestrales reminiscencias machistas. Así de rimbombante y freudiana que es ella. Lo que trato de decir es que todo arrancó por aquella entrevista, que además no se publicó hasta el domingo siguiente, por no ser “de actualidad”. Exactamente ese fue el argumento que le dio su redactor jefe, quien, encima, por culpa del inoportuno retraso de Elena, se había visto obligado a cambiar los planes de aquel día y enviar a otro plumífero a la rueda de prensa que ella debería haber cubierto. Y por culpa de ese pequeño contratiempo había ido toda la mañana de culo. Incluso tuvo que salir, por primera vez en un mes, a un acto en el que presentaban un libro impresentable. Y para colmo, llovía y no tenía monedas para el aparcamiento, con lo que, además del cabreo, se trajo de vuelta a la redacción una bonita multa mojada, con las letras borrosas e ilegibles. Por su parte, Elena, acabó por enseñarle su lado más histérico, cuando, a media tarde, el jefecillo se acordó de nuevo del cabreo mañanero y volvió a recriminarla, por tercera vez en el

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día, con la añadida pequeña variante de mal gusto, de ocurrírsele hacerlo delante de unos entrevistados. Elena, fuera de sí, lo abrasó con el lanzallamas de su mirada y le soltó una retahíla de improperios irreproducibles que, en buena lógica, sacaron de sus casillas al redactor jefe. Al final, se quedó muy aliviada, porque decía que ya no aguantaba más "al pretencioso ese". Y él se quedó aún más satisfecho, devolviendo un sólo golpe, pero con una precisión y saña tal, que envió a Elena directamente a la lona del paro. Me contó todo esto, como reprochándomelo, en una llamada agónica que me hizo aquella misma noche. Su último trabajo periodístico fue mi entrevista y cuando se publicó, el domingo 17, ya se había largado sin dejar rastro. Ni siquiera llegó a verla publicada. O al menos eso dejó dicho en aquel último mensaje en mi contestador. Y por culpa de esa entrevista, que no me habría de traer más que disgustos, yo, entre otras cosas, había estado una semana entera aguantando a todo el mundo el chistecito de "vaya investigador que estás hecho" u "hombre, nada menos que Sherlock Holmes", en cuanto algún graciosillo me veía aparecer. No obstante, debo entonar el mea culpa. Una, por haber creído que el asunto iba por otro lado y le estaba haciendo un favor. Y otra, por haberle contado algunas cosas sobre un poema escrito en gallego medieval que un amigo me había dado, con el fin de que tratara de determinar su autenticidad y averiguar su origen. El tal poema narraba la historia de un rey que ocultó en una cueva un fabuloso tesoro, encargando su custodia a una mujer. O mejor aún, a una de esas deidades femeninas, a caballo entre el mundo real y la fantasía, que bien podría corresponderse con una de esas mouras, protagonistas de la mayor parte de las leyendas de origen celta que hay en Galicia, aunque en el texto no se cita por ese nombre. Y esto se lo conté a Elena la noche que nos conocimos, antes de invitarla a escaparnos de la ciudad y mientras ella se fumaba otro de esos porros que tanto le gustaban y que a mí me llenan el pecho, me hacen toser y me dejan ko media hora. Pero aquel, además, me había henchido de verborrea y, si cabe, había cargado un poco las tintas. Aunque quizás no fuese toda la culpa del porro, sino más bien de mi estupidez, que me hizo creer que ése era el mejor modo de impresionarla.

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Y ella no se cortó en titular la entrevista parafraseando a Steven Spielgberg. Nada menos que "En busca del tesoro de un dios celta". Y encima, me trazó un perfil por el que se colegía que yo debía de ser una mezcolanza de Indiana Jones, Sherlock Holmes y Jacques Cousteau. Incluso llegó a atreverse a escribir que había hecho un "insidioso trabajo de campo en el que no

faltaron la excavación arqueológica ni el estudio de los fondos marinos costeros, donde se supone tenía su límite el poblado primitivo del castro que esconde una estatua de oro, a tamaño natural, de un desconocido dios celta, llamado Uriel".

Algo totalmente impreciso, como suele ser habitual en todos los casos en que uno se deja engatusar por gente de vuestra ralea. Porque, en primer lugar, no había nada de ningún dios, sino un rey. Y yo no había estado nunca, ni recuerdo habérselo dicho, en ningún supuesto lugar de la costa. ¡Si ni siquiera tenía la menor idea de su posible localización! Tampoco había hecho ningún insidioso trabajo de campo, ni excavación arqueológica. Y mucho menos, ninguna clase de estudio sobre fondos marinos. Sólo sugerí que, llegado el caso, tal vez fuera necesario. Así que, si yo había exagerado un poco, ella lo multiplicó por tres. Y además, todo eso, nada tenía que ver con el negocio del turismo, ni en mi empresa se hacían investigaciones de documentos antiguos, como así parecía desprenderse de aquella infame entrevista. En realidad, sólo sabía lo que decía el poema y, si acaso, un par de cosas más en relación al pergamino que lo contenía, tras haber consultado con un arqueólogo que estudió conmigo. Pero, lo peor de todo. era lo mal que iba a quedar con mi amigo Ramón Escadas, que fue quien me dejó el documento, levantándole la liebre nada menos que en el papel prensa, con el agravante de hacer propaganda de mí mismo y de mi empresa, a su costa, y sin haberle resuelto prácticamente nada de lo que quería saber. Mi cabreo fue tan monumental que, al día siguiente, el lunes a media mañana, agarré el teléfono y puse a pan pedir al redactor jefe de Cultura de El Correo: un tipo de envidiable cintura que fintó aquí, esquivó allá y, muy finamente, acabó descargando las culpas sobre Elena. Por la parte que a él le tocaba supo lavarse las manos mejor que Pilatos, eximiéndose

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limpiamente de toda responsabilidad y haciendo gala de ser un profesional digno de encomio o, al menos, recitando bien la teoría: “comprenda que, en cualquier diario, se debe mantener siempre el lógico respeto a la firma del autor”. Y como solución y conclusión: ninguna clase de desagravio, sino que simplemente, no se consuela quien no quiere, me suelta un reconfortante: “tranquilícese y deje ya de preocuparse. Le prometo que algo

así no volverá a repetirse: de hecho, la persona que le ha hecho la entrevista, ya no va a trabajar más aquí”. Fantástico. Me

dejaba muy, pero que muy tranquilo. El muy cabrón prometía sobre seguro y, tal como lo dijo, hasta pretendía hacer ver que el despido de Elena era para darme a mí satisfacción. Estuve a punto de decirle que sabía que desde el martes anterior ella ya no trabajaba en su diario. Pero, en fin, estaba convencido de que, de aquel tipo, nada iba a sacar. Así que, sencillamente, le colgué sin despedirme. Ya habría momento para la venganza. Evidentemente, ahí no iba a acabar todo, sino que me tocaba comenzar a apencar con las inevitables consecuencias. Y la primera llegaba nada más dejar el teléfono: mi secretaria me pasa una llamada de la Dirección Xeral de Patrimonio Histórico y Documental de la Xunta de Galicia y oído al parche, que esto es la pera: un funcionario, muy cabreado, sin darme siquiera los buenos días, ni preguntarme quién era, me escupe a bote pronto una hilarante pregunta nada más escucharme decir, “sí, dígame”:

Le conmino a que me responda con qué clase de permiso se ha atrevido usted a llevar a cabo una excavación arqueológica clandestina, contraviniendo la Ley de Patrimonio de Galicia y el Reglamento de Actividades Arqueológicas.

Como comprenderás, me quedé tan sorprendido que estuve a punto de preguntarle con quién quería hablar, porque yo era la señora de la limpieza. Pero, sin dejarme siquiera responder, me informó de que estaba dispuesto a empapelarme, porque tales hechos implicaban la comisión de “flagrante delito”. Y además iba a enviar, tanto a mi empresa como a mi domicilio, a una pareja de la Policía de Patrimonio, para que procediese a efectuar un registro e incautar cualquier objeto del que pudiera haberme apropiado, tras realizar la presunta excavación.

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No puede evitar reírme a carcajadas, sin parar, durante al menos diez segundos, para, a continuación, y ante la perplejidad del individuo, decirle que el tesoro que había hallado se lo había regalado al redactor jefe de Cultura del periódico que publicó semejante gedeonada y que, por mí, podía enviarle hasta su mesa a la mismísima Guardia Civil. Como al sujeto no se le ocurrió otra cosa más que preguntarme si estaba de coña, no sé cómo, conseguí ponerme serio y contraatacar: ¿Pero cómo se atreve a telefonearme a mi despacho, sin conocerme de nada, sin decirme siquiera quién es usted, y dirigirse a mí, en semejante tono, para llamarme delincuente? El funcionario, entonces, reculó: pidió disculpas, me dijo un nombre que ya no recuerdo y, antes de dejarle seguir, le grité algo así como:  ¿Y es usted tan inocente como para tomarse en serio todas las parvadas que publican los periódicos o es que me cree tan estúpido como para, de haber hecho eso de que usted me acusa, darle publicidad a bombo y platillo? Y espere, espere, que aún le quiero decir algo más: si realmente piensa usted hacer un registro en mi casa y en mi empresa ¿por qué me amenaza con la policía?, ¿para que me dé tiempo a esconderlo todo? Como ya no sabía si ofenderse o achantarse, me respondió a la gallega: ¿Qué me quiere usted decir con eso? Pues está bien claro, o ¿es que es usted un poco durillo de oído o de entendederas? Y el tipo ¿Me está usted reconociendo que tiene usted

objetos y que los va a ocultar?

Y yo: Las coge usted al vuelo. Veo que la ironía no es lo suyo. Y así. Una vez medio deshecho el entuerto, tras un buen rato de réplicas y contrarréplicas, explicaciones y más explicaciones, que al final decidí me convenía darle, y sin que el fulano quedase muy convencido: en conclusión, acordamos que yo me encargaría de que el periódico publicase un desmentido, y él, por su parte,

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le haría una llamadita semejante a la que yo acababa de sufrir, al jefecillo ese de Cultura. Que le reclamase la cinta o las notas de la entrevista que nunca existieron  o cualquier otra cosa que fuese menester o, sencillamente, se le ocurriese. El asunto era que ambos se diesen un poco la lata mutuamente y conseguir sacarme, mientras tanto, yo del medio. Todavía no habían pasado ni diez minutos y, mientras continuaba mascando mi revancha del “pretencioso ese” y la forma de eludir el marrón que se me venía encima, sin decidirme a recurrir directamente al director del periódico, mi secretaria me trajo hasta la mesa dos curiosos faxes, remitidos por sendos historiadores que bien podrían encuadrarse en el grupo de los celtómanos: un hombre y una mujer, para más señas. El primero, desde Santiago, de un tal Fernando Alonso Romero y el segundo, desde A Coruña, de Blanca Fernández-Albalat. Se interesaban por conocer más datos acerca de la referida leyenda que, según decían, les había parecido muy sugestiva y novedosa. Les contesté a los dos con el mismo texto, para hacer cumplir como dios manda la ley del mínimo esfuerzo, aunque eso sí, en tono amable, agradeciendo su interés, pero yéndome por la tangente: primero, acusando al diario de no haber puesto ni un renglón al derecho, y segundo, como parecían buena gente, diciéndoles que no tendría inconveniente en ayudarles, y que, de hecho, me encantaría poder satisfacer su petición de acceder al texto original, que estaría encantado de poder hacerlo... en el caso de que el pergamino fuese mío. Pero como no lo era, y dado que se trataba de un documento de carácter privado, propiedad de una persona que no me había autorizado a facilitar su nombre: muchas gracias por su interés, lamento no poder ayudarle, en otra ocasión será y adiós muy buenas. A continuación, tras decidirme a ir a por todas y a cumplir mi parte del acuerdo con el funcionario, escribí una carta, de muy señor mío, que envié por fax, directamente al director del rotativo. En ella, le contaba el triple atropello de que había sido objeto: por parte de su diario, de la periodista que firmaba tal engendro y, por supuesto, del redactor jefe, que no sólo no había atendido a razones, ni satisfacciones, sino que incluso me había mentido descaradamente. Y como el asunto se había puesto peliagudo para mí, ante las amenazas recibidas por parte de la

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administración autonómica: de no acceder a publicar de inmediato un desmentido, me vería obligado a interponer la pertinente denuncia. Atentamente, firma y tacha, y todo eso. Poco después, llegaba mi secretaria, Isabel, con un nuevo fax. Pensé que sería de El Correo y que sí que se habían dado prisa. Pero no: se trataba de una carta, en inglés, firmada por un tal James Howard Cosgrove III, desde Long Island, New York. Y ésta sí que era delirante. Se había enterado, aunque no decía cómo, de que mi empresa estaba realizando una excavación para tratar de hallar, entre otras cosas, una estatua de oro de un dios celta, a tamaño natural. Hasta aquí, más de lo mismo, pero lo mejor era el segundo párrafo: estaba dispuesto a pagar más que nadie, superando cualquier otra oferta que yo pudiese tener, con tal de hacerse con semejante pieza, para su “private collection”, fíjate qué nivel. Añadía también que él mismo se haría cargo del transporte y de las inconveniencias y dificultades que pudiera suponer sacarla del país. Finalmente, confiaba en mi inteligencia y discreción, quedando a la espera de mi respuesta. En fin, que de repente me había hecho rico. O estaba casi a punto. Por eso, como nunca creí en las hadas y menos en las hadas que llaman a la puerta equivocada, ni siquiera me molesté en contestarle. Iba a marcharme a casa cuando, cerca de la una, llegó al fin el fax del director de El Correo, que acusaba recibo de mi reclamación y me invitaba a entrevistarme con él en su despacho, cuando quisiera, previa cita concertada con su secretaria, para tratar de llegar a un acuerdo que “resulte lo más satisfactorio posible para ambas partes”: ¡sería chulo! Pretendía dirimir el litigio en su terreno, con la humillación previa de hacerme pasar por el filtro de su secretaria. Este me iba a oír. Pero no tenía mucho tiempo. Así que, sencillamente, redacté unas líneas: “Me ratifico en la petición realizada en mi anterior fax. Cualquier intento de llegar a otra clase de acuerdo que no pase por una rectificación por su parte, me obligará a llevar a cabo mi amenaza. Desmientan todo lo que no puedan probar que sea cierto”. Veríamos si ahora me volvía a largar lo de la secretaria. Le pedí a Isabel que lo enviase y me fui a casa. Pero lo fundamental no pasó ese lunes, aunque el hilo de la historia de Elena y sus jocosas consecuencias, me hayan hecho saltarme un día entero, sino que el propio domingo, con la tinta

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del diario todavía fresca, faltaban aún por ocurrir dos hechos fundamentales. En primer lugar, la entrada en escena de Luis Uría: un hacendado mexicano que, desde su rancho de Monterrey, mira tú por donde, también leyó el dichoso periódico. Recibía El Correo con un día de retraso, pero a diario. Ese era el único elemento que le vinculaba con su origen gallego, además de algún partido de fútbol, preferentemente del Celta, que veía por televisión. Y a causa de su afición al fútbol, los domingos por la mañana y también los lunes, solía conectarse a esa plaga de fin de siglo, llamada Internet, para leer los comentarios de la prensa gallega en relación con el equipo de sus amores. Casualmente y, como quien no quiere la cosa, vio en el sumario de la web de El Correo el titular spielberiano de la puñetera entrevista, le llamó la atención y decidió leerla. Y gracias a que en el texto figuraba el nombre de mi empresa, consiguió fácilmente, gracias a una simple consulta a las páginas de Telefónica On-line, los números del teléfono y del fax. Raudo y veloz, desde su propio ordenador, redactó unas líneas en las que me contaba todo eso del fútbol, de los teléfonos, de Internet y algunas simplezas más, que me envió, logotipo de su rancho incluido, a través de su módem, a mi número de fax. Según el reporter, el papelito había entrado en mi oficina a las 14:27 horas del mismo domingo, mientras que yo me disponía a ponerme las botas delante de un centollo en el Restaurante Huertas, digamos, para celebrar mi insoportable éxito mediático y de paso sacarme de la boca el mal sabor que me había dejado semejante sarta de imprecisiones y exageraciones, esparcidas a los cuatro vientos por la susodicha periodista. Tras la comida, decidí pasar un momento por la oficina para ver cómo le iba a mi secretaria con un grupo de japoneses que, en ese momento, deberían estar viendo una exposición xacobea en San Martín Pinario. Fue ella la que me entregó el fax de Luis Uría. Pero lo más curioso, al margen de las demás cosas ya enumeradas, y que hablan por sí mismas, fue que él afirmaba tener en propiedad un poema semejante al que yo, supuestamente, estaba investigando. Como quiera que entre eso y la realidad mediaba un ancho trecho, no pude hacer menos que reírme, sobre todo porque el mexicano me decía que, ya que mi empresa se dedicaba a hacer ese tipo de indagaciones, tal vez pudiésemos ocuparnos de

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desentrañar los arcanos de su poema. Entre mis ganas por desenredar el entuerto y un pinchazo de curiosidad repentina, me animé a contestarle en ese mismo momento, explicándole que aquella clase de investigaciones eran a título particular y al margen de la empresa pero, si me facilitaba una copia del texto, le comunicaría si me era posible asumir tal encargo. En fin, que el asunto puso mi imaginación al límite, y esa misma tarde, en la siesta que me regalé en el sofá de mi despacho, me soñé descubridor de una estatua de oro de tres metros de alto, representando a un rey guerrero con una espada en la mano, idéntico al dibujo que salía en los paquetes de los cigarrillos Celtas cortos: ya ves, que poco original. Elena volvía al periódico porque yo le ofrecía la exclusiva del descubrimiento y, en una jugada maestra, seducía con ella al director y pasaba a ser redactora jefe, dando la vuelta a la tortilla y logrando echar al “pretencioso ese” a la puñetera calle. Al final, montábamos una casa de turismo rural y vivíamos felices, saliendo solo al baño, a comer y a emborracharnos en el banco del fondo del jardín. Más o menos. Pero esta misma noche he descubierto que el cuerpo del rey de oro, con su flamante espada, se había revelado como el cuerpo de Luis Uría atravesado por ella y ni Elena había vuelto a dar señales de vida ni habría exclusiva espectacular en el periódico. Salvo, supongo que esta vez sí mañana, la reseña del suceso. Si te soy sincero, y aunque sea duro decirlo, su muerte no sólo me deja indiferente en el sentido de que no me ha afectado nada a mi equilibrio emocional, sino aún más, y esto es lo fuerte: aunque no racionalmente, puesto que nunca le deseé ningún mal, algo en mí se satisfizo con su muerte. Y es algo que estoy notando ahora. Y es muy extraño. Y también muy cruel. Tal vez tenga razón Ana, a pesar de todo... pero permíteme que esta historia te la cuente en otro momento, porque son más de las seis y media de la madrugada y el día ha sido muy largo, muy difícil, y estoy ya demasiado cansado. Además, veo ahora que la cinta está a punto de acabarse y no me siento con fuerzas para ponerme a grabar la otra cara. Y a ti te dará lo mismo, puesto que, cuando la escuches, ya estará completa y sólo tendrás que darle la vuelta. Chao.

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DOS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 1

Han pasado más de veinte horas desde que grabé la otra cara de esta cinta. Son casi las dos de la mañana y todavía acabo de llegar de Ferrol tras realizar una nueva declaración ante el juez que lleva el caso, un tal José Luis Aulet. Me ha dicho que le han hecho la autopsia y que, de acuerdo con las conclusiones del forense, la muerte no fue a causa de la herida de la espada, aunque probablemente también le hubiese acabado por matar sino que ¿alguien? decidió precipitar su agonía apretándole a Uría el cuello con las manos, tan fuerte, que le hizo añicos dos de los anillos de la tráquea. Con lo que, según parece, murió ahogado por el vómito de su propia sangre.

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Aulet me interrogó exhaustivamente durante más de cuatro horas, dejándome al fin en libertad: por falta de pruebas, supongo. Si bien, tengo la impresión de que el juez sigue sin fiarse del todo. Imagino que me he convertido, de repente, en el único y principal sospechoso. No cabe colegir otra cosa ahora, ya que estoy sometido a continua vigilancia. Me han asignados a dos tipos, de paisano, que me siguen a todas partes. Ahora mismo están ahí fuera, tomando algo en el bar de la esquina, a las dos y pico de la mañana: el único par de idiotas que están sentados al relente en toda la terraza. Y, encima, no dejan de mirar a cada rato hacia las ventanas de mi apartamento. Es obvio que a esos dos nadie les ha puesto ahí precisamente para protegerme. Para protegerme ¿de qué?, digo yo. De ser así, me lo habrían advertido. Pero cuando las cosas se hacen a la chita callando, lo único que no se comprende es por qué no lo llevan con cierta discreción, porque éstos parecen empeñados en que les vea. Todo ha cambiado radicalmente. La hipótesis del suicidio, como yo ya sospechaba desde el principio, está descartada, y la ausencia de huellas de ninguna clase, salvo las del propio Uría, no sé si benefician o perjudican mi posición. A lo peor, acabarán por acusarme de asesinato con premeditación. Aunque creo que, por ahora, tanto la ausencia de un móvil, como el hecho de haber pedido ayuda, sumados a la originalidad y truculencia del caso, son mis únicas cartas ganadoras. Y es que una muerte con una espada de por medio, al margen de su espectacularidad, es algo de lo que no hay precedentes en la zona. Y mis explicaciones sobre los poemas, profecías y estatuas de oro, debieron de sonarles, cuando menos, a esoterismo o algo semejante, a juzgar por la extrañeza e incomprensión que traslucían las miradas que se cruzaron el juez y los de la judicial. Pero, no les he contado todo. Omití el detalle de los guantes para no liar más las cosas y porque tampoco lo había mencionado en mi declaración preliminar. Craso error: la primera vez fue puro olvido, pese a que parezca imposible olvidar algo así. Cosa de los nervios, supongo. Pero lo de hoy mismo fue ya pura necedad. Lógicamente, deduzco que piensan que él no pudo

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haberse clavado la espada sin cortarse hasta el hueso las palmas de las manos, lo que les lleva a la conclusión de que el espadachín y el estrangulador podrían muy bien ser la misma persona. A lo mejor, mi omisión no tiene mayor importancia, quiero decir para mí; aunque no dejo de censurarme que de haberles contado lo de los guantes, evidentemente, tratarían de buscarlos y, de aparecer, quizás pudieran aportar algo de luz a este asunto. Pero ya está hecho. Que lo descubran ellos. Si los había, yo no los vi. Llegué después de que se los quitasen. Esa será la tesis en que deberé mantenerme. Hay una cosa más, que a mí se me pasó por alto y a ellos no. En la escena del crimen también faltaba otra cosa: una pala. Junto al cuerpo de Uría había un pequeño monolito de cuarzo que alguien se entretuvo en desenterrar. Yo eso lo recuerdo perfectamente y también el montón de piedras y arena a su lado. Pero hacer semejante agujero, de casi un metro de profundidad, había requerido, obviamente, la ayuda de alguna herramienta. E imagino que en las manos de Uría no habrían aparecido señales de haber estado cavando con las manos. Según parece, no se encontró ni rastro de esa pala, pese al minucioso peinado del terreno, ni tampoco, por supuesto, encontraron rastro alguno en el registro de mi coche. Otro detalle más: la espada que atravesó a Uría tenía restos que señalaban que había sido recién desenterrada del agujero excavado. Es curioso, pero no consigo recordar muy bien cómo era aquella espada. Ni si estaba sucia o limpia. Sólo sé que era larga y de un estilo que, si lo pienso ahora, diría medieval. Pero puedo estar totalmente equivocado. En fin, no sé, pero ¿y el agujero? ¿Lo cavó el propio Uría o su verdugo? ¿Y tan sólo para desenterrar una espada? ¿O tal vez para enterrar también el cuerpo? Mi intromisión, ¿quién sabe?, igual impidió que el cadáver desapareciese sin dejar rastro. Porque, de no haber estado yo allí, el asesino hubiese tenido todo el tiempo del mundo para deshacerse de él. Claro que todo esto son meras conjeturas mías. Ni siquiera sé si el juez ve las cosas de este modo. Más bien creo que no. En definitiva: no he hecho una declaración beneficiosa para mis intereses. Hubiese sido mejor decirlo todo. Y aunque es

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posible que haber ocultado ese dato no me sea del todo perjudicial, presumo que finalmente tendrán que caer en la cuenta de la necesidad de su existencia: por un lado, por la ausencia de huellas y, por otro, la piel fina y blanca de las manos de Uría, de ser él quien cavó, debería tener, de no usar unos guantes, al menos un par de rozaduras, sino ampollas. Pero hasta cabe que tampoco fuese él quien hiciese el agujero. Estoy pensando, y esto lo digo ahora, que el hecho de que llevase esos guantes puestos sólo puede significar dos cosas: que los hubiera utilizado para cavar o bien, para intentar suicidarse. Casi diría que más bien para lo primero, aunque, sin descartar completamente la segunda opción. Porque, por rizar el rizo, y puestos a no despreciar nada, hasta cabría pensar, aunque parezca totalmente inverosímil, que el estrangulador no sea realmente el asesino. Sino que, sencillamente, asistiese, al igual que yo, al suicidio, y acabase por rematar a Uría posteriormente, para evitarle más sufrimiento: simple eutanasia. Improbable, pero... El hecho de que no hayan aparecido huellas de esa tercera persona, teniendo en cuenta el estrangulamiento: ¿podría interpretarse como que el asesino se colocó los guantes de Luis para proceder a darle la puntilla? De lo contrario, no encuentro un motivo que explique, por una parte, tal desaparición y, por otra, la ausencia de impresiones digitales. Quizás, el de la puntilla, le quitase los guantes, se los colocase para estrangularlo y, finalmente, se fuese de allí llevándolos puestos, pensando en deshacerse de ellos en otro lugar de una forma más segura para sus intereses. En fin, creo que una de las claves de este asunto fue precisamente en lo que no reparé: la necesidad de la existencia de esa pala que no aparece por ningún lado. Gracias a eso se ratifica que en la zona, además de mí, hubo otra persona. Y que lo de los guantes no fueron imaginaciones mías. O no. Porque aunque para mí esté clarísimo que otro se llevó la pala tal vez incluso con los guantes puestos, quizás Aulet piense que tanto yo como un tercero pudimos arrojarla al mar. O enterrarla en algún lugar alejado de allí. Esa era la coartada que yo desprecié por no haber dicho lo de los guantes. Hay también otro detalle que el juez desconoce y por el que me preguntó: cómo pudo llegar Uría hasta aquel lugar. No

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han localizado el Mercedes de alquiler del que yo les hablé, aunque sí otras marcas de neumáticos de menor ancho que las de mi todoterreno, que imagino deberán cotejar, una vez que aparezca el dichoso coche. Tuve la impresión de que sospechaba que Luis Uría y yo pudiéramos haber ido juntos en un solo vehículo: el mío. Es probable que las otras huellas de neumáticos que había, ya de entrada, no puedan corresponderse con las de un Mercedes o tal vez se trate de rodadas más antiguas. Esto tampoco lo sé. Lo que sí sé es que el juez me miraba con una cara de falsa suficiencia, como queriendo transmitir la impresión de que conocía detalles que no encajaban muy bien con lo que yo había declarado, pero sin enseñar sus cartas. Y lo peor es que yo ya no sabía qué cara poner y, en un momento dado, casi me da un ataque de risa cuando me pregunta, muy serio: ¿Y dice usted que se conocieron a través de Internet? Pues no, eso lo dice usted le contesté divertido.

Pero en su primera declaración menciona que Luis Uría … Él a mí, puede que sí. Pero yo a él, a fuer de ser exactos, le conocí por fax, señor juez y aquí es cuando ya no pude aguantar la risa. Luego se le ocurrió preguntar si Uría y yo manteníamos alguna clase de relación, “más allá de la normal amistad”. Y creo que me salió una sonrisa rara: no porque yo interpretase su insinuación en el sentido que él quiso darle, ni porque me ofendiese en absoluto, sino porque pensaba en la extraña relación que realmente nos unía y que te explicaré en su momento. Sé que es difícil de entender esto ahora, pero cuando conozcas el resto de lo que aún he de contarte, sabrás a qué me refiero. Al juez, sencillamente, le respondí que no. Hubo además otras preguntas, cada cual más enrevesada, en las que por momentos llegué a pensar que lo que pretendía era que confesara, que me declarase culpable de la comisión del asesinato. Algo que para mí carece de sentido, porque mi mejor coartada es la propia lógica: de ser yo el homicida, simplemente hubiese enterrado el cuerpo, sin complicarme llamando a la Guardia Civil. Nadie lo encontraría jamás.

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Pero el juez, a pesar de que seguramente sopesó tal posibilidad, imagino que pudo haber llegado más lejos aún: a sospechar que mi llamada de socorro pudiera ser una elaborada tapadera, un elemento ilógico que únicamente podría ocurrírsele a una inteligencia criminal altamente inspirada. No a mí, por supuesto: aunque ahora sea yo quien, por mí mismo, caiga en la cuenta. Supongo que por esa razón continuaba erre que erre: ¿Por

qué decidió usted pedir ayuda? ¿Cavó o ayudó a cavar? ¿Cómo es posible que viniendo por separado y sin saber uno del otro, fuesen ustedes a coincidir en un momento tan crucial, y en una zona, en teoría, no accesible? ¿Para qué quería usted fotografiar la costa de una zona militar? ¿Está seguro de no haber visto en ningún momento una pala? ¿Cómo sabía Luis Uría que cavando en aquel punto encontraría esa espada? ¿Está seguro de que llegó usted solo en su propio coche? ¿Está tratando de proteger a alguien? ¿Está seguro de no haber visto a nadie más junto al cuerpo o en la zona?… En fin, abrumador. Pero, mal que bien, fui trampeando el

examen al que me sometieron y, de no ser por los momentos de duda a causa de los giros que di para evitar mencionar lo de los guantes y por esos tipos de ahí abajo, hasta parecería que lo hubiera aprobado. ***** A lo mejor soy un poco inconsciente. Pero de verdad que todo este asunto de la investigación no me provoca temor alguno, en principio. Lo malo es que si no encuentran al verdadero asesino, tal vez quieran convertirme a mí en cabeza de turco. Pero, en fin, ya he dicho que no me preocupa. Lo que de verdad me importa ahora es que Ana ha desaparecido y siento en el pecho una sensación opresiva, como una especie de carga de culpabilidad, que en parte achaco a la soberbia de haberme prestado a aquel juego de Elena por el que me metí hasta el cuello en un asunto que ha culminado de tan mal modo. Es que estas últimas dos semanas han sido de locos. Por ejemplo, nunca en mi vida he estado más cerca de enamorarme. Y todo empezó por otra inocente casualidad — ¿o no?—, que

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uno, de entrada, se cree a pies juntillas, por engreído y vanidoso. Volvamos al mismo domingo 17, el día en que se publicó la entrevista, y a eso de las nueve de la noche: Ana se acercó cuando me estaba tomando una cerveza en la barra de “O Galo”, tratando de despejarme de la siesta en el sofá de mi despacho, que había durado nada menos que tres horas. No sé si ya estaba en el bar cuando yo entré o llegó inmediatamente después, sólo que de repente noté su presencia a mi lado y sus ojos clavándose en mí con total descaro, pero sin decirme nada, hasta que no tuve más remedio que girarme hacia ella y responder a su mirada. Entonces, sonriendo, me preguntó si era yo el de la foto y la entrevista publicada en el diario. Le contesté que sí, volvió a sonreír y añadió que había quedado fascinada por la historia de mi investigación. Deduje, quizás precipitadamente, que debía tratarse de una estudiante de un curso de doctorado en Historia. No aparentaba tener más de veinticinco años y, en esa primera impresión, me pareció rara. Sí, rara, en el sentido de escasa, exótica, única y, por tanto, bella. Y la mezcla de todo eso: demasiado turbadora en el primer embiste contra esa timidez inicial mía, de la que suelo defenderme rápidamente, tratando de echarle morro. Cuanto más la observaba más guapa me parecía. Nunca nadie me había arrebatado tanto físicamente, y su mera presencia me magnetizaba todo el cuerpo. No puedo negar que en esos momentos me vinieron malos pensamientos. O buenos, según se mire. Y traté de aprovechar la coyuntura invitándola primero a una copa allí mismo y luego, a cenar. El hecho de creerme el objeto de atención de una admiradora y su forma de hablar, en un gallego dulce y rico, fue la puntilla infalible de una seducción irrefrenable, que por momentos me estaba haciendo perder incluso el hilo de la conversación. Yo, como siempre, me sentí cazador y me dejé caer en picado en esa red que toda araña tiende a su presa. Hoy, apenas dos semanas después, me sigue volviendo loco, hasta el punto de que ya no me duele saberme el cazador cazado. Además, sobre esto, creo que siempre ha sido así y que lo más difícil es asumirlo. Al menos para alguien como yo. Uno siempre se cree más de lo que es. Aceptó mi invitación a cenar y me la llevé a Casa

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Roberto. Casi tenemos un accidente en el camino, pues iba más atento a ella y al contorno de sus piernas bajo la falda del vestido, que a la carretera. Nuestra conversación, una vez en el restaurante, prosiguió, inevitablemente, en torno al poema medieval. Ana mostraba un indisimulado interés por conocer mi interpretación sobre su significado. Incluso me pidió que le dejase ver el original: Si es posible  pronunció dulcemente. Algo a lo que, tal como lo dijo, no podía negarme y además, accedí encantado, porque era la excusa perfecta para invitarla a ir a mi apartamento después de la cena. La verdad es que tenía una copia en un maletín que guardaba en el coche. Pero no se puede siempre ser del todo sincero y además, ella había pedido ver el “original”. El resto del tiempo continuamos hablando de poesía hasta los postres, pero no medieval, sino contemporánea. Me sorprendió su enorme cultura, que aparentaba ir mucho más allá de sus conocimientos sobre historia y literatura. En un momento dado llegó a decir, en un tono exento de toda vanidad, que hablaba siete idiomas perfectamente y que podía entenderse hasta en una veintena. Y todo esto me chocó mucho. Quizá por un prejuicio mío acerca de que a las personas con menos de treinta años les faltan aún unas cuantas lecturas para poder ser consideradas verdaderamente cultas. Lo curioso es que ella no estaba en ningún curso de doctorado, como yo había pensado. Ni dijo tener ocupación alguna: lo que me llevó a deducir que debería tener dinero. Por sí misma o por su familia. No tenía pinta de estar en el paro, aunque las dos cosas podían ser. Y tal vez me hubiese precipitado en calcular su edad y fuese algo mayor de lo que aparentaba. Pero preferí no seguir indagando. Por discreción, o mejor, por miedo de parecerle demasiado insidioso y echarlo todo a perder. Una de las cosas que, además de su belleza, atraían mi atención en aquel momento, era su peculiar manera de moverse: la elegancia y exactitud con la que, sencillamente, cogía y llevaba a sus labios la copa de cristal, con un vino color sangre que ella misma había elegido. O la disposición pausada con la que

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sujetaba el tenedor e incluso los movimientos delicados y precisos de su cabeza y sus manos. Era una especie de movimiento fascinante y mágico, que no sabría describirte, pero que atrapaba mi mirada como un péndulo hipnótico. Ese día recuerdo que llevaba puesto un vestido casi de verano, como de hilo fino color crema, largo hasta los tobillos y que dejaba sus brazos al descubierto. Yo no entiendo mucho de moda, pero me recordó a un estilo semejante a ese ibicenco que llaman ad lib o algo así. Tenía también una chaqueta de punto del mismo color, que no se puso en toda la noche y, como únicos adornos, una torques que me pareció de oro macizo, haciendo de pulsera en su mano izquierda, y un anillo, también de oro viejo, en forma de serpiente enroscada a lo largo del dedo corazón de su mano derecha. No usaba pendientes, ni reloj, ni collares. Nada. Ni siquiera maquillaje. Aunque maldita la falta que le hacía, porque a su piel, completamente lisa, sin una mancha, un grano, un lunar, ni un brote excesivo de vello en parte alguna, es decir, sin defectos apreciables, sería delictivo embadurnarla hasta con el más excelso de los mejunjes. Y esta impresión se extendía también a la piel de sus hombros y sus brazos, que era lo único que el vestido dejaba al alcance de la vista. Como guinda final, su cabello, casi rubio, largo hasta la cintura y ondulado, que llevaba recogido con un prendedor situado a la altura de los hombros, me pareció el más extraordinario de los fetiches, lo que es mucho decir para alguien como yo que, como bien sabes, siento fascinación por las melenas, sean del color que sean. Y es que con Ana, al contrario que con la mayoría de las mujeres, cuanto más me fijaba en ella, más perfecta me parecía. Esta impresión continúo teniéndola todavía hoy. Aunque con esto no quiero decir que no la hubiese más guapa. Sencillamente, comenzaba a gustarme mucho y, objetivamente, con el verde intenso de sus ojos en el centro de esa piel perfecta, guante de un rostro frágil, evocador y tranquilo, estoy seguro de que resultaría, en conjunto, bastante atractiva a los ojos de cualquiera. Tras tomar el café, la invité a venir a casa, poniendo por delante la excusa del poema. Aceptó encantada. Aunque no detecté ninguna clase de picardía en su mirada, sino que su aceptación estaba barnizada por ese tono de suprema delicadeza del que hacía gala y que sabe muy bien como distorsionar la

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percepción ajena sobre las intenciones propias. Así que hube de interpretar sus palabras no más allá de aquella curiosidad intelectual que había presidido todo el tono de nuestra conversación hasta ese momento. Parecíamos dos personas exquisitamente refinadas, en una especie de cena de negocios. O dos tipos que acaban de conocerse a la salida de un congreso. Y yo, lo que quería, era salir de ahí, pasar al terreno de lo personal, sustraerla de esa máscara y hacer que hablase de sí misma. Pero no encontraba el modo. Ahora mismo, con Ana en paradero desconocido, me resulta bastante doloroso pensar en todo esto. Pero tal vez no quede otro remedio. Es posible que si saco a la luz todos esos recuerdos, les aplico su riguroso orden y los analizo en conjunto, pueda descubrir alguna clave que me haya pasado desapercibida. Porque uno, cuando tiene el pensamiento ocupado por el deseo, suele olvidarse de la inteligencia. Y a mí, Ana, la mera mención de su nombre, me provoca la sensación de un navajazo frío dentro del pecho, que me impide pensar. Pasaban de la una cuando llegamos a mi apartamento, en la Plaza Roja. La subida junto a ella en el ascensor se me hizo todo lo violenta que puedas imaginarte. No sabía que decirle, ni se me venía a la cabeza nada ocurrente. Así que la estaba mirando medio de reojo, tal vez pudiera decirse que furtivamente y ella, de repente volvió su rostro hacia mí, me miró con sus ojos limpios, su sonrisa inteligente, y me entró un sonrojo y una timidez incomprensible, de los que intenté salir por medio de una mueca que trató de fingirse cómplice, aunque sin poder evitar dudar de que fuese lo suficientemente creíble para no acabar pareciéndole medio gilipollas o dar la impresión de que se me estuviese viendo el plumero demasiado. Llegamos a casa y nos acomodamos en el salón. Ana se sentó en el sofá azul, mientras que yo fui primero a la nevera, a coger un par de cervezas, y luego me arrellané en mi sillón verde, frente a ella, con la mesita redonda, las botellas, los vasos y el cenicero, separándonos. Había demasiados libros por el suelo e incluso un buen montón ocupando al completo el sillón rojo. Creí que pensaría que soy una persona desordenada y, tal vez, valorase eso negativamente, así que me disculpé diciendo que había estado trabajando el sábado hasta tarde, lo que tan sólo era decir la mitad

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de la verdad. Porque había estado hasta las dos, pero después, me cansé y me fui a tomar algo a un par de sitios. No tuve ni tiempo de decirle nada más, porque, enseguida, me preguntó por el poema y yo, aún sin saber si de nuevo me estaba equivocando, como hice con Elena, decidí enseñarle el pergamino original que tenía guardado en la caja fuerte del estudio. Una caja que mantengo oculta a la vista del modo habitual: tapada por un cuadro. Sólo que, no es por nada, con cierta clase: un magnífico lienzo de Bello Piñeiro. ¡Ah! y otro detalle, la caja se abre pulsando un código de seis cifras. Ya sabrás más adelante por qué te cuento esto, aunque ahora parezca una boutade, o algo así. Volví al salón y le di a Ana el pergamino. Se puso a leerlo inmediatamente. — ¿Qué te parece? —le pregunté, quizá con un tono que me sonó un tanto orgulloso y que me hizo reconvenirme a mí mismo: tenía que controlar, evitar caer en la tentación de tratar de impresionarla. Ana no contestó. Parecía totalmente abstraída. Tal vez ni siquiera me hubiese oído. Así que aproveché el momento para levantarme, busqué un compacto de Lorena Mackenitt y lo puse en el reproductor. El djembé comenzó a percutir, cadencioso y rítmico, sirviendo de perfecto fondo para que la voz de Ana comenzara a pisar la música: —Pues, en principio, me parece auténtico —dijo levantando los ojos hacia mí, y añadiendo luego a mi mirada interrogante—. Y en cuanto al contenido, interesante. No sé por qué tuve la impresión de que trataba de restarle importancia, no al poema en sí, sino al efecto que le produjo su lectura. — ¿Y dices que te lo ha dado un amigo? —Sí, un viejo amigo mío: Ramón Escadas —contesté, sin tener muy claro si había hecho bien diciéndole el nombre. Sé que tengo el defecto de que me cuesta morderme la lengua. Pero bueno, a fin de cuentas ella no era periodista, ni me pareció que decírselo tuviese excesiva importancia. — ¿Y por qué te lo dio a ti? —me preguntó de nuevo. —Eso ya te lo expliqué. Para que tratase de determinar su origen y antigüedad.

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—No me refería a eso, sino al hecho de haberte escogido a ti y no a otro, para que lo investigue. —Pues no lo sé. Supongo que porque somos amigos y se fía de lo que le diga. Además, yo, aunque no ejerzo, soy licenciado en Historia —le dije sin acabar de comprender muy bien el sentido de su pregunta. Porque durante la cena ya le había contado, básicamente, tanto lo de mis estudios de Historia, como a qué me dedicaba. O, ¿es que estaba poniendo en duda mi capacidad o mis conocimientos para averiguar lo que Ramón quería saber? —Sé que no soy un experto —dije con falsa humildad— pero tengo amigos y conozco gente que pueden ayudarme en la tarea. —No pretendía subvalorarte, perdona si se ha entendido así —se disculpó, como leyéndome el pensamiento—. Lo que

quería decir es que, si tal como me dijiste, este documento procede de su familia…bueno, en fin, me parece raro que lo saque fuera de ese ámbito. Y si ese documento lo tiene desde siempre y es importante para él y su familia, ¿por qué decide, precisamente ahora, comenzar a hacer averiguaciones?

—Sí. También yo me planteé esa pregunta. Pero mis conclusiones son contrarias a las tuyas. Primero porque creo que no tiene ninguna importancia para Ramón, salvo quizás la meramente testimonial y sentimental, por el hecho de tratarse de un documento de su familia. Pero, estoy seguro de que, pese a su antigüedad, es un pergamino que como objeto arqueológico, tiene escaso valor en el mercado. —Valor económico, como documento en sí, estoy de — ¿Raro? Pues no sé por qué lo ves así. —Porque has dicho que erais viejos amigos.

acuerdo contigo en que probablemente no tenga demasiado. Pero si procede de su familia, tal vez lo tenga para él, y no en el sentido sentimental, ni testimonial, precisamente.

—Pues no lo sé. La verdad es que nunca hablé con Ramón

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a fondo sobre el asunto. Y era cierto: poco más podía añadir que no le hubiese dicho ya acerca de aquel poema. Y con eso pretendía zanjar el tema y cambiar el signo de la conversación. Pero, en cambio, estuvimos bastante tiempo dándole vueltas y más vueltas. En definitiva, mucho hablar y hablar, y al final, no nos acostamos en aquel primer encuentro. Yo bien hubiera querido, qué duda cabe. Pero fui incapaz de llevar la manija de la charla: Ana estuvo sonsacándome cuanto quiso y yo, de estúpido, todo el tiempo lo pasé contestando a sus preguntas y largando cosas de mí, hasta que a las seis de la mañana cogió su chaqueta y se levantó. Traté de pedirle que se quedase, pero me interrumpió su sonrisa y una dulce disculpa: Me tengo que marchar, de verdad. Pero podemos vernos

mañana, si te apetece.

Yo acepté sin dudarlo y le propuse que viniese a comer a casa, a eso de las dos y media, con la promesa de preparar para ella mi mejor especialidad: la paella. Le pareció bien. Por un momento dudé si tratar de retenerla, si ofrecerme a acompañarla en coche o si besarla directamente, sujetándola por los hombros. Pero antes de que me diese cuenta ya había echado a correr escaleras abajo, sin esperar siquiera por el ascensor. Instintivamente me fui hacia la ventana. Pero no la vi. Aquella noche no había en el cielo ni una nube, y quizás por eso, helaba. Y supuse que, por la helada, Ana caminaría pegada al edificio hasta doblar la esquina. Y, aun suponiendo bien, estuve más de un cuarto de hora pegado al cristal, limpiando el vaho del aliento con el puño de la camisa, sintiendo el latido del corazón golpeándome condenadamente las sienes. Y lamentando luego no haberla visto pasar, caminando, aunque nada más fuera el trozo de cruzar la plaza. Nunca una mujer me había puesto tan nervioso, tan sin recursos, en toda mi vida. Y pensar que había estado todo el rato hablándole de mí, de toda mi intimidad, sin atreverme siquiera a abordarla y mucho menos a acercarme al sofá en el que ella se había acomodado, plácidamente, durante toda la noche.

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TRES

NOTA EXPLICATIVA DEL AUTOR

Conocí a Bernardino Braña el Viernes Santo de 1984. Teníamos entonces diecinueve años yo y veinte él. Hacía exactamente una semana que había regresado a Ferrol desde Barcelona, —donde estudiaba primero de Ciencias de la Información— para pasar las vacaciones junto a mi familia. Y recuerdo que precisamente ese día me había ido a Santiago, invitado por un amigo del bachillerato, Felipe Fernández, que estaba matriculado, al igual que Bernardino, en la Facultad de Historia del campus compostelano. Felipe compartía un apartamento de alquiler con otros cuatro estudiantes en la Algalia de Arriba, adonde conseguí llegar tras una interminable aventura de cien kilómetros en autostop, para la que necesité más de seis horas y hasta cinco coches diferentes.

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Serían alrededor de las nueve y media cuando, al fin, puse los pies en el piso de mi amigo y, apenas un minuto después, apareció Bernardino. Entró con su propia llave, aunque no vivía allí. Como inquilino, quiero decir, aunque en la práctica era casi uno más, dado que entonces mantenía una idílica relación con Isabel y rara era la noche que no se quedaba a dormir. Incluso en aquellos días de vacaciones, en que ni ella ni ninguno de los otros, salvo Felipe, estaban en Santiago, Bernardino no perdía la buena costumbre de pernoctar entre las dulces sábanas de su novia. Pese a que la mayor parte de los más de treinta mil estudiantes que entonces superpoblaban el campus compostelano también habían abandonado la ciudad, Bernardino no parecía mostrar el menor interés por regresar a Betanzos junto a sus padres, a los que, según decía, sólo visitaba en contadas ocasiones. Bien es cierto que, por una parte, siempre fue reacio a abandonar las empedradas rúas de Santiago más allá de un par de días y, por otra, sospecho que sus relaciones familiares, aunque nunca lo manifestase abiertamente, no debían de ser demasiado buenas. Aquel fin de semana los tres compartimos, además del alojamiento, dos consecutivas farras nocturnas que no culminarían hasta dejar bien atrás el amanecer: así se inició una amistad que habría de durar hasta hoy. Lo primero que me llamó la atención de Bernardino fue la viveza de su mirada. Parecía no escapársele detalle y al mismo tiempo, si uno se fijaba bien, había en sus ojos azules, muy claros e inquietos, un punto de travesura permanente. Hablador hasta el exceso y con el arma del humor siempre afilada, resultaba simpático sin proponérselo, además de irónico y agudo, aunque, en algunos momentos, se le elevase un grado su habitual nivel de inmodestia. Tras aquel fin de semana no le volvería a ver a hasta el verano, a principios de agosto. Llevaba un mes en Ferrol, disfrutando de esas añoradas vacaciones de tres meses, cuando Felipe y yo decidimos hacer una escapada a Compostela. Pero finalmente tuve que irme solo, porque él, a última hora, no pudo venir. Aunque, eso sí, me prestó las llaves de su piso. Y yo, pese a mis reiterados intentos, no conseguí que ningún otro de mis pocos amigos quisiera o pudiera acompañarme. Sin dejarme vencer por el desánimo, y con poco más de tres mil pesetas de las de entonces, decidí partir de

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todos modos. No tenía otro remedio, claro. Llegué a Santiago un viernes a media tarde y, de camino hacia al apartamento, adonde iba para tomar posesión de la habitación de Felipe y dejar en ella una pequeña bolsa en la que llevaba una muda, un libro y el cepillo de dientes, me encontré con Bernardino. Llevaba mi misma dirección, puesto que había quedado en el piso con otro de los inquilinos. Me contó que había roto con Isabel y perdido, por tanto, el privilegio de las llaves y del lecho caliente. Pero seguía siendo amigo de todos, incluyéndola a ella, ya que la ruptura, más que traumática, fue pactada. Bernardino venía cargado con un par de bolsas de víveres finos: caviar, paté francés, embutidos, ahumados y un par de botellas de un Rioja del que no recuerdo la marca, pero que no desmerecía del resto. Me invitó a participar del refrigerio, al que Benigno llegó con más de una hora de retraso, lo que le costó merendar sin vino. No es que yo bebiese mucho, pero Bernardino siempre tuvo un excelente saque y él solito se despachó, entre bocado y bocado, botella y media de aquel reserva. Ante mi sorpresa por tanto dispendio, pues ese sencillo ágape podría valorarse en el triple del dinero que yo tenía encima, me explicó que, durante el verano, se dedicaba a la venta de cintas y discos de la Tuna Compostelana a los turistas, en la plaza del Obradoiro. Disfrazado con un traje prestado de terciopelo negro, una capa adornada con un ramillete de cintas de colores y diversos escudos —y digo disfrazado, dado que todo lo más que podría hacer él dentro de una rondalla, sería pasar la gorra: nunca tuvo la menor idea de música y cuando, con media borrachera, le daba por cantar en algún bar, enseguida le ponían de patitas en la calle—, era capaz de vender entre veinte y treinta casetes y vinilos en las escasas dos horas que dedicaba cada día a tal menester. Casi siempre entre las doce y las dos, pues nunca se acostaba antes de las cinco de la mañana y, lógicamente, no madrugaba. Por cada unidad vendida ganaba cien duros, lo que le suponía obtener a diario entre diez y quince mil pesetas limpias. Con la pequeña fortuna que suponía entonces una renta de ese calibre, comía y cenaba en los mejores restaurantes, salía todas las noches y pagaba el oneroso alquiler de una preciosa y amplia habitación doble, en la recoleta Plaza de la Pescadería Vieja.

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Nunca le dio mayor importancia a ese dinero fácil y tampoco tenía reparo en gastarlo generosamente con quien le apeteciese compartir el día, hasta el punto de terminar cada noche con los bolsillos del revés y desayunar cada mañana al fiado en el restaurante O Cabalo Branco. Luego, a la hora del vermut, regresaba y pagaba religiosamente con las abundantes ganancias obtenidas gracias al inagotable filón de canciones como Clavelitos, Fonseca o Noche de Ronda, y a su sobresaliente facilidad para convencer a los incautos turistas recién bajados del autobús de que se llevaban el más excelso suvenir y el mejor de los regalos para sus amistades. Su simpatía y afabilidad eran fulminantes: se dejaba fotografiar con quien se lo pidiera o ejercía de improvisado fotógrafo de grupos y parejas a los que ofrecía “desinteresadamente” su capa de tuno como attrezzo y les ordenaba pronunciar salami, antes de inmortalizarlos contra el fondo de la catedral; contaba chistes en varios idiomas y, además de hablar correctamente en inglés, conocía un amplio ramillete de frases hilarantes en cuatro o cinco lenguas, que siempre le funcionaban; informaba sobre los sitios donde comer o divertirse y hasta, llegado el caso, impartía una lección magistral a quien mostraba interés por conocer los pormenores artísticos de la fachada de la Catedral, el Pórtico de la Gloria, el Hostal de los Reyes Católicos o cualquiera de las otras innumerables maravillas de las que está repleto el casco histórico. Pero la debilidad de Bernardino siempre fueron las mujeres. Y uno de los motivos por los que, además del dinero, acudía a diario a la Plaza del Obradoiro, era precisamente ése. Desde tan privilegiado lugar, al que entonces llegaban a diario decenas de autobuses cargados de turistas, solía dejar para otros vendedores aquellos que transportaban jubilados o venían rotulados con nombres de asociaciones religiosas. En cambio, era el primero en divisar los autocares repletos de jovencitas en viajes de fin de curso. Seleccionaba de un vistazo las que eran de su gusto y se marchaba directo hacia ellas. Y además de dársele bien el negocio de las ventas, sabía perfectamente que, por lo general, la mayoría de ellas se protegen, en un lugar al que acaban de llegar, con un escudo de desconfianza. Por eso casi nunca las invitaba directamente: la sutileza consistía en recomendarles los mejores lugares para comer, cenar o tomar copas. Lugares por los que él mismo se dejaba caer en el

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momento oportuno, sabiendo aprovechar convenientemente las soledades de quienes no conocían a nadie más en la ciudad. La mayor parte de las veces, al verle de nuevo, ya vestido de paisano, se le acercaban para preguntarle cualquier cosa —casi nunca daba Bernardino el primer paso. A lo sumo, si al entrar en un local no le reconocían de inmediato, saludaba alegremente a la inocente víctima que había escogido, para llamar su atención—: el resto, para él, era coser y cantar. Aquel fin de semana pasó con rapidez y Bernardino, al ver que regresaba a casa, me propuso quedarme unos días más, integrarme en el lucrativo negocio discográfico como vendedor y compartir con él gastos y fiestas en una ciudad que, pese a tener la habitual población universitaria de veraneo, estaba en cambio plagada de turistas, de peregrinos y de estudiantes extranjeros matriculados en cursos de verano. No tenía nada mejor que hacer en Ferrol y la oferta me pareció interesante, así que, tras ponerme de vendedor a prueba durante un par de días, comprobé con satisfacción que no se me daba del todo mal, aunque no tan bien como a Bernardino. Y como consecuencia, mi estancia en Santiago acabaría por prolongarse el resto del mes. Para alguien con mis pocos años y recursos, aquella clase de vida en que la libertad se aderezaba con abundante dinero fresco que sumando las ganancias de ambos era una cifra de ensueño—, nos hacía posible satisfacer de inmediato cualquier capricho o necesidad: desde la más inmediata, como por ejemplo surtirme de ropa, puesto que había llegado a Santiago prácticamente con lo puesto, hasta pasar una noche, bien acompañados, en una suite del Hostal de los Reyes Católicos, o escaparnos los fines de semana a Combarro, A Toxa, Pontevedra, Sanxenxo o las Islas Cíes. Aquel mes de agosto ocuparía ya para siempre un lugar especial entre los mejores momentos de nuestras vidas y estoy seguro de que su recuerdo, alzhéimer mediante, permanecerá imborrable en nuestras memorias. Bernardino, por lo demás, había pasado el mes de julio bastante solo. Con la mayoría de sus amigos de vacaciones, buscaba compañía entre los forasteros que le caían simpáticos, y que formaban a su alrededor un grupo variopinto. A mi llegada a Santiago la troupe estaba compuesta por una suiza, un americano, un inglés, un alemán y un indio. Y ese mismo primer fin de semana acabarían por sumarse dos belgas que habían

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cruzado media Europa en bicicleta. Durante los cinco o seis años siguientes nuestros reencuentros fueron puntuales y espaciados. Y como si el tiempo no hubiera pasado mientras tanto, pese a que ni nos telefoneábamos ni tampoco manteníamos correspondencia, nada más vernos, recuperábamos de inmediato el espíritu y el estilo de vida de aquel agosto de 1984. Creo que nunca, durante mis regresos vacacionales a Galicia, dejé de acudir a aquella cita no fijada. Sabía bien dónde encontrar a Bernardino, por mucho que cambiase de alojamiento: en la plaza del Obradoiro entre las doce y las dos o en cualquiera de los bares que solía frecuentar. Más tarde, en 1991, una vez concluí los estudios y la mili, dejé definitivamente Barcelona y regresé a casa. Enseguida me instalé en Santiago, donde conseguí trabajo en un periódico. Volvimos, lógicamente, a coincidir, porque Bernardino, que había terminado sus estudios un año antes que yo, se había fundido completamente con el paisaje de una ciudad que ya nunca dejaría, a pesar de que en aquel momento sobrevivía a duras penas con el exiguo sueldo de eventual profesor de academia. Durante el año que pasé en Compostela nos vimos prácticamente a diario. Compartimos las barras de casi todos los bares de la ciudad vieja y, la mayoría de las noches, acabábamos cerrando "A Casa das Crechas", nuestro lugar favorito antes de irnos a dormir o de decidir continuar la juerga en cualquier antro de la parte nueva de la ciudad. Éramos prácticamente inseparables y en todo momento, cada uno de nosotros, sabía lo que hacía el otro. Por cuestiones de trabajo —o por puro azar—, dejé Santiago y volví a Ferrol, mi lugar de nacimiento y también el de Bernardino, aunque ni a mí ni a él nuestra propia urbe nos despertó nunca la atracción que, por el contrario, nos sigue provocando la capital de Galicia. Desde finales de 1991 hasta hoy, sólo recuerdo haber vuelto a ver a Bernardino en tres o cuatro ocasiones. Todas en la calle y casi sin tiempo para hablar de nada; prometiéndonos siempre que quedaríamos un día para montar una jarana que las obligaciones, la distancia e incluso la dejadez mutua, impidieron que llegara a ser. Sí llegó a contarme, someramente, que había montado

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una empresa dedicada al turismo tras pasar algunos años sin ocupación fija, realizando trabajos esporádicos de profesor, guía turístico o colaborando como coautor en varios libros de investigación histórica. Tuvo también una curiosa etapa en la que vivió como pintor hiperrealista. Realizó incluso varias exposiciones que yo no llegué a ver por no haberme enterado a tiempo, aunque sí vi unos cuantos acrílicos que vendió a amigos comunes y que, al parecer, le permitieron mantener la vida bohemia durante un tiempo. Algunos no estaban mal del todo: parecían collages fotográficos sobre fondos siempre negros. Pero, a mi modesto entender, y a pesar de su depurada técnica como dibujante, le faltaba esa chispa de genialidad en la inspiración, que se reflejaba en una deficiente composición. Creo, además, que él siempre lo supo y que precisamente eso, sumado a la falta de la necesaria vocación por la pintura, fueron los motivos que le llevaron a abandonar definitivamente la paleta y los pinceles, y emprender una rentable carrera de empresario de negocio turístico. Una mañana de diciembre de 1999 recibí por transporte urgente un paquete con una carta pegada en su exterior. La sorpresa fue total. Sobre todo porque el envío procedía de una pensión de Salamanca y en el remite figuraba un tal Emilio Cifuentes. Pero la impresión fue aún mayor al ver el contenido de aquella caja y luego, al leer la carta que reproduzco a continuación.

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Salamanca, 3 de diciembre de 1999 Querido Paco: Sé que te has llevado la gran sorpresa al recibir esto. Pero antes de que abras la caja, —si no lo has hecho ya—, y te sorprendas aún más, lo único que te pido es que guardes con el mayor de los cuidados y en lugar bien seguro todo su contenido. Cuando veas de que se trata lo comprenderás. Me pondré en contacto contigo para decirte que es lo que tienes que hacer con este material. Por el momento, me veo obligado a desaparecer. No te lo puedo explicar en estas líneas, pero cuando tengas tiempo, escuches las cintas que te envío y leas los documentos, seguro que llegarás a entenderlo. También es posible que no nos volvamos a ver, aunque no te preocupes, porque estaré bien. Te lo envío a ti porque eres la única persona en quien puedo confiar que no está relacionada directamente conmigo. Es decir, que estoy seguro de que nadie nos relacionará después de tantos años. Y no tuerzas ahora el morro porque sabes bien que, a pesar de la distancia, ni me he olvidado de nada, ni nunca has dejado de ser el mejor de mis amigos. Pero no sabes qué bien me viene ahora que las cosas entre nosotros hayan sido así. No te puedo explicar más: el resto, lo tienes ahí. Sólo hazme el favor de hacer lo que te digo y mantener total discreción sobre todo esto. ¡Es muy importante! Ya te llamaré. Bernardino Braña. P.D. Por favor, destruye esta carta o ponla en lugar bien seguro.

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Sé que se puede pensar que soy un poco pirata. Que nunca debí haber decidido transcribir y hacer público el contenido de las cintas y los documentos de Bernardino. Y menos componer con ellos este libro que, visto desde fuera, podría incluso parecer una especie de novela rara. Pero él mismo me autorizó verbalmente, —como así consta en varias de sus cintas—, a ordenar los materiales a mi gusto y a hacer con ellos lo que crea conveniente. Además, cuando comencé a leer y escuchar todo lo que me había enviado, me di cuenta enseguida de que su historia era lo más alucinante que pudiera imaginar fuese a sucederle, y que ninguna ficción que yo pudiese concebir superaría la realidad de este relato. Incluso sentí la mayor de las envidias por no estar en su pellejo; por no ser más que un mero espectador, eso sí, el primero, pero que no por eso deja de vivir el espectáculo en diferido y desde el patio de butacas. Tras estas inocentes excusas, no sé si del todo necesarias, ya que, a lo hecho, pecho, debo decir que a la hora de confeccionar el relato de su historia he preferido colocar, antes que nada, la transcripción de la primera grabación que hizo Bernardino porque, después de haberla leído, me justificaréis y convendréis conmigo en que era una tentación irresistible. De ese modo, respetaba también el orden numérico de las casetes que tengo en mi poder —aunque Bernardino no comience exactamente por el estricto principio cronológico de los hechos—, y, por otra parte, así fue también como yo me introduje en su sorprendente aventura. Con el objetivo de ser desde el principio lo más respetuoso posible, quiero y debo dar al César lo que es del César. Por ello, identifico la procedencia de todos los documentos y de las voces que he incorporado al texto, con la única particularidad de diferenciar cada voz con una fuente distinta de letra que, metafóricamente, quiere representar el timbre particular de cada quien. En el proceso, he cambiado todas aquellas cosas, nombres y lugares que pudieran perjudicar a mi amigo de algún modo, aunque sin adulterar los datos de situación esenciales. Mi aportación a este libro, al margen de esta nota explicativa, es meramente periodística y, por ello, he contrastado la historia que Bernardino refiere con la mayor parte de las personas que él cita y también he visitado la mayoría de los lugares que menciona.

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En algunos casos de nombres de personas, me vi en la obligación de sustituirlos, porque, al ser consultados sus reales “propietarios”, declinaron mi invitación a figurar de modo explícito. Aunque, en todos los casos, me facilitaron valiosos datos, que me fueron muy útiles. Por el contrario, otros muchos no tuvieron inconveniente en que su nombre real aparezca y, por ello quiero, a unos y a otros, expresar con estas líneas mi agradecimiento por su gentileza y colaboración. No obstante, con el fin de evitar algunas previsibles consecuencias que pudieran derivarse de la edición de este texto, debo decir que he sustituido el nombre real de mi amigo por el de Bernardino Braña y también he hecho otro tanto con el supuesto nombre de Luis Uría. El resto de los datos contenidos en los documentos escritos están recogidos fielmente y las cintas magnetofónicas fueron transcritas de modo casi textual, a excepción de las inevitables adaptaciones que conlleva toda transcripción, dada la diferente naturaleza del texto escrito. Por citar algún ejemplo diré que, en muchos momentos, Bernardino no llega a completar las frases o da por supuestos muchos antecedentes que no aparecen en las cintas y que, en consecuencia, vuelven su discurso un tanto incompresible; en otros, pierde el hilo, hace continuas digresiones o se detiene en prolijos detalles sobre asuntos baladíes y, en cambio, despacha en cuatro palabras hechos de mucha mayor enjundia. En todos esos casos he completado alguna frase o redondeado alguna idea, pero manteniendo siempre un espíritu de máxima fidelidad a sus palabras y tratando de conservar lo más exactamente posible su modo peculiar de expresión. Para ser del todo sincero diré que he cambiado por un sinónimo aquellas palabras idénticas demasiado cercanas, algunas cacofonías e incluso expresiones muy locales y frases enrevesadas. También he traducido al castellano todas aquellas voces que en las cintas estaban en gallego y que Bernardino reproduce en esa lengua, aunque él, en el resto de la narración, se exprese en castellano. Me he permitido, eso sí, conservar palabras, expresiones y construcciones sintácticas procedentes del gallego, en su estado original, por considerar que, de ese modo, aportaban mayor expresividad. Debo confesar también que algunos fragmentos de las grabaciones han sido suprimidos de la redacción final. Bien

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porque, en algunas ocasiones, Bernardino da la sensación de tener algunas copas de más, lo que le lleva a introducir asuntos que nada tienen que ver con la historia principal, —por lo consideré que su inclusión no aportaba nada— y en otros, porque refiere detalles personales que he creído conveniente que continúen perteneciendo al ámbito de lo privado. Tanto en esos casos en que he suprimido parte de lo grabado, como en las pausas que Bernardino hace, retomando luego el relato, he colocado, a modo de separador, una línea de cinco asteriscos. Finalmente, añadiré aquí, brevemente, algunos datos biográficos sobre Bernardino, que obviamente él no menciona en las cintas, pero que ayudarán a completar su perfil y antecedentes, y que confío sirvan para hacer más fácilmente comprensible el resto de su historia: Nació, al igual que yo, en el Santo Hospital de Caridad de Ferrol, sólo que un año antes: en 1963. A los ocho años de edad se trasladó junto con sus padres a Betanzos, donde cursó la última parte de los estudios primarios y el bachillerato, antes de marcharse definitivamente a Santiago para matricularse en la Facultad de Historia. Su padre había sido propietario de una conocida ferretería de Ferrol, hasta que las cosas se torcieron y el negocio se fue a pique. Enfadado con su lugar de origen, decidió establecerse en la Ciudad de los Caballeros, donde, con mucho esfuerzo, puso en marcha un nuevo negocio ferretero enfocado principalmente al sector agrícola y ganadero que, cuando yo conocí a Bernardino, tampoco les marchaba muy bien. Habían adquirido una casa antigua y en no muy buen estado, pero con excelentes vistas al río Mandeo desde el interior de las murallas de la ciudad y en la parte más alta de la empinada ladera que marca la fisonomía peculiar de la villa. Cuando conocí a Bernardino, además de sus ojos azules y de una mirada viva y penetrante, lo que más llamaba la atención en él era su planta, que le hacía bastante atractivo a los ojos de las mujeres —y supongo que también de algunos hombres—. Se apreciaba de inmediato que, pese a estar muy delgado, era de constitución fuerte y aunque, por su aspecto pudiera parecerlo, no creo que nunca hubiese ido a un gimnasio: no le conocí afición alguna por la práctica del deporte como espectador, odiaba el fútbol y sólo muy de vez en cuando se deja caer delante del televisor para ver algún partido importante

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de baloncesto. La última vez que le vi, aunque continuaba delgado, le noté más ancho, pero, de todos modos, con excelente aspecto. Y de no saber su edad no le calcularía más allá de la treintena. Bernardino es más alto que yo: no creo que llegue al metro ochenta, tal vez un metro setenta y cinco. ¿Y qué más? Pues un pelo trigueño y ondulado, que delata que de niño fue completamente rubio, y en el que ahora, por sus sienes, comienzan a asomarle las primeras canas; una piel clara, que en su rostro se oscurece por la densa barba; unas singulares manos de largos y gruesos dedos; y, en el apartado de señas particulares, un peculiar lunar en el cuello, cerca de la nuca, con forma de media luna. Siempre he admirado la inteligencia y siempre me ha gustado rodearme de quienes considero la poseen: sobre todo, cuando sus principales síntomas son la velocidad de pensamiento, el discurso atropellado, la chispa, las ideas geniales y el humor ocurrente e instantáneo. Bernardino es uno de ellos. Podría decir, sin duda, que resulta brillante. Además, su agudo sentido del humor, perfilado por una fina ironía galaica y su instinto innato de la juerga, lo convierten en una de las personas a las que elegiría sin dudarlo para animar cualquier reunión de amigos. Pero no por esa inclinación suya hacia la fiesta hace ascos a una conversación interesante. Al contrario, podría considerársele un magnífico conversador y un experto en las materias que domina. Curiosamente, la Historia Antigua nunca le atrajo demasiado, sino que su especialidad es la Contemporánea, campo en el que ha llevado a cabo desde sesudos trabajos de investigación que se han publicado en revistas especializadas, hasta colaboraciones en libros realizados junto con otros autores. Es también un agudo y asiduo lector que disfruta especialmente de la poesía, de la que se considera un gran entendido, aunque nunca en su vida le diese por intentar hilar un sólo verso. Debo reconocer que, en este aspecto, el hecho de que no le gustasen los versos que yo escribo, que siempre consideró "utilitaristas", "hechos para ligar" y otras lindezas por el estilo, me hacen no respetarle como crítico, porque, de lo contrario, no volvería a escribir un sólo poema y en cambio, le contradigo constantemente.

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CUATRO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 2

Tras la ajetreada mañana del lunes, día 18, dejé la oficina a eso de la una y me marché a casa dispuesto a preparar una excitante comida para mi invitada. Me preocupaba un cuerno su interés por saber tanto acerca del poema de Ramón Escadas. Tan sólo planeaba crear el clima adecuado para que diese con sus huesos en mi cama. Pero mis pensamientos se cortaron de golpe cuando Carla, la secretaria de mi agencia, se presentó en mi puerta. Traía un nuevo fax, de Luis Uría. Le di las gracias y disculpé mi descortesía por no invitarla a entrar, alegando que tenía la comida al fuego y que esperaba invitados.

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Creo que se quedó un poco decepcionada de que no lo leyese y lo dejase sobre la mesita del recibidor, sin hacerle mucho caso. Le picaba la curiosidad porque, seguramente, se había tomado la licencia de leerlo y quería saber más. Aunque, luego, llegué a pensar que su decepción viniese dada por mi falta de interés por ella. Y que, por eso, había venido a mi casa. Que lo del fax no era más que una excusa. Sobre todo porque cuando dijo que le caía de paso a no sé dónde y que pensó que podría ser importante, me sonó a falso. Pero yo no tenía ninguna gana de que nuestra relación pasase ni un centímetro más allá de lo meramente profesional. Además estaba casada. Y aunque sabía que su marido la tenía medio abandonada, con sus inacabables viajes, su desinterés evidente, su afición por las tabernas y por los putiferios, que ella seguramente desconocía: siempre pensé que si me dejaba liar por mi mala cabeza, la cosa no pasaría de un par de noches. Y al final perdería a una secretaria competente y me complicaría la vida en el trabajo. No sé porque me enrollo contándote todo esto. Ya me conoces: soy muy aficionado a las digresiones, los paréntesis y los excesivos detalles. Pero iré al grano. La paella empezaba a hacer chup-chup en el fuego, la mesa estaba puesta y presidida por una botella del mejor vino albariño de Cambados, una impresionante bandeja de afrodisíacas ostras y como guinda final, dos velas, que había estado dudando si prender o si resultaría un detalle demasiado hortera y evidente. Finalmente acabé encendiéndolas, ya ves. Todavía faltaban veinte minutos para que llegase Ana y yo tenía un aspecto estupendo con mi delantal a rayas azules. Mientras se iba haciendo el arroz, me serví un vermú blanco, fui a buscar el fax, y me senté tranquilamente, a beber y a leer: Uría me enviaba la transcripción del poema que yo le había pedido, junto con unas líneas en las que refería como había llegado hasta él. Comencé por la lectura de los versos. Y en principio, no me hicieron demasiado efecto. En cambio, al leer la explicación que le acompañaba, casi caigo de la silla. Decía que el documento original lo había heredado de su padre y, éste, a su vez, del suyo, en una larga cadena que se perdía muchas generaciones atrás: exactamente lo mismo que me había dicho mi

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amigo Ramón Escadas del otro poema, el que yo tenía desde el principio. Y ese dato no había sido publicado en la entrevista de Elena. Ni tan siquiera el nombre de Ramón figuraba en parte alguna. Volví a releer los versos: demasiadas coincidencias. Demasiadas para alguien como yo, que nunca he creído en ellas porque, inevitablemente, siempre me hacen aflorar una desconfianza irrefrenable. El texto, aunque tenía razón Uría en encontrarle similitudes, no era el mismo que el de Ramón Escadas. La redacción, en este caso, era más oscura. Pero sí había unos cuantos y significativos parecidos, tanto en la leyenda en sí, que bien podía ser la misma, como en algunas palabras, ciertamente reveladoras, comunes en los dos. A pesar de que, en una primera lectura, llamaban bastante la atención estas similitudes, decidí no darles demasiado crédito, dado que el texto de Uría era una simple copia a ordenador, en lo que a cualquiera parecería, aún sin ser un experto, una transcripción bastante burda. Y me quedaba sin saber cuál era el soporte del documento y su grafía original, si es que realmente Luis Uría decía la verdad y había heredado un documento genuino. Porque en el caso del poema de mi amigo Ramón, yo tenía en mi poder el pergamino y, de su autenticidad, no tenía ninguna duda. Había consultado la opinión de un arqueólogo, experto en paleografía, que estudió conmigo: Andrés Pena Graña, que entre otras cosas, tradujo todos los foros medievales del monasterio de Xuvia, y del que me podía fiar. Él me aseguró que se trataba de una transcripción certificada notarialmente, de un documento más antiguo aún: con toda certeza un texto en latín que fue traducido al gallego medieval en una fecha no anterior al año 1250. La causa de haber realizado esta nueva copia podía ser doble: de una parte, por el más que posible deterioro del documento a transcribir y, de otra, porque el latín —que realmente nunca se habló en Galicia, sino que, a lo sumo, se transformó en un castrapo de su época—, había quedado totalmente sustituido por el gallego también en los textos escritos, excepto en el ámbito de la Iglesia.

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Nada más llegar Ana, exquisitamente puntual, a las dos y media, ni un segundo más, le enseñé el fax de Uría. Pensé que se sorprendería, pero fue ella quien me sorprendió a mí al no mostrar ninguna señal de asombro: como si ya conociese el contenido incluso antes de leerlo. Sencillamente se limitó a echar un vistazo rápido y sólo masculló para sí misma algo así como: —Por fin las piezas comienzan a encajar. Le pregunté de qué piezas hablaba, pero me contestó con un enigmático: —Nada, cosas mías —e inmediatamente dijo que tenía mucha hambre. Yo no quise preguntarle más, la invité a pasar al comedor y a sentarse a la mesa. Las ostras estaban esperándonos. — ¡Ostras! —no sé si afirmó o exclamó y en seguida añadió: — ¿Sabías que los romanos eran unos adictos a ellas? —Pues no, pero sí sabía que comían uvas y zancos de pollo, tumbados en un diván —dije, queriendo hacerme el gracioso. —Pues, aunque te lo tomes a broma, una de las primeras

cosas que hicieron al llegar a Galicia fue la obvia: probar el marisco. Y las ostras de la ría Ferrol debieron resultarles algo especial, porque se hartaron de ellas y hasta construyeron una fábrica, donde las preparaban y envasaban en ánforas, para enviarlas directamente a los mercados de Roma.

Ya en serio, le contesté que sí conocía la existencia de un depósito de conchas de ostra ('cuncheiro', en gallego) en un lugar llamado Lóngaras, del municipio de Narón y muy cerquita de los límites territoriales de Ferrol, que precisamente fue excavado por mi amigo el arqueólogo Andrés Pena. Entre esas conchas se encontraron restos de terra sigillata, una delicada cerámica de origen romano. Pero no sabía que las ostras se envasaran para enviarlas a Roma. —Los romanos aquí no inventaron nada. Antes de su

llegada a Galicia ya existía un comercio mundial, y las ostras y otros muchos productos se exportaban a través de rutas que

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cubrían todo el territorio. Y no sólo me refiero al Mediterráneo, sino que desde Galicia se comerciaba con todo el mundo conocido, incluyendo el norte de Europa y las islas británicas, cuando a Roma le faltaban todavía siglos para ser fundada. Los fenicios, por ejemplo, venían en busca del oro y la plata con los que se les pagaban sus mercancías. Y se hicieron tan ricos, que hasta las anclas de sus barcos las fundieron en oro gallego.

Dije que me parecía que ella sabía mucho más de Historia Antigua que yo, que no tenía réplica para eso porque carecía de datos, aunque sí que siempre había pensado que en Galicia, con comunicaciones muy difíciles y multitud de lugares inaccesibles, lo de incluirla dentro de un llamado comercio mundial me parecía una conclusión demasiado arriesgada. —Si lo de comercio mundial lo haces equivaler al concepto

actual, desde luego que no. Pero sí lo era en el mundo conocido de entonces. Además lo que me extraña es que desconozcas que los historiadores y tú lo eres, denominen World Market System a un auténtico mercado común y global, que ya existía hace dos mil quinientos años y del que, por supuesto, Galicia era una parte fundamental.

No quería iniciar una discusión académica ni de ninguna otra clase, así que sencillamente, decidí dejar de discutir, y asentí con un "pues ya ves" resignado, que creo subrayó, aún más, mi evidente ignorancia. Como pude, me disculpé para ir a apagar el fuego de la paella que, no es por nada, pero tenía un aspecto inmejorable y despedía un olor que abría el apetito. Le coloqué un paño encima y la dejé reposar. Mientras, nos ventilamos las ostras de la discordia, que más que afrodisíacas, estaban causando el efecto contrario. — ¿Sabes que el otro día estuvimos toda la noche hablando y lo único que sé de ti es que te llamas Ana? —le solté de repente al regresar para romper el hilo de la conversación anterior y llevarla a donde me interesaba. Ella contestó que tampoco sabía nada de mí, a pesar de que en nuestro primer encuentro casi le había contado la película de mi vida al

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completo. Y añadió también que había estado dudando entre acudir a la cita o bien excusarse por teléfono. Le pregunté por qué optó por lo primero, y su respuesta fue decir que yo le parecía: “interesante y buena persona”. Me debí quedar pensando, con cara de idiota, si se refería a que me había pasado la primera cita repasando mis exiguos conocimientos de Historia, para poder estar a la altura de su conversación y que, al final, la había dejado escapar, sin retenerla. Porque si no, ¿qué es eso de interesante y buena persona? Pero, vete a saber tú por qué, una parte de mí debió interpretar que, ya que al final había decidido venir y no llamar y decir: Me pareces muy interesante y buena persona, pero no

voy a ir, porque no eres mi tipo. Y me temo lo que puede pasar, porque te veo las intenciones.

Así que lo de interesante y buena persona debía significar otra cosa. Fue desde ese momento que quise dejarle claro que la turbación que me producía su presencia me provocaba una incomprensible parálisis mental. A mí, que sabes bien que siempre me sobraron las palabras para entablar conversaciones y para saber llevarlas a mi terreno, sobre todo con las mujeres. Y creo que eso lo expresé estupendamente porque casi tartamudeo y, al final, sólo logré decir algo así como: —Gracias. Y luego, tal vez un segundo después y como tomando carrerilla, añadí: —Pues tú a mí me pareces interesantísima, sobre todo porque eres un total misterio para mí. Una lástima de frase. Y encima, Ana me había tomado la delantera y ahora era yo el que estaba otra vez respondiendo a sus preguntas y excusándola. Y sobre todo, más nervioso que un colegial. —Es cierto, tan sólo nos conocemos de unas pocas horas —dije, aderezando la tontería con una media sonrisa forzada que temí que desde fuera hubiese quedado tan horrible como para que aquella comida no llegase a los postres. Y entonces hubo un instante de silencio que ella llenó con una mirada examinadora

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que me hizo sentirme desnudo como nunca me había sentido. Salí reculando de nuevo con un: —Voy a buscar el arroz —antes de escapar pitando hacia la cocina. Era uno de esos momentos en que lo que necesitaba era o un whisky doble o un cabezazo contra la pared, para despabilar la tontera. Casi que había tartamudeado. O había tartamudeado. Me estaba dejando ganar por ella como un descerebrado. Y el caso es que moría de ganas por tenerla. Así que me conjuré para mantener las distancias que marcara, sin hacer el estúpido y comportarme con la mayor naturalidad posible. Al llegar con la paellera en la mano fue Ana la que volvió a cambiar el tercio de la conversación, al decirme. — ¿Sabes qué estaba pensando? Que si hay dos poemas

iguales tal vez pueda haber más, tres quizá, o cuatro... es posible...

— ¿No crees que eso es rizar mucho el rizo y que una coincidencia semejante es ya demasiado? dije interrumpiéndola. No me contestó directamente, sino que comenzó con una pregunta que estuve a punto de responder, pero que sólo era de tipo retórico: — ¿Podrías precisar la fecha en que los poemas fueron

escritos? Porque sabemos que están escritos en gallego medieval y posiblemente, tus datos sean correctos y la confección del documento se pueda situar en torno al año 1250. Pero no es menos cierto que se trata de una traducción de un texto en latín anterior, aunque ¿de qué época? —Iba a contestarle, pero ella hizo un gesto con la mano y continuó— Sí, ya sé que tu amigo el arqueólogo dedujo, o casi mejor, aventuró, que podría ser del siglo VII. Pero, aun dando por buena esta suposición, también es cierto que la leyenda a la que alude, con toda seguridad, se remonta a un tiempo muy anterior al de la llegada de los romanos. Y por eso, es lógico pensar que el texto latino recogió una historia procedente de la tradición oral, todavía muy viva

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entonces. ¿Entiendes ahora por qué digo que tal vez existan más versiones de esa misma leyenda?

Parecía muy lógico y verosímil. Así que sólo dije: —Es posible que estés en lo cierto —tratando de ser conciliador y de evitar crear nuevos elementos de discusión, y luego, procurado echar el tema a un lado, añadí: —Te veo muy interesada por esos poemas, pero si te soy sincero, a mí no me provocan ninguna clase de atracción, ni artística, ni intelectual. No soy demasiado aficionado a las leyendas ni a la Historia Antigua y, en este caso, aun cuando tuvieras razón, no sé qué valor pudieran tener esos poemas como documentos históricos y máxime cuando se refieren a una leyenda. Ni sé tampoco que importancia puede tener que existan dos versiones o veinte. — No es eso. Me refiero a que la leyenda habla de un

gran tesoro y de una estatua de oro. Y por el oro es por lo que matan y mueren los hombres. O, dicho de otra forma, por lo que los hombres han luchado y matado siempre. ¿O es que acaso piensas que el único interés que existe detrás de todo esto es el meramente intelectual? —dijo muy llena de razón.

—Has hecho dos suposiciones —le contesté—. Y puede que estés en lo cierto. Aunque permíteme un par de objeciones: en Galicia hay miles de leyendas que hablan de oro y eso no significa que exista realmente. Y aún en el caso de que sí exista el lugar que menciona el poema y no haya sido encontrado ni violado por nadie en todos estos años, yo no sé si Luis Uría, que según creo tiene ya más de lo que necesita, ambiciona ese oro. Pero en el caso de mi amigo Ramón, estoy seguro de que te equivocas en sus verdaderos intereses. Y puede que los dos nos equivoquemos con Uría. Sea como sea, eso es algo de lo que podemos hablar después. —Yo no me refería ni a tu amigo Ramón Escadas, ni

tampoco a Luis Uría.

Estaba a la defensiva. Equivocándome. Y aún peor: siendo consciente de que mi subconsciente había iniciado una estúpida batalla de supremacías en la que estaba perdiendo en

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todos los terrenos. — ¿Entonces quién más? ¿Los dueños de los otros supuestos poemas? — ¿Quién sabe? Son ya demasiadas personas las que

conocen la existencia del poema y la leyenda.

Me daba la impresión de que lo que Ana insinuaba tal vez no estuviese demasiado descaminado. Y sus razonamientos parecían preñados de una seguridad que yo nunca tuve, aún por muy seguro que estuviese de lo que decía en un momento dado. Pero, sencillamente, nunca había enfocado las cosas de ese modo. Ni se me había ocurrido la posibilidad de la existencia real de un tesoro, ni que la historia de los poemas no fuese más que eso, una historia. Eso sí, tenía que reconocer que ya había recibido una propuesta de un coleccionista americano, ofreciéndome abundantes y sabrosos dólares libres de impuestos, dos faxes de relevantes historiadores interesados en ver el documento original, el poema por fax de un potentado mexicano… El brillo del oro, mirado así, parecía hacer despertar muchos ingenios. Pero, por otra parte, había que ser muy retorcido para no confiar en que todo fuera como aparentaba ser. Porque yo, además, prefería que todo fuese, simplemente, como era en ese momento: Ana y yo, en mi apartamento, sin prisas. Y lo que de verdad me jorobaba era que sentía que ella no tenía intención alguna de discutir conmigo, ni de competir. Yo tampoco quería, pero, sorprendentemente, lo hacía. Menos mal que Ana, como comprendiendo mis tribulaciones y mi mirada interrogante, sencillamente sonrió y dijo: —No trato de convencerte de nada. Eres tú quien ha de

convencerse de qué camino seguir para llegar hasta el fondo del misterio. Al fin y al cabo son clientes tuyos y te pagan por ello.

—No exactamente. Ramón Escadas es amigo mío y no un cliente. En cualquier caso, yo no me dedico a hacer investigaciones históricas, sino al turismo, que es lo que me da de comer. Y respecto de Luis Uría, ahora que lo dices, ni siquiera he tenido tiempo de pensar en cobrarle. —Pues si quieres sacar algo de esto, será mejor que

pongas un poco más de interés. Yo de ti, contestaría a Uría de

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inmediato y trataría de sonsacarle más detalles, antes de que él lo haga contigo.

—Y tú: ¿qué esperas obtener? ¿También crees en ese oro?, —le dije, medio iluminado de repente por una mala premonición. Porque la pregunta no era retórica, sino sincera: ella había aparecido en mi vida también a causa de aquella entrevista, o mejor, a causa de la atracción que la leyenda ejercía en ella, igual que Luis Uría y todos los demás. — ¿Realmente crees que lo que me preocupa a mí es el oro? —me dijo mirándome fijamente. Pero yo esquivé su ojos y tal vez imprudentemente añadí: —Hace un momento parecía que sí —y Ana, con una especie de gesto a medio camino entre el enfado, la paciencia y la resignación, respiró fuerte y en un tono que pretendía sonar sincero y convincente dijo: —Lo que me preocupa, créeme, antes y ahora, de ese oro,

es que significa muerte.

—Déjame tocar madera. —sonreí, llevando la mano por debajo del mantel a la parte inferior de la mesa, intentando bromear para romper la tensión que se estaba creando, tanto por mi primer dardo envenenado como por el tono, demasiado irónico, de la frase que estaba a punto de decir:— ¿Es que eres pitonisa o te dedicas a echar las cartas en tus ratos libres? —No sé si lo que pasa es que te tomas todo esto a broma o es de mí de quien realmente te ríes —respondió ofendida, mientras yo me mordía la lengua por bocazas. No me quedó más remedio que recular: —Perdona, no trataba de ofenderte. Era sólo una broma. Pero es que me parece fuera de lugar. Mi impresión es que esta no es más que una de las miles de leyendas que hay en Galicia. Y además ahora no tengo la cabeza para pensar en ello. —Está bien, dejemos el tema. A ver ¿de qué quieres

hablar?

Consideré que ese era el momento de pasar al contraataque. Me daba una segunda oportunidad y no estaba dispuesto a desaprovecharla, ni a perder la ventaja de jugar en mi

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terreno y con mis armas. —Mira, aunque quizás sea demasiado pronto, necesito decirte lo que siento: desde que te vi no consigo sacarte ni un segundo de mi cabeza. Y todo lo demás, incluido todo este asunto de los poemas o el mismo trabajo, no consiguen centrarme. Y te aseguro que es la primera vez que me sucede. Hice un deliberado mutis, para observar el efecto que le causaban mis palabras. No mostraba ninguna clase de sorpresa, tan sólo una sonrisa que quise interpretar como cómplice, aunque quizás sólo significara que comprendía que mi perorata había sido sincera. Después, me miró fijamente y con un tono que a mí me sonó a gloria bendita, dijo: —Me gustaría decirte que llevo toda la vida esperando oír

una declaración como la que tú acabas de hacerme pero, seguro que no me creerías —se me quedó mirando, bebió luego un sorbo del pálido vino dorado y añadió—. ¿Sabes?, contigo tengo la sensación de que hace mucho tiempo que nos conocemos, como si fueses un viejo amigo al que una se reencuentra al cabo de los años. Sí, ya sé que dicho así parece un tópico, pero créeme si te digo que es más real que una simple sensación.

—Me gustaría creerte, y lo haría si fuera verdad lo que dices. Pero seguro que otros muchos se te habrán declarado con mejor gracia que yo. En cuanto a eso de que soy como un viejo amigo, me decepciona. Yo no creo que pudiese nunca ser tu amigo. — ¿Por qué no? — ¿Me dejas responderte después de comer? No me gustaría meter de nuevo la pata y que vuelvas a ofenderte —Ana sonrió abiertamente, y esta vez seguro que cómplicemente. Incluso me pareció percibir en su rostro un velo de turbación que sólo le duró un instante. —Ya que no quieres ofenderme y que no vas a llamarme

de nuevo pitonisa o bruja barata, déjame sólo añadir una cosa: cuando vi tu entrevista en el periódico tuve el presentimiento de que te iba a pasar algo. No sé exactamente qué, ni por qué.

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—Al final harás que sienta aún más miedo del que me da tenerte enfrente —añadí sonriente, sin tener del todo claro si lo que ella decía iba en serio o en broma. —No creo en absoluto que tengas miedo de mí — respondió con el rostro muy serio y, por primera vez, fui inteligente aquel día y di la cambiada. —Tienes razón. Mi único miedo es que puedas desaparecer, en cualquier momento y de repente. — ¿Eso es otra declaración formal? —me interrogó aderezando el requerimiento con un brillo pícaro que esta vez sí tintineaba en su mirada. — ¿No quedamos en que esperaríamos al café para hablar de esos temas? —Creía que era de eso y no de los poemas y las leyendas

de lo que querías hablar desde el principio.

—Me parece que ya vamos entendiéndonos. No estaba mal ¿verdad? Había conseguido igualar las fuerzas y de las caras serias y los diálogos tensos habíamos pasado a una complicidad que se mantuvo durante el resto de la comida, y a una conversación fluida que, muy en mi estilo, fue dando saltos por temas como la gastronomía, la actualidad e incluso la decoración de mi apartamento, nada del otro mundo, por otra parte, sino más bien todo lo contrario. Ahora pienso que debí parecerle un poco superficial en esa primera impresión, pero ya me conoces: no me apetece discutir asuntos demasiado serios, ni ahondar en los desacuerdos. Porque las posturas enfrentadas crean distancia, y además, en este caso, el objetivo con ella era todo lo contrario: arrimarme. Y en ese momento mi cabeza estaba ocupada por una sola cosa, y no me apetecía hacerle sitio a ninguna más. Ana estaba preciosa. Voy tan rápido contándote las cosas que me dejo la mitad por el camino. Doy por hecho que la conoces y ni siquiera la has visto ni en fotografía. Es que parece muy fácil, pero me resulta muy complicado hablarle con naturalidad a este cacharro, pensando que eres tú. Estoy gesticulando y no me ves, por lo que seguro que te pierdes el sentido de muchas cosas. Pero bueno, ya me he ido. Vuelvo. Ana

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estaba preciosa. A ti te hubiera gustado, con el pelo suelto, aunque no de leona, sino peinado hacia atrás, con mucha dulzura. Vestía una camisa blanca de lino, de cuello barco, muy floja y larga hasta las caderas, sin botones ni adornos. También llevaba una falda azul claro, que le llegaba a los tobillos, con dos cenefas de un azul más oscuro en la parte inferior. Al igual que el otro día, tampoco lucía adornos, salvo la misma torques en su muñeca y el anillo. Esta vez el conjunto me pareció moda gallega de nuevo cuño. Adolfo Domínguez, tal vez. Era imposible que la dejase escapar. Llegó la hora del café. Dijo que le había encantado mi paella y yo, dándole las gracias, la invité a dejar la mesa y a sentarnos en el sofá azul del otro extremo del salón comedor de mi apartamento. Ella se llevó consigo su copa de vino, aun inacabada, sacó sus zapatos y se arrellanó, recogiendo hacia atrás sus pies sobre el sofá. Yo, tras poner la cafetera al fuego, fui a sentarme a su lado, evitando el sillón verde en el que cometí el error o la cobardía de sentarme la noche anterior. — ¿Y de qué quieres hablar ahora? Ana sonreía mirándome por detrás del cristal de la copa de vino que sostenía, balanceándola elegantemente en una mano que me pareció de porcelana. Me quedé con esa imagen porque, además de la blanca tersura de toda su piel, cada movimiento suyo desprendía una elegancia innata y un magnetismo que atraía de modo irresistible mi atención, hasta el punto de reparar en detalles como el modo en que cogía las cosas, caminaba, movía la cabeza o parpadeaba. Todo eso lo hacía delicadamente, pero al mismo tiempo con una exacta precisión. Y yo, a veces, pienso que debo parecer idiota o estar tan pirado como tú para flipar ahora poéticamente en lugar de ir al grano. Además, creo que esto ya te lo he contado antes. Y encima me he vuelto a ir del hilo y voy a tener que darle para atrás a la puñetera grabadora para ver por dónde iba. Esto de la moviola, al menos, es la parte positiva de este trasto. ***** Ya está: Ana me daba a elegir el tema de conversación.

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Fíjate que perderme justo cuando iba a contarte lo mejor. Entonces yo dije algo así como: —Quiero que me hables del presentimiento de que me podía pasar algo y también de tu profecía sobre la muerte a causa de ese oro en el que crees. Y ahora no me río ¿de acuerdo? —De verdad que no te entiendo. Llega el momento del

café y dices que quieres escucharme hablar sobre mi temor a que te pase algo y sobre la muerte a manos egoístas.

—Vuelves a tener razón —contesté y me quedé enganchado con su mirada. Fueron dos segundos de silencio, tal vez tres, ojos contra ojos, y luego, atraído por una fuerza telúrica o algo así, mi cuerpo hizo un acercamiento instintivo para intentar besarle los labios y mi brazo izquierdo fue a rodear su cuello. Ella, sencillamente, inclinó la cabeza hacia atrás, hasta quedar reposada en el sostén de mi codo, como un bebé en el regazo, y cerró los ojos. Y yo, en lugar de besarla inmediatamente, me quedé mirando su rostro, embelesado, unos pocos segundos. Disfrutando aquella foto inolvidable, de tanta belleza y tanta ternura. Y ella, de pronto, como extrañada de mi tardanza, levantó sus párpados. Entonces tuve miedo de que se incorporase y, sin más demora, en un rápido movimiento hacia adelante, le besé sus labios, rojos, carnosos, húmedos, deliciosos. Fíjate qué bonito. El resto, si esperas que te lo cuente, vas a tener que leerlo cuando escriba mis memorias. Pero ya te lo imaginas. Así que abro un paréntesis y lo cierro el martes, a las diez de la mañana: han pasado diecisiete horas. Todavía seguimos en la cama. Nada más despertar, la luz del sol ya entraba en tromba en la habitación, a través del hueco de un palmo que la persiana, estropeada, no consigue cerrar: las nueve y media. Buena hora para hacer una llamadita a la agencia y decir que se arreglasen sin mí. Tenía hambre porque, la cena del lunes, no recuerdo que la hubiésemos hecho. Ana dormía y, como buen anfitrión, me levanté despacito, me fui a la cocina y preparé zumo de naranja, café, tostadas… en fin, parecía domingo. Cargué todo en una bandeja y volví al dormitorio. Ana estaba tumbada boca arriba, con los pechos desnudos que aquel mismo haz de luz inevitable de mi ventana, iluminaba y

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calentaba, y con su rostro en la sombra. Me senté en la cama y me quedé mirándola. Casi no se la oía respirar. Me acerqué hasta sólo unos centímetros de su nariz. Oía el aire entrar suavemente y salir templado por su cuerpo. Criatura preciosa: hasta en una mañana, con su largo cabello desparramado sobre la almohada y sus ojos cerrados, era bella. Y se diría que soñaba sueños plácidos, serenos, felices. El caso es que me enamoré de Ana en ese momento. O mejor, me bastaron poco más de veinticuatro horas. No me preguntes por qué, ni como sé que estoy enamorado, porque ni yo mismo conozco la respuesta. Tengo ya treinta y cinco años y nunca antes me había sentido así. Ni siquiera de adolescente. Tú lo sabes, porque lo hemos hablado alguna vez y siempre te pareció mentira. Por eso tengo esa fama de mujeriego, que nunca he cultivado y que me ha caído encima. Pero es que si no te enamoras, es difícil mantener una relación con una mujer por mucho tiempo. A lo mejor no soy un mujeriego redomado, sino que esa condición nómada, de unos brazos a otros, me fue impuesta por no haber dado, en toda mi vida, con alguien de quien mereciese la pena enamorarse. Ahora lo estoy. Casi que completamente, o al menos invadido de esa pasión que convierte a uno en un animal en celo. Creo además que mi pasión es correspondida, con creces, por Ana. Es ella la que me arrastra a decir cosas que jamás he dicho a nadie, a ninguna otra. Incluso aquellas cosas que siempre me parecieron ridículas y cursis: los viejos clichés, parecen cobrar ahora un nuevo sentido. Puede que tengas razón cuando dices en tus poemas que la pasión se alimenta de sí misma con tal rapidez que agiganta la percepción de los propios sentimientos. Y espero que no tengas razón cuando dices que la pasión es un fuego que al principio arde demasiado intensamente, pero que por eso se consume enseguida, deviene en cenizas y su huella, su recuerdo, sólo es humo. Ya ves. He vuelto a releer tus versos y lo que antes no me gustaba de ti, la poesía de amor, que siempre me parecieron chorradas para ligar que yo nunca había necesitado, hoy, no sólo la encuentro espléndida, sino que también, acertada, porque encaja como un guante con lo que yo siento.

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Tal vez sea una estupidez, pero ahora, por primera vez, me importa el futuro. A mí, un tipo que estudió Historia, y por ello, con la vista puesta en el pasado y que, por otra parte, siempre vivió al día. Tú sabes que jamás me preocupó la palabra mañana. Sencillamente en mi vida nunca existió ningún mañana. Y, en cambio, ahora, me gustaría tener una bola de cristal y una mesa camilla con brasero, para sentarme y ver mi futuro con Ana. Aunque mi preocupación principal es saber si ese futuro existe. Y como sé que esto es, en esencia, contradictorio desde su enunciado, estoy incluso cambiando mi concepto del tiempo, o de los tiempos. Y todo porque lo que tengo es mucho miedo a que esto, por cualquier motivo, pueda terminarse y volver al vacío afectivo de toda mi vida. Porque ahora me doy cuenta de lo solo que estaba. Es exactamente lo mismo que si vives en la nieve. No sabes el frío que pasas hasta que viajas a un clima cálido. Y la vuelta es irremediablemente más fría aún. Siempre me sentí una persona solitaria y libre. Incluso con muy pocos amigos. Mi vida últimamente sólo estaba centrada en sacar la empresa adelante y en pasármelo bien, a mi manera. Me convierto en un empresario de corbata. Me embrutezco. Apenas conozco gente con la que pueda mantener una conversación interesante. Y fíjate que castigo para mí, que me encanta hablar, aunque sea a una grabadora como esta. Creo que hablar siempre fue mi modo natural de pensar. Las ideas sólo me salen con fluidez cuando hablo. En cambio, se me atascan en el papel. Todo lo que he escrito y publicado me ha costado un esfuerzo que a ti te daría la risa. Pero Ana me abrió las puertas de un mundo que no sé a dónde van a llevarme. Y eso también me da un poco de miedo. Porque detrás de todos los sentimientos, de ese fin de semana y de todas las promesas que nos hicimos, la leyenda contenida en los poemas y su inquietante contenido, se mantuvo flotando en el ambiente y en nuestra conversación durante todo el tiempo.

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CINCO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 2

Te preguntarás por qué en la primera cinta comienzo por contarte la truculenta muerte de Luis Uría y termino por el principio de una historia de amor con alguien que no conoces. Sé que soy un poco caótico hablando, pero en este caso no: las cosas son así. Sigo un orden cronológico lineal y si comienzo por contarte mi relación con Ana no es por ganas de que conozcas mis intimidades, sino porque ella es, además de una de las causas, sino la principal, de que me metiese de cabeza en todo este embrollo de los poemas, parte fundamental de la historia misma. Y lo de Luis Uría, de momento, las últimas consecuencias.

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Pero quiero ceñirme a los hechos, que son lo que importa y seguir contándote, ahora que son las cuatro y cuarto de la mañana del 26 de octubre, desde el punto en que finalicé la cara anterior. Pero antes de comenzar, para que lo sepas, te diré que me acabo de servir una copa de aguardiente de hierbas y esto que escuchas de fondo es música de Nightnoise, que he puesto para inspirarme y para que me dé fuerzas para grabar media hora más antes de irme a dormir. Además, creo que estaba perdiendo un poco el hilo, enrollándome sobre mis impresiones de primerizo enamorado que, seguro, te estarán haciendo mucha gracia viniendo de mí, aunque también sean importantes para que puedas comprender y comprenderme. Pues bien, seguimos el martes 19 por la mañana: Ana despertó, mientras que yo seguía allí sentado, observándola. Abrió los ojos, me miró primero con sorpresa, pero enseguida hizo lucir una sonrisa que anunciaba su bienvenida a este mundo. Le señalé la bandeja que había dejado en el suelo. —Buenos días. ¿Tienes hambre? —Sí. Desayunamos casi en silencio. Como un juego en el que sólo nuestras miradas y nuestros gestos tenían algo que decir. Los dos estábamos contentos, unidos. Pensaba que era increíble. Increíble que me despertase al lado de una mujer sin desear escapar corriendo o deshaciéndome en excusas para echarla, dependiendo de si era mi casa o la suya. Increíble que, sin conocerla de nada, no necesitáramos decirnos una sola palabra. Me bastaba con su sola presencia, y hasta ni me hubiese importado que fuese muda. Sentía también que no precisaba de ninguna otra cosa que en aquel momento estuviese fuera de la habitación. Comprendí, incluso, que el paraíso no es un lugar concreto, sino un estado mental: el de la felicidad. Y aquello debía de ser la felicidad. Hasta empezaba ya a tener ganas de morder de nuevo la fruta prohibida. Lástima que Ana sacase a relucir la manzana de la discordia. — ¿Sabes que estoy pensando? Que a lo mejor estás

investigando por el camino incorrecto.

— ¿Cómo dices? —Me refiero a que

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tal vez no te hayas hecho la pregunta

clave. datos rebuscando en libros y consultando arqueólogos te llevará hasta un callejón sin salida, porque poco más podrás averiguar además de lo que ya sabes.

—Pues no sé de qué otro modo… —Quiero decir que la importancia de esos poemas es otra. — ¿Otra?, ¿cuál? — ¿No te has preguntado por qué, a lo largo de, por lo — ¿Y qué pregunta es esa? —Pues, que tratar de encontrar

menos, dos mil o quizás dos mil quinientos años, al menos dos familias concretas han conservado esos poemas y los han hecho transmitir? Y si el poema de Escadas fue dos veces traducido: una, de la tradición oral al latín y dos, del latín al gallego: ¿por qué tomarse tantas molestias por un documento que, según tú, no tiene ningún valor?

Tenía razón. Toda la razón: el misterio consistía en saber por qué esos textos se convirtieron en bienes sagrados de las herencias de toda la rama familiar de los Escadas y los Uría. ¿Qué se suponía que tenían que ver con ellos y por qué se propusieron que ese legado insignificante trascendiese en el tiempo de generación en generación? ¿Era un mensaje para alguien del futuro, para un heredero de miles de años después? ¿Creían realmente en la profecía que encierra la leyenda? Todas estas preguntas, obviamente, me las sugirió Ana. No son fruto de mi discurrir mental, más que me pese. Estarás pensando que Ana es más inteligente que yo. Y seguro que no te equivocas, porque también yo lo estoy empezando a creer. Ana opinaba además que, al margen del texto mismo del poema, podría haber otros elementos: — ¿Tú te imaginas a tu amigo Ramón Escadas o a Luis

Uría, recogiendo ese pergamino como parte de sus herencias a la muerte de sus antecesores? ¿No te parece más lógico que ese poema se transmita en vida y junto con él, otras consignas no escritas?

—Como las brujas, que transmitían su saber a sus hijas y éstas a las nietas —dije exagerando mi tono, forzadamente

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misterioso. —Lo

dices de broma, pero no sabes cuánto has dado en el

clavo.

—No, lo digo en serio. Sólo el tono de mi voz era de broma. Tengo que reconocer que tienes razón, que lo que dices es lógico. Pero ¿sabes qué?, tampoco me imagino, conociendo a Ramón, que haya tenido una de esas vivencias iniciáticas. Si le vieras, opinarías lo mismo que yo. A Ramón sólo le preocupa su finca y su casa. —Si yo estuviese en tu lugar, lo primero que haría sería

hablar con él, a pesar de lo que creas. Y, por supuesto, aceptar el encargo de Luis Uría y hasta remitirle de inmediato un detallado cuestionario.

¿Por qué iba a negarme?, ¿qué perdía con eso?, ¿no era, acaso, lo más fácil: hablar con Ramón y escribirle una carta a Uría? —Pues, por complacerte, voy a hacerte caso. Confiaré en ti, seguiré tu método y ya discutiremos más adelante sus resultados. Ana me besó en los labios y yo aparté la bandeja hacia un lado de la cama y la abracé, sintiendo su piel caliente, sus pechos tiernos clavándoseme provocadores y su olor dulcísimo traspasándome en el centro de mí mismo… ¿Pensabas que ahora venía lo bueno? Pues te vas a quedar con las ganas, porque sigo siendo un caballero. Pero sí te diré algo, al menos para que no blasfemes demasiado contra mis brotes de autocensura: si Ana ya me había sorprendido la primera vez que la vi, en O Galo primero y luego en Casa Roberto, en las distancias cortas todavía ganaba más. La impresión que la perfección y lisura de su piel me producía a la vista, se acentuaba aún más al tocarla: te juro que nunca acaricié nada tan suave como ella. Pero no era sólo la vista, o el tacto, sino que todos mis sentidos se desbordaban: su olor magnético, su deliciosa voz, el sabor de sus besos y de su carne. Todo eso, percibido simultánea y conscientemente, me provocaba y me provoca un ansia irrefrenable, una pasión incendiaria. No sé explicarte mejor, para eso tú, que eres el poeta.

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Seguro que incluso tendrás algo escrito que hable de este tema, faltaría más, ya te estoy viendo. Y seguro que, después de leerte a ti, tu mujer parecería en esos versos más suave que Ana, que huele mejor y que es más dulce su voz, pero sería pura sublimación provocada por la sutil arquitectura de tus palabras, pero no porque responda a la verdad. ¿Algo que replicar?

*****

He hecho una pequeña pausa para servirme otra copa de lo mismo, que me bebo a tu salud, lamentando no poder compartirla juntos. Acabo de mirar por la ventana y no he visto a los dos tipos que estaban en la terraza hace un rato. Ahora el bar está cerrado y esos han debido largarse o estar en alguno de esos coches a los que, desde aquí, sólo veo el techo. Estaba pensando, hace un momento, que quizás no te he contado aún lo suficiente acerca de la leyenda. Como todas las leyendas, su apariencia, puede parecer muy simple pero, bajo ese vestido suelen esconderse las creencias míticas, religiosas, culturales y sociales del pueblo que las crea. Aunque no sean, precisamente estas, las interpretaciones en que me voy a centrar ahora. Según el texto del poema que Luis Uría me había enviado por fax, el contenido, aunque ligeramente distinto al del pergamino de Escadas, nos cuenta igualmente que el rey Uriel, herido de muerte, hizo jurar a su druida que tanto en las dos leyendas como en Galicia se denomina con el nombre de ovate, término muy similar al usado en Italia: vate que cuidaría de su amada hasta que él regresara: hete aquí la profecía. El cuerpo del rey se convirtió, en el momento de su paso al otro mundo, en una estatua de oro aunque en ninguno de los textos, naturalmente, se diga cómo se produjo tal trance y, de esa misma estatua, tal vez transmutada de nuevo en carne, volverá algún día el mismo Uriel. Por eso, se supone, la estatua fue alejada de la avaricia de las miradas y oculta en una cueva, junto con el resto de pertenencias del rey, tanto personales como suntuarias, que constituirían un tesoro nada desdeñable una práctica habitual en muchas culturas. Lástima que, respecto de la cueva, los

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pergaminos sólo nos digan que está cerca del mar. Esto es, en resumen, lo que coinciden de decir los dos poemas. Puede deducirse, casi con total seguridad, que se trata de una leyenda de origen celta. Así, al menos, parecen señalarlo elementos como el de la transmutación en oro, la inmortalidad del alma que conserva los rasgos de personalidad y aspecto, como nos revela la famosa leyenda irlandesa de Mongan la creencia en la reencarnación, la profecía del rey o el compromiso que unía a la mujer amante y al druida con el regreso del rey en el tiempo, que son comunes a numerosos mitos, tanto gallegos como irlandeses y también de otros pueblos de rasgos indoeuropeos. Es curioso constatar que los celtas nunca escribieron, ni desarrollaron una escritura a partir de su propia lengua, salvo en una época ya muy tardía y con caracteres romanos, de la que existe constancia por algunas inscripciones recientemente encontradas. Las razones, según parece, fueron de tipo religioso ya que, en la época de su máximo esplendor, existían en el resto del mundo conocido numerosos alfabetos de los que, con toda certeza, tenían noticia –como los de los fenicios, cartagineses, griegos o egipcios, pueblos con quienes mantuvieron contacto e intercambios comerciales, pero que tampoco adoptaron. La fuerza de su cultura se transmitía de modo oral. El druidismo, en su función educadora, formaba y transmitía esa cultura durante un período de formación de hasta quince años, durante el cual se enseñaban filosofía, astronomía, música, oratoria y medicina. Debían también memorizar fielmente todas las leyendas, poemas, canciones e historia precedentes. Pero para llegar a ser druidas debían conocer, además, las fórmulas de los ritos, de los conocimientos sobre cómo combinar las cualidades de las plantas y animales para fabricar tanto remedios para las enfermedades, como fórmulas mágicas. Por ello, respecto del pergamino que contiene la leyenda, y abundando un poco más tanto en lo que me reveló mi amigo el arqueólogo, como lo que yo mismo consulté por mi cuenta, sabemos que fue a partir del siglo VII cuando se empezaron, por vez primera, a recoger en textos escritos las múltiples leyendas existentes en la tradición oral. Casi siempre a cargo de monjes

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cristianos que, conforme a sus creencias, eligieron los que más se ajustaban a la nueva moral y descartaron aquellos que pudiesen incurrir en herejía o ser contrarios a los intereses de la iglesia, salvo en aquellos casos que les sirviesen como ejemplo de escarnio. En otras muchas ocasiones, las transcripciones no fueron puras, sino que el escritor las adaptó conforme a sus gustos, añadiéndoles elementos de la nueva doctrina o cambiando los personajes protagonistas originales, por santos de la nueva religión. Pero este sincretismo de la iglesia católica tuvo también un claro antecedente en el mundo romano que, en el ámbito religioso, adoptó como propias muchas de las divinidades celtas a las que, sencillamente, cambiaron de nombre. La existencia de ese sincretismo constatado es, para muchos, la prueba certera de que la cultura invasora, pretendidamente superior, no era tal. Y que, pese a la superposición de estratos, las bases de la cultura celta, afloraron y prosiguieron marcando el modelo social y cultural hasta la actualidad, donde aún puede rastrearse en el folclore, la música, las leyendas y las fiestas paganas y religiosas. El caso es que, volviendo a la discusión acerca de la leyenda y a mi conversación con Ana, ella, sorprendentemente, creía cierta, o al menos verosímil, la existencia de la estatua de oro. Incluso, a partir de los poemas, suponía que, de acuerdo con la profecía, ese rey Uriel que mencionan y que juró retornar pese a no figurar ninguna mención expresa a cuándo, lo haría dentro del seno de una de esas “cuatro familias” que coinciden en nombrar los dos textos. Ello explicaría, de creer en ello, el por qué fueron transmitidos de generación en generación, así como la existencia, tanto de los dos pergaminos, como de la suposición de Ana sobre la posibilidad de que hubiese otros, similares: cuatro, uno por familia. Esa posibilidad, desde mi punto de vista, aunque lógica, podía ser irrelevante: porque podía ser que en dos de esas cuatro familias a nadie le diese por plasmar en un soporte físico la tradición oral heredada o, sencillamente, que alguien, en el curso de la historia hubiese roto la cadena. Tanto porque alguno no hubiese tenido descendencia como por cualquier otro motivo desconocido, cuya enumeración de posibilidades sería larga de

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hacer. Pero, sobre todo, me parecía que esa clase de interpretaciones textuales no tenían mucho sentido dentro de la irrealidad que, por definición, tiene toda leyenda. Y, además de ver tras todo ello explicaciones necesariamente más prosaicas, le objetaba también que resultaría complicadísimo comprobar su veracidad, dada la necesidad, por ejemplo, de reconstruir, cuando menos, los árboles genealógicos de Ramón Escadas y Luis Uría. Laberintos imposible de recorrer teniendo en cuenta la antigüedad que suponemos al origen de los textos. Y, aunque fuésemos capaces de remontarnos hasta la época en la que fueron escritos, resultaría imposible avanzar más atrás, dada la conocida inexistencia de documentación de ninguna clase. Y, por si esto fuera poco, ¿quién nos garantiza que los propietarios actuales de esos pergaminos proceden de las primitivas familias donde se originó? No se puede descartar la alta probabilidad de que hubiesen cambiado de manos: robados, vendidos, yo que sé... Me parecía mucho más verosímil la suposición de que, si la leyenda trascendió, fue más que nada por el deseo incumplido de encontrar el tesoro oculto del rey Uriel, que es una creencia muy fácil de mantener viva, pese a que tal tesoro pueda existir realmente o no. Ana no negaba que esta tesis mía contuviese parte de la verdad. Pero consideraba que además había otras razones que se nos escapaban. No sé por qué te hablo de estas conjeturas de Ana en las que, decididamente, no creo. Porque esto ya no lo encuentro lógico. Nadie me va a hacer creer, por supuesto, en el regreso de los muertos y menos aún que puedan hacerlo en el seno de la misma familia que sus ancestros. Tampoco que nadie pueda transmutarse en oro una vez y de oro en carne viva, otra. Y respecto a la amante condenada a esperar a su amado: ¿qué sabemos de ella? ¿Cuánto tiempo pudo esperarle, quizás toda su vida, hasta morir? Es obvio que en esto, la profecía falló, puesto que de haberse cumplido ya, no tendría sentido que la leyenda permaneciese tal cual, sin incorporarse el final del regreso del rey junto a su amada. Y si no falló, la amada estaría indudablemente muerta, ya que las leyes de la vida le impedirían esperar el

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larguísimo regreso del amado. Según Ana mi incredulidad no implicaba que otros sí creyesen y ese era especialmente el peligro. —Pero ¿qué otros? —le dije. —Los mismos que siempre han buscado el mismo tesoro, sin encontrarlo. Aunque el verdadero premio nunca es el oro —me contestó. —Pero, ¿quiénes? —insistí. —Todos, la historia está llena de casos —me dijo. Y no quise inquirir, ante su evidente evasiva, porque supuse que era inútil. Pero lo intenté de otro modo: —Eso que dices de que el premio nunca es el oro me recuerda a una leyenda que no sé si conoces, de la moura que en la mañana de San Juan sale de su casa cargada con un tesoro formado por finas piezas de oro, las extiende sobre una tela y pide a quienes pasan, que escojan, de lo que ven ante sí, la que crean tenga más valor. Si aciertan, será suya, sin pagar nada a cambio. “Pero sólo tenéis una oportunidad”, les dice. Todos, sin excepción, eligen la pieza de mayor tamaño, o la que más brillantes engarza. Pero, al intentar cogerla, se desvanece entre las manos, como si no fuese más que un fugaz espejismo. “¿Cuál es el error?, sin duda mi elección era correcta”, pregunta cada uno de ellos, sin reparar en que, lo más valioso, no era el oro, sino ella. La prueba se repite siempre con idéntico resultado. Por ello, la moura, como ser a caballo entre dos mundos, que no consigue su liberación, se convierte en carbón en algunas versiones o en fuente encantada, en otras. —Sí, ese es un buen ejemplo y una bonita prueba de

amor, si eres elegida. Ahora ya no se hacen pruebas de amor, sólo se hacen frases. Casi siempre vacías de verdad.

—Yo nunca te haré frases que no pueda cumplir. Ana sonrió y, lapidaria, me dijo: —Nada hay de cierto en el corazón de los hombres,

porque aun cuando el corazón siga latiendo con la misma frecuencia, no siempre sus razones mandan. En el mundo manda más el oro que el amor. Vence siempre la ambición sobre la

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generosidad y también el egoísmo sobre la entrega. Salvo que el llamado amor sea sólo sexo sin compromiso.

Y yo, en un arrebato romántico, que al recordarlo ahora para explicártelo a ti, casi me sonrojo, le dije: — ¿Cómo puedo saber si los sentimientos de mi corazón son inciertos cuando me dicen que te amo? —Superando una prueba. —Y la prueba, ¿cuál será?, ¿ser capaz de resistir el peligro de los buscadores de oro que según tú persiguen el tesoro y puede que también vengan contra mí, hasta el punto de que dices que habrá muertes? ¿Acaso la mía? expresé teatralmente y de un tirón. Pero Ana permaneció en silencio, pensativa. Finalmente, alzando sus ojos, me miró y dijo: —Creo que es mejor que antes de que yo te conteste a esa

pregunta, te la contestes tú a ti mismo. La prueba de amor no será para convencerme a mí, sino a ti, de tus propias creencias y de tus sentimientos. Y ahora todavía no estás preparado. Estás demasiado lejos de poder conocer y asumir la verdad que encierra la respuesta.

Lo dijo tan en serio y resultó tan tajante frente a lo que no entendió como broma y lo era, que no me aventuré a replicar más. Tímidamente, me atreví a añadir: Está bien y puse cara de lo siento y también un poco de cordero a punto de degollar. Menos mal que el resto del día no volvimos a hablar de ello. Tan sólo me dejé ir, hundirme lentamente en sus brazos, en el calor de su cuerpo, en sus besos, en el mar de sus cabellos, en su ternura infinita, en su suavidad extrema... y no se me ocurre nada más que decirte, sin trascender del ámbito de la poesía, pero te aseguro que es mucho. Deberías enamorarte alguna vez, en serio. ¡Ja! Es broma, sé que vosotros, los poetas, lo estáis siempre y más tú que eres un fiel amante y compañero, como creo que dices en alguno de tus poemas. En este punto sé que destrozarás el casete a patadas. Pero cálmate, porque voy a cambiar la cinta, a ponerme otra copa y relajarme un poco. Luego vuelvo.

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SEIS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DE CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 3

El miércoles por la mañana, tal como había convenido con Ana, traté de ponerme en contacto con Ramón. Le telefoneé a su casa de Ferrol, sin mucha esperanza de encontrarle allí, esa es la verdad, pero, no sé si las hadas o los hados, estaban de mi parte. Mi intención inicial, de tener la suerte que finalmente tuve, era invitarle a cenar y pasar la velada juntos, charlando. Así que le pregunté si le venía bien acercarse a Santiago y recogerme en la empresa a eso de las ocho. Me contestó que había ido a Ferrol por la ineludible obligación de pasar la revisión anual de su viejo coche, pero que estaba a punto de regresar a Vilarmaior, ya que tenía un compromiso con un grupo de amigos con el que había constituido una especie de círculo gastronómico. Se reunían una vez al mes en la casa de aquel a quien correspondiese, por turno

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rotativo, hacer de anfitrión. En esta ocasión le tocaba a él hacer de cocinero y tenía previsto preparar un menú a base de diversos platos con setas. La única posibilidad, si quería verle ese mismo día, era que yo fuese a su casa a eso de las cinco. Acepté a la primera, pese a tener un día sobrecargado de compromisos, dos de ellos esa misma tarde, que hube de posponer no sin cierta satisfacción, por qué no decirlo. Le prometí que estaría puntual, siempre y cuando me tuviese preparada una cafetera humeante y una de copa del licor café que él mismo elabora y que es un auténtico sirope de dioses. Lástima que no sepas lo bueno que está. Tenía tanto trabajo atrasado, por mi ausencia del día anterior, que no tuve más remedio que comer un bocadillo en la oficina. Pero a eso de las cuatro, planté todo, cogí el coche y recorrí los setenta y cinco kilómetros en dirección norte que separan a Santiago de Vilarmaior. En todo el camino no dejó de llover ni un segundo y encima, una densa niebla me amargó el viaje y no me abandonó, prácticamente, hasta dejar la autopista. Eran las cinco y cuarto cuando llegué, retrasado y cabreado. Ramón me estaba esperando sentado en su rincón favorito: un porche con vigas y techo de madera, coronado de teja del país que, hacía ya algún tiempo, él mismo había construido en la fachada principal de la vieja casa familiar. Durante los veinte últimos años dedicó mucho tiempo y esfuerzo a restaurarla, hasta convertirla en una preciosa casona, casi señorial. Vive en ella prácticamente todo el año, salvo los meses más crudos del invierno, que los pasa en su piso de Ferrol: uno de esos inmuebles antiguos de la calle María, de techos altos y habitaciones interiores, con tabiques de tablilla y suelos de madera sin fundir, en el que tan sólo renovó el baño y la cocina, además de instalarle calefacción. Pero, en cambio, conserva las habitaciones tal cual estaban desde la muerte de su mujer, Felicia, cinco años atrás. Cada rincón, cada detalle, delatan su ausencia de un modo que a mí, cuando le visito, me produce una sensación extraña, incómoda. En cambio él dice que, de esa manera, es como si nunca se hubiese ido, como si acabase de bajar a hacer la compra y estuviese a punto de regresar en cualquier momento. Ramón cumplió en enero sesenta y dos años. Y está retirado. Prejubilado, como le gusta decir a él, por pura

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coquetería. "Es que no estoy tan viejo como para

verme aun jugando a las cartas en el Hogar del Pensionista", me había dicho la última vez que nos vimos, en

Santiago, hacía menos de un mes. La verdad es que no aparenta los años que tiene. Se diría un cincuentón bien conservado. Todavía mantiene gran parte de su pelo castaño oscuro, aunque ralo, y tan sólo sus sienes lucen el brillo plateado de las canas. Siempre fue un tipo enjuto y huesudo, aunque, desde su viudez, el contorno de su cintura muestra cada vez con menos disimulo, algunos quilos de más:

“Es el flotador con el que me voy a ir al Caribe en un viaje de la tercera edad” —se

defendió irónico, la última vez que nos habíamos visto, tras reprocharle su sobrepeso. Aunque luego: “Ya se sabe, una

vez que uno enviuda parece que quiere hacer todo aquello de lo que se privó. Y yo estoy comiendo, y bebiendo, demasiado para la vida sedentaria que llevo. Pero que quieres, me gusta y no estoy ahora por negarme caprichos". —

añadió en un tono a medio camino entre la justificación y el sonrojo del que se siente como cogido en falta. Ya fuera la ausencia de actividad laboral, la viudez, las pocas ganas de pasar privaciones, o la suma de todo eso, el caso es que había perdido una parte de aquel aspecto fibroso, e imagino que también la agilidad felina que a mí me llenaba de asombro, cuando le veía subir a la rama más alta de cualquier árbol, para descargarlo de fruta. Su rostro, en cambio, mantiene las mismas facciones marcadas, angulosas y recubiertas por una piel curtida y grasa. Siempre me llamó la atención el extraño equilibrio entre sus cejas, ojos, nariz y boca que, a pesar de ser elementos imperfectos tomados uno a uno, en conjunto, le hacen agradable a la vista. Incluso parecen dejar translucir su armonía interior y su sensatez. Sus ojos, pequeños y oscuros, pero vivos, inquietos y hasta traviesos, ponen de manifiesto una inteligencia, que luego se acentúa aún más en cuanto comienza a hablar. Ramón es uno de esos curiosos ferrolanos de formación autodidacta, que nacieron con la guerra y siempre mantuvieron vivo un espíritu de superación continuo: lector voraz, siempre

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informado y lleno de inquietudes políticas y sociales. Aunque en realidad él es ferrolano de adopción, porque su lugar de nacimiento fue su propia casa de Vilarmaior. De hecho, llegó a Ferrol a los catorce años de edad, para ingresar en Bazán como aprendiz. Y, al igual que muchos otros, en el astillero iba a pasar el resto de su vida laboral, hasta que decidió aceptar la prejubilación, tras la muerte de su mujer. No tuvo hijos. Al parecer por un problema de incompatibilidad sanguínea, no sé si motivado a que Felicia y él eran primos. Ramón me invitó a sentarme en un precioso banco de madera labrada, con cojines de cuero marrón encima. Justo delante, sobre una mesa a juego con el banco y sin mantel, estaban esperándome su vieja cafetera italiana de aluminio, aún caliente, la botella de licor café, el azucarero, un servicio limpio y el otro, usado. —Veo que no has esperado por mí. —Yo tomo el café a las cinco en punto,

como los ingleses. Y cumplo las promesas que les hago a los amigos. Eres tú al que le falta la puntualidad de los británicos y la palabra de los celtas —me dijo sonriente— Pero tranquilo, te acompañaré. Así que, ya que llegas tarde, lo menos que puedes hacer es ponerme otro.

Serví el café, ya templado, para los dos y me senté en el banco junto a Ramón, que me miró interrogante y luego disparó: —Hacía más de un año que no estabas aquí

y hoy me llamas para vernos, con la urgencia del que no puede esperar a mañana, y diciéndome que tienes que hablarme del poema. Explícame esa prisa.

—Mi prisa tiene que explicarse despacio. — ¡Huy! ¡Que misterioso llegas! Pero no me

lo digas. Mejor, te lo digo yo, porque es bastante fácil: estás aquí por culpa de una mujer.

Me dejó completamente sorprendido, pero reaccioné y contesté: —No te voy a dar el beneplácito de la victoria, tramposo. Así que te diré que sólo tienes razón a medias: es cierto que hay una mujer, pero no es la causa de que yo esté ahora aquí.

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—Tú te has enamorado —me soltó con descaro—. Sólo hay que mirarte a los ojos para verlo y para ver que también mientes. Así que una mujer. Eso me lo tienes que contar. —A ver, dime como lo supiste. ¿Qué pajarito te cantó al oído que me ha visto cenando en Santiago en buena compañía? — ¡Pero bueno! No tengo falta de eso. Lo

que pasa es que te conozco desde que naciste y no me puedes engañar: soy más viejo que tú. ¿Quieres que siga?

— ¡Por mí! Ya me estoy acostumbrando a tratar con profetas y adivinadores. — ¡Si es muy fácil, hombre! Aunque no

quiero dejarte quedar mal. Cuéntamelo tú, que para eso viniste.

—Yo no he venido a contarte nada a ti, sino a que tú me cuentes a mí, algunas cosas acerca del contenido de ese pergamino que me dejaste. —Ese pergamino te lo di hace más de un

mes y, hasta hoy, preguntarme nada. no se te había ocurrido

—Está bien, acepto mi derrota. Estoy aquí por culpa de una mujer que se llama Ana. Ella fue la que me hizo plantearme cuestiones acerca de ese poema, que a mí nunca se me hubiesen ocurrido. No por falta de recursos intelectuales, como comprenderás —pronuncié con sarcasmo—, sino, porque ella y yo partimos de puntos de vista diametralmente opuestos. —Vaya, así que Ana. Y yo que pensaba que

se llamaba Elena y que, en realidad, venías a disculparte.

— ¡Ya te entiendo! Por un momento llegué a pensar que tenías el don de la clarividencia. Pero veo que no eres tan listo. Lo que te pasa es que estás dolido por el asunto ese de la entrevista en el periódico y has supuesto que le he contado a Elena la leyenda del poema, porque me había enamorado de ella. —No exactamente. He supuesto que se la

habías contado para impresionarla, haciéndote el listillo; que sería lo normal en ti habiendo una mujer de por medio. Pero al menos he acertado en lo de que estás enamorado. Eso

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salta a la vista, aunque verdaderamente sorprendente.

no

deje

de

ser

Realmente, Ramón, me conoce. Y no me quedó más remedio que explicarle el lío en que me había metido por culpa de Elena y como, por esa causa, habían entrado en mi vida, entre otros, Ana y Luis Uría. —Y dices que te envió una copia del

poema, así, sin más. ¿La tienes ahí?

Efectivamente, tenía el fax en mi maletín, en el maletero del coche. Fui a buscarlo y se lo enseñé. Ramón sacó sus gafas de cerca del bolsillo de la camisa, se las puso y se enfrascó en la lectura del texto durante más de cinco minutos. Mientras tanto, apuré de un trago el café, serví el licor en la taza vacía y entretuve mis sentidos en apreciar su delicado y sutil equilibrio de sabores, aromas, color y cuerpo; en tanto que mi cabeza, imagino que por alguna extraña asociación que emergía desde el subconsciente, se lanzaba a recorrer con el pensamiento el cuerpo de Ana. Ramón interrumpió la doble delicia de aquel momento. —Curioso, muy curioso —dijo, devolviéndome el papel. — ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No te resulta sorprendente que el tal Luis Uría afirme que haya recibido el poema como legado de familia? Es exactamente lo mismo que tú me dijiste del otro pergamino. —Ya. Eso y muchas otras cosas. Es todo

muy curioso. ¿Y qué hay respecto de esa Ana? ¡No tendrá otro poema!

—No. Pero ella cree que si hay dos poemas, tal vez podría haber más, tres, cuatro... — ¿Qué podría haber más? Pero, ¿quién es

esa mujer y qué es lo que quiere?

—No lo sé. Prácticamente acabo de conocerla. Pero creo tienes razón: me he enamorado de ella. Al escuchar mis propias palabras me sonaron ciertas, rotundas. Y me di cuenta, no sólo de que no las había dicho en sentido figurado, sino que, por primera vez en mi vida, expresaban toda su literalidad. Me había enamorado. Y lo estaba reconociendo, más que ante alguien, ante mí mismo, y quizás por primera vez.

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— ¿Y qué es eso que me decías antes de que te ha hecho plantearte cosas en relación con el poema? ¿Qué cosas? Pues, qué tenía de importante, más allá de las propias palabras que contiene, para que hubiese sido transmitido por su familia, de generación en generación, durante cientos o miles de años, hasta llegar hasta él. Esa era la pregunta clave de Ana, que había hecho que yo estuviese en aquel momento tratando de interrogar a Ramón y siendo yo el interrogado. —Esperaba que esa inquietud saliese de

ti. Pero no importa, te lo diré. Aunque, antes, déjame preguntarte algo: ¿Cómo crees que tú y yo nos conocimos?

— ¿Qué cómo nos conocimos? No sé. ¿Por qué me respondes con una pregunta? —Porque es obvio quiero saber primero tu

respuesta.

—Está bien: no sé cómo nos conocimos. ¿Cómo quieres que recuerde eso? Yo era entonces un niño muy pequeño. Imagino que sería en la ferretería: tú eras cliente y amigo de mi padre. —Su mejor cliente, pero no su amigo. —Ya. Pero sigo sin entender qué relación hay entre que yo recuerde cómo nos conocimos y mi pregunta. —O sea, que no sabes cómo ni por qué. ¿Y

somos amigos o no?

—Pues claro que somos amigos, hombre. ¿Qué tiene que ver eso? —Pues tiene que ver que tú no me

consideras tu amigo.

Me quedé sorprendido, casi ofendido. Luego, pensé que, en cierto modo, tenía razón. Aunque en sentido contrario al que él insinuaba. Le dije: —Puede que haya algo de verdad: es cierto que no pienso en ti como un amigo, sino como alguien más cercano. No eres de mi familia, ni nada mío, pero siempre has estado ahí cuando te he necesitado. Tanto para requerirte consejo, contarte mis penas, o pedirte dinero, que de todo hubo y no lo olvido. ¿Cómo voy a olvidar que me ayudaste incluso mucho más que mi propio

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padre? En realidad, eres una rara mezcla de padre, amigo y familiar, sin ser ninguna de esas tres cosas. Pero si lo que estás poniendo en duda es mi aprecio o mi amistad, estás muy equivocado. —No, no es eso. Lo que quiero decir es

que siempre me has visto como a alguien que te sacaba de los apuros, más que como a un verdadero amigo. Porque, fíjate, después de tantos años, casi no me conoces. No sabes nada de mi familia, ni de esta casa, ni de mi vida.

— ¡Eso no es cierto! No digo que lo sepa todo, porque nunca se llega a saber todo de nadie. Pero claro que sé muchas cosas de ti. Además, ¡cuántas no hemos pasado juntos! Ya de crío, me llevabas de excursión, al cine; incluso venía de vacaciones a esta casa, y la conozco perfectamente, salvo en esos últimos retoques que le has dado. Puede que en los últimos años tú y yo estuviésemos algo más separados, aunque sólo físicamente, porque tampoco hemos dejado de vernos, ni de hablar por teléfono. Y respecto a tu familia, puede que desconozca algunas cosas, pero reconoce que de ti lo sé casi todo. —Naturalmente que hay cosas de mí que sí

sabes. Pero también hay muchas más que desconoces. Y hasta ahora nunca tuviste curiosidad por saberlas. Ni tan siquiera has pensado mucho en ello. Por ejemplo, ¿por qué crees que hacía todo eso por ti?

— ¿Quieres saber la verdad? Pues, no te ofendas, pero siempre pensé que era porque como Felicia y tú no tuvisteis hijos…mi padre también lo creía y quizás por eso nunca puso pegas a que fuese con vosotros. —Realmente, no me conoces. Aunque no toda

la culpa sea tuya. Pero estás equivocado en las dos cosas. Te aseguro que el hecho de que Felicia y yo no tuviésemos hijos, nada tuvo que ver. Nunca te consideré como el hijo que no tuve. Ni antes, ni después, ni ahora. Y respecto a tu padre, él nunca puso pegas porque yo era uno de sus mejores clientes y el negocio no le iba muy bien. Aunque estoy seguro que diría eso para justificarse, para hacerse pasar

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por el buen samaritano —Ramón me miró fijamente y acercándose a mí, añadió en un susurro— ¿Sabes una cosa? Tu padre nunca me gustó.

—Entonces…no entiendo nada. Vamos a ver, pongamos que tienes razón, que no te conozca, ni que nunca haya tenido interés por saber más de ti. Con lo que creía y sabía me bastó. Pero, si hay muchas cosas que no sé, algo de culpa tendrás tú por no habérmelas contado. —Sí, eso quizás sea tan cierto como tu

falta de curiosidad.

—Pues ahora puedes aprovechar la curiosidad que empiezo a tener y comenzar por el principio, porque voy a escucharte todo el tiempo que haga falta. Pero me tienes que prometer que vas a responder a todas mis preguntas, que ya me has dejado dos con el casillero en blanco, haciéndote en una el sueco y, en otra, el sordo. De lo contrario, no admitiré ya más culpas al respecto. —Está bien, pero será mejor que entremos

y nos acomodemos en el estudio, que empieza a hacer algo de frío. Y hablaremos de los misterios de Eleusis o de lo que quieras, te lo prometo.

Recogimos la mesa, entramos en la casa y bajamos la escalera que lleva al estudio. — ¡Esto es nuevo! —exclamé. Ramón había descubierto la piedra de las paredes recebadas que, en mi última visita a aquella casa, todavía estaban pintadas de gris perla. También era nueva una chimenea francesa, de granito labrado, que todavía mantenía vivos, en una esquina, algunos rescoldos que Ramón avivó con un fuelle de mano, hasta hacer brotar unas pequeñas llamas, a las que enseguida alimentó con un gran trozo de leña de eucalipto, aún verde. La madera comenzó de pronto a crepitar y a arder lentamente, impregnando con su aroma balsámico toda la estancia. Las paredes del estudio estaban, desde el suelo hasta el techo, completamente cubiertas por librerías repletas de volúmenes. Incluso la puerta, la ventana y la chimenea, estaban enmarcadas por los anaqueles, de caoba muy oscurecida y evidentemente, hechos a medida, aunque, por su estilo,

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parecieran haber salido de un anticuario. Frente a la ventana destacaba una enorme mesa de despacho de madera maciza y patas torneadas, también casi negra, sobre la que tan sólo había una vieja máquina de escribir Olivetti y un tintero dorado con plumas de ave. El suelo, realizado a base de trozos irregulares de pizarra, estaba cubierto por una vieja alfombra de lana, muy gruesa, de motivos geométricos. Sobre ella, tres sillones orejeros tapizados de pana gris oscura, se disponían al frente y a los lados de la chimenea y circundaban una pequeña mesa redonda, a juego con el resto de los muebles. Había además dos lámparas de pie, también negras, con pantallas cilíndricas de pergamino, situadas a ambos extremos de la mesa de trabajo. Una gran lámpara, de enormes lagrimones, pendurando del centro de un artesonado de madera, muy elaborado, ponía la guinda final. Me gustó aquel lugar. Sencillo y barroco a la vez, pero decididamente acogedor. A la medida para dar buena cuenta de la botella de licor café y paladear un buen habano, sentados plácidamente en aquellos sillones frente al fuego y dejando fluir la conversación. — ¿Te gusta? —me preguntó Ramón. —Desde luego. Has conseguido un conjunto armonioso y agradable. — ¡Un conjunto! Está claro que eres una

persona poco detallista y a la que le falta curiosidad. Porque lo más importante de este lugar no es el conjunto, sino los detalles. Y sobre todos ellos, los libros. Pero ni siquiera te has fijado en ellos.

Completamente cierto. No había reparado siquiera en los títulos impresos en los lomos. Y mucho menos tomar uno en la mano, para hojearlo. Me sentí un poco estúpido ante la observación de Ramón. De repente me vi a mi mismo como el tipo que se compró una enciclopedia de tapas rojas, para hacer juego con el color de los sofás. O aquel otro que pidió al librero un metro de tomos de arte, de lujosa encuadernación, para llenar el hueco de su nueva estantería. Comencé a echar un ojo y mi sorpresa fue total. No sabría decir cuántos libros pudiera haber forrando completamente las

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paredes. Seguro que más de dos mil volúmenes, distribuidos en una docena de muebles grandes, además de otros dos más pequeños: uno bajo la ventana y otro, sobre la puerta. Y todos, aparentemente, en ediciones de lujo. No había nada en rústica y mucho menos, en bolsillo. Pero lo más sorprendente aún, no era su número, ni su imponente aspecto, sino los temas de que trataban. En su inmensa mayoría, tratados de Historia Antigua, Etnografía e Historia de las Civilizaciones. Entre ellos destacaba sobremanera un mueble completo, de siete estantes, repleto de bibliografía sobre los celtas. Lo curioso es que había ejemplares en inglés, en francés, en alemán e incluso en turco. Insólito, porque estaba seguro de que Ramón no sabía idiomas. Pero además, en otra librería, todos los pueblos que yo conocía e incluso otros de los que ignoraba hasta su nombre, estaban allí, sobreviviendo entre millares de páginas o gracias, precisamente, a ellas: desde las primeras civilizaciones de Mesopotamia o Trípoli, a los hititas, los hunos, avaros, eslavos, fenicios, cartagineses, ligures, sajones, suevos, iberos, etruscos, griegos, egipcios, romanos, indios, chinos, mongoles, mayas, aztecas, maoríes…en fin, todos, y perfectamente clasificados. Otra de las estanterías principales estaba dedicada, prácticamente, a la Edad del Hierro, destacando por encima de cualquier otra época histórica. Pero lo que más me llamó la atención fue uno de los muebles, que rompía la uniformidad temática del resto: Hipnotismo, Chamanismo, Alquimia, Brujería, Cábala, Astrología, Ocultismo, Psicología, Yoga… —Te has quedado mudo. —Completamente. Nunca imaginé que tuvieses tal colección. Y lo que no comprendo es por qué nunca los había visto antes. He estado muchas veces aquí y muchas otras en tu casa en Ferrol…y estos libros no los has adquirido de la noche a la mañana. —Pues claro que no. Pero nunca estuvieron

a la vista, ni reunidos y clasificados, como ahora. Esta colección la inicié hace más de cuarenta años. Aunque, desde la muerte de Felicia, ha sido mi principal obsesión. La cuarta parte o tal vez más, los he conseguido en los últimos cinco años. Ahora tengo todo el

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tiempo de mundo para leer y antes, no tanto.

—Y yo que siempre pensé que tu afición por la lectura se limitaba a los libros técnicos, sobre mecánica, bricolaje y jardinería. —También tengo una buena colección, en el

taller, aunque no tantos. Sobre todo porque me he deshecho de muchos. Te contaré un secreto: la mayoría de los textos que ves, estuvieron largo tiempo ocultos bajo las tapas de otros que trataban de esos temas y que casi siempre compraba o encargaba a tu padre. En ocasiones me importaba un cuerno el contenido, sólo me preocupaba que las medidas y el grosor coincidiesen con las de la obra que quería esconder. Las cubiertas originales fueron a parar directamente al fuego. Así que, cuando dejé Bazán, me apunté a unos de esos cursos de encuadernación y, desde entonces, en los ratos libres, me he dedicado a restaurarles sus créditos originales, incluso mejorando el aspecto de sus ediciones o el estado de conservación, a veces lamentable.

—Pero ¿por qué? —La respuesta a tu pregunta tiene mucho

que ver con lo que tú has venido hoy a saber aquí. Con ese poema que te di para que investigaras.

—Qué ironía. Me lo das a mí, cuando tú tienes aquí más bibliografía que la biblioteca de la Facultad de Historia y además, sabiendo cómo sabes que nunca me interesó la Historia Antigua. —Pero seguro que acabará por interesarte. —La historia que ahora me interesa es la tuya. Me acabas de dejar sin palabras. Así que te toca hablar a ti. Empieza por explicarme por qué hay libros en idiomas que desconoces. —Desconozco el turco. Pero algunos de

esos libros sobre los hititas y los pueblos celtas de la Galatia turca, los compré cuando viajé allí, hace tres años. El resto son regalos de amigos que hice en ese viaje, con los que todavía mantengo correspondencia. Pero, si te fijas, son en su mayor parte libros de

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ilustraciones, catálogos de museos y de exposiciones, que no tienen mucha letra impresa. Respecto del francés, inglés y portugués, sé lo suficiente para leer en esas lenguas. Y ahora estoy estudiando el alemán.

— ¡Estoy impresionado! Sabía que eras un tipo informado y que te gustaba leer. Pero todo esto de los libros, y lo de los idiomas, no me lo acabo de creer. —No es para tanto. Aprendí el inglés

antes de que tú nacieras y, desde la muerte de Felicia, me he dedicado al francés. Ahora, desde hace menos de un año, estoy estudiando alemán, pero aún no soy capaz de afrontar la lectura de un libro técnico en ese idioma —

Ramón hizo una pausa y me miró, imagino que para ver de nuevo la cara de bobalicón que se me había puesto. Luego prosiguió—.

La verdad es que siempre se me dieron bien las lenguas y siempre quise aprender, al menos, algunas. Sobre todo aquellas en las que están la mayor parte de los libros interesantes que, en muchos casos, nunca han sido traducidos al castellano. Es una pena que se siga traduciendo tan poco, porque nos estamos quedando fuera de las fuentes del conocimiento, tanto en las humanidades, como en la tecnología e incluso en la literatura. Además, lamentablemente, aquí casi no se investiga y, por tanto, los avances siguen haciéndose en otras partes.

—Tienes toda la razón en eso último. Pero no trates de desviar mi atención y respóndeme a una pregunta: ¿por qué todo ese secreto sobre tu afición por la Historia y por ocultar estos libros con el disfraz de otros libros? —Por miedo, y por instinto de

supervivencia. No porque se trate de libros proscritos, ni porque sean demasiado raros o valiosos, aunque algunos sí lo son. Pero, la mayoría, están en ediciones corrientes, que he comprado en librerías e incluso en mercadillos.

—Pues sigo sin comprender a qué tienes miedo. ¿Miedo de qué? —Tú no puedes comprenderlo porque no

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sabes nada. Pero te diré que si sigo vivo es porque aparento ser una persona inofensiva. Aunque, precisamente ahora, ese miedo ya no lo tengo. Al menos no tanto como antes. Y eso a pesar de que tú hayas puesto mi vida y también tu vida, en peligro, como nunca lo había estado. a tu inconsciencia, tu ignorancia y a esa entrevista. Aunque tal vez fuese algo inevitable. Es posible que incluso, fuera hasta necesario.

— ¿Yo?, ¿cómo? No entiendo. —Muy sencillo, gracias

— ¿Quieres decir que ese poema…? Espera, eso mismo dijo también Ana…los buscadores del oro: ¿es eso? — ¡Vaya con la tal Ana! Me temo que te has

enamorado de la persona equivocada.

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SIETE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 3

He estado hablando un buen rato sin darme cuenta de que se había terminado la cinta. Este maldito cacharro, simplemente, se para y no avisa. Con el esfuerzo que me estaba costando reproducir la conversación. En fin, no hay otro remedio que volver atrás. La cinta se ha quedado cuando Ramón me advertía acerca de Ana. Traté de explicarle que era él quien se equivocaba. Que ella no tenía nada que ver ni con los poemas, ni con ese supuesto tesoro. Pero Ramón pensaba todo lo contrario: ¿cómo si no hablaría de los buscadores de oro?, ¿cómo si no iba a saber que había habido muertes? Ni tampoco mencionaría ese presentimiento sobre algo malo que, de algún modo, me afectaría a mí. Ni siquiera me pondría en guardia ante Luis Uría, como veladamente hizo.

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Ramón fue refutando, uno por uno, todos mis argumentos, mientras que yo comenzaba a sospechar que la ingenua defensa que yo hacía de Ana, más que lógica, era sentimental. A fin de cuentas, razonaba Ramón, yo casi no la conocía. Y había entrado en mi vida por una puerta falsa, no de un modo casual o accidental. Sí, era cierto. Pero también lo era que se acercó a mí con las cartas boca arriba, preguntándome directamente por el poema, cuando, si tuviese intenciones o intereses poco confesables, sencillamente, podía haberlo evitado. En ese caso, le sería mucho más útil la discreción: dar un rodeo, tantearme y más tarde, dejar caer, como quien no quiere la cosa, cualquier pregunta sobre mis conocimientos sobre ese tesoro, si era eso lo que pretendía, tal como sugería Ramón. Pero bien podía ser que su interés no fuese más que intelectual, desinteresado, y que estuviésemos buscando fantasmas donde no los hay. Porque, ¿cómo se explica que sabiendo desde el principio que yo no tenía idea de nada, no hubiese ahuecado el ala y si te he visto no me acuerdo? — ¡Pero mira que eres parvo! Qué ella

fuese directa y al grano, no es relevante. Míralo así: ella sabe desde el principio que tú desconoces completamente el asunto pero, en cambio, te convence para que vengas a hablar conmigo. ¿Por qué?: porque tú eres el puente hacia mí, y yo, como poseedor del poema, sí podría saber algo más.

— ¿Y por qué razón ibas a saber más? Si fuese así, no me pedirías a mí que investigara su origen. —Pero tú la creíste. De hecho, estás

aquí. Tu propia aceptación de su sugerencia le ha abierto la posibilidad de que, efectivamente, yo tenga más datos.

—Sí, es posible. —Claro que es posible. Y a eso, súmale

que ella a ti no te ha contado nada acerca de sí misma. Ni siquiera te ha dicho sus apellidos, ni donde vive, ni a qué se dedica: nada de nada… finalmente, no sólo te ha dicho que ha habido muertes, sino que va a haber más en el futuro. ¿Qué más prueba quieres?

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Sus palabras se me clavaron como un puñal en el centro del corazón. Y esto no es una metáfora. Te juro que percibí un dolor real y físico dentro del pecho. Por un momento, llegué a sentir hacia Ramón un resquicio de odio, a pesar de que pensaba que era muy posible que tuviese toda la razón. Y eso todavía me dolía más. Todo era muy extraño y si acaso yo, demasiado ignorante y, sobre todo, demasiado ingenuo. La actitud de Ramón me hizo caer en la cuenta de que lo que Ana había dicho no eran simples conjeturas, que ese tesoro de que habla el poema existía de verdad o al menos, como también dijo, que hay gente que cree en su existencia: el propio Ramón, e incluso otros, Luis Uría, la propia Ana o quien sabe quién más. Ramón decía no tener ninguna duda y su mirada, tan dura como el granito de la chimenea, me resultó por un momento como la de un desconocido, o mejor, como la de un enemigo. Una mirada que me hacía sentir arrojado en el centro de un desolador océano en el que todo a mi alrededor era absolutamente desconcertante y doloroso. Permanecimos unos segundos en silencio, pensativos. Luego me miró y vi que sus ojos ya no eran de piedra. Creo que Ramón se dio perfecta cuenta de mi desconcierto e incluso de ese dolor en el pecho y hasta de mi atisbo de odio. Después sirvió dos copas más de licor café, me acercó la mía y, levantando la suya, dijo: —Yo sé muy bien lo que es estar enamorado

y también conozco perfectamente el dolor de perder a la persona que uno ama. Pero tú no has perdido nada aún, quizás ganes más de lo que piensas y yo, quizás y ojalá, esté equivocado y todavía esté a tiempo de cumplir con mi destino. Así que brindemos por eso.

— ¿Y qué puedo hacer yo? —De momento, escuchar y llevarte de aquí

lo que has venido a saber. Aunque no lo creas, eso es ahora lo único que puedes hacer para ayudarme y también, para ayudarte a ti.

Me quedé absolutamente hundido en el sillón. Empezaba a sentirme parte de algo que, aunque me había alcanzado de rebote, estaba ya provocando, no sabía cómo, que mi vida diese

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un giro hacia lo desconocido. Pero pensamientos y sentimientos se me mezclaban caóticos, sin saber bien qué carta jugar, ni que decir o hacer. Tal vez fuese demasiado tarde para dar marcha atrás. Y además no quería desandar nada. Quería saberlo todo y sobre todo, quería a Ana. ¿Qué me importaba a mí ese oro? Pero si le importaba a ella y lo quería, hasta estaba dispuesto a ayudarle a conseguirlo. Aunque no a cualquier precio, claro. Asentí a las palabras de Ramón con la cabeza, sin ganas de contestarle. Él comenzó a hablarme despacio y a contarme que la casa en la que estábamos tenía más de doscientos años de antigüedad: antes que él habían nacido en ella siete generaciones de su familia paterna y, al parecer, había sido construida por un francés, que se había quedado en España tras la invasión napoleónica. Más tarde, ese francés, del que dijo no saber el nombre, se la vendió a un antepasado de Ramón, panadero de profesión. A la casona, entonces, le fue adosado un horno, que todavía se percibe claramente que se construyó más tarde que el resto. Ramón conserva abundante documentación de los antepasados que ocuparon la vivienda, aunque lamenta que muchos papeles se hubiesen perdido o hubieran sido usados para encender el fuego, cosa que vio muchas veces hacer a su propio padre, cuando escaseaban las piñas, y consideraba que tales escritos habían caducado y no servían ya para mejor cosa.

Por ejemplo, el documento de compra de la casa, si es que lo hubo ¿se quemó también? ¡Porque ese no caducaba!

Aún pesar de sus lamentos y, de algunas importantes lagunas, Ramón logró hacerse con material suficiente: numerosos recibos de compra-venta de animales y tierras, que le permitieron averiguar el origen, tanto de las propiedades rurales de su familia, que al parecer son bastantes, como de las fechas y años, los nombres y las firmas. Me contó también que había tratado de indagar en el árbol genealógico. Pero el Ayuntamiento de Vilarmaior fue pasto de las llamas en el año 1952, y toda la documentación que almacenaba, se perdió en aquel incendio. No había quedado más rastro que el insondable e imprescindible archivo parroquial, que sí había podido consultar, pese a los innumerables impedimentos que el

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propio cura le puso para hacerlo. El dato más antiguo que encontró fue una boda, en 1822, que, según sus cálculos, podría coincidir con la fecha en que su familia adquirió la vivienda, junto con la finca. El rastro a partir de aquí era demasiado difícil de seguir para Ramón, que se negó a consultar el resto de los archivos parroquiales de Galicia, porque averiguó muy pronto que el estudio de una sencilla rama de su genealogía, llegado un punto, se ramificaba cada vez más, llevándole hacia las más diversas y más distantes parroquias, tanto de Ferrol, como de fuera de Ferrol. Pero Ramón vamos a lo importante, había tenido sus dos fuentes principales de información en su padre y en su abuelo, que además de haberle contado la historia de sus antepasados, también, tal como había predicho Ana, le pusieron al tanto de la significación del poema y de la leyenda a que hace referencia. Me viene ahora a la cabeza una anécdota que me llamó mucho la atención cuando Ramón me la contó, aunque no ese día, sino hace ya bastante tiempo, porque relativiza nuestro concepto del tiempo, y creo que viene a cuento ahora traerla a colación aquí. Siempre pensamos en el tiempo tomando como medida la duración de nuestra vida y casi nunca las divisiones de la Historia. Doscientos años, son, para nosotros, una eternidad. Hace doscientos años, era 1799. Incluso a mí me parece una fecha prehistórica. Obviamente, para la Historia, ese tiempo es un simple parpadeo. Pero antes de que me confunda de historia, de tanto mencionarla, te la contaré: la abuela materna de Ramón murió a los noventa años de edad. Pero antes, por supuesto, cuando mi amigo debía andar por los diecisiete o dieciocho años, ella le contaba a su nieto viejos recuerdos de cuando era niña. Le hablaba, a su vez, de su propia abuela, que también murió casi centenaria y que era, lógicamente, la tatarabuela de Ramón. Y mi amigo hizo un rápido cálculo mental y le dijo: —Pero si tu abuela podía ser la novia de

Napoleón.

—Pues, sí: casi son de un tiempo —dijo la abuela de mi amigo.

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Y ella la había conocido. Dos siglos y cinco generaciones parecían converger en el punto de aquella conversación. La propia casa en la que estábamos había sido exactamente la misma para siete generaciones y todos ellos, habían vivido de un modo similar, casi idéntico, salvo quizás Ramón, que había llevado muchos años una vida urbana, aunque ahora también comparta el mismo lugar y un modo de vida similar al de sus ancestros. En fin, ¡que pobre es el valor del tiempo de una sola vida! El abuelo de Ramón, de nombre Ramiro, fue quien le mostró por vez primera el poema, con el permiso de su padre, que también se llamaba Ramiro. Ramón tenía veintiún años y había alcanzado la mayoría de edad, que entonces se consideraba a tal edad. El texto, como ya sabes, está escrito en pergamino, un invento de los turcos, o mejor, de los griegos que habitaban la parte occidental de Turquía y que fundaron Pérgamo: la madre del cordero. Allí estuvo también Ramón, hacía tres años, contemplando entre las ruinas, el brillo del esplendor pasado. Como comprenderás, no recuerdo las palabras exactas que me dijo mi amigo, así que te lo contaré con las mías, pero procurando ser lo más fiel. Trataré de hacerlo como si fuera él. Más o menos la historia que le contaron fue así: —Mi padre —contaba Ramón— nunca creyó del

todo ni en la leyenda, ni en los cuentos de mi abuelo. Creo que por eso el viejo Ramiro, ante el temor de que el evidente desinterés de mi padre truncase la línea de transmisión del poema y su historia, decidió, eso sí, en su presencia, ponerme al día de los acontecimientos. Me contó que, “desde el origen de los tiempos”, nuestra familia había estado en posesión de un secreto. —Mira, neno, lo más importante que hay en un hombre es la palabra. Cuando uno da su palabra, no hay papel ni circunstancia que puedan cambiarla. Y nosotros, nuestra familia, siempre fuimos gente de palabra —Me miró fijamente y añadió con firmeza— Y tú ahora me tienes que dar tu palabra de que harás lo que te voy a decir. Yo por supuesto, asentí, un poco acobardado, porque mi abuelo siempre había sido

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un hombre de carácter y cuando levantaba la voz, todos los demás nos encogíamos. —Me tienes que jurar que este papel que desde ahora es tuyo, se lo darás a tu hijo y le harás jurar lo mismo que tú me vas a jurar ahora —evidentemente, volví a asentir. Mi abuelo continuó. —Mira, en nuestra familia somos todos, desde hace muchos años, campesinos. Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo ya cuidaban estas mismas tierras y vivían en esta misma casa. Pero en los primeros tiempos del mundo no era así. Nuestra familia procedía de noble cuna y vivía al servicio de un rey que se llamaba Uriel. Antes de morir, el rey prometió que un día su linaje volvería a reinar en Galicia, pero el heredero de su línea de sangre no sería reconocido. Por eso, reunió a los nobles de su confianza y les hizo jurar que su historia y su promesa, no se perderían, para que un día, cuando llegase el elegido, todos supiesen que era el verdadero rey. Todos nuestros antepasados y nosotros mismos, tenemos la alta misión de encontrar al heredero y protegerlo, porque le acecharán numerosos peligros antes de que cumpla su destino Y para eso, nosotros, todos nosotros, deberemos siempre estar atentos y proteger el linaje del que un día nacerá. Mi padre no pudo dejar de intervenir: —No sé porque le vienes con esos cuentos de vieja al rapaz. No me extraña que nuestra familia, si alguna vez fue noble, haya venido a menos por creer en esas patrañas. Los ojos de mi abuelo se inyectaron de repente en sangre e incluso levantó su mano con ademán de arrearle una bofetada, pero el gesto se quedó en el aire. —Te salvas que ya eres mayor para que tenga que volver a pegarte. Muchas tienes llevado y aun así, nunca conseguí hacer bueno de ti. Tu padre —dijo dirigiéndose a mí— nunca tuvo fe en nada y por eso nunca fue nada. Ni cree en Dios, ni en nuestra familia y hasta dice que este documento —y se puso a blandir el rollo de papel en el aire— es falso. Por eso, tu padre no cuenta. Estás aquí —le dijo a él— porque yo no voy a romper el juramento que le hice a tu abuelo, pero quien sabe si tú cumplirías el que me hiciste a mí. Y por eso quiero que mi nieto sepa la verdad y

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no que nuestra familia quede maldita para siempre y todos digan que no somos gente de palabra, ni de fiar. Porque lo más importante que tiene un hombre es su prestigio y si un hombre no tiene palabra, no tiene prestigio ninguno. Mi padre continuó su réplica, sin importarle el enfado de mi abuelo. — ¿Pero cómo quieres que crea en eso? ¡Por Dios! Y mi abuelo: —No blasfemes, que tú siempre fuiste ateo y ahora mencionas el nombre de Dios en vano. —Pero, papá, ¿no ves que es imposible que un rey vuelva a gobernar Galicia? Ni siquiera sé de donde sacas eso, porque en ese trozo de papel no se dice nada de nada. —Claro que lo dice, pero tú no sabes ni leerlo. Está muy claro que un descendiente del rey vendrá para cumplir su destino y el destino de un rey siempre es reinar. —Eso no es así — ¿Cómo que no es así? —Ese viejo poema no dice nada de ningún descendiente. Lo que dice es que el mismo Uriel volverá para cumplir su destino. Pero no que ese destino sea reinar, sino volver al lado de su amada. ¿Y cómo quieres que crea que un rey muerto va a resucitar? Y tú, que eres católico ¿cómo puedes creer en reencarnaciones y resurrecciones más allá del día del Juicio Final? — ¿Qué sabes tú de la religión para hablar así — replicó mi abuelo—, ¿acaso crees que todos en nuestra familia estamos equivocados menos tú? —No, papá. Pero si esa leyenda pasó de mano en mano tantos años, lo más seguro es que no quede ya nada de cierto. Porque cuando me lo contaste a mí ni siquiera me dijiste lo mismo que ahora a Ramón. No mencionaste, por ejemplo, que había que proteger al rey, ni que estuviese en peligro. —Pues si no te lo conté es porque se me pasó, que no me lo inventé yo. Mi padre me lo dijo a mí y a él su abuelo. Nadie inventó ni eso, ni ninguna otra cosa. —Pero al igual que a ti se te pasó contarme ese detalle, a tu padre también se le pudo olvidar algo y allá va la mitad del cuento en sólo dos generaciones. Seguro que si le preguntas ahora a Ramón lo que le acabas de decir, no lo repite todo

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exactamente.

—Deja de confundir al rapaz, que ni es tan tonto como crees, ni tú debieras de meterte en esto, porque sólo vas a conseguir que tanto esfuerzo de nuestra familia a lo largo de yo que sé cuántas generaciones, se acabe por perder. Evidentemente, la perorata del abuelo no cayó en saco roto. Ramón se tomó muy en serio la historia y, como yo acababa de descubrir aquella misma tarde, había dedicado gran parte de su vida al estudio de todo aquello que pudiese tener relación con el poema y con su familia. Pero el tiempo se nos echaba encima. El reloj ya había marcado las ocho y yo tenía la sensación de que la historia que Ramón me contaba no había hecho más que empezar. Así que, al final, me pidió que le echase una mano en la cocina, me quedase a cenar e incluso pasase allí la noche, porque, ante la velocidad que estaban tomando los acontecimientos, creía que el único modo de poder hacerles frente, era estar preparados. Y para eso yo tenía aún que ponerme al día de muchas otras cosas.

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OCHO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 4

Un poco antes de las diez, comenzaron a llegar los invitados, hasta un total de nueve, con lo que finalmente nos sentamos a la mesa once personas. Todos viejos compañeros de trabajo, con excepción de un par de amigos, los únicos que Ramón conservaba desde niño y que, aunque ya no vivían en la aldea, sino en Coruña, mantenían también la casa familiar en Vilarmaior y las raíces, aunque ahora muy crecidas, pero que seguían alimentándoles con el mismo agua y la misma tierra. La cena, gracias a esas relaciones de amistad de muchos años y de muchas vivencias en común, transcurrió más animada de lo que yo había pensado, que no sé por qué imaginaba a un grupo de amigos del buen yantar, unidos tan sólo por su afición a la mesa bien servida y bien regada, lo que tampoco dejaba de ser cierto.

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Tras la comida, el postre, el café, las copas de aguardiente para unos y de güisqui para otros, animaron la velada hasta prácticamente las dos de la mañana. Cuando al fin nos quedamos solos, después de una inacabable y reiterada despedida en el porche y tras aguardar a que el último de los automóviles traspasase el portal de la finca, yo empezaba a tener la impresión de que nuestras manos tendían a asemejarse al limpiaparabrisas de un coche, mientras que Ramón no hacía nada para disimular un profundo suspiro. Ante mi mirada, que trataba de ser cómplice y sincera, quiso corregir la falsa impresión que tradujo de mis ojos. Me explicó que siempre apetecía aquella cita mensual que rompía sus rutinas y su soledad. Una soledad que, sobre todo al caer la noche, torturaba su cabeza con la evidencia de la casa vacía y con los viejos recuerdos: demasiado dulces para no ser más que espejismos intangibles del pasado. Pero esa noche tenía la cabeza tan en otra parte, que hasta los chistes los rió a destiempo. Había mirado discretamente su reloj más de una docena de veces y ya antes de servir el café estaba deseando que alguien propusiese salir a tomar una copa en algún sitio, como solía ser costumbre tras cada cena, para poder despedirlos con la excusa de que me tenía a mí de invitado. Dejamos la mesa sin recoger y nos fuimos directamente al estudio. En la chimenea apenas humeaban ya las últimas ascuas y el ambiente se había enfriado tanto que, a pesar de tener aún en la piel la helada que el aire metía en el porche, no pude evitar un escalofrío. Así que yo mismo coloqué algunos de los troncos apilados al lado de la chimenea, dentro del hogar y traté de encender un fuego que se me resistía a crecer y a morder la madera: simplemente parecía lamerla con dulzura, sin la pasión necesaria para hincarle el diente, que era lo que a mí realmente me pedía el cuerpo al pensar en Ana. Ramón, en cambio, parecía no tener frío, ni malos pensamientos, y se entretenía mirando divertido mis maniobras de inexperto pirómano. —Seguro que te apetece una copa de

aguardiente tostada. Tengo una que me traen de Cordeiro, cerca de Padrón, que es excelente —

dijo en cuanto el fuego comenzó a perder su timidez.

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— ¿Por qué no? Ahora que ya empiezo a sentir calor por fuera, no me vendrá mal un poco por dentro. Ramón se fue hacia una de las librerías que enmarcaban la puerta de entrada, retiró dos libros y metió la mano hacia el interior. Por un momento llegué a pensar, vete tú a saber por qué, que tenía la botella allí escondida. Pero, de repente, todo el mueble giró hacia un lado, como haría una puerta cualquiera, dejando ver tras de sí un hueco no más grande que el de un ascensor. Pero el lugar en que debería estar el suelo no era más que un agujero, por el que descendían unas escaleras, transversalmente dispuestas respecto a donde nosotros estábamos. Debí poner los ojos como los de un besugo a la parrilla, porque Ramón sonrió y dijo. —— ¿Sorprendido? —Totalmente. ——Esta especie de zulo lo construyó el

primero de los Escadas que vino a vivir a esta casa. Pero lo curioso del caso es que mi abuelo y mi padre no conocían su existencia.

Dijo subrayando el no con cierto retintín y sacando a relucir una sonrisa pícara. Pero, a pesar del tono orgulloso con el que me explicaba su gran descubrimiento, no fue más que pura chiripa, digamos que sonó la flauta por casualidad, o mejor, la campana. Me explico: hacía cosa de unos cinco años, cuando decidió hacer obras en lo que había sido primero establo, luego bodega, y ahora estudio, tuvo la ocurrencia de derribar un tabique, tras el que sólo había el hueco inútil de la parte inferior de la escalera que sube al piso. De ese modo conseguiría ganar algunos metros. Unos metros que su familia ya aprovechaba, pues en aquel cuartito había dos artesas, que usaban como baños, en las que introducían los despieces de cerdo que ponían a salar. Ramón, manos a la obra, derribó la pared y retiró el escombro. Pero el suelo, de tierra pisada, estaba unos diez centímetros más alto que el del estudio. Así que se armó de pico y pala con la intención de rebajarle altura. A la tercera vez que golpeó, oyó un estruendo igual que si batiese con una maza contra un gong: acababa de topar con la trampilla de hierro que ocultaba el comienzo de las escaleras. ——Venga, bajemos. Entra sin miedo, que

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le he instalado luz —dijo, al tiempo que accionaba el

interruptor. Francamente, no sentía ni asomo de miedo. Ni siquiera me hubiese importado que faltara la luz y tuviéramos que usar un simple mechero. Al bajar las escaleras de piedra tuve la ocurrencia de ir contando los escalones: eran nueve. Llegamos a una habitación de unos tres por tres metros, con un techo muy bajo, de menos de dos metros de altura, que me produjo una sensación extraña, casi claustrofóbica. Aunque ni Ramón ni yo precisábamos agacharnos, no quedaba siquiera un palmo de espacio entre nuestras cabezas y los pontones de madera que sostenían la techumbre. Las paredes estaban hechas a base de pequeñas piedras de granito, sujetas entre sí por una sencilla argamasa de barro. Justo frente al pie de la recta escalera tenía Ramón su pequeña bodega particular. Calculo que no habría más de un centenar de botellas, entre vinos y licores, aunque todas notables por su calidad o su solera. Las había acostado dentro de viejos cajones y protegido entre sí por virutas de madera, de tal modo que parecían niños de una familia numerosa y pobre, durmiendo en silencio. El resto del mobiliario de aquel sótano lo formaban, únicamente, una mesa medio desvencijada y dos sillas. ——Este es mi refugio nuclear particular.

Nunca se sabe, pero a lo mejor me veo obligado a utilizarlo para algo más que para almacenar botellas —dijo en el mismo tono enigmático y burlón que llevaba todo el día exhibiendo. Y en seguida, añadió— Por cierto, tú eres la primera persona que baja aquí, aparte de mí, claro.

—Entonces, ¿por qué hay dos sillas? —le espeté con la intención de resultar irónico, pero en un tono que incluía también un deje de desconfianza, que sólo percibí después de haber formulado la pregunta. ——Vaya, veo que comienzas a reparar en los detalles. Buen síntoma —dijo sonriente, devolviéndome el golpe con elegancia—. Yo también me

pregunté eso mismo la primera vez que bajé aquí. Y todavía no encontré una buena respuesta. Quién sabe, igual uno de mis antepasados tenía una amante y utilizaba este lugar para sus correrías —demasiado prosaico para un

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día cargado de poesía y de leyendas, pensé. Pero no tuve tiempo siquiera de decirlo, porque Ramón se me adelantó: —La primera vez que entré aquí, además de

la mesa y las sillas, había un catre, con un viejo colchón relleno de hojas de maíz encima. Pero estaba demasiado mugriento, así que lo saqué e hice con él una preciosa hoguera.

Veía a Ramón demasiado divertido y al mismo tiempo demasiado misterioso. Comencé a imaginarlo como uno de esos magos que no paran de sacar objetos sorprendentes de su chistera. Pese a conocerle desde que yo era un niño, en ese momento, al mirarle allí, en aquel agujero bajo tierra, iluminado por una única bombilla derramando directamente una luz dura sobre su cabeza, que le hacía parecer más calvo de lo que en realidad estaba y alargaba hacia el suelo las sombras de sus cejas, de su nariz y de su barbilla, tuve la sensación de que era la primera vez que lo veía. Y esa sensación de diferencia física, todavía se acentuaba más al pensar que, desde que había puesto el pie en aquella casa, no había dejado de esforzarse en aparecer ante mí de un modo diferente al que siempre había sido, o tal vez en revelarse como lo que verdaderamente era. Pero, ¿por qué? Creo que en ese momento fui consciente de que aquella desconfianza expresada en la inocente pregunta de las sillas, tenía su justificación. Y me dio miedo pensar que todo lo que yo sabía de él, todos mi recuerdos, no fuesen más que impresiones de una deliberada impostura, mantenida muchos años, si acaso durante toda la vida. Pero ¿por qué ante mí? Podía entender que se escondiese de los demás, que se disfrazase de otro ante no sé qué temor, fundado o no. En cambio, yo: ¿qué daño podía hacerle? Y, profundizando aún más en esa desconfianza mía, tampoco me acababa de encajar que hubiese estado toda la cena mirando su reloj y ahora, pareciese no tener ninguna prisa. Ramón, casi sin dejarme terminar mis pensamientos, y de repente: ¡voila!, volvió a convertirse en mago y dijo: —Todavía no has visto lo mejor de este

lugar.

Se dirigió hacia la pared opuesta a la de la escalera, miró hacia mí y, en un gesto casi teatral, extrajo una de las piedras del muro y metió la mano en el hueco descubierto y accionó un

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tirador. De repente, un chirrido espantoso, como si algún objeto metálico rozase contra una dura roca, me provocó una desagradable dentera: una parte del muro comenzaba a desplazarse hacia dentro, dejando a la vista un agujero suficiente para que entrase por él una persona. —El caso es que un día, limpiando la

mugre de las paredes, caí en la cuenta de que ese trozo parecía diferente y que hasta sonaba diferente al golpearlo: arranqué un par de piedras y vi que detrás se ocultaba ese pasillo que hay que recorrer casi que a cuatro patas, ya que apenas tiene un metro de alto. En cambio, es muy largo: tal vez más de cien metros. ¿Y cómo es que se abre? Porque se me ocurrió que podía convertirlo, lo mismo que hice con la estantería de arriba, en una puerta que yo mismo diseñé, usando una chapa de hierro a la que pegué las piedras, tal cual estaban y a la que coloqué un cierre hidráulico que compré en una chatarrería y que debió pertenecer al cierre de un garaje. Así puedo entrar y salir cuando quiero y, como ves, apenas se nota. Y al final del pasadizo ¿qué hay? Pues, nada, simplemente se termina en

una roca plana. —Pero eso es una estupidez. Nadie construiría un pasillo tan largo sin una salida al otro lado. —Claro, claro. Y efectivamente hay una

palanca, que tal vez debería hacer funcionar algún mecanismo que moviese la roca del fondo hacia afuera. Pero al empujarlo no pasa nada. La roca en cuestión, por su lado opuesto, debe dar al camino que limita con el final de esta finca. Antiguamente ese era un camino de carros, pero hoy está maravillosamente asfaltado, con lo que la losa ha debido quedar medio enterrada, aunque también es posible que las partes de hierro estén tan oxidadas que hayan quedado inútiles.

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Intuía perfectamente cuál era el final de aquel pasadizo. La finca en la que estaba la casa de Ramón tenia veintisiete ferrados, el equivalente a unos trece mil quinientos metros cuadrados. De largo, podría rondar los ciento sesenta metros y, de ancho, alcanzaría unos 85, así a ojo. Aunque no era exactamente un rectángulo, sino que formaba una figura irregular. El terreno estaba limitado, en sus lados más extremos, por dos montes de eucaliptos, divididos entre sí por un prado de unos treinta metros de ancho, situado casi al centro y abarcando todo el largo de la finca. Por eso, si la casa había sido edificada a unos treinta metros hacia el interior de la muralla que hace de cierre en el frontal de la parcela, el pasadizo debería tener algo menos de ciento treinta metros de largo. Calculé que, por su situación, debería caer bajo un extremo del prado, que sería lo más fácil. Porque de hacerlo bajo ese monte, con sus enormes rocas de granito, bien grandes y visibles, sería prácticamente imposible atravesarlas. Lo que no veía lógico era que la tal piedra del fondo se desplazase hacia afuera, como Ramón había dicho, ¿por qué no hacia dentro? Así que le pregunté: — ¿A qué distancia del final del pasadizo está la palanca que dices debería mover la piedra? —A un metro, más o menos. —Entonces, esa piedra debería moverse hacia adentro y no hacia fuera. De lo contrario, la palanca, por evidente economía de medios, estaría situada más al fondo. Si estoy en lo cierto, lo más probable es que el mecanismo no abra porque haya algún obstáculo en el interior que se lo impida. Si tienes una pata de cabra o una barra de hierro que sirva para hacer palanca y una linterna, mañana podríamos comprobarlo. Ante mi seriedad y determinación, Ramón casi se echó a reír. — ¿Y por qué tienes tanto interés? ¿Sólo

por demostrarme que tal vez tengas razón y yo esté equivocado?

—Pues sí, viejo zorro, alguna de las bazas tiene que ser mía. Y ya que por una parte me acusas de ponerte en peligro y, por otra, tratas de impresionarme con tus libros y tus incursiones

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arqueológicas, déjame que te recuerde algo: tú eres el que me ha metido a mí en este embrollo. Llegaste a Santiago, vestidito con tu traje de cordero, diciéndome aquello de “a ver que puedes sacar en limpio de este poema” y ahora te pones a jugar conmigo, tratando de mantenerme en vilo con mucho suspense, pero sin decirme nada de lo que he venido a saber y que estoy seguro que tú estabas deseando desde aquel día, que supiera. —Eso no es del todo cierto. Ya te he

contado como llegó el poema a mis manos.

—Lo que me has contado y nada, todo es uno. —Pues, claro. Esto también es parte de la

historia, aunque todavía te queden algunas sorpresas por descubrir. Pero es mejor ir poco a poco, para que tengas tiempo de digerirlas, sin empacharte —dijo con el mismo brillo pícaro de su

mirada, pero que esta vez sí me pareció la misma de siempre. No sé si porque ya me estaba acostumbrando a ella, o porque se había apartado de debajo de la luz.

Ramón extrajo de la pared una de las piedra que movía el resorte que abría la boca del pasadizo y, al soltarla, tal como si tuviese un muelle detrás, volvió por sí sola hacia su posición inicial. Y con ella volvió también el mismo ruido espantoso, que esta vez no me cogió desprevenido: me tapé los oídos con los dedos índices mientras veía como el agujero se cerraba, con una precisión que parecía decir: aquí no ha pasado nada. Ramón cogió entonces la botella de aguardiente tostada, que le había servido de excusa para hacer aquella excursión a las profundidades y volvimos de nuevo escaleras arriba. Al llegar al estudio me puse a pensar en lo curiosa que resultaba la construcción de aquella casa. Aquel francés, si fue él quien realmente la hizo, no era nada tonto. Colocó la fachada principal hacia el norte, para aprovechar la luz solar al máximo en los otros tres frentes. Además utilizó la inclinación natural y excesiva del terreno, para evitar tener que excavar demasiado en el hueco que iba destinar a cuadra para los animales. Ramón, una vez muertos sus padres, decidió utilizar ese establo como bodega, para lo que, sencillamente, cubrió las paredes con cemento bruto

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y éste, con pintura gris. Pero luego debió arrepentirse, porque al convertir ese espacio en estudio, descubrió de nuevo las piedras. Aun así, seguía siendo el mismo semisótano al que, por lo demás, tan sólo le había ampliado el único respiradero con que anteriormente contaba, para hacer una ventana que en el exterior está casi a ras de tierra, aunque dentro quedase demasiado alta como para asomarse por ella. Iba a sentarme en uno de los sillones orejeros cuando Ramón dijo: —Y ahora, voy a mostrarte la última de

las sorpresas de este lugar.

Se acercó al mueble que estaba justo al lado del que servía de puerta y que ocultaba las escaleras por las que acabábamos de subir. Éste también giró sobre un eje, dejando ver el resto del espacio contiguo al de la trampilla que bajaba a la bodega. —Antes, este tabique no estaba y todo el espacio era uno —dijo refiriéndose a la pared que dividía el agujero por el que se bajaba al sótano y el que ahora estaba mostrándome. En ese momento caí en la cuenta de que en esos dos espacios, unidos, su familia guardaba las artesas con la carne de cerdo en salazón. Obviamente, era del todo imposible que cupiesen en el primer hueco que me había enseñado, poco más grande que un ascensor o una cabina de teléfono. ¡Qué lentísimo de reflejos había estado antes!, pensé. Pero, por vergüenza de mí mismo no dije nada. Ramón prosiguió, si detenerse ante mi estupidez o pasándola por alto. —Dado que ya no podía aprovecharlo para

integrarlo en el estudio, porque que me pareció mejor seguir manteniendo ocultos la bodega y el pasadizo, finalmente decidí usar ese rincón muerto para colocar en él mi viejo equipo de música y también, como pequeño almacén secreto.

Efectivamente, una vez la estantería girada, lo que se veía al fondo era el viejo tocadiscos de mueble de madera, cuadrafónico, con radio incorporada. Lo recordaba perfectamente, puesto que desde que era apenas un niño, lo había visto y escuchado muchas veces en el piso que Ramón tenía en Ferrol. Era un aparato enorme, con dos grandes altavoces

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integrados en el propio mueble y dos bafles más, también de madera, que Ramón había colocado a ambos lados del trebejo, aunque deberían estar enfrentados. El resto estaba ocupado por un par de estanterías metálicas: una con su colección de discos de música clásica y la otra, llena de libros, que, esta vez sí me fijé, trataban sobre mecánica, jardinería, pintura decorativa y otros por el estilo. Ramón me vio leyendo los títulos y dijo. —Bueno, no parecen lo que son. Se trata

de algunos de los libros que te mencioné y que todavía no he tenido tiempo de reencuadernar.

Cogí uno al azar y, efectivamente: en la portada se leía “Manual de Jardinería Básica” pero, al abrirlo, vi que en realidad se trataba de un volumen en inglés, titulado “Ritual Magic”, de W.E. Butler, en una edición americana de 1949. Las pastas, de cartón, habían sido pegadas directamente al lomo del texto con algo que parecía cola de carpintero. Mientras, Ramón, puso sobre el plato del equipo varios discos apilados, gracias a un mecanismo que permitía que estos fuesen cayendo, una vez que la aguja llegaba al final del que se estaba reproduciendo. —Ya no se hacen cacharros como estos.

Ahora todo son discos compactos. Pero ahí lo tienes, con más de treinta años y sigue funcionando como la seda.

Comenzó a sonar el poema sinfónico “Die Moldau” de Friedrich Smetana, que yo sabía que era una de sus piezas favoritas. Y sonaba maravillosamente bien en aquel viejo tocadiscos. Mejor incluso de lo que recordaba o de lo que un momento antes, suponía que iba a sonar. —Pero si te he enseñado este sitio no es para que vieras los libros, ni tampoco para escuchar este trasto. Ramón se agachó frente al mueble del equipo y abrió las dos puertas que tenía en su parte inferior. Y la sorpresa fue que en el estante diseñado para guardar viejos vinilos no había ninguno, sino una caja fuerte. Ramón miró hacia mí, sonrió y dijo: —No te hagas ilusiones, que no es dinero

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lo que guardo, sino papeles. Pero muy especiales, porque ¿a qué no sabes dónde los encontré?

—Pues, tú dirás. —En una caja metálica que estaba sobre la

mesa del zulo.

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NUEVE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 4.

Evidentemente, no es lo mismo vivirlo que contarlo. Está claro que ahora, al recordar aquellos momentos tan cruciales y clarificadores con Ramón, seguro que me dejo detalles por el camino. No porque me falle la memoria, al contrario, me siento bastante satisfecho de ella, sino porque al traducir los hechos a palabras, el esfuerzo de síntesis y la necesidad de hilar un relato coherente, imponen sus limitaciones. Estoy seguro de que en el momento en que estés escuchando estas palabras, te estarás haciendo al menos tantas preguntas como yo me hacía en aquel instante. Incluso más, porque al margen de las incógnitas que pueda suscitarte lo que te estoy contando, tendrás un buen montón de interrogantes acerca

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de las cosas que ya te he contado. Y lo de la grabadora añade otras restricciones. Y una de las que a mí me afectan es la inevitable pérdida del hilo cuando tengo que parar a cambiar o girar la cinta. Una vez que consigo meterme en el relato y asumir el papel de narrador, esta pausa obligada parece que me invita a ponerme una copa, encender un cigarrillo, recapacitar, recapitular sobre lo que ya he dicho y, de nuevo, volver a hacer el esfuerzo mental de empezar otra vez. Pero así son las cosas, con lo que, allá voy. Deberían ser ya casi las tres de la mañana cuando Ramón abrió la caja fuerte. No era demasiado grande, ni parecía estar anclada al suelo, sino simplemente puesta dentro del mueble, lo que me llevó a deducir que no debía pesar demasiado. Aparentaba ser un modelo antiguo: su diseño me pareció muy años cincuenta, o quizás, como mucho, sesenta. Estaba repintada de gris azulado y no tenía combinación, tan sólo una simple llave que, sorpréndete, Ramón llevaba colgada de la cadena de oro que siempre luce al cuello. Me resultó muy curioso: una llave mediana de una caja fuerte junto a una medallita de la Virgen. Y al verlo me acordé inmediatamente de otra llave, la del candado de la taquilla que en la mili yo también cargaba de ese modo, aunque eso sí, colgada de un cordón de los de los zapatos. — ¿Y esas son todas tus medidas de seguridad? — ¿Acaso no te parecen suficientes para

guardar una documentos? simple fotocopia de unos

—Depende de la importancia del contenido. Pero esa caja podría llevársela cualquiera, a pulso. Incluso yo. Y abrirla seguro que tampoco sería tarea complicada. — ¿Y quién iba a querer robarme? —Realmente, no te entiendo. Tanto misterio, tanto miedo durante toda tu vida, que hasta te tomaste el trabajo de ocultar y luego reencuadernar más de dos mil libros, la mayor parte de ellos totalmente inocuos, tanto decir que ahora yo te había puesto en peligro con esa entrevista y…no te entiendo, de verdad. —Todo peligro es relativo. Si yo he

ocultado durante años los libros y algunas otras cosas, es porque entonces corría peligro. Pero aquel disfraz dio su resultado y, gracias

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a él, llegó un momento en que casi dejó de ser necesario. Y ahora llega otro momento, diferente, en que lo que es necesario es que me lo quite del todo. ¿Entiendes?

—Ni una palabra. —Ya entenderás. —Ya. ¿Y qué has hecho con los documentos originales? — ¿Tú que crees? —Cómo te creo medianamente listo, los habrás depositado en una caja de seguridad de un banco. —Tú sí que eres idiota. ¿Qué podría tener

un jubilado de un astillero, tan importante, como para guardarlo en la caja de seguridad de un banco? Esa es la primera pregunta que se haría cualquiera y lo primero que levantaría sospechas. La principal defensa es, sobre todo, la discreción, la normalidad. ¿Por qué crees que tampoco he comprado una nueva, moderna?

Me contó que aquella caja estuvo en la recepción de un hotel de Oviedo, hasta que un día el banco se hizo con todo, por una deuda miserable que sus dueños no pudieron afrontar. Tanto el inmueble como el mobiliario fue vendido en subasta pública y adquirido a un precio irrisorio por un feriante que se dedicaba al trapicheo de objetos de segunda mano. Ramón le compró a él algunas cosas cuando comenzó a restaurar la casa de Vilarmaior y, el subastero, como detalle, le regaló ese trasto anticuado. Felicia, que nunca tuvo nada de valor que guardar, salvo una pulsera de oro que había heredado de su abuela, fue quien la usó hasta su muerte. Los documentos originales, me explicó Ramón, estaban donde siempre habían estado: en el mismísimo sótano. Sólo que ahora ocultos bajo las virutas y las botellas, en uno de aquellos viejos cajones. Lógico: si habían estado allí más de doscientos años sin levantar sospechas, ¿dónde iban a estar mejor? A partir de ese momento, creí conveniente no hacerme más el listo y dejar que fuese mi amigo quien llevase la voz cantante en aquella velada. Por fin, se decidió a abrir la famosa botella de caña tostada y a servir dos generosas copas. Brindamos, a petición

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suya, por el futuro. Un futuro que de ser igual que el sabor de aquel aguardiente, prometía placeres aromáticos, dulces, exquisitos y peligrosos, pero eso sí, apetecibles. Nos sentamos frente al fuego de la chimenea, en aquellos sillones orejeros que casi invitaban al sueño. En la pequeña mesa, frente a nosotros, las fotocopias de los papeles que Ramón guardaba en la caja fuerte, compartían espacio con la botella y las copas. Pero yo no me atreví a cogerlos. Como gato escaldado, esperaba a que él me invitase. — ¿Sabías que mi tatara-tatara abuelo, es

decir mi antepasado siete generaciones atrás se llamaba también Ramón Escadas? —dijo sin mirarme,

con la vista perdida en el fuego, mientras lentamente, casi con mimo, volteaba con unas pinzas la madera a medio quemar. No esperó a que le contestase, ni tampoco tuve intención de hacerlo. Sabía que si abría la boca, aunque sólo fuese para decirle no, la conversación derivaría hacia cualquier lugar inesperado. Y creí preferible dar a su pregunta el apellido de retórica y dejar que continuase tirando del hilo de aquel ovillo que acababa de empezar a desmadejarse en algún lugar de su pensamiento. —Pero hasta que encontré estos papeles lo

único que yo sabía de él era su nombre, que se dedicaba a la venta de pan con un burro y que compró esta casa a un francés, tal como me contó, por cierto, certeramente, mi abuelo. Pero, lo mejor de todo es que mi pariente se tomó la molestia de dejar una especie de diario que escribió con mesura y variable frecuencia, en el que fue anotando los principales hechos de su vida. Una vida bastante interesante y, sobre todo, significativa para el asunto que tú y yo nos traemos entre manos. —Ramón cogió

entonces los papeles de encima de la mesa y me los acercó—.

Será mejor que te lleves esto y lo leas. De hecho, hice esta copia para ti hace sólo unos días.

Se trataba, efectivamente, de una fotocopia de un cuaderno manuscrito, compuesto por varios relatos redactados en distintos momentos de la vida del antepasado de Ramón, que no

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rebasarían en total las cien páginas. —Te resumiré lo principal

de lo que cuenta, ya tendrás tiempo de leerlo más tarde —

me dijo Ramón y empezó a contar como su ancestro vivía en Ferrol, allá por el año 1790, muy ricamente. Tenía entonces veintiocho años y sus bodegas de vino distribuían las barricas de importación a los principales mesones y tascas de la ciudad. Ferrol era, en esa fecha, una urbe extraña, condición que, en sentido inverso, sigue manteniendo. A finales del siglo XVIII, la ciudad había pasado, en apenas cuarenta años, de dos mil, a los veinticinco mil habitantes de ese momento, lo que la convirtió en la principal de Galicia, duplicando, por ejemplo, los habitantes de Santiago de Compostela, que había sido hasta entonces la primera. La construcción de los Arsenales, impulsada por Carlos III, se había constituido como una auténtica refundación de la vieja villa. Se diseñaron nuevos barrios, como A Magdalena, partiendo de planos de ciudades perfectas. Líneas rectas, racionalismo, neoclasicismo y algunas ideas innovadoras, como la de las galerías, marcaron la pauta de la nueva ciudad. Ferrol se vio, casi de repente, como primer puerto naval del país, y eso le dotó de un claro acento militar que, tras la creación de los astilleros de Bazán, fue compensándose, bipolarizándose, con otra clase naciente, la trabajadora, atraída como mano de obra y procedente de toda la comarca. Se instalaron en otro nuevo barrio, también de calles rectilíneas, enmarcadas en un cuadro, pero con viviendas de peor categoría: Esteiro. Los millones de maravedíes procedentes de las arcas del estado provocaron una especie de fiebre del oro. La abundancia de empleo atrajo como moscas a la miel a un sinnúmero de personas, fundamentalmente hombres, que desequilibraron notablemente la balanza de los sexos, dado que todavía no había suficientes viviendas para albergar a tanto recién llegado, ni los sueldos eran tan altos como para permitir el acceso inmediato a la compra de una vivienda que hiciese posible traer a la familia a la ciudad, o crearla, en el caso de los solteros. Así resultaba normal ver a muchos comiendo en los portales lo que sus madres o sus mujeres les preparaban en sus casas, y que traían consigo o bien

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les acercaban hasta la puerta misma del Astillero. A la noche, tras la larga jornada de trabajo, recorrían a pie los kilómetros que les separaban hasta el lugar de la comarca en el que vivieran, por lo que era habitual ver como el aluvión de gentes a la salida del tajo, iba dispersándose y formando grupos que se iban diluyendo por todos los caminos, hasta bien afuera de las murallas de la ciudad. El antepasado de Ramón se llamaba entonces Pedro Luz —luego se cambiaría este nombre por el de Ramón Escadas— y Ferrol estaba en un momento dulce para él: lleno de tascas en las que se cantaban habaneras, repletas de hombres sin compañía y con los bolsillos rebosantes, que procuraban primero el calor del vino y luego el de otro cuerpo, de los muchos que se ofrecían por horas en cualquiera de los numerosos antros del puerto y de Esteiro. Cada noche parecía desbordarse la alegría de unas gentes que vivían en un mundo todavía nuevo y próspero, como un pequeño paraíso recién estrenado. En este escenario, Luz negociaba con el elixir que mayor éxito y demanda tenía, y que recibía, por transporte marítimo, directamente a las Bodegas Luz, estratégicamente situadas en el propio puerto. De sus almacenes, tres carretas tiradas por mulos, repartían desde primera hora y a diario, el sagrado vino por toda la ciudad, y también aguardiente y anís. El negocio marchaba viento en popa y le dejaba los suficientes beneficios para que, por ejemplo, se permitiera el lujo de hacerse trasladar en una calesa tirada por dos caballos cartujanos que, entre otros sitios, le conducían cada domingo a la casa de sus padres, Juan Luz y Mariña Beceiro, en Esmelle, donde también vivía su hermano Alfonso. Era una casona grande, de piedra, que no llegaba a ser un pazo, pero que se le debía acercar bastante. Hoy, de ella, ya no queda nada. Durante la semana, Pedro Luz dormía en la propia bodega del muelle de Ferrol, donde se había hecho instalar un dormitorio, aprovechando parte del fallado de la nave. Debió ser un tipo de vestir elegante, porque en su escrito menciona su gusto por las sastrerías a medida y por los modelos sacados de muestrarios parisinos. Su procedencia de una casa en la que sabían leer y en la que su propio padre le había enseñado además “el álgebra, el

cálculo, la aritmética, la historia, la geografía y el latín, que en este último caso, me era impartido por el cura de la parroquia”,

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le habían hecho desarrollar ciertas inquietudes culturales, que solazaba con la lectura y, más tarde, a juzgar por el diario, con la escritura. Sus textos están bastante bien escritos y, aunque realizados en diferentes etapas, manifiestan cierta unidad de estilo. Al margen de las horas que dedicaba a la gestión de su bodega, en las que trabajaban cuatro empleados junto a una mujer que realizaba labores de limpieza, y que además, le preparaba el diario menú del mediodía, el resto de su tiempo lo gastaba en las habituales diversiones de tascas y figones, en los que solía cenar y pasar la mayor parte de las veladas, cuando no había en las cercanías alguna verbena. Y en una de éstas, se enamoró. Pero no tuvo mucha suerte en su elección. Tengo aquí la copia que me dio Ramón del primero de los textos de Pedro Luz. Está fechado en 1792, en el Monasterio de Caaveiro y dice así:

“Ella, cuánta razón tenía mi padre, era una meiga, hija de meiga y nieta de meiga. De la estirpe de las meigas era ella, que se hacía llamar Esperanza Almeida”, ya ves, así, medio rimado, escribía don Pedro. Pero, a continuación, añade: “Me engañó con sus ojos crueles, metió la brujería en mi vida y me perseguía día y noche, convertida, a veces, en un gato blanco que me acechaba y aparecía, repentino, en donde yo estuviere”.

Esto, ves, ya me dejó más preocupado. O el tal Pedro Luz perdía un poco o es que el asunto de la meiga y el gato era realmente serio. Pero prosigue: “Tengo la certeza de que fue ella

quien quemó nuestra casa de Esmelle y la bodega, quien mató a mi familia, a mis padres, a mi hermano Juan y que estuvo a punto de matarme también a mí”. El asunto se pone serio.

Esperanza Almeida, no sé si era meiga o no, pero parece que, cuando menos, los cargos de que Luz la acusa son los de piromanía, por partida doble, triple homicidio e intento de asesinato. El caso es que, según relata en el diario, tuvo varios episodios medio esotéricos al cabo de su novia, como, por ejemplo, “que un día y de repente, todo el vino que tenía en las

bodegas, se me perdiese y agriase de la noche a la mañana, sin motivo alguno que lo causara”, salvo la coincidencia o

casualidad de haber estado Pedro Luz, unas horas antes, visitando a una antigua novia y siendo perseguido por el mismo gato

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blanco, que apareció de repente, dentro de la casa de ella. Preocupado por estos hechos, fue a consultar a una meiga de Pontedeume, de nombre A Xurxa, sobre lo que le pasaba. La meiga le dio un remedio para librarse del encantamiento de la ruin Esperanza: “Me pidió que le entregase mi camisa y

comenzó a mazar en ella sobre un roca irregular, hasta que el paño comenzó a deshacerse y volverse en jirones. Luego la arrojó a la lumbre del hogar y dejó que ardiese, hasta que no quedaron más que sus cenizas. Con ellas dibujó una cruz, que rodeó con un círculo. Y luego, barrió el dibujo, recogió las cenizas, las metió en una bolsa de cuero y me las dio, ordenándome que las tirase al mar. Y así lo hice”.

Pero, al poco de llegar ese mismo día a casa, al entrar en su cuarto, ella estaba esperándole: “Me pidió que no hiciera

ruido, y dijo que había entrado por la cuadra, sin ser vista. Todos en la casa dormían y yo me temí algo grave. La situación me ponía nervioso y desconfiaba de qué raras intenciones podían haberla traído”. Pero, a pesar de su desconfianza, Pedro Luz, fue un tanto incauto: “Me pidió vino y yo fui a en busca de una jarra. Pero no sé cómo, ni cuando, ni qué droga debió echar en la bebida, porque, de repente, me quedé dormido”.

Hoy diríamos que la tal Esperanza fue a darle el llamado beso del sueño, pero no para robar sus pertenencias, como suele ser el caso: “Me despertó una joven preciosa, que nunca antes

había visto. Era tan bella que pensé que estaba muerto y contemplaba el rostro de un ángel. Pero la casa ardía en llamas y yo estaba atado de pies y manos a los barrotes de la cama. Esperanza no estaba, y por la merced de aquella mujer que me liberó diciéndome, huye lejos del mal que te perseguirá siempre, déjalo todo, ponte a salvo, estoy vivo. Quise saber su nombre y como llegó hasta mí. Me dijo que su nombre era Ana y que había venido para que se pudiese salvar el legado de nuestra familia. Y que si Esperanza me encontraba trataría de matarme de nuevo”.

Pedro Luz corrió entonces a intentar salvar a sus padres y a su hermano, pero todo el piso era un infierno imposible y las enormes llamas hasta le impidieron salir por la puerta de su cuarto. No tuvo otro remedio que saltar por la ventana hasta el tejado del corral y de allí, al jardín. Al fin, pudo entrar de nuevo en la planta baja casa, dónde no había llamas, aunque sí una

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densa y asfixiante humareda, que le obligó a contener la respiración y caminar a ciegas. Gracias a eso logró salvar varios papeles importantes de la familia, entre ellos, el poema que finalmente llegó a Ramón y una bolsa con monedas de oro. Fue todo lo que pudo rescatar, además de los animales, a los que consiguió liberar antes de que el fuego alcanzase el corral. Pedro Luz tomó uno de los caballos y partió, “dejando

atrás unas llamas que, embravecidas, devoraron la casa entera, royéndola de tal modo, que hasta las paredes de piedra desplomaron, al debilitarse las vigas por las dentelladas del fuego” Pedro Luz volvería allí años más tarde y, de su vieja casa,

tan sólo quedaban en el sitio unas cuantas piedras en mitad de una espesa maleza. El resto de lo poco que se salvó, incluidos los sillares de granito, se lo habían llevado los vecinos. Tras el derrumbe, Luz se dirigió primero a Ferrol. Y ante su desesperación y sorpresa, llegó al muelle justo en el punto máximo de un nuevo incendio: el de su bodega. Alrededor del fuego se había congregado un numeroso grupo de vecinos que, tras hacer una larga fila, tratando de llenar calderos de agua de mar, que no habrían de llegar a nada, se limitaban ya a ver como se resquebrajaba y cedía la estructura de madera. ¿Qué otra cosa podía hacerse? El propio Pedro ni siquiera llegó a bajarse del caballo. Desolado por la tragedia, espoleó la cabalgadura y se lanzó desbocado hasta dejar la ciudad bien atrás. Cabalgó sin rumbo durante toda la noche, desorientado, rabioso e impotente, hasta llegar a la frondosa fraga del río Eume, donde se detuvo para dar descanso al animal y poner en orden su cabeza. Luego, discurrió un largo trecho paralelo al río, lo vadeó en una zona de bajo calado y tomó el camino, por la empinada ladera del valle, hasta llegar a las puertas del Monasterio de Caaveiro. Amanecía ya cuando arribó pidiendo asilo. Aunque el convento no estaba en el mejor de sus momentos, sino al contrario, pudo quedarse. Caaveiro, tras 700 años de historia, estaba gobernado entonces por el que sería su último prior, Juan Mon Valledor, que murió cuatro años y medio más tarde de la llegada de Pedro Luz. Junto al prior, tan sólo el canónigo Miguel Freire de Fraga y dos sobrinos suyos, Miguel y Juan, vivían allí, como religiosos, aislados del mundo, entre la inclinada y empinada uve que se cierne, con máxima espesura,

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sobre el río Eume. Tras la muerte del prior, su sobrino, Miguel Mon Valledor, se quedó al cargo, en calidad de sub-prior, pero una real orden del 30 de enero de 1788 ordenó el traslado del monasterio a Ferrol. Y aunque esta orden nunca llegaría a hacerse efectiva, a partir de esa fecha ya no se nombraron más cargos ni dignidades en el cabildo de la colegiata, quedando para siempre vacantes e impidiendo a Miguel Mon llegar a cumplir su ambición de ser prior. Pedro Luz fue uno de los albaceas de Juan Mon, y así consta su firma en el único documento existente que acredita su paso por Caaveiro, como yo mismo comprobé, tras revisar los tumbos del monasterio que se han publicado. Pero esta rúbrica, según cuenta el propio Luz, debió ser suficiente para que llegase a oídos de Esperanza Almeida que su enemigo se ocultaba en el monasterio. El caso es que ella lo persiguió, sin lograr darle alcance: “Venía con escolta de tres hombres y a caballo, por la empinada

subida, que fuera impracticable a planta humana, de no haberse echo (sic) tratable, con tortuosos caracoles, que forman la vereda por la que se sube. Por fortuna, vila, mientras, apartado del camino , recogía unas plantas y pude girar a tiempo de que no me echase sus pérfidos ojos encima. Así me vi obligado a abandonar Caaveiro y dirigirme a pie hasta el Monasterio de Monfero”. Antes, por supuesto, se aprestó a recuperar sus papeles

y su bolsa de monedas de oro, que había dejado oculta en una oquedad entre dos peñas, a su llegada allí, para no tener que entregarlas al monasterio. Hombre previsor que debía tener siempre presente y como lema la frase “por si acaso”, así se las gastaba. En Monfero, a donde Pedro Luz llegaría el 2 de noviembre de 1798, permanecería hasta el 12 de diciembre de 1820, fecha en la que, el Decreto de Extinción de Monacales, obligó al Abad, Fray Ignacio Liano a comunicar a los monjes y laicos la orden de abandonar la abadía. Luz tenía entonces cincuenta y seis años y había pasado media vida encerrado y oculto del mundo entre los muros de dos conventos. A su llegada al monasterio decidió cambiar su nombre por el de Regino y su apellido, por el de Escadas. Aunque, lo del

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apellido le venía porque, entre otros trabajos, reparó durante algún tiempo las deterioradas y podridas escaleras de un edificio que estaba, como todos en esa época, dando las últimas boqueadas. Aunque Monfero cayó antes de la Desamortización de Mendizábal, de 1836, ésta acabaría por dar la puntilla definitiva a la poca vida que quedaba en el resto de los conventos y puso manos del Estado todas las propiedades de la Iglesia, que eran muchas. Pedro Luz tenía sólo sus papeles, la bolsa de monedas con la que había huido de Esmelle hacía veintiocho años y no le quedaban ya santos lugares en los que refugiarse. Se enteró entonces de la venta de una casa en Vilarmaior, relativamente cerca de Monfero, y decidió comprársela al francés que la había construido. A partir de ese momento, el nombre de Regino, lo cambia por el de Ramón y convierte su mote en apellido. Desde entonces, usaría ya para siempre esa identidad, la de Ramón Escadas, y será este el apellido que transmita a sus herederos. Dado que en sus últimos años en Monfero, el entonces llamado Regino se había ocupado en la labor de panadero, decidió continuar con el oficio y construir un horno que adosó a la casa. Durante un tiempo, vivió de la venta del pan que elaboraba y servía por las casas del contorno, para lo que se compró una burra a la que puso de nombre Esperanza. Ironía, al parecer, no le faltaba. A pesar de sus años, a punto de cumplir sesenta, todavía debía estar de buen ver, porque, a poco, enamoró a una moza del lugar, treinta años más joven que él, de nombre Agustina, con la que contrajo matrimonio posiblemente tras dejarla embarazada y que le daría tres hijos, todos varones. Agustina no debía tener, al contrario que Esperanza, nada de meiga, sino más bien un espíritu benigno y cierta abnegación, que le sirvieron para traer a la vida de Ramón Escadas la felicidad y la calma que le habían faltado el resto de su vida. El propio Ramón dice al respecto de su puño y letra que “así como

hay espíritus que pueden sembrar tu vida de sal, hasta volverla un yermo, otros, pueden traer la luz, el amor y la entrega”.

Lástima que no cuente más cosas sobre Agustina, porque, esto es una opinión mía, creo que ella merecía, al menos, unas líneas más. Pero los objetivos del Pedro Luz en su diario se ve que no

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eran poéticos, ni románticos, ni tampoco un aviso para sus inmediatos herederos, que nunca llegaron a sospechar de la existencia de tal documento. Lo más importante del texto de Pedro Luz, Regino o Ramón Escadas, aparece justo al final, en un texto fechado en Vilarmaior el 1 de noviembre de 1832, cuando él ya había cumplido setenta años y su hijo mayor, Pedro Escadas —a quien curiosamente le puso el nombre con el que él mismo fuera bautizado— contaba sólo diez años de edad. Este texto tiene además la particularidad de ser el único que está escrito en gallego, frente al resto de los documentos, que están en castellano. Unas noches antes de escribir esta última parte, en una fecha que no precisa, cuando pasaba ya de la media noche, Ramón se despertó por causa de los insistentes ladridos de su perro, que dormía con ellos en el piso. El animal estaba frente a la puerta, arañándola con sus pezuñas y visiblemente excitado. Ramón oyó claramente ruidos de alguien que deambulaba por la cocina. Sin pensarlo dos veces, agarró una tranca y un gran cuchillo que solía usar para la matanza del cerdo y se dispuso a defender la casa. En el diario cuenta que era normal que en la cocina pernoctasen esporádicamente algunos pobres a los que daba cobijo y que en algunos casos, permanecían en la finca varios días, ayudando a cambio del sustento, cuando se necesitaban manos para ciertas faenas, como la malla del trigo o la recogida de patatas. Solía dejarles dormir junto a los rescoldos del fuego de la lareira, para lo que echaba en el suelo un puñado de paja, sobre la que colocaba unas viejas chaquetas. En aquellos días todavía había dormido allí uno de ellos, a quien llamaban O Amiguiño, pero aquella noche no había venido. Ramón pensó que tal vez fuese él, pero al entrar en la cocina y ver la ventana abierta, dijo en alto: “¿Eres ti, Amiguiño?” y al no responder el otro, cargó al bulto con la tranca sobre el intruso, hasta dejarle bastante maltrecho. Como, tras la refriega, el enemigo no presentaba resistencia y el cuerpo del hombre yacía en el suelo, sin moverse, pensó que lo había matado. Encendió un mixto y con él una lámpara de aceite. La acercó al cuerpo sin conocimiento y vio que le había acertado en la cabeza. Tuvo

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suerte, pensó, porque el otro portaba un trabuco de casi medio metro, que todavía medio sujetaba en una de sus manos. Apartó el trabuco de su alcance y comprobó si todavía vivía: “por suerte,

no le maté, aunque poco debió faltarle, porque tenía la cabeza en dos cachos”, dice en el texto. El cuero cabelludo se le había

caído hacia un lado y sangraba abundantemente por toda la cara. Así que cogiendo una sella de agua se la arrojó encima para espabilarle, al tiempo que le amenazaba con el gran cuchillo. El otro despertó y al verle, reaccionó diciendo: “no me mates, por

Dios, que vengo por mandado”, “y luego ¿quién te manda?”, “Esperanza Almeida”.

El intruso le contó que ella le estaba aguardando en una fuente próxima y Ramón, sin pensárselo mucho, sentó a su atacante sobre la piedra de la lareira, le ató las manos a la columna que servía para sujetar el tejadillo de la chimenea y pidió a su mujer, que aguardaba en el piso con la puerta atrancada, que le hiciese las curas. Armado de cuchillo y trabuco, tomó el caballo del asaltante, se cubrió el cuerpo con su capa y se fue en busca de Esperanza. A pesar de su edad, Ramón todavía debía estar bastante fuerte y no deja de resultar sorprendente que, frente a la habitual cobardía que había mostrado ante aquella mujer, de la que siempre había huido y por la que nunca había manifestado deseos de venganza, pese al mal que le había causado, debió encontrar de pronto dentro de sí mismo la suficiente valentía para decidir salir en mitad de la noche a su encuentro. El propio Ramón dice

“no sé cómo dio conmigo, ni como supo de mi casa, pero la sangre me hervía en la cabeza, de la misma manera que el día que puso fuego en casa de mis padres y en el almacén de vino”. Con el caballo al galope fue en dirección a la fuente “era una noche de luna y vi a lo lejos la silueta del caballo de Esperanza. Pero ella, debió darse cuenta de que era yo quien montaba, porque, sin esperar a que me acercara, espoleó su caballo y salió huyendo”. Ramón la persiguió, tratando de darle

alcance durante un trecho, a través del monte. Pero el caballo de ella, de repente, hizo un extraño al toparse con la barrera de piedra que dividía el final del pinar y el camino, y la mujer salió despedida de su montura y, al caer, de cabeza, fue a romperse el

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cuello contra el suelo. Ramón descabalgó y se acercó junto al cuerpo tendido. Estaba viva, pero no podía moverse “pero aun así tuvo las

fuerzas suficientes para maldecirme a mí y a toda mi descendencia”. Pese a todo, la acostó boca abajo sobre el lomo

del caballo y regresó con ella a casa. Cuando llegó, la mujer de Ramón había desinfectado con aguardiente la maltrecha cabeza del intruso, le había colocado en su sitio el pellejo colgante y vendado el cráneo con un trozo de lino desgarrado de una sábana. Ramón, entonces, le liberó y le conminó a coger el cuerpo de Almeida y marchar con ella por donde habían venido, haciéndole antes jurar que nunca más volvería por allí, “a cambio de no denunciarlos ante la justicia”. Ramón no cuenta nada sobre las explicaciones que sobre estos hechos tuvo, seguramente, que dar a su mujer y a sus hijos. Pero en cambio, sí cuenta algo, absolutamente sorprendente. A los pocos días, cuando regresaba a su casa con un carro cargado de hierba, se encontró en una encrucijada del camino a una mujer: “y juro que era la misma mujer que me salvó la noche del incendio en casa de mis padres”. Pero lo sorprendente es que era exactamente la misma mujer “lo primero que pensé es

que se trataba de una aparición y después, por lo parecida, la hija de aquella otra que me salvó. Pero no, era la misma. Y los años no habían pasado por ella”.

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DIEZ

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 5.

Ya sé lo que estás pensando. Y para que veas lo bien que te conozco, te lo diré: estás a caballo entre dos opciones. Por una parte, seguro que te has quedado atrapado por la lógica poética que caracteriza tu pensamiento y, en cierto modo, también el del relato que acabo de contarte. Y por otra, te has lanzado a sumar dos y dos, y quizás sacado alguna clase de conclusión del tipo: “me apuesto lo que sea a que los tiros de esta historia van por aquí”. Finalmente supongo que también, tu mitad racionalista, te lleva a descartar todo lo anterior y a pensar que el pariente de mi amigo Ramón estaba ya un poco afectado por la edad y por las circunstancias de su vida; que ciertamente no ayudan mucho a suponerle un buen equilibrio mental. Si ésta última es tu conclusión, te diré que es exactamente lo mismo que pensé yo al

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leer el texto completo que, en casa de Ramón, sólo llegué a conocer por encima. Aunque ahora, sabiendo lo que sé y que tú también sabrás en su momento, empiezo a pensar y ver las cosas desde la primera de las perspectivas. No es que yo, como bien sabes, comulgue en exceso con todo ese conjunto de elementos esotéricos engarzados en la historia del antepasado de mi amigo que, en su mayoría, considero como propios de la tradición mágica de una tierra como la nuestra y, por tanto, nada ajenos ni distintos a las creencias generales de su tiempo. Además, por más que releo el texto, sigue sin encajarme la tesis inicial de que, en la parte final del relato, Pedro Luz desvaríe más de lo que lo hace al principio, ni encuentro, pese a la inevitable distancia en el tiempo de los diferentes fragmentos, demasiadas diferencias en la psicología del hacedor del manuscrito. Incluso su modo de redactar varía poco, a lo largo del tiempo. El cambio más notable es, sencillamente, el abandono del castellano por el gallego, algo que no nos explica ni justifica en ningún momento, por lo que nunca conoceremos la verdaderas razones que le motivaron a hacerlo, y aunque es fácil suponer que, salvo en su etapa ferrolana, el resto de su vida se expresase siempre en gallego, tampoco podemos descartar que, dada la época que le tocó vivir, se hiciese eco de la incipiente corriente de pensamiento en favor de la lengua gallega que, unos años más tarde de su muerte darían lugar a la corriente literaria y de pensamiento que suele denominarse como rexurdimento. Y de ser así, habría que considerar a Pedro Luz como un auténtico precursor, y a la última parte de su texto, como el primero escrito en gallego desde hacía tres siglos. Fascinante. Esa sería para mí la palabra que mejor calificaría la historia que relata. Una vida de novela que, por razones que acaso sólo él conociese, se entretuvo en perpetuar en un breve puñado de páginas. Y eso es todo, como todas las vidas: una única huella, sí, pero una huella que nos acerca a una persona que vivió, sintió y que, errada o no, condicionó su existencia por causa de unas circunstancias en las que la magia y la maldad dibujaron su destino. Fíjate que escaso es el valor de una sola vida. Y sobre todo cuando esa vida, y a lo mejor todas las vidas, no son más que el eslabón de una cadena, un solo capítulo de una historia en un libro abierto que nunca se termina de escribir.

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Fascinante también me resulta pensar como una persona, en tan corto espacio de tiempo, puede llegar a ser tan importante en el devenir de otro y escribir con letras de fuego, nunca mejor dicho, el destino ajeno. Me refiero, claro, a Esperanza Almeida. Una curiosa lección para quien quiera tomar nota de ello. Pero lo más fascinante e importante de todo el relato, amén de lo más increíble, es la irrupción de esa misteriosa mujer en tan sólo dos momentos puntuales y cruciales: la primera, para salvarle del incendio de su casa, para decirle que sólo la huida lo pondrá a salvo y, sobre todo, para ayudarle a salvar el legado de su familia. Y, fíjate, esa presencia que apenas ocupa unos pocos minutos, condicionará el resto de sus días: abandona la ciudad en la que nace, renuncia a empezar de nuevo, evita la venganza y se oculta del mundo. Aunque más que del mundo, se oculta del mal que la aparecida dice que le acechará siempre. Y ¿qué pensar de la segunda irrupción de esa misma mujer al cabo de los años y con el mismo aspecto? ¿Era realmente una única mujer? Él, es indudable que así lo creyó. ¿Es este un rasgo de locura? Tal vez sí o tal vez no. ¿Qué crees tú? ***** Ramón y yo proseguimos hasta bien avanzada la madrugada hablando de los pormenores de la historia de Pedro Luz, con la botella de aguardiente tostada haciendo las veces de clepsidra, y con cuyo fin ya con el amanecer amenazando sorprendernos nos dio la señal para abandonar el calor de la chimenea y acostarnos. Hacía mucho tiempo que no pasaba una noche en la habitación que en cierto modo era sólo mía. Ramón se encargó de aclararme que nadie más había dormido en aquella vieja y enorme cama de madera de roble desde la última vez que yo la ocupé, quién sabe cuánto tiempo hacía ya. Aún vivía Felicia y yo era entonces un bohemio medio perdido en un presente sin futuro. Tampoco he cambiado tanto, pensé justo antes de apagar la luz y dejarme atrapar por el olor a madera y naftalina de las sábanas, unas sábanas que Ramón había puesto aquel mismo día y que delataba el largo tiempo que debieron permanecer

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dobladas y olvidadas en el estante de aquel armario en el que la difunta esposa tuvo que haberlas colocado la última vez que había dormido en aquella casa. ¿Empezaría yo también a oler por dentro a madera y naftalina? Me desperté temprano, pese al cansancio, agitado por algún misterioso sueño que se desvaneció nada más abrir los ojos, dejándome en la boca un sabor de confusión, acentuada aún más por la sorpresa de encontrarme en un lugar que ya casi me era extraño. Ramón dormía y todo estaba en completo silencio. Ni siquiera eran perceptibles los trinos de los pájaros. Bajé a la cocina y encendí el calentador de butano. Luego me duché y preparé café. Echaba de menos el periódico con que cada día me desayuno. Muchas veces, incluso antes de ducharme, en pijama o albornoz, con el pelo pegado a la cabeza y las ojeras prominentes, bajo a hurtadillas las escaleras de mi apartamento, evitando el ascensor por miedo de ser detenido en algún piso y ser sorprendido con esa pinta por algún vecino, tan sólo para buscar el ejemplar que cada día me espera en el buzón. Ramón, en cambio, huye de la “cotidiana ración de malas noticias” como él dice, y hasta del paso del tiempo, cuando se refugia en Vilarmaior. No hay en toda la casa un televisor, ni teléfono. Su única distracción, al margen de la finca, está en su taller, en sus libros y en un equipo modular de música de alta gama, desprovisto aposta de sintonizador de radio. Tras tomar el café, Ramón seguía sin dar señales de vida. De repente sentí ganas de bajar a la bodega e inspeccionar el pasadizo que el día anterior sólo había vislumbrado. Me intrigaba saber si había o no salida. Así que me fui a la biblioteca y busqué a tientas tras la estantería el resorte que descubre el acceso a las escaleras. Me costó dar con el tirador, pero al fin, girando una especie de palanca hacia un lado y hacia atrás, el mueble hizo primero un ligero ruido y luego giró sobre sí mismo. Encendí la luz y bajé los nueve peldaños. Todo estaba igual que la noche anterior, la mesa, las sillas, los cajones de paja repletos de durmientes botellas y un olor rancio y húmedo que parecía subrayar aún más la frialdad de aquella estancia. Busqué la piedra que servía de empujador en la pared del fondo. Otra vez el deleznable ruido grimoso volvió a sorprenderme, pero el

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pasadizo estaba ahí, delante de mis narices, tenebroso y lóbrego, pero al tiempo, misterioso y atrayente. Sin linterna, comencé a avanzar en cuclillas, tratando de acostumbrarme a la oscuridad. Pero cuanto más me adentraba más oscuro estaba todo. De repente oí un ruido a mis espaldas, y al girarme vi como la puerta por la que había entrado comenzaba a cerrarse tras de mí. Quise retroceder, pero no tuve tiempo antes de que el mecanismo me dejase atrapado en la más completa negrura. Sólo cabía esperar. Ramón, por fuerza, una vez levantado y al notar mi ausencia, me buscaría, descubriría la estantería abierta, bajaría a la bodega y entonces, tendría que darse cuenta de que me había quedado encerrado. Me senté en el suelo y encendí un cigarrillo. No comprendía cómo Ramón había podido inspeccionar ese pasadizo sin que a él se le hubiese cerrado también la puerta a su espalda. Pensé que quizás yo hubiese pisado algún resorte que provocó el cierre repentino de la entrada y que tal vez debiera desandar el camino, a cuatro patas y tanteando, para ver si pisando de nuevo en el mismo punto se abría la dichosa puerta. Ya estaba dispuesto a hacerlo cuando observé, al dar una calada al cigarrillo y gracias al ligero resplandor que desprendía la brasa, que el humo parecía dirigirse hacia el interior del pasadizo, como atraído por alguna corriente que hacía de tiro. Ayudándome del encendedor traté de buscar la grieta hacia la que se encaminaba el humo y, efectivamente, a menos de diez metros de la entrada, en el techo del estrecho pasillo había una especie de orificio. Pero a través de él no llegaba ninguna luz y ni siquiera acercando el mechero podía distinguir nada. Introduje mi mano en su interior y noté el tacto áspero de un objeto metálico cubierto por la herrumbre. Intenté moverlo girándolo, empujándolo, pero no sucedió nada. Probé luego con las losas del techo, unas chantas de granito de diferentes anchos que se apoyan directamente en las paredes laterales del estrecho pasillo, pero ninguna se movía. Y al fin, al empujar una de las piedras de la pared de mi derecha, de pronto, parte del muro cedió y giró entero hacia dentro, como si estuviese sujeto por una gran bisagra. Introduje el encendedor y vi una escalera que ascendía sólo cuatro peldaños. Entré en el agujero e iluminé el

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techo: un techo metálico, una trampilla que por fuerza debía dar acceso a una nueva estancia. Me senté en los escalones y la empujé hacia arriba con todas mis fuerzas, pero no conseguí moverla. Una inutilidad, porque, tras reiterados esfuerzos, se me ocurrió probar a deslizarla hacia un lado y, con una suavidad increíble, dado el tiempo que probablemente llevaba cerrada, dejó el hueco al descubierto. Entré con el mechero en alto y miré alrededor. No podía ver toda la estancia, porque la llama comenzaba a debilitarse y apenas alumbraba más allá de mi propia mano. Había un olor extraño, que no podría definir, pero que me pareció a medio camino entre el hedor de una cuadra de animales abandonada y piedra húmeda. A tientas, fui avanzando hasta topar con una pared de cantería renegrida por el humo, que me tiznó la mano con la que palpaba en la oscuridad y que de repente tropezó contra una argolla de hierro que sostenía un palo. Al iluminarlo de cerca di gracias por mi suerte: aquello era una antorcha con su linterna de cuerda de cáñamo embadurnado en brea y a medio consumir. Arrimé la poca lumbre que le quedaba a mi mechero, dando gracias a que la gasolina del zippo no me dejase tirado como suele ser su costumbre: de repente y en el momento menos esperado. Tras varios infructuosos intentos, la tea al fin comenzó a chisporrotear, hasta prender una llama que empezó a crecer y a hacer visible aquel lugar que acababa de descubrir. No estaba preparado para lo que me esperaba y a poco me caigo de espaldas. Junto a la pared del fondo, uno junto al otro, se apilaban dos cadáveres: dos esqueletos cubiertos de harapos podridos que parecían mirarme con rostro de pavor. Me entró un ataque de miedo repentino que me hizo salir de allí tan aprisa que casi me mato al bajar los cuatro peldaños y volver de nuevo al pasadizo. Y como colofón de mi ataque de miedo y torpeza me golpeé la cabeza contra el techo y un dolor agudo me sacudió como una descarga eléctrica, al tiempo que notaba como un hilillo de sangre me bajaba por el cogote hacia el cuello. Prácticamente a cuatro patas llegué hacia la entrada y comencé a llamar a gritos a Ramón, mientras que mi mente se debatía entre la racionalidad y el estúpido pensamiento de que los esqueletos se levantarían y vendrían hacia mí. Tras una espera de quizá diez minutos, que me parecieron

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eternos, al fin, comenzó a abrirse de nuevo la piedra. Y el irritante chirrido, juro que esta vez hasta me dio placer. Ramón estaba mirándome desde el otro lado, con cara de incrédulo y observando mi rostro asustado.

¿Pero cómo te ha dado por meterte ahí sin encastrar el resorte? me espetó nada más verme.

¡Así que había que encastrar el resorte! No sabía cómo, pero tampoco tuve tiempo a preguntárselo, porque, al mirarme de cerca, añadió. Vaya cara, ni que hubieras visto un

muerto.

Es que no he visto un muerto, he visto dos. ¿Seguro que no había más? bromeó Ramón. No te lo tomes a guasa porque ahí abajo hay dos esqueletos, uno de un hombre y otro de una mujer. He estado muchas veces ahí abajo y nunca

he visto nada. Así que es inútil que prolongues la broma dijo con sincera incredulidad.

¿No sabes que, además del pasadizo hay otra habitación como esta y que en ella hay dos cuerpos que deben llevar mucho tiempo ahí? ¡No puede ser! ¡Imposible! contestó airado, pero más como dirigido a sí mismo que como refutación de un hecho que desconocía, pero que ya no se atrevía a negar viéndome a mí completamente serio y desencajado.

¡Otra habitación!

Sí y calculo que por la situación debe coincidir con el sótano de la bodega de enfrente de tu casa. ¡Pero si esa bodega no tiene sótano! Sí lo tiene, y además dos muertos. Enséñamela. No sin un par de buenas linternas. Ramón fue a buscar las luces y yo le seguí. No me apetecía volver a quedarme encerrado en aquel agujero, sin saber aún cómo salir. Enseguida volvimos a bajar, y le mostré la entrada desde el pasadizo, que seguía abierta. Pasamos por ella, subimos los escalones y atravesamos la trampilla, accediendo de nuevo a la cámara mortuoria. Ramón se quedó observando los

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cuerpos con detenimiento, agachándose junto a los difuntos y acercándose hasta menos de un palmo, sin temor alguno. Esta gente debe llevar aquí muerta al

menos doscientos años. Fíjate en lo que queda de sus ropas.

No eran, lógicamente, ropas modernas y el estado de los esqueletos demostraba su extrema fragilidad y precario estado. Ahí tienes, parece que mi pariente me

mintió. Bueno, no a mí, mintió en el texto, estuviese escrito para quien estuviese escrito. Estos deben ser Esperanza Almeida y el secuaz al que Pedro Luz le abrió la cabeza cuando entró en su casa. Probablemente Esperanza sea ese esqueleto, coincide en las ropas de mujer y en que tiene el cuello roto. Y el del trancazo en ese cráneo fracturado ha de ser su secuaz. Fíjate, además de la cabeza tiene al menos tres huesos quebrados, la clavícula, el brazo derecho y esa costilla que sobresale. Pero ¿por qué razón mintió mi pariente? Y sobre todo, me gustaría saber si a estos dos acabó por rematarlos él mismo o si los encerró aquí y sencillamente los abandonó a la muerte.

***** En la cara “B” del casete con el número cuatro habrás observado que he interrumpido el relato justo en el momento del encuentro de Pedro Luz con esa desconocida que se le aparece en la encrucijada, a pesar de que quedaban aún algunos minutos de cinta. No lo he hecho por darle suspense al asunto, sino que he evitado contarte lo que ella le dijo porque quería que antes conocieses la aparición de los dos cadáveres en el sótano de la bodega. En aquel momento yo desconocía también esa parte del manuscrito de Luz, ya que, en el resumen que me hizo Ramón la noche anterior, eso, no sé por qué, no llegó a contármelo, ni tampoco yo llegué a leerlo, pese a que sí había llegado a ojear algunos párrafos. Al igual que tú ahora, me enteré de tal encuentro tras salir de aquella tumba. Nos fuimos directamente a la cocina para

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tomar algo caliente. Ramón no había desayunado y aunque yo sí lo había hecho, mi larga odisea por los húmedos y fríos subterráneos de la casa, me habían enfriado y destemplado, y necesitaba un té largo hirviendo. Fue entonces cuando Ramón me contó la historia. Ahora comprendo el final del texto de mi pariente dijo de repente, saliendo de golpe de un breve ensimismamiento. Aquella aparición en la

encrucijada no fue gratuita. Breve sí, pero muy clarificadora. En cambio, siempre me había parecido que lo que ella le dijo sonaba mitad teatral, mitad oscuro y ambiguo, como la voz de un falso oráculo: “tu peligro aún no ha pasado, ni tampoco

el que aguarda a tus hijos. La venganza vendrá y tu silencio les dejará desprotegidos. Revélales la verdad y cumple tu palabra. Si no, no habrá esperanza para ellos, ni tampoco para él”.

Eso fue todo lo que esa misteriosa mujer le dijo, al menos todo lo que recoge Pedro Luz en su último texto. Y digo esto porque, a la vista de la mentira que sobre la muerte de Esperanza Almeida y su mercenario, nos encasquetó el tal Pedro Luz, no está de más dejar una sombra de duda en lo que se refiere al resto del relato. Para mi amigo Ramón, en cambio, las cosas empezaban a estar un poco más claras. Se conoce que mi antepasado pretendió

romper la cadena de transmisión del poema. Eso siempre lo tuve claro porque es fácil deducir eso de lo que esa mujer le dijo. Pero con la muerte de Esperanza Almeida tal vez mi pariente creyese zanjado el asunto o quién sabe si quiso evitar que los suyos se viesen envueltos en su mismo y trágico destino. Al igual que mi padre, puede que su racionalidad le impidiese dar por cierto lo que revela la leyenda y tal vez pensó que el silencio era el mejor modo de librar a su descendencia del peso de un sino que a mi familia no sólo le tocó sobrellevar generación tras generación, sino que muchas veces se cobró su precio en sangre y arruinó sus vidas, como a Pedro Luz bien le tocó padecer en carne propia. La aparición final de esa mujer, con todo lo

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que significa que él la viese igual que la primera vez, sin envejecer pese al paso del tiempo, sumado a lo que le dijo, dándole a entender que conocía unas intenciones que nadie salvo Luz podía saber que tenía, debieron provocarle una fuerte conmoción.

¿Y quién es ese misterioso “él” que cita al final la aparecida? Sólo cabe concluir que sea Uriel, el rey

de la leyenda. Recuerda lo que me dijo mi abuelo: la “alta misión” dijo exagerando el tono de nuestra familia es encontrarle y protegerle. Está claro que si eso me lo contó mi abuelo y a él a su vez se lo contó su padre, un poco más atrás, obviamente, la información procede del propio Pedro Luz, que tampoco se la había inventado, sino recogido a su vez. Aunque es muy posible que ese calificativo grandilocuente pueda atribuírsele. Ya se sabe lo fuerte que puede llegar a ser la fe del converso: debió volverse más papista que el Papa, porque finalmente, hizo exactamente todo lo que le dijo esa mujer: transmitió a sus hijos el poema y las instrucciones que, más o menos, llegarían luego hasta mí.

Según Ramón, lo que quedaba claro con el descubrimiento de los cadáveres era la frase de aquella mujer:

“La venganza vendrá y tu silencio les dejará desprotegidos. Revélales la verdad y cumple tu palabra.”

Siempre pensé que eso de la venganza era una amenaza etérea, como una de esas maldiciones bíblicas que se dice caerían sobre siete generaciones. Pero esa mujer parece que hablaba de una venganza más real y terrenal. La venganza por la muerte de Esperanza Almeida. Aunque puede que esa sentencia comprenda ambos sentidos. Espera dijo, se levantó de la mesa y se dirigió al estudio. Regresó enseguida con la copia del texto manuscrito de Pedro Luz. Fíjate, cuando mi pariente escribe el

desenlace

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de

Esperanza

Almeida

y

su

secuaz,

parece poner punto final. De hecho hay un grueso borrón tras la frase de “a cambio de no denunciarlos a la justicia”, que siempre se me antojó una frase ininteligible, cuando no irreal. Porque ¿de qué iba a acusarles?, ¿de intento de asesinato cuando él había dado una paliza de muerte al supuesto agresor y roto el cuello de Esperanza? Y, claro, con la aparición de los cadáveres descubrimos la impostura y la falsedad de esa frase. Justo a continuación del borrón y, en el mismo papel, prosigue el relato explicando un hecho sucedido varios días después: el encuentro con esa mujer. Pero parece un añadido posterior. De hecho, mira, su pulso no es ya tan firme y además, mi pariente siempre escribe inmediatamente después de que le suceda un hecho trascendente y lo hace forma epistolar: comienza siempre en una hoja nueva, poniendo el lugar, la fecha y a continuación el relato me decía Ramón enseñándome la caligrafía. Y esta última parte corresponde a varios días después y, en cambio no está fechada, y además aprovecha el papel que le queda, la última hoja del cuaderno, y ajusta el relato a esa medida.

Estoy de acuerdo. Pero hay algo que no comprendo. Obviamente tuvo que ser él mismo quien escondiese los cadáveres en el sótano de la bodega. Pero en cambio, pasan algunos días, se encuentra a esa mujer, añade la última parte del texto y, no sabemos cuánto tiempo más tarde, decide echar tierra y bloquear la entrada de lo que tú llamas el zulo, dejando el manuscrito dentro. ¿Por qué esperó? No lo sé. Pero lo más lógico es suponer

que escondiese primero los cadáveres, que a lo mejor aún no eran cadáveres ¿entiendes? Seguramente lo hizo aquella misma noche violenta. Y tal vez unos días más tarde pensó que si alguien encontraba ese texto tendría en sus manos, sino la confesión de su crimen, porque en el texto dice que los dejó marchar, la evidencia de su mentira. Está claro que no podría decir, “por aquí nadie ha venido,

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nosotros no vimos a nadie”, ni tampoco, “no tengo ni idea de quién es esa tal Esperanza”. Y las palabras de la mujer de la encrucijada diciéndole “tu peligro aún no ha pasado”, debieron ponerle sobre aviso.

Ramón me miraba con una sonrisa pícara y autosuficiente, a la que sólo bastaría añadir aquello de “elemental, mi querido Watson”. Pero, felizmente, no lo dijo. Aunque, tras esa pequeña pausa, continuó: Hasta es posible que quien fuera que

conociese la idea que llevaba Esperanza Almeida aquella noche, y parece claro que había alguien que lo sabía y de ahí todo eso de la venganza, pudiese denunciar la desaparición a la justicia y dar el nombre de Pedro Luz. Quién sabe si pudo haber sido interrogado por ello. En esas condiciones, conservar ese manuscrito resultaba peligroso. Así que, unas paladas de tierra y fuera culpa. Sin el cuaderno y sin cadáveres no hay crimen posible.

Y como colofón final a su enrevesado razonamiento, aún prosiguió rizando más el rizo: Hasta estoy pensando que el hecho de que

no escondiese el manuscrito junto a los cadáveres pudo deberse al temor de que aún no hubiesen muerto. Casi estoy seguro de que fue así, ¿sabes por qué? y sin dejarme contestar continuó porque ahora recuerdo que cuando yo encontré el manuscrito encima de la mesa del zulo no estaba allí perfectamente colocado, sino que daba la impresión que lo hubiesen arrojado desde lejos. Y eso me llamó entonces la atención, aunque no le di mayor importancia. Pero ahora pienso que Luz debió lanzarlo desde lo alto de la escalera, sin atreverse siquiera a bajar todos los peldaños. Y ¿por qué otra razón iba a no a atreverse a bajar las escaleras y a dejar todo como yo lo encontré, incluso con ese catre viejo con las ropas revueltas?: Los encerró vivos.

Pero, Ramón, todo eso no son más que simples

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conjeturas. Aunque hubiese arrojado el manuscrito, también puede significar que tenía temor de los muertos. Yo mismo hace un instante tuve ese temor, pese a saber que eran sólo dos esqueletos.

Serán lógicas. conjeturas, pero conjeturas

En esta historia hay muy pocas cosas lógicas ¿no crees?

No son tan ilógicas. Puede haber elementos, ¿cómo decirlo?, tal vez poco científicos o, si quieres, sobrenaturales, pero lo demás encaja. Además, lo que sabemos seguro es que la muerte de Pedro Luz, ya con el nombre de Ramón Escadas sobreviene en 1834, esa es la fecha que figura en el archivo parroquial. Y eso significa que murió aquí, en esta casa. Y, por tanto, que nunca pagó condena por esas muertes.

Condena, quizá no, aunque no sabemos si murió de muerte natural o realmente le llegó la anunciada venganza.

No, eso no lo sabemos.

Ni probablemente lo sepamos nunca. ***** Si no fuese por el texto hallado por Ramón, de la vida de Pedro Luz tan sólo quedarían dos apuntes en ese archivo parroquial, su boda en 1822 y su muerte en 1834, además de su firma como albacea del prior Juan Mon Valledor en el Monasterio de Caaveiro. Pero, por alguna razón, tal vez la misma que le llevó a escribir durante tantos años aquella especie de diario, decidió esconderlo sin destruirlo, pese al peligro que para él conllevaba el que alguien pudiese hallarlo. Allí estábamos, sentados frente a frente en la cocina de la casa de mi amigo, cuando me fijé en que la pantallita de mi móvil me advertía de que tenía tres mensajes de la oficina. Llamé a mi secretaria, Carla, quien me comunicó que había llamado Luis Uría, avisando de su llegada a Santiago en vuelo procedente de México, vía Madrid , a las 19:55. Y a eso le llamaba avisar. ¡El mismo día! Carla, al final y casi como

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olvidándose, también me informó de que había llamado una mujer, pero, según dijo, no quiso dejar ningún mensaje. Tenía que volver a Santiago. No me quedaba más remedio. Debía hacer mil cosas antes de ir a recibir a Luis Uría al aeropuerto y me moría de ganas de estar en la oficina por si llamaba Ana y conseguía que me aceptase una invitación para comer. Me tomé de un trago lo que quedaba del té y me despedí de Ramón haciéndole prometer que vendría a Santiago a cenar conmigo en la primera ocasión y continuaríamos la charla. Llegué a la oficina a eso de las diez y pasé toda la mañana atendiendo la maraña de asuntos que había dejado pendientes la tarde anterior: llamadas y faxes recibidos que debía contestar, citas por confirmar, presupuestos y contratos que esperaban mi visto bueno y mi firma, facturas y pagos pendientes de cobrar o pagar, en fin, lo de siempre. Sólo que esta vez el peso del trabajo me agobiaba de tal modo que pedí a mi secretaria que me sin poder evitar mirar a cada tanto hacia el teléfono, como si buscase inconscientemente invocar una llamada de Ana. ¿Por qué no me había dado su número? Y yo, ¿por qué no se lo había pedido? ¿y por qué no le había dado el de mi móvil y sí el de la oficina y el del apartamento? Ahora estaba a sus expensas. No podía dejar de darle vueltas a lo que me había dicho Ramón. Tal vez tuviese razón cuando veía en ella cierta clase de peligro, sin conocerla. Realmente para mí sí tenía peligro. Veneno, droga que me impedía pensar en otra cosa que no fuera en ella. Tenía ganas de volverla a ver, de besarla, de tomarme de nuevo la tarde libre y disfrutar tan sólo del calor, el olor y la suavidad de su piel. Pero, bromas aparte, ¿me convenía ser cauteloso? ¿corría el riesgo de que sus intenciones conmigo no fueran todo lo buenas que aparentaban? Me costaba creerlo si reflexionaba en lo que había sido nuestra relación. Fue algo mutuo. No me estaba colgando por ella sólo yo. Quería creer eso. Necesitaba creer eso. Llegó la hora de comer y Ana no había llamado. No sé si la ausencia de esa llamada tuvo algo que ver pero, por primera vez en mucho tiempo, había perdido el apetito. Ni siquiera me apetecía nada de la carta ni del menú del restaurante. Así que, sencillamente me pedí una ensalada, de la que no llegué a comerme ni la mitad y luego me tomé un café, regresé a la

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oficina y me enfrasqué por completo en el trabajo pendiente. Estaba a punto de salir para el aeropuerto a buscar a Uría cuando, por fin, ella llamó. ¿Me invitas a cenar? y me sonó a gloria hasta el tono con el que lo dijo. Le conté que había estado con Ramón y que estaba a punto de salir hacia el aeropuerto para recoger al mexicano, pero que me desembarazaría de cualquier compromiso para cenar aquella noche con él, con el fin de que pudiésemos vernos a las diez en O Galo. Eran las siete y cuarto cuando salí hacia el aeropuerto, con tiempo de sobra, porque el trayecto no lleva más de quince minutos y efectivamente, cuando aparqué aún faltaba casi media hora para la llegada del avión. Eché un vistazo a las novedades de la librería, saqué una coca-cola de una máquina y me senté frente a la puerta por la que deberían salir los pasajeros del vuelo procedente de Madrid. Había poca gente esperando. Deduje que sería uno de esos vuelos llenos de ejecutivos y hombres de negocios que regresan después de hacer sus transacciones y contactos en la capital. Me fijé, sobre todo, en una rubia elegante y guapa que también parecía esperar, fumando uno de esos cigarrillos More de papel oscuro, extrafinos y extra largos, aunque, lamentablemente, no reparó en mi presencia en ningún momento. No tenía idea de cómo reconocer a Luis Uría, ni siquiera si viajaba solo o acompañado. Debía recurrir a la lógica. Descartar a todos aquellos que sólo portasen maletines y carteras. Uría seguro que traería al menos una maleta. Salieron primero los uniformados del terno gris y de los maletines, llenos de prisa por llegar a casa o a no se sabe dónde. Luego pasaron dos tipos grandotes y con denso bigote, con pinta de mexicanos y un par de maletas cada uno, pero no me pareció que Uría fuese ninguno de ellos. Al fin, tras haber salido ya casi todos los viajeros, vi aparecer a un tipo algo regordete, de unos treinta y tantos años, de alrededor de uno setenta y cinco de alto, con bigote y perilla, pelo oscuro y vestido con un traje claro y caro. No sabría decir qué, pero había algo en su rostro que me resultaba familiar. Llevaba también una gabardina colgando de un brazo y una

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trolley de aluminio en la otra: tenía que ser él. Perdone, ¿es usted Luis Uría? Yo mismo. Soy Bernardino Braña, encantado de conocerle, dije extendiéndole una mano que él me apretó sin apartar la gabardina del brazo, lo que me pareció le daba cierto aire de torero. Mucho gusto, ya tenía ganas de conocerle. Lo mismo le digo. Tengo afuera mi coche. ¿Ha reservado habitación en algún hotel? Sí, en el Hostal de los Reyes Católicos. Pero también he reservado un carro y mi intención es llegar en él hasta el hotel. Y le ruego no lo interprete como una descortesía. Tengo la vieja costumbre de no subir a ningún vehículo que no conduzca yo mismo. Lo del avión, créame, ha sido una rarísima excepción. De hecho estoy tomando clases de vuelo y hasta he pensado en comprar un jet privado. me dijo con total determinación, pero sin brusquedad, y hasta con cierta naturalidad y gracia, que le restaron parte del pijerío que la frase encerraba. Muy bien, en ese caso ¿usted conoce Santiago? Porque si no, yo puedo ir delante con mi coche y nos reunimos de nuevo en el Hostal. Así podremos tomar una copa y charlar tranquilamente después de que se instale en su habitación. De acuerdo, usted irá delante. Muy bien. Al tramitar en una ventanilla cercana el alquiler del vehículo de Uría, coincidimos con los tipos grandotes bigotudos que había visto antes, y también observé que la rubia seguía allí, a pesar de que la cinta de las maletas ya había parado y ni nadie más esperaba, ni nadie quedaba dentro, según aprecié a través de la puerta automática. Seguramente, la persona a quien aguardaba perdió el vuelo. Lástima, pensé, y me quedé observando como tras apagar otro de sus largos y oscuros cigarrillos, enfilaba en dirección a la salida. Mis ojos se quedaron enredados en el contoneo cadencioso de su silueta hasta que la vi perderse entre los coches del aparcamiento. Acompañé luego a Luis Uría hasta el Mercedes que había alquilado y le rogué me esperase mientras iba a por mi coche. Llegamos al Hostal a las 20:40. Luis Uría se había

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reservado él mismo una suite. Al menos eso fue lo que le repitió varias veces al recepcionista al ver que éste parecía no aclararse. Finalmente, no sé si es que apareció el aviso o si de inmediato le asignaron otro alojamiento de igual categoría. Quedamos citados en la cafetería a las nueve, una vez que él deshiciese el equipaje y realizara un par de llamadas. A las nueve, con puntualidad, lo vi entrar en la cafetería del hostal, mientras que yo estaba a punto de dar buena cuenta de la primera cerveza. Se había cambiado y venía vestido de sport, con un simple jersey azul claro y un pantalón vaquero. Pero eso sí, todo de marca. Y también de marca parecía ser su Longines de oro y una pulsera también de oro, que debía pesar lo suyo, en su mano derecha. Pidió también cerveza, dejándose aconsejar y aceptando probar una marca local que le satisfizo, y me preguntó enseguida por mis planes para cenar. Le dije que me era imposible, porque ya tenía concertada una cena de antemano con otra persona, pero que sí quería, podía unirse a nosotros. Si se trata de una mujer, permítame que le diga que no, amigo mío. No siempre se tienen buenas oportunidades de cenar bien acompañado y hablando de otras cosas que no sean los negocios. Charlaremos un rato y dejaremos lo que nos quede para mañana. Si le parece podemos almorzar juntos. Pero esta noche, disfrute usted de su compañía, que bien veo en su mirada la clase de cena que tiene concertada. Yo me pediré algo en el hotel, si no le parece mal. Además, creo que aquí mismo hay dos buenos restaurantes, ¿cuál me recomienda? Están uno al lado del otro, así que, lo que le recomiendo es que les eche usted un vistazo a los dos y se quede en el que más le guste. La calidad de la comida, estoy seguro que será similar, aunque, si lo que busca es un lugar hermoso y acogedor, quizá acabe por escoger el que llaman Libredón. Muy bien, eso haré. Y no se preocupe por mí, que estoy acostumbrado a cenar solo. Nos trajeron las cervezas y un bol de almendras saladas que Uría empezó a coger a puñados y a comer con fruición. El cambio de horarios y la comida del avión debieron de abrirle el apetito y se ve que el hombre ya no podía aguantar hasta la hora de la cena. Así que es usted de Monterrey, pero de ascendencia gallega. ¿De qué parte de Galicia es su familia?

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Bueno, en realidad no soy de Monterrey, sino de Ferrol. Tenían pensado parirme allá, pero se adelantó el parto, un triste parto, cuando mis padres estaban acá pasando unos días. En cuanto a mi familia, mi abuelo fue el primero que marchó a México. Mi padre, fíjese, es ya natural de Monterrey, al igual que mi madre, aunque por su cuna también era gallega. De la zona de Pontedeume. Así que de Ferrol. ¡Qué casualidad! ¿Por qué lo dice? Lo digo porque yo también soy de Ferrol. Pues usted y yo debemos ser de la misma quinta, año arriba año abajo. Es posible, yo soy del 63. ¿Lo ve? Igual que yo. Nací el 25 de octubre del 63. ¡No puede ser! Esa es mi fecha de nacimiento: ¡usted y yo nacimos el mismo día! Eso sí que es una casualidad. Y lo es también el asunto de los poemas, ¿no le parece? aquel tipo parecía tener la capacidad de leer en mi pensamiento, porque en eso mismo estaba matinando yo en aquel momento. Pero no manifesté sorpresa y, sencillamente, di un capotazo a su embestida. Podría ser, pero eso es harina de otro costal, porque el poema que yo tengo no tiene nada que ver conmigo ni con mi familia. Pero sí con Ferrol, ¿verdad? No lo sé. Habla de un lugar en la costa, pero no dice en ningún momento que ese lugar sea Ferrol. Y la familia que lo posee, ¿procede de Ferrol? No estoy del todo seguro, pero creo que una rama familiar sí es de allí, aunque no sé si todavía conservan otros parientes en esa ciudad. Salvo mi amigo Ramón, claro. Él sí tiene casa en Ferrol. Ya ve que si se quieren buscar casualidades, aparecen por todas partes. ¿Y es eso lo que usted persigue, encontrar casualidades? Las casualidades son puntos de contacto entre dos cosas. Si se consigue, no sólo que estos puntos coincidan, sino que además el dibujo se enriquezca con otros nuevos puntos, tal vez se puedan extraer datos e

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incluso conclusiones. ¿Qué clase de conclusiones? Lo que quiero decir, o mejor saber, es lo que usted espera descubrir acerca de ese poema y que le ha hecho tomarse tantas molestias. Llevo muchos años conociendo el contenido del poema de mi familia. Muchos años tratando de descifrar las claves que encierra. Estoy convencido de que el propio documento, de algún modo no expreso, señala el lugar donde está esa cueva y la estatua de Uriel. Tal vez, si pudiese compararlo con el poema de su amigo... Para hablar sin rodeos, eso es lo que espero de usted y lo que he venido a pedirle, que me permita cotejar su poema con el mío. Sobre todo, teniendo en cuenta que yo nunca le he negado el acceso al documento que poseo y, como muestra de mi buena voluntad, incluso le envié por fax una copia de su contenido. Y créame que en su caso hice una excepción, arriesgada y dolorosa viniendo de mí. No se preocupe, mañana traeré el poema y podremos intercambiárnoslos. Yo también tengo curiosidad por ver el soporte original del documento que me envió. ¿Lo ha traído con usted? Antes de contestar a su pregunta, permítame que le haga yo otra. ¿Cuál es su interés en todo esto? ¿Me está usted preguntando por mis honorarios? Habíamos empezando hablando muy directos, pero veo que las cosas se enrevesan. No me preocupa en absoluto lo que usted quiera cobrar, como comprenderá, sino saber, simplemente, si su interés es meramente profesional o hay algo más. Usted mismo me señaló que su empresa no se dedicaba a esa clase de investigaciones, por eso se lo pregunto. Sinceramente, no estoy muy seguro de la respuesta dije y vi de inmediato en su rostro una mueca de contrariedad. Se percibía enseguida que era un tipo acostumbrado a mandar y a obtener al punto respuestas a sus preguntas. Permítame que le explique, no estoy tratando de esquivar su pregunta, sino decirle que hasta ayer, tal vez hasta hoy mismo, mi interés no era más que el de resolver una cuestión que un amigo me planteaba. Ya le he dicho que el poema no es mío, sino de alguien muy cercano a mí. Pero ahora, empiezo a estar realmente intrigado. No sé si con esto le he respondido. A medias. Lo que realmente quiero saber es su interés en torno

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al tesoro de que habla el poema. ¡Acabáramos! exclamé un tanto irónico El que parece que sí cree en él es usted. Pero permítame que yo dude sobre su existencia e incluso sobre su naturaleza. ¿No lo cree?, ¿por qué no lo cree?, ¿y su amigo lo cree? Por lo que veo hace usted muchas preguntas y responde a pocas. Disculpe, sé que soy bastante impulsivo. Ya. Pues, verá: no creo que ese tesoro exista tan sólo porque lo mencione una leyenda. Una misma leyenda, aunque esté recogida en al menos dos poemas diferentes. Pero no por ello deja de ser una leyenda y como tal, por definición, lejana de la verdad. Además, aunque ese tesoro hubiese existido, como tantos otros que se mencionan en multitud de otras leyendas que tenemos aquí, en Galicia, de haber existido en algún momento, hoy no existiría: no hay tumba ni túmulo que, desde el Neolítico, no haya sido saqueada hasta sus cimientos. Y respecto de mi amigo, no sé si él cree en su existencia a día de hoy. Pero sospecho que sí piensa que al menos en algún momento ese tesoro existió, aunque eso es algo que todavía no le he preguntado directamente. Conozco muy bien todo eso que usted dice de las violaciones de los monumentos, pero no estoy en absoluto de acuerdo. Permítame que le explique por qué. Como usted sabe, porque yo mismo se lo he dicho, el poema que poseo ha llegado hasta mí a través de mi familia, en una larga cadena que se pierde en la bruma de los tiempos. Y si, como usted dice, ese tesoro, que obviamente es la clave de la transmisión, dejase de existir o hubiese sido saqueado ¿no lo sabrían mis antepasados? Y de ser así ¿por qué continuar transmitiendo con tanto misterio un papel sin valor alguno? ¿Ha pensado usted alguna vez que la clave de transmisión de ese poema pueda no ser el tesoro? No. Aunque sé por dónde va usted, amigo mío. Pero, a mi entender, una cosa va con la otra. Sé que se refiere a la profecía que encierra la leyenda, al destino de Uriel, a su anunciado regreso. Pero no olvide que Uriel es en la leyenda una estatua de oro. Y sin estatua ¿qué queda de Uriel? Imagino que lo mismo que con ella. ¿O es que me quiere hacer creer que la estatua dejará de serlo para convertirse

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en carne de hombre? ¡Ni el mismísimo Paracelso sería capaz de imaginar algo así en una noche calenturienta! Vi como Luis Uría se sumía dentro de sí mismo, como decepcionado de mi respuesta. Y hasta por un momento llegué a lamentar haber tenido tan poco tacto al expresarme, casi descalificándole en su razonamiento fantástico. Sin levantar la vista del vaso que sujetaba, haciéndolo girar sobre sí mismo, me dijo: Pensé que en usted iba a encontrar otra respuesta. Llevo muchos años soñando con la esperanza de que esa leyenda se haga realidad de algún modo. Es cierto que desconozco ese posible modo. Pero sepa que nunca creí que esa estatua se transmutase un día en carne humana, no me considere tan estúpido, aunque sí que en ella estaría la clave de todo. Quizás me equivoqué pensando que tal vez... Yo pudiese decirle cómo llegar hasta el lugar y una vez allí ver que queda del resto de la leyenda ¿no es eso? Lo lamento. Probablemente sepa usted mucho más que yo, acerca de ese documento que posee y que por cierto, aún no me ha dicho si ha traído con usted. Perdone, pero estoy pensando que no sé si será bueno que le diga si lo he traído o no. Si no lo ha traído o si me dice que no lo ha traído, no le insistiré. Pero si lo ha traído y quiere enseñármelo, lo único que puedo decirle es que seré lo suficientemente discreto como para no revelárselo a nadie más. De todos modos, aunque usted lo viera, no sé cómo podría ayudarme. Pues yo tampoco. Al menos, por ahora. Pero, por si le sirve de algo, podemos consultar sobre su autenticidad con un arqueólogo de confianza. Es algo que ya hice con el otro documento. ¿Y eso para qué? Tampoco lo sé. A mí al menos me sirvió para que me confirmasen la legitimidad del pergamino y para que me facilitasen unas fechas aproximadas acerca de su transcripción. ¿Quiere usted decir que el documento de su amigo no está fechado? No, ¿el suyo sí?

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Naturalmente, el copista que lo realizó dejó bien clara su firma y

la fecha.

¿Puedo preguntarle cuál es esa fecha? ¡Claro que puede! Y yo también puedo evitar contestarle. Entonces, me temo que ha perdido usted el tiempo con este viaje. Me alegro de haberle conocido dije al tiempo que hice el ademán de levantarme. ¡Espere! gritó. Luego respiró fuerte, debió pensarlo mejor, bajó el tono y agregó. Perdone. No pretendí resultar descortés, ni molestarle. Tiene razón, fui yo quien acudí a usted y quien pedí su ayuda. Pero comprenda que su actitud negativa, quiero decir, sus respuestas, no me dan demasiadas esperanzas. A lo mejor, más que mis respuestas, tal vez sea que sus expectativas no coincidan con las mías. Pero quizás yo esté equivocado. Y a mí me encantaría que lo estuviese. No sé de qué puede servirle, a mí de nada, pero la fecha en que el poema que yo tengo fue escrito es la de 1431. Bastante tardía, diría yo –dije, sin haberme aún sentado. ¿Mi respuesta? No, hombre, la fecha y volví a sentarme en la mesa ¿Y por qué cree eso? Porque, según tengo entendido, las primeras transcripciones del latín al gallego medieval de que tenemos noticia, están fechadas en torno al año 1250. Y evidentemente, usted no conservará el texto original en latín. ¡Buena observación la suya! Me está empezando a parecer que sabe usted más de lo que realmente dice. ¿Por qué será que yo también tengo la misma impresión de usted? Quizá porque no es usted tonto, amigo mío. ¿Cómo sabía que conservo el original latino? No lo sabía. Usted me lo acaba de decir. Pero en cambio ha disparado en la dirección correcta. A decir verdad, pensaba lo contrario, créame. Y ¿en qué estado de conservación está ese original? Crítica. Por eso no me he atrevido a traerlo, además de que lo

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guardo como oro en paño. Pero he mandado hacerle un serio estudio, incluso a través de rayos x. Y lo que sí tengo conmigo es una copia facsímil. Estupendo. Y ese documento ¿también tiene fecha? Lamentablemente no, aunque, por los estudios que he mandado hacer, el texto parece que podría haber sido escrito en torno al año 620. ¡Perfecto!, ya hemos retrocedido ocho siglos. Lástima que más hacia atrás en el tiempo no se conserven otros documentos y, por tanto, tengamos que confiar en que la tradición oral no haya sido demasiado alterada. No sé si eso nos serviría de mucho. Mi opinión es que la transmisión, al menos en este caso, fue bastante fiel, dadas las circunstancias familiares que concurren y la importancia que para las vidas de aquellas personas tenía conservar esa información tal como estaba. Ojalá tenga usted razón. Pero, permítame una curiosidad, aunque creo que ya sé la respuesta. ¿La traducción del texto latino es fiel al original? Sí, pese a alguna licencia poética del amanuense. Tenga en cuenta que, en aquel momento, los frailes conocían el latín al dedillo, a pesar de que ya se expresaban, salvo en la liturgia, en legua romance. Sí. Es exactamente lo que suponía. Lo que no quita que, pese a que mis conocimientos de latín son más bien escasos, me gustaría al menos echar un vistazo a ese documento. Es posible que se lo permita. Trataré de convencerle para que lo haga. ¿Por cierto, quiere usted tomar algo más? No creerá que voy a vender mi secreto por una cerveza –dijo riéndose de su propia ocurrencia. A lo mejor necesitaré un barril entero. No lo dude. Entonces, vamos a por la segunda ronda. Pedimos otras dos cañas, Uría hizo un comentario sobre el frío compostelano y la impresión que le causó nada más dejar el avión. Justo cuando el camarero dejaba los vasos sobre la mesa vi cómo se le iluminaban los ojos. Estaba pensando que sus comentarios negativos...quiero decir esa opinión suya de que el tesoro pudiera haber sido violado, vamos, que

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usted no puede creer eso. Trataba de tantearme ¿no? dijo con una sonrisa entre pícara y cómplice. No entiendo. ¿Para qué iba a querer tantearle? Vamos, no trate de engañarme. Primero intenta quitarle importancia a su interés y me hace ver que no sabe apenas nada del asunto. Y, como segundo plato, pretende desengañarme pintándome todo de color negro. Veo que es usted más listo de lo que pensaba. Creo que es usted quien me está sobrevalorando. Nada de eso, amigo. Ya he visto su juego y le advierto que soy un estupendo jugador de póquer. Usted realmente no cree que ese tesoro haya sido hallado. Un tesoro de esa magnitud no puede desaparecer de repente sin que los coleccionistas ni los museos conozcan al menos parte de su existencia. Además, usted sabe tan bien como yo que aquí, en Galicia, al menos las tres cuartas partes del patrimonio arqueológico que se conoce, quiero decir, el que puede observarse a simple vista, permanece completamente virgen, es decir sin que nadie haya puesto jamás un pico y una pala sobre él. Suponga, como supongo yo, por los datos que tengo del poema, que el lugar que lo guarda no sea visible. ¿Qué más le puedo decir? El mismo hecho de que usted no se haya ido, y que en cierto modo me haya dado esperanzas diciendo que puede ayudarme, ¿no son prueba de que usted piensa también que ese tesoro existe? ¿Cómo quiere que le responda sin que se ofenda ni defraude? Verá, estoy de acuerdo con usted en que falta mucho por estudiar del patrimonio arqueológico que está a la vista, es decir, castros, mámoas, túmulos, medoñas... Pero, incluso los que no han sido excavados legalmente, sí han sufrido saqueos sistemáticos y en todos es perceptible el agujero que demuestra su violación. Por otra parte, ni los museos, ni los coleccionistas existen desde hace dos mil años. Y gran parte de ese patrimonio no estudiado, fue expoliado casi de inmediato. Como usted sabrá, pongamos por caso, en un monumento funerario como es el caso de nuestra leyenda, sus propios coetáneos fueron los primeros en perpetrar su robo, y en muchos casos al día siguiente del entierro. La fiebre del oro no es algo que afecte sólo a los que nos tocó vivir en este tiempo. Entonces realmente cree que las esperanzas de encontrar el tesoro son,... dígame usted el porcentaje. Sencillamente, escasas. Primero, porque, siguiendo su

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razonamiento, si el lugar no es visible, ni su poema ni el mío nos ofrecen muchos datos para localizar la ocultación. Segundo, porque el tesoro oculto es un tema recurrente en el folclore gallego. Y, tercero, porque se refiere a una zona en la costa, y la costa ha sufrido ya tantos rellenos y modificaciones que es muy posible que ese impreciso punto geográfico sea ya inencontrable. ¿Cuánto pide usted? ¿Cómo? ¿Cómo es que dice usted? ¡Ah!, sí, sus honorarios: dígame a cuánto ascienden. Mi fe no tiene precio. No crea que por decir una cantidad voy a creer ciegamente en la existencia de ese tesoro. Seamos serios y francos. Si encontramos ese lugar, está claro que de hallar algo, a usted no le pertenece. ¿Y a usted sí? De igual modo que heredé el poema, que es algo así como el plano del tesoro, el tesoro mismo podría considerarse también como parte de mi herencia. Lo mismo podría decir también mi amigo ¿no cree? Y además ¿piensa que ese razonamiento se lo aceptarán las autoridades de Patrimonio y las leyes? ¿Quién habló aquí de las leyes? -e hizo un gesto como de asco Respecto de su amigo, estoy dispuesto a compartir con él todo lo que hallemos, a partes iguales. Eso ya me parece más razonable. Y obviamente usted pretende obtener su parte sacándonos algo a los dos. Se equivoca. Jamás le pediría nada a Ramón, le debo demasiado. Y en cuanto a usted, me conformaré con que cumpla su palabra. Además, ni soy ambicioso ni me hago falsas esperanzas de encontrar nada de valor material. Pero si aparece algo, usted debe prometerme que dejará al margen el tema de la ley y yo me ocuparé del resto ¿entiende? Aquella frase me recordó inmediatamente la oferta millonaria que había recibido unos días antes, así que le dije: Perdone la pregunta, ¿no conocerá usted por casualidad a un tal James Howard Cosgrove III? ¿Dónde ha oído usted ese nombre? ¡No trabajará para él!

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Vi como sus ojos se inundaban de ira, hasta el punto que llegué a asustarme. Ni que hubiese nombrado al mismísimo diablo. Le tranquilicé explicándole el asunto del fax que había recibido y que suponía que, al igual que él, el americano habría tenido noticias mías gracias a la consabida entrevista del diario. Me parece mucha casualidad que él haya podido leer esa entrevista en un diario gallego, entre otras cosas porque no sabe una palabra de español. Pues el experto en casualidades parece ser usted. No, no es una casualidad. Ese hombre me persigue desde hace muchos años. Lo conozco bien. No es sólo un coleccionista, es un auténtico demonio. Todo lo que posee huele a mierda y lo ha conseguido sin reparar en los métodos. Si llega usted a morder su anzuelo ¿cree que realmente le pagaría más que nadie? Sencillamente lo quitaría de en medio cuando dejase de serle útil. Usted para él no sería más que un potencial chantajista y un testigo incómodo. No sé cómo se enteró de su existencia. Es posible que hasta tenga espías en mi propia casa. No me extrañaría que ahora mismo sepa que usted y yo estamos aquí, tomando una cerveza. Y de repente miró alrededor de sí, buscando entre los clientes de la cafetería alguno con pinta de estarnos observando. Yo le miraba divertido, pensando si me encontraba frente a un tarado con manía persecutoria. Mi padre ¿sabe?, se aficionó al arte desde muy joven; y llegó a poseer la que está considerada como la más importante colección privada de arte azteca del mundo. Cosgrove codició desde siempre algunas de las más importantes piezas. Le hizo a mi padre sustanciosas ofertas que él siempre rechazó. Al morir mi padre fui yo quien empecé a sufrir su acoso y más tarde, sus amenazas. ¿Entiende? Creo que sí. Pero me parece improbable que haya podido seguirle hasta aquí. No, no puede entenderlo. Está claro que usted no le conoce. Fue Cosgrove quien mató a mi padre. Estoy seguro. No directamente, claro: es incapaz de mancharse las manos. Siempre hay alguien que lo hace por él tras decir esto se quedó un segundo en silencio, mirándome, y luego volvió a hablar. Además, piense cómo logró localizarle con tanta facilidad. Santiago y usted están ya en su punto de mira. Entonces fui yo quien miré alrededor. Había un tipo

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leyendo un periódico y de repente me pareció extraño verle enfrascado en ese diario casi a las diez de la noche. Y a continuación comencé a plantearme si yo también me estaba volviendo un poco psicótico. Pero todos estos pensamientos se me esfumaron de repente cuando caí en la cuenta de que faltaban apenas cinco minutos para mi cita con Ana. Disculpe, pero el tiempo se nos ha echado encima y debo marcharme. No se preocupe, queda disculpado. Pero no olvide lo que le he dicho y ándese con ojo. Por el momento no creo que tenga que preocuparme. Si lo que ambiciona ese tipo es ese tesoro, de momento todavía estamos muy lejos de dar con él. Guarde en lugar seguro su original, hágame caso. No vaya a ser que tenga que lamentar su pérdida. Lo haré, no se preocupe. Por cierto ¿le parece bien que mañana desayunemos juntos aquí mismo? ¿A las nueve? De acuerdo.

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ONCE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 5.

Las últimas palabras de Luis Uría me dejaron bastante preocupado, pese a que en su presencia me había esforzado, quien sabe por qué, en no darles importancia. Caminaba, cruzando la plaza del Obradoiro, sin dejar de pensar en la evidente relación entre sus prevenciones y las que Ana me había hecho: ella habló de buscadores de oro, de posibles muertes, del temor a que me pasase quien sabe qué. La única diferencia consistía en que las de él habían sido del todo concretas y las de ella, absoluta, y si acaso, deliberadamente, abstractas. Tampoco podía olvidar lo que Ramón me había dicho. ¿Cómo podía saber Ana todo eso? Y a la vista de la charla con Uría: ¿cabría pensar que Ana trabajase para ese tal James Howard

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Cosgrove III? No, imposible. Ana apareció en mi vida antes que el americano. Exactamente un día antes y apenas unas horas después de que se publicase la entrevista que fue el pistoletazo de salida para todo este embrollo. Demasiado pronto para que ese ricachón coleccionista tuviese tiempo primero, de enterarse, después, de enviar a alguien en mi búsqueda y, finalmente, de encontrarme tan rápidamente. Aunque, bien mirado, tampoco era tan poco tiempo. Si la información le llegó a través de la edición electrónica del diario, la página web actualizada suele estar disponible entre la una y media y las dos de la mañana. Teniendo en cuenta que en Nueva York son cinco horas menos, a las ocho y media de la tarde de allí el tal Cosgrove ya podría disponer de esa noticia. Y Ana apareció en mi vida casi veinticuatro horas después. Sí, cabía dentro de lo posible. Y de repente, se me ocurrió. Quizás hubiese un modo, indirecto, eso sí, de resolver todas mis dudas: entregarle el manuscrito a Ana. Si tal como sospechaba Uría, el pergamino podría correr peligro, lo mejor era sacarlo de mi apartamento cuanto antes. Además, ella ya lo había visto y leído. Quería ver su reacción ante mi decisión inesperada: estaba seguro de que me daría algunas pistas. Y si estas no fuesen suficientes, trataría después de que me llevase a su casa. Una casa siempre dice mucho de su dueño. Y yo, de Ana, apenas sabía nada más allá de su nombre. Sí, era cierto que acababa de conocerla, que este sería nuestro tercer encuentro. Pero, aun así, necesitaba respuestas para la multitud de preguntas que se me habían ido amontonando en la cabeza desde mi charla con Ramón. Llegué a O Galo a las diez en punto. Ella aún no estaba. Me acodé en la barra y le pedí a Jorge una cerveza. Tuve la ocurrencia de preguntarle si había entrado en el bar algún americano, pero me respondió, muy en su estilo “pues no, de momento sólo tenemos producto nacional”. No había aún mucha gente, tal vez quince personas, la mayoría sentadas. En la barra, aparte de mí, tan sólo otros dos clientes, de los de diario. El moderno juke box Wurlitzer de cedés desgranaba cadencioso un viejo éxito de Supertramp, It´s raining again, y acertaba, porque, aunque desde dentro del bar no se apreciaba, de pronto entró un hombre de unos setenta años, trayendo en la mano un paraguas mojado. Por su cara de despistado y su mirada, escrutando cada

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rincón, se veía a cien leguas que nunca había estado antes allí. Me recordó enseguida a un viejo turista inglés que un día se coló de rondón en el bajo de un amigo, mientras me despedía a mí en la puerta: el inglés sencillamente dijo “Excuse me, sir”, y no sé si por el tono exquisitamente educado con que lo dijo o por lo inesperado de la situación que, de repente, pasó entre nosotros sin que acertáramos a franquearle el paso, sacó su cámara y empezó a disparar. Nuestra reacción no fue otra que comenzar a reír a carcajadas. Y el gentleman, como ofendido, nos atravesó con una de esas miradas despectivas y, al mismo tiempo, con un punto entre interrogante y reprobatorio. Nunca podré olvidar la cara que puso cuando mi amigo le dijo que estaba en un domicilio particular. No sé cuántas veces seguidas fue capaz de decir “sorry” antes de marcharse, pero seguro que más de una docena. El tipo del paraguas se acercó entonces a la barra, justo a mi lado, miró su reloj y le preguntó a Jorge: “Perdone, ¿sabría

usted decirme si ha venido por aquí el señor Bernardino Braña?” Jorge no le contestó. Sencillamente se quedó mirándome

con las cejas levantadas. Disculpe, yo soy Bernardino. ¡Ah! Es usted. Lo siento, no le había reconocido. Entonces ¿nos conocemos? No, claro. Perdone otra vez. No nos conocemos, claro. Yo, sencillamente, he venido a traerle esto Y extendió hacia mí su mano portando un sobre cerrado con mi nombre, bien visible, escrito a mano. Yo le miré interrogante, sin decidirme a cogerlo y él añadió: Creo que es de alguien a quien está usted esperando. Tomé entonces el sobre y lo abrí. Era, naturalmente, una nota de Ana. Se disculpaba por no haber venido y me invitaba a pasar recogerla a las diez y media en una dirección, desconocida para mí. No me sonaba de nada el nombre de la calle, aunque no sé por qué la relacioné con el barrio de Vista Alegre. Cuando levanté la vista del papel, el tipo del paraguas había desparecido. Le pregunté a Jorge dónde se había metido. Se fue nada más darte la carta. Salí entonces a la calle, pero ni rastro de él.

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Sí que llevaba prisa dije a Jorge al volver a entrar no esperó ni por las gracias. Decidí pedir un taxi: eran casi las diez y cuarto y no tenía ni idea de cómo ir al lugar de mi nueva cita. Al taxista, en cambio, no pareció resultarle extraño, porque sencillamente dijo, “muy bien” y arrancó, sin mediar más palabra hasta que volvió a decir “son seiscientas cuarenta”. Me dejó frente a una casona con jardín, y un muro de piedra por cerrado. Parecía medio abandonada y desde el portalón enrejado de la entrada se veía completamente a oscuras. Había una especie de interfono antiguo que temí no funcionaría, pero aun así lo pulsé. Dejé pasar unos treinta segundos, nadie contestaba. Comprobé la dirección: no había duda, era la misma calle y el mismo número. Volví a llamar y esperé. Ya me veía dando gritos en plena noche cuando oí la voz de Ana a través del destartalado altavoz. “Entra, por favor.

La puerta está abierta. Estoy arriba.”

Efectivamente, el portalón estaba abierto. Entré. El que fuera jardín estaba tan lleno de malezas, que se comían el sendero de piedra que conducía a la entrada de la casa, dejando tan sólo un estrecho caminillo por el que hube de ir apartando las zarzas con las manos, y a punto estuve de tropezar con los cuatro escalones que ascendían hasta un pequeño porche sostenido por dos columnas de granito. La puerta de la casa también estaba abierta. La empujé y apareció ante mí un gran recibidor con un suelo de mármol blanco, que parecía dorado a la luz de las velas. A la izquierda de la entrada arrancaban unas amplias escaleras, también del mismo mármol y, en su costado se apoyaba un viejo mueble aparador con espejo biselado, franqueado por lo que parecían dos sillas altas cubiertas con sábanas. Ese era todo el mobiliario, si exceptuamos los dos enormes candelabros de bronce con tres velas encendidas cada uno, que se apoyaban sobre el mueble, arrojando la única luz de la estancia; una luz que estiraba las sombras y que me pareció en exceso mortecina para un lugar tan amplio y bello. Del fondo del recibidor arrancaban tres puertas: una central, doble y dos sencillas a los lados, pero estaban cerradas. Tomé uno de los candelabros y comencé a subir las escaleras.

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Desde el piso superior, como filtrada, llegaba hasta mí una música de piano que no conocía. Mientras subía, me fijé en que de la pared de la escalera, también protegidos por unos cobertores de cretona, colgaban tres cuadros. Los peldaños desembocaban en un largo y ancho corredor de suelo de madera cubierto por una gruesa alfombra, que se abría a numerosas puertas, calculo que más de diez. Me dejé guiar por mi curiosidad, más que por mis oídos, y entré en la habitación que tenía justo enfrente. Era una especie de sala de estar presidida por una chimenea francesa de granito bien trabajado, con todos sus muebles igualmente resguardados del polvo por sábanas y viejas colchas. Luego, retomando el rastro de la música, avancé dos huecos más allá, abrí la puerta y accedí a un distribuidor desde el que, a la izquierda, se veía un vestidor, a la derecha, un baño y, enfrente, un grueso cortinón de terciopelo que amortiguaba el sonido, triste y dulce, de las notas. Lo separé y entré en el que quizá fuese el dormitorio más grande que había visto nunca: sobre un suelo de madera pulida y brillante, junto a la pared de la derecha, tan sólo una inmensa cama de madera torneada, con dosel, con una mesilla a un lado y un escritorio al otro, aprovechando la luz de una galería que abarcaba toda la pared del fondo. El resto del espacio, vacío, tan sólo lo ocupaba un gran piano de cola, en el que Ana, de espaldas a mí, tocaba una lenta e hipnótica melodía. Me acerqué despacio, por no interrumpirla, pero me delató el inevitable crujido de mis pasos sobre la madera. Giró su cabeza hacia mí, hizo un gesto que sólo podía significar “espera un momento” y, sin perder el compás, concluyó en un pianíssimo estremecedor. Perdona. Es sólo un instante dijo, y comenzó a anotar sobre la partitura una última frase. Hacía tanto tiempo

que no tocaba el piano, que no lo pude resistir. ¿me perdonas que no haya ido a nuestra cita? yendo y viniendo dentro de mí. Ahora está ya fuera. No volverá a

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Claro, pero ¿qué es eso que estabas tocando? Una melodía que llevaba mucho tiempo

dijo enseñándome las partituras que, sin aparente orden, se apoyaban sobre la tapa en caoba del piano. Confiaba, tan sólo un poco antes, que aquella casa me revelase alguno de los secretos que Ana parecía celosamente guardar. Mas, por el contrario, todo lo que la rodeaba aumentaba un misterio que yo, por una parte, estaba empeñado en desvelar y, por otra, no digo que comenzara a gustarme, sino que quizás me atenazase el temor de que, al descorrer la densa cortina que oculta la trastienda de las verdades, no me gustara lo que había tras ella. ¿Es por eso que me has citado aquí, porque estabas ocupada componiendo? No sé si eso es una pregunta o son dos.

atormentarme.

Puede que sea una pregunta dentro de otra. Ana sonrió, no supe si con cierta sorna o con una especie de complicidad burlesca. Respecto a si he estado ocupada: sí lo he estado. Todo el día, y no sólo componiendo —y levantó sus cejas como

queriendo decir: punto y aparte—.

Pero si te he citado aquí no ha sido por eso, sino porque quería que conocieras esta casa y también porque tú querías conocerla.

¿Quién te dijo que yo quería conocerla? —le pregunté sin saber si acababa de leerme el pensamiento o si acaso yo, le habría dicho algo en ese sentido en nuestra cita anterior. No conseguía, ni consigo ahora, recordarlo, aunque por lo que Ana añadió, supongo sí lo hice: Creía que tenías interés por saber dónde vivía. Pero esta no es tu casa... bueno, no sé si es o no es tuya. Lo que quiero decir es que no vives aquí: es evidente que está abandonada dije reforzando mi frase con un gesto de mi mano que señalaba alrededor y pretendía expresar algo así como “obviamente, salta a la vista”. No, no está abandonada dijo ella, reforzando también su frase con un gesto de su mano, idéntico al mío que, en cambio, significaba: “velo por ti mismo, fíjate bien”. Y me fijé. Y, en parte, tenía razón: no había ni rastro de polvo, ni telarañas,

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ni humedades, ni cristales rotos. Eso sí, faltaba la luz. Pero

es verdad que hacía mucho tiempo que nadie la ocupaba. Y no, no es mi casa, ya no lo es.

¿Quieres decir que lo fue? Sí, es curioso: fue mía y, cuando

lo era, no podía vivir en ella. Y en cambio, ahora que no lo es, aquí estoy.

Ana se levantó de la silla del piano, tapizada con el mismo terciopelo que el cortinón que delimitaba la habitación y el distribuidor, cogió las partituras, agrupándolas con delicadeza en un único montón, y las dejó sobre la tabla plegable del escritorio, junto a un manojo de cuartillas que deduje recién escritas, más que nada porque, dado el estado general de la casa, no parecía probable que llevasen allí mucho tiempo. Luego, volvió sobre sus pasos y se quedó de pie, frente a mí, con una mano apoyada sobre el piano y la otra en la cadera. ¿Debo decir que estaba preciosa o ya te lo supones? ¿Por qué siempre que la veo tengo la impresión de que no es de verdad? Quiero decir que me parece mentira que pueda existir algo tan hermoso, sólo por el azar de la genética, sin la intervención de un diseñador altamente inspirado. Llevaba el pelo suelto, descolgándosele a ambos lados del rostro y por su espalda, quizá algo despeinado, y que le daba un aspecto salvaje y, al mismo tiempo, tierno, humano. Y por todo vestuario: una falda evasé de cuadros oblicuos en tonos rosados, marcando su cintura y sus caderas y que, un poco más abajo de sus rodillas se abría como la boca de una campana; y a juego, un jersey también rosa, corto y ceñido, que dejaba ver en la cintura y los puños una camiseta, quizás de lycra, en color salmón. Lo curioso es que no llevaba puestos zapatos, ni medias. Pisaba con sus pies desnudos sobre la madera del piso, sin hacer ningún ruido, como si caminase sobre las nubes. ¿Y de quién es ahora esta casa? De un amigo. Pero, claro y volvió a hacer el mismo gesto de antes, él no la necesita. Tienes amigos muy generosos. Lo digo porque supongo que no te cobra el alquiler.

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Supones bien. ¿Fue tu amante ese amigo? ¿Amante? ¡No! ¿Cómo puedes pensar eso? Porque has dicho que esta casa fue tuya y que cuando lo era no podías vivir en ella. Creí que te referías a algún antiguo amor, roto por quien sabe qué motivos. ¿Amante, nada menos, que de Don Gunmersindo Areas?

Sí, podríamos hacer buena pareja si no fuera porque él tiene sesenta y ocho años y está casado dijo divertida por mi torpe interpretación de los hechos. Sindo es, además de un buen amigo, algo así como mi administrador y albacea.

Es el primero que conozco que no cobra por sus servicios. Ya me darás su teléfono, para ver si le convenzo de que me preste una casa como esta y de paso eche un ojo a mis cuentas. Ya, pero, pasando por alto tu sarcasmo dijo ella no sólo sin dejarlo pasar, sino más bien al contrario: subrayándolo, verás: él no es administrador de fincas, ni

gestor, ni nada de eso. En realidad, Sindo vivió siempre de su negocio de herboristería. Y lo sigue haciendo, porque a pesar de que ahora está jubilado, todavía atiende a sus clientes de siempre. Bajo pedido, claro, porque en el almacén de la tienda no hay ya prácticamente nada. Nunca quiso vender, ni traspasar, pese a que creo que tuvo bastantes ofertas por el local. Lógicamente, tampoco lo necesita.

Un amigo con mucho dinero, no cabía duda. Aquella casa, en Santiago, debía valer su peso en oro, y si encima no la necesitaba... y si Ana la había vendido... de repente se me ocurrió preguntarle: Y tú ¿eres rica? No, rica no. Tengo lo suficiente. ¿Para vivir sin trabajar? Puede. ¿Me retirarás de mi duro oficio?

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¡Mira que eres tonto! Y juro que fue la primera vez que ese vocablo insultante me pareció el mejor de los elogios. Al momento me entraron unas ganas indecibles de besarla. Y a punto estuve de hacerlo sino fuera porque justo una décima antes, adelantó su mano, acarició mi mejilla con sus dedos de seda, sonrió y, sin darme tiempo, giró sobre su invisible eje y se fue directamente hacia el vestidor. Yo, tras unos segundos de desconcierto por mi deseo frustrado, aproveché para ir a curiosear en su escritorio. Tenía razón. Sobre él había una pluma y un cuaderno nuevo en el que ella había estado escribiendo la letra de las cuartillas coincidía con la de las anotaciones de las partituras y también con la de la nota de la cita y luego, arrancado las hojas escritas, que había dejado meticulosamente ordenadas bajo una piedra de cuarzo blanco, ovalada y lisa, que hacía el oficio de pisapapeles y que se percibía claramente que había pasado su vida anterior en la ribera, besada por el mar. Levanté la piedra y vi un texto del que sólo llegué a leer las tres primeras líneas porque, de pronto, sin haberla oído, Ana estaba a mi espalda sosteniendo en su mano unas botas de caña, en piel de ante, de un color marrón muy claro. Me sentí cogido en falta, así que, antes de darle tiempo a que me hiciese ningún reproche, y como sin darle importancia, le dije: —No sabía que te dedicases a escribir. ¿Es el comienzo de una novela? —Veo que la suposición no es tu fuerte dijo, otra vez irónica y, de nuevo, subrayando mi precipitación en las conclusiones . No, no me dedico a escribir. Ni eso es ninguna novela y extendió su mano para que le entregase los papeles, cosa que hice. —Entonces, ¿qué es lo que escribes? —Un largo poema. —Así que eres poeta. —Pues, no. —No eres poeta, y en cambio, escribes un largo poema.

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—Sí, y nunca lo había hecho hasta ahora dijo dejando las cuartillas de nuevo sobre el escritorio. Ni tampoco es

probable que lo vuelva a hacer.

—O sea, que te ha llegado una inspiración repentina. —No, tampoco es eso. ¿Por qué pareces empeñado en

tirar

mirándome, por primera vez, con cierta reprobación, aunque sin perder la dulzura.

conclusiones precipitadas de todo? dijo

Sencillamente quería poner por escrito algunas cosas. Comencé haciendo un texto en prosa y, al final, sin saber muy bien por qué ni cómo, las frases acabaron tomando forma de versos. Pero todavía no lo he terminado.

La parte de los versos yo no la llegué a ver, aunque al menos el principio sí resultaba bastante poético. — ¿Y puedo saber cuál es el tema de esa composición? No, porque es una sorpresa. Lo estoy escribiendo para

ti.

Entonces ha de ser un poema de amor dije, y ante el temor de volver a equivocarme en mi conclusión, traté de arreglarlo añadiendo. Espero. No me sacarás ni una sola palabra más dijo teatralmente mientras se sentaba sobre la cama para calzarse las botas, sin ponerse nada debajo. Y yo, por lento o por indeciso, volví a quedarme con las ganas de besarla. Está bien, prometo que seré paciente y no te volveré a preguntar más hasta que lo termines. Aunque sí quiero preguntarte una cosa. ¿Cuánto tiempo haces que vives aquí? Apenas unos días, menos de una semana. Y hasta ahora ¿dónde vivías? Donde he vivido siempre, en un lugar junto al mar,

cerca de Ferrol.

¿Tú también eres de Ferrol? Más o menos. ¿Cómo más o menos?

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Como a diez kilómetros, más o menos y sonrió burlona, aunque en su tono me pareció detectar que había otra respuesta, escondida bajo la que me dio, que no supe entender en aquel momento. Ahora ya sí. Pero no quiero adelantar acontecimientos. En aquel momento, sólo pensé: “¡Qué casualidad!, que diría Luis Uría”. Yo también soy de Ferrol ¿sabes? Sí. Ya me lo habías dicho el día que nos conocimos, en

la cena.

Es verdad. Y otro que es de Ferrol es Luis Uría. Luis Uría, claro. Perdona, ni siquiera

te he

preguntado, ¿qué tal tu día de entrevistas?

Interesante. ¿Sólo interesante? Sí, luego te lo explico. ¿Te importa que antes de ir a cenar pasemos un momento por mi casa? Me gustaría recoger una cosa. ¿Una sorpresa? Sí, un regalo para ti. Y no me preguntes más ¿de acuerdo? Está bien, no te estropearé la sorpresa. Entonces, llamaré un taxi. Y lo llamé. Mientras tanto, Ana regresó al vestidor y volvió luciendo un tres cuartos de cuero en un tono grana oscuro con un bolso a juego. Los tacones de sus botas hacían crujir el viejo suelo de madera mientras venía hacia mí. Y ya no esperé más. Le corté el paso, la abracé y le di un beso tan brusco que casi la tiro de espaldas. Pero si no hubiese llamado ese taxi, ni hubiese prometido invitarla a cenar, la hubiera arrojado sobre la cama y amado hasta el amanecer. Ella no dijo nada, sólo sonrió cómplicemente ante mi arrebato, tras ese torpe beso estragado por mi pasión y, en esa sonrisa, en su significado, para el que no hay palabras, comprendí que nada de lo nuestro era mentira y que todas las preguntas que quería hacerle podían esperar. Porque lo peor, lo peor de todo, es arruinar los buenos momentos por culpa de los temores, las dudas y la desconfianza.

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Ana apagó las velas del candelabro que estaba sobre el piano, colocando su mano tras ellas y soplando ligeramente, y trajo consigo el que había subido yo. ¿Cómo es que aquí no hay luz? No sé, imagino que Sindo habrá cancelado el contrato

con la compañía eléctrica. De todos modos, no me importa. Estoy acostumbrada a las velas y me gusta.

Si no hay contrato, ¿cómo es que el timbre y el interfono sí funcionan? No lo había pensado. Es verdad Claro que era verdad. Le pregunté dónde estaban los interruptores de la luz y me contestó que creía que en la cocina. Allí nos fuimos. A la cocina se accede desde el recibidor, en la planta baja, por la puerta que queda más a la izquierda. Me sorprendí al entrar. Primero por la amplitud, y después, porque su aspecto parecía relativamente nuevo, como si hubiese sido reformada hacía sólo unos pocos años, aunque conservando el sabor y el estilo del resto del edificio. Destacaban sobre todo los alzaderos de oscura madera maciza, contrastando con la encimera en mármol blanco y una gran mesa al centro, en la que podrían comer hasta veinte personas. También me fijé en los electrodomésticos, completamente nuevos, y en la ausencia de alacenas. En cambio, el aparataje eléctrico, que habían ocultado dentro de una despensa que era casi una habitación por sí misma, seguía siendo de porcelana: un viejo contador trifásico y un interruptor bipolar de machete, con sus cables negros forrados en tela, que se deshacían en polvo entre los dedos. Y al levantar la palanca, ante mi incredulidad y sorpresa, visto lo visto, la luz se hizo y todo cobró una nueva dimensión. Con menos misterio, pero con más encanto. Tampoco se me escapó el detalle del artesonado del techo, labrado con pequeñas tablillas que formaban dibujos geométricos, ni el suelo nuevo de blanquísima cerámica, ni la terraza que daba al jardín de la parte trasera de la casa, donde debía resultar una delicia comer cuando hiciese buen tiempo. En fin, aquello estaba realmente mejor de lo que parecía en principio.

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Salimos de la casa. Ana cerró la puerta con una llave que medía casi un palmo de largo y que guardó luego en su bolso. Yo estuve por hacerle una broma, aunque afortunadamente, me contuve. Nuestro taxi aguardaba. Miré el reloj: eran casi las once de la noche. Consumimos el trayecto sin que pueda decir ni por donde fuimos ni cuanto duró: sumergidos en una sucesión de besos, o tal vez en un único beso que nos hizo perder toda noción de realidad, emergimos de golpe cuando, como un despertador que revienta y desvanece un dulce sueño, la voz ronca del taxista bramó: “Xa chegamos, rapaces. ¡Ai, quen fora mozo!”. Mientras subíamos en el ascensor hacia mi apartamento no podía sacudirme de encima la sospecha de que quizás encontrásemos todo patas arriba, la caja fuerte forzada y el poema, robado. Pero no: la puerta estaba perfectamente cerrada, las cosas estaban en el mismo y perfecto desorden en que suelo dejarlas, y la caja fuerte seguía cumpliendo la “alta misión” para la que fue diseñada. La abrí, saqué de ella el pergamino de Ramón y se lo llevé a Ana. Quiero que me hagas un favor y me guardes esto le dije. ¿Es ese mi regalo? No, claro, no puedo regalarte algo que no es mío — dije, dándome cuenta de que no había pensado en regalo alguno. Sólo fue, como suele decirse, “un modo de falar”. Pero, ya que insistía, y teniendo en cuenta que había comenzado un largo poema para mí, decidí de pronto satisfacerla, regalándole uno de los lienzos que había pintado haría cinco años y que representa a un guerrero espada en mano surgiendo de entre una densa niebla. Pertenece a la última serie que hice. No es ya el hiperrealismo de las obras mías que tú conoces, sino que, lo que buscaba era una plasticidad semejante a la de la fotografía a baja velocidad, con las figuras en movimiento y movidas. No llegaron a exponerse, porque no logré terminar más de cinco, antes de tomar la decisión definitiva de abandonar los pinceles. Y apenas los vio nadie. Ni siquiera llegué a colgarlos nunca. Permanecen, todavía hoy, en su bastidor desnudo, sin marco, envueltos entre viejas sábanas, escondidos detrás de uno de los sillones de mi habitación. Pensaba regalarte uno a ti, pero nunca viniste a visitarme. Ahí

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queda la promesa. Me gustaría que lo aceptases, no por el valor que ese cuadro pueda tener, que no tiene demasiado, la verdad. Pero al menos, cuando lo mires, te acordarás de mí le dije a Ana dándole el cuadro. Gracias —dijo y lo tomó delicadamente. Se demoró mirando, sosteniéndolo con los brazos extendidos frente a ella. Me gusta. De verdad. Y no es tan malo como dices.

Además, es muy significativo.

¿Significativo? ¿Qué le ves de significativo? Un guerrero casi atemporal, salvo quizás por la espada,

surgiendo entre la bruma y la lluvia, quien sabe de qué espacio o tiempo venido. ¿Qué te sugiere eso?

Sí, muy de leyenda. Tienes razón —y de repente se me ocurrió decirle. Te propongo algo: como este cuadro nunca llegó a tener título, desde ahora lo llamaremos Uriel. ¿Qué te parece? Me parece que ese nombre le da un aura premonitoria —y me clavó sus ojos buscando no sé si mi comprensión o mi complicidad. ¿Qué querías representar cuando lo pintaste? Al dios de la tormenta. Thor, el Dios del Trueno. No, no pensaba en la mitología escandinava, ni tampoco en ninguna otra. Sólo quería reflejar el esfuerzo de alguien con poder para atravesar las inclemencias, todas las inclemencias y salir a la luz. Y no me refiero alguien concreto. Cualquiera puede ser, en determinado momento, ese dios de la lluvia que lucha contra la irracionalidad de los elementos y los vence. Por eso quise eliminar todos los detalles que indujesen contextos concretos. Cualquier psicólogo podría sacar de ahí toda una teoría dijo, dejando el cuadro sobre el sofá. Y deduzco que tú también has sacado una. Una sencilla. Que ese guerrero eres en realidad tú

mismo.

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Te equivocas. Yo ante los elementos, lo único que interpongo es un paraguas. A mi edad ya acepté mi lugar en el mundo y también que muchas veces, llueve. Tengo muy poco de guerrero y muy poco de Quijote. Y no lucho ya contra los molinos. Tal vez, cuando pintaste ese cuadro, todavía luchabas. Justo cuando pinté ese cuadro, dejé de luchar. Si no puedes ir contra ellos, únete al clan, me dije. Crea tu propio reino y vive en paralelo a los demás, a la misma altura, pero sin tocarse nunca. Ni por encima, ni por debajo. Quizá por eso acabé montándome un negocio. Y así, ¿te sientes más libre? Sí, más libre sí. Quizás no más feliz. Pero ¿quién lo es? Quien consigue ser más fiel a uno mismo, supongo. Lo

que más frustra la sensación de felicidad es la insatisfacción. A veces la achacamos a lo que nos rodea, o a quien nos rodea pero, en realidad, siempre viene desde dentro hacia fuera.

¿Me estás diciendo que no soy fiel a mí mismo? Eso debes concluirlo tú, no decírtelo yo. No olvides

que

apenas te conozco.

Ni quieres precipitarte. Ni quiero precipitarme. ¡Qué lástima! le dije y la besé de nuevo, allí, de pie, en mitad de mi habitación. Precipitándome, porque precipitarse ¿no significa caer por un precipicio? Y sentir el sabor de esa mezcla de vértigo y temor. ¿Y no es el vértigo una droga que nos acelera el pulso y la adrenalina? Aunque, claro, uno espera caer en blando, sobre algodones. Como en uno de esos sueños que se rompen como un vidrio un instante antes de batir contra el duro suelo y, una porción infinitesimal de tiempo más tarde, al despertar agitados, creemos casi real la sensación de haber caído en medio de la cama desde el techo del cuarto. ¿Me guardarás el pergamino? le pregunté, todavía abrazados. ¿Por qué quieres que lo tenga yo? ¿Te suena de algo el nombre de James Howard

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Cosgrove III? No, de nada. ¿Quién es? contestó Ana. Y me sonó absolutamente sincero. Estaba seguro de que no mentía. No conocía a Cosgrove. Un coleccionista de arte americano que ambiciona la estatua de oro. Luis Uría dice de él que es un tipo peligroso y a continuación le expliqué como había conseguido localizarme y también lo que Luis Uría me había contado aquella misma noche. Y rematé diciendo: Uno de tus buscadores de oro, vaya. Sí. Nunca son los mismos. Pero son todos iguales respondió remarcando una vez más con su sonrisa la bivalencia de sus palabras, sin desvelar el misterio que encerraban. Y, mientras yo replicaba a su sonrisa con otra, más incrédula, dijo:  ¿Y por qué crees más seguro que lo guarde yo? —Porque aquí sería el primer lugar a donde vendrían a buscarlo. Y si eso llegase a suceder, estaríamos sobre aviso. Está bien, te lo guardaré. ¿En tu viejo caserón? — ¿Dónde sino? —En tu casa. —Esa es mi casa ahora. —Yo me refería a tu casa de Ferrol. —No sé cuándo volveré allí. — ¿Por qué? — ¿Por qué tienes tanto interés? —Porque me gustaría ir contigo y saber cómo es donde vives y cómo vives. ¿Y no quieres saber también con quién vivo? ¿O es que

das por supuesto que vivo sola?

Ni lo doy por supuesto, ni lo sé. Dímelo tú —dije sin querer volver a cometer el mismo error de tirar conclusiones arriesgadas y, en cambio, equivocándome al resultar demasiado inquisitivo. Veo que te empeñas en buscar las respuestas fuera, en

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lugar de hacerlo dentro de ti. Crees que necesitas saber cómo es mi casa para poder confiar en mí. Por lo visto no te ha llegado con ver lo que has visto hoy. Y no comprendo cómo puedes ser tan rebuscado.

No esperaba una respuesta tan brusca para algo, para mí, tan simple. No sabía qué contestar, ni tan siquiera si debía decir algo. Volvía a estar otra vez al borde del precipicio, sin atreverme a lanzarme a él, sufriendo el oleaje de mis propios impulsos, ora desbordados, ora racionalmente retraídos. ¿Rebuscado? Es posible que un poco sí. Pero tan sólo quería conocer su casa, no ese lugar impersonal y medio oculto bajo sábanas que ella premeditadamente me había enseñado con la intención de calmar mi curiosidad. ¿Era rebuscado porque ella había visto mi intención de querer matar dos pájaros de un tiro, o quién sabe si tres, dándole el poema? Sí, era cierto, con el primer pájaro pretendía evitar el robo del manuscrito; con el segundo, probar su confianza; y con el tercero, entrar en su casa y devorarlo todo, cada detalle, cada elemento que permitiera dominar mi temor ante la atracción por el vacío. Y poder confiar en ella para poder entregarme ella. No sé si mis objetivos eran nobles. Creo que al menos, bastante normales. Pero Ana se adelantó, variando nuestra cita, anticipándose, y dándome algo que no era lo que yo buscaba. No, no era eso, no me bastaba con lo visto. ¿Había sido una torpeza esa estrategia que no había calculado una reacción para una respuesta negativa, y que erró al tratar de forzar una situación en la dirección de su auténtico objetivo, dejándolo al descubierto? No lo sé. Tal vez a ella sólo le dolía la desconfianza, una desconfianza puesta en escena por mi ansia de querer saber más. Porque, ¿qué hay de malo en querer conocer cómo es el mundo que rodea a la persona que empiezas a amar?: su casa, su habitación, la cama en la que duerme. Curiosidades normales como ver su álbum de fotos y descubrir cómo era de niña, y de adolescente. Y como era su familia. De donde le vienen los rasgos perfectísimos: la boca, los ojos, el pelo. O su colección de libros y de música. En fin, las cosas que le rodean. Y no digo hasta el aire que respira, porque eso es una cursilada de poeta primerizo. Pero qué quieres que te diga yo de la pasión, tan llena

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de posesión, de ese deseo que no se sabe de dónde viene y que persigue alcanzar fundirse con la otra persona, en eso que tú llamas plenitud, y que es exactamente lo contrario de la sensación de hastío que sobreviene después de hacer el amor, cuando el amor ya se ha ido o no termina de llegar. ¿Por qué encuentras extraño que quiera conocerte mejor? dije lo más suavemente que pude, tratando de poner un parche en el descosido. No, eso no me parece extraño. Lo que sí me lo parece es

tu desconfianza.

Una desconfianza que tú acentúas con tu halo de misterio. No. No hay ningún misterio. O tal vez lo haya. Pero

ninguno que sea peligroso para ti, desde mí, ¿entiendes?

Vaya si entendí. Se explicaba demasiado bien. Esas eran exactamente las palabras mágicas que tenían el poder de descorrer el velo de mi temor. Y aún, tras el bálsamo, dije: —Sí hay misterio. Ni siquiera me has dicho si vivías sola. —Vivo sola. No tengo familia, ni marido, ni amantes.

¿Satisfecho?

No quise preguntar más. Mis padres también han muerto. No tengo hermanos. Y también vivo solo. Y hay heridas en las que es mejor no hurgar. Y como creo que ya dije, no es bueno estropear los buenos momentos por culpa del temor y la desconfianza. —Lo siento, no sabía —dije, y traté de arreglar con un beso todo lo que había estropeado con mis preguntas.

*****

Mi distinguido amigo y paciente oyente. Debo informarte de que son ahora las siete y cuarto de la mañana, que hace casi cinco horas que he comenzado a grabar y que ya he liquidado cuatro cintas de sesenta minutos. Pensé que dos o tres horas me serían suficientes para explicártelo todo. En definitiva, o no soy

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demasiado bueno calculando, o me estoy enrollando más de la cuenta. Decídelo tú. Por el momento, interrumpo esta plática y en breves instantes estaré, espero, cubierto por el dulce manto del sueño. Mañana será otro día y, si tengo ocasión, continuaré este ameno folletín radiofónico que confío esté resultando del gusto de mi distinguido auditorio. Aunque te advierto, por si piensas lo contrario, que lo mejor aún está por llegar.

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DOCE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 6.

Antes de continuar con el relato que ayer dejé en el punto en que Ana y yo marchábamos a cenar, tengo que revelarte algo absolutamente increíble. ¿Recuerdas las fotos que estaba haciendo cuando descubrí el cuerpo de Luis Uría? Pues, las había llevado a revelar y esta mañana, al recogerlas, aluciné. No por la calidad de las fotos en sí, que tampoco están mal del todo, sino por lo relevante de las dos últimas. Recuerdo que llevaba un gran angular, un objetivo Tamrom de veinticuatro milímetros y estaba a unos veinte metros, o quizá algo más, del cuerpo de Uría. Anochecía y las sombras eran alargadas. La luz era una mezcla de rayos de sol de atardecer, filtrados por una neblina creciente.

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Llevaba la cámara pegada a la cara cuando me pareció ver una pareja. Intencionadamente, disparé y me agazapé luego tras una roca para cambiar el objetivo por un telex Nikor de 200 mm, con el fin de obtener un plano más cercano en una nueva toma. Pero, al apuntar de nuevo y enfocar, fue cuando distinguí el cuerpo de Luis Uría, atravesado por la espada. En ese momento, debí disparar de nuevo, sólo que esta vez, accidentalmente o, al menos, inconscientemente, porque ni siquiera recuerdo haber apretado el disparador, aunque la foto está ahí y no miente. Pues bien, en la penúltima foto puede verse a Luis Uría, semiacostado, apoyado en una roca, con los guantes amarillos puestos y la espada atravesándole en el vientre. Aunque el gran angular acrecienta aún más la distancia a la que yo estaba del cuerpo, se distingue perfectamente. Pero eso no es todo. Lo sorprendente es que en la esquina superior derecha de la foto se ve el cuerpo de una mujer de espaldas, saliendo precipitadamente de la escena y del encuadre. Y su pelo es una larga melena casi rubia y ondulada, como la de Ana. La pena es que no se le vea la cara y que además, sólo ella, salga movida. Llevaba cargada en la cámara película de 100 ASA de sensibilidad y la foto, en automático, debió dispararse a poca velocidad, calculo que a 1/30 de segundo o menos: lo que aún exagera más ese efecto de huida del encuadre de la figura femenina. La última foto, mucho más ampliada por el tele objetivo, es terrorífica por la sangre y por la cara de Uría, pero en ella no se aprecia a nadie más, salvo que acentúa la pregunta de: ¿qué fue de esos guantes que llevaba puestos? Y esto me ha dado mucho que pensar. Porque yo, cuanto más la miro, más miedo tengo de que esa figura pueda ser la de Ana. Y de serlo, ¿qué hacía ella allí y por qué huyó cuando me vio venir? Y sobre todo, ¿explicaría eso la desaparición de los guantes y la implicaría a ella en la muerte de Luis Uría por estrangulamiento? Aunque poco pudiese hacerse ya, tal como estaba él y yo lo vi, antes de morir: con esa espada sucia, llena de tierra y arena, con la que se había atravesado. Pero aunque Ana tan sólo lo hubiese rematado para evitarle mayores sufrimientos, ante la ley y ante la sociedad, se habría convertido en una asesina. Por mi parte, ¿qué podía hacer? ¿Llevarle la foto al juez? No. No lo haría. De hecho, en mi primer interrogatorio, les

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entregué el carrete de fotos que ya había hecho, pero no el que tenía todavía montado en la cámara. Ni siquiera les hablé de su existencia. Y ahora tampoco pienso mencionarlo, ni menos entregarlo. Una porque se ven esos dichosos guantes y otra, porque en lo que siento por ella, por Ana, no cabe la posibilidad de la traición. Es muy posible que por el propio temor que tengo de perderla. Por una causa puramente egoísta, vamos, que tú y yo nos conocemos y no vamos a andarnos ahora con heroísmos baratos y altruismos desinteresados. Pero está claro que llevo cuatro días sin verla y lo peor, sin saber cómo localizarla y comenzando a dudar de si la volveré a ver. Parecía claro que había huido. Tendría miedo, es lógico. Seguro que es consciente de que, de tener algo que ver, lo mejor es quitarse de en medio mientras este lío no se resuelva. Pero temo que me haya dejado colgado. Y que trate de encajarme el muerto a mí. Soy así de tonto, qué le voy a hacer. Puede que me haya enamorado de una loca asesina en paradero desconocido, es cierto, pero, lo que nunca podría imaginar es que algo así pudiese producir tal sensación de euforia y felicidad, como la que me provoca. Y sé que debo desterrar bien lejos de mí los temores y miedos. Una porque no es raro que por causa del miedo que tengo de perderla, sea yo mismo el que haga surgir dentro de mí fantasmas que amenacen mis deseos. Y dos, porque el miedo provoca desconfianza y eso, siempre da mal resultado, y más con Ana. Pero debo volver al lugar del relato que ayer hube de interrumpir y que nos dejaba en el momento en que ella y yo estábamos a punto de cenar. Porque, una vez dejamos mi apartamento, me la llevé a cenar. Y no se me ocurrió mejor lugar que el restaurante Libredón, el del Hostal. Era tarde y la mayor parte de los clientes o se habían ido o apenas les restaba más que el postre y si acaso, una ligera sobremesa. Íbamos a sentarnos cuando vi pasar a Luis Uría, cruzando el recibidor del restaurante. Estaba a punto de saludarle cuando me fijé en que no iba solo. ¿A qué no sabes quién le acompañaba?: la espectacular rubia que había visto en el aeropuerto, que esperaba no se sabe a quién. Ana, de espaldas a ellos, vio mi gesto de saludo truncado a medio camino e inquirió con la mirada. Pero sólo le dije que me había

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parecido haber visto a alguien conocido, sin más detalles. ¿Qué te puedo decir de la cena? Dejémosla en el ámbito de lo privado, observándola con luz tenue y a cierta distancia. Imagínate sólo que no nos oyes, pero puedes ver cómo nuestras miradas se buscan y se encuentran, como las sonrisas se persiguen, cómo me seduce y cómo trato yo de seducirla. Si estuvieses comiendo, por ejemplo, en la mesa de al lado de la nuestra, verías sólo a dos amantes, con demasiado ardor en las miradas, y supondrías, por eso, que se trata de un amor nuevo, que acaba de encenderse como un fuego y arde en lo más alto. Y tal vez acertarías, sólo un poco. Yo no podía dejar de perderme en cada nueva mirada: o me quedaba hipnotizado de su boca, o me estremecía cada encuentro con sus ojos, o me deslizaba en las ondas de su pelo, o por su piel descendía, quizás que hasta el infierno, si estuviese en su cuerpo tal lugar tan caliente. Imagínate un calidoscopio, cada vez que gira, se mueve, o se agita, puede ofrecerte mil matices nuevos: todos bellos. Si hay una relación entre la música y los colores, los matices entre rosados y pálidos de su piel finísima compondrían la más bella de las melodías de un genio todavía por nacer. Y yo, como ves, a todo esto, con cara de gilipollas mirándola y tratando de imponer a mi rostro la dignidad debida en tan preciso instante. Y no pasó nada más digno de reseñarse salvo lo dicho. Así que, después de tan opípara cena y circunstancia, tomamos un taxi y regresamos de nuevo a su vieja casona. Nada más entrar Ana se fue a la cocina a buscar algo de beber, mientras que yo me hice un poco el remolón, porque tenía cierta curiosidad por ver qué clase de pintura ocultaban aquellas sábanas sobre los tres lienzos de la escalera. En el centro mismo estaba el más grande, un cuadro de unos dos por tres metros. Al él me fui; traté de descorrer la enorme tela, pero, de golpe, se me vino toda encima, llenándonos de polvo a mí y al mármol impoluto de la escalera. Pero al menos mereció la pena: la pintura, era una pintura preciosa, de una mujer, de cuerpo entero, en la sombra de un jardín misterioso, que si no llego a haber visto la fecha del cuadro, 1878, hubiese dicho que era retrato de la propia Ana y que, por tanto, de entrada, concluí que debía ser su bisabuela. Preciosa mujer de la que, sin duda, lo

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había heredado todo, ya que, a la dama del retrato tampoco le faltaban las joyas de oro, de las que se ve que iba bien servida. Ya sin el temor de ser cogido en falta por Ana, ni de manchar un poco más mi ropa y la escalera, me animé a retirar también las telas de los otros dos cuadros y entonces, la impresión fue ya completa. Se trataba de los retratos de dos mujeres, de épocas bien distantes, a saber, una de 1933 y otra de 1598, y lógicamente, de pinturas, estilos y manos distintas, pero, eso sí, iguales entre ellas. Quiero decir que las tres mujeres representadas era iguales, como pueden ser tres gotas de agua, e iguales también a Ana: ¡eran retratos suyos! La única explicación que di por válida fue la de que algún pintor, o mejor varios, falsificadores o copistas de estilos ajenos, hubiesen dibujado a mi amada en diferentes obras, en esas obras, que parecen querer burlar al tiempo. Lo curioso es que, pese a que las fechas pintadas en blanco sobre el fondo del lienzo, son perfectamente visibles en todos ellos, en cambio, las firmas, son ilegibles. Es cierto que los cuadros están oscurecidos, lo que parecería contradecir que puedan ser obras recientes. Aunque, según tengo entendido, hay falsificadores memorables, y nunca se sabe. Incluso los hay dispuestos a desembolsar importantes cantidades por supuestas obras o, directamente, por conocidas falsificaciones: eso sí, de una calidad indiscutible, sobre todo para un lego e incluso, pese a mi experiencia como pintor, para mí mismo. Cuando me desperté del asombro de mis descubrimientos, Ana estaba mirándome llevando en la mano una bandeja con dos copas, dos cervezas y un abridor. Y me preguntó si me gustaban los retratos. Mucho le dije ¿de quién son? Todos míos respondió burlona. Salta a la vista. No querrás decir que son autorretratos. No, yo no pinto. Pero algunas veces me he dejado

pintar, cuando consideraba que el pintor era de confianza.

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Lo que, a juzgar, por los cuadros aquí presentes, ha sucedido contadas veces a lo largo de la historia le dije siguiendo el tono jocoso del diálogo. Tú lo has dicho respondió. Pero esta vez sus palabras no parecían haber sido pronunciadas en broma. Yo tengo imaginación, pero tal vez no la suficiente para lo que me esperaba. ¿Quieres ver algo aún más sorprendente? me dijo, sinuosa, ante mi impresión de desconcierto. Pero acerté a decir, creo que con la debida valentía. Claro que quiero. Entonces debemos subir hasta el tejado.

Y subimos, subimos hasta casi tocarlo con la cabeza, hasta la parte más alta de la escalera, que termina frente a una puerta de madera pintada en azul. Tras ella, un cuarto como de estudiante de principios de siglo, pequeño y rebosante de libros. Con una mesa junto a la ventana, que se diría trataban de esconderla, por la cantidad de cuadernos, libros, apuntes, álbumes, que se apilaban sobre ella, al lado de ella, alrededor, tapizando por completo las paredes... Una lámpara de pie y una gruesa alfombra eran, además del sillón, el justo y necesario mobiliario. Este es como el cuarto de los sueños. Solía encerrarme aquí siempre que podía, a leer, en este mismo sillón dijo poniendo su mano sobre él. Cuántas veces me he quedado

dormida, con un libro entre los brazos, no sé si soñando con versos o con aventuras. Más con lo primero, supongo. Imagino que muchos de los mejores recuerdos de mi vida están escritos entre las páginas de la mayor parte de esos libros. Aunque no sean verdaderos recuerdos, merecerían serlo.

Yo no dije nada. ¿Qué querías que dijera? Ahora sí estaba viendo un lugar en el que Ana había estado muchas veces, en el que era palpable su presencia y en el que podría conocer muchas cosas sobre ella, de poder pasar un rato hurgando entre sus títulos favoritos.

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Pero lo que yo quería que vieras no son falsos recuerdos, sino verdaderos recuerdos. Tomó de un estante junto al suelo un viejo álbum de fotografías y me lo dio. Fotografías en blanco y negro, de principios de siglo: la primera de 1908 y la última de 1934. Te describiré la primera de ellas: Ana pasea por el borde del puerto de La Coruña, protegiéndose del sol con una preciosa sombrilla de encaje. Y ahora, la última. Ana viste un pichi sobre una camisa blanca y porta en los hombros una mochila de cuero en un camino de monte. El resto, imagínatelo, más de lo mismo. Vamos, que el responsable de los efectos especiales de Forrest Gump, abriría los ojos como platos de ver aquel despliegue infográfico, al que no se le veía el truco por ninguna parte. Era Ana en todas ellas, la misma Ana de ahora, idéntica, en diferentes momentos y lugares: detenida en el tiempo. Inmortalizada. Yo me decía: una cosa son las evidencias y otra muy distinta, seguro, la realidad. ¿Cuál es el truco? La explicación racional que me haga echarme unas risas frente a esta cabeza obtusa que me impide encontrarle la lógica a la solución del enigma. Así que dije: Me rindo. Explícamelo tú. No hay nada que explicar. Lo que ves es lo que hay. ¿Me estás queriendo decir que estas fotos son auténticas? Ana sonrió y se me quedó mirando fijamente. Como retándome a que buscase en su mirada la verdad de sus palabras. Y era una mirada blanca, que enamoraba. Y también era un puñal afilado que se clavaba, directamente, en el centro de mi racionalidad. ¿Ante quién me encontraba? ¿Era sencillamente, un espejismo? ¿Ana, una especie de aparición que emerge desde el pasado, quién sabe si de entre los muertos, del limbo, o de cualquier otro lugar de dudosa procedencia? La abracé. Tuve miedo de que pudiese desvanecerse en cualquier momento y, de repente, quedarme allí sólo, perdido entre aquellas fotografías, ignorando si yo también habré estado de algún modo al otro lado del objetivo de esa vieja cámara de fotos en aquellos días en que ella paseaba bajo el sol del puerto de La Coruña, o se solazaba en el columpio del jardín de aquella misma casa, ochenta años atrás.

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Y mientras la abrazaba, notaba el palpitar del calor de su sangre, que llegaba hasta a mí a través de su piel, dulcísima, los latidos de su corazón, el aire que entraba y salía de su pecho. Viva, vivísima, joven, hermosa. No, no podía ser la de las fotos, ni la de los cuadros. Ni la mejor fantasía bajo los efectos del LSD sería capaz de llegar a inventarla. Pero estaba enfadado. Sí, compréndelo. Sentía que me tomaba de coña. Queriéndome hacer comulgar con ruedas de molino. Cualquier explicación me habría servido, menos la obvia. Porque la obvia era irracional. Inmortal. Estaba frente a una persona inmortal, sí, que tiene un retrato pintado en 1598 y que, al menos desde entonces, no ha dado señales de haber cambiado de aspecto, ni envejecido lo más mínimo. Creo que mi mirada fue dura, escrutadora, y hasta retadora, porque Ana, se dio cuenta. Es imposible que me puedas comprender y que puedas

comprender nada. ¿Sabes por qué? Porque ni siquiera sabes quién eres.

¿Qué no sé quién soy? No sé por qué, pero empiezas a recordarme en el tono a Ramón Escadas. Precisamente, tu amigo Ramón, no te lo ha contado

todo. Pero lo hará, aunque tal vez sea mejor que vayas tú directamente a preguntárselo. Cuando logres explicarte a ti mismo, entonces podrás comprender fácilmente lo demás.

Así de misteriosa. Así de hechizante. Te pareceré estúpido, pero no supe qué decir. No quería enfadarme. Y no era preciso echar leña al fuego. Pero estaba ofendido. Y además, ella, prácticamente, estaba echándome. Discretamente, como invitándome a salir, y como diciéndome “no vuelvas hasta que hagas lo que te he dicho, sin más discusión”. Y todo ello con total ausencia de brusquedad y, hasta al mismo tiempo, con una incontestable decisión. Será mejor que me marche. Sí, será mejor. Y ya está. Me fui, caminando, bajo los vuelos de los murciélagos que circunvalan las farolas. Pensando que aquel Santiago de noche resultaba casi tan irreal como lo que Ana parecía hacerme creer que creyera. Y que la irrealidad tal vez

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fuese un concepto que debiera replantearme. Más que nada para evitar darle demasiada fe a la hipótesis de que me había topado con una loca de atar, que se pretende inmortal, que lo tiene bien montado y que trata, con esa patraña de hacerme creer... ¿qué y con qué objeto? Esa era la obviedad que ponía al descubierto la estupidez de un planteamiento semejante. No podía ser una loca. No encajaba con eso. Psicópata asesina encuentra víctima entre las páginas de un diario y se dispone a perseguirle para darle caza. Lo malo es que, de haberme querido matar o cualquier otra cosa de ese jaez, ya me había tenido a tiro, incluso durmiendo a su lado, en las ocasiones suficientes como para poder permitirme el lujo de correr de nuevo el riesgo. Y hasta esa componente mágica de su personalidad, a la que no le veía el truco, la hacía todavía más atractiva, misteriosa, sugerente y todo lo que quieras. Pero, tampoco podía dejar de pensar que acababa de entregarme a una mujer a la que no conocía de nada. A la que había dejado el poema original de Ramón Escadas, incluso antes de sospechar siquiera que fuera a sorprenderme por completo, con esas fotografías y esos cuadros. ¿Y qué otras sorpresas me quedaban por encontrar en Ana? Y después, lo de Ramón. ¿Qué era lo que Ana insinuaba que no me había contado? ¿Y que tenía eso que ver conmigo, con quién soy? La única forma de averiguarlo era llamándole al día siguiente por la mañana. Eso era lo preceptivo. Eso y tratar de dormir.

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TRECE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 6.

No dormí muy bien, no vayas a creerte. Resulta difícil explicarte y que entiendas lo extraordinario de esta relación, lo extraordinario de Ana. Y al mismo tiempo, lo incomprensible de Ana. Jamás contradicción más absoluta me recorrió de abajo arriba de aquella manera. ¿Qué extraordinario dios quería jugármela poniéndome delante el más imposible de los cebos, dejándome probar bocados de su excelencia, y luego... luego qué? Necesitaba hablar con Ramón, era urgente. Absolutamente imperiosa su necesidad. Le telefoneé a las nueve de la mañana a Ferrol. Y ¡bingo! Las estrellas estaban de mi

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parte. La jugada maestra la completé haciéndole venir a Santiago, invitándole a primero a comer donde quisiera y después a cenar en mi casa. Pero yo tenía antes una cita en el restaurante del Hostal, con el mexicano. Y cuando llegué, tal vez un poco tarde, Uría se había despachado un abundante almuerzo. Yo únicamente accedí a un café solo. Se le veía contento y muy animado. Ay, amigo mío. ¡No hay como viajar! ¡Salir de la rutina!, ¡hacer algo diferente! Créame que estoy disfrutando mucho de mi estancia aquí. ¿Tendrá que ver, por un acaso, en tanta felicidad, la escultural figura femenina con la que salía ayer bien arropado del restaurante? Vaya. El cazador cazado. Veo que en estas ciudades pequeñas no se puede dar un paso sin que se entere todo el mundo. Tendré que agrandar la mordida que le doy a los empleados de este hotel dijo riéndose a carcajadas. Tenga cuidado. ¿Sabía que esa rubia estaba ya en el aeropuerto, instantes antes de que usted llegara, y que se marchó de allí sola? Claro que lo sé. Yo también tengo ojos en la cara, amigo mío. Por supuesto que la vi en el aeropuerto. Y yo mismo provoqué el encuentro en el restaurante. Aunque bien es cierto que cabría preguntarse qué hacía ella por allí. ¿Tenía, por ejemplo, previsto cenar sola? Esa es la cuestión. Supongo que es difícil cogerle en un renuncio. Imagino que sí, pero, en cualquier caso y, sea lo que sea, fue una experiencia maravillosa frente a una mujer también maravillosa, créame. Entonces olvide mi advertencia. Se la agradezco, porque sé que me la dice de buena fe. Y acto seguido, engulló de dos bocados un croissant de razonable tamaño. Feliz y hambriento. Así de simple y, a la vez, así de pleno. Yo creo, después de haberlo estado pensando, que lo mejor será que prepare una cita a tres bandas: usted, el propietario del poema, y yo. De ese modo, podríamos compartir abiertamente la información de que disponemos y desde ahí, ver hasta dónde se puede llegar. De entrada, es lo mejor que se me ocurre.

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Precisamente hoy tengo una cita para comer con él. Le comentaré su idea y ya le diré. Mi amigo mentí desconoce por completo su existencia. Habrá que ponerle en antecedentes. Lo dejo en sus manos. Yo dejé, en las suyas, una tostada de mantequilla y mermelada, me disculpé porque tenía trabajo hasta el techo en la oficina, y me escurrí directamente. No sé por qué, de las diferentes caras que la historia de los poemas presentaba, la parte concerniente a Luis Uría era la más engorrosa. Se había colado de rondón, me parecía. Aunque debo reconocer que su influencia, visto lo visto, no es poca. Y hube de atornillarme al asiento de mi despacho y dejarme llevar por la marea de asuntos que, mi dejadez de los últimos días, iba apilando, sin más recurso. Por suerte conseguí abstraerme lo suficiente para darle de mano a un par de proyectos interesantes y resolver una retahíla de cuestiones ordinarias menores. De repente me sorprendí con la cara de Ramón, asomando discretamente tras la puerta. ¿Se puede? Claro que se puede. Pasa de una vez y espera un momento, que ya lo dejo todo y nos vamos. ¡No me digas más! Estabas deseando que

alguien te diese una excusa para levantar el campamento. No. Pero me vienes que ni pintado. Con decirte que casi

no duermo con la ansiedad de tener que esperar hasta hoy por la mañana para llamarte. Últimamente te vienen unas terribles

urgencias para verme. Urgencias un tanto sospechosas, diría yo. Nada de sospechosas. Sólo quiero que me digas si en

todo este asunto de los poemas hay algo que tenga que ver conmigo. O, dicho de otra manera, ¿qué es lo que sabes tú de mí, que yo no sepa? Vas directo al grano. Aunque supongo que

no por iniciativa tuya. ¿Otra vez esa Ana?

Sí, otra vez esa Ana.

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Observo que te sugiere curiosas, para que me las hagas.

preguntas

muy

Sí, muy curiosas apostillé con ironía Pero debemos reconocerle que de su primera intuición se obtuvieron resultados muy alentadores. Y aunque no debiera creerla e incluso debería prohibirme el hacerlo, hay algo en sus ojos, en esa mirada que subraya sus palabras, que me dice que todo en ella es cierto. El amor no es un amigo certero, ni

permite acertar la desnuda verdad a través de sus velos.

Bonita cita. Pero dime tú cuál es la verdad, si es que la hay y la sabes. Te juro que yo, en esto, estoy completamente perdido. No era ninguna cita, pero cuéntame tus

tribulaciones.

De camino al restaurante, el Casa Marcelo, al que nos fuimos caminando y, precisamente allí, porque Ramón sugirió comer algo diferente, le puse al día. Desde los misterios de Ana, hasta la invitación de Luis Uría, e incluso la coincidencia de haber nacido en el mismo día que él, le fui relatando, sin olvidar detalle. Cuando acabé, ya estábamos sentados a la mesa, degustando un delicado blanco de Valdeorras. Ramón tan sólo dijo. —Pobre chiquillo perdido. Eso es lo que

eres, un alma perdida, vagando sin saber a dónde. Toda tu vida no has sido más que eso, un pobre niño que nunca supo cuál era su lugar: siempre intentando caminos imposibles y siempre sin saber quién eras.

— ¡Pero bueno, ya está bien! Sé muy bien quién soy, qué es lo que quiero y hacia dónde quiero ir. — ¡Ah! ¿Sí?, ¿lo sabes? Pues entonces

dímelo.

—Pero ¿qué clase de tontería es esta? Me conoces casi desde que nací y sabes perfectamente que lo que soy ahora, lo que he conseguido, es por lo que llevo luchando mucho tiempo: la independencia. Me siento feliz, estoy enamorado, no tengo jefes, soy dueño de mi propia empresa y las cosas me van muy bien. Gano dinero, hago lo que me place y por las mañanas, me

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miro en el espejo y me veo satisfecho. Y digo más, si creyese en Dios, le daría las gracias por la suerte de que siempre he disfrutado. —Todo eso no es más que tu máscara, y lo

sabrías si dejaras de engañarte a ti mismo. Sí, tienes éxito. Pero no el que tú querrías. Porque yo sé muy bien que ni crees en el éxito, ni tampoco en el dinero, ni siquiera en la independencia. Pero todo lo que te pasa y todo lo que te ha pasado ha sido por mi culpa. Siempre traté de protegerte y, a lo mejor, me equivoqué, cometí un exceso de celo. ¿Cuántas veces crees que me arrepentí al verte?, ¿cuántas veces crees que me he sentido culpable?

—Pero, ¿qué tienes? ¿Estás borracho? — ¿Borracho? No, ni siquiera he acabado el

primer vino ¡Y ojalá que todo esto no fuese más que el fruto de una borrachera! ¡Es una locura! ¡Un imposible! Pero tan cierto como que tú y yo estamos ahora sentados aquí. No sabes cuánto tiempo, cuántos años he imaginado cómo iba a ser este momento en que yo te explicase quién eras realmente.

— ¿Qué quién soy realmente? ¡Eso sí que tiene gracia! — No, no la tiene. ¿Sabes?, el otro día

dijiste algo que me dejó pensativo y que, en el fondo, encerraba su parte de verdad. Tú creías que cuando eras niño te llevaba a mi casa porque Felicia y yo nunca tuvimos hijos. No es cierto, pero sí que, en muchos aspectos me sentí como si fuera tu padre. Tenía que protegerte y lo hice del mejor modo que se me ocurrió. ¿Recuerdas por qué te matriculaste en la Facultad de Historia? Tú no querías estudiar. Pero yo tenía que influir en ti y, de algún modo, encaminarte.

Era verdad. Eso sí era verdad. No quería estudiar. Tan sólo quería viajar, hacer camino, ver mundo. Yo qué sé. Hacer un viaje iniciático. Son esas cosas de los dieciocho años. Entonces, imaginaba que si me marchaba, cuanto más lejos mejor, sin

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rumbo, encontraría lo que estaba buscando. Aunque realmente no sabía qué es lo que tenía que buscar: tal vez a mí mismo, tal vez el amor, tal vez el destino. Quería marchar a la Argentina y recorrer aquel país en autostop. Incluso se me ocurrió que Ramón podría darme el dinero necesario para comenzar mi aventura. Me enrolaría en un barco, de cualquier cosa, con tal de que su rumbo fuese hacia Buenos Aires. Y allí iniciaría una nueva vida. Odiaba Betanzos. Se me hacía pequeño aquel sitio que no significaba nada para mí. Mis compañeros de estudios no eran mis amigos, no tenía novia, nada que me amarrase a aquel lugar. Ni familia: mis padres tampoco significaban nada. Me odiaban. Sobre todo mi padre. Sentía que era así. A mi padre, un día, lo escuché desde mi habitación discutiendo con mi madre: la acusaba de no ser más que una puta, literalmente. Decía que yo no era suyo. Que ni siquiera me parecía a él. Que cada vez que me miraba se sentía traicionado. Que seguramente sería hijo de Alfredo. Alfredo, esto es ridículo, había sido novio de mi madre y, según mi padre, había arruinado sus vidas. El viejo cabrón encontró un día cartas y poemas de él, que mi madre escondía. Cartas y poemas fechadas incluso después de que yo hubiese nacido. Pero yo sé que el de Alfredo y mi madre fue siempre uno de esos amores imposibles, que se llevan en el alma durante muchos años, pero de esa clase de amor que apellidan platónico y que, estoy seguro, no había trascendido en lo físico jamás. Sé que mi madre, un día me lo confesó, le telefoneaba cuando tenía problemas con mi padre. Hasta estando embarazada de mí. Porque se había quedado encinta antes de casarse y, entonces, dudó sobre la conveniencia de ese matrimonio. Y Alfredo, por un momento, llegó a plantearse si aceptarla, aun sabiendo que en el vientre llevaba el hijo de otro. Leí sus poemas, sus cartas y sé de sus cuitas y de su sinceridad. Y también del miedo que sintió y de su decisión final, la de apartarse de ella. Después, se casó con otra y, mi madre, con mi padre. Pero nunca más volvieron a verse. Entre ellos quedaron tan sólo esas pocas cartas, unos cuantos poemas y, con el tiempo, silencio. Un silencio que ninguno de los dos se atrevió jamás a romper. Mi madre fue una mujer honesta. Y ese Alfredo, no sé, yo no lo conocí, pero creo, por esas cartas y esos poemas, que se trataba de un tipo sincero, buena persona, con principios, que

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prefirió perder al que seguramente fue su gran amor y no sé si ser infeliz, antes de arruinar la vida de nadie. Pero mi padre nunca lo entendió de ese modo. Quedó marcado por la duda, por sus propios complejos de inferioridad, por no haber sido nunca capaz de escribir a mi madre un triste poema, por…yo que sé… porque era mezquino, miserable y tenía un espíritu pequeño, que nunca supo comprender que en los corazones de las personas, las contradicciones y la fuerza de los afectos, a veces, se entremezcla hasta parecer un potaje indiscernible. Sí, cierto, Ramón me había encaminado a estudiar en Santiago. No sé cómo, pero me convenció de que esa era la ciudad ideal para mí, para hacer realidad todos mis sueños. También fue él quien me sugirió estudiar Historia. Nunca me negó el dinero que yo le pedía para hacer aquel viaje que anhelaba. Pero sí me dijo que si me iba, tal vez aquel dinero sería lo último que obtendría. No fue un ultimátum ni nada que se le pareciera; pero estaba seguro de que no volveríamos a vernos nunca. Me prometió que, siempre que lo necesitase, estaría a mi lado. Y así fue. No sé, pensé que siempre podría viajar después, que no perdía nada con intentarlo, con ver si tenía razón. Ya se sabe, a los dieciocho años, uno es demasiado influenciable. Yo que sé. Me dejé llevar. Y me matriculé en Historia. Y me enamoré de Santiago. Y conocí a Felipe, que ya antes de matricularse sabía más del Megalítico que nadie y tenía la mejor colección privada de restos arqueológicos de toda Galicia: hachas e instrumentos de sílex, piedras de molino de la época de los celtas, restos de cerámicas extraídas de un pequeño y antiguo puerto pegado mismo a su casa… y a Andrés, que cada año, durante el verano realizaba excavaciones arqueológicas, enrolándose en cualquier grupo que estuviese en Galicia haciendo un agujero en cualquier pedazo del territorio que tuviese algo que desenterrar. Después se convirtió en una autoridad en paleografía y en un gran estudioso y experto del mundo celta. Hasta llegó a organizar congresos y publicar libros. Pero ni uno ni otro consiguieron contagiarme su entusiasmo. Isabel, sí. Ella era especial. ¿Recuerdas a Isabel? ¿Sabías que acabo tirándose por el balcón de un quinto piso? Sí, creo que sí. Ella marcó mi inclinación por la Historia Contemporánea, la

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que me desvió definitivamente del camino que Ramón me había sugerido que tomase. Isabel me hizo ser el tipo que soy o, al menos, una parte. Recuerdo que no paraba de leer. Era la mujer más culta que había conocido nunca, la más interesante por su cabeza. Todavía tengo bien grabada la carta que dejó antes de decidir aquello. Y te juro que no estaba loca, que no sufría ninguna clase de trastorno. Fue una decisión tan racional que contradiría todas las teorías psiquiátricas acerca del suicidio. Sin más motivo que un racionamiento lúcido que yo nunca conseguí encajar del todo. Era cierto que ya no salíamos juntos. Bueno, todavía nos acostábamos de vez en cuando. La química seguía funcionando aunque el amor fallase. Porque amor, lo que es amor, realmente no lo hubo. Pero sí mucho respeto y mucha admiración, al menos por mi parte. Y también cariño. Un cariño y unos sentimientos que todavía llevo conmigo. Creo que las cosas importantes, las verdaderamente importantes, suceden justo ahí, a los dieciocho años. Hasta ese momento el destino es un campo abierto a todas las posibilidades. No hay más fronteras que las de la propia imaginación, las del deseo, las de los sueños, los proyectos. Yo mismo hoy podría ser otro, haberme ido lejos, a Buenos Aires, quién sabe. Pero después hay que elegir, y al hacerlo, el campo se cierra, se acota y, justo a partir de ese punto, caminamos el resto de nuestra vida como por un callejón. En mi caso me hice historiador, bueno, al menos, en el papel. Y eso significaba renunciar a ser aventurero o médico o cualquier otra cosa. Uno firma un contrato de cinco años con la Universidad y cuando éste termina, estás inevitablemente abocado, y acotado, y castrado. Cuando conseguí mi título te aseguro que no me sentí feliz, al contrario, me sentí muy mal. El abanico de opciones infinitas que tenía antes de empezar se limitaban ahora sólo a dos: tratar de resolver mi futuro con una oposición, para dedicarme a la docencia, lo que me producía irritación, casi urticaria, o bien, intentar la aventura de investigación que, en mi caso, debería llamar más bien divulgación porque, lo que es trabajo de campo, apenas llegué a hacer. Así, me empleé en la tarea de escribir libros que, gracias a las influencias de un amigo cuyo nombre no pronunciaré, nos publicaban las diputaciones provinciales, los ayuntamientos o la misma Xunta de Galicia.

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Pero enseguida comprendí que aquella no era mi vocación y que tampoco lo de juntar palabras se me daba demasiado bien. De todos modos, no me arrepiento del intento. En aquel momento traté de cambiar el rumbo: siempre me había gustado pintar, aunque jamás había pensado seriamente dedicarme a ello. Y probé fortuna con los pinceles. Me encuadré en el hiperrealismo: una, por mi facilidad para el dibujo y, otra, porque era lo que me salía. No me considero malo: al menos técnicamente sé que no lo soy. Pero no me duele reconocer tus críticas. Puede que sea cierto que no tenga imaginación suficiente para la composición. Tal vez fuese eso lo que atascaba, en parte. Aunque, si he de ser sincero, lo que me hizo renunciar definitivamente fue otra cosa: la absoluta condena a comer casi a diario arroz a la cubana, espaguetis o, en el mejor de los casos, menús de estudiante en los peores figones de Santiago. Y sabes bien que a mí, sibarita de la mesa bien servida y regada. me gustan los placeres, digamos, un poco más caros. Y tampoco podía recurrir a Ramón constantemente para que sufragase mis gastos y mis juergas. Así, tenía ya veinticinco años y luego veintiséis y veintisiete y veintiocho. Y nunca conseguí marchar a Buenos Aires. Fui sobreviviendo, intentando diferentes trabajos, dando clases en academias, vendiendo cintas de la tuna, yo que sé, de todo. Pero ¿sabes?, lo que aprendí del trabajo asalariado fue a odiar la dependencia, las condiciones draconianas de las empresas donde la única alternativa es “lo tomas o lo dejas”, y el sometimiento a los jefes. No había más camino que convertirme en el mío propio y, por eso, monté esta empresa que combina mis conocimientos de historia, con el turismo. Porque yo, del turismo, viví muy bien durante muchos años, aunque tan sólo fuese como vendedor de discos y casetes. Pero eso me hizo conocer a mucha gente, prácticamente a todos los que llegaban a la ciudad. Y saber qué buscaban, que querían, que comían, cuánto gastaban. Ramón me ayudó mucho en mis comienzos, avalando mis créditos e incluso poniendo dinero cuando al principio, venían torcidas. Pero tenía razón Ramón, aunque yo no quisiera reconocérselo en aquel momento. La empresa tampoco me llena. Ya no. Puede que al principio sí. Porque los principios son tan absorbentes que a uno le queda muy poco tiempo para pensar. Pero ese interés

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inicial lo fui perdiendo conforme el negocio se fue consolidando. Conseguí el dinero suficiente para mantener mi estilo de vida y cumplir mis gustos y caprichos cada vez con menos esfuerzo. Pero también estoy resentido. Por el precio que hube de pagar por ello. Por todos los amigos que fui perdiendo por el camino. Porque muchos, como tú, aunque nunca se fueran de todo, sí estaban demasiado lejos. Sobre todo por las noches, cuando uno entra en un bar en busca de no sé qué y tan sólo quedan el camarero, secando los vasos al final de la jornada y sin ninguna gana de conversación, y el tipo que, de pie, no para de echar una tras otra, moneda tras moneda, en la máquina tragaperras, mientras sólo se escucha el caer de las monedas, la misma insoportable musiquilla electrónica de la máquina, reconvirtiendo no sé qué viejo éxito y los ruidos del aparato que hace el hielo, del lavaplatos y de la televisión, sonando al unísono. De vez en cuando, alguna mujer me rescataba de semejante desierto y entonces, aún podía entretenerme un rato repitiendo la misma historia sobre mí mismo y escuchando las mismas tonterías como respuesta a las idénticas preguntas iniciales de toda relación. Y eso me desesperaba. Si tú supieras la de veces que he deseado estar con alguien con el que no fuese necesario fingir, con el que no tuviera nada que demostrar, con el que poder evitar hacerme el simpático si no tengo ganas de chistes, al que no precise preguntar cómo se llama, de dónde es o a qué se dedica. Con el que ser, sencillamente, como uno es y continuar una conversación inacabada que había quedado pendiente. A quien le puedas decir, como ahora a esta grabadora, o mejor, como te estoy diciendo a ti, todas estas cosas. Pero incluso, ahora, no estás aquí: sólo soy yo, la copa de Grand Marnier, la grabadora y esos tipos de ahí abajo, espiándome desde un coche, mientras les veo encender un nuevo cigarrillo. Y sin saber siquiera donde puede estar Ana. ¿Sabes? Alguien como Ana es lo que llevo buscando desde hace muchos años. Una persona que combine la cultura y la calidad humana que tenía Isabel y la belleza salvaje y químicamente irresistible de Bebel. ¿Te acuerdas? Coincidimos una vez, aquella noche que los tres nos fuimos en tu coche hasta Vigo, para ir al concierto de Pat Metheny. Resultaba tan

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excitante. Pero también, tan superficial. No, no era el tópico de la guapa tonta. Tampoco es que fuera tonta. Hablaba inglés y francés, y había estudiado periodismo y filosofía. Dios mío, dos carreras, cincuenta mil viajes y en cambio, tan superficial que nunca lo imaginarías. Recuerdo que hasta tres veces tuve que aguantar que abriese su bolso, sacase de él su neceser y me explicase uno a uno dónde, cómo y por qué había comprado aquella barra de labios o aquel otro rímel, la laca de uñas o el prendedor del pelo. Y también la recuerdo extremadamente celosa, hasta el punto de llegar a enfadarse, porque según ella, me fijaba demasiado en las fotografías de las modelos en bikini, que entonces colocaban en los cristales de las cabinas telefónicas. Pero lo más increíble es que nunca conseguí con ella una conversación sobre temas que me interesasen. Si hablaba, lo suyo eran monólogos sobre sí misma en los que no había nada que terciar. La filosofía o el periodismo se limitaba a su historia en esas facultades: sus profesores, sus amigos, las cosas que hacía, tal o cual asignatura y nada más. Y el resto de mis novias no duraron nunca el tiempo suficiente siquiera para merecer tal nombre. No quiero decir que fuesen mediocres, si me oyeran tendría que salir corriendo, pero es que ninguna consiguió que me tirase al vacío o a la aventura, o que, de algún modo, aunque fuese en una mínima parte, cambiasen algo en mí. Sí, tenía razón Ramón. Toda mi vida había estado intentando caminos imposibles. Tal vez no fuese más que un niño perdido en una búsqueda sin objetivos. Porque ¿cuáles eran mis objetivos? —El problema de no saber lo que quieres,

de que estés perdido, es muy simple: para saber a dónde se quiere ir, primero hay que saber de dónde se viene.

—Y me vas a decir que tú lo sabes. Incluso me vas a decir qué tengo que hacer con mi vida ¿verdad? —le contesté de nuevo irónico y algo enfadado, por lo que entendía una prepotencia por su parte casi digna del Creador del Mundo. —Sí, lo sé. Piensa un poco. La primera

cosa que hoy que me espetas, es tu sorpresa por la coincidencia de tu fecha de nacimiento con

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la de Luis Uría.

—Sí, sorprendente por coincidente. Pero ¿cuántos más nacieron ese mismo día? Yo mismo conozco a una persona que nació no sólo el mismo día, sino a la misma hora e incluso, en el mismo hospital. Bueno, no es que la conozca a fondo, peso sí sé que se llama Natalia y que mi madre y su madre compartieron la habitación y hasta se hicieron amigas. De Natalia, se casi toda su vida: dónde estudió, que se casó con un abogado…mi madre me la fue contando por capítulos. — Sí, tienes razón, el día que tú naciste,

o mejor, la noche que tú naciste, en aquel mismo hospital, nacieron más personas. Y todas niñas, excepto un único varón: Luis Uría.

— ¿Luis Uría? ¿Él también nació en el Hospital de Caridad?… ¿Cómo lo sabes? —Cuando tú naciste, los niños, sino

nacían en casa, lo hacían o en San Javier o en el Hospital de Caridad. Pero Luis Uría fue precisamente el otro niño que nació aquel mismo día, además de ti, en el de Caridad. Si te tomas el trabajo de consultar la hemeroteca, encontrarás la reseña del nacimiento.

No precisaba consultar la hemeroteca. Tenía el recorte de prensa en mi casa. Mi padre lo había recortado y mi madre lo colocó en un álbum, junto con mis primeras fotos. Había visto mil veces ese álbum y mil veces había leído mi nombre entre los de los otros nacimientos. Pero nunca me había fijado, o tal vez sí y no lo recordaba, en que figurase también el nombre de un tal Luis Uría. —Pero tú ¿cómo sabes eso? ¿Conoces acaso a Luis Uría? —Le conocí entonces. Después, nunca más

le he vuelto a ver.

— ¿Quieres decir que tú estabas allí ese día? —Exactamente, y que ese niño estuvo en

mis brazos.

— ¿Pero qué coño hacías tú allí? —Estaba ingresado, me

apéndice.

extirparon

el

— ¡Increíble! ¡Esto ya es demasiado! Nunca creí en las casualidades, al contrario, pero esto es…

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—No fue una casualidad. — ¿Qué no fue casualidad? ¿Qué fue entonces? —A mí no me pasaba nada. Sólo fingí los

síntomas y mi médico de cabecera recomendó mi ingreso urgente. Lo curioso es que me operaron, casi sin ninguna clase de exploración.

—Me estás poniendo de los nervios. Explícate de una vez. Ramón me explicó, asómbrate, que una tarde se le acercó una mujer joven de pelo largo, trigueño y ondulado: preciosa. Advirtió a Ramón del nacimiento de Luis Uría, casi un mes antes de que ocurriera. Los Uría vivían en Monterrey, pero habían venido de vacaciones durante el mes de octubre. La madre de Luis estaba entonces de casi ocho meses. Tenían previsto que el niño naciese a principios de noviembre, una vez de regreso a México. Pero, de pronto, Gisela, que así se llamaba, comenzó a sentirse mal. Le sobrevinieron unos agudos dolores y hubo que llevarla al hospital. Una vez allí las cosas se complicaron, sin más remedio que provocar el parto. Pero no logró superar aquel trance y murió en el mismo paritorio. En ese momento Don Agustín, que así le llamaban al padre de Luis, ni siquiera estaba en Ferrol. Se había marchado, aquel mismo día, a ocuparse de unos negocios que tenía en Marín. Todo sucedió tan rápido que no le dio tiempo de regresar. Cuando su mujer empezó a encontrarse mal, le dieron el aviso por teléfono. Y al llegar se encontró con el duro golpe: su mujer estaba muerta y Luis Uría hacía ya cinco horas que había nacido. —Tú madre dio a luz dos horas después de

haber nacido Luis Uría. También fue un parto difícil. Deberían haberle hecho la cesárea. El niño venía mal colocado, de culo. Así que hubo que recolocarlo y después, sacarlo con fórceps. Tanto fue el esfuerzo que ella se desmayó y en el momento del nacimiento, ni siquiera pudo oír el primer llanto de su hijo. Tu padre tampoco estaba allí. Ella pensó que aún no había llegado el momento y le envió a casa a buscar algunas cosas, porque, con las prisas de primeriza, había llegado al hospital con lo puesto, sin siquiera un pijama, ni unas zapatillas. Tu padre se lo tomó con calma. No

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había cenado, así que aprovechó para comer algo y, luego, regresó al hospital.

—Sí, todo eso lo sé. Mi madre me lo contó muchas veces. Era uno de sus temas recurrentes en las comidas de familia, e inevitable en todos y cada uno de mis cumpleaños. —Sí, pero lo que no sabes es que mientras

tu padre seguía cenando, tranquilamente, yo me colé en la sala de incubadoras, aprovechando un momento en que la enfermera charlaba con otra en un despacho contiguo y te cambié por el único otro niño que había. Afortunadamente, nadie se dio cuenta. A pesar de que tú tenías los ojos azules y él en cambio, marrones. Y que pesabas un poco menos. Pero, eso sí, los dos nacisteis sin pelo, completamente calvos, y hasta os parecíais. Yo no me fijé mucho, pero escuché como la comadrona, que se llamaba Carmiña, comentaba con la enfermera que esa noche habían nacido dos niños: ¡que bien pudieran ser hermanos!

— ¡No puede ser! ¡Imposible! ¿Me estás diciendo que yo soy en realidad Luis Uría y que Luis Uría debería ser Bernardino Braña? —Sí. ¿Me estaba diciendo que en realidad mi madre murió al darme a mí a luz, que mi padre se llama Don Agustín y que era todo un personaje de la sociedad mexicana de Monterrey? ¿Me estaba diciendo que mi padre, el que yo creía mi padre, tenía una parte de razón cuando reprochaba a mi madre que yo no era su hijo? ¿Me estaba diciendo que las relaciones entre mis padres y yo,… empezaban ahora a tener sentido, al encajar ciertas piezas? —Sí. Mil cosas que nunca había sospechado me vinieron de golpe a la cabeza. Pero hasta mis sentimientos con los que yo creía mis padres, tenían ahora otro sentido, bajo aquella nueva luz. Y por una parte empecé a sentirme menos culpable. Culpable por no haber querido nunca a quien se decía mi padre, como un verdadero hijo, sí, como un verdadero hijo. Pero, por otra, mi madre… Yo la quería, de verdad. Siempre la quise. No sabes cuánto lloré en su entierro. Cuanto odié al hijo de puta de mi

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padre, ¡mi padre!, cuando, al morir ella, ni siquiera derramó una triste lágrima. Todo su matrimonio había sido un fracaso. Él siempre la culpó, siempre se sintió traicionado por un crimen que ella nunca cometió: una culpa que Ramón había echado sobre sus espaldas, sobre su honestidad, permanentemente en duda. — ¿Tu sabes cuánto daño le has hecho? Toda la felicidad de su matrimonio, se la robaste. La convertiste en una amargada. Y hasta creo que llegó a odiarme a mí por considerarme culpable de su fracaso con mi padre, ¿entiendes? —Sí, lo entendí siempre. No sabes lo que

he llegado a mortificarme desde entonces por aquella decisión. Y sí, veía como tu padre la maltrataba, la vejaba…

—Y hasta le pegaba. Más de una vez, y conmigo delante. Y estoy seguro de que eso nunca hubiera ocurrido si en lugar de estar yo, Luis Uría fuera el hijo al que hubiesen criado. —Lo sé. Créeme si te digo que no he

dejado de pensar en ello. Me he arrepentido una y mil veces. Y todavía me arrepiento. Mi única justificación es que, cuando lo hice, no podía calcular el daño que iba a causar. Incluso a ti te hice daño creyendo que te protegía.

— ¿Qué me protegías? ¿De qué? —Debes entenderme. Mi único objetivo era

ese. Así estaba marcado en mi destino. ¿Recuerdas lo que te conté de mi abuelo? Lo que dice el poema. Tú corrías peligro. Y si marchabas a Monterrey, nunca podría cumplirlo. Pero si te quedabas en Ferrol estaría a tu lado, como siempre estuve.

Cómo siempre estuvo. ¡Así de simple!. No sabía si abrazarlo o si romperle la cara. La sangre me pedía más hacer lo segundo. Pero me quedé en silencio, sin añadir nada, mirándole con una intensa ira, con una profunda sensación de odio, mientras que, por mi cabeza, las imágenes de mi vida desfilaban como dicen que les pasa a los que están a punto de morir. Se me atropellaban los pensamientos, generando confusión, dolor, rabia, impotencia, inseguridad. Volvía a sentirme como hacía sólo unos días en aquel sótano húmedo de su casa: ante un desconocido. Y los sentimientos de afecto, de agradecimiento, que siempre tuve

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por él, de repente, parecían esfumárseme, dejando frente a mí, tan sólo, a un pequeño fantoche que actúa como si fuese el mismísimo Dios. Que cree que puede cambiar la vida de los otros a su antojo, a su libre albedrío. Y si con ello destruye la felicidad, y lastima, hiere y perturba, basta decir: lo siento, no lo podía prever, son perversos efectos colaterales de los que créeme que me arrepiento. Toda mi vida condicionada por decisiones ajenas, por sus decisiones, y tan trascendentales, que han llegado a cambiarla por completo, a sustituirla enteramente por otra, en la que no puedes encajar y te pierdes. Y que luego, aún no satisfecho, y a sabiendas, también ha ido influyendo en el resto: en las decisiones, en la suerte y hasta en mi situación actual. Eso es lo que había pasado. Y lo que ahora pasaba no era peor. ¡Seguía en sus manos! O quizás ya no. Tuve el impulso de levantarme. Largarme de allí sin pagar siquiera la cuenta, sin decir ni palabra. Ofendido. Pero no sé si es que las piernas me fallaban o era el ánimo, por los suelos, el que me impedía salir hacia fuera de mí mismo. O tal vez que la fuerza de todos los pensamientos negativos que me sobrevenían me impidieran toda capacidad de movimiento. ¿Yo?, me preguntaba, ¿quién era realmente yo? Supuestamente debería llamarme Luis Uría, ser asquerosamente rico y pertenecer a una línea de sangre que me emparentaría con un rey celta al que la familia de Ramón, Ramón mismo, tenían la “alta misión” de proteger. ¡Palabras rimbombantes con la que justificar la inmensa afrenta! Y encima: ¡pobre de ti que no sabes quién eres! Sonaba a puro y duro recochineo. Un desconocido. Eso era yo. Alguien que se mira en el espejo y parece que le hayan hecho la cirugía estética, pero no en el rostro, sino en el alma. Alguien que quizás haya perdido toda su vida o que ésta no haya sido más que un puro disparate. Un sinfín de titubeos y de oportunidades perdidas... No sé cómo, ni qué pensamiento, me trajo de pronto una inquietante calma. Una sensación de extraño conformismo. De aceptación. Quizás fuese, aunque esto lo digo ahora, porque en aquel momento ni lo llegué racionalizar, por Ana. ¿Tenía razón cuándo me había dicho que al enterarme de lo que Ramón acababa de revelarme comprendería su indescifrable misterio? Mi

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nueva identidad, sí, casaba perfectamente con lo que me había dicho. Con la fantasía de un destino de leyenda. Y mi nuevo papel, en eso que Calderón llamaba el gran teatro del mundo, se ajustaba como un guante con el del rey al que su amada espera. Yo, Luis Uría, el poseedor del poema, el que ha de cumplir el destino escrito. Y Ana, en su inmortal viaje a través del tiempo, tenía que ser quien aguarda incansable un regreso que cree cierto. Bien mirado, todo parecía un bonito montaje en el que a mí me había tocado el papel de protagonista. Un delicioso papel si la vida fuese una obra de teatro. Pero aquello iba mucho más allá de una sencilla, o más bien compleja, mascarada. Sencillamente, removido hasta el fondo, hasta los cimientos de mí mismo. Como quien desarraiga un árbol y trata de plantarlo en otra parte, en un paisaje y un clima distintos. Y en ese nuevo escenario, hasta mi racionalidad no tenía cabida: un sencillo estorbo que me impediría enfrentar lo que se pretendía que enfrentase, una fantasía que ha de aceptarse con la ceguera de la fe. Un mundo que sólo puede comprenderse renunciando a toda comprensión. No, definitivamente, no estaba preparado para eso. Ni para Ana y su amor envenenado. Un amor desigual que nunca podría corresponder. No. O sí. No lo sé. Pero mi corazón se dolía sólo con pensar en renunciar a ella. ¿Podré ser como un junco, flexible, que se inclina hacia el agua que Ana representa y que siempre ha estado ahí, mientras que yo, acabado de trasplantar a esta ribera, imploro al viento que sople con su máxima fuerza y que arquee mi cuerpo hasta besar su superficie y, aún más, sumergirme en su misterio aunque sólo sea un instante? Quería irme de allí en aquel mismo momento, sin esperar el postre siquiera, porque ya habíamos comido. Unos filetes de pato sobre espinacas y hojaldre, que no sé decirte si me gustaron, y unos entrantes que ni recuerdo. Tal vez faltase incluso un segundo plato, pero no tenía apetito ni para catar la más dulce de las ambrosías. Deseaba quedarme solo. Y Pensar. Y eso hice. Con decisión, pero sin brusquedad, pagué la cuenta, dejé a Ramón allí, con cara de circunstancias y me despedí: Por favor, tú quédate. Seguro que tienes mejor apetito

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que yo. Me temo que ya no. De todos modos, hazlo por mí y excúsame. No quisiera pecar aquí de descortés y ofender al cocinero dije con falso humor. ¿Te veré después? Por supuesto, sigues siendo mi invitado. Te prometí una cena y yo siempre cumplo mi palabra y mi deber de hospitalidad. Ten, quédate con las llaves de casa dije extendiéndoselas. Tal vez te apetezca luego descansar. La verdad es que he quedado en verme con

un amigo esta misma tarde.

Como quieras, entonces ¿a las nueve? dije, y me guardé el llavero. ¿Dónde? ¿En mi casa te parece bien? Sí. Muy bien Perfecto, allí nos vemos. Y salí, sin saber si tirar hacia arriba o hacia abajo, en aquella calle de las Huertas cuyas opciones eran la catedral o las afueras. Y eludí el Obradoiro, tan concurrido, tan probablemente poblado por conocidos. Pero no conseguí pensar. Veía todo, como quien lo ve por primera vez. Como si lo contemplase con los ojos de otro. Los del otro en que me había convertido en aquel restaurante. Tal vez por eso, porque los pensamientos se me habían quedado agazapados, sentía todo con una fuerza inusitada: los ruidos de los coches, de las puertas que se cierran, de mis propios pasos, las vibraciones de mis piernas al caminar, el roce de las perneras de mis pantalones, los latidos de mi corazón en las sienes y hasta diría que el flujo vertiginoso de mi propia sangre. Todo, menos mi pensamiento, silencioso y pávido. Tal vez por eso percibía con más fuerza las razones de mi corazón. Y hasta diría que aquel marcapasos, me encaminó, sin quererlo yo, en dirección a la casa de Ana. Sin darme cuenta del tiempo, ni de dónde estaba, me vi de pronto frente al viejo caserón, tal vez a menos de cincuenta metros. Y me detuve. Dudaba.

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¿Cómo enfrentarme a ella? ¿Qué decirle? Hola, tenías razón, no sabía quién era. ¡Qué estupidez era esa! De todos modos, tenía que enfrentarme y desenmascararla si era necesario. Ahora ya sabía quién era yo, sí. Pero, ¿quién era Ana? ¿Y qué iba a comprender yo ahora que no había comprendido antes? Ni que el saberme otro hubiese perturbado mi razón. Ni ampliado mi entendimiento. Pero no podía ni debía engañarme. No era sólo mi curiosidad. Ni tampoco la pretendida necesidad de desenmascararla. Tal vez una mezcla de deseo infinito y de curiosidad suprema me habían empujado hasta allí, y esa mezcla explosiva era la que había anulado mi pensamiento. O yo qué sé. Pero estaba a sólo a pocos pasos y tenía que ser valiente, agarrar el toro por los cuernos. No podía dar la vuelta y lamentar el resto de mi vida la cobardía que me saltaría a los ojos en cada minuto de soledad, ante cada nueva mirada en el espejo, cada vez que me viese en el lugar equivocado o cometiese un inevitable error. Tenía que hacerlo.

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CATORCE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 7.

Y lo hice. Me planté en la puerta de su casa y, nada más pulsar el interfono, sin mediar palabra, la puerta se abre, como si Ana estuviese ya aguardándome, bien pegada al telefonillo. Entro en el jardín y la veo en el quicio de la puerta, sonriéndome. ¡Cuánto lamento ahora no haber sido capaz de devolverle esa sonrisa! Al llegar a su lado se acercó, como para besarme y me dijo, casi al oído. —Ahora que sabes quién eres, sabrás por qué sé que eres tú

el elegido. No me preguntes cómo. Ni cómo es posible, ni qué azar me llevó hasta ti. Sólo que debí perderte y que, un pequeño destello en el destino, hizo que, aun desconociendo tu existencia, me acercase a ti. Y supiese al instante que estaba ante Uriel.

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No supe que decirle. Por eso, no dije nada. Quizás fuese que sus palabras me sonaban a irrealidad, pese a que no había ninguna clase de afectación en ellas. Y una ráfaga de un aire malicioso, que ni siquiera soplaba, me recorrió el pensamiento sugiriéndome el mensaje de: ¡perfecta actuación! Entramos y subimos en silencio hasta la habitación del piano y la cama con dosel. Mi mente no dejaba de repetir lo que ella acababa de decirme. Sus palabras, como de costumbre, ambivalentes, eran también una caricia de amor, un bálsamo para mi alma herida, un beso en el corazón y hasta un misterio indescifrable... pero mi cabeza era más fuerte y por eso no pude evitar decirle, con una sorna procedente de no sé qué clase de humor insano que, a veces, albergo. ¿Y cómo puedes estar tan segura? ¿Acaso has oído una voz interior o has tenido una visión mística? ¿O quizás fue una especie de transmisión telepática? Necesitaba decirlo. Te aseguro que fue como una catarsis. Pero me hubiese mordido la lengua, de prever su reacción, agria y desabrida: —Yo no sé porque hablo contigo de estas cosas: es como

hablarle a una pared. Incluso me sorprendo de que siendo quien eres, puedas llegar a ser tan imbécil. A lo mejor es que ya eras así y te había idealizado con el paso de los años. Mira, sé que piensas que estoy loca, que soy una pirada que entra en tu vida cargada de fantasías y golpes de efecto. Sabía que esto podía pasar y por eso quise ser muy cauta, sobre todo al principio, y que vieses las cosas por ti mismo. Pero ahora veo que eres incapaz de recordar nada de lo que pasó, de lo que nos pasó. Aparentemente eres la misma persona, pero inoculada con lo que sea que produzca el Alzheimer o algo con el mismo efecto en tus neuronas: has perdido tu pasado, tus referencias y hasta tu esencia. Hasta creo que ahora eres menos inteligente. Tal vez lo mejor sea que te marches y te tomes el tiempo que necesites para pensar en ello.

Espera le dije con una tranquilidad y un aplomo que

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no sé muy bien de dónde me vinieron, porque hasta me senté, tranquilamente, sobre la cama. Ana entonces, también se sentó, pero eligió la silla del piano. Si tanto dices conocerme y si es cierto que soy quien dices que soy, deberías saber discernir entre cuándo hablo en serio y cuándo en broma y esto no fue más que un intento defensivo, que eligió la superioridad como arma. Es posible, pero empiezo a estar harta de pasar esta

especie de examen continuo de preguntas irónicas, para tratar de convencerte de que estoy loca.

No creo en absoluto que estés loca. Entonces crees que soy cínica, que miento ¿no es eso? No, pero no entiendo que digas que no soy inteligente, cuando sencillamente estoy aplicando la más rigurosa lógica y no me salen las cuentas. —La inteligencia no es sólo la lógica. La lógica puede

llevarte a un callejón sin salida, sobre todo si se parte de premisas falsas, como tú haces. Y aplicar esto, que seguro sabes, es el verdadero signo de la inteligencia. Saberlo y no usarlo es sólo signo de memoria, pero la memoria sólo tiene sentido cuando sirve de banco de datos para el uso de la mente.

—Muy bien, digamos que tienes razón, pero sólo en parte. Porque si dices que parto de premisas falsas, lo que falla no es la inteligencia, sino la propia lógica. —Claro, pero en última instancia, fallas tú, por dar por

válidos resultados obtenidos por un método que yerra en su planteamiento y por tanto, en su conclusión, aunque no en su proceso.

—En definitiva: soy el tonto. Tú me dices que tienes dos mil quinientos años y yo sólo veo una persona de edad indeterminada, pero siempre dentro de la veintena. Y pretendes que asuma que en todo este tiempo no envejecieses. Eso sí que me parece un insulto contra mi inteligencia. — ¿Y en qué se insulta, si se puede saber? —Sencillamente, en que si cambio la premisa inicial mía, que según tú, es falsa, y asumo la tuya, que según tú, es

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verdadera, resulta que, sin atisbo de racionalidad alguna, lo primero que tengo que admitir es que tienes dos mil quinientos años. Y bien, puedo asumirlo, si ello es necesario para continuar con el razonamiento. Pero lo que viene después es todavía más improbable, por no decir imposible, porque, ¿cómo se justifica que en todo este tiempo no hayas cambiado? Para empezar deberías ser un caso único en el universo, algo en lo que sí estoy de acuerdo, porque todos los somos, y en tu caso, viéndote, hasta podría decir que más. Pero no me puedo comulgar esa rueda de molino, compréndelo, porque después de haberla tragado, tampoco hay salida. —O sea que no quieres admitirlo por tu propia ignorancia

y tus propios prejuicios. ¡Y encima te sientes insultado!

— ¿Cómo prejuicios e ignorancia? Estoy haciendo un esfuerzo para tratar racionalizar tus fantasías. ¿Pero es que no te das cuenta de que es imposible asumir que en todo ese tiempo que dices haber vivido, tus células permaneciesen invariables, que tus particiones celulares funcionaran siempre exactas, sin un sólo fallo en la réplica, sin una sola mutación que provocase, por ejemplo y como mínimo, una verruga? Ya no digo un cáncer, o un ser monstruosamente envejecido. —O sea, que son tus conocimientos básicos de genética los

que te impiden admitir, por ejemplo, que mi cuerpo estuviese detenido en el tiempo. O sencillamente, que tu tiempo y el mío sean diferentes. ¿Acaso no sabes que no hay ningún concepto más relativo que el de la percepción del tiempo?

—Sí, no sólo lo sé, como lo sabemos todos desde que Einstein lo dejó claro, sino que interiormente, también lo siento así. Pero ni Einstein ni mi lógica me permiten imaginar a nadie detenido en el tiempo, que sea una persona viva y activa. Sí, por ejemplo, puedo imaginar a alguien encerrado en un bloque de hielo, hibernado, que no es tu caso. Puedo también imaginar a alguien muerto, que desafía al tiempo, incorrupto, y que de algún modo podría simbolizar que su tiempo se detuvo. Pero no me lo puedo imaginar de alguien vivo. Porque la vida tiene sus propias leyes. Y para estar viva, sin que tu cuerpo se mueva o cambie, ni siquiera deberías respirar. Si lo hicieras, sencillamente, el

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oxígeno del aire te oxidaría. Y siguiendo el razonamiento: si no respirases: tu corazón no latiría y la sangre, por tanto, no llegaría a tu cerebro. Y entonces carecerías de pensamiento y de movimiento. Y sobre todo, por pura lógica, si estuvieses detenida en el tiempo, no podrías atravesarlo como lo has hecho. Y si vuelvo de nuevo a Einstein, a las curvas del espacio y tiempo, a esas arrugas que dicen surgen cuando uno se acerca a la velocidad de la luz, o sea a la paradoja del planeta de los simios, me caigo en la más absoluta ciencia ficción. —Es evidente que sí que te falla la inteligencia, no la

lógica, porque no analizas todas las posibilidades.

— ¿Qué otras posibilidades? — Las que conducen a la verdad. — ¿Y existe la verdad, en absoluto? — Existen los hechos y las evidencias

de esos hechos,

aunque tú los niegues. que volver otra vez al principio. Y ahora sí que me obligas a hablarte de la voz interior de mi cuerpo, esa que antes preguntabas si había oído. Pero no es una voz que llegue a mí por telepatía, aunque a ti te guste mezclarlo todo y confundirte hasta enredarte en tus propias palabras. Tu problema no es sólo que no distingas entre lo que es real y no lo es, sino que ni sabes lo que es una metáfora. Y por eso crees que lo improbable es irreal, como el amor eterno, la propia eternidad, los ritmos del tiempo o los hechos que narra esa leyenda y que ya se están cumpliendo. Todo eso, tu cuerpo, también lo sabe. Lo sabe, igual que lo sabe el mío, aunque niegues escucharlo. ¿Por qué si no estás aquí? Iba a contestarle a eso, pero ella continuó, sin permitírmelo En mi caso, mi cuerpo lo supo nada más verte. Y digo mi cuerpo, no mi cabeza o mi mente que, evidentemente, no lo saben todo, aunque en esto tampoco tengas dudas. Ni siquiera sé la clase de

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— ¿Y cuáles son esas evidencias y esos hechos? —Mira que le das vueltas y más vueltas para tener

naturaleza de hechizo o embrujamiento que sufrí. Pero estoy absolutamente segura de que es real porque, al verte, mi corazón empezó a latir al mismo ritmo que latía entonces.

— ¿Qué tienen que ver con esto los latidos de tu corazón? —Todo. Esa es la clave. Durante toda esta eternidad, en

que para ti y para todos los que medís el tiempo por el calendario, han pasado dos mil quinientos años, mi cuerpo sólo ha envejecido cinco. Y mis células, que tanto te preocupan, son las equivalentes en edad a la de una persona de veintiséis años. ¿Por qué? dijo interpretando el interrogante de mi mirada Porque mi corazón sólo latía una vez cada diez minutos. Mi respiración estaba acompasada a eso y supongo que todo mi cuerpo, cada una de mis células, latía, cambiaba y se replicaba con una frecuencia quinientas veces menor a la de cualquier otra persona. Pero no sé cómo, ni por qué. ¿No has oído que los grandes maestros del yoga son capaces de detener o ralentizar su ritmo cardíaco a voluntad? Puede que mi proceso fuese semejante. No lo sé. Incluso sospecho que fue algo inducido, sobre todo porque no es algo que provocase yo, o sobre el que tuviese alguna clase de control. No. Igual que comenzó, cesó.

— ¿Inducido? ¿Qué clase de inducción puede hacer ralentizar el ritmo del corazón quinientas veces? —No lo sé. Posiblemente un mecanismo similar al de una

sugestión hipnótica, algo que creó una especie de hechizo, no sé si esta es la palabra, que sólo se rompió en el momento de verte, allí, en O Galo. Justo en ese momento, mi tiempo cambió de golpe, mi corazón cambió, mi respiración cambió y con ellos, los ritmos de la alimentación, el crecimiento del pelo y las uñas y otros factores que puedo ver, experimentar perfectamente y saber, con certeza, que son así: un hecho seguro y cierto. Pero que no dependen de mi voluntad. Esas son las evidencias de los hechos de los que te hablo. Evidencias como las que también tú has tenido

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en tu mano. ¿O es que tienes alguna otra explicación sobre las fotografías y los cuadros que te enseñé?

No supe qué decir, ni que oponer a lo que decía. Puede que ahora sí fuese realmente tonto, pero, por vez primera, casi, me había convencido. No. Me había noqueado. Silencioso, pensativo, abrumado y sin palabras. Así quedé. Con mi cabeza sin dejar de dar vueltas, tratando de procesar todos los datos que esa revelación suya suponía. Intentando encontrar un resquicio por el que proceder a desmontarla, sin conseguirlo. Quedamos unos segundos en silencio. Luego Ana me miró un instante, bajó la vista al suelo y dijo. —No soy inmortal. Ahora sé que envejezco. Y tengo

miedo. No de la muerte, sino del propio cambio. De la vejez, cuyo pensamiento me asalta y me asusta. Y también porque ahora que llega el momento de enfrentarme a mi destino, no sé, no tengo certeza alguna de que esta espera de tanto tiempo sea el camino de la felicidad. Ni tan siquiera que sea el camino del amor, de tu amor.

—Quizá sea en eso último en lo único que puedas confiar de ahora en adelante. Le dije esto último más convencido que nunca de mis palabras y más entregado que nunca también. Y al decirlo me pareció ver en Ana un instante de brillo en su mirada, justo en el momento en que levantó lentamente la vista del suelo y la dirigió hacia mí durante sólo un segundo. No supe cómo interpretarla, si como un "ojalá" o como un "veremos". Pero después de ese lapso, su mirada volvió a la grisura que había ido adquiriendo durante la conversación. No volvió a hablar. Al igual que yo, quedó abstraída, mientras mi cabeza no dejaba de cocer y hacer bullir algunas preguntas irrefrenables, que evitaron que el silencio se prolongase demasiado. —Lo que dices sigue pareciéndome absolutamente increíble. Y no por más razones que hubiese me iba a resultar diferente. Si te soy sincero, no encuentro argumentos para contrarrestarlo. Todo eso, sí, me parece posible, en el sentido de que no contradice, aparentemente, ni mi lógica, ni los escasos

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conocimientos que me atribuyes. Pero no puedo dejar de pensar que es algo absolutamente improbable. —Un caso único. —No quería decir eso, aunque casi lo digo. Y también casi digo que es improbable su unicidad, porque ¿por qué si alguien tiene ese poder de ralentizar el tiempo de otro, no lo hace además con otras personas o consigo mismo? Y ¿por qué si ese poder existe, sólo lo tuvo una persona? —Eso es algo que yo no puedo responder, porque no me es

dado saberlo todo. Pero para que puedas encontrar alguna respuesta por ti mismo, tendría aún que contarte muchas cosas que pasaron entonces. La verdadera historia de la que nació la leyenda. Mi verdadera, o mejor, nuestra verdadera historia. La que tú viviste con el mismo cuerpo y el mismo alma, pero con otra mente, que ya no se acuerda. Y también la historia que siguió a tu muerte, pero... —Ana se levantó, tomó de la mesa del

escritorio un pequeño montón de hojas encuadernadas: aquella mismas cuartillas que yo había estado fisgando la primera vez que estuve en su casa. Ten esto. Ya lo he terminado y me

gustaría que lo leyeras. Lo he escrito una y mil veces en mi cabeza, pero sólo hasta hace muy poco, no me decidí a completarlo de verdad. Ahora creo que sé por qué. Aquí está todo lo importante, lo que sabes y lo que no sabes. Y también, lo que le hará recordar a tu alma y espero que a tu mente. Aunque, esto no debería decirlo, casi que me gustas más como eres ahora —su

media sonrisa y su mirada intensa me llenaron el pecho como una bocanada de aire, aunque hacía menos de cinco minutos había afirmado lo contrario. Cogí el cuadernillo y lo abrí. —No lo leas ahora. O léelo si quieres pero entonces

márchate no quiero que lo hagas aquí ni conmigo delante.

Dijo esto último sin puntos ni comas: todo seguido. Y además, casi en el mismo movimiento, se levantó e hizo el ademán de invitarme a salir. Reaccioné al instante, la tomé de un brazo y casi le supliqué:

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—No quiero marcharme. Ni quiero que te marches tú, nunca más. —Yo nunca me he ido. Has sido tú quien lo ha hecho. —Pero si alguna vez me fui, eso no significa que me haya de volver a ir. —Salvo que el destino vuelva a querer repetirse, como un

círculo inscrito en una espiral infinita, que siempre va y regresa.

—Ahora no me voy a morir. —Ahora es cuando estás en peligro. — ¿Qué peligro? — El de la enfermedad más grave:

la fiebre del oro, que

trae la muerte.

—Ni estoy en peligro, ni nadie va a matarme, ni existe ese oro. —El oro existe, no lo dudes. Y conozco quien mata y ha matado por eso. La atraje hacia mí y la besé, intensamente, con un deseo infinito de fundirme en sus labios, de volverme líquido y traspasarla. No quería perderla. Sin soltarla del abrazo con que me traspasaba su tibio calor, le dije: —No estoy en peligro, no tengas miedo. Pero tú quizás sí lo estés. Mucho más que yo. —Sí, también sé que pueden matarme. Soy mortal y

ahora no estoy a salvo, porque no estoy en casa.

No creía que nadie pudiese matarla, salvo los gérmenes, los virus y las bacterias. Porque, fíjate la tontería en que pensé: si era cierto que su cuerpo había vivido sólo cinco años en los dos mil quinientos que significan para el resto de la humanidad, ¿estaría perfectamente adaptada inmunológicamente a las enfermedades actuales? ¿Tendría anticuerpos suficientes para no sucumbir, por ejemplo, ante una simple gripe? ¿Qué otros secretos podría encerrar su fisiología y, por tanto, revelarnos con pruebas científicas irrefutables? Se lo expliqué y le propuse hacerse un chequeo médico. Ana dijo. — ¿Para qué? ¿Necesitas pruebas tangibles para creer que

lo que digo es verdad? ¿Necesitas también un examen neurológico

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y psiquiátrico?

—Por favor, no te enfades. Sólo quiero asegurarme de que tu salud está bien y está claro que tengo curiosidad por saber qué te diferencia del resto del mundo. Pero no son pruebas lo que necesito. Creo en ti, de verdad. — No. No lo haces en absoluto. Sólo me sigues la

corriente. Y además, en este momento, ningún examen médico encontraría ninguna diferencia entre mi cuerpo y el de cualquier otra persona. Y no sé si empezar a lamentarlo, a pesar de que en todos estos años mi único deseo y mi única esperanza era que llegase este momento para poder liberarme de la esclavitud del tiempo y, sobre todo, de la espera.

***** Estas últimas palabras me quedaron retumbando, como un eco, dentro de la cabeza. Es que era de locos. Cuando salí de allí, poco antes de las nueve, reaccioné casi irritado al pensar en que acababa de decirle que asumía su fantasía como algo real. ¡Pero si todavía no estaba seguro de nada! Ahí estaba yo, caminando con su cuaderno, con la rogatoria de que lo leyera y, menos mal, con una cita para comer al día siguiente. Y además, con la sensación de confusión y asombro más grande que he experimentado en toda mi vida. Me fui directamente a casa, caminando. Ramón no había llegado aún. Estaba tan anímicamente derrotado que sólo me dejé caer en el sofá, con el cuaderno en la mano, sumido tan adentro de mí mismo como nunca lo había hecho. A lo mejor puedo parecerte un poco superficial por decir esto, pero estaba absolutamente tan concentrado, como nunca en toda mi vida. Y debí pensar, en sólo cinco minutos, más de lo que pensé en toda mi vida. Y fíjate lo que son las cosas, lo primero que me vino a la cabeza fueron unas cuantas tonterías que, por asociación, me vinieron de golpe a la cabeza. Para empezar, que había dado con una loca. Creo que la simple aparición de esa idea me hizo engurruñar hasta la pasión. Y además todas mis declaraciones de amor de minutos antes, me parecieron tan vacías como si aquellas

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palabras fuesen tan sólo su simple esqueleto gráfico o sonoro, sin la carne del significado o con la duda de la mentira no intencionada y el temor a estar equivocado en la valoración de mis sentimientos. ¿Y sabes lo siguiente que me vino a la cabeza? La historia de Lorenzo Ledo, de la que seguro has oído hablar, porque salió en los periódicos. Le conocí en Betanzos, cuando yo tenía trece años y él dieciocho. Empezó por formar un grupo de elegidos, con el fin de prepararlos para una misión: huir de la tierra en una nave de otro planeta porque, por causa de una catástrofe no determinada, que iba a ocurrir en 1988, aquí, por lo visto, no iba a quedar títere con cabeza. Más tarde, el grupo que formó, hartos de esperar, pues faltaban todavía diez años para el magno acontecimiento, fue perdiendo la fe, la moral y también algunos adeptos. Ledo, inteligentemente, prefirió no quedarse solo y decidió adelantar la fecha. La había calculado con un método mitad cabalístico, mitad telepático y, al parecer, dedujo que, desde la revelación que recibió por vía mental y a distancia, la cifra de cien, que era la clave, no eran meses, sino días. Por lo que tenían que darse prisa. Recalculó y en ese momento, faltaban menos de sesenta días. Tenían el tiempo justo para hacer las maletas. Y justo antes de esto, tal vez un mes antes de aquel 2 de agosto de 1978, comenzó a asegurar que él era la reencarnación de Jesucristo. Tenía cierto parecido, con su pelo largo, a la moda de los setenta, y una barba informal. Además, aportaba como pruebas dos cicatrices en las muñecas, que se había hecho al cortarse con un cristal cuando, de niño, quiso romper de un golpe una ventana. Afirmaba, además, que era mentira que lo hubiesen clavado a la cruz, sino atado. De ahí sus marcas, más similares a esto último que a la cicatriz de un clavo. Tenía también otra gran sutura en el abdomen, efecto de una operación en la que le extirparon el bazo. Afirmaba que era consecuencia de la lanza que comprobó, fehacientemente, que había finado. Evidencias, que diría Ana. Sólo que estas sí tenían explicación por otro lado. Pues eso, el día señalado partió con un grupo, formado, casual y accidentalmente, por doce de sus más irreductibles seguidores, como los doce apóstoles. Uno incluso se había escapado del hospital en que estaba ingresado, para acudir a la

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ineludible cita. En realidad esto fue casi un fracaso, porque sólo fueron doce de las casi cincuenta personas que en principio, formaban aquel grupo. Yo fui uno de los que se quedó. Lo de Jesucristo fue demasiado para mí. Me parecía más creíble lo del ovni, pero lo del cambio de fecha y su locura repentina, me alertaron. Pues, bien, ese dos de agosto marcharon, a pie, hasta un monte en Vilar de Mouros, cerca de A Capela. Fíjate ese nombre que nos remite a las leyendas celtas, a esas mouras que no tienen nada que ver con las árabes, sino con seres mitad terrenos, mitad fantásticos que vivían en ese lugar de mámoas: un cementerio megalítico. Allí esperaron varias horas por un objeto volante no identificado que debería aterrizar para recogerlos. Cuando empezó a dolerles en exceso el cuello de tanto mirar las estrellas, y ver el lento movimiento de la luna discurrir por el cielo, decidieron regresar. Por el camino se encontraron con un coche de la Guardia Civil, que los recogió y llevó a todos al cuartelillo. Había padres de algunos menores que habían denunciado su desaparición e incluso, secuestro. El asunto no pasó a mayores, y Ledo, no fue finalmente acusado de nada, porque todos sus discípulos declararon en su favor. No obstante los periódicos publicaron la historia y él, desde entonces se recluyó durante años en su casa, sin salir y sin querer ver a nadie. Lo dicho, yo debía tener una atracción especial para las locas, las desequilibradas, maniáticas y místicas, porque no sé por qué, en mi vida me tocaron pocas tías normales, por llamarles de alguna manera a aquellas que poseen un comportamiento coherente y una estabilidad psíquica. Hubo momentos en que llegué a pensar que el ser caprichosas era un atributo intrínseco a todas las mujeres. Y yo no soy ningún tipo raro, ni frío, aunque nadie puede pedirme calores que no provoca, porque lo que sí no sé hacer, es fingir. Al principio, a Ana, decidí seguirle la corriente y ponerle pruebas y trampas hasta dar con el truco. En mis posibilidades entraba desde que ella fuese una actriz pagada por uno de esos programas de televisión que trabajan con cámara oculta y luego se recochinean y regodean con tu ridículo, hasta que pudiese ser la venganza de una antigua novia, que se enamoró y fue

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despechada por mi indiferencia. Pero lo probable era que, en ese caso, Ana hubiese corrido la misma suerte que la otra y lo improbable, que yo me fuese a enamorar de ella. También podría ser una fulana contratada por una tercera persona. Incluso por el propio Luis Uría. Y quizá, hasta fuese lo que parecía ser, o lo que a mí me gustaría que fuese. Ojalá que todo lo que afirmaba fuese cierto, real. Aunque continuar esbozando posibilidades tiene poco sentido cuando uno no tiene nada a que agarrarse, ni un simple dato que refutar. Me sentía como un equilibrista en la cuerda floja, sobre un infinito pozo de vacío. Resistiéndome a aceptar que todo fuese verdad. Porque está claro que para ella era verdad. No pude hallar rastro del menor fingimiento, ni ninguna clase de actuación, de afectación. ¿Pero cómo podía aceptar su fantasía? Es imposible y no cabe en mi cabeza que lo que dice sea cierto, aunque no pueda o no sepa contrarrestarlo. En cambio, mi corazón abraza sus creencias. Se rinde. Sucumbe. Y lo peor es que no soy, como tú, poeta. Me cuesta dilucidar entre lo que siento por ella y pienso de ella. Porque hay sentimientos que son pensamientos y pensamientos provocados por los sentimientos e incluso pensamientos salpicados de sentimientos y yo que sé cuántas combinaciones más, indiscernibles para mí. Estuve pensando que, tal vez, mi primer temor, el de caer en su mundo de fantasía, se deba a mi miedo de ser abrazado por la demencia. Porque aceptar la verdad de Ana significaría quebrantar todas las leyes de lo que he aprendido, e incluso de lo que soy, porque así me han conformado. Y creo que me quedaría como flotando en el aire, en una especie limbo, fuera de este mundo que yo creo real. Y no me apetece ser un nuevo Quijote, ni siquiera pasar por serlo. Pero también he pensado que hay un cierto paralelismo con mi segundo temor, el de enamorarse, que también significa pasar del mundo racional, egoísta, pero que nos protege del entorno, a otro de fantasía, donde perdemos toda capacidad de control. E incluso llegué a creer que estos dos temores míos eran sólo uno, el mismo. Y que el miedo a enamorarme me impidiese aceptar a quien me hacía la ofrenda, por temor a su irrealidad. En

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fin, que estoy hecho un lío, al menos en cuanto a mi capacidad para expresar esto. Pero, a donde quería llegar es a plantear si el amor es también una fantasía, aquella a la que nos agarramos, que nos creemos, con la que nos engañamos para tratar de vivir satisfaciendo las necesidades elementales de reconocimiento y afecto que nos exige nuestro ego, nuestra estabilidad psíquica. ¿Y hasta qué punto, la creencia en su certeza, en su realidad, no son más que las condiciones de un pacto no escrito entre dos personas, que fija unas leyes propias y un propio credo? El primero de los protocolos, de los rituales que también se observan en los animales, es este mismo galanteo. Y la permanencia junto a la pareja, en algunas especies, ¿es más que un simple pacto de formar equipo para mejorar las condiciones de supervivencia? Estaba seguro de que mis temores no eran sólo algo irracional, sino al contrario: a la impostura, a la burla, a la humillación, al navajazo trapero. Y no sólo por el ridículo intelectual de saberse estafado y estúpido, sino tanto o más por el temor de ser despechado, que literalmente significaría privado del pecho, del pecho de Ana. Y era cierto que también me resistía al amor, al menos hasta ese momento. Y aunque interiormente sintiese ya con toda intensidad el golpe de la pasión y sus secuelas, mi máscara, mi coraza, me impedían entregarme completamente. Y si es verdad lo que tú dices, que el amor es entrega total, entonces no hay duda de que me resistía a estar enamorado. O sería mejor decir caer enamorado, como en la traducción literal del inglés. Y en cambio, me descubría a cada rato, completamente ido, pensando, soñando despierto con la belleza de la idea de aquello que siempre pensó para sí Luis Uría: que era el elegido para ser el molde del amor de una mujer que lleva toda la eternidad esperándote y que es la cosa más bella, fascinante e irreal que has visto en toda tu vida. ¿Importaba mucho creer interiormente eso y dejarse llevar en la alfombra mágica, sentado junto a Ana, hasta el país del amor y de la fantasía? En fin, que estaba y aún estoy hoy, en un mar de dudas, pero eso sí, como genialmente decía Massimo Troisi en la película “El cartero de Neruda”, basada en el libro de Skármeta,

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"si eso tiene remedio, yo sólo quiero estar enfermo". Lo que quizá más me duela de todo es el orgullo, por no poder, a través de la lógica, de las propias leyes de nuestro mundo, encontrar ningún resquicio en su discurso que me permitiese cogerla en falta y poder decirle directamente: "Mientes". Porque todo en ella era y es lógico. Y hasta lógica e incuestionable su fantasía. Y estoy seguro que nadie puede mentir tan irreprochablemente. Nadie. Ni nadie puede fingir amor de esa manera. Creo. No sé si estas frases tan categóricas responden al simple deseo de autoconvencerme. Pero, al menos, yo no conozco a nadie con esa capacidad. Y con esto no trato de poner de relieve que haya estado con muchas o con pocas mujeres o que, porque yo no lo sepa, no vaya a ser cierto. Además, simplemente, ¿por qué querría mentirme y engañarme? Dejando al margen la hipótesis de que pudiese estar loca, que casi, casi, había descartado, porque me sobrepasaba su coherencia y estabilidad, ¿por qué? Y no encuentro respuesta. Al fin de cuentas: ¿quién soy yo? ¿Don Importante? Está claro que no. Y hasta en esa posibilidad de la existencia de un tesoro, que desatase ambiciones que desconocía, yo no sería obstáculo para nadie. No era más que un convidado de piedra en este lío y no sabía nada ni tenía nada que los demás pudiesen anhelar de mí: ni poder, ni dinero, ni información. Tampoco tengo enemigos. Las personas corrientes no los tenemos o es raro. Sólo los poderosos se permiten ese lujo. ¿O debo creer que mi nueva genealogía me hace ser otro, envidiado y odiado? Pero es que con Ana todo se confunde. Por ejemplo, ya no sé de qué depende el enamorarse, si de la pura química o de nuestra voluntad por seguir o impedir su juego. Aunque dicho así parece que todo depende de la voluntad, que es quien abre o cierra la puerta. E incluso es la única que puede hacer una promesa de amor eterno, desconociendo, como todos desconocemos, la durabilidad de un sentimiento tan voluble como la pasión amorosa. Y tampoco sé si esa voluntad de entrega, es la que lleva al amor en volandas a lo largo del tiempo. En el caso de Ana parecía ser así..., al menos en el planteamiento, que pudiera ser falso y que yo, al empezar esta frase, iba a dar por correcto.

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En fin, que me estoy haciendo un lío tratando de explicarte lo inexplicable que es todo. Pero de lo que estoy seguro es que mis alternativas son claras y de momento, quiero seguir al lado de Ana corriendo esos riesgos y superando mis temores. El ser o no ser hamletiano, trasladado a mi propio yo, había dejado ya de mirar de frente a las cuencas vacías de la calavera y se enfrentaba a la tentación del infinito. Porque sé que haría lo que fuera por seguir a su lado. No sabría decirte si incluso matar por defenderla. No me importa nada de lo que haya podido hacer, ni había nada que yo conociese de ella que me impidiera seguir a su lado. Ni siquiera mi libertad, mi independencia, mi soltería y todas esas cosas que me preocupaban y eran el centro de mi vida hace quince días, me importan ya nada. He cambiado. Y es un cambio muy sutil, pero perceptible, porque es un cambio en el punto de vista. Es algo así como ponerme en su lugar y ver las cosas como ella las vería. Y eso me lleva a dejar de tomar decisiones como yo mismo, persona individual, para tomarlas pensando como nosotros, plural. Y eso provoca un enfoque diferente de la vida, que te hace construir nuevos planes bajo esa premisa. E incluso diseñar nuevos sueños y hasta una nueva vida. Te aseguro que lo único que me importa es saber si Ana me va a seguir queriendo mañana y pasado mañana y toda la eternidad. ¿Qué me pueden importar todos esos miles de años que no he vivido y que nunca viviré, aunque ella crea que están en mí?, porque formarían parte de la cadena de unos genes que fueron marcados a fuego, con el texto de una leyenda, para poder seguir su rastro escrito a través de la historia. Estaba pensando ahora mismo que esta incertidumbre que tengo y no puedo resolver, porque no soy un dios, ni siquiera un druida que conozca el futuro, es la que demuestra la existencia del libre albedrío, de la libertad del hombre de elegir su destino. Un destino que no puede, por tanto, ser impuesto, ni estar escrito. Ni por eso mismo, tampoco ser leído o adivinado. La incertidumbre y las dudas me demuestran que sólo nuestras voluntades unidas pueden conducirnos de verdad a estar juntos, en algún lugar del futuro, como dice el poema.

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O por el contrario, tal vez todo está escrito. Todo. Absolutamente todo. Que pese a esas dudas y esa incertidumbre, pese al camino que elijamos tomar en cada encrucijada, nuestra elección no depende nunca de nosotros mismos, aunque creamos que sí. ¿O acaso mi propia vida, la que viví y la que debí haber vivido, no me estaba demostrando eso? Que mi capacidad de elección no existía, que las decisiones habían sido tomadas por otros y que esas decisiones, fundamentales, habían sido hechas siguiendo el hilo de unos textos escritos, de unos poemas que se remontan dos mil quinientos años atrás. Que lo que somos, la identidad verdadera, aunque sea negada, no nos hace ser más que un eslabón de la cadena de la vida en la que pocas son las cosas a elegir; en que la libertad es sólo un concepto o, aún peor, un engaño de los sentidos, porque hasta en el engranaje de las sociedad que nos tocó vivir, nuestro papel no es más que el de secundarios, sujetos a normas, leyes, imposiciones, costumbres, tradiciones, hábitos, modas, que no escribimos nosotros mismos, que también están escritas y que, aunque no las hayamos leído, ni olas conozcamos, no nos exime de su cumplimiento. Y que en esa cadena de la vida, nuestra llegada al mundo y nuestra muerte son las únicas certezas, igualmente escritas, contra las que no cabe rebelarse, ni aun maldiciendo al mismísimo Dios. ***** Acabo de hacer una pausa, para bajar la calentura y relajarme. He puesto algo de música. Tal vez puedas percibirla de fondo en esta grabación. Hace un rato Milton Nascimento cantaba "teño as liñas das mans inexploradas aínda", y luego "saboroso é o nosso amor: fruta boa". En mi cabeza se aquilataron las dos imágenes, se fundieron como mecanismos de un mismo y exacto resorte que provocaba mi caída hacia el pozo interior del más profundo mí mismo. Recordaba la vieja canción de Rush, con letra de Neil Peart "learning that we're only inmortal for a limited time". Recordaba a Ana. Recordaba mi vida, y sacaba su inmediata y urgente conclusión. Recordaba tus viejos poemas, "me he buscado a mí mismo, sin saber dónde

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estaba, ni cuándo iba a llegar". Todo era un tropel de tropelías, de marabunta tóxica de mi cerebro, limpio de alcoholes, de drogas y en cambio, qué alucinado, qué sorprendido de que todo, lo exterior y lo interior se fundiesen en una forma incomprensible, pero atractiva. Transgresora. Tan transgresora como el propio amor, como el deseo de eternidad en el amor y en la vida. E incluso transgresora con mi propio destino. ¿Cuántos detalles de mi vida había ido construyendo, por puro azar, sin proponérmelo siquiera, para que todo, al final, acabase por converger en ese mismo punto? Recordaba más: aquello de "todo está en todo". Un agujero negro, eso era. Un espacio infinitésimo que absorbe de golpe todo cuanto hay a su alcance y lo atrapa. Y todo queda allí, centrado en ese punto, sin mezclarse, conviviendo al mismo tiempo en ese mismo punto, pero con todo su sentido. Como si hubiese un millón de diferentes planos coexistiendo a la vez, como si fuese capaz de escuchar todas esas voces al unísono y como si el mensaje final fuese la suma de cada una de esas convergencias y el resultado fuese yo mismo, mirándome al espejo, mirándome con el cristalino de los ojos girado hacia dentro, hacia las cuencas ovaladas de mi calavera. No he bebido nixi pae, ni tampoco nephentes, ni ninguna clase de soma odiséico y en cambio estoy completamente borracho de realidad, de una realidad fantástica, de una realidad delirante, increíble, inverosímil, infinita. No puedo creer nada, no puedo creer que tenga el poder de los dioses, ni tan siquiera el de los druidas, magos, hechiceros, alquimistas, capaces de convertir a una persona en otra cosa, en Ana, y mi destino en algo que viola todas las leyes del tiempo, del espacio, de la genética, de la mente, de todo, absolutamente todo. *****

Acabo de apagar la música, porque tengo la sensación de que piensas que me vuelvo a ir del hilo y que estoy empezando a desbarrar un poco. Y puede que en parte tengas razón. Pero coincidirás conmigo en que no es normal. Seguro que después de oír lo anterior me has colocado al borde del precipicio de la locura. Y te aseguro que a mí me pasa lo mismo respecto a Ana,

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aunque esté seguro de que no está loca. Pero es que todo esto es un disparate, aunque sea la pura verdad. Imagino tu cara al pensar 'este me está colando que se ha liado con la chica 10, pero la chica diez antes de Cristo'. Puedes pensar lo que quieras. Más de lo que yo he dudado acerca de su realidad, no lo vas a hacer tú.

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QUINCE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 7.

A pesar de haber previsto aquella mañana preparar cena para los dos en mi apartamento, al caer la noche, tenía muy pocas ganas de cocinar. Así que resolví pidiendo por teléfono un menú para Ramón y para mí. Notaba en el pecho una especie de angustia, una presión que me dejaba sin fuerzas. No sé decirte si me sentía diferente, porque sólo notaba mi enfado con Ramón, con la vida, y hasta conmigo mismo. Por ser tan ciego, tan estúpido toda mi vida, incapaz de sospechar nada. La alucinante explicación de Ana al enigma de su longevidad fue el obligado tema de conversación, porque pese a que, por una parte, renegaba de hablar con Ramón, por otra, necesitaba contárselo todo. Y en esta duda estuve hasta bastante

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después de habernos comido aquella comida que nos trajeron y que me dio la sensación que no eran más que sobras recalentadas del mediodía o quien sabe, si del día anterior, pese al innegable charmé del restaurante al que recurrí para salir del paso. Finalmente le hablé del corazón de Ana, de sus latidos, de sus inducciones y de su lógica fantástica. Quizás lo hice algo desencantado, como menospreciando todo aquello que no conseguía entender bien del todo. Y Ramón sonreía, primero sin decir nada, pero guardándose en la manga y apuntando las respuestas que le llevaron a sorprenderme con un discurso que me resultó por una parte, doloroso, y, por otra, sorprenderte. No sé cómo resumirte todo aquello, pero haré un esfuerzo por sintetizarlo. Ramón dijo, primero, que los temores, las dudas y “toda la negatividad” que demostraba, me venían por causa de una muy limitada visión de la realidad. El concepto de la realidad. Buen asunto para enzarzarse en una ardua discusión. Y así fue, efectivamente. La conversación se nos alargó hasta bien pasada la madrugada, trajinando ambos copa tras copa. Yo, te juro, las necesitaba y él, no sé si por acompañarme o porque es cierto que como yo, bebe demasiado, me dio cumplida réplica. Tanta que, hasta debo reconocer que, al margen de las copas, mi faceta de polemista y hábil fabricante de puyas dialécticas, se me debe haber oxidado por completo. Te ahorraré el debate, porque estuvimos más de dos horas desbrozando el asunto y, aunque no llegué en ningún momento a cederle la razón, más que nada por mi estúpido, incontrolable y mal entendido orgullo, aparte del resentimiento que no me abandonaba; internamente, pensaba que sus argumentos eran más sólidos que los míos. En definitiva, Ramón decía que la realidad, o mejor, sus límites, no están siempre fijos, al contrario que los marcos de piedra, de los que no queda memoria, sólo leyendas, de cómo y por qué están donde están. Pero la realidad no es pétrea, sino que, como los hombres, como las ideas, como el propio conocimiento, gira, brinca y hasta da la vuelta y se va por donde vino. Para apuntalar su razonamiento, Ramón puso un ejemplo meridianamente claro: Julio Verne. Su viaje a la luna, como obra, en el momento de ver la luz, debería encuadrarse dentro del

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género de la ciencia-ficción. Y este primer apellido, el de ciencia, todavía le venía ancho, porque la realidad de la época era tan pequeña, que los viajes a la luna no cabían en ella. Hoy, en cambio, una película como Apolo XIII, no sólo no es ya cienciaficción, sino que podría considerarse como histórica, ya que recrea hechos del pasado. Que el hombre pudiese volar, por citar otro ejemplo de Ramón, es uno de los más antiguos sueños de la humanidad. Y en cambio, fue siempre una fantasía, que, en un momento dado, rebasó su propio límite y se transmutó en realidad, cuando los hermanos Wright consiguieron realizar el primer vuelo de la historia. Y siguiendo con este mismo razonamiento, decía que las utopías, mientras no se alcanzan, pertenecen al mundo de las fantasías. Y después, su efecto sobre la realidad, se percibe en que la marca en el suelo que acotaba sus límites, se ha movido un poco más allá, ganando terreno, engrandeciéndose. La Historia de la Ciencia y del conocimiento del hombre, por ejemplo, pueden considerarse una constante lucha para ampliar esos límites de la realidad: ¿cuánto no “creció” nuestro concepto del universo desde que aprendimos a medir la velocidad de la luz y las distancias entre planetas y galaxias? ¿Cuánto no creció, a la inversa, el universo de lo infinitesimal, gracias a la física cuántica? Y, de igual modo que estas preguntas de respuesta obvia, cada avance en el conocimiento, cada dato nuevo que se conoce, altera nuestro concepto de lo que es real y lo que es fantasía, ficción o utopía. En fin, no quiero hartarte con excesivos ejemplos, aunque Ramón no recuerdo ya cuántos llegó a hilvanar. Pero, para evitar perder el hilo, tras esta digresión, volvamos de nuevo al principio: a mi limitada visión de la realidad. Ramón aseguraba que averiguar los límites de mi realidad, de lo que la realidad significa para mí, era fácil. Sólo había que tener en cuenta un par de elementos. En primer lugar, mi nacimiento en una ciudad racionalista y lógica, como es Ferrol, y aunque Betanzos, según él, me abrió el abanico del mundo medieval, mucho más lleno de misterios, en Santiago habría vuelto de nuevo hasta lo mismísimos orígenes. No porque la ciudad carezca de magia o de historia, sino porque en Compostela fui a la Universidad. Y

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Ramón está convencido de que la Universidad cuadricula el cerebro. Según él, el cuadriculado, es el estado que alcanza la mente tras ser sometida durante años a la piedra angular del conocimiento, o séase, el método científico, que es empírico. Y éste es el segundo elemento que configura mis límites de la realidad. Una vez dicho esto, dedujo limpiamente que, para que yo pudiese convencerme de que algo que considere fantástico pueda, no ya parecerme verosímil, sino cierto y real, necesitaba, obviamente, de pruebas científicas. De ahí, según Ramón, procedía la causa de que yo fuese ateo. ¿Cómo iba a poder creer en Dios, si ninguno de los genios de la ciencia que en el mundo han sido, lograron nunca aportar pruebas tangibles e irrefutables de la existencia de un creador? Pero, su alegato final, de abogado del diablo, me dolió más que una patada en la boca del estómago. Proclamaba que, en el caso de Ana, el problema del concepto de mi realidad, no tenía nada que ver con ninguno de los dos elementos citados, esto es, ni con mi nacimiento, ni con mi formación universitaria, sino con todo lo contrario: con mi ignorancia. “¿Acaso no sabes,…?” empezó a decir Ramón y a partir de ahí, me impartió una lección magistral que dejó mi estatus cultural y mi concepto de la realidad, medio tambaleantes. Voy a contarte, más o menos, lo que recuerdo de esta parte de la conversación, resumiéndolo, porque Ramón se apoyó en sus conocimientos de la bibliografía sobre el tema, citó diversos libros que prometió prestarme y, si no fuera por la premura de tiempo, casi me enseña un método infalible de autosugestión hipnótica. Mi problema, a su entender, era mi ceguera ante la lógica y certeza que tenían los argumentos de Ana. Un problema que Séneca ya había planteado, como bien citó Ramón: “lo que hace errar al hombre y le hace amar sus errores, es la ceguera que tiene en su alma”. Esta ceguera, sinónimo de ignorancia, que me achacaba, podría traducirse, según mis propias palabras, como la imposibilidad de responder con garantías la siguiente pregunta: ¿Es posible que de un asunto tan etéreo como el hipnotismo pueda derivar una consecuencia desconocida, que sea nada menos que la piedra filosofal, la llave del cofre del secreto, si no

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de la vida eterna, sí de la extrema longevidad, del elixir de la permanente juventud, de la burla al tiempo y, por tanto, de las leyes de la vida? Ni siquiera estaba seguro de que, a través de la hipnosis, se pudiesen ralentizar los latidos del corazón. Pero, de ser así, ¿podría ser eso causa de un cambio que afectase al llamado reloj biológico, retrasándolo? Para Ramón la respuesta a las dos preguntas era un rotundo sí. Y que, aun pudiendo ser una consecuencia o derivación un tanto rara, en el sentido de que no existe documentación acerca de un experimento semejante, porque, posiblemente, no se hubiese intentado nunca, no por ello dejaba de ser posible. No había más que consultar la bibliografía científica; de la que, él, tenía un buen pellizco, al sobrepasar su número el medio centenar de libros. El caso es que yo ni siquiera conocía el dato de que la hipnosis se practica desde hace más de cuatro mil años. Sí, en cambio, que la pitonisa del templo de Apolo, en Delfos, daba síntomas de entrar en trance, ayudada por un gas sulfuroso que salía de una hendidura sobre la que se sentaba, en un trípode sagrado. Pero, hasta aquí llegaban mis saberes. Ni tampoco sabía que ese gas sulfuroso podía inducir un trance hipnótico, sino que más bien pensaba en otra clase de trances: los que tal olor podía suponer. En realidad, lo único que conocía de tales experiencias, era lo poco que había visto en algunos de esos increíbles shows televisivos, en los que, sistemáticamente, el listillo operador de turno ridiculiza a quienes bienintencionadamente se prestan como voluntarios. En cambio, que los adivinos persas, los faquires hindúes o los sacerdotes egipcios se sirvieran de la autohipnosis, fue algo que me descubrió Ramón. Yo me olía que algo raro tenía que haber para que los faquires no sintiesen dolor en el colchón de púas, pero no que, a través del trance, pudiesen detener su corazón y volver a ponerlo en marcha, pasado un tiempo, tras permanecer varios días enterrados y catalépticos. Desconocía también que los druidas celtas apreciasen semejante procedimiento y que lo utilizasen e indujesen, de distintas formas.

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Ramón llegó a relacionar la hipnosis con la enfermedad mágica conocida como mal de ojo. Decía que a través de la mirada, de una mirada de las llamadas penetrantes, cualquier avezado podía sugestionar y ejercer poder y control sobre otros seres, sobre todo, los niños, a los que siempre se trató de proteger, con diversos amuletos. También estaba convencido de que la fascinación que ejercen unos animales sobre otros, a través de los ojos, pudiese proceder de iguales mecanismos: la culebra hipnotiza a un sapo que, mansamente, se introduce en su boca; y algunas aves rapaces, como el gavilán, paralizan a sus presas con la vista, antes de atacarlas. Ya sabes, todo eso que llaman magnetismo animal. Como estos comentarios, aunque interesantes, me sonaron a pura suposición extraída de viejas supersticiones, Ramón, al decírselo yo, dio un giro a su discurso, echando mano del apoyo verbal de instituciones científicas y ya no, puramente mitológicas o antropológicas. Y, científicamente, me explicó que el trance hipnótico es un estado a caballo entre la vigilia y el sueño, que se denomina estado hipnoide y que no es otra cosa que un modo más de estar de la mente o de la conciencia, con la particularidad de que, en ese estado, uno es susceptible a la sugestión. En sánscrito, existen veinte palabras para definir los diferentes estados de conciencia, pero en castellano, en cambio, aparte de la conciencia, la vigilia y el trance, no hemos avanzado mucho más, hasta hace bien poco. En cuanto al estado hipnoide no es más que una etapa inicial en el que los síntomas que se perciben son la relajación física y mental y un peso en los párpados, similar a la modorra que uno siente tras una buena comida. A partir de ahí se pasa al trance ligero, donde ya se producen fenómenos de catalepsia ocular y de miembros, además de poder inducirse total rigidez e incluso fenómenos leves de anestesia. En el trance medio, la sugestión provoca fenómenos de anestesia posthipnótica, amnesia total y parcial, ilusiones y cambio de personalidad. Y en el trance profundo: sonambulismo total y toda clase de alucinaciones. Para ilustrar estas aseveraciones, Ramón se refirió a un reciente artículo de Medical Review en el que se explicaban diversos casos de cirugía sin anestesia. Conseguían que el

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paciente, tras despertar de la hipnosis, no sintiera dolor. Durante las operaciones, los enfermos permanecían perfectamente conscientes y normales, pero con la particularidad de que el efecto posthipnótico de la sugestión, les impedía sentir dolor. Conversaban con los cirujanos que les operaban sobre temas triviales, o sobre la propia operación, perfectamente lúcidos, mientras les cortaban con el bisturí y les introducían pinzas, tenazas, tijeras y sutura. El primer experimento de una operación con anestesia hipnótica la realizó un tal Jules Coquet, en 1829. Extirpó el pecho a una señora de sesenta y cuatro años. La paciente, al contrario que los casos citados por la revista médica, se encontraba en estado cataléptico, profundamente dormida y, al despertar, manifestó no haber sentido ningún dolor. Pero el Papa Pío IX no vio con buenos ojos estos experimentos perversos, a pesar de la buena acogida general que estaban teniendo entre la comunidad científica. En cambio en 1956, Pío XII, se vio obligado a enmendarle la plana a su antecesor, en un discurso pronunciado ante la Sociedad Italiana de Anestesiología, reconociendo la validez científica y médica de la hipnosis. Una de las cosas que yo sí conocía, en parte, era que el propio Sigmund Freud aprendió del maestro hipnotizador Charcot los secretos de la profesión de hipnotizador, que luego aplicaba a sus pacientes al objeto de inducirles estados regresivos, con el fin tratar de buscar en el pasado las causas de determinados conflictos psicológicos del presente. Pero este procedimiento llegó a cansarle y lo fue relegando, en favor del método asociativo. Pero lo que realmente me resultó más revelador, de todo lo que Ramón me explicó y que, pude más tarde leer por mí mismo, fueron los trabajos y estudios de dos investigadores: Bennet y Scott. En uno de sus experimentos observaron alteraciones en el electrocardiograma, tras someter al paciente a sugestiones hipnóticas que provocaban ansiedad y temor. Los sujetos experimentales pasaron de 75 a 120 pulsaciones por minuto. Realizaron también este experimento a la inversa. Es decir, mediante sugestiones relajantes, comprobaron efectos como la reducción del ritmo cardíaco y la disminución de la

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presión arterial, hasta niveles inferiores de los que se producen durante el sueño. Esto era científico, sí, no cabía duda. Quedaba respondida mi pregunta sobre si la hipnosis podría alterar los ritmos cardíacos. Pero es que yo, en realidad, nunca puse en entredicho ni la multitud de libros editados, ni la certeza de sus contenidos, así como tampoco a las Universidades, los centros médicos donde tales experiencias se llevaron a cabo, ni, por supuesto, las conclusiones de asociaciones tan prestigiosas como la British Medical Association o la Society For Clinical and Experimental Hypnosis. Pero, descreído de mí, todavía me preguntaba si acaso ese tipo de experimentos similares, puede confirmar que, de ser ciertas las afirmaciones de Ana acerca de la disminución de su ritmo cardíaco y de sus funciones vitales, quinientas veces por debajo de las de cualquier otro mortal, éstas, efectivamente, hayan sido consecuencia de la inducción de una sugestión hipnótica o ¿hay, además, —junto a, sobre, añadido a ella o excluyéndola—, otras razones diferentes? O, más sencillamente, ¿podría una simple sugestión alargar su vida o cualquier otra vida, tanto tiempo, tan fácilmente y ser tan duradera como para influir en una persona durante miles de años? Y aún más: el secreto de la inmortalidad, o la longevidad, ahí, al alcance, y ¿ninguno de todos esos estudiosos, médicos, genios y científicos, le han sacado más utilidad que servir de chanza en espectáculos circenses y en ahorro de anestesia? En resumidas cuentas, si por una parte, Ana, a través de Ramón, casi me convencía; por la otra, no hacían más que venirme a la cabeza esta clase de preguntas insidiosas, que no tienen respuesta en ningún tratado ni documento. Ramón, nuevamente, volvió a sorprenderme en este punto. Aducía que posiblemente sí pudiera haber otras razones y otras causas, sumadas o en paralelo, a la de la hipnosis y que, incluso, ésta podría no haber sido necesaria para ralentizar el ritmo cardíaco, ya que también este efecto puede conseguirse por otros medios. Uno de ellos, conocido y experimentado por psicólogos desde hace más de cincuenta años, se denomina bioretroalimentación. Se explica en un libro firmado en 1941 por dos

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psicólogos, Neal Miller y Jonh Dolard, “Social learning and imitation”, en el que aseguran que las funciones internas del cuerpo se pueden someter a control voluntario, como habían demostrado en experimentos realizados con ratas, a las que paralizaban el sistema motor con curare, pero no las funciones de los órganos internos. Mediante estimulaciones con electrodos conectados a los centros de placer de su cerebro, les habían enseñado a controlar la velocidad de sus ritmos cardíacos. ¡A las ratas! Pero todavía había más. Otro investigador americano, llamado Elmer Green, realizó en 1959 un experimento mixto entre la bio-retroalimentación y la hipnosis, consiguiendo, además de la alteración de los ritmos cardíacos, cosas tales como aumentar la temperatura de las manos. Y esto no es nada, porque, asómbrate, el tal Green tuvo conocimiento del viaje a los Estados Unidos de un yogui llamado H.H. Swami Rama, a quien invitó a su casa de Kansas City. Este tipo, maestro zen, se prestó a realizar algunos experimentos y, en un pis-pas, redujo su ritmo cardíaco de 75 a 50 pulsaciones por minuto. Luego lo aceleró hasta un punto que los médicos denominan espasmo atrial y lo mantuvo así diecisiete segundos. Pero lo sorprendente es que podía detener su corazón e incluso sumirse en un estado parecido al de la hibernación, con todos los procesos vitales aletargados. Swami Rama, ante la boca abierta de Green, sonrió y dijo “mi corazón es mi juguete”. Su juguete. Alucinante. ¡Ah!, casi me olvidaba, conectado a un aparato de encefalograma, era capaz de emitir ondas deltas, que son las que se producen en el sueño profundo, pero despierto. Y este estado el propio Rama lo definía como sueño yóguico. Ramón, ante mi cara de perplejidad y desconfianza y como último martillazo a mi muralla de lógica, dijo que lo que yo necesitaba para creer la historia de Ana eran, nada menos que dos mil quinientos años: el tiempo necesario para realizar un experimento semejante, con otro individuo, en igualdad de condiciones, suponiendo que conociésemos tales condiciones y que éstas pudiesen reproducirse. Y no satisfecho todavía, añadió que mi caso era como el de algunos funcionarios, que solicitaban una fe de vida a un individuo que tenían delante. Mi problema, es decir, mi incredulidad, residía en la

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dificultad de determinar las relaciones de causa y efecto, y Ramón, una vez se lo dije, agregó que esas mismas dificultades son las que se encuentran los historiadores, los astrónomos, los climatólogos, los biólogos evolutivos, geólogos y paleontólogos. Porque todos ellos se enfrentan, en diferentes grados, con la imposibilidad de llevar a cabo intervenciones experimentales replicadas y controladas. Era cierto. Las singularidades y la multiplicidad de variables impiden formular leyes universales y predecir fenómenos futuros. Es el adiós a las ecuaciones deterministas y al comienzo de la era de las probabilidades estadísticas y del caos, la matemática del caos. Por eso, para Ramón, la mejor prueba de que lo que decía Ana era cierto, estaba en ella misma, en el hecho de estar viva. ¡Ah!, pero ¿y si no era cierto? Y Ramón:

¿Cómo, sin ser cierto, iba Ana a conocer y saber, todo lo que conoce y sabe?

Y, sí, aquella sí era una buena pregunta, de difícil respuesta, para qué vamos a engañarnos. Pero se podía, al menos, aventurar una: en primer lugar, lo que estaba rotundamente claro, es que se trataba de una mujer de inteligencia superior. Con capacidad para manipular las situaciones a su favor, con capacidad también de seducir y subyugar voluntades. Dejando esto sentado, sus conocimientos, por otra parte, podrían no ser tantos como parecían: la inteligencia, precisamente, consiste en saber hacer de los datos disponibles un pastel que levede y aparente, más que la simple suma de sus elementos por separado. ¿Cuántos exámenes no había aprobado yo en la carrera, sencillamente, haciendo ver que sabía más de lo que se me preguntaba? Y sí, decía que hablaba correctamente siete idiomas, pero, a mí, que hablo castellano, gallego y chapurreo un poco en inglés, francés y portugués, —lenguas aprendidas, en su mayor parte, en la mismísima plaza del Obradoiro, lidiando con los turistas—, podría engañarme fácilmente con saber, sencillamente, un poco más que yo, que no es tanto. Y respecto a su entendimiento de hasta veinte lenguas, evidentemente, nunca le podré hacer ningún examen; que, por otra parte, tampoco sabría corregir. — ¿Pero qué te dice tu corazón? ¿Crees que

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ella miente? —me interrumpió Ramón en mi perorata.

—Quiero creerla. Desesperadamente. Puede que tú digas que soy un racionalista, de realidades limitadas y un cabeza cuadrada, pero dime ¿a quién no le gustaría ser seducido por una mujer de increíble belleza, inteligente, cariñosa, que dice que lleva esperándote dos mil quinientos años y que tú eres un fantástico rey celta redivivo? Con la posibilidad añadida de que haya un tesoro de por medio. Es casi lo mismo que ir caminando por la calle y encontrarse la lámpara de Aladino y un genio que diga “te concedo tres deseos”, y tú pidieras: la mejor de las mujeres, mucho oro y poder, por nombrar los tres deseos más habituales de la mayoría. Y ¡voilá!, dicho y hecho. Yo puedo soñar con eso. Incluso despierto. Pero sé que no es verdad, que no puede ser verdad. Porque la verdad, la realidad, Ramón, es que eso no pasa más que en los cuentos, y los cuentos, las leyendas, por definición, no son verdad. —Ramón iba a decir algo, pero yo todavía no había dicho más que el preámbulo de lo que quería expresar. Así que, le puse la mano en señal de alto y continué Pero, aunque sé que no puede ser verdad, yo, me conformaría con sólo una parte de ese sueño: con Ana. Tal como está, aunque llegara a mi casa desnuda, como acabada de nacer y muerta de frío y vergüenza. La tomaría entre mis brazos y me quedaría con ella la vida entera, sencillamente respirando su dulce aroma, hasta que me muriese. Pero mi entrega sería en vano si nada de lo que dice es cierto, ¿no crees? Y eso sí me da miedo. Un miedo mayor que el que tú puedas haber sentido en toda tu vida. Porque no es un miedo a la muerte, ni al daño físico, sino un miedo que afecta a mi vida al completo, tanto al pasado que tú me has descubierto, como al ahora mismo y a lo que queda por venir. Y ya sin ese miedo, ahora, me siento un poco perdido, profundamente confuso. Si es que ya no sé ni quién soy. Ni qué debo hacer. Ni si seguir recto o si torcer en la primera esquina. —Entiendo eso. Pero no eres ningún bicho

raro. En cierto modo todos nos sentimos de esa misma manera, en otra escala, ¿y sabes por qué?: porque nos han robado nuestra memoria, nuestro pasado, nuestra historia. Porque cada uno de nosotros no nacemos el día que marca nuestro carné de identidad. No. Lo hacemos

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mucho antes. Y por eso, todos los seres humanos, sin excepción, en algún momento de nuestras vidas nos preguntamos de dónde venimos, y hacia dónde vamos. Y no nos sirve como respuesta esa obviedad de haber partido del vientre de nuestra madre. Ni tampoco nos consuela saber que el fin nos llega el día en que dejamos de respirar. Sencillamente no lo creemos, no lo queremos creer, y para defendernos de ese miedo inventamos la religión. Pero, además, los que pisamos esta tierra, esta tierra antigua, esta nación sin patria y sin estado, vivimos con la esquizofrenia de sabernos con los pies apoyados en el aire. Es curioso, gravemente curioso, que no sepamos nada de nuestro pasado. O, aún peor, que lo que nos han hecho creer que es nuestro pasado, en realidad, no lo sea. Todavía ahora se continúa con la misma discusión iniciada hace más de ciento cincuenta años: si aquí hubo o no hubo celtas. Y de haberlos habido, cuál fue el legado real de su influencia.

— ¿Realmente crees que eso es algo más que una simple discusión académica? —Nada es tan simple como aparenta. Y esta discusión estará siempre viciada por la política y por la cerrazón de quienes se niegan, como hicieron con Galileo, a mirar por el telescopio. Fíjate tan sólo en un ejemplo, el que mejor conocemos tú y yo: Ferrol. En la tierra que hoy ocupa la ciudad, la antigua Trasancos, enclavada en lo que luego los romanos llamarían Portus Magnus Artabrorum, o sencillamente Artabria, hay en total trece castros. Es decir que todavía conservamos trece asentamientos de una época que podría remontarse más de dos mil quinientos años. Pues bien, ninguno de ellos ha sido excavado. Bueno, uno sí, aunque no del modo en que debiera hacerse. De haber estudiado

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esos viejos modos de hábitat, tal vez no estaríamos tan perdidos como tú dices estar. Y hace dos mil quinientos años en esos castros vivían celtas, aunque puede que antes y después viviesen, en esos mismos tipos de vivienda, otros pueblos diferentes. Pero hoy aquí se habla de cultura castreña, como si la cultura estuviese en el modo de hábitat y no en la capacidad de las gentes que las habitaban para crearla. Exactamente igual que si definiésemos nuestra cultura actual como la de las casas adosadas. Un despropósito. —Realmente no creo que la arqueología sea la panacea que nos permita, como insinúas, recuperar nuestra identidad. —Pues te equivocas. La arqueología y con ella otras disciplinas del análisis histórico, y lingüístico, son las únicas que pueden devolvernos nuestro pasado, que pueden darnos las pistas necesarias para saber el camino que hemos recorrido. Y no estoy hablando ahora de la vieja discusión sobre si celtas sí o celtas no. Eso es lo de menos. Pero, por ejemplo, desconocemos si, bajo los restos de esos castros, como podría ser muy posible, hubo asentamientos anteriores, incluso neolíticos. Fíjate, en el único castro medio excavado de Ferrol, el de Lobariz, sabemos que bajo los muros de piedra que lo sustentaban había restos de metales, que se usaron como cimientos. Pero, poco más conocemos. ¿Quién sabe qué más podríamos saber si pusiésemos un mínimo de interés en nuestra propia historia? Y lo que ocurre en Ferrol no es único, sino que es similar al resto de Galicia: de los treinta mil yacimientos de valor patrimonial que tenemos, más de la mitad no han sido nunca estudiados. Y lo peor es que

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muchos de ellos se están perdiendo por el avance de las carreteras, la concentración parcelaria, la ignorancia o la especulación. Y a nadie parece importarle. ¿Sabes por qué? Por miedo. Por miedo a que la historia verdadera demuestre que los temores de algunos son ciertos. — ¿Qué clase de temores? No sé quién puede tener hoy miedo de excavar en ninguna parte. —Claro que sí. Es la misma argumentación que la discusión sobre los celtas. ¿Por qué crees que siempre se negó sistemáticamente su existencia? Porque interesaba más una España una, grande y libre. Una España uniforme, poblada por celtíberos, como nos enseñaban en la escuela, todos mezclados, a los que los romanos uniformaron aún más, enseñándonos una lengua universal y un modo de hacer política, política imperialista, por supuesto, que ha llegado hasta nuestros días. Aún se sigue hablando de Europa con la misma idea de unidad que partió del Imperio Romano. Hablamos de unir Europa porque tenemos miedo de que los moros y los africanos entren por el sur, como ya entran, en pateras o por las bravas y conquisten de nuevo España y Europa. Pero, claro, en estos tiempos de civilización, salvo Estados Unidos, por la fuerza de sus cojones y sus mísiles, ningún otro país se atreve a invadir al vecino. Está mal visto. Y entonces se recurre a una entente económica, monetaria y se habla hasta de una lengua común como el Esperanto, que equivaldría a la sustitución del viejo latín, aunque hoy haya perdido fuerza frente al inglés, que no suscita tantas adhesiones ideológicas, aunque su avance

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sea del todo imparable e inevitable. Se habla también de un parlamento único y un poder político centralizado, porque el temor a los que se nos vienen encima desde ese lugar que llamamos tercer mundo y al que explotamos, sin que los que allí tienen la mala de fortuna de vivir, se resignen a su destino, como desde aquí se pretende. Pero ese no es el problema al fin y al cabo. El problema es que queremos defendernos de lo que venga sin tener la casa por dentro bien barrida y saneada. Porque Europa no es ninguna tierra de promisión. Aquí los problemas son también muchos. Acabamos de vivir en nuestro pellejo el fantasma de las guerras en la vieja Europa. Y ahora asistimos a otras entre las repúblicas de la extinta Unión Soviética. Y todavía están pendientes de solución definitiva problemas como los de Irlanda o Euskadi. Y si te fijas, siempre son problemas creados por causa de políticas imperialistas y uniformadoras, que todavía pretendemos seguir copiando de los viejos romanos. Pero sin éxito, claro. —No sé si estás en lo cierto. Pero de lo que estoy seguro es que no me siento perdido por causa de políticas imperialistas, ni por la unidad europea, ni por la posible llegada en masa a Europa de inmigrantes del tercer mundo, ni siquiera por si aquí hubo o no hubo celtas. —Tú no eres más que una metáfora, una triste metáfora, de lo que nos pasa a todos: a ti te dijeron que venías de una familia concreta, que tu historia era una, inalterable y cierta, y que ésa era la historia de España. Y que la historia de España y la de Galicia era la misma. Te educaron en una lengua, desde tus primeros balbuceos hasta las lecturas a que luego te

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obligó el sistema educativo. Te inculcaron los valores de una religión, de un modo de ser… y de la suma de todo eso has resultado tú. Y todo lo que eres, todo lo que conforma tu identidad, se ajusta a eso. —Mi identidad no es sólo eso que dices. —Sí, mientras no te rebeles contra el peso de tu educación: tú has vivido esa historia que nos enseñó como algo positivo la expulsión de los judíos de España, los valores de una reconquista frente a los moros, a los que había que echar porque no comulgaban con las mismas hostias. Luego te explicaron lo bueno que fue para todos la unidad emanada de los Reyes Católicos y que justo ahí, en ese momento, comenzaba la verdadera Historia de España, de una España unida que, al igual que los romanos, debía construir su propio imperio y que en éste, no se ponía nunca el sol. Y, por tanto, todo lo de atrás, no era más que oscuridad e ignorancia. Pero todo ese más atrás, son 6.000 años de Historia, frente a los sólo quinientos últimos, que son los que quieren hacer valer. Y quinientos años en la historia no son nada. Y eso, precisamente eso, lo que quisieron ocultar, nunca murió del todo. Al menos aquí. Sigue vivo debajo de esas piedras que tenemos miedo de desenterrar, porque deberíamos de nuevo reescribir todos los libros y derribar las viejas estatuas para levantar otras. Y créeme, son muchos los que tienen miedo de que todo ese castillo de naipes se les venga abajo, porque, al igual que te pasa a ti, se les derrumbarían los cimientos de esa identidad que creen suya y que les justifica. Porque la historia, amigo mío, siempre fue y

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siempre será, una justificación de la política del presente. Y si la política dice otra cosa, desde el poder, esa historia, sencillamente se cambia, se adapta a nuestros gustos, se moldea como el barro para hacernos un traje a la medida. Fíjate, detrás de todos los intereses, la auténtica verdad, la única, está bajo esas piedras, está en los restos de las historias que pervivieron de boca en boca, en los poemas transmitidos, en el folclore conservado y hasta en la propia arqueología de nuestra lengua. Y sólo la verdadera ciencia histórica, no el relato histórico construido por los escribas al dictado del poder, siempre ocultos en la retaguardia de los ejércitos vencedores, puede devolvernos la verdadera identidad, la nuestra, la que nos corresponde. Ni superior, ni inferior, ni exclusiva, ni excluyente, pero al igual que ahora se habla de proteger la biodiversidad, se tiende, por el contrario hacia modelos culturales únicos, uniformantes y, encima, esa nueva cultura, cada vez más desprovista de valor humano, cada vez más convertida en simple información que comprar o vender. Y eso es lo que tenemos, una aculturación cada vez mayor y la creación de un nuevo estatus de identidad: la del ser europeo, que es algo así como aquellas viejas cajas chinas. La europea es la más grande, bajo ella la española y dentro de esta, la tercera cajita, está cerrada y no se puede abrir. Pero en ella está la esencia, el polvo primigenio y, seguramente, la mayor parte de las explicaciones de por qué somos como somos,

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muy por encima de lo que predican los ideólogos del nuevo milenio. — ¿Realmente crees que la verdadera identidad se oculta en la prehistoria? —No del todo. Pero de lo que sí estoy seguro es de que las mentiras de nuestra identidad actual proceden, fundamentalmente, de la falta de datos con que rebatirlas. Fueron creadas, en un momento dado, condenando a la hoguera los libros que defendían tesis diferentes. Y aunque mentiras hubo en todas las épocas, sólo la arqueología de nuestra propia identidad nos puede conducir, como el hilo de Ariadna, a través de la historia verdadera. — ¿Y tú sabes cuál es el hilo de esa historia? —Ojalá. Ojalá lo supiera. Pero, tal vez gracias a ti... tal vez gracias a la historia común, pequeña y familiar que compartimos desde hace miles de años, lo tenga un poco más claro que muchos otros. —Ya, vamos, que explicas todo a través de la metáfora que dices que yo soy. —Pues, claro. Hasta hace unos días tú tenías una identidad en la que creías y actuabas conforme a ella. Pero el conocimiento de tu verdadero origen, desde el momento en que viniste al mundo, te entronca y te emparienta con una rama de sangre que tiene una historia muy diferente a la que tú pensabas. Es decir, define un mundo pasado no conocido, que influye en el presente conocido. Esa es la metáfora. —Aun pudiendo ser verdad, como dice el refrán, un grano no hace granero. —Pero ayuda al compañero. Así es el refrán completo. Lástima de más granos para completar todo el puzle. Mira, voy a

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decirte algo más sobre esa metáfora que tú eres: elegiste especializarte en Historia Contemporánea, renunciando a profundizar en la investigación de los orígenes. Para ti la historia comienza, escasamente hace doscientos años, igual que otros creen que fue hace quinientos. Eres en esto profundamente ferrolano, porque en Ferrol todo el mundo piensa que antes del siglo XVII sólo estaban el feudalismo y la nobleza de los Andrade, y aún antes, como mucho, un escaso y pobre neolítico, que se resume en veinte páginas. Cuando en Ferrol hablan de historia y se refieren a fechas tan recientes, a mí no me parece ni que hablen del año pasado, sino de ayer mismo, de esa estúpida nostalgia de unos días gloriosos que murieron una vez que el estado dejó de traer dinero a espuertas. Y todavía seguimos interpretando nuestro pasado y nuestro sino en esa clave errónea, mirando de reojo a la arcas del tesoro. Pero antes había algo más que una pequeña villa de pescadores. Había gente y pasaban cosas como las que nos cuenta ese poema que llegó hasta nosotros como una botella lanzada al mar por un antepasado que sabía muy bien hacia donde quedaba el futuro. —Te equivocas, yo nada tengo que ver con Ferrol. Ni siquiera con la Historia Contemporánea. Sí, me especialicé en eso. Pero fue hace ya mucho tiempo. Y aunque tengo el título pretenciosamente colgado en el despacho de mi apartamento, me importa tres pimientos. No quiero vivir con ese estigma, con esa etiqueta por la que, ante los ojos de todos, debo ser y comportarme conforme a lo que dice el dichoso papelito. Mi único interés es ser libre, ser yo mismo y vivir conforme a mis propias convicciones. Me importa un rábano la condición académica.

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—Y haces bien. Sabes que yo aplaudo eso, que no creo en programas educativos, ni en temarios ordenados por sabe dios quien. Para mí el verdadero conocimiento nunca puede ser dirigido desde instancias políticas y la Universidad también es un modelo de política. Como ahora sabes, he pasado la mayor parte de mi vida enfrascado en estudiar. Por mi cuenta sí, pero estoy seguro que sé mucho más que cualquier mequetrefe con su titulito en el bolsillo, recién obtenido en cualquier facultad. Pero el mundo está hecho a base de papelitos, de etiquetas que nos pegan, conforme pasan los años. —Pero sólo hasta que empezamos a trabajar. El mundo sólo valora como años de aprendizaje aquellos en los que uno está matriculado en algún sitio y paga las correspondientes tasas. —Sí, hoy esa es la carta de nobleza. Aunque muchos, la mayoría, después de dejar la universidad, lo único que leen a diario son las páginas rosa y deportivas de los diarios. Eso es lo que se pretende aquí. Aprenda usted esto, consiga un buen empleo y viva la vida, produciendo de acuerdo a las normas. Luego, jubílese y viaje con nosotros a la Manga del Mar Menor o al Caribe. Pero, sobre todo, una vez con el título en el bolsillo, no investigue. Y si lo hace, siempre bajo el control, supervisión y dirección del Estado, que nunca tiene el suficiente presupuesto para asuntos tan poco rentables, pero sí mucho interés, meramente verbal, en decir lo contrario. En fin. En definitiva, que Ramón, conforme avanzaban las copas, se le iba calentando la boca, sin dejar de tener razón, pero proclamando su discurso con vehemencia y convencimiento. Eso sí, de él y de aquella aprendí que la Historia no es

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'sólo un maldito hecho detrás de otro', como diría un guión barato de película de serie B americana, ni la 'sucesión de sucesos sucesivos sucedidos sucesivamente', como escuché decir, con mejor humor, a Gonzalo Torrente Ballester en una conferencia, (donde, a su vez, citaba a otro, un ferrolano, pero no recuerdo quién). Sino que la historia es la memoria y la memoria es lo que somos. Y si perdemos la memoria, no somos nada. Sencillamente caminamos perdidos, sin saber las respuestas que están ya ahí, aguardando nuestras preguntas, desde hace miles de años. Y tiene razón Ramón: nadie puede saber hacia dónde va sino sabe de dónde viene. Si perdemos la referencia del punto de partida, ¿cómo vamos a saber siquiera dónde estamos y a dónde nos dirigimos? Y si olvidamos cuándo salimos y hacia dónde queríamos ir, es que hemos asesinado nuestra capacidad de soñar o, al menos, habremos enterrado nuestros viejos sueños: aquel entrañable idealismo, aquella incomprensión de la injusticia, la inocencia de cuerpos y mentes libres del mal... y nos habremos recubierto de corazas de cinismo, de egoísmo, de embrutecimiento y de irracionalidad. Dice Ramón que la historia la escriben los vencedores y, es cierto. Pero lo malo no es que lo hagan, lo malo es que quemen y destruyan la historia anterior, como amantes celosos de anteriores amantes. Y lo peor es que, los que tienen el poder, inclinen la balanza de la historia hacia su lado, tratando de colocar los ejemplos adecuados que refuercen sus tesis, reunidos. Y los inadecuados, por contrarios, perjudiciales o sencillamente subversivos, ignorados, quemados, prohibidos, silenciados... Sí, está bien, así es. Tengo un amigo lingüista que explica que gran parte de lo que sucede con las interpretaciones de la historia depende, en algunos casos, de simples disputas académicas, en las que no siempre vence quien tiene razón. O depende del prestigio del magister supremun y de su estatus en el engranaje oficial de la organización universitaria o cualquier otra institución dominante en el saber a lo largo de la historia, como las iglesias de numerosas religiones. En cualquier caso, desviarse de los dogmas del poder siempre es peligroso y un camino seguro para salir perdiendo, la mayor parte de las veces. No hay más que recordar a Leonardo Da Vinci para corroborar los dos extremos. Y también, esas

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disputas, en otros momentos, están viciadas por cuestiones extraacadémicas y entroncan directamente con la política, bien por afinidad, bien por cínico acercamiento interesado o por puro miedo. ¿Cuántos no se han autocensurado, hecho de negros o escrito al dictado o en contra de su propio pensamiento y conocimiento? ¿Cuántos no han vestido camisa azul, fusta y botas?, por un mimetismo camaleónico, no sé si defensivo u ofensivo, ¿quién sabe? "Yo, señor, sólo quería poder llevar a casa pan para mis hijos". ¿Quién dijo eso? Posiblemente demasiados. El miedo es libre, aunque la mentira sea igual que el yugo de una esclavitud. ¡Sálvese quien pueda! ¡Aleluya! En fin, que, contagiado por Ramón, me caliento un poco, lo que no está mal, porque ya voy por la tercera copa, y eso demuestra fehacientemente que este aguardiente de hierbas vale su peso en oro líquido. El caso es que quería contarte que mi amigo el lingüista, Robert Omnés, que es bretón, opina exactamente igual que Ramón. Dice que en el caso de la cultura celta en Galicia, su influencia fue negada por razones puramente políticas. Los anticeltistas, como se denomina esta corriente según la terminología de Robert, afirman que la romanización hizo tábula rasa de la huella anterior de otros pueblos preexistentes. Y que, por tanto, nuestra mayor influencia es romana, lo que compartimos con la mayor parte de los europeos, sobre todo con los hablantes de lenguas romances y naturalmente, con el resto de españoles. El asunto es que en el siglo XIX el surgimiento de los nacionalismos en toda Europa, supuso el primer revés para las administraciones estatales centralistas. En Galicia, el nacionalismo emergente buscó sus señas de identidad, diferenciadoras, en la historia. Y encontró los celtas. Numerosos escritores gallegos abrazaron como propias las sagas artúricas y el parentesco con las naciones de su misma raíz, sobre todo con Irlanda. Ramón Otero Pedrayo, Eduardo Pondal y, Álvaro Cunqueiro, son algunos de esos escritores. Pero al poder siempre le interesó más limar las diferencias, igualar a todos y para eso, no servían los celtas, eran un pueblo demasiado independiente, sin un poder político

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centralizado, con multitud de pequeños reinos. “Cada ún manda no seu”, sigue sirviendo hoy. Los romanos, por el contrario, representaban el ejemplo del imperio, de la conquista, del ejército, de la organización. Hasta hace bien poco incluso el idioma gallego no era para la oficialidad más que un dialecto, no se sabe si del castellano o del portugués, pero en todo caso, una lengua de incultos en un país que desde los Reyes Católicos, siempre ha tenido en los puestos de poder, es decir, la aristocracia, los militares y los capos de la Iglesia, a gentes importadas o bendecidas por y desde Castilla Y como el poder siempre marca la pauta a seguir, la autoafirmación siempre consiste en negar al distinto, al diferente, humillando esa diferencia. Robert cree que sí es cierto que la romanización fue muy importante, pero que el mundo preexistente no sólo no dejó de existir, sino que influyó en muchos cambios en el orden romano y siguió latente hasta nuestros días. Según él, para la propia mitología celta, la llegada de los romanos tan sólo supuso un cambio del nombre de los dioses. El Lug celta, simplemente, se convirtió en Marte. Y con la llegada del cristianismo, el paganismo romano fue sustituido, sólo en sus nombres, por el populoso santoral. Robert dice también que el cristianismo, no sólo aquí, sino en todas partes, hizo un esfuerzo por adaptarse al entorno mítico anterior, adoptándolo y variando sólo aquellas cosas que chocaban de frente con la nueva doctrina. De hecho muchas iglesias fueron construidas junto a antiguos lugares de culto celtas. Muy cerca de Ferrol, en la parroquia naronesa de Castro, la iglesia de Santa Mariña actual está a menos de cincuenta metros de un lugar de culto de origen celta, hoy lamentablemente destruido, pero que hasta hace bien poco era lugar habitual al que se acudía para bendecir las cosechas. También sucede esto mismo en Allariz, Ourense. La iglesia de Santa Mariña de Augas Santas está muy cerca del castro de Armeá, antiguo lugar de peregrinación. La iglesia incluso incorpora en su decoración elementos preexistentes: piedras de origen celta, dos aras romanas y motivos cristianos. Así de ecléctico es el collage Y respecto de la lengua, el asunto es digno de una tesis que todavía nadie ha hecho. En el gallego sólo se conservan

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alrededor de trescientos vocablos de origen celta. Esta es la prueba irrefutable para los anticeltistas. En cambio Robert afirma que la huella, aunque escasa en el vocabulario, es notable en otros muchos aspectos gramaticales y en su correspondencia con otras lenguas celtas que sí se conservan, como el propio bretón. Y lo mismo sucede en la toponimia. Pero ¿quién quiere hacer arqueología de la lengua? Y otro de mis amigos, Andrés Pena, el que me descubrió la antigüedad del manuscrito de Ramón, va aún más allá. En nuestra trierra, Trasancos e incluso en toda Artabria, la influencia romana fue, por decirlo así, prácticamente nula. Pese a la fundación de la ciudad de Lugo, Lucus Augusta, esta no era más que un centro administrativo, que no afectó a todo el territorio, más que en el cobro de ciertos impuestos. No hubo civitas romana en el resto de nuestra zona. Los jefes celtas siguieron en sus puestos y, el único acuerdo, además de ciertas concesiones comerciales, como la explotación de una mina de oro en Cobas o la comercialización de ostras, se limitaba a la cesión de guerreros mercenarios que combatían en primera línea en los ejércitos romanos. Pues es sabido que los guerreros celtas no temían a la muerte, creían en la reencarnación, en la inmortalidad del alma y eran capaces de seguir combatiendo aún con flechas clavadas y hasta lanzas que, simplemente, se arrancaban para seguir en el combate. Los romanos les temían y rehuían el cuerpo a cuerpo. Por eso, y sobre todo, a partir de Julio César, el arte de la guerra tomó un nuevo sentido: se buscaban acuerdos entre reinos celtas diferentes, se pagaban con oro las traiciones, o con promesas de poder. Porque los celtas no tenían conciencia de nación, ni actuaban unidos. De ser así, Roma sería inevitablemente vencida y el mundo y la historia, hoy, serían bien distintos. Pero, pese a eso y precisamente por eso, lugares como Galicia e Irlanda también, mantuvieron la raíz celta, la cultura celta, que sobrevivió a romanos, cristianos y luego, a los intentos de Castilla de anular toda identidad diferenciada. Y yo, comenzaba, efectivamente, a encontrarle un sentido nuevo a la historia antigua. Puede que porque fuese mi propia historia, la única y verdadera, la que empezaba a descubrir.

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DIECISÉIS

TRADUCCIÓN ADAPTADA DEL GALLEGO AL CASTELLANO DEL TEXTO MANUSCRITO DE ANA A BERNARDINO

Nota del Autor: La primera parte está traducida de un texto escrito en prosa. La segunda, originalmente en versos rimados, fue convertida en narración sin separar los versos, pero tratando de ser fiel al espíritu y al ritmo de la poesía con que fue escrita.

La sangre corre alegre por mis venas. Con fuerza. No sabría decir si con la misma fuerza de entonces. Las emociones, con el tiempo, se cubren con el manto del tiempo mismo. Con multitudes de capas invisibles, pero tangibles, que nos alejan del origen tanto como la cumbre de la montaña lo está del valle. Mi corazón estaba entonces en el fondo de ese río que recorre los ondulados repliegues de la falda del monte y hoy es bandera que ondea al viento frío en la más alta cima.

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Y en este punto, el paisaje que mi vista recrea no es espacio, ni es agua ni tierra, sino que es azotea desde la que el tiempo se percibe con los propios ojos: de allá a lo lejos, del horizonte mismo donde el río nace, partí un día, y ahora puedo ver de un solo golpe todo el camino recorrido, como quien desde el más alto mirador imaginado pudiese verlo todo en su conjunto y, al mismo tiempo, percibir claramente, con la nitidez de un día claro en el que la lluvia recién hubiese limpiado el aire y lavado la tierra, cada uno de los detalles. Y la canción que mi corazón dibuja con cada nuevo latido arrebatado fuese el único sonido. Sólo sé que mi corazón late ahora como está escrito que debe latir un corazón enamorado: atropelladamente, medio al galope y medio desbocado. Sólo sé que mi sangre pide otra sangre compañera, que corra de igual modo, empujada por un mismo impulso que el impulso mío. Sólo sé que mi sino y tu promesa se han fundido hasta formar un solo cuerpo, una perfecta esfera que en su rodar me derriba. A mí, que más que esperar a que el destino llamase un día a mi puerta, he sido la espera misma. A mí, que la espera tantas veces confundí con el infinito inabarcable y que infinitas veces me inundó los ojos y llenó mi alma de desesperanza. Y esta palabra, espera, que nunca terminaba de escribirse de tan grande era, tuvo en el diccionario de mi alma un sentido que nadie puede imaginar que pudo haber tenido. Un sentido que, de tan superlativo, no puede condensarse en palabra tan pequeña. La hora del destino me ha llegado. Y de esa hora imprecisa paladeo ahora su primer minuto. Más tú, que desconoces todo, que hasta tu propio nombre ni siquiera sabes, ¿cómo poder decirte, cómo explicarte lo que tampoco yo a comprender alcanzo?

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Porque sé que tu cerebro virgen, en el que tu propia historia, tu pasado y gloria, se han borrado, no podrá quizás nunca beber de la eternidad de su destino; debo dejarlo al margen: quiero hablar a tu cuerpo, al sentimiento que despierta en ti y que sé te asusta, al alma que te anima y que es la misma alma que me amaba, que aún me ama y que te avisa de que mi presencia es todo lo que aguardas: al alma que ha regresado para decírmelo, pero que aún carece del don de la palabra. No debes comprenderlo, ni lo intentes. Te diré que hace tiempo que yo misma dejé ese vano empeño en el rincón de las preguntas sin respuesta. Porque sí he comprendido que no es la razón la que nos hace humanos, ni la que mueve el mundo, ni tampoco sirve para descifrar las leyes inabarcables del universo y de la vida. No. La lógica es un vano invento, un esfuerzo inútil. Lo que nos hace humanos es el impulso, la causa o el origen de nuestra sonrisa, de nuestras lágrimas, de todas esas cosas que la bioquímica del cerebro no puede explicar en su real sentido. La muerte lo borra todo: la razón, el pasado y todo aquello que creemos que somos o que fuimos. Pero algo permanece: el alma. Y el alma sólo vive por el deseo de animar la vida. Y el ánimo de la vida es el amor. Veo eso en tus ojos. No necesito racionalizar nada. Tú has vuelto porque tu alma así lo ha querido. Porque tu alma sabe que la muerte, ninguna muerte, puede hacer otra cosa más que aplazar el destino para el que fue creada. Y tu destino tenía que pasar la prueba de la muerte, del mismo modo que el mío tuvo que pasar la prueba de la vida y la agonía de la espera. Cuánto nos han mentido las religiones creadas tras tu muerte. Cuánta verdad había en lo que a ti y a mí nos habían enseñado, en tu primera vida. No temías entonces. Tú único dolor era el de la separación, el de la despedida de quien sabe que debe

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afrontar un largo viaje lejos de donde estar quisiera. Y hasta mis lágrimas derramadas, tantas, como la incesante sangre que al salir de ti, empalidecía tu semblante, no eran por el dolor de perderte para siempre, porque creía que la entrega de tu muerte y tu promesa de amor correspondida, habrían de cumplirse un día, que ahora llega. No temíamos la muerte. Siempre supimos que no era el fin de nada. Pero cuánto dolor me trajo la implacable desesperanza, el tiempo interminable de la espera. Y sólo la esperanza incombustible, renovada, vencía a esa desesperanza, en una batalla tras otra. Eso y sólo eso es el verdadero resumen de mi vida. Lo demás son sólo circunstancias. Quiero, por eso, hablarle a tu espíritu. Hacer lo posible para que, de algún modo, se recobre. No digo recuerde, porque no tiene ese atributo, esa potencia que le capacite. Pero yo sí que guardo esos recuerdos. En alguna parte de mi cerebro siguen tan vivos como entonces. A veces, al pensar en esto, en estos días, creo que nuestro destino, tal vez único, sí responde a una lógica, a una sabiduría infinita que hizo que yo viviese para que pudiera guardar dentro de mí esos recuerdos capaces de despertar tu alma y hacer posible que en su regreso no permanezca ciega e ignorante de un fin que desconoce debe cumplir. Sabio destino el nuestro, dotado de una sabiduría que los hombres han perdido porque han fijado sus objetivos en aquello que, sencillamente, podía animar, con placer, una única vida. Una vida que creen comienza en el parto y que termina con la muerte. Y no es cierto. Pero es hora de que volvamos de nuevo a nuestro origen. A los primeros días. Tú eres ahora, tras el combate que segó tu primera estancia junto a mí, en tu regreso, alguien afectado por la temible amnesia. Todo lo has perdido. Eres algo nuevo que yo

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veo, de una parte, idéntico a ti. Un gemelo de ti, que no me reconoce. Bendito tu amigo, Ramón Escadas, que por sí mismo ha sabido despertar su propia alma y encender una luz que alumbre la tuya. Gracias a él, a la confianza que de ti supo ganarse, sabrás que lo que voy a contarte no es más que tu propia vida, o mejor, nuestra vida. Porque yo sólo puedo explicarte las cosas que pasaron desde el primer momento en que nos vimos. Desde aquel momento en que mi caballo blanco corría sobre el acantilado de esa playa que tan bien conoces, en las que tantas veces has estado sin saber siquiera por qué es tu playa preferida. Esa playa a la que, según me contaste, sigues yendo cada verano, al menos una vez, para cumplir el íntimo deseo de dejarte besar por sus aguas y que ahora, no entonces, todos los que la frecuentan llaman Cobas. Esa playa que es última del Atlántico, desde la que, bien visible, se muestra majestuosa la punta del cabo Prior y el rumbo del norte gira allí hacia el este por una nueva ruta de otras aguas, ya cantábricas: la antigua ruta de Irlanda que recorrían los courraghs bordeando el golfo de Vizcaya. Y justo al doblar el cabo, como quien dobla una esquina, cambia todo: el aire, el cielo, la tierra y hasta el tiempo mismo. Pero hoy, en Cobas, en esa última playa, la postal es idéntica: el mar parece el mismo y quizá esté también la misma arena, cubierta de otra arena nueva. Y las mismas rocas, tal vez con más heridas: heridas del embiste incesante de unas olas que no cesan de golpear con furia o con caricias. Agradezco a los dioses que los hombres no hayan mancillado la tierra en que he nacido, que la hayan ignorado, que la especulación y el progreso les haya sido esquivo. Agradezco que, a pesar de que todo esté cambiado, todavía queden, junto al mar, casi las mismas piedras vírgenes, la misma costa intacta en ese tramo irrepetible.

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Mi pena son los pocos lugares que me quedan, apenas una pequeña parte de esa playa y algún otro rincón junto al mar que, ignorándolo tú, ni sabiéndolo yo tampoco, compartimos sin haber coincidido nunca sobre esa misma arena: Campelo, el lugar impoluto que conoces tan bien, al que dices que acudes cuando precisas creer que nada más que tú y el agua existen, he ido yo muchas veces. No en verano, cuando se llena de gentes insensibles que sólo buscan tostar su piel o cabalgar las olas. No, en invierno. Cuando la playa es desierto y no hay alrededor ninguna casa, ningún vehículo, ningún vestigio que recuerde que una vez fue pisada por el hombre, salvo esas escaleras que hacen posible descender el vertical acantilado que amuralla como un biombo el anfiteatro del agua y la cinta de arena. Me gusta estar allí cuando las aguas rugen y asola el viento, cuando el mar ha lavado cada huella y limpiado los restos nauseabundos que dejan quienes no respetan nada. En esos momentos, miro a mi alrededor y siento que vuelvo a mis primeros días, cuando el mundo era nuevo, virgen, puro y la fealdad de los hombres, sus intereses y ambiciones no habían ultrajado aún la obra de los dioses. En esos días el viento me trae a la boca el sabor de las gotas saladas del mar, que recuerdan mis lágrimas de aquel día en que huía.

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Huía, sí, sin saber a dónde. Tomé el mejor caballo de todos mis caballos y dejé que las lágrimas que mis ojos perdían se las llevase el viento, un viento que venía de cara y frenaba el galope en mi montura. Lloraba de desdicha. Lloraba porque el hombre que iba a desposarme era un hombre al que odiaba. Lloraba porque huía dejando todo atrás. Toda mi vida, mi casa, mis padres, mis hermanos de sangre, mis hermanos de leche, mis

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amigos, mi perro, mis caballos preciosos, mis ropas: todo lo dejaba sin saber hacia donde el galope iba a llevarme. Mi llanto y el viento, un viento inmenso, impidieron que oyera tu voz, que me gritaba. En tu yegua alazán cabalgabas mis huellas, sin yo siquiera verte. Era tu territorio de caza predilecto, en el que capturabas cerdos bravos, ánades, rebecos y venados. Más yo desconocía que pisaba tu reino, y tú me diste alcance al detenerme, sobre el abismo abierto del acantilado. Descabalgué sin verte, sin oírte, sin saber aún de ti, desesperada. Las olas me atraían, atraían mi cuerpo las rocas indecisas y el viento de las aguas sobre mí, me frenaba. Y de pronto tu mano se posó sobre mi hombro, un vuelco dio mi pecho y me giré asustada: y tu voz fue la miel sobre la herida, el bálsamo en la llaga que hizo el fuego y el consuelo en el alma desmembrada: “Mujer ¿quién eres?, ¿por qué tanta belleza quiere abrazar las rocas de la muerte?”. Miré tus ojos claros y vi, como sólo el espíritu hechizado puede ver, que no eran ya las rocas afiladas del agua, sino en la roca negra que al centro de ese iris mar azul que me miraba, donde mi alma quería caerse para siempre. Y así caí en tus brazos, derribada. Y no pude aguantar mis lágrimas cautivas y tú, rendido a ellas, abrazaste mi espalda: así se conocieron nuestros cuerpos. Sentí tus fuertes brazos, tu calor y tu olor como una daga ardiente que me atravesaba y lloré mansamente, deslizándome al suelo y tú conmigo. Allí estuvimos solos, enlazados, sin decir ni palabra, no sabría decirte cuánto tiempo, unidos tan sólo por el diálogo mágico de nuestros corazones, que aumentaban su ritmo por momentos, como sólo la emoción que emerge como la frágil flor nacida en las cenizas del dolor, puede agitar las almas.

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Y mis lágrimas llamaron a las tuyas, ablandaron tu alma y desde ese momento, tu latido se fundió para siempre con el mío, y el mío con el tuyo, y el nuestro se fundió con el del agua, la tierra, con el cielo, el tiempo y la esperanza. Sobre la hierba amarga del barranco de espuma, batidos por el viento, lloramos mi tristeza; y ese llanto en dolor, se confundió de pronto con llanto de bonanza, de deseo, de comunión sentida, comprendida en silencio, y hasta comprendió el viento y comprendió el agua, que en señal de respeto o hechizados por el embrujo astral de nuestro amor nacido, cesaron de repente y fueron calma. Y el sol nos alumbró con un sereno rayo, salido entre las nubes que a la mar se alejaban, y se posó en tu pelo como un ave de luz que desde el cielo, repleto de misterio, dibujó en la tierra inmaculada un círculo perfecto, que nos mantuvo dentro algún momento, mientras alrededor, la grisura del día y de mi alma el contraste marcaban y se hacían metáfora de vida, de amor y del futuro que comencé a vivir contigo en tu latido y después a aguardar y a guardar tus recuerdos, como único valor para vivir que conservaba. “Ven conmigo”, dijiste, “nada de lo que temes podrá jamás dañarte, nadie que te persiga, si no es primero con mi muerte, podrá en tu huida detenerte”. Y sentí que tus brazos me abrazaban, que tu yegua alazán era mi suerte. Y en ella me subí y tú conmigo, sentado tras de mí, tomaste mi caballo por las riendas y me llevaste en tus brazos para siempre. Sí, para siempre. Fui contigo. Me albergaste en tu casa y fuiste mi cobijo, mi abrigo, mi refugio y mi fuerte. Y ahora sé que las palabras que dijiste, no sólo me salvaron del golpe de las rocas, sino que dibujaron tu destino, escribieron entonces la fecha de la muerte que te sobrevino, el combate en que por defenderme derramaste tu

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sangre, cumpliste la promesa, que no olvido, que no olvidé jamás, que hizo que mi tiempo incomprensible quedase detenido y la espera no fuese tan terrible, porque nunca tu palabra fue vacía y el vínculo de sangre y de lágrimas que ese día me diste, me obligaron a ti hasta este anhelado momento del presente. Mi terrible historia comprendiste, como sólo el amor repentino que surgió entre nosotros con la misma violencia con que la muerte sobreviene en la batalla, puede comprender sin decir nada. Como sólo el rey que eres puede decidir, decidiste que yo me convirtiese en reina, tu reina, eternamente, tu reina rescatada. Y yo te amé aún más y amé tu valentía, la ausencia de temor por la venganza que sabías que habría de llegar, como llega la luna al caer el sol y pierde su fulgor por la mañana, como llega el tibio tiempo de sazón y se envanecen las flores de su dulce belleza inmaculada, abriéndose a los ojos de los hombres y cerrándose al morir el sol, hasta la madrugada. Y de ese mismo modo, nuestro amor tomó cuerpo y fue creciendo, orgulloso y seguro, la breve temporada que juntos convivimos, viendo como en el cielo la luna se llenaba y tres veces volvía, y nada parecía enturbiar tanta delicia, ni ante nuestros deseos levantarse murallas. Como quien bebió el más dulce bebedizo que un mago del amor elaborara, olvidé en ese tiempo mi casa y mi familia, sintiéndome, como jamás así había sentido, mujer, amor, princesa, sierva, esclava, y hembra complacida, cuando en las largas y dulces noches frías, compartíamos juntos el lecho y sorprendía nuestros cuerpos desnudos y aún despiertos la alborada, riendo nuestra felicidad suprema y la delicia del sabor del amor como ambrosía que llegase a mis labios de una copa de plata.

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Se acercaba ya el Beltain, fiesta de primavera, de la verdadera primavera de nuestras vidas. Y tu reino, Trasancos, se convirtió en mi reino. La feria, el oenach sagrado al que todos vendrían, estaba señalado como fecha bendita de nuestros esponsales y tan sólo el temor de la venida de los emisarios del reino de Labacengos, las tierras que hoy acogen Moeche y San Sadurniño, cubrían de nubes el cielo, y las flores, sabiéndolo, no querían aún germinar y lucir sus colores en los prados y al viento. Desde Bezoucos, mi reino, el reino que mi padre gobernaba, el pacto de mi suerte me lo habían sellado tan sólo un año antes. Prometida. Prometida al rey de Labacengos, del mismo modo que una mercancía se concierta, por anticipado. La paz estaba en juego y mi cuerpo y el oro de mi padre fueron precio tasado. Pero yo no soy oro, ni un objeto, ni tierra de intercambio para un rey vil, tirano que, ya viejo, tenía tres esposas, quince hijos y veinticuatro nietos. No discutí a mi padre. Ni una mala palabra pronuncié siquiera. Pero quedé en silencio, encerrada en mi casa, me refugié del mundo un año entero. Lloré como las nubes lloran en el invierno. Se me encogía el alma y el corazón confuso, parecía una nuez, de tan duro y pequeño. Hasta que una noche clara, plenilunio, con el sol aún dormido, apresté mi caballo contra el soplo del viento. Llegaron un mal día los guerreros temidos hasta el pie de la casa, reclamándote a ti. De Labacengos dijeron que venían, para llevarme con ellos. Y les hablaste que de la muerte misma me habías rescatado. Que aun sabiendo del pacto, ni mi palabra ni

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tu palabra, se habían pronunciado en el arreglo. “Si la queréis, muerta la entregaré sobre las rocas del acantilado. Y si aceptáis oro a cambio, el oro yo os entrego”. Marcharon sin ofensa, sin oro y sin mi cuerpo, pero sí se llevaron al traidor de mi nombre, uno de tus amigos y aún de leche hermano, desterrado por siempre de tu mano fueron él y los suyos. Y el mensaje que diste a Labacengos, por su propia boca fue llevado. Y de allí la respuesta llegó en el justo instante en que el ovate oficiaba nuestro voto sagrado: la unión en casamiento. El rey de Labacengos en persona, escoltado por más de un centenar de sus bravos guerreros, se acercó al oenach a reclamarme, levantando su voz ante tu pueblo. No aceptaba razones, ni oro, ni convenio: “De su padre acepté el trato de su cuerpo. Y como no ha cumplido el pacto, lo he matado y cobrado mi parte. Y a ti, si ahora te niegas, a combate te reto en la llanura, tú y yo solos, espada con espada, y sin mediar ovates ni lanceros”. Mientras me desplomaba de dolor y de pena, de mi padre arrancada, y arrasada mi aldea, tú así le contestaste: “Si muerte es lo que eliges, muerte tendrás segura. Y si muerte has tenido, sin bastarte con ver a un rey descuartizado, y a mi esposa has privado de su padre y su herencia, tendrás ahora la tuya; o la mía y la suya, si tu brazo es más fuerte. Pero ya para ti no habrá oro, ni reina, ni otra recompensa más que la roja sangre. Y si la sangre es tuya, te digo que a mi reina cubriré con el oro que a su padre robaste y con tu propio oro enjugaré su pena y amargura. Será al amanecer, en la llanura parda, frente a Pena Lopesa, ya que tengo el derecho de elegir el lugar, pues tú eres quien me retas, acepto el desafío y aguardo ya tu muerte”. Nuestra noche de amor fue sin miel y sin luna, amarga cual condena, larga como ninguna noche de mi vida ha sido y en cambio fue tan corta como lo es un suspiro, porque no hubo ya

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otra para darme consuelo, hasta que anoche mismo recuperé el sentido de vivir en tus brazos la aventura que el destino negó a mi inmensa angustia, a mi infinito anhelo de volver a sentir que sigo siendo tuya. Amaneció con lluvia el día aciago, con rayos y con truenos. Encharcada y grisácea la llanura, se pobló de dos bandos de guerreros, formados y enfrentados en dos filas y a caballo: alientos humeantes, espadas, lanzas, escudos y desnudos los torsos chorreantes, se escrutaban, escoltando a sus reyes, bajo el manto mortal del aguacero. Maldito día de brumas, en que el mar parecía que hervía bajo el fuego, evaporaba, y su vaho era lengua que cercaba los dorsos y cercaba las grupas de los dos centenares de caballos inquietos y soldados testigos de una muerte segura, del sabor del acero. Y a caballo al galope dio comienzo el combate. Tú y Maloc enfrentados: fue certero tu golpe al primer cruce y su cuerpo rodó descabalgado. Pero, sangriento, empuña y se incorpora. Tú desmontas sin darle la puntilla. Maldito error el tuyo, confiado en tu fuerza. Tu juventud, tu chispa, tu agilidad gatuna, la sangre de su herida, no fueron suficientes, ni lo fue tu nobleza. El viejo, por ser viejo, por ser sucias sus formas, te tendió la celada. Le diste un nuevo golpe y revolcó en el suelo. Pero hincó su rodilla y antes de incorporarse, un nuevo golpe tuyo le arrebató su arma: tu espada hundió su pecho, pero la mano suya te asió por la muñeca y de su otra mano se presentó un cuchillo que tu vientre rasgó como odre viejo, derramando tu vino sorprendido, por tus piernas, veloz, llegó hasta el suelo. Y mi grito al instante acalló los murmullos y el bramido del trueno. Tu enemigo está muerto. Y tú estás mal herido. Pero en pie continúas y cortas su cabeza. Subes a tu caballo, con tu postrer trofeo que ondeas en el aire, tus guerreros te arropan y yo

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de nuevo lloro, como nunca he llorado, lloré más que la lluvia y grité más que el cielo. A tu grupa subí y te llevé en mis brazos y te quité el dolor con mis últimos besos. Te llevé hasta tu casa y en tu lecho, consciente, llamaste a tus vasallos. A tu ovate, primero, le pediste en susurro te evitara la muerte. Pero la muerte esquiva no estaba ya en sus manos: en el puñal furioso que atravesó tu carne aguardaba el veneno del eléboro fétido. Y entonces le rogaste que hiciese lo posible para que yo esperase tu seguro regreso. ”La vida sí es posible”, contestó el gran druida. Y tú le respondiste: “Prométeme la tuya y la de tus herederos. Hasta que yo regrese cuidarás de mi estirpe y cuidarás mi amor por más que pase el tiempo: desvélale el secreto del seguro refugio y que nada le falte de todo cuanto tengo. Después de que yo muera, que nadie la amenace. Y cuando me despierte, llegado el tiempo nuevo, será tu descendiente quien me desvele el día y hasta mi amor que aguarda, llevaré su consuelo”. Tu ovate así lo hizo. A tus nobles pediste que hiciesen tu palabra. Y todos, como un hombre, fueron a Labacengos. La cabeza de Maloc llevaban ensartada y el oro de su reino y de mi padre, su objetivo certero. Ese día de lluvia murieron muchos hombres. Pero los que vivieron cumplieron su destino y montañas de oro a Trasancos trajeron: el oro que a mi padre fue robado, el oro del rey muerto por tu propia mano y hasta las tumbas viejas de los antepasados que saquear pudieron, la cabeza de Maloc rodaron por el suelo, hasta chocar la puerta de su noble casa. Muerte y fuego, sangre y dolor en Labacengos sembraron. Lluvia y truenos, rayos de muerte a su empresa sumados, que hasta el mismo ganado murió o se dispersaron caballos, vacas, cerdos, gallinas, abrasados. Ardieron los sembrados, las casas y graneros. La cólera de un dios no

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habría superado tanta desolación, ni venganza mis oídos, tan cruel, jamás oyeron. Y en Trasancos, tu último aliento al cielo diste, una vez tus guerreros el oro de mi padre que su busca ordenaste, a tus pies te pusieron y el relato de muerte te contaron.

*****

El oro se cargó en seis carros de roble, y cuatro bueyes rubios para cada uno de ellos se hicieron necesarios para mover las ruedas, hundidas más de un palmo en el suelo anegado del camino. Un camino que me habría llevar hasta la gruta: mi hogar hasta cumplirse mi destino, hasta casi ahora mismo, pues allí sigo yendo si requiero descanso o refugio preciso. El ovate guiaba mis pasos y los carros, entre sí con correas de cuero encadenados. Él y yo, sin más nadie, solos bajo la lluvia, de nadie perseguidos, de nadie vigilados, tan sólo por un cielo que abrió sus densas nubes y mostró las estrellas y la luna, e iluminó el sendero que a lo desconocido parecía llevarnos. Hasta el pie de las olas junto al mar caminamos, tras recorrer las horas, cubriendo un largo trecho. Y en el pie humedecido de un alto acantilado, donde un marco de cuarzo señala el sitio exacto y el secreto que aún hoy, desvelar nadie pudo, ni nadie más que tú, seguro, podrá hacerlo, llegamos aún de noche, muy cansados. Entramos en la gruta por un pasaje extraño, oculto y evidente al mismo tiempo. Invisible y en cambio, sin puertas y sin muros, que se abrió a nuestros pies como una boca, que hacia el infierno mismo parecía tragarnos. Descendimos de pronto una vereda que llevó nuestros pasos muy abajo. Y luego, dando un giro, llegamos a otra parte, y al instante sentí que sobre mí, de

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agua había ruido, un ruido que era el del propio mar, del techo sostenido. Se abrió ante nuestros ojos una espaciosa estancia, una enorme prisión para mi vida, aunque, acaso, mi vida fuese mi propia cárcel, una cárcel de amor deseada y prometida. Y como si el destino supiese nuestra suerte, todo lo necesario se hallaba bien dispuesto. Brillaban las paredes con el brillo del oro que en vetas refulgía. Y comprendí al instante que estaba en una mina alumbrada de antorchas con cien fuegos prendidos. Mil pieles alfombraban los suelos de albo cuarzo y de oscuro granito, y un río de agua dulce dividía el espacio dibujando un sendero de dos pasos de ancho. Y en un ángulo, un lecho de plumones mullidos, vestido ricamente con tapices de lana de distintos colores, pieles y cobertores para usar como abrigo y hasta sedas preciosas a fenicios compradas. Y a sus pies un hogar agradecido, que aún guardaba las brasas, con carbones dispuestos en montaña perfecta, resguardaban del frío y los sueños velaban. Y a un lado de aquel lecho, al fondo del recinto, un gran banco que en círculo, con una mesa al centro, un banquete aguardaba. Y no faltaban odres de añejo y dulce vino, de otras tierras llegado, ni barricas de amarga y espumosa cerveza, ni la miel, ni las nueces, ni tampoco castañas; ni los granos de trigo y de centeno, ni el vinagre, la sal, ni hierbas aromáticas. De todo y más había. Pero aún faltaba algo. Lo más bello quedaba: tras un tapiz precioso entretejido, a una cámara oculta se pasaba, más pequeña y sin luces encendidas, que al fulgor de una antorcha los ojos deslumbraba. Ante mí la riqueza del mundo, del oro y de la plata, en millares de objetos que de todos lugares hasta allí habían venido y que nunca, antes de aquel momento, había en

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tal medida contemplado: jarras de oro macizo y bandejas de plata, anillos y collares de preciosos metales, monedas de cien países, y hasta peines con piedras, que parecieran hechos por dioses inmortales; ánforas y calderos, fundas y empuñaduras de espadas y puñales, cuernos de buey y broches, ídolos con formas de extraños animales: todo del mismo oro y de la plata, en cantidades tales, que hasta el hombre más rico mataría tan sólo por poder contemplarlas. En esa misma estancia los carros que trajimos descargamos de objetos, del botín sanguinario de todo Labacengos, dejando atrás los bueyes, que su propio recinto, su magnífico establo, al final del camino, tenían acotado. Y nunca otro lugar que yo conozca guardó tanta riqueza, ni mayor, ni mejor, sus secretos y encantos. Pero ni todo el oro reunido, ni cien veces más oro acumulado, calmarían el amargo dolor que rasgaba mi pecho. Y en cambio, todo aquello sin pensarlo yo diera, a cualquier dios u hombre que del país de los muertos a mí te devolviera en aquel mismo instante. Mientras vivió el ovate, tuve su compañía y a su muerte, de mí, también cuidó su hijo y el hijo de su hijo, y el siguiente, durante muchos años, centenarios. Pero antes aún, de llegar a este punto, quisiera relatarte cómo fueron los pasos y los ritos, que volvieron mi vida diferente de todos los mortales. Que cambiaron mi tiempo, mi cuerpo, los principios y leyes que las gentes entienden invariables y que aún a mí misma no me explico, ni sabría decirte con certeza fehaciente. En la estancia más grande, al costado del río, en un altar muy blanco, inmaculado, de cuarzo cristalino, me acostó nuestro ovate aquella noche y al instante, un sueño sorprendente sobrevino. Al despertar bien vi que preparaba, en el fuego, un

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caldero de oscuro bebedizo. En un cuenco de oro vertió tan sólo un trago y lo enfrió en el agua que manaba en la roca donde nacía el río, que formaba el sendero. Me hizo beber de él un sorbo amargo, pero de esa amargura, mi dolor por tu muerte me pareció disuelto. Mi alma estaba en calma y el aire que en mi pecho me abrasaba, se me hizo ligero. Le pregunté al ovate lo que me había dado, que ya no era persona por no sentir la pena, sino roca o acero. Y él me dijo que ningún bebedizo haría que olvidase el amor, que llevaba bien dentro. Pero en cambio el dolor debía mitigarse, porque ningún dolor trae nada bueno, ya que envenena el alma, obsesiona el cerebro y puede causar males y hasta enfermar el cuerpo. Y mi cuerpo juró preservar a mi amado, a ti mismo, y también debería velar por el fruto que mi vientre engendraba. Y es cierto, amado mío, que en mí ya tu semilla había arraigado, aún sin yo saberlo, sin ni tan siquiera sospecharlo. Y en mi entraña, tu estirpe, debería cuidarse, porque un día de ella, después de mucho tiempo, cumpliría el destino su camino marcado y haría así posible el regreso del hombre al que yo siempre amé, que todavía amo. Tras aquel breve sueño y beber del remedio a mi dolor, ya no sentí el cansancio. El ovate anunció nuestro regreso, en busca de tu cuerpo, tu cuerpo necesario. Desandamos el trecho, hacia tu lecho y con el tibio sol en lo más alto, nosotros y los bueyes, en silencio, entramos en el castro. La guardia de guerreros vigilaba con celo, la guardia redoblada velaba tu descanso: que nadie se enterase de la muerte en tu cuerpo, que nadie se atreviese a profanarlo. En la casa de todos, los nobles se reunieron, en el banquete póstumo y sagrado: el lugar preferente que se guarda a los reyes, por nadie fue ocupado, descansaban en él tu casco de guerrero, tu

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espada con tu escudo, el carcaj de tus flechas y tu arco, tu lanza rota en duelo y también tu machado. El ovate ofició el yantar de tu muerte y a todos los presentes explicó tu deseo de regresar de nuevo después de muchos años. Y dijo que la reina cedería su puesto a aquel que mereciera gobernar en Trasancos. Los nobles satisfechos sonrieron su suerte: el más bravo sin armas y aquel que descifrase los enigmas sagrados ocuparía el puesto que el traicionado Uriel, por defender su amor, había dejado. Y dijo que la reina marcharía muy pronto, a un lugar protegida de sufrir cualquier daño. Porque desde Bezoucos, tras el baño de muerte, la venganza vendría, como estaba ordenado. Y el ovate calló que dentro de mi vientre, tu semilla crecía y de ella vendría tu real heredero, que del trono por siempre estaría separado. Tu cuerpo, dijo entonces el guardián de lo sacro, no sería enterrado, ni en la barca hecha al mar marcharía a la Isla de los Bienaventurados, ni ardería en el fuego, sino que por su mano, sería embalsamado y escondido por siempre de los ojos extraños. Pero que era preciso ocultar estos hechos y por ello pedía un sacrificio humano, que ocupara el lugar del rey muerto en la barca, camino de la tierra de los héroes, el Avalón sagrado. Y fue el joven más bello allí presente, quien alzando su mano, pidió para sí mismo el sacrificio, si el ovate lo creía necesario. Sin demora y sin miedo, se alzaron del banquete; la comida de Uriel quedó intacta en sus platos y su cuerpo, ya frío, permaneció silente en su lecho de muerte, de toda su familia rodeado: todos sus ascendientes, cogidos de las manos, cantaron el rumor de las abejas, el cántico sagrado del alma de la Luna, venida y regresada hacia Selene, y de allí volvería hacia mi amor, después de muchos años.

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El joven que marchaba hacia la muerte abría el cortejo, sin pesar, sin temor, con el honor de reyes: su final era por muchos envidiado. En la punta del mar, donde rompen los vientos, sobre un altar de piedra su sangre se hizo lago, su corazón sacado de su pecho al sol le fue ofrecido. Y su cuerpo dormido, tras esto, fue bañado y cubierto de grasa de carnero y vestido con ropas que nadie había estrenado. En la barca, dispuesto, con su espada en la mano, cubierto fue de flores y a las olas tranquilas, de manos de su padre fue arrojado. Nadie lloró de pena, sólo mis ojos claros derramaron de nuevo su carga por tu marcha: pues no fuiste a la muerte, ni la muerte fue justa con quien yo quise tanto. De regreso en el castro recogimos tu cuerpo, en un carro de roble cargado por mil piedras, fue ocultado. Y el ovate conmigo abandonó la aldea y volvimos de nuevo hacia al refugio, a la gruta, bajo el mar, bajo la tierra, sin sol y sin estrellas, sin luna, nos marchamos.

*****

Pero debo contarte aún otras cosas, que aquella misma noche de tu primera muerte, sucedieron. En Labacengos todo, el dolor no fue en vano. La esposa de Maloc, la hechicera, administró sin pausa a sus rivales el más frío veneno: las otras dos mujeres de su difunto amado, e hizo que sus hijos murieran igualmente, sin temblarle la mano. Y fue a correr la voz, que fueron tus guerreros los culpables del daño. Ella misma bebió de un extraño brebaje, que le trajo una fiebre que a la muerte la puso. Y de la propia muerte regresó de pronto, con asombro de todos, que vieron milagro en tan extraña y pronta cura. No se habló de otra cosa más que de sus poderes, su magia y de su fuerza. Y el poder se le dio y a su hijo llevó hasta el trono

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de sangre traicionado, haciéndole jurar venganza por la muerte de Maloc y dar su vida a cambio de regresar de nuevo a Labacengos todo el oro robado. Y no sólo a su hijo exigió el alto precio: también a su otra hija, aprendiz de hechicera, le pidió persiguiera hasta la muerte a todo descendiente que en tu estirpe o la mía, a la malvada arpía, sobrevivir pudiera. Pero, antes de explicarte cómo fue esta promesa que sucedió más tarde, es preciso que sepas qué nos pasó a tu ovate, a tu cuerpo y a mí, tras dejar nuestro castro: nos fuimos a la gruta, y una vez que llegamos, el ovate comenzó a ocuparse de tu cuerpo. De la escuela de Egipto, allá en Alejandría, adonde un día fuisteis, como fueron también los más ilustres griegos, el mismísimo Hipócrates y el inmortal Galeno, aprendió nuestro ovate el viejo oficio de conservar la vida, de embalsamar los cuerpos; aprendió de las plantas y las drogas, y del correcto uso de la justa dosis, y de los instrumentos; y, a trepanar los cráneos, extirpar los tumores o amputar la gangrena que envenena los miembros. Contigo no fue fácil. Más de una nueva luna duró aquel proceso, aquel feliz combate que desafiaba al lento devenir del tiempo, y a su mortal y corrosivo efecto. Tu cuerpo vaciado, tu cuerpo sumergido, tu cuerpo perfumado y finalmente, bañado por el oro incorruptible, que te volvió en estatua, que hizo de ti un tesoro, codiciado y eterno. Y con respecto a mí, ojalá más supiera. Sólo sé que tomé de un dulce bebedizo que el ovate me dio, que un sueño placentero de repente me vino, y era un extraño sueño, porque a pesar de él recuerdo haber hablado, recuerdo haber jurado cumplir con mi destino. Permanecer por siempre siendo espera, de un recuerdo cautiva, tener sólo presente que algún día, (un

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momento fugaz, que no se si vi, viví o presentí) volveríamos a encontrarnos de nuevo. Y luego, ya despierta, sobre el altar pulido donde me había acostado, de nuevo me pidió que hiciese el juramento. Y de nuevo juré, y lo juré en conciencia y en consciencia. Porque sólo quería que el tiempo acelerase, y me llevase al instante hasta el momento que devuelve junto al mío, a tu cuerpo. Y llegó ese momento.

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DIECISIETE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 8.

Debe ser uno de esos momentos en los que la sensibilidad se me queda desnuda, y a merced del frío y del viento, se aguza, se acentúa y me deja atrapado en los compases de la música que suena, en la emoción que explota con el simple recuerdo de unos versos, aquellos versos griegos que no sé si conoces: “…la que inflama a toda la ciudad, la que es pagada con fuego, aquella a la que todos los poseídos por el deseo cubren de oro, me ha hecho feliz en un sueño, en el que ha pasado, desnuda, a mi lado, una noche entera, hasta las primeras luces del alba: todo me lo ha concedido. Nunca más me arrodillaré ante ella: beldad cruel, nunca más volveré a llorar y a implorarle: todo me lo ha otorgado ya el sueño”.

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No sé sin son las copas, la mitad de esa botella de aguardiente que he bebido, o mi natural estado de ánimo, pero este poema, de repente, ha cambiado de sentido. He perdido la lectura objetiva que siempre hice de él y, si acaso, lo he subjetivado. Ahora es mío y ya no dice lo que dice: me habla directamente a mí. Se reinterpreta porque, a través del cristal de mis ojos nuevos, el sueño de que habla el poema, es esta locura de enamorarme de Ana. Es el sueño cumplido. Y todo lo demás, está a mi espalda y es pasado. Y el pasado es todo ese mundo de erotismo, de pasión pura, sin otros sentimientos más que el deseo, en que he vivido hasta ahora. He transitado a través de un mundo vacío, estando yo también vacío. Y ahora, me doy cuenta. Y ese darme cuenta hace venir hacia mí, en dirección contraria, una avalancha de miedo. De miedo de perderla. Miedo real e intenso, no esa simple desazón de los primeros días, cuando una simple relación pasional, de repente, se acaba. Miedo a perder la identidad, recién encontrada; el destino, recién entrevisto y entreabierto; miedo a quedarme el resto de mi vida tan sólo conmigo mismo delante del espejo, sin más compañía. Estoy llorando. Seguro que lo reconoces en los quiebros de mi voz. No sé por qué, ni qué me está ahora atenazando la garganta. No es que esté deprimido, ni es tampoco un llanto de felicidad absoluta, sino una sensación contradictoria pero absolutamente real. Acaso una mezcla de ambas cosas: anhelo de felicidad y miedo supremo. Me pregunto si has escrito alguna vez un poema con las lágrimas en los ojos y has sabido hacer notar tu llanto a través de las palabras. Supongo que esas cosas, de pasarte, nunca quedarán así de claras. Tan sólo se percibirá un poema triste. ¿Quién es capaz de ver a través de los sentimientos de los otros? ¿Quién es capaz de hacer que sus sentimientos salgan y toquen con su aliento a los demás? Yo no me avergüenzo de sentirme como me siento. Ni tengo intención de secarme las lágrimas, porque su humedad en mis mejillas me reconforta, aunque mi demonio interior me susurre en el oído que me estoy volviendo un blando, que lloriqueo como no deben hacer los hombres, que debo recomponerme aunque no haya nadie para presenciar esta escena

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y para hacerme sentir ridículo, medio borracho, medio sensible, medio poeta… Pero no me importa que tú lo sepas. Creo que esto, sólo tú, de entre todos mis amigos, puede comprenderlo y hasta sentirlo de modo idéntico. Incluso sin la media botella de aguardiente. Me gustaría decirte que te agradezco todo lo que me has dado: tu amistad e incluso, la comprensión que sé me darás cuando escuches esto. ¡Cómo se aligera la mente cuando la flecha de Cupido te alcanza y acelera el corazón! ¿Cómo podemos ser tan contradictorios y tan complacientes, al mismo tiempo, con nuestras propias contradicciones y errores? No puedes ni imaginarte lo que supone que alguien sacuda por su extremo la manta de tu vida, como si fuese una vulgar alfombra y que, tras ese gesto, nada de lo que había sobre ella quede ya. Me miro en el espejo y me digo que sigo siendo el mismo. Que por mucho que mi nombre no sea realmente mi nombre, mi vida sigue siendo mi vida. Y al instante me doy cuenta de que tampoco es del todo cierto. Que tenía razón Ramón: si te roban tu pasado y tu historia, hasta tus propios recuerdos te llegan a parecer ajenos, como sustraídos de la vida de otro. ¿Es acaso esta la principal lección que debo aprender de esta experiencia? Creo intuir que sí. Demasiadas cosas, fundamentales, en tan poco tiempo. Eso descoloca a cualquiera. Yo no voy a ser la excepción. Las bases de mi vida, tambaleadas en sus cimientos no sólo por el hecho de saber que yo, no soy yo, sino también por todo lo que Ana significa. Y no hablo sólo de lo que significa para mí, sino, lo que ella significa por sí misma. La mujer más extraña de todo el universo. La única, la inmortal, la más bella. Precisaría de un altavoz para ir gritando por la calle sus inconcebibles misterios. Pero ¿puede uno ser tan cauto? Dejarse atrapar por el torbellino del oleaje de los sentimientos e ignorar todo lo que su cabeza, en buena lógica, le ordena. Debería retraerme, no entregarme, descubrir la auténtica verdad que, seguro, ocultan las apariencias y evitar así, poder ser herido. ¿Y no sería esto un signo de cobardía y también de egoísmo? Me pregunto. No te lo pregunto a ti: una, porque no puedes contestarme y, dos, porque,

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de poder hacerlo, seguro que dirías que es algo tan normal como lo que le pasa a cualquiera. A cualquiera que se enamora, claro. En cambio a mí me gustaría saber si todo el mundo siente el mismo miedo que yo, o si el mío es mayor. Porque no es sólo la natural desconfianza a la entrega y a lo que vendrá, siempre desconocido. Y hasta aquí coincido contigo en que podría no ser diferente de nadie que esté en este mismo caso. Pero, no me negarás, que mi porcentaje de posibilidades de estrellarme de frente con el muro de la verdad son bastante considerables. La verdad. Sí. ¿Puede ser la verdad una fantasía? Qué pena no tenerte delante. Sólo por ver la cara que estarás poniendo daba yo parte de mi reino. Porque ahora, por si no lo sabes, soy un rey de no sé qué lugar, y yo, el que tú conocías, en realidad ya no soy yo. Soy otro, pero de momento conservo el mismo nombre y, por tanto, me puedes seguir llamando Bernardino. Lo de Luis nunca me lo llamaría, mira. No por nada, sino porque es un nombre que no me va bien con la cara. Se ve que le van mejor nombres de, al menos, cuatro sílabas. En resumidas cuentas, debo de ser una especie de aristócrata nuevo rico, eso sí, sin un duro, o mejor dicho, con los mismos duros de antes.

***** El caso es que, dejándonos ya de tantas tonterías influenciadas por el vapor etílico que las envuelve cuando las pronuncio, y volviendo de una vez al hilo de lo que te estaba contando, finalmente fue Ramón el que se quedó a dormir en casa. No podía dejarle marchar a aquellas horas de la mañana, sobre todo después de las cuantiosas copas que nos trajinamos la noche anterior. Tras conseguir acostarle, completamente curda, yo, en mejor estado, me repantingué en el sillón azul y me leí de un tirón el texto de Ana... ¿Qué quieres que te diga? Juzga por ti mismo cuando lo leas. Por lo que a mí respecta, y siendo duro, debo decir que en todo su relato nada hay que aporte pruebas concluyentes. Es sólo una historia. Reconozco que bien contada, con bonitos versos y un tono épico en el que ya no escribe nadie. Pero no, no me trajo a mi conciencia algo que me hiciese

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recordar, de golpe, que yo era ese protagonista. Ningún recuerdo: nada de lo que Ana decía. Lo más sorprendente, para mí, es la descripción de la cueva. Ese lugar que, de existir, no sólo sería por sí mismo historia viva, sino que la cueva de Ali Baba no le llegaría ni a la suela de los zapatos. Pero hablando en serio: si un día Ana me llevara hasta ella y fuese real todo lo que cuenta en su texto, acabaría por creer a pies juntillas, por siempre, en todo lo que dice y jamás me atrevería a llevarle la contraria en nada. De todos modos, y volviendo con lo de antes, aquella noche, no sé si por haber leído esos versos, no conseguí dormir hasta muy tarde. Demasiadas cosas en la cabeza. Y lo más lamentable es que a pesar del estado de vigilia y de los sucesivos estados intermedios que traté de invocar hasta llegar al sueño, no me llevaron a tener ninguna clase de revelación de orden místico, ni que mi alma, si la tengo, recordase mi primera vida. En el caso de realmente la tuviese y fuese esa misma vida. Seguro que esto que digo te parecerá una soberana tontería, pero debo informarte de que realmente pensé en ello. Daría lo que fuera por una certeza. Y aunque fuera de clase sobrenatural, la daría por buena. Haz un milagro, y creeré en ti. Eso le dije al dios que gobierna mi destino. Y recé para que el milagro sucediera. Pero no apareció el genio de ninguna lámpara, y todo siguió a oscuras. Ramón se despertó pasadas las diez. Vio que estaba solo en mi apartamento y decidió telefonearme a la oficina. Yo, empresario responsable, que trabaja en sábado, me encontraba tomando mi primer café de la mañana en el bar de la esquina. Entonces, mi secretaria, Carla, me llamó al móvil para decirme que Ramón había llamado. Y yo llamé a Ramón para preguntarle qué quería. Pero Ramón o bien ya había salido, o no cogía el teléfono. Cuando llegué a la oficina, estaba ya allí, esperándome. Únicamente quería despedirme. Me marcho

a Vilarmaior.

¿Y sólo has venido para eso? Pues te has tomado muchas molestias. En realidad también quería decirte algo

que no me atreví a contarte anoche.

¿Decirme qué?

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Que ayer por la tarde tuve una reunión con Luis Uría. No me preguntes cómo lo hizo, pero fue él quien dio conmigo, con mi teléfono de Ferrol. Seguro que no le fue muy difícil, le bastó una guía de teléfonos y saber cómo sabe que eres de Ferrol. ¿Y le dijiste la verdad? Sí. ¿Incluso quién era realmente? Sí. ¿Y cómo reaccionó? Al principio casi quería matarme, pero

luego se fue calmando. Y, al final, a poco termina llorando como un niño. Era de suponer. Porque, en su caso, además de su

identidad, has roto sus sueños. Afortunadamente, yo no tenía los sueños de Uría. Y en los míos de ahora sólo veo a Ana. En eso le llevo ventaja. En eso y en que él es, siempre fue, un

sapo convertido en príncipe y tú, un príncipe convertido en sapo. Y darle la vuelta a la tortilla, es complicado. Sobre todo después de haberte visto la cara.

¿La cara?¿qué cara? La tuya, ¿cuál va a ser? ¿Recuerdas tu

primera impresión en el aeropuerto, nada más ver a Luis Uría? ¿No te resultó un rostro familiar?

Sí. Y ya lo habíamos comentado. Pues a él tampoco tu cara le pareció

extraña. Tus facciones son las de su familia. Igual que las suyas son para ti las de la familia que te tocó compartir. Uría vio algo en ti que al principio no supo identificar, pero que luego le hizo sospechar. Creo que fue esa la razón por la que procuró verme. De hecho, sus primeras preguntas fueron en torno a tu persona: ¿por qué te había dado el poema?, ¿de dónde venía nuestra relación?, ¿quién eras, realmente? Algo debía de olerse ya.

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Se conoce que sí. Y me sorprende la perspicacia de la gente, porque lo que es yo, no creo que llegase a sospecharlo nunca. Eso lo dices porque no tienes en cuenta que en la vida de Uría hay motivos para desconfiar que no es hijo de sus padres. ¿Cómo crees que sentó el cambiazo del niño en su familia? ¿Cómo crees que se puso Don Agustín al llegar a Ferrol y ver a Luisito, el que decían era su hijo y que en nada se le parecía, y enterarse encima de que ha perdido a su mujer? El viejo Agustín, desde que te vio en aquella cuna del hospital, albergó la sospecha de que no eras hijo suyo. Hubiera dado su vida a cambio si pudiese resucitar a su mujer, un solo instante, para preguntarle quién era el padre del bastardo. Porque el viejo no imaginó nunca que te hubiesen cambiado en la cuna, sino que su amante y fiel esposa se la había jugado, o mejor, le hubiese devuelto la jugada. Yo mismo le oí maldecir a los médicos, a las enfermeras, a su difunta esposa... y si no fuera porque no estaría bien visto, hasta hubiera dejado al pobre Luis abandonado en su incubadora.

Pobre Uría. ¿Qué iba a decirle cuando volviéramos a vernos? ¿Y qué iba a decirme él a mí? ¿Trataría de llegar a un acuerdo para cederme parte de su fortuna o se haría el longuis, diciendo “todo para mí, demuestra si puedes que eres quien dices ser”? O sencillamente, pensaría que le podría bastar con hacerse el sueco, “no me preguntes que no te contesto”, y sacar como tema de conversación el maravilloso tiempo del que disfrutamos en Santiago en estos días. En fin, de cosas como esta se aprende a conocer a las personas, pensé. Así como reaccionara, así sería, y así también mi criterio al respecto. Yo, sencillamente, ni de él, ni de su fortuna, quería nada. Y no es soberbia. Porque aunque es cierto y debo reconocer que no me vendrían mal unos cuantos millones del ala, no es menos cierto que no tengo pensado mover ni un solo dedo para que vengan en mi dirección. Tras la interesante revelación, Ramón se marchó y yo hice lo propio. Teniendo en cuenta que era sábado, que la noche

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anterior había sido agitada y que no me apetecía mucho trabajar, decidí darme un paseo, para tratar de pensar un poco en tantas cosas que, por falta de tiempo, ni siquiera había podido rebobinar. Y ya estaba a la altura de la Rúa da Raíña cuando sonó mi móvil y, lo que son las cosas, era Uría. Quedamos para tomar algo en quince minutos en la terraza del hostal. No me había querido comentar más, y menos por teléfono. Sólo quería verme. ¡Y vaya si me vio! Yendo al grano, nada más llegar, él estaba ya plácidamente sentado, mirando hacia la catedral, bajo una sombrilla y sin dejarme acomodar siquiera, me dispara, a bote pronto: He estado pensando mucho en la conversación que mantuve ayer con su amigo y, ¿sabe a qué conclusión he llegado? Pues que su vida ha sido injusta, y también, que yo quiero compensarle. Pero preciso que me diga usted cómo. Fíjate en la estrategia. Pida usted, te dice. Y tú, como no sabes qué, ni cuánto es mucho, ni cuánto es poco: si muerdes el anzuelo, estás perdido. Lo natural es que para no quedar de egoísta y oportunista, pidas a la baja, salgas barato y pierdas el derecho a nuevas compensaciones. Y si te digo esto no es porque me viniesen deseos repentinos de decir “tanto”, sino que sencillamente me limito a analizar la estrategia que utilizó Uría, lo que también, desde mi punto de vista, puso a las claras sus intenciones defensivas. Ya de perdido el estatus de leyenda, al menos mantener el estatus económico y ese estilo de vida que permite pensar seriamente, por ejemplo, en adquirir un jet privado. Si alguien ha de compensarme por algo, no creo que deba ser usted. No lo considero responsable de nada. En el mejor de los casos, es tan víctima como yo y créeme que esto lo dije sinceramente. Menos que usted, amigo mío, permítame reconocerlo. A fin de cuentas, a mí, la vida se me brindó llena de posibilidades. Y nunca me sentí culpable por ello. Pero ahora sí. Como si me estuviera aprovechando de una situación, que si bien me ha cogido de rebote, no es menos cierto me hace sentir como si fuese un pinche advenedizo. Entiendo ese sentimiento. Pero también comprendo que no quiera desprenderse de ninguno de esos regalos que la vida le

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dio. Ni tampoco creo que fuera justo que renunciase a ellos. Ya le digo que no le considero responsable. Pero son demasiados regalos. Demasiados, de verdad. Y no crea que por renunciar a algunos voy a quedarme en la indigencia. Lo justo es que, si los dos hemos sido víctimas, al menos tratemos de compensarnos mutuamente. Agradezco sus intenciones.  Y yo la suyas, por ser nobles y sinceras. Así las cosas, y sin concretar más, nos degustamos, a petición suya, unos Pernod. No es que yo tenga mucha costumbre de tales bebidas, pero no es caballeroso despreciar los regalos que en un momento dado te da la vida, como bien se los dio a Uría, sin que tampoco él estuviese dispuesto a renunciar. ¡Tonto sería, qué duda cabe! De todos modos y, pese a la decepción lógica, que seguro usted comprende, no me arrepiento de haber hecho este viaje. Y hasta es posible que de él obtenga un fruto mejor del que esperaba. ¿No se referirá otra vez a esa rubia peligrosa? Es posible. Pero no voy a revelárselo todo. A su debido tiempo, amigo mío. Hacía, aquel sábado 23 de octubre, una espléndida mañana. El sol nos acariciaba en la terraza, los camareros sonreían complacientes, la copa me estaba sentando bien y, lo mejor, es que me quedaba por delante un prometedor fin de semana en que mi principal plan consistía en seducir a Ana, intentar pasar la mayor parte del tiempo con ella, y a ser posible, en posición horizontal. Todo, o casi todo, parecía sonreírme, y nada hacía prever el giro que darían los acontecimientos una vez que pasaron esos dos días irrepetibles. De nuevo debo pedirte excusas para interrumpir esta grabación. Son ahora las veintiuna treinta del miércoles 27 de octubre y me he pasado ya dos noches y la tarde de hoy, dándole al pico, con objeto de dejar estas palabras bien grabadas para la eternidad, asunto que dejo enteramente en tus manos. He concluido, como quien no quiere la cosa, siete cintas de una hora y todavía no he terminado de contarte una historia que pensé sería capaz de resumirte en poco más de unas cuantas casetes, no más de cuatro. Debe de ser que, al no tener interlocutor delante que me ponga cara de aburrido, o que no me diga directamente,

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“vaya paliza me estás dando con tu rollo”, me voy calentando y me prodigo en detalles que no sé si te aclaran algo o te lo embrollan aún más. Pero debo reconocer que si hasta yo estoy cansado de tener que esgrimir tanta verborrea, tú no vas a quedar mejor cuando te decidas a escuchar mi testamento sonoro. Pero, continuaré, que todavía me quedan muchas sorpresas por contarte: estás amenazado.

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DIECIOCHO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 8.

Presiento que aún no ha acabado la hora de la muerte. Que Ana tenía razón. Son ahora las 22:15 del jueves 28 de octubre. Estoy en mi apartamento, solo, y no veo más que sangre a mi alrededor. He sido otra vez interrogado, hoy mismo. Sorprendidamente interrogado. El motivo: la aparición de un nuevo cadáver. Una mujer rubia, preciosa, de unos treinta años de edad. Sencillamente degollada. La encontraron a menos de quinientos metros de donde apareció el cuerpo de Uría. Me pidieron que fuera a Ferrol y me obligaron a reconocerla en el depósito. Casi vomito por aquel intenso olor que desprendía, y que traspasaba mi mascarilla como una hoja de afeitar.

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Sí, les dije. La vi un par de veces, acompañando a Luis. Sé, por lo que él me contó, que había comenzado un aventura que, creo, le ilusionaba. Pero ni siquiera sabía su nombre, ni ningún otro dato de ella que poder aportar. Se ve que la propia Guardia Civil la encontró. Tal vez buscaban esa pala y lo que hallaron, en cambio, fue un cuerpo semienterrado entre unos matorrales que, al margen del profundo tajo en el cuello, no presentaba otros síntomas de violencia. El propio sargento comentó que el artista del cuchillo debía ser un tipo hábil, que no sólo sabía muy bien dónde y cómo deslizar el filo de la hoja, sino que, según parece, cogió a la víctima por detrás y, al tiempo que le rebanaba, aprovechó también para romperle el cuello, con un sutil y simple giro de su mano. Las conclusiones eran bastante claras, incluso para mí. El asesino, además de un profesional frío y seguro de sí, tenía que ser también un hombre fuerte y alto, sobre todo teniendo en cuenta que la rubia sobrepasaba el metro setenta. También estaba claro que no tuvo intención de dar opción alguna a la muerta. Fue directamente a por ella, sin más contemplaciones. Lo curioso es que, según el informe del forense, la mujer debió morir poco más o menos que a la misma hora que Uría. Y, ¿sabes otra curiosidad?: la difunta se llamaba Esperanza Villasante, aunque todos la conocían por el nombre “artístico” de Anaraida. Tenía una consulta, muy concurrida, donde se dedicaba a la adivinación por medio del tarot y de las cartas astrales. Además era propietaria de una de esas líneas telefónicas de pago, de prefijo 906, con la que, según parece, estaba ganando una fortuna. Como por arte de magia, vamos. Pero lo más importante para mí, porque ese dato parece exculparme, es que en sus manos encontraron restos de la misma herrumbre que tenía la espada que había atravesado a Uría y, además, sangre del propio Luis en sus ropas y en su pelo. Por tanto, el primero de los crímenes, aparentaba estar ya resuelto. Y en cambio, la cosa se complicaba, porque ¿quién la mató a ella? O incluso: ¿quién les mató a los dos? ¿Y qué podía decirles yo? No la había visto aquel día, ni sabía si tenía coche, ni de qué marca, ni cómo pudo llegar hasta el acantilado. Nada. Sorprendidamente interrogado, te decía. Aunque ahora, supongo que el hecho de ser casi testigo del

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crimen de Luis y la coincidencia de las horas de sus respectivas muertes, fueron la razón. Deduzco que fue más un formalismo que una sospecha razonada porque, de haber visto yo a esa mujer, no me lo iba a callar en mis anteriores declaraciones. Pero tenían que comprobarlo, claro: “¿conoce usted a esta mujer?” y todo lo demás. Lo raro es que ni siquiera me preguntaron más en relación a Uría. No obstante me dio la impresión de que actuaban con cautela, como si tuviesen entre manos una sospecha, o quizás una prueba que no querían revelar y que se esforzaban en proteger. Pero no sé si esto es impresión mía. Eso sí, me negaron haberme puesto vigilancia cuando yo les recriminé lo de esos dos sabuesos que me siguen a todas partes. Porque aquel “no sabemos de qué nos habla” me sonó completamente falso. Y me equivoqué por completo porque, nada más aparcar mi coche, al regresar a Santiago, me topo de frente con los dos individuos en cuestión. Y a menos de un par de metros del portal de mi casa. No pude evitar decirles: Ustedes son los que me vigilan ¿no? ¿los policías? Pues díganle a sus jefes que ya empiezo a estar harto de tanta persecución. Tranquilícese. No somos policías me dijo el más alto de los dos, viéndome el cabreo. Sólo queremos hablar con usted. ¿Nos permite acompañarle hasta su apartamento? Si no hay otro remedio dije, con evidente tono contrariado, pero viendo que bajo la oscura chaqueta del que había hablado asomaba la culata de un revólver. Que no sé si me enseñó a propósito o que vi casualmente, pero, lo que está claro, es que lo que había que ver, estaba a la vista. Admito que, por un instante, me sentí intimidado. Aunque el mismo que cargaba el arma añadió tranquilizador: Sería más discreto que decirle lo que tenemos que decirle en un bar o en un lugar público. Siendo así, suban entonces. Y efectivamente, entramos en el ascensor. Justo en ese momento, al mirarles discretamente, con el rabillo del ojo y a través del espejo, caí en la cuenta de que aquellos dos tipos eran

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los mismos que había visto, vestidos de negro, en el aeropuerto, el día en que fui a recibir a Uría. Sólo que ahora no llevaban bigote. El mismo par de aquellos que me parecieron mexicanos y que en ese momento, ya no me lo parecían tanto. Sobre todo el más bajito de los dos. ¿Puedo ofrecerles algo? ¿Una copa de aguardiente? No es el mezcal de ustedes, pero les aseguro que no quedarán defraudados tanteé, tras entrar en el salón. Y dije esto, un poco a ver cómo respondían, y por probar si mi intuición era correcta. El más bajito declinó la invitación y la sustituyó por un güisqui con hielo, pero el fortachón se atrevió a poner a prueba mi mejor brebaje. Permita que antes nomás, nos presentemos. Mi nombre es Nicanor Estévez y él es Jack Stromberg. Trabajamos, o mejor, trabajábamos, para el señor Luis Uría. Mucho gusto dije sin acertar a salir de mi sorpresa aunque, al mismo tiempo, me pareció tan lógico que lamenté no haberlo intuido siquiera. Ustedes dirán. Lo primero, pedirle que acepte nuestras disculpas por la vigilancia de estos últimos días. Pero, compréndalo, cumplíamos órdenes. ¿Órdenes del muerto?, quiero decir ¿de Uría? dije al pensar que sólo desde su muerte había detectado la presencia de aquellos dos, merodeándome. Efectivamente, órdenes del señor Uría. ¿Y puedo saber cuándo les dio él la orden de que me vigilasen? Dos días antes de que le mataran. Don Luis le creía a usted en peligro. Vaya, no era el único, por lo que se ve. Lástima que se equivocase. De saber que el que estaba en peligro era él, se hubiese hecho vigilar a sí mismo, supongo. Él no tenía miedo. Incluso en la hora de su muerte nos ordenó alejarnos. ¿Quieren decir que ustedes estaban cerca del acantilado en aquel momento?

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Sí, pero, por desgracia, llegamos demasiado tarde. El señor nos ordenó que nos quedásemos dentro de nuestro carro, pero, cuando vimos que tardaba demasiado, comenzamos a preocuparnos. Así que Jack se marchó en su busca y yo me arrimé para cubrir su auto. Luego, como usted ya imagina, Jack encontró a Don Luis con esa espada clavada. Lo único que pudo hacer por él fue ahorrarle más sufrimiento. O sea que ¿usted dije señalando a Jack le quitó los guantes, se los puso y le estranguló? aventuré sin llegar a imaginar siquiera semejante sangre fría. Ni tampoco que, de todas las posibilidades e hipótesis que yo había imaginado y analizado, la de la muerte asistida y con los guantes, fuese finalmente la correcta. Jack no respondió. Sencillamente mantuvo la vista clavada en la alfombra. Se diría que aquel recuerdo no le era grato, aunque su rostro permaneciese hierático y duro como el de una piedra. Luego, sin levantar la vista y con un marcado acento norteamericano, dijo: Él me lo pidió. ¿Él? ¿Le dijo algo? ¿Qué le dijo? Dijo “mátala” y después, me miró, suplicando, con los ojos muy abiertos, y entendí. Pero no reaccioné. No podía creer que una fulana como aquella pudiera haber hecho algo así. Me quedé quieto, sin saber qué hacer. Sólo quería salir corriendo detrás de la rubia, pero no podía dejar solo a Don Luis. Entonces él me sujetó una mano y dijo: “por favor”. Así había sido, por lo visto. Creyó conveniente no dejar sus huellas y aquellos guantes amarillos que se le ofrecían a sus ojos, le venían de perilla. No me explicó más detalles, pero el resto, lo imagino perfectamente: le rodeó el cuello con las manos, apretó con todas sus fuerzas, con los pulgares sobre la nuez, hasta que, dando un chasquido, el hueso cedió hacia adentro y rompió dos anillos de la tráquea, dejándola bloqueada. Uría tendría aún dos o tres fuertes convulsiones antes de exhalar su último aliento. Macabro. ¿Y no vio a la rubia? No. Le vi a usted. Vi como llegaba en su coche, como descendía el acantilado, como hacía sus fotografías. Y después

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también le vi marcharse corriendo. Pero desde donde yo estaba no veía al señor. Fue su carrera apresurada la que me puso en alerta. Así que bajé por la ladera y, tragó saliva antes de añadir le encontré. ¿Y cómo sabía que yo no era el asesino si dice que, desde donde estaba, no veía el lugar en el que agonizaba Uría? No le creí capaz. Le vi a usted, justo en el momento en que se da cuenta de la situación y echa a correr hacia el señor. También cuando salió huyendo hacia su carro, muerto de miedo. Además, el señor no iba solo y, él mismo señaló a la pendeja, al pedir que la matara.  ¡Anaraida! exclamé, pensativo. Sí, esa asquerosa mujer. Y supongo que le tocó a usted la tarea de vengar la muerte de Luis le dije a Nicanor. Pero él, antes de contestar, miró a Jack. Aunque el otro no hizo ningún gesto. Finalmente, puso sobre mí una mirada de hielo y dijo con vehemencia: Lo hice encantado y vi como sus ojos, de golpe, se inyectaban de ira. Y lo volvería a hacer. Don Luis no se lo merecía. Y al contármelo a mí, me hace cómplice. Usted preguntó. Pero estoy seguro de que no va a contar nada de esto a nadie y su tono, su firmeza y también su mirada, ahora de acero, me disuadieron en ese mismo instante de la idea de ir con el cuento a ninguna parte. Y fíjate que ya estoy desafiando aquella amenaza. Y no tengo miedo. Pero no voy a adelantarte acontecimientos. Lo que sí tengo que resumirte, antes de proseguir con esta historia, es que, de aquel par de tipos, el americano, Jack, había, según dijo el otro, trabajado para el FBI. Hasta que aceptó, imagino que a cambio de un sueldo mejor, hacerse cargo de la seguridad de Luis. El tal Nicanor, en cambio, era un simple detective privado de Monterrey que comenzó haciendo algunos trabajillos para Uría y que, con el tiempo, acabó por entrar en nómina. Al parecer, él y el difunto se conocían desde niños. Hasta habían estudiado juntos la primaria.

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Pero ahora debemos marcharnos. No nos queda mucho tiempo, una vez que la policía ha descubierto el cuerpo de esa mujer dijo Nicanor. Era lógico. Tan lógico como todo lo demás. Y ¿qué es lo demás? Pues ahora te lo cuento, porque, pese a sus prisas, conseguí retenerles lo suficiente para enterarme de algunas cosas interesantes. ¿Qué digo interesantes? Absolutamente increíbles. Resulta que Luis Uría, esa misma mañana de su muerte, es decir, el 25 de octubre por la mañana, hizo que un notario le visitara en su suite del hostal. El caso es que su intención era redactar un documento... y ahora, antes que nada mejor siéntate si estás de pie, y tómate algo, porque lo que te voy a contar te va a dejar sin aliento, como también me dejó a mí. Te decía que Uría redactó ante notario un documento mediante el cual me cede la mitad sí, oíste bien, el cincuenta por ciento, de todos sus bienes y propiedades, tanto mobiliarias como inmobiliarias. Una suma, que, según los papeles que me entregaron los mexicanos, se elevaba a la escandalosa cifra de doscientos millones, de dólares. Es decir, mi fortuna real, a fecha del sábado, ascendía a unos cuarenta mil millones de pesetas, duro arriba, duro abajo. Y de ellos, casi un sesenta por ciento, o sea, 117 millones de dólares, depositados en una única cuenta de un banco con sede en Liechtenstein, que desde aquel mismo momento, estaba ya a mi nombre. El resto de mi regalo lo conforman diversas propiedades en Nueva York, México D.F., Caracas y Buenos Aires. Absolutamente increíble, ¿verdad? Pero abrumadoramente real. Uría, no obstante, se reservó para sí la colección de arte de “su” padre, las propiedades de Monterrey, la mayor parte de los negocios, e imagino que una cantidad nada desdeñable de dinero contante y sonante. Cuando me enteré, no tuve más remedio que beberme de un trago dos copas seguidas de aguardiente, antes de conseguir hacerme del todo a la idea. Me había equivocado con él. Con Uría, quiero decir. Pese a la táctica defensiva que empleó, o quién sabe si gracias a ella, logró conservar la mitad más jugosa de su riqueza. Aunque es

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cierto que podía haberse hecho el loco y quedarse con todo. O darme un porcentaje menor de esa fortuna que, aunque representase una limosna para él, a mí ya me parecería el cielo. Y yo, además, te juro que no esperaba nada. Hasta cuando dijo aquello de que quería compensarme, no imaginé que llegase a ocurrírsele hacer algo semejante. Desproporcionado. Increíble. Pero aún no he terminado, claro, seguro que ya estás suponiendo que no. Porque ahora Uría está muerto. Imagino que tu siguiente pregunta sería: “¿qué pasó con el otro cincuenta por

ciento?”

Pues sí, ante el mismo notario, y para aprovechar bien la visita, decidió redactar un nuevo testamento. Y, oído al parche: en esas últimas voluntades me nombró a mí, a Bernardino Braña, heredero universal de todos sus bienes. ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo? El mío, completamente frío. Obviamente, Luis no tenía hermanos ni hijos y, se ve que tampoco parientes lo suficientemente próximos como para plantearse dejarles nada. Así que, calcula, si eres capaz, el montante de mi actual fortuna. Es fácil decir la cifra. Pero difícil cuantificarla. Y todavía hay más. Es algo a lo que no paro de darle vueltas en la cabeza. Quiero decir que la decisión de llamar al notario no fue sólo por el convencimiento de que la vida había sido injusta conmigo y generosa con él, como me había transmitido unos días antes. Eso sólo demostraría que cumplió con creces con la palabra que me dio. Pero para poder explicarte mi preocupación y que la entiendas debo contarte antes algunas de las revelaciones que me hicieron sus matones y para eso, volvamos a aquella misma tarde en la que Luis Uría llegaba desde México al aeropuerto de Santiago. Yo, como sabes, estaba esperándole. Él, como ahora sabes también, no venía solo: le acompañaban los dos tipos en cuestión, que se esforzaban tanto en hacer ver que viajaban por su cuenta, que disfrazaron su aspecto con un par de imponentes bigotes. Y en el vestíbulo, la tal Anaraida, aguardaba. ¿Por quién aguardaba? Buena pregunta. Pero ya te lo imaginas. El viaje hasta el Hostal de los Reyes Católicos no pudo ser más chocante. Yo iba con mi coche, delante. Me seguía el Mercedes alquilado de Uría. A su rueda, el coche de la rubia y,

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finalmente, cerraba el duelo la furgoneta, también alquilada, de los dos secuaces. Y digo que cerraba el duelo, porque aquello debía de parecer, para quien nos viese pasar, la caravana de un entierro. Sólo faltaba el coche fúnebre, pero, ése, tardaría aún unos días en llegar. El encuentro de Uría en el restaurante, aquella misma noche, deduzco que fue provocado por la tal Esperanza que, ejerciendo de cazadora y, ya localizada a su víctima, se hizo la encontradiza. Y Uría, que de tonto no tenía un pelo y que ya sabía del marcaje a que estaba sometido, aprovechó el momento para darle pie, invitarla a cenar para ver sus intenciones y jugar al límite con el regalo que se le ofrecía. ¿Recuerdas cuando él me dijo aquello de “el cazador cazado”? Pues tiene bastante sentido, ¿no? Según parece aquella fue una noche tan agitada que hasta los recepcionistas recibieron un par de llamadas de queja de los clientes de las habitaciones contiguas a la suite del mexicano. La tal Anaraida, por lo visto, emitía algo más que sencillos jadeos. Y el encargado, a punto de entrar en la habitación con su llave maestra, dado que nadie respondía a sus golpes en la puerta, fue conminado por los dos sicarios a que hiciese la vista gorda. Y a ello ayudó grandemente el generoso par de billetes de cien dólares con que le regalaron. Noche memorable, sí señor. No me extrañan los comentarios que me hizo en el desayuno del día siguiente el mismísimo Uría. Unos comentarios exquisitos, a los que yo no quise verles lo que en verdad encerraban: “fue una experiencia maravillosa, frente a una mujer también maravillosa, créame.” Estaba claro que el par de copas de aguardiente habían aflojado la lengua del tal Nicanor. Y su tono, ahora, era menos educado y cuidado. Pero a la pendeja de la rubia, no le bastó con aquel revolcón. A media mañana, ya estaba de vuelta, vistiendo una blusa sin sujetador, dos tallas menor que la suya, y que le marcaba tanto las tetas que hasta los empleados del hostal se ponían colorados. Y la historia de la noche anterior volvió a comenzar. Sólo que, a esas horas, no había clientes que protestaran por el ruido y,

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gracias a eso, los dos gorilas se ahorraron otros doscientos dólares. Pero la cosa no giró, como tampoco la noche anterior, enteramente en torno al sexo. Debo aclararte que los dos matones de Uría, profesionales de lo suyo, tenían hasta micrófonos ocultos en la habitación de su señor. Por eso oyeron, coma por coma, todo lo que sucedía y todo lo que se hablaba. Qué falta de pudor tenía Uría. Ya ves. A lo mejor hasta le daba morbo el saber que los otros dos estaban al loro. Y yo tengo ahora esas cintas, cortesía de los dos guardaespaldas, y hace sólo un rato que he escuchado algunas. Fíjate que Anaraida, haciendo gala de sus dotes de falsa pitonisa, pero sin las cartas del tarot por medio, le había augurado a Luis, tal vez leyéndole las líneas de la mano o método similar, un futuro brillante. Por lo que no cabe más que concluir, viendo lo visto, que en lo suyo era muy mala o que mentía descaradamente. Ya al principio de la primera grabación, y antes de que nadie protestase a la recepción del hotel, le dice “déjame ver”, hace una pausa como de seis o siete segundos y añade que ve su destino “entre las estrellas”- También que Uría estaba “llamado a gobernar entre los mortales” e incluso que, muy pronto, “tu importancia será tal que te vestirá de leyenda”. Pero no le bastó con eso, sino que completó su mordaz impostura con un “veo mucho oro, tanto como nadie ha tenido” y también, aunque no con estas palabras, que Uría llegaría a figurar en el número uno en la lista del top 100 de la revista Forbes, “porque en la riqueza y en el poder, llegarás a lo máximo”. Como si a Uría le importase mucho. Y digo esto con certeza, a la vista del desprendimiento que mostró conmigo, y que le harían bajar muchos puestos en cualquier lista de ricachones supremos. Supongo que, desde ese momento, Uría no se fió ya de Anaraida. Le debió parecer, como también me pareció a mí al escucharla en las cintas, que enseñó demasiado el plumero al referirse directamente al oro, sin utilizar siquiera sinónimos como riqueza o dinero. Y eso puso a las claras tanto su conocimiento del contenido de la leyenda como, probablemente, de la situación económica personal del propio Uría. De paso también demostró, a mi entender, que subvaloró a Luis, tomándolo por un patán que acaba de ligar en su primera salida nocturna, sin percibir que lo que quedó en evidencia fue

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una burda estrategia, que además trataba de jugar con ese dato para arrimar el ascua a su sardina. Pero de poco le valió la interpelación a la antiquísima vanitas vanitatis. Porque Uría podría ser cualquier cosa menos vanidoso. No tenía falta. Al contrario, era en exceso desconfiado. Y más sabiendo como sabía los precedentes de Anaraida, me refiero a que ella le había seguido y todo eso. Lo peor para la pitonisa fue que esa desconfianza llevó a Uría a concertar una entrevista con mi amigo Ramón Escadas. Y sus revelaciones, la verdad de sí mismo, le hicieron inclinar la balanza de la sospecha decididamente hacia el lado de la certeza, sabiendo ya, no sólo la falsedad y la intención de las profecías de la pretenciosa augur del futuro inmediato, sino que ella, pese a creerse tan lista, ignoraba que él no era el heredero de esa línea de sangre que hacia atrás conduce hasta Uriel. Y, claro, Luis no hizo nada por sacarla de su error. Con todos los ases en la mano, sencillamente se limitó a ver hasta dónde pretendía llevar ella su infantil juego. Quizás por eso, tras la entrevista con Ramón, todavía mantuvo un tercer encuentro de amor, el propio viernes, con cena incluida. De la conversación de la cena, poco se sabe. Pero es de suponer que Uría la desenmascaró del todo, sin enfrentarse, claro, porque luego subió con ella a la habitación y tuvo, quizá, la más salvaje de sus refriegas. Los matones no me explicaron cuanto aflojaron, pero sí que el propio director tomó la decisión de cambiar a otras habitaciones a los que, con razón, se quejaban. El caso es que, de acuerdo con lo que saqué en claro de las grabaciones, Uría le apretó bien las clavijas. La ató a la cama y practicó con ella diversos juegos sádicos que, por los gritos de ella, no parecían ser tan suaves como los de los encuentros anteriores. Pero lo curioso, es que ella le azuzaba, le provocaba, como una fiera complacida y ebria por la acidez y el fuego del látigo. En fin, no sé qué pensarían los matones cuando escuchaban, en directo, aquella escena, pero a mí, aún en diferido, te juro que me entraron escalofríos. El caso es que fue a la mañana siguiente, después de despedirse de ella, cuando ordenó a sus hombres que me vigilasen y protegiesen. Y lo hizo justo después de descubrir un hecho que, definitivamente, le puso del todo en guardia frente a

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Esperanza. La rubia, hacía escasos días, había viajado a Long Island, New York, donde mantuvo una entretenida entrevista de casi una hora, nada menos que con el inefable James Howard Cosgrove III. ¿Qué cómo pudo Uría enterarse de esto? Fácil. Tras la primera noche de amor desgarrador con Anaraida, que no concluyó hasta la media mañana siguiente, decidieron, juntos, ir a comer algo fuera del Hostal. Anaraida le recomendó el restaurante Toñi Vicente. Y allá se fueron, como par de tortolitos, dando un paseo. A su paso por la Alameda, que les cogía de camino, decidieron hacerse unas fotos en uno de esos fotógrafos de cámara de fuelle y tapón metálico en el objetivo, que habitualmente trabajan la zona. Después de eso, Uría sólo tuvo que escanear la preciosa foto, enviarla por correo electrónico a su rancho y, a partir de ahí, esperar a que le confirmasen, supongo que otros de sus matones, los resultados obtenidos en la vigilancia a la finca del poderoso señor Cosgrove. Lo que son las cosas, la rubia, melena al viento, se dejó fotografiar por los hombres de Uría a bordo de un precioso descapotable azul metalizado, chofer incluido, entrando y saliendo de la casa del coleccionista americano. Los mexicanos me enseñaron esas fotos, que no dejan lugar a dudas de que es ella. Si es que el mundo es un pañuelo, ¿o no? Pues, permíteme que ya que no estás, yo mismo me responda. Y la respuesta es que no sé qué decirte. Porque ¿no te resulta curioso que a la tal Anaraida la trasportaran desde el precioso hotel Hilton en que se alojaba, en un coche tan poco discreto? ¿Por qué no en una de esas limusinas con cristales ahumados? ¿Y por qué la llevaron directamente a la casa de Cosgrove en vez de citarse en un lugar menos susceptible de ser vigilado? Y la cuarta pregunta que se me ocurre, cierto que ahora mismo y, por tanto, a toro pasado respecto al momento de las revelaciones de los hombres de Uría, es la siguiente: ¿sabía Cosgrove que su casa estaba sometida a vigilancia? Me gustaría suponer que sí. Porque, un tipo como ese, con tantos recursos y gente a su cargo, tiene que estar por fuerza enterado de que rondan su finca. Digo yo. ¿Y qué clase de acuerdo tramaron el tal Cosgrove y Anaraida?, te preguntarás. Y yo te diría: buena pregunta, sólo que imagino que eso es algo que, de no revelarlo el propio James,

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permanecerá por siempre en el terreno de lo desconocido. Se colige que, cuando menos, Anaraida debería estar vigilante de cada uno de los pasos de Uría. Ganarse su confianza y, por supuesto, avisarle si es que Luis se acercaba demasiado hasta ese tesoro tan codiciado. Presumo que esa relación con Cosgrove fue la peor de las ofensas que Anaraida pudo hacerle al mexicano. A partir de ese momento, no hubo ya más encuentros de amor, pese a que restaban aún dos noches más, con sus respectivos días, hasta el momento en que Luis murió. Aunque también pudo ser por el cariz peligroso en que estaban derivando tales encuentros. Y eso deja aún bastantes interrogantes acerca de su muerte. Porque, ¿por qué sabiendo como sabía que esa mujer no era de fiar, se fue solo, con ella, hasta el lugar que le sirvió de patíbulo y alejando voluntariamente a sus guardaespaldas? Afortunadamente, hay una respuesta cierta. Y de una generosidad tan fuera de lo común que cuesta creer que sea cierta. Porque, verás. Tras dejar a Uría con la espada atravesando su estómago, Anaraida salió tan aprisa como sus piernas le llevaron. Pero, para su desgracia, fue interceptada por Nicanor. Al verla, a ella sola, con las ropas y el pelo manchados de sangre, el antiguo detective sumó dos y dos, y debió de darle cuatro. Por lo que sacó de cuchillo y, pese a que, fíjate, ella le juraba y perjuraba que no lo había matado, obviamente, no la creyó. Ni siquiera le hizo falta que Jack le dijera nada, porque se ocupó de ella antes de que su compañero regresara del acantilado y los teléfonos móviles, al menos el mío, no tenían cobertura y antes de saber que el propio Uría, cual emperador romano, había girado su pulgar hacia abajo al decir, de ser cierta la versión de Jack, aquel “mátala”. Así que decía que Nicanor tapó la boca de Anaraida y, sin más preámbulo, la degolló al tiempo que rompía su cuello. Como quien mata a una gallina. Fíjate que si se llega a equivocar. En fin. Y digo esto porque, cuanto más lo pienso, más me inclino por no descartar del todo las palabras de aquella mujer, proclamando su inocencia. ¿Realmente no fue ella quien clavó la espada en el estómago de Luis o lo dijo sólo para evitar el cuchillo de Nicanor? Supongo que recuerdas la última fotografía que hice la tarde que murió Uría: Ana saliendo del encuadre. No era

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Anaraida la de la foto. Estoy seguro. Por eso, la pregunta es ¿pudo ser Ana quien mató a Uría? De darla por cierta, eso explicaría su repentina desaparición. Pero, ¿es acaso Ana una asesina? Cuesta creer que sí. Me resulta increíble. Tan increíble como pensar que por el lugar del crimen, estuvieron, en un período de tiempo menor de media hora, un total de cinco personas: Luis, Anaraida, Ana, Jack y yo, sin contar a Nicanor, la Guardia Civil y todo el rosario que vino después. Casi me parece imposible, aunque recuerdo perfectamente que noté muy claramente una presencia, y no fue sólo un espejismo producido por la impresión de ver que faltaban los guantes y deducir de ello que el que se los apropió continuaba por allí, aunque también. Eso y la sensación de presencia física: la deducción racional y la intuición, por llamarla así, se entremezclaban. Pero de ahí a deducir que aquello era una romería, media un ancho trecho. Lo que sigo sin saber, porque me acordé en su momento de preguntarles a los mexicanos, es en qué lugar ocultaron los coches, tanto en el que llegaron Uría y Anaraida, como la furgoneta de los dos gorilas. Porque en esa zona sólo hay, que yo sepa, una única carretera y pasé por ella tres veces antes de que llegase la Guardia Civil, sin ver nada. Lógicamente, lo que no pude dejar de preguntarles era por la supuesta pala que buscaba la policía. Pero ninguno de los dos supo decirme nada. Ni Anaraida la llevaba en su huída, ni tampoco Jack recuerda haberla visto por allí. En fin, un misterio. Y finalmente, lo más importante: ¿Vieron a alguien más en aquel lugar? lógicamente pensaba en Ana y en aquella fotografía. No, a nadie más. ¿Por qué? Por nada, sólo era una curiosidad mentí. Antes de dejar mi apartamento, Jack y Nicanor me contaron su intención de viajar por carretera hasta Lisboa y, desde allí, volar directamente a algún lugar en el que poder pasar una temporadita a la sombra. No se les veía preocupados, ni con excesiva prisa. Y aunque al principio hicieron el amago de marcharse, mi insistencia y la conversación que se derivó gracias

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a ella, concluyó con tres güisquis para Jack y dos copas de orujo para Nicanor. Lo último que me dijeron, fíjate, es que tuviera cuidado, porque, en cuanto se conociese que yo era el heredero de semejante cantidad de riqueza, todas las sospechas recaerían de golpe sobre mis espaldas. Tanto de la muerte de Luis, como de Anaraida. Yo les dije que, en ese sentido, estaba muy tranquilo, pero ellos me insistieron en que no me fiara. Ahora pienso que tal vez tengan razón. Porque, aunque parecen haberse disipado las sospechas sobre mi participación en la muerte de Uría, a esa tortilla, en cualquier momento, puede dársele la vuelta. Y más con esa rubia degollada apareciendo de repente y con los únicos testigos, además de sus asesinos, desapareciendo de la escena tal vez para siempre. En fin. Así están las cosas, de enrevesadas.

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DIECINUEVE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 9.

Tienes que perdonarme el inciso que supuso haber grabado la cara de la cinta anterior. Ya sé que rompo el orden cronológico de las cosas, tal como sucedieron, y que ahora, de nuevo, tengo que dar marcha atrás y volver al sábado por la mañana, tras haber concluido los Pernod y la conversación con Uría. Pero es que hay momentos en que no puedo evitar vomitarlo todo, como si de repente, me entrase miedo de olvidarme de asuntos importantes que me cogen por completo de sorpresa. Y reconoce que, lo que te he contado, encerraba dos sorpresas mayúsculas: tanto la muerte de la rubia como mi calidad de heredero millonario, no es algo que le pase a uno todos los días.

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No te imaginas la de veces que soñé que me tocaba la lotería. De hecho soy muy dado a ponerme a divagar, una vez comprado el décimo o cubierto el boleto, con la de cosas que haría si resultase agraciado. La primera, siempre la misma, es pasarme un año entero recorriendo el mundo. ¡Qué ironía! Pese a mis ensueños, que finalmente siempre acababa por considerar desproporcionados, jamás imaginé ni con mucho, llegar a poseer tal cantidad de riqueza. Pero lo curioso es que no me puse a pegar saltos de alegría al enterarme. Quizás porque esto sea diferente. No es exactamente lo mismo que la lotería y ya veremos, en su momento, la verdadera naturaleza de la herencia y los muchos problemas que seguro me va a traer. Pero cuesta hacerse a la idea. Sobre todo, cuesta pensar en qué hacer con semejante bulto de millones, que supera, de largo, cualquier necesidad o capricho, por caros que estos puedan llegar a ser. Te juro que me siento perdido. No estoy preparado para tanto. ¿Qué voy a hacer con tantos negocios en marcha, que no sabría dirigir? Ni tampoco gobernar todo lo demás. Sólo ponerme al día y, digamos, conocer y recorrer todas las propiedades, podría llevarme meses. Desde que se fueron los mexicanos, durante toda esta tarde, no he podido dejar de pensar en ello... y también en Ana, claro, y en dónde demonios puede haberse metido. Pero cuantas más vueltas les doy a los dos asuntos, más vértigo siento. Porque, de verdad: sólo con tener a Ana ya consideraba que me había tocado la lotería. Si además me pongo a pensar en la posibilidad de que lo que ella dice sea cierto, la lotería es doble. Y todo esto, sumado encima de lo de hoy, colma y desborda cualquier recipiente, por grande que este pueda llegar a ser. Como decía hace poco un muy amigo mío, en uno de sus poemas:

“No preciso de estrella, ni de genio alguno saliendo entre humo de lámpara vieja”.

Pues yo, tampoco, te lo aseguro. Ahora bien, si Ana no volviese, ¿de qué me sirve todo lo demás?. Hasta pagaría por encontrar la lámpara en la que vive el genio ese. Hoy mismo, por ejemplo, hice tres viajes en taxi hasta su casa. Pero no estaba.

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Incluso la última, llegué a pulsar su timbre más de veinte veces y, como se me ocurrió pensar que podía estar estropeado, salté la muralla, entré a través de las zarzas del jardín y golpeé la puerta, primero con delicadeza y luego, con vehemencia. Nada. Entonces comencé a dar gritos, llamándola, hasta que un vecino, desde la ventana de enfrente, me gritó que dejara de molestar, que allí no vivía nadie. “Qué coño sabes tú le contesté con mala leche . Métete donde te llamen”. Ahora, por una parte, casi siento vergüenza de haber sido tan maleducado pero, por otra, me justifico en el estado de excitación que tengo por todo esto y, finalmente, seré soberbio, pero el diablillo que me sopla en la oreja me dice que el entrometido aquel se merecía una respuesta así. Son ahora exactamente las once de la noche. Falta una hora para que llegue el viernes 29 y, desde el pasado domingo, van ya cuatro días completos sin saber nada de Ana. Y no entiendo la razón, como tampoco comprendo que, en estos tiempos de teléfono, de móviles, de fax, de Internet, de mensajerías...en fin, no tenga ninguna forma de ponerme en contacto con ella. ***** Perdona la interrupción. Pero a veces no sé cómo me las arreglo para ser tan obtuso y cerrado. Claro que había un modo de intentar localizar a Ana. Y yo, todos estos días sin habérseme ocurrido: Gunmersindo Areas, el albacea, el administrador, el mensajero... Busqué en la guía telefónica hasta dar con su número, y acerté. Son ahora las doce y media de la noche y acabo de dejarle. Soy Bernardino Braña ¿me recuerda? le dije nada más cerciorarme de que era él quien estaba al otro lado del teléfono. Ah, sí, por supuesto.  Pues es absolutamente necesario que le vea.  ¿Ahora mismo? Si no tiene usted inconveniente.

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Estaba terminando de cenar. Aquí cenamos tarde

¿sabe?

¿Entonces le parece bien en O Galo dentro de media hora? Debí parecerle desesperado. Y realmente lo estaba. Tanto que, nada más colgar, salí disparado de casa y, pese a que había tiempo de sobra para ir incluso andando, tomé un taxi en la Plaza Roja y me puse allí en cinco minutos. “Tal vez me está afectando mi condición de nuevo rico y, lo de ir a pie a los sitios, comience a parecerme excesivo, porque ya es el cuarto taxi del día”. Eso lo pensé allí, en el asiento de atrás, y me reí en alto de mi propia ocurrencia. Vi como el taxista me miraba con cara interrogante a través del retrovisor y eso, aún me hizo más gracia. Cosas de los nervios, supongo. Entré en O Galo, miré en la zona de mesas y, nada, el tal Sindo aún no había llegado. Me acodé en la barra y, justo frente a mí, mis ojos se tropezaron con una botella de mezcal. La misma botella de mezcal Gusano Rojo que tantas veces había visto, allí, en su exacto lugar de la tercera estantería. Le pedí a Jorge uno y me miró con cara de extrañado, pero no dijo nada. “Por Luis Uría, estés donde estés, amigo”, recé en alto. Y me bebí la copa de un trago. Ponme otro volví a decir a Jorge. ¿Tu leíste Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry? No ¿por qué? Porque él, que estaba alcoholizado, temía al mezcal. Decía que cuando cayese en sus garras, sería el fin. Pues éste, entonces, lo beberé a la salud de Lowry. A ver si también para mí llega el final. Pero no el final que tú piensas. La verdad es que, comparado con algunos orujos, esto del mezcal es una bagatela. Pero las dos copas seguidas, me hicieron, digamos, perder unos kilos y sentirme más ligero. A las once y media en punto apareció por la puerta y, de nuevo paraguas en mano, como la primera vez, Gunmersindo Areas. Y eso a pesar de que aquella noche no llovía y que durante todo el día habíamos disfrutado de un tiempo espléndido. Tras pedirse una

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infusión de menta-poleo, fuimos a sentarnos en una de las mesas del fondo. Es que el café me quita el sueño, y el alcohol, no es

que no me guste, pero me deja un aliento que desagrada a mi mujer. De hecho, antes de salir, me advirtió que no bebiera o tendría que ir a dormir al sofá. Y se rió de sus propias

palabras. Y yo sonreí por complicidad, aunque la verdad no le veía la gracia por ninguna parte. Era curiosa la forma de vestir del viejo. Parecía que se había puesto las ropas de su hijo. Llevaba un jersey demasiado grueso para la época, con cuello cisne, marrón, conjuntado con unos vaqueros y zapatos oscuros  Pero dígame, ¿qué es lo que puedo hacer por usted? Supongo que ya lo imagina. Hace varios días que no veo a Ana, ni sé nada de ella. He ido varias veces a su casa, incluso de noche, pero no contesta nadie. Ya. ¿Cómo ya? ¿Es que no sabe dónde está? Pues no, lo que es saberlo, no lo sé. Pero puedo

suponer perfectamente que se ha ido. Es algo habitual en ella.

¿Qué quiere decir con que se ha ido? Pues eso, que se ha marchado. Pero ¿a dónde? Ya le he dicho que no lo sé. Pero no se preocupe,

volverá.

¿Cómo está tan seguro? Porque igual que tiene la mala costumbre de

marcharse, tiene también la buena costumbre de volver.

Me va a perdonar, pero tengo la impresión de que no me cuenta toda la verdad. Es posible que no sepa exactamente donde está, pero seguro que tiene alguna idea al respecto. Pues sí, la tengo. Pero si ella no se lo ha dicho, no sé

por qué razón debo decírselo yo.

Pues, sencillamente, porque Ana podría estar en peligro. O incluso porque tal vez le haya pasado algo. No lo creo, sabe cuidarse muy bien sola. Lleva

mucho tiempo haciéndolo, no pase cuidado.

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¿Cree que esto no es para estar preocupado? dije, saqué de mi bolsillo y le enseñé la fotografía que hice poco antes de ver a Uría agonizante. Esa en la que se ve a Ana. Ese hombre que ve ahí, murió poco después. Y hoy mismo han encontrado a una mujer muerta, prácticamente a la misma hora, a menos de quinientos metros del lugar de esa foto. ¿Una mujer? ¿Qué mujer? dijo y, por su tono de voz, pude ver que conseguí meterle el miedo en el cuerpo. No se preocupe, no era Ana. Se trata de una tal Esperanza Villasante, más conocida por Anaraida. ¿La bruja? ¿La conocía? Más o menos. Oiga, no entiendo por qué es tan críptico en las respuestas. Si no tiene intención de ayudarme, sencillamente dígamelo y acabemos esta farsa cuanto antes: usted se va a dormir y yo ya me buscaré la vida por otra parte. No tengo nada en su contra, entiéndalo. Pero no sé

lo que sabe.

Vaya, con que es eso. O sea, que Ana no le contó nada. ¿Nada de qué? De quien era ella, de quien cree ella que soy yo. ¿Le suena esto de algo? Supongo que sí. Pues entonces sepa que Ana sí me lo ha contado todo. ¿Seguro? Casi seguro. ¿Y usted, la cree? La creo con la fe que da el amor que siento por ella. ¿La quiere? Pero, si acabo de decírselo. En ese caso, permítame una última pegunta. ¿Tiene

idea de dónde reside ella en Ferrol?

Como a unos diez kilómetros, muy cerca de la costa, en Cobas, probablemente también muy cerca de donde se hizo esa fotografía.

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¿Le ha hablado Ana de ese lugar? No sólo me ha hablado, sino que me lo ha descrito en preciosos versos en gallego. Entiendo. Entonces, la respuesta que busca es fácil.

Ella está allí ahora.

¿Está seguro? Permítame que le responda a su modo: casi seguro. ¿Y también está, casi seguro, de que volverá? Eso es ya una cuestión de fe por su parte, en el amor

de ella. Pero piense en esto: si después de todo lo que le ha esperado, ahora no volviera ¿qué sentido tendría?

Ninguno, supongo. Salvo que le hubiese pasado algo. Ya le he dicho que ella sabe muy bien cómo cuidarse. Me gustaría tener su misma confianza. Aunque, a la vista de la cara de susto que puso cuando le enseñé la foto, creo que su confianza y la mía son bastante parejas. En definitiva, respecto de Ana, Gunmersindo Areas no me dijo nada. Quiero decir, que no me dio ninguna certeza. Al igual que yo, no tiene ni idea de dónde está, pero sí más confianza en ella. Y sus suposiciones acerca de que esté encerrada en su cueva fueron las mismas que yo me hice todos estos días. Pero, en cambio, las palabras del viejo consiguieron tranquilizarme. Tal vez porque su confirmación, su creencia firme de que todo lo que Ana me había dicho, era cierto, me hacía sentirme menos solo. Y el verle a él tan convencido, tan prudente y, al mismo tiempo, tan sereno y lógico, mis dudas se disiparon, al menos, un poco. Pero lo más interesante, como casi siempre, vino al final, cuando le insistí en que me explicase de qué conocía a la difunta Anaraida. Y, al parecer, no sólo de casta le viene al galgo, sino que a ella, la afición por las brujerías, le viene de su regia estirpe de rancio abolengo, desde tiempo inmemorial. Es curioso lo de esta familia. Mientras que el resto de

las meigas y menciñeiros de Galicia se dedicaban a actividades, en su mayor parte, beneficiosas para los clientes que las contrataban, éstas no. Lo suyo fue siempre el lado oscuro y la magia negra. Expertas en venenos que no dejan rastro, movidas por la venganza y el odio perpetuo a sus enemigos,

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no creo que haya ninguna que no haya practicado el asesinato sistemático y sembrado el mal a discreción. Pero ese mal, en muchas ocasiones, se volvió en su contra. Por eso, son numerosas las mujeres de esa familia que han muerto de mala manera y, otras, como una llamada igual que esta, Esperanza, sólo que con un apellido paterno portugués, Almeida, desaparecieron sin dejar rastro.

Esperanza Almeida. Cuando oí ese nombre, me sonó la campana: aquel esqueleto que encontramos en los sótanos de la casa de Ramón Escadas, seguramente, era el de esa tal Esperanza Almeida, la mujer que incendió y destruyó la casa de Pedro Luz, asesinando a sus padres y su hermano, además de hacer lo mismo con su bodega del muelle de Ferrol. Por un instante, me quedé pensando sin saber qué decir. Y la cara de sorpresa que debí de poner, puso al viejo sobre la pista. ¿Le suena a usted de algo ese nombre? Pues, sí. Incluso, llegado el caso, podría decirle qué fue de ella, si tiene interés. Y como dijo que lo tenía, le conté por encima la historia de Pedro Luz, la relación con Ramón Escadas y todo lo demás. Era de suponer dijo después de concluir yo mi relato. ¿Lo qué? Todo. ¿Le contó Ana que yo también tengo un

pergamino con el poema de la leyenda?

¿Qué usted tiene qué? La tercera versión de los documentos de su amigo

Ramón Escadas y de Luis Uría.

Esto es increíble. No tan increíble. Puede verlo cuando quiera. Es

absolutamente real. Y, por cierto, ¿no estaba casi seguro de que Ana le había contado todo?

Casi seguro. Pero eso de la “tercera versión”. ¿Qué significaba? Supuse que si la transmisión del pergamino de Ramón Escadas llevaba la consigna no escrita de proteger al llamado a ser rey, y

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si la de Luis Uría era la de ser el propio Rey. ¿Cuál era la de Areas? Piense en la leyenda y en lo que Ana le escribió y

respóndame a esto ¿quién debe protegerla a ella?

Dudé un poco, antes de contestar, y finalmente arriesgué: ¿El ovate? ¿Recuerda usted los versos?

“Prométeme la tuya –tu vida- y la de tus herederos. Hasta que yo regrese cuidarás de mi estirpe y cuidarás mi amor por más que pase el tiempo: desvélale el secreto del seguro refugio y que nada le falte de todo cuanto tengo. Después de que yo muera, que nadie la amenace. Y cuando me despierte, llegado el tiempo nuevo, será tu descendiente quien me desvele el día y hasta mi amor que aguarda, llevaré su consuelo”.

Cuando terminó de recitar en gallego las mismas palabras que Ana me había dado, le dije: ¿Cómo es que usted conoce eso? Porque Ana hace mucho tiempo que escribe esos

versos. Lo que le ha dado ella es tan sólo ese largo poema, imagino que precedido de una larga carta, que le vi escribir estos últimos días.

Y eso que ha recitado, supongo que se refiere a usted. No. Se refería a mi antepasado, que era el ovate o el

druida, como quiera llamarle.

Ahora comprendo lo del herbolario. Eso sólo era mi trabajo, para llevar el pan a la mesa. Pero usted debe conocer los secretos de las plantas. Sólo por eso no se es un druida. ¿Sabía que entonces,

alcanzar tal categoría podía llevar más de quince años? Un

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simple bardo debía estudiar toda la tradición oral, la historia, los cuentos, las canciones y la forma de cantarlas, más de diez años. Pocos llegaban a la sabiduría de un ovate, que además conocía la astronomía y la astrología, los secretos más herméticos... en fin, era la máxima autoridad en el conocimiento.

Entonces usted ¿es druida o no es druida? Porque, por su edad, los quince años que hacen falta los ha tenido de sobras. ¿O no ha aprobado las oposiciones? le dije con una sorna que me atacó de repente. Yo no sé lo que soy. Pero sé lo que debo hacer:

cuidar de Ana. ¿Por qué? Porque así lo requiere mi destino.

Y de acuerdo con el poema, también debería llevarme hasta ella. ¿Cómo que llevarlo hasta ella? ”Será tu descendiente quien me desvele el día y hasta mi amor que aguarda, llevaré su consuelo”. ¿Recuerda? Pues mañana, cuando desvele el día, hasta mi amor que aguarda me llevará, para darle mi consuelo. ¿Está usted seguro de que es eso lo que quiere? Completamente. Y así, quedamos a las nueve de la mañana: yo pasaría a recogerlo y partiríamos en busca de Ana.

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VEINTE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 9.

Al principio de la grabación de la cara anterior de esta cinta, te pedía disculpas por el inciso que habían supuesto los treinta minutos anteriores, que adelantaban acontecimientos de esta historia que llevo días contándote. Pues no sólo no sirve de nada pedirte disculpas de nuevo, porque lo he vuelto a hacer y, ahora el inciso es doble y ya ocupa una cinta completa, aunque repartido en dos casetes. Sin más, volviendo a donde lo dejábamos antes de irme del hilo: Uría y yo despidiéndonos tras tomarnos unos Pernod en la terraza del Hostal. Había decidido tratar de comer con Ana, por

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lo que me fui a buscarla a su casa, y como desde allí no quedaba demasiado lejos, lo hice andando. Teníamos además, una preciosa mañana, con el cielo azul enmarcando las torres exquisitas de la catedral. Ana me abrió enseguida y se quedó esperándome bajo el pequeño porche de la entrada. Esperándome con un beso que puso en mis labios con una dulzura que diría infinita, y entramos. Sabía que vendrías. Ya sé que presumes de saberlo todo. Ven, y verás. Y me llevó con ella a la cocina, que se veía a las claras que se había estado, y aún se estaba, trajinando en ella, la atravesamos, y salimos a la terraza que la otra noche sólo había podido entrever en la oscuridad. Ana tenía puesta la mesa, para dos, en una zona en la que el emparrado le da la sombra justa. Su vino, su pan, sus platos y vasos relucientes. Una maravilla. Que me dije, vamos, que Ana se había ganado dos puntos: uno por adivinar que yo iba a ir y otro, por disponer para ello un dispositivo tan atractivo. Y a la mesa trajo, para empezar, unas ostras, que diría recién abiertas, pero que no le vi abrir, y que me trajeron a la boca aromas y sabores que ni te cuento, allí, con Ana. Por sugestión, supongo. O tal vez algo más por las fragancias añadidas del blanco de albariño con que las regamos. Y de segundo, un arroz marinero. ¡Había elegido el mismo menú que yo le propuse en nuestra primera comida! Y reconozco que, pese a que mi forma de preparar, no digo las crudas ostras, sino el arroz, es insuperable, debo decir que el de Ana no desmerecía en absoluto. Mi jugada, de póquer, la superó con un repóquer, presentando, de postre, un pastel de crema de manzana y castañas, exquisito. Y la guinda la puso un denso café y, cómo no, mi bebida favorita, una caña tostada, delicada, noble, aromática y deliciosa. En fin, que para rematar me fumé uno de mis cigarritos y allí me las dieron todas. Eso, más o menos, debe ser la felicidad. Lo malo es que dura un suspiro y cuando uno vuelve a sentirse igual, a lo mejor ya han pasado diez años. En fin. Y naturalmente, dejando de lado mis impresiones, que seguro te interesan menos, te diré que, por supuesto, Ana y yo

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también hablamos, durante aquella comida. Hablamos, por ejemplo, de lo que más me interesaba hablar. Porque, piensa un poco, estar sentado frente a una mujer, que se presume lleva aquí dos mil quinientos años esperándole a uno, tiene, cuando menos, que suscitar ciertas curiosidades. Y yo ya tenía un ramillete de misterios por resolver, que además me servirían de perfecto contraste a lo que ella dijera. ¿Te dice algo el nombre de Pedro Luz? le pregunté en un momento dado. ¿Esa pregunta tiene trampa? No, ¿por qué? ¿Qué quieres saber? Si le conociste. ¿Qué te contó Ramón? Ramón tiene un diario que escribió Pedro Luz. Y tú lo has leído. Sí.

¿Ves cómo la pregunta tenía trampa? Quieres saber lo

que yo diga, para ver si coincide con lo que tú sabes.

Puede ser. Pero, si lo fuera ¿qué? Si lo fuera, demostraría falta de confianza:

en mí y en

ti mismo. que sí, que le conocí. Estuve con él sólo dos veces. Una, para salvarle de morir y otra, para advertirle. ¿Escribió algo de eso en su diario? más? La primera vez era un cabeza loca. Pasaba la vida de fiesta en fiesta. Y casi todas las mañanas se le iban durmiendo, en un catre que tenía sobre su almacén de vinos. Suerte que el negocio le funcionaba solo. Pero lo acechaban, y yo lo sabía. Una mujer, de muchas que hubo como ella. ¿Habla en ese diario de Esperanza Almeida?

Sí

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¿Y si volviera a ser así? Entonces tendría que contestarte

Sí, ¿qué más? ¿Quieres saber

Era terrible. Quemó su casa con ellos dentro. Llegué justo a tiempo para Pedro, aunque no para su familia. Le aconsejé que se fuera lejos, que ella le perseguiría siempre. Y vaya si le persiguió. Sí, pero no contaba con que le hiciesen frente. ¿Tú sabías que él la mató? Sí. Cruel fue la venganza. La encerró viva,

y la dejó morir. Me lo dijo. No podía dormir desde entonces. Decía que iría al infierno.

Las cosas estaban claras ¿no? Porque ¿cómo podía Ana saber todo eso desconociendo la existencia del diario que tenía Ramón? Pero yo quería más. Y otra de las dudas que me asaltaban era la de su participación en mi propio nacimiento. ¿Fuiste también tú quien le dijo a Ramón que iba a nacer un niño y que era precisamente ese niño a quien tenía que proteger? Sí, pero yo no soy culpable de que él decidiese

cambiarte por Luis Uría. Ni siquiera lo supe. Te juro que hasta hace muy poco, para mí, ni siquiera existías. Ramón consiguió engañar a todos.

¿Quiere eso decir que estabas pendiente de Luis Uría? Sí, y de su familia. Incluso estuve en México. A Luis le

vi sólo una vez, hace unos años, y supe al instante que no eras tú. esperando. Y como cada vez, pensaba que, tal vez fuese su hijo, un hijo que finalmente Luis no tuvo, el esperado Uriel.

O sea que, en cada generación, has estado pendiente de conocer y reconocer a sus herederos. Sí. Entonces, conmigo, ¿cómo fue? No sé si decir de casualidad, porque no creo que nada ¿Y qué pensaste? Que tocaba seguir

sea casual. El domingo que nos conocimos Gunmersindo Areas

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vino a mí completamente desencajado. Me enseñó el periódico en el que aparecías hablando de la leyenda. ¿Cómo este tipo puede hacer algo como esto?, me dijo. Estaba molesto por la publicidad que le dabas a un poema, que además era de otra persona. No lo entendía. Pero para mí, en cambio, fue algo especial, no por lo que decía el texto, que aún no había leído, sino porque al ver tu foto, algo se me movió aquí dentro dijo poniendo su mano en el pecho. Como si el corazón, de repente, girase dentro del pecho una vuelta completa. Porque puede que los recuerdos de tu primer rostro se me hayan borrado casi del todo. Y podía ser también, que esas cosas pasan, que fueses alguien muy parecido físicamente. Pero, ante la duda, me juré a mí misma que tenía que saber quién eras. Busqué tu oficina y, casualmente, te vi entrar en ella aquel domingo por la tarde. Decidí esperar a que salieras. Tres largas horas más de mi agonía. Luego, al fin, te vi de nuevo y te seguí, a cierta distancia, hasta que te detuviste en ese bar, O Galo. Entré tras de ti. No podía esperar más. Y me bastó con esa primera mirada tuya para darme cuenta, al instante, y para comprender que Ramón te había cambiado por otro, al nacer. Lo supe justo en ese momento. No cabía otra explicación, sabiendo de tu estrecha relación con él, hasta el punto de que tenías su poema. Fue muy astuto, porque haciéndolo así, desviaba el blanco hacia Uría. Lo que significaba que te ofrecía la mejor protección que podía darte: como si te hiciese desaparecer, nadie supo de ti, ni quien eras. Gracias a eso pudiste vivir libre y no perseguido. Te protegió incluso de ti mismo, de un modo tan sencillo como era, simplemente, no contarte nada. Ya habría momento para revelarte quien eras. Esa fue su decisión.

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No tan así. En realidad, creo que sólo quiso evitar que me marchase a México, porque no estaba dispuesto a seguirme hasta allí. Y eso me cambió la vida. Puede que haya hecho más de lo que te ha dicho. Y sí,

tú deberías haber sido un niño rico, antipático y sobreprotegido. Afortunadamente, no lo eres.

¿También en eso crees que Ramón me hizo un favor? No del todo, pero creo que saliste ganando. Don

Agustín era un padre terrible.

No creo que más que el que me tocó a mí. Pues créelo. Así estábamos, a los postres, en aquella terraza sobre elevada sobre el jardín. Yo, completamente plácido y feliz. Quizá también más seguro que nunca de mí y de mis circunstancias, desde los últimos días. Después nos fuimos arriba. Ana había preparado una salita, con un sofá y dos sillones mullidos y acogedores, además de haber hecho llevar hasta allí el piano de la habitación. Le pedí que me tocase algo, algo suyo. Y lo hizo. Se sentó y comenzó a pulsar muy despacio, con cadencias tan lentas, que casi desesperaban, para ir luego ganando ritmo, y subiendo, y subiendo, luego más, y más, para morir, al final, en lo alto, y vuelta a comenzar. A esta pieza le llamo “Son do vento” dijo al concluir, aún con las vibraciones de algunas cuerdas agitando el aire. El sonido del viento. Sí, eso era. Igual quieto ahora, que agitado de pronto le dije yo, y no me contestó. Pero tocó muy bien. Con una solvencia que evidenciaba dominio, y que aparentaba no realizar ningún esfuerzo, sino que más bien se diría que aquel era un movimiento suyo, tan natural, que formaba tan parte de ella como parpadear. Después de mi segunda copa de caña la situación seguía siendo feliz. Pero la perspectiva todavía mejoró cuando decidimos cambiar la estancia en la que estábamos por el dormitorio. Y ahí empezó un paréntesis en el que no voy a entrar,

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por la sencilla razón de que aquella tarde es sólo mía, y de ella, claro. Y ninguno de los dos queremos compartirla con nadie más. Hicimos una cena fría, de nuevo en la terracita, aunque con la precaución de ir algo más abrigados, porque la temperatura ya no era la misma que la de por la tarde. Y seguimos hablando: cosas que no sé ya si me dijo antes o después, pero que las dijo, seguro, aquel fin de semana. Así que te haré un resumen de lo principal. Comenzamos, por ejemplo, con algunas curiosidades mías: saber cómo una persona puede sobrevivir tantos años sin sufrir accidentes, o cuáles son sus medios de vida, y cómo es esa vida; de la necesidad de cambiar siempre de lugar para no ser reconocida. En fin, toda esa serie de cosas. Pero empecé por hacerle una pregunta que parecía de examen y que dio lugar a un comentario que quedó así: Y de todos esos años, si tuvieses que sacar una sola experiencia, que las englobase a todas ¿qué dirías? Que el hombre es siempre igual, no cambia nunca. ¿Somos iguales ahora que hace dos mil quinientos años? Exactamente iguales. Luchando por las mismas cosas,

esclavos de exactamente las mismas pasiones, e idénticos también en los defectos y pecados capitales.

Vamos, que para ti la única novedad es que ahora, añadimos a nuestras pasiones y defectos de siempre el gusto por el fútbol. Más o menos. Y nos reímos, de nosotros mismos. De aquella situación imposible y, al mismo tiempo real, tan real como que estábamos allí, besándonos, cenando, riendo, soñando en alto. ¿Y de qué otras cosas hablamos?, parece que me preguntas. Pues de eso, de cómo había logrado ella sobrevivir. ¿Sin accidentes? ¿Quién te dijo que yo no había tenido

accidentes?

Pues te veo intacta.

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Afortunadamente.

Pero comprenderás que tuve tiempo

para curarme.

Pero al ritmo de tu cuerpo sólo tenías cinco años para sanar de todos los golpes. Tampoco tuve tantos. Lo más grave, una caída de un

caballo: estuve casi un mes en coma. Pero, por suerte, me recuperé sin secuelas. de oro como jamás nadie haya visto junta. Tras tu muerte, esa cantidad aún creció más, gracias al oro que llegó del saqueo a Labacengos. Y aún después, siguió llegando más oro. Los ovates nunca me dejaron desprotegida. Durante mucho tiempo, una parte de cada botín, de cada beneficio: la ofrenda, venía siempre a parar a mis manos. Carros enteros de oro, de plata y de toda clase de joyas.

Y también, en otro momento, añadió: Así de sencillo. Y respecto de sus medios de vida: La cueva estaba llena de oro. Una cantidad

Es cierto que en muchas ocasiones, por necesidad de dinero, y no sólo hablo de necesidades mías, hubo que vender parte de ese oro. Pero, si ya el propio lugar es una mina, súmale a eso la cantidad que siempre hubo de toda clase de objetos preciosos. Y lo cierto es que aquella fortuna se demostró inacabable. También es verdad que siempre me administré con frugalidad y, tal vez por eso, las piezas más importantes sigan estando conmigo. Nunca se vendieron ni venderán, al igual que muchas otras de menor valor, a las que, por diversas razones, les guardo especial estima. Además, considero que se trata de un tesoro único que debe continuar así, junto, y no expoliado, vendido y repartido quien sabe dónde.

lo mejor es que las propiedades figuren a nombre de otra persona y, si es posible, de una empresa. Nadie se fija en la edad de las empresas,

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Pero tú invertiste. Tienes propiedades. Sí. No directamente a mi nombre. Porque

ni en sus titulares. Es una pantalla perfecta, que lo tapa todo. Esta casa, por ejemplo, cuando la compré, hace ya mucho tiempo, ya casi no recuerdo cuanto, aunque sé que entonces la casa era nueva y que hoy supera los trescientos años, se puso a nombre de una firma llamada Suministros Navieros. Bajo esa titularidad pasó mucho tiempo, exactamente hasta 1912, fecha en la que fue adquirida por Fernanda Freijomil Beceiro, una identidad falsa que yo mantuve hasta 1973. En ese año vendí la casa a Gunmersindo Areas, su actual titular, sin que, por supuesto, me pagase nada. Como ves, yo, su verdadera dueña, porque fui yo quien pagó el dinero que costó, nunca poseí papel alguno que me declarase como real propietaria. Aunque siempre creí que la verdadera propiedad no la tiene el titular, sino quien hace uso de ella.

Y cuando le pregunté por los negocios, me contestó:

Para mí sólo son buenos si duran, como máximo, cinco

años.

¿Y tuviste negocios? Sí. Y algunos de más

de cinco años, que son los más

peligrosos. arreglar, discretamente, en asuntos de contrabando. No te hablo de ahora, claro. Ahora son otros tiempos. El contrabando de hoy son las drogas. Y eso no me gusta. Ni siquiera hay, como hace unos años, un contrabando de piezas de arte decente, y muy lucrativo, por cierto.

¿Y usabas para él parte de las piezas de ese tesoro que tienes? ¿Por qué dices que son los más peligrosos? Porque, por tanto tiempo, sólo te puedes

Alguna vez. Pero muchas otras no. Se trataba de objetos comprados, casi siempre de dudosa procedencia, a gentes

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de poco fiar. En esos casos, si el negocio merecía la pena, se sacaban del país, en barco, después de haber cobrado cien veces más de lo que se había pagado inicialmente a aquellos desgraciados.

Eso es ser perista, no contrabandista. En ese caso era las dos cosas. ¿Y no te parece un negocio, por llamarle así, un tanto indecente, amoral e ilegal?

El contrabando siempre es ilegal, si es eso a lo que te refieres, que creo que no. Respecto de mi moral, que parece que a eso ibas, si lo hice, fue por una causa que me justifica: necesitaba vigilar de cerca a Agustín Uría. Entre otras cosas porque no era un tipo de fiar. Por eso me fui a México. Me instalé en Monterrey, bajo la falsa identidad de Louise Joffard, una francesa de Sarthe, experta en arte. Una vez en Monterrey consideré que el mejor modo de acercarme a Uría era ofreciéndole algo que pudiese interesarle. Cierto que podía, sencillamente, ponerme a su servicio y trabajar para él. No es que se me caigan los anillos por eso. Pero me pareció que introducirme en el negocio de la compraventa de arte me daría mayores posibilidades y, lógicamente, requería menos esfuerzo: no era necesario trabajar todos los días, ni dejarse explotar por una miseria. Porque, por si no lo sabes, Agustín Uría era un miserable que exprimía, con sueldos de esclavo, a todos sus empleados. Yo, sencillamente, necesitaba saber unas cuantas cosas y estar al corriente, en momentos puntuales, de sus movimientos. No constantemente. Porque cabía la posibilidad de que llegase a tener más hijos o, incluso, sabiendo la clase de persona que era, que le diese por buscar el tesoro de que habla el poema.

Sobre esta parte de la respuesta de Ana, debo recordarte, por si lo has olvidado, que Agustín Uría es mi verdadero padre. Y

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ya metidos en harina, te referiré algunos detalles jugosos que Ana me explicó respecto de él, aunque no sean precisamente piropos. Al parecer, la adquisición, financiación incluida de los gastos por adelantado, de las piezas de arte que fueran de su interés, constituía la principal afición, aunque no los verdaderos negocios de mi progenitor. Pero su modo de actuar era igual de amoral en ambos casos. No reparaba en medios, fulminaba a quien se cruzaba en su camino, por el motivo que fuese, y se comportaba como una especie de tirano, tanto en su vida pública como en la privada. Su mujer, mi madre, no fue muy afortunada a su lado. Cierto que lo tenía todo, pero, en realidad, no tenía nada. Agustín era muy dado, por lo visto, a los viajes de negocios, sobre todo a México distrito federal, donde no sólo mataba su tiempo en crear o destrozar negocios, bien fueran propios o ajenos, respectivamente, sino que, a lo largo del tiempo, se haría con una larga colección de amantes. Eso sí, nunca en Monterrey, donde tenía fama de respetable e incluso de pío. No faltaba ningún domingo a la misa de doce, acompañado de su esposa y dos o tres de sus hombres, que se colocaban en los bancos del fondo y no perdían detalle de todo aquel que entraba. Pero en la capital Uría era otro. Con fama de macho mexicano, se hacía preceder por un poblado e imponente bigote que, al igual que su pelo peinado hacia atrás, atusaba con brillantina. Tenía fama de hombre poderoso y terrible, que gustaba de vestir con trajes claros o completamente blancos, que combinaba siempre con corbatas o lazos negros. También solía cubrir la incipiente calvicie de su coronilla con un sombrero panamá, igualmente blanco y con cinta negra. Pero lo que, si cabe, más destacaba de su aspecto, eran los relojes de bolsillo, de oro y con recia cadena, que lucía con descaro, tanto encima, como en la vitrina del salón principal de su casa, donde exhibía una colección de más de doscientos diferentes modelos. Se conoce que gustaba de cambiar a menudo su pareja de cama. Según Ana, pese a resultar una persona insoportable, era él quien repudiaba una tras otra a sus amantes, por los motivos más nimios. Machista empedernido, incapaz de soportar que nadie le llevase la contraria, al tiempo que frío, no se enamoraba nunca y sus encoñamientos, los más duraderos, no le entretenían, a lo sumo, más allá de un mes. Pero estos sencillos pasatiempos,

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como no podía ser de otra manera, no siempre acabaron bien para él. Aún de recién casado y con su mujer encinta de Luis Uría, su amante accidental, una camarera de hotel que le arreglaba algo más que la habitación, se le quedó también preñada. Al enterarse Agustín, su reacción fue colérica. La dio tal paliza que la muchacha acabó, primero, en el hospital y, después, en la calle, tras ser despedida de su empleo, gracias a la influencias de tan destacado cliente de la casa en la que ella trabajaba. Tras recuperarse, y con el hijo todavía en su vientre y desesperada, no se le ocurrió mejor cosa que recurrir a la esposa de Don Agustín, a la que no pareció sorprenderle demasiado el relato de la camarera. Compadecida, le ofreció una cantidad respetable de dinero y la muchacha se fue. Ahí acabaría el cuento, sino fuera porque Don Agustín se enteró de aquella entrevista secreta mantenida por las dos mujeres. Mandó buscar y encontró a la camarera en un hospedaje a las afueras de la ciudad. Sus matones se encargaron de que la muchacha no volviese a molestar. Y de paso se ahorró costearle el aborto, porque dentro de ella, había un hijo suyo, un medio hermano mío. Ese era mi padre. También lo intentó con Ana, cosa que no me extraña en absoluto, viendo tanto la catadura de mi predecesor, como las pasiones que Ana puede suscitar. Y lo hizo por activa, por pasiva y, hasta en una ocasión, la última, le tendió una trampa en venganza por el desprecio que ella le hacía al rechazarlo. Estamos hablando del año 1974. Luis Uría tenía entonces, igual que yo, once años. Ana había quedado en conseguir para Don Agustín una pequeña pero valiosa pieza precolombina de origen peruano, que, mira tú las vueltas que dan estas cosas, había sido localizada en la costa Hong Kong, entre los restos de un galeón hundido en 1743. La estatuilla había sido adquirida por Ana en doscientos cincuenta mil dólares, una cifra elevada que no sólo cubría el valor de la pieza, sino los numerosos gastos que suponía su traslado a México, adonde llegó tras un largo periplo en un barco que terminó su ruta en Buenos Aires, ciudad donde se llevó a cabo el intercambio. Desde allí, ya con la joya en las manos de Ana, ambas viajaron en otro buque hasta Nueva York, donde debía tenía previsto entregársela a Don Agustín. Pero, en el punto

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de encuentro, una cafetería cercana a Central Park, en lugar del señor Uría, se presentaron de pronto media docena de coches patrulla, que rodearon al instante el establecimiento, y pistolas en mano, redujeron a Ana, obligándola a tumbarse boca abajo en el suelo, esposándola y deteniéndola. Afortunadamente para ella, no sé si su inteligencia o su desconfianza, la salvaron. Porque por más que buscaron, la prueba del delito no apareció: ni la llevaba consigo ni tampoco fue hallada en el registro del apartamento alquilado que Ana tenía, en Manhattan. Te preguntarás cuál era el delito. Sencillo. La pieza era ya propiedad de Uría, que denunció a Ana por robo. Todo un montaje. Pero tuvieron que dejarla libre y, así las cosas, sencillamente regresó a Galicia, sin pretender en ningún momento revancha alguna más que la de traerse consigo la estatuilla de Don Agustín. Louise Joffard desapareció sin dejar rastro y para siempre. Y cuando Uría al fin dio con ella, en Francia, siguiendo no sé qué pista, debió quedarse muy desconcertado al descubrir que llevaba muerta más de cinco años. ¿Qué dónde la había escondido Ana? En la caja de seguridad de un hotel de medio pelo, muy cerca del puerto. Sus planes eran entregarle la llave al viejo Uría. De hecho, tenía esa llave en la mano en el momento en que los policías rodearon la cafetería. Pero Ana, sin ponerse nerviosa, simplemente la introdujo dentro de uno de esos servilleteros que van anclados a la mesa. Y ahora no tienes negocios le dije. Ahora no. ¿Qué te puedo decir de todo esto? Me pregunto lo que opinarás tú. Y lo malo es que no puedo saberlo ahora. Lástima. Pero hay algo, creo que importante, por lo premonitorio, que me dijo ya al día siguiente. Porque el sábado me quedé a dormir con ella y el domingo, lógicamente, no tenía ninguna prisa por marcharme. Faltaba menos de un día para que Luis Uría muriese cuando me dijo, a propósito de una conversación sobre él. Está en peligro. No sé si lo sabe pero lo está. ¿No decías que el que estaba en peligro era yo? Sí, pero quien le acecha a él, cree que Uría eres tú. ¿Una rubia peligrosa?

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Sí, ¿cómo lo sabes? Lo he visto con ella. Esa mujer no es buena. No tengo el gusto. Ni más ni menos. ¿Cómo podía saberlo ella? No me lo preguntes, porque yo, en aquel momento no le di más importancia de la que la conversación tuvo, y le hice el mismo caso que a la advertencia que me había dado, sobre el peligro que se cernía sobre mí, unos días antes. Nunca imaginé que Uría fuese a morir así. Pero, pensemos. Pudo haber visto a aquella mujer con Uría, y si la conocía un poco, le bastaba para saber de su peligro, viniendo de quien venía su casta. Puede ser. No veamos nigromancia donde seguramente sólo hay buena lógica. Ahora, a toro pasado y sabiendo muchas más cosas sobre la rubia, que la propia Ana me reveló, las conclusiones pueden variar algo. Pero te cuento: resulta que la tal Esperanza o Anaraida, vendría a ser la heredera directa de aquella mala pécora que mató a las mujeres de su esposo y a sus hijos y se envenenó ella misma, para luego tomar el antídoto que no dio a los otros, tras la muerte de Uriel y de la que únicamente tenemos referencias por el poema manuscrito de la propia Ana. De ella, y siempre de acuerdo con Ana, partiría una estirpe de brujas que había pasado y dejado a la historia, ilustres nombres, entre los que cabe destacar a nuestra conocida Esperanza Almeida, entre otras de no menor renombre y llega, a días de hoy hasta esta Esperanza Villasante y quien sabe sin continuará aún, porque desconozco si esa Anaraida dejó o no descendientes. Lo que sí sé, porque también me lo contó Ana, es la vida de otra de las ilustres predecesoras de Anaraida, predecesora igualmente de Esperanza Almeida, porque se trata de una mujer nacida en el año 1577 en Ponte da Limia, Portugal. ¿Recuerdas que Almeida es también un apellido portugués? Es algo común en la familia de Anaraida desde siempre. No era raro que, en numerosas ocasiones, las actividades de la familia les obligasen a poner pies en polvorosa. Y Portugal era el lugar más cercano en el que refugiarse. Casas solariegas a ambas riberas de la raya, doble nacionalidad, y todas las demás ventajas. Pues bien la mujer de Ponte da Limia, María Rodríguez, fue condenada por la

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Inquisición en Santiago de Compostela, dos veces. La primera por afirmar ser la esposa de Lucifer, según fue acusada por mano anónima. Se la condujo a Santiago, tras darle tormento, de tal suerte que, al llegar, no era más que un guiñapo. Pero quiso el cielo que los representantes del clero de Compostela se compadecieran de ella y ordenasen curarla, con el piadoso fin de poder darle tormento de nuevo, porque tal como estaba, por muchas que le dieran, ni las iba a sentir. A la segunda, aguantó lo que pudo, la portuguesa confesó que era esposa del diablo y que incluso a éste le ponía los cuernos con un carnero y lo que ustedes quieran, dónde hay que firmar. Luego la llevaron frente a tribunal. El auto fue público y se celebró, con gran pompa y boato, en la propia catedral compostelana, infernalmente pintada de verde en sus arcos, bóvedas y pilares, para mayor escarnio. Las risas de un público que abarrotaba las naves del hilarante espectáculo, se silenciaron para escuchar la sentencia. Tuvo suerte, porque sólo la condenaron a destierro por tres años, previa confiscación de todos sus bienes, pese a los abucheos del respetable, que reclamaba su muerte en la hoguera y que tuvo que conformarse tan sólo con ver cómo, para postre, la desdichada era sacada a la plaza pública, y desnuda de cintura para arriba, recibía doscientos azotes. Luego fue desterrada a Portugal. Pero regresó a escondidas dos años más tarde y, sin saber de nuevo quién, denunciada y capturada otra vez. Se repitió la ceremonia, pero no el resultado final. De ésta, el público se salió con la suya y María Rodríguez fue quemada en una pira que se instaló en la que hoy se llama Plaza de Cervantes. Glorioso final en el que yo me veo obligado a formularme una inquietante pregunta de la que, aviso, no sé la respuesta. ¿Quién se quedó con los bienes confiscados de la portuguesa? ¿La propia Inquisición y quién más? Porque es sabido que el denunciante se llevaba la mitad de los bienes decomisados. ¿Regresó de Portugal para buscar la venganza del chivato y le salió el tiro por la culata? Sería una buena explicación. Pero esto lo digo yo. Lo malo es que, desde este punto de vista, que Ana supiese la filiación de Anaraida y su peligro, era, por supuesto, del todo lógico. Pero de esa clase de lógica de la que reniego, por ser muy inquietante y porque induce a aceptar como auténtica

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una historia de leyenda, que aún me provoca no pocas dudas, además del riesgo añadido que supone fiarse de una única fuente válida de información: Ana Y respecto de esta sospechosa especie de huida que hace que lleve cuatro días sin echarle el ojo encima, aunque no me llegó a decir nada, tal vez sí quiso decir. Le estaba yo diciendo, el domingo por la tarde: Qué pena que termine el fin de semana, que mañana sea lunes. Y que la sola mención de esa palabra ya dé escalofríos, es significativo de lo que uno se pierde y de lo que va a echar de menos Recuerda que yo, en aquel momento, todavía no era supermillonario y tenía que pensar en trabajar. Y ella dijo. Sí, pero, todos tenemos deberes que siempre

anteponemos a los quereres. Nos amargamos deliberadamente la vida. veces. Pero mis deberes, aunque importantes, son pocos. Siempre tuve que buscarme algo más para entretenerme. Y son mis deberes los que me llevan, como a ti, a tener que alejarme de lo que quiero, aunque no quiera hacerlo.

No dijo expresamente que se iba a ir, pero ¿lo quiso decir? Aún no sé leer a ciegas en su corazón ni en su cabeza, por eso, no puedo saberlo. Y lo lamento. Pero así son las cosas. Y yo, cada minuto más borracho de ella. Porque así es el amor, una deliciosa borrachera que te incita a beber cada vez más y más. Me tuve que ir de allí ¿quién me puede decir por qué? el lunes, muy temprano. Me desplomé en la oficina y me deslomó el trabajo hasta que, al mediodía, una llamada de Ramón iba a cambiarme el día. ¿Tú no lo haces? También. Algunas

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VEINTIUNO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 10.

Ramón me contó que había recibido una nueva llamada del mexicano. Uría, sin rodeos, le preguntó directamente si conocía la zona, en Cobas, que se citaba en el poema, pero le contestó que ni siquiera estaba seguro de que fuera donde él decía. Ya que si bien en los dos poemas figuraba esa palabra, su significado podía ser fácilmente otro, porque “coba” o “cova”, significan cueva en gallego. Y cuevas, en la costa, había muchas. Uría le dijo entonces que no se “hiciera el de Cobas”, que es una expresión que tiene un significado similar al de “hacerse el sueco”. Como Ramón insistió en su actitud, Uría no fue muy explícito respecto de sus planes. Pero era previsible que, al igual que Ramón, tuviese otras pistas sobre el lugar exacto o, incluso,

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que la misma Anaraida se las diera. De cualquiera de las maneras, Ramón me pedía que, antes de que el mexicano diese con el sitio, me diese una vuelta por la zona, la fotografiase y le contase mis impresiones. Esa fue la causa de que esa misma tarde desempolvase del garaje mi todoterreno y partera hacia Ferrol. Pero por más que busqué, no vi la entrada de cueva alguna, salvo la que a Luis Uría le practicaron en el estómago, y todo lo más, aquel monolito recién desenterrado, con su artúrica espada clavada en el vientre de mi querido benefactor. Una muerte teatral, gloriosa. ¿Era eso lo que él buscaba? Conseguir, como fuera, parte en el desenlace de una obra en la que ya había acabado su papel. Y esa muerte, premeditada, ¿era acaso para librarme a mí del peligro, haciendo creer a Anaraida e indirectamente, a Cosgrove que el heredero, el profetizado en la leyenda, había muerto ante sus ojos? Eso, dicho así, suena muy bonito y altruista: mi benefactor, no sólo, primero, me da la mitad de sus bienes, segundo, me nombra su heredero y, tercero, y más importante, da hasta la vida por mí. Más no siempre todo es como parece, ¿verdad? Como tú mismo dices en el poema ese del último libro que me enviaste:

...Y de las apariencias, el error más ingrato, es creer evidencias lo que no es más que un dato...

Estoy completamente de acuerdo contigo. Aunque, lástima, de que las razón de su muerte no sea exactamente esa. Porque, además de un final glorioso, al modo de entender Uría las cosas, sería mítico, o épico: según se mire. El caso es que gran parte lo supe gracias a la visita de los dos mexicanos. No es que me lo dijeran directamente, sino que, lo fundamental de su irrupción no era hacerme, como seguro supones, una simple visita de cortesía, sino cumplir un encargo: entregarme una carta. Y en esa carta Luis cuenta la verdad de sus intenciones, aunque no sea ese, lógicamente, el fin de la misiva, sino la de ponerme al corriente de su decisión de hacerme propietario legal de la mitad de sus bienes desde aquel mismo momento, al tiempo que

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heredero de la restante mitad. Pero también me informa, en esa misma carta, hasta de la notaría en la que ha depositado el testamento y quizás aún, de algo más importante que todo lo anterior, pero que, por más que pienso, no consigo comprender completamente. ¿Sabes por qué, en el momento de su muerte, alejó a sus hombres y se fue con Esperanza hacia el acantilado? Porque su intención era matarla él mismo. Se desharía del cuerpo enterrándola in situ. Y la segunda de sus intenciones era suicidarse. De su puño y letra escribió:

“Haré que me lleve hasta el lugar. Será lo último que ella haga. Porque la mataré y la enterraré allí mismo. Porque ahora ya sé quién es. ¡Por fin llegó la hora de mi venganza! Aunque sea lo último que haga yo. Pero sepa que, entre otras razones, también lo haré por usted”

Así de enredoso lo redactó. Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? ¿Sólo por hacerme su testigo? O acaso, ¿por la misma razón por la que ahora yo estoy grabando estas cintas?, ¿para que alguien conozca la verdad de lo que pasó? No lo sé. Lo que sí sé, es que lo tenía todo previsto, calculado, porque, por ejemplo, otra de las cosas que dice en su carta, es que esa misma mañana del lunes devolvió el Mercedes que había alquilado a su llegada. Imagino que después de hacer testamento y de telefonear a Ramón. Y por la tarde se fue hasta Cobas, fíjate qué raro, en el coche de ella, y conduciendo ella. Esto no lo decía en la carta, pero me lo contaron los mejicanos. Y eso que odiaba, o predicaba odiar, dejarse conducir por nadie. Aunque, claro, en este caso tan sólo era para un trayecto de ida.. ¿Lo que pasó? No lo sé. Tal vez algo salió mal. Podemos imaginar que Anaraida se defendió y, como le gustaba decir a Uría: el cazador resultó cazado. O tal vez sea cierto que, como le dijo ella a Nicanor, Uría se suicidó, sin querer o poder, al fin, matarla. De aquel preciso momento, ¿quién más sabe qué pasó? ¿Ana, quizás? Ella estaba allí antes de que yo llegase o, como mucho, llegó al mismo tiempo. Habría que preguntárselo. Si es que vuelve. Pero sigo sin comprender por qué finalmente no la mató. Si su grandioso final incluía cargarse a la rubia, e incluso esto me

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lo vendía como favor en su carta, “también lo haré por usted”, sin esa muerte no hay nada que vender. Y aún podría haberlo si al menos hubiese explicado, cosa que no hizo, lo que ella sabía o no sabía de todo este embrollo, o lo que él mismo le contó, si es que le contó. Pero, de esta forma, no sabemos siquiera si Anaraida conocía la verdadera identidad de Uría. Es decir, que no era él, sino yo, la presa que debía perseguir. De haber escrito al menos una línea más explicando, por ejemplo, que ella había mordido el anzuelo equivocado y que su muerte era, por tanto, innecesaria, todavía seguiría teniendo sentido dejarla marchar. Pero, por eso mismo, no comprendo por qué no cumplió lo que en su carta anunciaba. Además, sin el crimen de Anaraida, la muerte de Uría ¿en qué deviene? No pasa de ser un simple suicidio, llevado a cabo en un lugar sobre el que, de golpe, podían caer demasiados ojos, como así fue. Ningún favor me hizo. No necesitaba ninguna de esas muertes. Y, además ¿de qué venganza habla? Tiene un poco de estúpido esta muerte, las dos muertes, si lo piensas. Ninguno de los dos debió morir por nada. Porque murieron por nada. O ¿es bastante razón que él se sintió traicionado por ella y, al tiempo, decepcionado por lo que le contó Ramón acerca de su identidad? Eso, dicho así, fue el desencadenante de una tragedia. Salvo que haya otras razones, que por supuesto ignoro, que le den un poco más de sentido a todo. En conclusión: cuanto más parece que se acerca uno a la verdad de las cosas, tal y como sucedieron, siempre aparece algo que aún las enreda más. Hasta el punto de que resulta para mí imposible tratar de desentrañarlas y, casi, de explicarlas con la debida lucidez. Por eso te ruego me perdones esta plática caótica. ***** Lamento, más que nunca, ser un tipo tan racional. De tener que racionalizarlo todo. De buscarle explicaciones a todo. Es posible que, tal vez hasta el momento de conocer a Ana, no dejase nunca que mi corazón impusiese sus razones. O tal vez fue que, hasta ese momento, mi corazón careciese de ellas. Pero soy así, qué quieres que le haga.

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El otro día le dije a Ana que ofendía mi inteligencia, que me hacía comulgar con ruedas de molino. Y no fue una simple ocurrencia repentina, sin más. Sino que, al contrario, expresé mi forma natural de ser. Creo que sabes que siempre odié, por ejemplo, la ciencia ficción. Me parece una tomadura de pelo. Y ya no digo esas películas en las que, de repente, el tipo echa a volar, o aparece y desaparece entre una nube de humo o gracias a cualquiera de los efectos digitales tan en boga ahora. Me producen la sensación de que el guionista y el director se ríen más de mí que esos otros que trampean la trama, para que al final les salga el conejo de la chistera, sin haberlo metido antes. Carezco de fantasía, qué quieres. Mis únicas ensoñaciones son y fueron, las del cuento de la lechera y tampoco demasiado. Por eso, no soy en absoluto supersticioso, ni creo en los horóscopos, ni en condicionantes astrológicos, cuyo influjo, sin negarlo del todo, no lo creo superior, todo lo más, a un cinco por ciento, entre la maraña de influencias y elementos que confluyen para que algo ocurra o pueda ocurrir. Lo mío es buscar razones. Y una lección que he aprendido en esta vida es que, si en el momento en que uno busca esas razones, lo hace primeramente por las económicas, posiblemente descubra de golpe el ochenta por ciento, cuando no la totalidad del motivo por el que algo sucede. Sí, ya sé que me dirás: materialismo histórico, influencia de la filosofía marxista. Lo que quieras, pero funciona. Y si aplicamos este mismo tipo de razonamiento a la situación actual ¿cuánto tuvo que ver el oro, el supuesto tesoro, en que la transmisión de la leyenda contenida en esos poemas no se perdiese? Y piensa, la entrada en escena de ese Cosgrove, de Anaraida e, incluso, muchas de las razones de Uría, pueden deberse a ello. Uría o Cosgrove, podemos emparejarlos, aun teniendo todo lo imaginable, ansiaban ese tesoro para engordar sus colecciones privadas, lo que ya es de un sibaritismo coleccionista que asusta, y sólo al alcance de los muy poderosos. Sí, ya sé. ¿Y Ramón? ¿Y Gunmersindo Areas? O incluso Ana. Respecto de Ramón, estoy un poco preocupado. No acabo de comprender que, si su misión en esta vida, para la que tanto se preparó, era la de proteger a ese Uriel, es decir, a mí, de ser cierto

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todo, ¿dónde se metió en los momentos clave? Porque, después de dos muertes, y las dos bastante cerca del lugar donde yo estaba: ¿dónde demonios estaba él? Y sobre todo teniendo en cuenta que, si yo acudí a aquel lugar, fue por encargo expreso suyo. En lo único que puedo decir que, indirectamente, me benefició, fue en contarle a Uría la verdad sobre nuestros recíprocos cambios de identidad. Y en decírmelo antes a mí, claro. De Gumersindo Areas, poco puedo opinar. Su supuesta misión es la de proteger a Ana, dice. Desconozco si lo está haciendo bien o no, igual que desconozco si tiene intereses más allá de eso. Le ponemos un interrogante. ¿Y Ana? Ella, supuestamente, posee ya ese tesoro desde siempre. Su codicia, de tenerla, será más bien por conservar el terreno ganado. Y, de no tenerlo ¿qué?, te preguntarás. Y yo te respondo: ese es el miedo que tengo. La mayor duda que albergo. Ese “¿qué?” ***** Después de esta pequeña pausa, en la que me he tomado un café y una copa, cómo no, de caña de hierbas, te informo de que son ahora mismo las dos y veinte de la mañana y aquí sigo, en la brecha, tras este intenso día en que me he convertido en millonario y en el que un nuevo cadáver ha irrumpido con su sangre en esta historia que, de otro modo, sería el cuento de hadas más increíble jamás contado. He aprovechado este intervalo para recapitular sobre todos estos días y, también en relación a ti. Me doy cuenta de que estoy llegando al final de un relato inacabado en el que ya pocas cosas me quedan por contarte sobre lo que ha sucedido. Ya sabes todo, prácticamente, desde el principio, hasta el día de la muerte de Luis Uría. Incluso te he adelantado, gracias a esa propensión mía a los incisos, los acontecimientos que me sucedieron hoy mismo. Por eso sospecho que terminaré mi relato antes de que otros nuevos sucesos, acontecimientos o fenómenos, envuelvan de nuevo mi vida, me atropellen y me vea obligado otra vez a utilizar esta grabadora como la escupidera de los esgarros de mi

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alma, por decirlo de un modo altamente poético, si bien, también altamente ordinario. Contradicciones de la poesía o del arte incomprendido que llevo dentro y me desborda. Ya dirás que me ha afectado la caña. Lo comprendo y cambio el tercio. Tendré que ponerme serio. Y para ello, qué cosa mejor que citar a Borges, cuando escribió aquello de que “abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático”. Esa es la pregunta antipática que me viene a la mente cada cinco minutos desde hace ya unos días: ¿es Ana uno de esos individuos, aunque escasos y raros, de los que el propio Borges no niega su existencia, con su plan sistemático, su invención y su dominio de diversas disciplinas? Si hasta su perfil parece coincidir con el de mi amada. Pero la siguiente pregunta, la que viene después por narices, todavía es mejor: ¿es Ana uno de esos individuos con plan sistemático, capacidad de invención, y dominio de disciplinas diversas que, simplemente, prescinda de todo eso y diga la verdad? Sólo de pensar en la respuesta me dan escalofríos, porque, por muy irracional que se sea..., ¿tú que responderías? Estaba pensando que tal vez me contestases algo así como “aunque sea mentira, ¿tú de qué suerte te quejas?” Y sí, es cierto que tengo la vida solucionada, al menos por el lado económico, pero no es eso. Ni tampoco tengo interés en lo de la leyenda, ni en llegar ser más de lo que soy, ni mucho menos rey de nada. Sólo quiero una cosa. Y es Ana. Quiero, ya lo sé, lo más difícil de tener, de conservar, no digo de poseer, porque es imposible poseer a lo que te posee a ti. Ni nadie puede ser dueño de nadie, o puede que sí, aunque no debería. Pero no quiero desviarme de por dónde iba, perdiéndome en los ejemplos. Decía que sólo Ana me interesa y, fíjate, si pudiese comprarla, daría todo lo que tengo, absolutamente todo, a cambio de ella. Y lo digo con absoluta sinceridad, para que puedas hacerte una idea de lo que me hace sentir, y aún a riesgo de que todo lo demás pueda ser mentira. Es sólo una apuesta de la certeza de mis propios sentimientos. Te informo de que son casi las dos de la madrugada, de que se me están acabando las cosas que contarte y que tengo la sospecha de que estoy ya divagando demasiado en lugar de

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aportarte jugosas novedades. Y aunque, seguro, que algunas cosas se me van quedando en el tintero, dejémoslas estar ahí, porque debo concluir que no eran importantes o habrían salido ya por sí solas. El caso es que mañana, a las nueve en punto, estoy citado con Gunmesindo Areas, quien me conducirá junto a mi amada. ¿Qué sorpresas me traerá el día? No lo sé. Pero aguardo con mi esperanza alerta, con inquietud creciente, con ansia infinita. Para que veas como se me van pegando las florituras literarias que Ana domina tan bien.

*****

¡No te imaginas lo que me acaba de pasar! Estaba grabando estas cintas para ti, cuando sonó el timbre de la puerta. Miré por la mirilla, porque, dadas las horas que eran, me parecía raro que alguien llamase. Y era una preciosidad...en fin, no tuve más remedio que abrir. Hola soy Ada, tu nueva vecina. Perdona que llame a estas horas, pero vi que había luz. ¿De verdad que no te he interrumpido? No bueno, estaba... bueno, no estaba haciendo nada importante –le dije, sin saber muy bien qué le decía. Y es que ella era explosiva. Imagínate, rubia, alrededor de dieciocho años, uno setenta de altura, con un cuerpo lleno de curvas, una cara angelical y unos ojos verdes claros que te dejaban sin aliento. En fin, si no llego a estar enamorado de Ana... Y lo único que lamenté, o que me pregunté en ese momento, fue que dónde se había metido todos estos años en que mi único vecino de planta era un tipo muy circunspecto, con el que nunca pasé de los buenos días y hasta luego y que, al parecer, había dejado la casa en que ahora vivía Ada, sin que yo me hubiese enterado siquiera. Estuve todo el día trayendo cosas y ahora, me apetecía ducharme, pero no sé cómo se enciende la caldera. Ah! Bueno, eso es fácil, suponiendo que funcione correctamente y no esté estropeada –le dije e hice ademán de acompañarla. Gracias

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Afortunadamente, estaba perfectamente vestido y no en albornoz, ni chándal, ni pijama, ni nada de eso. Afortunadamente también, a la caldera no le pasaba nada y sólo con enchufarla, bombear agua para llenar el circuito y accionar la rueda a la posición “on”, la cosa arrancó con normalidad, el agua caliente salió por el grifo y yo quedé bien. No es que tenga mucho mérito, pero al menos tampoco hice el ridículo, como podría hacerlo en el caso de no saber o poder resolverle la papeleta. Ada tenía el piso lleno de cajas, algunas ya abiertas y por lo poco que había colocado, diría que gustaba del estilo pseudohippie, o al menos eso deduje, tras sumar la vestimenta de la propia Ana, también en ese estilo, que se concretaba en un vestido de tirantes, de sucesivas capas de telas que por separado transparentan y juntas, medio ocultan. El caso es que resultaba en exceso sexy. Agresivamente, diría. Bueno, te dejo para que puedas ducharte le dije, por no saber decir otra cosa mejor. Antes pensaba tomar un té. Si te apetece, preparo para dos. Acepto dije yo sin saber bien en qué lío me estaba metiendo. Ada se fue a la cocina y yo me quedé allí en medio de aquel lugar repleto de cajas, con un único sillón en una esquina, al que me fui derechito y me senté. Ada volvió en seguida. No sé cómo preparó las infusiones tan rápido. Seguro que ya tenía el agua hirviendo. Se sentó sobre una caja, frente a mí y dijo: ¿Y tú a qué te dedicas? mientras me acercaba mi taza, una taza blanca de porcelana, con asa. Tengo una agencia de turismo. Y tú supongo que estudias. Sí. ¿Y no es un poco tarde para empezar el curso? Hasta ahora, por imposiciones maternas, vivía en una residencia privada. Pero mi madre ha muerto. Así que soy libre para vivir dónde y cómo prefiera. No eres muy fiel a sus últimas voluntades. Sus últimas voluntades me han dejado muy bien servida, cosa que le agradezco. Pero ella vivió su vida y yo viviré la mía. O sea que tu madre era una mujer rica. ¿Y tu padre?

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Mi padre murió hace más de diez años. Un accidente. Lo siento. No lo sientes. Así que no hace falta que lo digas por decir. Cortesía obliga. Más que cortesía eso es hipocresía y yo odio a los hipócritas dijo tajante. Con esa radicalidad que sólo exhiben los que tienen su edad. Y a mí me hizo gracia. Precisamente porque vi eso en su expresión, en ese gesto a medio camino entre Lolita y mujer adulta que se descubre a sí misma y se reafirma. Está bien, dejaré de ser cortés, si lo prefieres. ¿Querías a tu madre? Oye, eso es una pregunta muy directa. Pensé que preferías eso a un falso lamento. ¿Por qué quieres saber si quería a mi madre? Una curiosidad que tengo a raíz de algo que has dicho antes. Pues sí, la quería. Bueno, a mi manera. Igual que ella a mí. Lo que digo es que allá ella con sus creencias, que a mí me dan igual, como me dio siempre igual su vida desde que murió mi padre. ¿Te sirve de algo saberlo? ¿Por qué dices desde que murió tu padre? Tú quieres saber demasiado. De repente me he vuelto muy curioso y me gustaría comprobar si son ciertas mis suposiciones. ¿Qué suposiciones? Por ejemplo, que culpas a tu madre de la muerte de tu padre. Me parece que pretendes sacar demasiado petróleo de debajo de mis palabras. ¿Pero tengo razón o no? Sí, tienes razón. La culpo a ella. Sin pruebas, pero con muchas certezas. ¿Un accidente? Digamos que a mi padre se le disparó su pistola, mientras la limpiaba. Mi padre era de la Guardia Nacional Republicana portuguesa y, entonces, vivíamos en Oporto. Siempre, todas las noches, después de cenar, limpiaba su arma pieza por pieza, sobre la misma mesa de la cocina. Apartaba el mantel, colocaba una hoja de periódico y comenzaba su diario ritual. Desmontaba, limpiaba, engrasaba y volvía de nuevo a

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montar. Decía que sólo la usaría en el caso de tener que defender su vida. Y si alguna vez llegara ese momento, no podía permitir que, al apretar el gatillo, la pistola fallase. Cuando oí el disparo, yo estaba ya en mi habitación. Salí corriendo y al llegar, la vi a ella allí, con el arma en la mano y salpicada de sangre, y él, derribado de espaldas, con el rostro bañado en sangre: cayó con la silla hacia atrás, porque el disparo le llegó de frente y desde muy corta distancia. La bala le entró por el ojo derecho y salió por su cogote, destrozándole. ¿Sabes? Lo más curioso es que nadie encontró las huellas de mi madre en el arma, ni tampoco las ropas ensangrentadas que yo vi que llevaba puestas y que nunca más volvería a ver. ¿Alguna vez hablaste con ella de eso? No. Nunca. Pero sabía que la culpaba. Sabía que la vi. Aunque entonces yo sólo tenía ocho años y ella creyó que era aún lo suficientemente dúctil como para hacerme creer sus mentiras, y reconstruir en mi cabeza una historia diferente de la realmente había visto. Hasta logró evitar que pudiese declarar en el juicio. ¿Y hubieras declarado en su contra? No lo sé. Quizás no. Por miedo. Supongo que tenía más miedo de quedarme sola y tener que vivir en una de esas residencias para niños huérfanos, que de ella. ¿Y cuándo murió tu madre? Hace tres días. Pero yo me enteré aún ayer de noche. Pues sí que te has dado prisa. Tuve suerte. Esta mañana, hablando del asunto con mi hermana, me comentó que había visto un anuncio de alquiler en un tablón de la universidad. Así que telefoneé, negocié con el dueño y lo resolví en menos de cinco minutos. Y después de comer, empecé a traer mis cosas. Ya casi tengo todo aquí. Aunque tendré que comprar muebles. Me parecía una mujer, por el lado de lo que decía, completamente de sangre fría, mientras que por el lado de su presencia, de la sensualidad de sus movimientos, de su mirada y de cada uno de los poros de su piel, diría que por sus venas corrían ríos de lava. Tras tomar el té, se levantó y me llevó a ver el colchón, directamente apoyado en el suelo, en el que iba a dormir aquella noche, porque no tenía ni siquiera un somier. También me enseño todas y cada una de las habitaciones de un piso idéntico al mío, sólo que invertido, como si estuviese reflejado en un espejo. Y me contó sus proyectos de decoración, que incluían derribar un

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par de tabiques e incorporar un estudio a la habitación. Algo parecido a lo que yo hice en su día, en mi propio apartamento. Bueno, pues ya me invitarás cuando termines de decorarlo. Ahora es muy tarde y debo marcharme –dije, muy torero, dando la espantá. ¿Y vas dejarme dormir sola en ese colchón? ¿No era eso lo que querías hacer con tu vida? Pero ahora se me ocurre una idea mejor. Prefiero dejarlo, si no te parece mal. ¿No te gusto? Claro que me gustas. Le gustarías a cualquiera porque eres preciosa. A mí incluido. Pero ya hay una mujer en mi vida. ¿Y dónde está? No lo sé. Entonces esa mujer no está en tu vida. Pero lo estará mañana. Reconozco que ella tiene mucha suerte. Pero tal vez no le dure siempre. Recojo el guante. Hasta mañana. Hice el ademán de dejarle un beso en la mejilla, antes de marcharme. Pero, al acercarme, ella se giró y mis labios se encontraron con los suyos. Y eran tiernos y tibios. Me quedé un poco turbado por aquel beso imprevisto, que ella me había robado. Pero conseguí reunir las fuerzas suficientes para sonreír, dar media vuelta y salir sin mirar hacia atrás en dirección a este puñetero piso. ¿Por qué habré cambiado? Hace menos de un mes, una oportunidad como esa, de las que sólo se presentan una vez en la vida, no la hubiese dejado escapar. Me sentía mejor de mujeriego. Aunque cuando lo era, las cosas no me iban demasiado bien en ese sentido. Pero sólo al pensar en Ana, en imaginar qué pensaría ella sabiendo lo que yo acababa de hacer, me hacía sentir como el más fiel y leal de los hombres. Como si ella, diosa omnipresente, me estuviese viendo en cada uno de mis momentos solitarios. Y al tiempo, el diablillo ese que se me posa en el hombro y sopla en mi oreja izquierda, me decía que cómo iba ella a enterarse. Y el diablillo bueno, apostillaba por mi oreja derecha, diciendo que había hecho bien no complicándome la vida, y menos con la

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vecina de al lado. Que cada vez que llegase con Ana a mi apartamento iba a estar temiendo encontrarme con Ada en el rellano o, aún peor, en el ascensor. Así que, querido amigo, entre tú y yo: ¡Qué difícil es esta vida! ¡Qué fácil es tomar decisiones cuando sólo dependes de ti mismo!. Cuando sólo eres tú contentando a tu egoísmo. Pero si te enamoras, tan sólo eres tú contentando a tu amada. Y cada cosa que haces es una ofrenda de seducción, de necesidad de conservación, de procurar evitar los peligros y las trampas o mejor, como dicen los curas, las tentaciones, las flojedades y debilidades de la carne. Y a lo mejor ella nunca lo sabrá. Pero ese es el verdadero regalo que le hago. Así que permíteme despedirme, porque ahora sí que ya es tardísimo. Son casi las cuatro de la mañana y ha sido un día muy agitado. Entre la muerte de Anaraida, la visita de los mexicanos, el saber que soy archimillonario y la turbadora presencia de Ada, he tenido la jornada completa. Y mañana tengo una importante cita a las nueve.

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VEINTIDOS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 10.

No te me impacientes, porque te adelanto ya que sí, que tengo muchas cosas nuevas que contarte. Para empezar, te pongo en antecedentes. Hora, las 21:13, día 1 de noviembre del corriente. Sí, han pasado casi cuatro días desde que grabé la última casete. No es que me haya vuelto vago. Pero no he estado en casa y, donde estaba, no tenía ninguna grabadora a mano. Me disculparás..., aunque, ¿qué digo? Si a ti te dará igual, porque, cuando te envíe estas cintas, ya estará la de ahora unida a las anteriores y, si no fuese porque acabo de decirte la fecha y la hora, ni te darías cuenta del lapsus. Retiro mis disculpas.

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Parece mentira: la de veces que cometo el mismo error. Y es que siempre tengo la impresión de que tú ya estás al cabo de todo lo que me sucede, cuando, en este momento en que estoy grabando, no tienes aún la menor idea de todo lo que se te va a venir encima. Pero es que tantas horas hablando contigo y que seas completamente sordo, no soy capaz de asimilarlo. Quizás no me creas, pero durante mi ausencia de este recoleto apartamento, no he dejado de pensar en esta hora, cuando estuviese de nuevo en casa, pegando la hebra, contándote los detalles de lo que me estaba pasando. Hasta llegué a imaginar que esperabas impaciente el resto de mi historia. Debe ser, más bien, que me estoy aficionando a esta clase de diario sonoro y te parecerá ridículo, pero me está ayudando a pasar la moviola, a ordenar los datos, a reflexionar y echar afuera todas las cosas que, de otro modo, seguro, me abocarían a una inevitable esquizofrenia. El caso es que, rebobinando, y siguiendo en el punto del relato en que dejé abandonado mi viejo casete, retrocedamos hasta el día 29 de octubre, nueve de la mañana, cafetería Alameda. Llego y ya está allí Gunmersindo Areas, mojando sus churros en una taza de chocolate. Me ve venir y me dice: ¿Está seguro de querer seguir con su propósito de

ver a Ana?

Pues, claro. Buenos días. Buenos días, buenos días, tonterías... No crea que le va a ser fácil respondió gruñón, pero sin ninguna acritud. ¿Por qué no me va a ser fácil? ¿Es que no me va a ayudar? Yo no puedo ayudarle. Deberá conseguirlo solo, sin

ayuda.

¿Qué quiere decir, que es una prueba que tengo que pasar o algo así? Algo así. ¿Y qué tendría que probar: valor y amor? ¡Qué ridiculez! No, sólo que eres quien dices ser. En el poema que

yo tengo está escrito que sólo el descendiente de Uriel podrá

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encontrar el camino de la entrada. Y la leyenda que tú debes construir tendrá que decir que superaste la prueba, que encontraste el tesoro y recuperaste a tu amor perdido. De lo contrario...

¿De lo contrario qué? Fracasarías. Demostrarías que no eres el elegido. O que la leyenda se equivoca y no es más que una leyenda. ¿Pretendes ser sacrílego con mis creencias? No, no era esa mi intención. Yo no suelo discutir sobre cuestiones de fe, porque sé que jamás se llega a acuerdo alguno. Aunque, en este caso, haría una excepción, si al menos a nivel teórico, admitiese la posibilidad estadística de que puede estar equivocado. Así evitaríamos que ese dogma inquebrantable nos impida debatir abiertamente sobre el tema. No admito que pueda estar equivocado. Admítelo tú

y contempla la verdad antes de que se te venga encima. Y respecto del valor, si es que lo tienes, te llevará en volandas hasta Ana. No sé de qué tienes miedo. Ni yo por qué pretende retarme. No pretendo retarte. ¡Allá tú!

¿Cambio de táctica? Contigo es imposible, así que te diré mi última

palabra: si quieres que te acompañe, voy; sino, arréglatelas por tu cuenta.

Admito que prefiero su compañía. Además, es el único que puede ayudarme. Yo no voy ayudarte. Entiende bien que me limitaré,

simplemente, a ir contigo y en todo caso, a ser notario de lo que pase.

El caso es que ya me estaba tuteando, imponiendo las normas de aquel juego en el que acababa de meterme aún sin haber tomado el primer sorbo del café solo que me pedí, y qué debía ser un latigazo en el flujo de mi sangre, pero que, cuando de verdad hizo su efecto, ya estábamos sentados en mi todoterreno, entrando en la autopista en dirección a Ferrol. Y

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hasta pagué yo su chocolate con churros, y la gasolina y los peajes: se ve que me he vuelto millonario. Hice sonar un disco compacto de Cheb Mami, me dejé llevar y, a los cinco minutos, vi como mi feliz acompañante había abandonado este mundo y dormía plácidamente, sujetado en su balanceo por el cinturón de seguridad, y ajeno al ritmo africano que me envolvía a mí. Despertó cuando frené sobre los adoquines del peaje de Fene. Se frotó los ojos, me miró y dijo: Debí haberme quedado dormido. Una media hora, quizá algo más. No me habré perdido nada interesante. Sólo el paisaje. El paisaje ya lo conozco. Nunca se acaba de conocer, créame le contesté, bromeando. Llegamos a la zona de Cobas una media hora después, por culpa del tráfico. Ya iba a dejar mi coche en el mismo lugar en que lo había aparcado cuando lo de Luis Uría, pero Gunmersindo me advirtió: No lo deje aquí. Gire y tome ese sendero. ¡Pero si va en dirección contraria! Hágame caso. Y se lo hice. Me metí por una corredoira casi impracticable, que dejaba a la izquierda el área vallada por los militares y se adentraba en un terreno de espeso sotobosque, con un primer tramo tan escarpado, que parecía elevarnos hacia sabe dios dónde. Pero justo al rebasar un cambio de rasante, la pista forzaba a girar a la derecha y, de golpe, en un brusco descenso, nos condujo directos hacia el mar. Pese a lo abrupto del firme, mi coche se defendió sorprendentemente bien, y pronto, pese a la escasa velocidad, llegamos hasta el borde del agua. Desde allí, por una ribera de cantos pulidos, y tras volver a girar a la derecha, fuimos en línea recta hasta encontrarnos con la valla militar, con la suerte de que, al estar la marea baja, la verja deja el paso libre, y se puede cruzar perfectamente, casi sin mojar las ruedas. Este camino, pensé, seguro que fue donde los secuaces del mexicano ocultaron su coche.

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Al poco, estábamos justo al lado del monolito y del lugar en que Uría dijo adiós a este mundo. Bajamos del coche. Las mareas habían lavado las piedras que la sangre había teñido e incluso el agujero excavado en la arena, que se había llenado desde entonces varias veces de agua y aunque no se había cegado aún por completo, presentaba bastante menor profundidad que la primera vez que lo vi, pero ya no ningún indicio ni marca de haber sido horadado por pala alguna: del escenario del crimen, las huellas habían sido barridas por el mar. Pues bien, ya estamos aquí. Usted dirá. No. Yo no tengo nada que decir. Dígame al menos si lo que tengo que buscar es la entrada de alguna cueva. Ni más ni menos, tú lo has dicho. Una prueba de lógica, supongo. De inteligencia, más bien. Conocía el sitio. Lo había fotografiado al completo. Y en los últimos días, no había dejado de mirar, creo que más de cien veces, todas y cada una de esas fotos. Sobre todo, la que se ve a Ana saliendo de la escena del crimen. Y al menos a la vista, nada había que pudiera revelar una entrada. Nada que pudiera moverse o desplazarse. Ni tampoco objetos, rocas o arbustos que tratasen, voluntaria o involuntariamente, de ocultar algo. Aquella era una especie de caleta protegida por un acantilado casi vertical, en roca viva, no muy alto, de menos de tres metros, formando una curva pronunciada en forma de U, que en uno de sus extremos desciende abruptamente, comunicándose al nivel del mar con otra ribera casi recta, por la que se puede acceder tanto a pie, como en coche, como habíamos hecho nosotros. Y en el centro de esa pequeña bahía, una enorme piedra, como una ballena blanca varada, lucía su pulido lomo de piedra, lavada a diario con cada subida de la marea. Eso era todo, además del agua, en la bajamar, que dejaba ver la escasa arena repleta de numerosos cantos y rocas de todos los tamaños. Encendí un cigarrillo y me senté a pensar. Miraba a Gunmersindo y él me miraba a mí, divertido. Burlón incluso. Desafiante, al tiempo. Y me parecía absolutamente ridículo. La situación en la que estábamos era demencial. Yo buscando la

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supuesta entrada de una cueva, al borde de un acantilado, siendo observado por el juez de un juego que, además de establecer las reglas, encima parecía reírse de mí. Yo no sé si la prueba en cuestión era cosa de inteligencia, como decía Areas, de lógica, como decía yo, de instinto, de fuerza, como digo ahora, o si acaso de todo eso junto y mezclado como en un batido. Pero no aparentaba ser fácil. Tenía que recapitular. ¿De qué datos disponía? En primer lugar: los poemas. Pero tanto el de Ramón como el de Luis, nada explicaban sobre cómo entrar. No eran, desde luego, el mapa de ningún tesoro, ni mucho menos, pese a la comparación que había hecho Uría en nuestro primer encuentro. Salvo que hubiese algo entre líneas que yo no sabía leer. Y respecto al tercer poema, el que decía tener Areas, aún no lo conocía: tan sólo el dato que él mismo me había desvelado antes de salir de Compostela, de que sólo Uriel, el verdadero Uriel, podría entrar. Pero tampoco era nada nuevo, de hecho algo muy semejante se menciona en los versos que Ana había escrito para mí:

Y en el pie humedecido de un alto acantilado, donde un marco de cuarzo señala el sitio exacto y el secreto que aún hoy, desvelar nadie pudo, ni nadie más que tú, seguro, podrá hacerlo, llegamos aún de noche, muy cansados.

Esos eran los versos. Sí. Y estábamos exactamente en ese mismo lugar, donde el “marco de piedra señala el sitio exacto”. ¿Qué quería decir eso exactamente? El marco, como cualquier otro, señala únicamente al cielo y al suelo. No tiene ningún brazo ni ningún dedo que, como el de Colón, muestre el camino de las

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Indias Occidentales. Y, además, ese preciso lugar dónde se pavonea inhiesto, ya había sido excavado por Uría y Anaraida sin que, al parecer, llegasen a parte alguna. Si acaso, metafóricamente, a cavar su propia sepultura. A menos que la frase esa del poema de Ana sea sólo una referencia genérica, que signifique que este es el lugar, pero no su entrada misma. Además, Ana, en sus poemas, cuenta que, la primera vez, entraron en la cueva con carros cargados con todo el oro robado en Labacengos. El propio cuerpo de Uriel llegó cargado en otro, recubierto de piedras. Y si una carreta de bueyes es capaz de entrar, no puede tratarse de un simple agujero. No tiene mucho sentido, a mi modesto entender, que cada vez que se pretende entrar, haya que armarse de pico y pala, pasar largas de trabajo, expuestos al peligro de los ojos ajenos y volver luego a dejar todo como estaba. Con la imposibilidad añadida de, una vez dentro, devolver todo lo desenterrado a su primitivo lugar. Porque ahora, con esa valla militar, el acceso queda bastante restringido. Pero, en el pasado, esta misma ensenada podía ser utilizada por pescadores y visitada por cualquiera. Tenía que descartar esa posibilidad y pensar en otra cosa. Fue Sindo el que cortó de golpe mis razonamientos al señalarme que, en el extremo del acantilado, había unas profundas marcas en las piedras. Y efectivamente, las había. Tonto perdido debo de ser, porque te juro que las había visto ya antes de morir Uría y también en las fotografías y: ¡cómo quien ve llover! Pero ahora, al fijarme bien, diría que eran huella semejantes a las que producirían unos dientes de excavadora. Y así era, según me confirmó Areas. Pero, ¿quién había hecho llegar hasta allí una pala e intentado ahondar con ella en roca viva? Fue entonces cuando el albacea de Ana me contó la curiosa historia de la verja que cercaba aquel lugar. Los militares, sí, los chicos de la Marina, lo intentaron, logrando, afortunadamente, romper tan sólo unas cuantas rocas, pero sin conseguir sus ambiciosos objetivos. Muy en su estilo, tiraron por la calle del medio, y unos, fieles a su máxima de cumplir las órdenes sin discutirlas y, otros, haciendo uso del poder de los galones, pero no del de su mollera, si es que dentro de ella había algo de materia gris, se lo hicieron por las

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bravas: tras cargarse y dejar hechas unos zorros un par de cucharas de aquellas máquinas impotentes ante la muralla de granito, les dio por probar con barrenos de dinamita, hasta conseguir que una parte del acantilado, precisamente la zona por la que habíamos entrado, quedase al nivel del mar. Y eso fue todo. Finalmente, según el cuento de Areas, se cerró el grifo del maná del presupuesto. A la vista de lo improductivo de aquella intuitiva misión, el nuevo Almirante Jefe de Zona Marítima del Cantábrico, que acababa de llegar al sillón de mando hacía menos de un mes, al enterarse del tema, tomó cartas en el asunto e hizo llamar al capitán, de nombre, Feliciano Torrente, responsable oficial del desaguisado y le puso firmes y mano en la sien: ¿Quiere usted hacerme creer que son verdad todos esos cuentos de vieja que oye por las tabernas? Por su culpa hay un agujero en las cuentas difícil de justificar, además de varias quejas de vecinos por las explosiones de dinamita sin previo aviso. Con el debido respeto, no son cuentos de vieja. Lo sé de buena tinta. ¿De cuál? Permítame mantener el secreto de mis fuentes. ¿Pero es usted militar o periodista? Militar, señor. ¡Y a sus órdenes! Entonces dígamelo. La mujer con la que estoy... quiero decir: mi novia, tiene un manuscrito que habla de ese tesoro. Pues tráigamelo. Y si me convence, le dejaré seguir con su misión. De lo contrario... Eso no puedo hacerlo, mi Almirante. Es de ella. Pero a usted, supongo, le será fácil conseguirlo, si es que no lo tiene ya. No hará falta que le recuerde la montaña de dinero que ha sepultado para nada y de lo que se juega si se niega a cumplir mis órdenes. No sé cómo Areas pudo enterarse de este diálogo que me contó y que yo, sencillamente, reproduzco. Pero, en cambio, del final de la historia, Sindo, nunca supo. Por ello, sólo podemos

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deducir que, el tal Feliciano, o bien no pudo cumplir la orden o, de hacerlo, al Almirante no le convenció el contenido del texto que hablaba del tesoro. Porque, lo que sí se sabe es que los trabajos no se reanudaron más, y que el capitán acabó su carrera en Madrid. Aunque no si ese cambio de destino fue un inmerecido ascenso o, por el contrario, un te quito de en medio. Pero, ¿quién era la mujer que tenía un precioso manuscrito que hablaba del inencontrado tesoro? Imagínate: la madre de la difunta Anaraida, llamada Divina Villasante. Y Feliciano no fue, por supuesto, el padre de la llamada entonces Esperancita. ¿Y su verdadero padre?: un tipo llamado Joao Pais, portugués, claro, que se ve que murió de infarto cuando la niña tenía tan sólo tres años de edad. Bueno, quien dice de infarto, puede decir de cualquier cosa. Sindo no tenía constancia, ni la necesaria cercanía con los hechos, para asegurar que tras aquella muerte hubo una mano negra. Ni siquiera le llegaron los preceptivos rumores. Y es que Portugal, se conoce, está muy lejos para estas cosas. El caso es que, poco después del trágico suceso, Divina y Esperancita abandonan Portugal y se instalan en Ferrol. Allí conocería la madre de Anaraida al capitán Feliciano, convirtiéndole de inmediato en el cómplice perfecto para tratar de colmar sus ansias de acceder el tesoro. ¿Con qué malas artes le convenció? Bueno, seguro que no le fue difícil. Desde entonces hasta hoy, que se sepa, no hubo más intentos ni, por lo visto, presupuesto para otras misiones semejantes. De hecho, además de la verja y esas marcas en la piedra, no queda en el lugar ninguna construcción ni resto que delate que allí tuvo lugar actividad militar o de cualquier tipo. Hasta la garita de vigilancia, si es que la llegó a haber, debió ser de las de campaña. De quita y pon, vamos. ¿Y qué fue de la divina madre de Esperanza?, parece que te oigo preguntarme. Sindo cree que regresó a Portugal, donde pasó una larga temporada, sin dar señales de su presencia, suponiendo también que, ese tiempo, lo dedicó a la formación de su malogrado retoño en las artes de la brujería, oficio que le serviría a Anaraida para defenderse bien en la vida, sobre todo, a raíz de su desembarco en La Coruña. Y digo bien, porque llegó en un buque procedente de Oporto, con tan sólo una maleta y sus

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dos hijas, gemelas idénticas, y que por entonces tendrían unos diez años de edad. Había quedado viuda y, según parece, decidió cambiar de vida. Aquiló un piso en no muy buen estado, pero con escasa renta, en la Ciudad Vieja, puso un par de anuncios en los periódicos locales y comenzó a buscarse el sustento con una mesa camilla, una bola de cristal y una baraja de tarot. Las cosas, se ve, le debieron ir bien porque, a poco, adquiere un duplex en el Orzán, desde el que disfrutaba de unas preciosas vistas sobre la playa. Y ya, con la aparición de las líneas telefónicas de pago, de prefijo 906, supo llegar a convertirse en empresaria y dirigir un negocio con más de veinte líneas, atendidas directamente por personal contratado, trabajando a tres turnos, las veinticuatro horas. Puedes figurarte la cantidad que llegaba a facturar, para pagar sueldos a tanto empleado y mantener su propio nivel de vida, que no dejaba de crecer. Hasta llegó a comprarse un pazo que, se ve, estaba aún restaurando y que nunca llegó a ocupar. Y se rumoreaba que la casa que su madre le dejó en herencia, en Portugal, también la había remozado con inyecciones de dinero que, aunque fuera del control de Hacienda, no dejaba de servir a los fines para los que fue creado. Mientras Sindo me hablaba, no dejaba de pensar, tratando de recordar un fragmento del poema que Ana me había dado, en el que describía su entrada en la cueva:

Entramos en la gruta por un pasaje extraño, oculto y evidente al mismo tiempo. Invisible y en cambio, sin puertas y sin muros, que se abrió a nuestros pies como una boca, que hacia el infierno mismo parecía tragarnos. Descendimos de pronto una vereda que llevó nuestros pasos muy abajo. Y luego, dando un giro, llegamos a otra parte, y al instante sentí que sobre mí, de agua había ruido,

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que era el del propio mar, del techo sostenido.

Eso era, “...del agua había ruido, que era del propio mar, del techo sostenido...” La cueva estaba debajo del mar. Eso estaba claro. Así que, tal vez su acceso no estuviese en el acantilado. “...oculto y evidente al mismo tiempo. Invisible y en cambio, sin puertas y sin muros, que se abrió a nuestros pies como una boca...” También parecía claro que el agujero, la entrada, o lo que sea, está en el mismo suelo y que se abre ante uno. Pero, por más que miraba hacia el suelo, salvo gruesa arena, los cantos y algunas rocas de pequeño tamaño, no había nada, si exceptuamos la inmensa roca central, con forma de ballena. “...oculto y evidente al mismo tiempo...” Lógico, que esté oculto. Pero que sea evidente... lo más evidente era esa enorme piedra de granito pulido. Pero creía francamente difícil que pudiera abrirse o hacerse a un lado ante los pies de nadie. Pero, ¡ay!, que de repente, el viento que soplaba, dejó un claro en las nubes y el sol llenó la zona. Y de su luz, nació la sombra. Y de la sombra, la que el monolito que señala el sitio exacto proyectaba, vi como apuntaba, directamente, hacia la gran roca en forma de ballena. ¿Era esa sombra la que señalaba el sitio exacto? A la cabeza me vinieron multitud de imágenes. Los mismos celtas que llegaron a Galicia descubrieron que los habitantes precedentes, los hombres del Neolítico, en su culto a los muertos y en su conocimiento de la astronomía, habían construido tumbas con galerías de hasta treinta metros, a las que habían dejado un agujero hacia el exterior, por el que la luz entraba, sólo en determinado momento del día, iluminando el espacio. También en el templo egipcio de Abu Simbel, la luz entra sólo un instante, alumbrado toda la estancia y oscureciéndola por completo unos minutos después. De todos modos, era mi única opción. Así que me acerqué hasta el fenomenal cetáceo y le eché un vistazo. Estaba perfectamente enterrada en el terreno. Imposible moverla de modo alguno. No sé por qué me subí a ella. Imagino que más que para observar si tenía, qué tontería, alguna puerta de acceso

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superior, para otear alrededor, en aquella mañana en que el sol lucía tibio y emergente entre una neblina que se disipaba. El caso es que se me ocurrió saltar sobre la piedra por ver si abalaba, porque, por un costado, la forma inclinada de la parte que hacía de cabeza, no llega a estar apoyada, sino que la tercera parte está en, su parte inferior, al aire. Pero no, no se movió ni un solo milímetro. Bajé del lomo de la ballena y me fui hacia el extremo de la piedra que no apoyaba y me agaché. Tuve la impresión de oír algo. Un rumor semejante al que se escucha cuando uno se acopla a la oreja una caracola. Pero aquella ranura, claro, debe llenarse de agua con la subida de la marea. Por eso, quién sabe si mi sensación no se debiera al efecto del rumor del agua en aquella oquedad y a mi empeño por escuchar algo. No tenía sentido. Un acantilado hecho en piedra, de una piedra vertical que continúa, como si se doblase y formara una amplia plataforma, casi horizontal, que se adentra en el mar hasta encontrarse con esa piedra de ballena. No sé, me vino a la cabeza que aquella superficie, aquel suelo, pese a estar recubierto de arena, parecía todo de piedra. Mas la ballena, si fuese realmente una de esas piedras de abalar, como la de Muxía, sólo que en este caso, mucho más grande y pesada, estaría colocada en inestable equilibrio, apoyada no muy cerca de su centro sobre una roca, por lo que, subiendo en uno de sus extremos y haciendo contrapeso, abala, es decir, se mueve arriba y abajo como los trampolines en que los niños juegan con su propio peso. Y al pensar en lo de “su propio peso”, caí en la cuenta. Porque, claro, el peso de una persona o mejor dos, puede bastar para mover una piedra de tamaño medio. Pero para esta piedra enorme, los quilos tenían que ser más. Aunque tampoco demasiados más. Se supone que la puerta debe poder ser abierta por una sola persona. La propia Ana o el druida, de ser cierta la leyenda, son los únicos que conocen el secreto. Los únicos que entran y salen. Pero también otra cosa. Ha de ser una entrada lo suficientemente grande para que pasen por ella carros enteros. ¿Un carro cargado de piedras? ¿Para qué las piedras? ¿Para qué cargar con piedras y pasarlas putas por esos caminos de dios con las ruedas enterrándose en el fango? No se me había ocurrido pensar en aquello hasta ese momento, y no le encontraba

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el sentido. Y, de repente, como diría un místico: vi la luz. Volví a subir sobre el inmenso cetáceo y, efectivamente: pese a la labor de erosión permanente de cada marea, allí estaban, débiles pero perceptibles, aquellas marcas paralelas, como dos surcos que tenían que ser, sin lugar a dudas, producidos por un par de esas ruedas de madera forradas de llantas de metal. Unas llantas que fueron los propios celtas sus inventores y que acoplaban, directamente salidas de las fraguas, en el disco de madera. ¿Cuántas veces no había visto yo esas mismas huellas en la corredoiras, los caminos de carro, horadando el granito y dejando el indeleble rastro en la durísima roca? Decidí comprobar mis suposiciones haciendo la prueba allí mismo y en aquel preciso momento. Era más que una intuición. Además, ¿por qué se había empeñado Areas en que llevase mi coche hasta allí? Y sobre todo: él conocía el camino por el que se accede en coche, y no un coche cualquiera, sino un todo terreno. Él, Gunmersindo, ya había ido. Seguro, más de una vez, en uno. Me parecía tan claro como el agua de una marea que ya empezaba a subir. Por el extremo de la cola de la ballena comencé a ascender con mi coche, avanzando lentamente. Si estaba en lo cierto, la piedra abalaría cuando yo alcanzase el extremo más alto: la cabeza de la ballena. Y si abalaba, debería estar atento con el freno, no fuera a ser que al inclinarse la piedra, me cayese de frente contra un suelo que, en ese lado, está a más de dos metros de altura ¡Y no me caí de milagro! Pero, debo reconocerlo: soy un genio. Tal como predije, la piedra abaló cuando estaba a menos de medio metro del extremo y, entre lo que tardé en reaccionar, hasta que clavé el freno del coche, las ruedas quedaron a no más de medio centímetro del punto más extremo en el que apoyarse. De modo que, tal como vi la cosa, no tuve más remedio que salir por el portón trasero. Aunque la piedra, en el lado más alto, no descendió más de medio metro, dejando el coche inclinado en cuesta abajo, pero sin exceso de peligro salvo rotura de frenos, por el otro extremo, la piedra se había levantado más de metro y medio. Era como una gran losa que ahora parecía un toldo y que dejaba ver una bocana de algo más de metro y medio de ancha y otro tanto de alta, por la que descendía una rampa que se perdía en la oscuridad.

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Gunmersindo se acercó hasta donde yo estaba esperando con aires de merecida suficiencia. Como veo que lo has conseguido, te ayudaré me dijo. Y pasó bajo la piedra, descendió la rampa un par de metros, inclinó una especie de viga de madera que había sujeta por un eje metálico a la pared de piedra y la utilizó como columna para ayudar a sostener en alto la piedra que había descubierto gracias al contrapeso de mi coche Ahora ya puedes bajar tu cacharro

de ahí arriba.

No era fácil, con la cola de la ballena en alto, tenía que descender por un costado y me parecía demasiado pendiente. Pero si Areas decía que era posible hacer bajar por allí un carro tirado por dos bueyes y cargado de piedras, no iba yo a discutírselo. Y por no hacerlo a punto estuve de volcar. Me faltó un pelo. Hasta el coche dio un bote que, si no llego acelerar al llegar tocar con las ruedas de delante en el suelo, lo dejo apoyado en las puertas. No soy precisamente ningún virtuoso al volante, y menos mal que reaccioné bien y que aunque el cuatro por cuatro quedó cruzado, seguía apoyado en sus cuatro ruedas. No era muy amplia la entrada de la cueva que se dijera, para un coche como el mío. Tuve que plegar los dos espejos y ajustar al milímetro para poder pasar. Una vez dos metros hacia adentro, ya no había problema, porque el camino ancheaba lo suficiente para bajar sin agobios los cinco metros de aquella rampa. Abrí la portezuela y salí. Vi como Areas retiraba la viga de madera que servía de soporte a la techumbre de la boca de la cueva. La viga se deslizaba por su parte inferior por una especie de raíles dentados, que servían para enderezarla o inclinarla hasta dejarla acostada. De ese modo, enderezándola hasta tocar el techo y haciendo girar la rueda dentada, se conseguía, desde dentro, empujar la piedra y abrir la entrada para salir. Más fácil salir que entrar, sí señor. Aunque, claro, hay que esperar a que esté baja la marea. Al quitar Areas la viga, la piedra, en lugar de caer de golpe, como yo esperaba, lo hizo lentamente, como si algo la amortiguara, aunque eso sí, cerrando la boca con total precisión. Ni un puñetero hilo de luz pasaba bajo la grieta que la piedra tapaba.

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Pero mi pregunta era, cómo, una vez afuera, podía retirarse la viga y cerrar la entrada. Y sólo había una respuesta, claro, la que me dio Sindo: De igual modo que se hace para entrar, utilizando un contrapeso que permita retirar la viga, sin que se cierre la entrada. Un tanto complicado, pensé. Sobre todo si toda esa maniobra tiene que hacerla uno sólo. Y demasiado expuesta a posibles miradas, pese a ser aquella una zona no muy transitada, gracias a esa valla militar. Pero, claro, esa entrada no fue diseñada por la mano de ningún hombre. Es una entrada natural que, gracias precisamente a esa piedra que la cierra, encajada en un lecho de piedra, impide que el agua de las mareas la inunde. Y ya, que abale, es uno de los más bellos misterios de la física, que le da sentido a la famosa frase: “dadme una palanca y un punto de apoyo y moveré el mundo”. Dejamos el coche allí mismo y descendimos a pie unos dos metros, dejando a ambos lados una especie de habitáculos que podrían haber sido establos. Y en uno de ellos, si a veces, cuando atino, hago pleno un todoterreno, de distinta marca que el mío y tal vez algo más pequeño. Supongo que de Ana y, seguro que el mismo vehículo en el que sospeché que Sindo Areas había venido, por el camino que lo habíamos hecho nosotros, muchas otras veces antes. Al descender un poco más, aquella rampa de entrada se abría a una enorme sala que me va costar esfuerzo describirte. Para hacernos una idea del tamaño de que hablamos, pongamos los metros cuadrados de una cancha de baloncesto y con una altura de unos tres metros y medio Lo que tenía ante mí era un espacio multifuncional, sorprendentemente moderno, en el que convivían en armonía diversas dependencias, para diferentes fines. Todo lo contrario a la idea de una cueva que puedas imaginarte, hasta en la iluminación, artificial, y que tenía que ser necesariamente eléctrica, aunque no me explicase el modo en que la electricidad se obtenía. Primera impresión: ecléctico. Muebles de diseño moderno, contrastando con tapices antiguos que pendían del techo y piezas y esculturas de indudable valor, de todas las épocas y estilos. Pero nada puesto al zar, ni amontonado. Toda la

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belleza estaba lista y expuesta para exhibirse ante los ojos de quien pasase frente a ella. Y frente a mí, atónito y boquiabierto, justo en la pared de enfrente, se me apareció una enorme chimenea, tallada en la propia roca de la pared, que sobresalía por su atrevimiento y por intuírsele de la misma edad que la propia cueva. En ella había dos troncos de gran tamaño: preparados para alimentar en cualquier momento un hogareño fuego, colocados bajo un enorme tiro que llevaba el humo hacia quién sabe dónde. ¿A dónde iría a parar? Esa era mi pregunta. Pero había otras mil más a punto de asaltarme, porque cada cosa que tenía delante merecería al menos una pregunta y los objetos que competían por sorprender a mis ojos superaban con mucho esa cantidad. Sí, era realmente un tesoro, un tesoro que merecería conservarse tal y como estaba, tal como había querido Ana: colocado en estantes que parecían colgados de las piedras de las paredes, o en pedestales, o en tarimas, o en vitrinas, que entre su disposición, conformaban una sala de mullidos sofás frente a la chimenea, una zona de estudio justo detrás y una tercera parte, que hacía de biblioteca, y que arrancaba del lugar por el que nosotros habíamos entrado. Libros y más libros se presentaban, colocados en pequeñas librerías, de no más de un metro de altura, con ruedas, que había por todas partes: agrupadas en círculos, formando disposiciones geométricas, o haciendo de zócalo junto a la pared de piedra. Los subterráneos muros de piedra eran un derroche de lujo decorativo, que casi los ocultaban completamente, bien con inmensos tapices o con enormes cuadros que en lugar de pintura, servían de expositores para innumerables objetos de oro y joyas, desde pulseras y diademas, hasta collares, anillos, peines, cinturones... Miraras a donde mirases, lo que yo intuía con aspecto de zoco, se presentaba con perfecto orden, con sentido lógico y estético, y con la inevitable sensación de saber que te encontrabas en un lugar donde la riqueza de cada objeto, de cada pieza, sumadas, superaría la fortuna del mismísimo Uría. Es decir, la mía. Aún no lo tengo asumido. Pero, claro, allí faltaba algo. Desde un extremo de ese lugar, justo tras un enorme tapiz que pende desde el techo y llega a besar el suelo, se accede a un pasillo que obliga a subir unos

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tres metros y desemboca en un lugar aún mayor que el anterior, que está dividido en su mitad por un río que pasa a través de un cauce de piedra, que parecería canalizado, pero que era así, natural, y que desemboca en una especie de pequeño lago, que le sirve a Ana de almacenaje y de desaguadero. Es decir, que el agua que llega por el río que fluye en el exterior, se filtra por alguna ranura y cede parte de su caudal al servicio de Ana: entra por un orificio en la pared de la cueva, pasa por un canal de medio metro de ancho y se derrama en una especie de pequeño lago, de una forma ovalada irregular y unos seis metros en su parte más larga. Allí se acumula mientras la marea está alta. Al bajar la marea y ceder la presión en el exterior, el agua del lago sale y desciende a través de las piedras del acantilado. Porque, por la disposición de aquel espacio, debía quedar justo a menos de un metro y medio de la superficie de la parte más alta del cantil. Y ese lago, tenía que lindar con la pared, que en esa zona, en la parte exterior de la U, debe tener más de cinco metros, aunque el agujero del desagüe tal vez esté a unos dos metros del fondo, suficientes para que la marea, al subir, lo cubra. Y con la marea baja no se vería, desde afuera, más que una especie de pequeño manantial que se despeña hacia el mar. Después de ver aquello, acredito que la descripción que Ana hace en sus poemas de lugar en el que estábamos es del todo exacta, aunque, pese a su somera descripción, e incluso de sus precisas palabras, la imaginación, al menos la mía, es incapaz de hacerse una idea, y la sorpresa y de la belleza, una vez que lo contemplas por primera vez, te asaltan con máxima intensidad. Imagino que con mi descripción de ahora, yo tampoco conseguiré que te puedas hacer una idea, pero suponte, por comparación, que tienes como la sensación de hallarte no en un lugar natural, sino en un espacio, perfectamente diseñado, donde cada lugar y cada cosa tienen un sentido y una función. Pero lo peor, aún nos faltaba por ver. En el extremo derecho de esa enorme sala que divide el río, hay una especie de escalones, que conducen hacia un agujero que está a un nivel intermedio entre las dos plantas que yo había visto. Ese es el lugar en el que Ana tiene su dormitorio: un lugar que parece el interior de una cáscara de huevo gigante, con una enorme cama

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de un diseño parecido al de esos catres japoneses sin somier. Y dentro de ella estaba Ana. Al acercarnos la vimos, sudorosa, con fiebre, en un estado cercano al delirio. Sindo la destapó y vio cómo, alrededor de su cintura, se había colocado, a modo de venda, una tira de una sábana rasgada, cuya otra mitad, estaba en el suelo de la habitación, manchada en parte de sangre. Sindo descubrió la venda y vimos una herida en un costado de su cintura, como de unos cuatro centímetros, pero que parecía profunda e infectada.

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VEINTITRES

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “A” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 11.

No reaccionaba. No respondía a nuestras llamadas, aunque aparentaba estar despierta, con sus ojos desencajados mirando hacia arriba, a ninguna parte. Junto a la cama había una botella de alcohol de 96, con la que parecía que, ella misma, se había hecho esas curas de emergencia. Menos mal que parece que no le afectado a ningún

órgano vital. Es una herida fea. Y suerte que parece que le dio por echar alcohol, sino... Hay que limpiar, desinfectar y suturar. Tú quédate aquí con ella, yo voy a buscar agua caliente y algunas cosas que necesito.

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Le cogí una mano y me quedé junto a su cuerpo empapado en sudor. Y tuve miedo. Mucho. Pese a que Sindo había dicho aquello de que no tenía afectado ningún órgano vital. No podía ser que ella, por cualquier estúpida razón, y precisamente ahora, fuera a desaparecer de mi vida. Ahora no. Si en verdad hay destino y si éste está escrito, el mío no podía ser tan cruel. Y aún menos, el de Ana. Imaginaba lo que le podía haber pasado, casi tenía la certeza de saberlo y me atormentaba que ella no pudiese decírmelo. Pero no importaba. No en ese momento, donde lo único deseable era que se recuperase. Ya tendría tiempo para contárnoslo y hasta para reírnos de ello. Sindo llegó enseguida, con una bandeja grande en la que traía un hervidor de acero inoxidable lleno de agua bullente, que me recordó aquellos viejos cacharros que solía ver en las antiguas consultas de los practicantes y los sacamuelas. También traía algodón, gasas, sutura y un líquido dentro de un frasco sin etiqueta. Vertió parte de ese líquido sobre una gasa y la acercó hasta la nariz de Ana. Como vio que yo lo inquiría con la mirada, me dijo: Es cloroformo. Ya ha sufrido bastante y tengo que

limpiarla bien, hurgar en la herida y después coserla. Y mejor esto, que nada.

¿Y no es peligroso? ¿El cloroformo? preguntó y yo asentí. Sí, por eso

ha de manejarse con mucho cuidado. En mínimas dosis, provoca una embriaguez parecida a la del hachís. Pero, con un poco más, se invoca un dulce sueño del que Ana ya empieza a disfrutar. Y si la dosis fuese mucha, entonces, sí hay peligro. Puede resultar mortal.

Sindo vertió parte del agua sobre la brecha de Ana y luego, ayudándose con unas pinzas, procedió a abrirla para explorar el interior de aquella herida. Pero antes de que pudiese hacer nada más, salvo una ligera presión sobre la zona afectada, del interior de la incisión brotó un coágulo denso y tras él un chorro de sangre aprisionada que a mí me hizo dar un brinco y que salpicó a Areas de tal modo que parecía un carnicero matarife. No te asustes: esto es bueno. Así saldrán las

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impurezas que pueda haber, del objeto con que se hirió.

Cuando la sangre comenzó a fluir más despacio, Sindo abrió la herida con las pinzas y sacó de ella varios restos de algo que parecía escoria, u óxido metálico en pequeñas láminas que se habían clavado en la carne de Ana. Al terminar, volvió de nuevo a lavar la herida, pero esta vez lo hizo con aceite de oliva. Y sobre el aceite que cubría la herida, espolvoreó azúcar. Finalmente, con seguridad, pero con mimo, cerró con cinco puntos el tajo abierto en su cintura, roció aún con más aceite y cubrió todo con una de esas vendas adhesivas, en forma de gran parche. ¿Por qué le ha echado aceite y azúcar? Aceite, porque limpia mejor que el agua, y azúcar,

para mejorar la cicatrización. No será una cicatriz tan bonita como quisiera, pero se recuperará pronto dijo con una sonrisa en los labios. Bien, ahora tendrás que ayudarme a calentar agua. Necesitamos sacarla de la cama y darle un buen baño. Tiene demasiada fiebre y hay que tratar de bajársela, de lo contrario, su corazón podría resentirse.

Su frase, lo que Sindo dijo, hizo que fuese precisamente el músculo que a mí me late el que pareciera encogerse de repente de congoja. No podía ser que a su corazón fuese a pasarle algo. Dejamos a Ana sola y nos fuimos abajo. Sindo se había ido directamente hacia la gran chimenea y gracias a una especie de pequeño lanzallamas, que supongo debía funcionar con gas, y que comenzó a aplicar sobre los grandes troncos. Contrariamente a lo que pudiera parecer, casi no tardaron en prender y, gracias al fuerte tiro, a calentar enseguida la enorme habitación. Hay demasiada humedad aquí. Seguro que hace

tiempo que no se enciende fuego. Y la humedad no es buena, aunque, con este río, sea siempre imposible estar a gusto con la chimenea apagada.

Tras decir esto, me tomó de un brazo y me llevó hasta un hueco que había en la pared, oculto también por un tapiz, que dejaba ver tras él unas escaleras talladas en la misma roca, y por las que se ascendía a un nivel superior. Subimos. Aquello era inmenso. Parecía increíble que, sin una sola columna de sustento,

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aquel lugar no se colapsase sobre sí mismo. Pero lo más increíble lo tenía delante de los ojos: un suelo de mármol blanco, que en el centro, se abre en una especie de pequeña piscina o enorme jacuzzi y en el que tampoco faltaban ni retrete ni lavabo. Este suelo se colocó para ocultar las canalizaciones

de agua y los desagües.

¿Fue usted quién lo hizo? Mi padre. Yo entonces era muy pequeño. Y las

tuberías están ya muy viejas, casi tanto como yo. Fíjate que nací en 1925 y debía tener cinco o seis años cuando aquello.

Sindo me explicó que estábamos justo encima del pequeño lago en el que desemboca la corriente subterránea de que disfruta el lugar, lo que hizo fácil la resolución del problema de los desagües. Pero, en cambio, para subir el agua hasta allí, era necesaria una bomba. La primera, que había instalado su padre, era de mano. Pero ahora, un extraño ingenio, alimentado con gas propano embotellado y trabajando al unísono con una caldera, proveían de agua caliente, a la temperatura deseada, con sólo abrir los grifos, que fue lo que Sindo hizo, para que el líquido comenzase a llenar la gran pila en la que intentaba bajar la alta fiebre de Ana. La segunda parte de aquel lugar, al que se entra por una puerta situada en la pared divisoria de madera era ¿cómo decirlo? ¿Una mezcla entre rebotica, clínica de primeros auxilios y laboratorio de alquimista? No lo sé. Cuatro enormes mesas ocupaban la mayor parte del espacio, completamente llenas de cachivaches y aparatos. Y las paredes, recubiertas de estantes, lucían en ellos frascos de todo tipo: de cientos de plantas, de líquidos y hasta de minerales. Veo que aquí no falta de nada. Es natural. El problema de esta cueva son el acceso y

las comunicaciones. Hasta aquí abajo, como ya supones, no llegan señales de radio ni de televisión. Tampoco hay teléfono, claro. Pero este sitio está preparado no sólo para prescindir de todo eso, sino para resistir en él, perfectamente aislado del mundo, cuando ahí afuera la cosas no acaban de amainar. Aunque no creas que todo lo que hay aquí es cosa mía: este sitio se ha utilizado desde siempre para lo mismo que se usa

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ahora. Y probablemente, en él hayan trabajado todos y cada uno de mis antepasados. Demasiada historia nos contempla. Y aunque no esté escrita, si está grabada en las paredes, en los techos, en algunos objetos... a veces, estando aquí solo, tengo la impresión de no estarlo. No sé si me entiendes.

Dicho esto, sin esperar respuesta alguna por mi parte, se puso a hervir agua, en pequeña cantidad, a la que añadió salvia, tila, adormidera, manzanilla, achicoria y galeaga. Cuando empezó a hervir y a evaporarse, le incorporó, de una taza, dos cucharadas grandes de grasa sólida que, con el calor, comenzó a disolverse y mezclarse con las hierbas y su infusión. Al cabo de no más de cinco minutos, separó del fuego su secreta pócima y la dejó enfriar hasta que la grasa comenzó de nuevo a solidificarse. Sindo me explicó que aquel remedio, en forma de ungüento, era una vieja fórmula calmante, que alejaría de Ana el dolor y la ayudaría a recuperarse. Prefería, además, que la mezcla actuase por vía tópica, lo que aumentaba los efectos de la adormidera.. Este es un remedio de las brujas. A ellas también les

encantaban los ungüentos, aunque no los preparaban con grasa de cerdo, como el mío, sino de chivo. Y por supuesto, no con una papaverácea como la adormidera, sino a base de plantas solanáceas que son, probablemente, de las que se obtienen las drogas más potentes: la belladona, la mandrágora, el beleño negro o incluso el estramonio, que junto con una ranunculácea, el eléboro, eran sus favoritas. Claro que también son solanáceas, la patata, el pimiento y el tomate y, que se sepa, no provocan alucinaciones agregó burlón.

Tras su demostración de dominio botánico Sindo vertió aquel ungüento aún semilíquido en una pequeña toalla y, tras eso, regresamos de nuevo a dónde Ana estaba. Seguía igual que antes, en el mismo estado de delirio, como si el efecto del cloroformo la hubiese abandonado. Hasta parecía que estaba ya en cualquier otra parte, que en este mundo desde el que la contemplábamos. Sindo la descubrió y la frotó con vigor con una toalla seca: en las axilas, en la parte posterior de las rodillas, a ambos lados del cuello, entre los muslos. Pasó luego la toalla que había untado en el ungüento por aquellas partes de Ana que el masaje había logrado sonrojar y volvió al final a cubrirla con la sábana.

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Bien, esto actuará pronto. Y eso que no se lo hemos aplicado en zonas abiertas y con mucosas, que es lo que hacían las brujas al untarse la pomada con una escoba. Cuando se quede dormida, entre los dos, podremos moverla y llevarla abajo, sin que sufra y sin necesidad de más cloroformo. No había pasado ni cinco minutos cuando vimos que Ana parecía completamente dormida, ya sin el dolor que aquel delirio parecía provocarle o que, si acaso, le precedía. Usando la sábana aún ensangrentada como camilla, la porteamos hasta el baño. Y, por un momento, tuve el mal pensamiento, imagino que influenciado por ese sinnúmero de películas baratas que todos nos tragamos, de que trasladábamos un cadáver recién asesinado al maletero de algún coche. Cuando llegamos, tras sortear la dificultad de aquellas estrellas escaleras, el agua ya superaba más de la mitad de la capacidad de la gran bañera. Yo metí una mano y estaba templada, perfecta. Colocamos con cuidado, dentro del líquido tibio, su cuerpo laxo y Ramón, con delicadeza, pero con decisión, comenzó a frotarla con una esponja en la espalda, en la nuca y en el bajo vientre. También en los brazos y en las piernas. Esto es bueno para ella, y es también un remedio

muy antiguo que hoy se recupera como tratamiento en esas clínicas que llaman hidroterapia a lo que antes conocíamos por baño vital. Así hacemos bajar su fiebre y refrescamos el sistema nervioso. Pero antes de que eso suceda, todavía debe sudar un poco. Después la dejaremos descansar, para que recupere fuerzas.

Tras el baño, la secamos con delicadeza y, ya en una sábana limpia, volvimos a trasladarla a la habitación, la acostamos y la abrigamos bien, con dos gruesas mantas. Finalmente, Sindo volvió a aplicar sobre su frente un poco de aquel ungüento y dijo: Será mejor que ahora la dejemos descansar. Si no le importa, prefiero quedarme con ella, al menos hasta que le baje un poco la fiebre. Está bien. Yo iré entonces a preparar algo de comer,

que ya pasa de la hora de comer.

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Y me quedé allí, sentado sobre su cama, sujetándole una mano, mientras la veía respirar, tranquila, pero aún no con esa calma con que respiran los que duermen sin dolor. Todavía había en su rostro un punto de sufrimiento que no se disipaba. Y tenía razón Sindo, comenzaba a sudar de nuevo: había demasiada temperatura en su cuerpo. Pero, también como él predijo, no había pasado media hora cuando pareció encontrar la calma de verdad, y empezó a librarse de aquel calor insano. Todavía me quedé un rato más, viéndola dormir, rezando para que se recuperase pronto y todo volviese a ser como yo quería que fuera. Como esperaba que ella también quería que fuera. Con Sindo, al bajar, comí: un revuelto hecho con champiñones de bote y unos tacos de jamón, que acompañamos con pan tostado y un blanco del Ribeiro, que era lo mejor de todo. Cuando acabamos, volvimos de nuevo a la habitación de Ana. Sindo había subido un cuenco en el que había mezclado agua caliente, limón y miel. Trató de que ella bebiera, y consiguió que su cuerpo, aún dormido, aceptase casi la mitad de lo que le llevaba. Seguramente no ha probado bocado desde hace

algunos días. Esto le hará bien. Provocará que su cuerpo comience a moverse por dentro y confío que, a reaccionar.

¿Y qué más podemos hacer? Nada. Esperar. Mañana por la mañana, cuando

despierte, se encontrará mejor, ya lo verás.

Yo me refería a llevarla a un hospital. No creo que sea necesario. Ni

conveniente.

Demasiadas preguntas ¿no crees?

¿Qué importan las preguntas? Sólo me importa verla bien, que se recupere con garantías. ¿No confías en mí? No es que desconfíe de usted, pero... Pues entonces deja este asunto en mis manos, bajo

mi responsabilidad. Y no pases cuidado, que sé bien lo que me hago.

¿Cuáles son sus planes? ¿Mis planes?

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Si, ¿qué piensa hacer? Supongo que se quedará aquí hasta que Ana se ponga bien. Pues, claro. ¿Cómo puedes pensar otra cosa?

Aunque, esta noche, con la marea baja, tendré que salir. Estaré de vuelta mañana por la mañana. Debo conseguir algunas cosas: comida y medicamentos, además de avisar a quien debo. Yo no puedo desaparecer así, sin más, como seguro comprendes.

Pero, ¿y si a ella le pasa algo esta noche? Si entra en crisis, yo no sabría... Si tan mal lo ves, coge tu coche, sácala de aquí y llévatela a un hospital. Pero, eso, no va a pasar. Estoy seguro de que, cuando yo regrese mañana, los dos estaréis aquí y tú estarás ya más calmado, porque ella estará mejor. ¡Ojalá! Y así fue. Al caer la tarde, Sindo me pidió mi coche. Y al preguntarle yo por qué no cogía el de Ana, se sorprendió y me dijo. Ana no tiene coche. Entonces, ¿de quién es el otro todo terreno que hay a la entrada? De Ana, no. Y mío, tampoco. Me fui hasta el misterioso vehículo, lo abrí y busqué en la guantera. Allí estaba la documentación y también la póliza del seguro: no dejaban la menor duda. Esperanza Villasante. Por supuesto. Ese era el coche en el que llegaron ella y Luis Uría hasta allí, cinco días atrás. Y, ¿por qué lo había cogido Ana? ¿Acaso para poder entrar, una vez herida? En los asientos había manchas de sangre y también en la alfombrilla del piloto. Podía ser. Le pedí a Sindo que, de paso, avisara a mi oficina, que había tenido que salir de viaje y que no regresaría en unos días: esa era la excusa. Y le dejé mi coche. Seguramente, el otro, lo estaría buscando la policía. Aún recordaba el interrogatorio: “¿con qué vehículo llegó usted a la zona?, y ¿en qué vehículo llegó su amigo?” ¡Yo que podía saber en aquel momento! Sé lo que me contaron después los mexicanos, lo que decía Uría en su carta y nada más.

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Sindo se fue, pero ya alrededor de las once, por culpa de la marea. Y yo me quedé allí, de amo del castillo y de enfermero de noche de mi amada. Tal y cómo me había dicho, le fui poniendo en su frente compresas de agua fría, cuando su fiebre parecía querer volver a elevarse. Traté de que bebiese otro brebaje que Sindo dejó dispuesto y, finalmente, me acosté a su lado y allí estuve, hasta que me quedé dormido, mirándola. Me desperté temprano: las siete, serían. Ella seguía durmiendo, y me pareció que ya no tenía fiebre. Cerca de las doce, al fin, despertó, abrió los ojos y yo le dije despacito: Hola, soy yo. Estoy aquí, contigo. Hola dijo ella con esfuerzo, y como si aún no tuviese suficiente fuerza como para seguir hablando, sencillamente sonrió, y quise leer en su sonrisa, alegría, bienvenida, agradecimiento, cariño, amor... yo que sé. Sólo sé que al fin había vuelto, que su espera desesperaba y, aunque sólo habían pasado cinco días, a mí me parecieron una eternidad. Y no quería que pasase ni un segundo más en mi vida, sin que en ese segundo no estuviese ella bien cerca. Y hasta comprendía perfectamente, si era verdad que Ana llevaba tanto tiempo esperándome a mí, cómo pudieron ser esos primeros cinco días de su espera. Poco a poco, fue recuperándose aún más: las fuerzas volvieron a sus brazos y a sus piernas y hasta su voz parecía ya recuperada. Le hice beber de aquel brebaje alimenticio que le había preparado Sindo y, sólo unos minutos más tarde, su rostro era ya el de una convaleciente de la que se ha alejado ya todo peligro. El viejo zorro, ¡cuánta razón tenía! Seguro que me lo restregaría por la cara a su regreso. Pero no me importaba permitírselo: hasta se lo merecía. Suerte que Sindo no tardó en volver. Más que nada porque no tenía ni idea de qué hacer ahora que ella parecía recuperarse. Ni tampoco si debía darle algo de comer o beber, cambiar el vendaje...en fin. Y él hizo todo eso, con toda la tranquilidad del mundo, pero también con total eficacia. Cambió el vendaje de su herida, volviendo a limpiarla con aceite de oliva y añadiendo azúcar. Le preparó a Ana una macedonia de frutas y una especie de natillas y hasta la obligó a levantarse, para cambiar las sábanas de la cama en las que habíamos pasado la noche. Y Ana pudo hacerlo y hasta esperar sentada, recostada, en

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un sillón. Es posible que mañana podamos marcharnos todos

de aquí. Ana necesita aire fresco y también poner esa herida al sol, para que no le quede demasiada marca.

No creo que de mucho sol podamos disfrutar en este mes de noviembre. Podemos sustituirlo por una lámpara de ultravioleta,

llegado el caso. Pero el sol, natural, por débil que sea, debe aprovecharlo también.

Miraba a Ana y me parecía verla revivir por momentos, ganando fuerza, color en sus mejillas, tersura en su piel. Creo que tuve suerte ¿verdad? La herida no era muy

grave.

Sí, tuviste suerte, pero aun así podías haber muerto. ¿Por qué no trataste de ponerte en contacto conmigo? le constestó Sindo. Quise hacerlo, pero no pude. No estabas. Y entonces Ana explicó y desveló el misterio que desde hace cinco días nos trae de cabeza a todos. No es que me resultase sorprendente, la historia, quiero decir. Una, porque la mitad o más ya la conocía y, dos, porque la otra mitad me la veía venir. Pero, aunque quizás sea previsible el desenlace, los trámites que hasta ahí la llevaron son, por el contrario, totalmente sorpresivos. Como recordarás, la última vez que yo vi a Ana fue en la mañana del lunes 25 de octubre: el mismo día que murieron Luis Uría y Anaraida. Me despedí con un beso, tras haber pasado las dos noches anteriores durmiendo en su cama, y me fui a la oficina. Después me llamó Ramón para contarme que Luis lo había interrogado en relación al lugar donde se esconde el tesoro. Y por la tarde, me vine a Cobas y todo lo demás. Y mientras, ¿qué hizo Ana? Salió de su casa a las diez y media, andando. Al llegar a Juan XXIII tomó un taxi que la llevó directamente a Cobas. ¿Por qué fue a Cobas? ¿Sabía ella que Luis Uría o Anaraida, o los dos, tenían proyectado ir allí aquella misma tarde? Sí. Lo sabía. Y ¿cómo lo sabía? Pues lo sabía porque, sorpréndete, Ana y Anaraida son, eran, amigas. ¿Se veía

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venir? Puede ser, pero yo no me lo hubiera imaginado. Lo del únete a tu enemigo es demasiado para mí. Pero, la verdad, es que Ana jugó con ventaja, sabiendo de antemano quién era Anaraida y desconociendo ésta quién era Ana. Y además fue Ana quien le tendió la trampa. Y Anaraida no debía ser tan meiga como presumía, cuando no fue quién de desenmascararla. Los hechos se remontan a casi un año atrás. Noviembre de 1998: Ana pide una consulta por teléfono, directamente con Anaraida, que la recibe en un lujosísimo duplex del Orzán, con maravillosas vistas a la playa. Se sientan. Y ahora te cuento esta historia tal como me la contó Ana a mí, es decir, como si fuera ella quien la contara: Vengo a ver que me deparan las cartas. Bien y Anaraida barajó el mazo exactamente siete veces. Corta con la mano derecha dijo, juntó los dos

montones y levantó la primera carta. Me miró directamente a los ojos y empezó a desvelar los misterios:

Tú tienes un gran secreto. Un secreto poco común, ¿no es cierto? yo puse cara de ingenua y no dije

nada. Entonces, levantó la segunda carta.

La carta del destino. Lo que está escrito para ti, aún no ha llegado aventuró. Pero yo seguí sin decir nada.

Ella me miró interrogante y luego, quizás comprendiendo mi silencio, levantó la tercera carta.

Oro. Dinero. Riqueza. Todo eso tendrás... o volvió a mirarme y dijo ¿ya lo tienes? Si debo contestar a tus preguntas, no me sirves como

adivina.

No necesito tu respuesta. Era sólo una pregunta retórica. Sé que ya lo tienes, que eres muy rica. Pero... y

comenzó a levantar hasta siete cartas, con las que formó una fila que se quedó observando no consigo ver cuál es tu secreto. Es un secreto bajo siete llaves.

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Debe ser. Pero en cambio tu destino está muy

claro. Veo a un hombre, pero aún tardará en llegar. Resignación, chica.

¿Cómo sabes que no hay un hombre ya? No me hace falta mirar si en tu mano falta una

alianza para saber que tu corazón está vacío, quiero decir que tiene un vacío que debes llenar y que sientes. Te diré más: tuviste una relación anterior, que se acabó y, desde entonces, esperas.

¿Qué carta es la que te dice eso? En mi oficio, la verdad no veo sólo lo que dicen

las cartas.

Fue mi manera de hacerte la pregunta. Sí. Si hubiera un hombre, no la harías. Y si yo no

hubiese acertado, ya estarías levantada y a punto de irte, lamentando tener que pagar la consulta a quien no es más que un lamentable fraude. Pero tú sabes que tengo razón. No necesito engañarte. Pero no arriesgas.

Como un oráculo, eres imprecisa y ambigua, tiras de un hilo que se desmadeja y te juegas las palabras del futuro a cara o cruz.

Sólo que contigo he acertado plenamente. ¿Cuál es mi secreto?

has hecho pleno. Lo único que dices es que mi destino está por venir, que tendrá forma de hombre y que tardará. Pero eso es algo que sólo con el tiempo podremos comprobar: si algún día llega, me acordaré de que acertaste. Y no llega, me olvidaré de ti. Eso será todo. Y en cuanto a lo de que dices que soy rica, también yo te di pie, con mi apostilla, a que pensaras que lo soy. Pero ahora, te devolveré a la duda: puede

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No lo sé. Entonces no

que sea rica o puede que no. deducirlo, pero no lo ves. Tus cartas son incapaces de saberlo, como tampoco de saber todo lo demás.

¿Quién eres? ¿Ni siquiera lo No. Sé que lo eres. No lo sabes. Crees

adivinas?

Alguien que sabe del futuro y del pasado más que tú. Demuéstralo.

Lo haré. Veamos. Tú tienes unos cuantos conocimientos, que te vienen de tu madre, que conoce algunos ritos de la magia, pero que tampoco tuvo nunca el don de la clarividencia. Tienes dos hijas, gemelas, y un marido muerto. Llegaste de Portugal a La Coruña hace siete años y las cosas te van bien. Pero esperas tu destino. Porque al igual que a mí, a ti tampoco te ha llegado. Y a ese destino, que crees conocer, esperas jugarle con las cartas marcadas, sacándote un comodín de la manga en la última baza. Muy bien. Fenómeno. Pero, aunque bien informada, las cosas que sabes de mí, son de dominio público. Y respecto a mi destino, ¿qué puedes saber tú? ¡Ni te lo imaginarías! ¿Crees que

no? ¿Te apuestas algo?

a un hombre, pero no para amarlo, sino para vengarte. Pero ese hombre que está en tu futuro, tampoco a ti te ha llegado aún. Y tu jugada ¿cuál es? Tratar de burlar al destino, arrebatándole a ese hombre y haciéndolo tuyo, esclavizándolo y poseyéndolo. Y ¿por qué? No porque desees amar, sino porque así, tu venganza será doble.

Hablas de dos venganzas. ¿Qué venganzas son

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Me apuesto mi coche. ¡Fíjate si estoy segura! Muy bien, acepto. Mira: tú también esperas

esas? La primera es la venganza de la sangre y la segunda la venganza de una mujer. ¿Quién eres? Eso ya me lo has preguntado antes. Ya. Me debes

las llaves de tu coche.

¿No hablarás en serio?

En definitiva, fue un flechazo, supongo, para Anaraida, que no tuvo la suficiente imaginación para reconocerse enfrente de su enemigo. Al contrario, quedó tan subyugada que hasta le propuso a Ana asociarse al cincuenta por ciento y ampliar el negocio, aprovechando su acertado descubrimiento de la riqueza que tenía enfrente. Pero Ana, claro, no aceptó. Y ella, no sólo no quiso cobrarle la consulta, sino que, hasta la invitó a comer, imagino que con la idea de presentarle, como la ocasión lo requiere, una proposición formal de asociación. Y tanto insistió, que la comida tuvo lugar, aunque Ana siguió declinando cortésmente su ambiciosa oferta. Pero, en cambio, de aquella comida, que no tuvo, como el primer encuentro, diálogos místicos y medias verdades, nació o Ana provocó, una amistad que, aunque no tuvo nada de íntima, sí le permitió a Ana seguir los pasos de Anaraida. Y así llegamos a día 25 de octubre. Yo dejo la casa de Ana, ella sale, va a pie hasta Juan XIII, pero allí no hay ningún taxi. Busca una cabina, la encuentra en el parking, va a llamar ese taxi, pero no para viajar a Cobas. El taxi lo quiere para ir a casa de Sindo, en la otra punta de la ciudad. Saca de su bolso un tarjetero para buscar el teléfono y aparece primero la de Anaraida que la de los taxis. Decide llamarla. Sin más. Habían hablado hacía sólo dos días: entonces, Anaraida le dijo que había encontrado el hombre de su vida. El que está en su destino. No es guapo, pero tiene algo, además de

muchísimo dinero. Aunque yo estoy cubierta. Me gusta nadar y guardar la ropa. Y con este tengo un seguro...

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dijo y se echó a reír. ¿Se estaba refiriendo a lo de Cosgrove? Puede ser, pero Ana no lo sabía, cuando nos lo contó, el sentido exacto de las palabras de Anaraida, que yo traté de explicarle, haciendo mis cábalas, que a lo mejor van totalmente descaminadas. Y ese lunes, Anaraida, incauta ella, llegó a decir: Sí, hoy quedé con él. Iremos a Ferrol, dice que quiere conocer las playas del norte. Y Ana lo supo, como también sabía que ella mentía. Que él no le había pedido visitar ninguna otra playa que no fuera aquella playa. Antes de llamar ese dichoso taxi que ahora sí iba ir a Cobas, hizo también otra llamada, a Sindo. Tenía que hablar con él, explicarle todo lo referente a mí, lo que me había contado. Pero en aquel momento sólo quería ya que él conociera sus planes inmediatos. Lamentablemente ni él ni su mujer descolgaron el teléfono. Y eso pudo costarle la vida. Ana llegó a Cobas mucho antes que Uría y Anaraida. Aún no era siquiera mediodía. Y la marea estaba llena, cubriendo la enorme piedra en forma de ballena que al balancearse, libera la entrada. Pero eso no era ningún problema para Ana. Dejó sus ropas sobre la hierba y se lanzó de cabeza al agua, desde el extremo derecho del acantilado. A menos de medio metro de profundidad, bajo el mar, estaba el agujero que sirve de desagüe al agua del río que desemboca en el lago subterráneo. Por ese agujero, de menos de un metro de diámetro, Ana se introdujo, nadó apenas un metro, ascendió, y su cabeza respiró al fin el aire de la cueva. Esa era su entrada predilecta, la menos expuesta, aunque complicada si, además de meterse uno, quiere entrar más cosas. La señal de alarma, que la hizo volver a salir, se la dio el sonido del motor de un coche. Fue entonces cuando, volvió a sumergirse y salió por el mismo lugar por el que había entrado. Pero la marea estaba ya más baja y las dificultades para atravesar aquel hueco por el que desaguaba el lago, fueron aún mayores. Al fin, medio reptando, consiguió alcanzar de nuevo el mar y, a nado, se dirigió a la orilla, pero bien pegada a las rocas para evitar ser vista. Vio a Uría cavando junto al monolito, mientras Anaraida le jaleaba. Y hasta que él, cansado, supongo que llegó un momento en que, al darse cuenta de que por aquel camino no

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iba a ninguna parte, decidió retomar sus planes iniciales. Lanzó la pala fuera del agujero, salió de él de un salto, se agachó y, de su pernera, extrajo un revólver, con el que apuntó a Anaraida. No me gusta que me traicionen. Ni que me tomen por tonto. Pero ¿qué te pasa? No te hagas la loca. Sé de tus negocios con Cosgrove. Que te paga para chingarme. Pero soy yo el que te va a chingar ti le dijo él, sin dejar de apuntarle con el arma. Escucha. No te equivoques: yo, con Cosgrove, no

tengo nada firmado. Si encontramos el tesoro tu y yo ¿crees que se lo voy a regalar a él? Mi único acuerdo es que, si lo conseguimos, él nos comprará la estatua de oro y todas aquellas piezas de valor que puedan interesarle. Eso es todo.

¿Por qué será que no te creo? Tienes que creerme. Es la verdad. Aunque te crea a ti, no le creo a él. Ese gringo nunca respetó ningún acuerdo. ¿Para qué iba a pagarte, pudiendo hacerlo con dos balas? Y si crees que piensa matarme, ¿por qué vienes

contra mí? Sin mi, nunca encontrarás ese tesoro. Ni contigo. Este es no es el lugar. Bajo esa mierda de cuarzo no hay nada, salvo esa cochambrosa espada. ¡Por aquí no se va a ninguna parte!

Este es el lugar, el poema lo dice bien claro: ¡y

ese marco lo señala! No trates de liarme. Me importa un carajo ese tesoro ¿sabes? Tengo claro que tú, pendeja, estás conmigo sólo por si yo te llevo a él. ¡Qué bien gritabas en la cama! ¡Y yo me creo todos tus embustes! Y ya

estaba a punto de apretar el gatillo, cuando Ana, salida del agua, vistiendo tan sólo un pantalón corto y una camiseta, grita.

¡No

lo hagas!

¡Tú! exclamó Anaraida, y poniendo cara de total sorpresa, inquirió ¿Qué haces tú aquí? ¿Y ésta, quién es? La conozco, no es nadie explicó Anaraida, muy

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deferente. Baje el arma. Por favor. ¿Y por qué he de hacerlo? dijo Uría gritando Porque ahora no podrá matarla sólo a ella: tendrá que matarnos a las dos dijo Ana sin dejarse intimidar y sin perder la compostura. Al menos eso quiero suponer e interpretar, de las palabras de su relato. Te agradezco lo que intentas, terció Anaraida

pero es mejor que no te metas en esto: tú no sabes nada.

Él no es quien tú crees. No es el hombre de tu destino. No es el auténtico Luis Uría. Pero, ¿qué sabes tú de todo esto? preguntó Anaraida en un tono que denotaba que estaba más asustada aún por lo que Ana había dicho, que por el arma con que Uría le apuntaba. Dígale la verdad pidió Ana a Luis. ¿La verdad?, ¿qué importa la verdad? Sí importa. A ella le importa, y le concierne. ¿Qué más da ya todo? Sí. No soy yo su hombre –dijo mirando a Anaraida y a continuación, dirigiéndose a Ana, añadió: ¿Satisfecha? y, con una mezcla de abatimiento y desdén, se agachó, sosteniendo aún la pistola en la mano. ¿Cómo que no es mi hombre?

No es hijo de Agustín Uría. Todo el mundo lo creyó así, pero su hijo es otro.

No.

¿Y usted como sabe todo eso? ¿Quién es usted? Mi nombre es Ana. ¿Ana? para Anaraida, hasta ese mismo instante, Ana se llamaba Genevieve Molard Hernández. Nacida en París de madre francesa y padre español. Y ¿es usted quién yo creo que es? Puede que lo sea, pero, deje el arma ahí en el suelo, por

favor. Y hablaremos más tranquilos.

Uría le obedeció a medias, porque, en un arrebato, cogió la pistola y lanzándola con todas sus fuerzas, la envió por los

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aires y fue a caer en el mar. Y en ese preciso instante, Anaraida, agachándose, recogió la espada que acaban de desenterrar del agujero y atacó con ella a Ana, que al verla venir y al tratar de esquivarla, se hizo a un lado y la espada fue a alojarse en su costado. A Uría, en cambio, lo cogió desprevenido: cuando reaccionó y se fue hacia ella se encontró de frente con la espada en mitad de su estómago. Con sus dos enemigos yaciendo en el suelo, Anaraida desaparece lo más aprisa que puede de la escena del crimen, en dirección a su coche. Debió hacerlo en el justo momento en que yo estaba a punto de aparcar, bajar del coche y comenzar a disparar mi cámara. Comienzo por los planos generales desde lo alto del acantilado, luego desciendo y fotografío todo el borde marítimo. Me enamoro del lugar y de la luz y ya busco la fotografía artística cuando, al apuntar al fondo, me parece ver una pareja... el resto, ya lo conoces. Ana nos contó que, en ese momento, oyó ruido, o tal vez, sencillamente, reaccionó e hizo el enorme esfuerzo de intentar esconderse tras una roca. Cuando yo me acerqué al cuerpo de Uría y al hablarle, Ana reconoció mi voz, pero perdía mucha sangre y las fuerzas parecían a punto de abandonarle. Ni siquiera fue capaz de gritar, de decir mi nombre. Y yo, ciego y asustado, salí corriendo en busca de ayuda. Ana, no sé cómo, ni de dónde sacó las fuerzas, pero finalmente logró ponerse en pie. No podía entrar por dónde había salido, porque la marea estaba ya baja del todo y el lago interior, al desaguar, impide con su presión que nadie pueda acceder desde fuera. Tampoco tenía fuerzas para trepar por la cuesta que asciende hacia lo alto del acantilado. Así que, su única alternativa era salir de allí por el otro camino. Se quitó la camiseta y la utilizó para contener la sangre de su herida. Se dirigió por la cala de recta costa, en dirección al camino tortuoso que asciende hacia la carretera y, al llegar allí, vio el coche de Anaraida. Pero ella no estaba. El todo terreno, un Vitara, estaba abierto y tenía las llaves puestas en el contacto, así que se sentó, se cubrió con un abrigo de piel de zorro que Anaraida llevaba en el asiento de atrás y ya sin más fuerzas, volvió a desmayarse. Cuando despertó era ya de día, por la mañana, pero no aún el mediodía. La marea volvía de nuevo a estar baja y las

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fuerzas parecían no haberla abandonado del todo. No lo pensó más, arrancó el coche, contrapesó la piedra y entró en la cueva. En la zona, ya no quedaba nadie.

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VEINTICUATRO

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA CARA “B” DEL CASETE ROTULADO CON EL NÚMERO 11.

Diez y media de la noche. Temprano, para mí. Aún no he cenado. Pero no tengo hambre. Hace más de una hora que he empezado a grabar. Iba a ponerme una copa de caña, pero me parece que últimamente estoy bebiendo demasiado y he decidido tomarme un respiro. No quiero que mis placeres se conviertan en vicios. Ni tampoco depender de nada. Aunque, claro, uno dependa siempre de todo, tanto de lo que engancha, como de lo que no. Y es que hay drogas muy sutiles, o tal vez debería decir, dependencias. Ahora mismo, mientras daba la vuelta a esta cinta y, antes de ponerme de nuevo a grabar, pensaba, precisamente, en las cosas que me atan a la vida. Dependencias, sí. Pero sin ellas, ¿para qué vivir? Y por otra parte, como a menudo me sucede con toda clase de pensamientos que me sobrevienen, la otra cara de la

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moneda me señala que esas mismas dependencias limitan mi libertad. Soy así de contradictorio. Una especie de géminis, que no soy, porque soy Escorpio dual. Aunque a veces, crea que dentro de mí vive más de una persona, con pensamientos y sentimientos diferentes, según el momento. Debe ser una especie de esquizofrenia que, supongo, todos sentimos en mayor o menor medida. Y que, en mi caso, tal vez se me haya acentuado en los últimos días. Vivo en el reino de la eterna duda. Si tengo un pensamiento razonable, lógico, y hasta, pedantemente, podría decir que, brillante, al momento siguiente, otro, de iguales características, pero en sentido contrario, me parece igualmente abrazable. Así, cuando más seguro estoy de algo, por ejemplo, cuando me siento más enamorado, cuando la emoción me embarga y creo que podría darlo todo, dejarlo todo, por Ana, no pasa un segundo sin que me invada la sospecha de que ese sentimiento no es más que una sensación provocada por un espejismo que, de repente, podría desvanecerse. Seguro que no me entiendes. Ni lo intentes. Tampoco yo soy incapaz de hacerlo, pero fíjate, desde que he llegado, me ha rondado por la cabeza dejar de lado esta catarsis de grabar y, con cualquier excusa, ir a hacerle una visita a mi nueva vecina. Algo totalmente contradictorio después de todo lo que ha pasado en estos últimos tres días. No sabes del dolor que, en algunos momentos, llegué a soportar, por el temor de que Ana no se recuperase. Por, sencillamente, verla en el estado en que la encontramos. Ni tampoco la alegría que sentí cuando, ya mejor, nos contaba a Sindo y a mí su peripecia. Me parecía el mejor de los cuentos, sobre todo, por conocer de antemano su final feliz. Hoy mismo, hemos traído a Ana, y ahora está en su casa, atendida por el propio Sindo. Esta misma noche, dentro de un rato, yo me iré a su lado y la pasaré con ella, para que Sindo pueda ir a dormir con su mujer, después de casi cuarenta y ocho horas fuera. Y te juro que estoy deseando hacerlo, quedarme a su lado, ser su guardián y aunque suene algo machista su protector, su enfermero. Le daré toda la ternura de que soy capaz en esos momentos que sólo yo y ella conocemos y que, te juro, hasta me sorprende esa capacidad mía recién descubierta.

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Por eso, ¿por qué una parte de mí tira hacia fuera del apartamento, hacia esa puerta de enfrente, con fines nada claros? ¿Necesita mi ego, mi egoísmo, esa dosis de complacencia, de deseo, de atracción que hace unos días despertó en esa adolescente que, por otra parte, por muy adulta que parezca, no deja de ser una niña a medio criar? Soy un puñetero cabrón. Tengo que mantener este pensamiento muy cercano, porque, si me dejo llevar por los impulsos animales, por llamarlos de esa manera, quizás haga una tontería de la que quizás, me arrepentiría siempre. ¿Puede que sea ese riesgo el que atraiga más que otra cosa? No lo sé. Pero no quiero creerme un semidiós. Alguien por encima del bien y del mal. O aquel que desafía los peligros y juega a la aventura con total inconsciencia sobre los riesgos que conlleva. Y ahora mismo, en este preciso instante, todo esto me lleva a concluir que, sí, tengo una parte muy racional que me hace ver las cosas tal como las explico. Pero hay otra parte, quizás más vinculada al cuerpo, a esos deseos no sé si primitivos, instintivos, o acaso culturales, que trata de arrastrarme hacia la perdición. ¡Y cuántos, cuantísimos, dejándose llevar por ese impulso, han acabado en el arroyo, sin tener tiempo siquiera para arrepentirse! Quizás todos llevemos dentro una pulsión autodestructiva y pese a que sepamos el camino correcto que nos señala nuestra racionalidad, no seamos capaces de someternos a ella. Y, ya metidos en harina, si el camino correcto es el que señala mi parte racional: ¿en qué lugar debo colocarme frente a este mundo de leyenda y fantasía que Ana representa ? Si es que a mí, las dudas, me superan. Ya no soy sólo yo frente a mi esquizofrenia, sino que todo lo que me rodea tira de mí hacia un camino que, si me dejo llevar por los impulsos, los mismos impulsos que, por otra parte, me llevarán esta noche hasta el lecho de Ana, no sé si me conducirán, por irracionales, a mi propia autodestrucción. Porque aunque la destrucción venga desde fuera de mí, seré responsable de meterme en la boca del lobo, sabiéndolo. O quizás deba decir, sospechándolo. Visto así, parecería que lo más racional sería seguir el impulso animal: irme al apartamento de enfrente, donde ninguna

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clase de fantasía tiene lugar y todo es tan real como esa colección de objetos sin colocar: tan caótico como la vida misma. Está bien. Lo dejo ya. Seguro que he conseguido marearte con tantas vueltas y revueltas. No sé para qué te hablo de sentimientos contradictorios y racionalidades que, partiendo de idéntico punto, van hacia lugares diametralmente opuestos. Pero así es. De todos modos, no quiero que dudes de mí. Esta noche me iré junto a Ana. Aguantaré los embates de dejarlo todo y suicidarme, metafóricamente, claro. Si tengo que elegir, yo ya he elegido. Y, pese a todo, prefiero el misterio de Ana al magnetismo difuso de Ada, donde, una vez descubiertos sus velos, todo, seguramente, se desvanecerá. Pienso en cuando era niño, que me encantaba y no paraba, hasta desmontar el coche o cualquier juguete complejo que me habían regalado. Tenía ese impulso curioso de saber qué tenía dentro, de qué estaba hecho y cómo funcionaba. Pero luego, pobre de mí, incapaz de volver las cosas a su estado original y, una vez desvelado el misterio, me quedaba sin la magia de verlo funcionar de nuevo. Y, aunque consiguiera devolverlo, casualmente, a su primitivo estado, todo el encanto se había ya perdido. Y ese es, precisamente, el atractivo de los misterios. Lo que no conseguimos resolver, ni quizás nadie pueda hacerlo, permanece cautivándonos, generación tras generación. Pero, amigo, una vez conseguimos ponerlo patas arriba, cuando la ciencia nos desvela sus misterios y nos da la respuesta a nuestras preguntas retóricas, nos vemos, de repente, como idiotas a los que la magia primera les hizo creer lo que luego, la lógica matemática, nos señala en una dirección bien distinta. Y hasta nos sentimos un poco estúpidos por no haberlo intuido siquiera. Por ser otros los que lo hayan hecho. ***** Estoy de regreso. Estamos a 2 de noviembre y son las siete en punto de la tarde. No te asustes, que no hice ninguna tontería: no he visto a Ada, sino que he pasado la noche y el día de hoy, hasta hace bien poco, con Ana. Ni siquiera he ido a

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trabajar. Simplemente he telefoneado para saber cómo iban las cosas en mi ausencia. Y cuando Carla primero y luego Isabel, me fueron poniendo al día de los asuntos pendientes, cada vez más tenía la sensación de que podían esperar. Parece mentira: tanto esfuerzo, tanta dedicación, tantas horas de desvelo, sobre todo los primeros tiempos, para sacar ese negocio a flote y ahora, no sé si a consecuencia de saberme riquísimo, ya no me interesa. Tal vez acabe regalándoles la agencia a esas dos mujeres que, debo reconocerlo, me cayeron del cielo cuando yo, tras dos días de interminables entrevistas de trabajo, mirando a los candidatos con ojo clínico y suprema desconfianza, aparecieron de repente, las dos seguidas. Y, aunque después pensé que había cometido un error, forzado por el cansancio y por un momento de debilidad, con el tiempo, me demostraron que había acertado. Eficaces, ordenadas, responsables, listas y con don de gentes. Las únicas cosas que yo no había puesto en el anuncio en que ofertaba esos empleos fueron las que luego me acabarían por convencer y, en cambio, los currículos, la verdad, ni los tuve en cuenta. Hice bien porque éstos, suelen estar siempre plagados de mentiras, o de medias verdades, que es aún peor. Quizás, lo que me convenció de ambas fue esa mezcla de sinceridad, despojada de toda vanidad y el descreimiento de quienes no confiaban salir airosas de la prueba. Parecía que no tenían nada que perder. Y ahora, si no fuera porque, por ejemplo, para ejecutar los pagos es necesaria mi firma, podrían llevar el trabajo perfectamente solas. Son ellas quienes contratan los guías, los autobuses, hacen las reservas de entradas a museos, consiguen ventajosos precios en los alojamientos y los restaurantes, y hasta dan esa imagen de seriedad y refinamiento que hace que un negocio como el mío funcione, creo, más por eso que por otra cosa. Y hasta son mis únicas amigas. Las únicas que se preocupan por mí, maternalmente. Si dónde y qué he comido, si llevo la ropa sin planchar, si tengo demasiadas ojeras o, por qué estoy triste cuando todo, aparentemente, va bien. El resto, bueno, no sé que decir. Santiago, como sabes, es una ciudad abierta, donde es muy fácil conocer gente y hacer amistades casi de inmediato. No hay las barreras sociales que en otros sitios, como Ferrol. Y en cambio, en todos estos días, ni una sola llamada de

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nadie. Podría desaparecer sin que me echaran de menos. La verdad es que tampoco me duele. No podría contarles nada de lo que me pasa, aunque, en muchos momentos, sienta unas terribles ganas de hacerlo. De salir una noche e invitar a todo el mundo. Pagar todas las copas. Dejarme querer por el interés. Decir que me ha tocado la lotería, ¡que corra el champán y lo que haga falta! Pero no está el horno para esos bollos. La discreción, como me dijo una vez Ramón, es la mejor defensa. Pero bueno, ¡qué desbarre! Me lío explicándote algunos efectos colaterales y pensamientos absurdos, en lugar de centrarme en lo esencial. El caso es que llegué a casa de Ana, anoche, a las once y media. Sindo ya estaba esperándome, imagino que con hambre y ganas de cenar con su mujer. Así que yo me quedé y él se fue. Creo que no te he dicho que Ana está bastante recuperada. Y aunque, en algunos momentos, le sobreviene un dolor intenso, la mayor parte del tiempo no precisa siquiera de calmantes. Ya come con normalidad y sus mejillas han vuelto a recobrar ese tono sonrojado que tanto me gusta. Esa piel de manteca que, cada vez que la miro, enamora a mis ojos y que, cuando no la tengo delante, me cuesta hasta recordar. Curioso, ¿verdad? ¡Qué delicia, mi querido amigo, estar simplemente a su lado, bien pegado, abrazándola, sintiéndola, respirándola! Podría pasarme así la vida entera, sin hacer ninguna otra cosa y siendo enteramente feliz. Y ella también parece feliz conmigo a su lado. Anoche, ella dormía mientras yo, no sé por qué, no lo conseguía. Me levanté, fumé un pitillo, fui hasta la cocina, bebí porque tenía sed y luego, aún sin sueño, recorrí a mis anchas aquella casa. Y al volver a la cama ella seguía durmiendo, yo la abracé, con cuidado de no hacerle daño y ella, su parte inconsciente, me cogió la mano que la abrazaba y la sostuvo, tiernamente, no sé si para evitar que me marchase de nuevo o sólo para sentirla, para sentirme, también dentro de sus sueños. Y esas cosas, precisamente esas, son las que yo nunca sentí, ni provoqué que nadie sintiera, en toda mi vida. Y en cambio, como casi siempre, pensaba también en otra dirección. Me preguntaba que, si en vez de ser yo quien entrase en la cama y la abrazase, fuese

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otro, ¿reaccionaría ella igual? ¿Cómo sabía ella que era yo? ¡Qué estupidez! ¿Verdad? Es una duda sin sentido. Pero hay algo que quiero contarte, para no olvidarme entre tantas impresiones de calor y ternura. Cuando estaba despierto, desfilando por las habitaciones de aquel caserón, entré en una en la que nunca había estado. Era una especie de gabinete, con una mesa de despacho, un archivador de madera, una lámpara de pie y diversas estanterías, en su mayoría vacías de libros y papeles. No sé por qué, pero me senté en aquella gran mesa, antigua, con una superficie de cuero negro enmarcado en la madera tintada y barnizada de un recio roble. Me dio por abrir el cajón central, que tenía cerradura, pero que no estaba echada, y descubrí, dentro, una serie de pasaportes y documentos de mi amada, Mata-Hari. Eran seis los pasaportes, todos con identidades diferentes: uno mexicano, otro americano, dos franceses, dos españoles y uno, portugués. Diferentes nombres, diferentes fechas e, incluso, diferentes aspectos en las fotografías, aunque no la edad aparente de Ana, invariable en todas ellas. También había una Cédula de Identidad expedida por el gobierno argentino en el año 1916. Un curioso documento en el que, además de la foto y de los datos principales, se hacía una descripción del color de ojos, piel, pelo y hasta había un apartado llamado “señas particulares”, en el que a plumilla negra, el funcionario había escrito: “Ninguna”. ¿Quién carajo era realmente ella? Esa era la pregunta. ¿Y sabes a qué conclusión llegué? A esta: ¡qué carajo me importa! Si dice que se llama Ana, para mí será Ana. Y si no tiene apellidos, ya le pondremos unos. Sentado allí, pensé que todas mis dudas no eran más que puro miedo. Y que no podía afrontar la vida en ese estado, sino con valentía. Que debía tomar una decisión y llevarla hasta sus extremas consecuencias. Si mañana, o dentro de quién sabe cuántos años, aquello terminaba, me resignaría. Pero sólo el hecho de vivir, de sentir, lo que estaba viviendo y sintiendo, verdad o mentira, ya merecía la pena. Al fin, verdad o mentira: ¿qué importa? Para mí, todo lo que estaba pasando, los hechos irrefutables, eran tan reales como que Luis Uría estaba muerto y bien muerto. Y que hasta la mentira, de serlo, es también una realidad. Y a mí, amante de la realidad, eso tenía que

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conformarme. Sí, soy afortunado. Mucho. La vida me regala amor, dinero, y un destino en el que no sé si empiezo a encajar, pero al menos voy a intentarlo. ¿Y qué tenía hasta hace solo unos días? Nada. Bueno, algo sí. Incluso me sentía bastante feliz. Pero más por conformismo y por no conocer otra cosa, que por la calidad de mi existencia. Sentado en aquella mesa intuí, descubrí o como quieras llamarle, que el amor es cierto que surge de pronto, quizás movido por yo que sé qué sustancias químicas que los expertos llaman oxitocina, dopamina, norepinefrina y yo que sé qué más. Y hasta es posible que tengan razón y que esas sustancias no sean capaces de mantener ese estado de ánimo de la pasión más allá de tres años que, de todos modos, yo tenía aún por delante, por disfrutar. Puede que tengan razón en eso de la química, en que yo no voy a entrar a discutir, porque no tengo ni idea. Pero entonces, el caso de Ana, y el de tantos otros casos de amores que sobreviven a ese período ínfimo de tiempo: ¿por qué se sustentan? Y, ¿sabes?, sólo encontré una respuesta: por la voluntad. Quizás la pasión no sea tan intensa, al cabo del tiempo, y sólo surja en determinados momentos, pero si la voluntad la invoca, tiene que venir. Eso creo y, por eso, tomé, allí, una decisión que va a condicionar, desde ahora, toda mi vida y todo mi futuro: la decisión de seguir hacia adelante, de alimentar ese amor que me esperaba, o no sé si me esperaba, pero que está ahí y no voy a dejar pasar, sea o no sea el último tren. En aquella misma mesa, tomé papel y una vieja pluma estilográfica que había en otro cajón y apunté mi decisión, mi voluntad, mi promesa de amor. Puse fecha, firma y luego, doblé el papel y lo guardé dentro de aquella Cédula de Identidad argentina. Ahí seguirá, sin que nadie más lo sepa, para recordármelo en los momentos en que la debilidad me invada.

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VEINTICINCO

NOTA EXPLICATIVA DEL AUTOR

La caja con las grabaciones, los documentos y la carta que Bernardino me envió un mes y un día después de haber concluido bruscamente su relato, eran exactamente once. Por más que rebusqué, que comprobé la integridad del envoltorio, que buceé entre los papeles que incluían la copia del diario de Pedro Luz, el original del texto manuscrito de Ana, las famosas fotografías del acantilado, las que los hombres de Uría hicieron en Long Island a Anaraida, y hasta la de la propia Anaraida con Luis, en blanco y negro, en la Alameda compostelana, además de las casetes grabadas por Bernardino y las que los mexicanos grabaron con los devaneos amorosos de la suite del Hostal, no había nada más: ningún final para su historia.

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Ciertamente, así es la vida, pensé. El final nunca es el mismo que en la ficción porque no hay un autor que maneje los hilos. Las cosas suceden, a veces aceleradamente, y a veces con desesperante morosidad. Pero intuía que, si bien a Bernardino le habían apretado el acelerador a fondo en los últimos tiempos, a mí, en cambio, ese final que tanto aguardaba me tardaba aún más que los cheques con los que suelen pagarme, que o bien se traspapelan o ya están en el correo, sin que, un día y otro día, terminen por llegar. El caso es que esa brusca interrupción final, quién sabe por qué razones, no parecía tener mucho sentido, sobre todo teniendo en cuenta el tiempo que Bernardino dedicó a grabar escrupulosamente los detalles precedentes de su aventura. Mis preguntas, las que me rondaban cada día por la cabeza, eran ¿qué pasó durante ese mes: desde la grabación de la última cinta, hasta que escribió esas líneas, a ordenador, y en las que el único rastro manuscrito era su firma? Y también, ¿por qué no fue más explícito en aquella última carta? O incluso, ¿por qué no añadió a la caja, antes de enviarla, una última casete o, al menos, alguna pista sobre su paradero? El tiempo pasaba y mientras yo seguía aguardando una señal, aunque fuera divina, me entretuve en indagar en la hemeroteca, en busca de reseñas de prensa que mencionasen la muerte del Uría. Y, curiosamente, nada. Lo intenté entonces escudriñando al milímetro en cada suelto, breve, ladillo, e incluso, tras cada socorrido comodín periodístico del tipo “por otra parte...”, por si en algún recóndito lugar se daba cuenta de la posible detención de mi amigo, y hasta sin dejar pasar la posibilidad de que hubiesen ocultado su nombre bajo unas coincidentes iniciales. Pero tampoco. Ni una sola referencia. Parecía que tal suceso no hubiese ocurrido. Que todo era, o más bien podía ser, una burda invención. Pero no me encajaba. Carecía de toda lógica tomarse tantas molestias, aportar tantos elementos imposibles, y hasta textos y fotografías, en apoyo de una delirante capacidad de invención para, sencillamente, tratar de tomarme el pelo. Convencido de la veracidad al menos hasta cierto punto de sus palabras, rebusqué incluso entre las esquelas, a partir de aquel 3 de diciembre de 1999, abriendo cada día las páginas de los diarios con el temor de encontrarme entre ellas el nombre de Bernardino Braña al lado de una negra cruz y bajo la

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tétrica sigla del D.E.P. Sé que esto podrá interpretarse como una búsqueda descabellada, pero tras las dos muertes que él mismo relata, no me parecía oportuno descartar rotundamente tal hipótesis. Por fortuna, fue una búsqueda vana. Restaba una última posibilidad, en la que ya había pensado, y que premeditadamente guardé como recurso final: concertar una entrevista con el juez que se ocupó del levantamiento del cadáver de Uría: José Luis Aulet, al que conocía personalmente y con el que tenía alguna confianza. Le expliqué por teléfono que se trataba de una entrevista informal. Vamos, que no iba a ser publicada en ningún diario, pero que prefería no adelantarle nada. Quedamos en una cafetería del centro de Ferrol. Él apareció con una camisa blanca, un jersey azul marino colgado sobre los hombros y cara de desconfiado, porque, aunque de apellido catalán, su carácter es muy gallego. Iré al grano, estoy buscando datos acerca de la muerte en Cobas de un hacendado mexicano llamado Luis Uría. ¿De quién? preguntó, como si no entendiera. De un tipo que apareció al pie de un acantilado con una espada clavada en el estómago. Esa es una información que no puedo revelar: el caso sigue abierto me contestó. Y ya casi no necesitaba saber más. Había reconocido, indirectamente, que el asunto existía y era bien cierto. Así se lo hice saber y él sorprendido, me preguntó que quién me había filtrado la noticia. Lógicamente, como buen profesional, me negué a descubrirle mis fuentes. Y como quien no quiere la cosa y como si no hubiese oído su primera negativa, le endosé una nueva pregunta,: ¿Hay ya algún sospechoso del crimen o algún detenido? De eso tampoco puedo hablar, la investigación aún no

ha concluido.

Está bien, no insistiré, me basta con tu respuesta. Estaba claro que, si la investigación no había concluido, Bernardino no había sido detenido, ni tampoco podía estar en prisión preventiva a la espera de juicio, tan sólo en paradero desconocido y, probablemente, a salvo. Pero al juez, hombre inteligente, mi inconsciente imprudencia le llevó a sospechar. Al instante me di cuenta de que la actitud de superioridad y el pretendido manejo de la situación a mi favor, no era tal.

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Reconozco que debí haber sido más cauto: no podía bastarme su callada por respuesta, ni tampoco dar por hecho que aquella muerte fuese algo más que un simple suicidio. Si no tenías intención de publicar nada: ¿cuál es tu

verdadero interés en esto?

Su pregunta me cogió por sorpresa y era certera: directa a la diana. Por suerte no estaba en su despacho, bajo juramento y pude mentir, diría que convincentemente. Además, por los hechos que relataré a continuación, con bastante fortuna, al no incurrir en contradicciones entre lo dicho y lo que el juez ya sabía. Solamente periodístico le contesté. Pero, los rumores, no pueden publicarse, sino no hay una fuente dispuesta a confirmarlos. La que tengo quiere permanecer en la sombra. Y tenía la intuición de que tú tampoco ibas a soltar prenda. Por eso no quise adelantarte nada por teléfono. Me hubieras despachado sin verte siquiera la cara. Y ahora, ¿vas a publicarlo? Esa era otra pregunta con trampa. Quería saber, claro está, de qué información disponía. Porque, sin otra cosa más que el vestido de mis preguntas y el cuerpo de sus respuestas, ¿qué podría publicar? Creo haberle respondido con la debida cautela. No, si tú me pides que no lo haga. Nadie más, que yo sepa, conoce la noticia. Entonces, por favor, deja las cosas como están y cuando

todo esto acabe te prometo que serás el primero en saberlo.

Te tomo la palabra le dije, ya con la certeza de que había creído, que no tenía más datos que los obvios para redactar un vulgar suceso sin confirmar, aunque, eso sí, llamativo y espectacular. Agradecido, hasta no quiso que pagase los cafés y el tipo del bar, tratándose de un juez y por si acaso, cogió su billete antes que el mío. Los meses pasaron, se fue el invierno, llegó la primavera y tras ella, como no podía ser de otro modo, el verano. Y continuaba sin tener noticias de Bernardino. Tampoco de Aulet. A mí, las cosas no me iban demasiado bien. Al terminar el mes de julio, mis colaboraciones en televisión, mis trabajos de scout para un par de editoriales y para una agencia de promoción

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artística, se me acabaron de repente y me vi abocado a unas vacaciones forzosas sufragadas por el INEM. Pero todo iba a cambiar un día de principios de agosto. Al llegar al portal de casa, después de hacer la compra, abrí el buzón y me encontré un sobre. Hasta aquí, algo bastante normal y corriente si no fuese porque, al abrirlo, mientras esperaba el ascensor, la sorpresa de su contenido me dejó perplejo: dos bonos de una agencia de viajes, valederos para unas vacaciones en Egipto, que incluían vuelo de ida y vuelta a Luxor, vía Madrid, ocho días de crucero por el Nilo en categoría de lujo y siete noches en un hotel de cinco estrellas de El Cairo, incluido el traslado en avión a esa ciudad, desde la antigua Tebas. Nada más: ni una nota, ni una triste línea... Lo primero que me vino a la cabeza es que se trataba de una de esas extrañas promociones en las que, sin presentarte a nada, y siempre en sorteo realizado ante notario, has resultado ganador de un fabuloso premio. Pero, luego, invariablemente, al leer la letra pequeña, te señalan que debes confirmar tal regalo llamando a un número de teléfono, concertar una cita en un determinado hotel, acompañado obligatoriamente por tu pareja, y aguantar una demostración comercial de un par de horas, para al final volverte a casa con una colección de postales o algo semejante, siempre y cuando no hayas mordido el anzuelo y salido desplumado. Pero no, no había letra pequeña, ni condiciones, ni teléfonos a los que llamar. Junto a los mencionados bonos, tan sólo adjuntaban una de esas cartas-tipo en las que te agradecen la confianza depositada en su agencia y que patatín patatán. Pero, al fijarme bien, bajo aquella firma ilegible, visiblemente fotocopiada, aunque en color, figuraba el nombre de un tal Emilio Cifuentes y en la dirección de la agencia lo más llamativo era la última palabra: Salamanca. El mismo nombre del remitente y el mismo lugar de donde procedía la caja en la que Bernardino me había enviado las cintas, las fotos y los papeles. Tenía veinticuatro horas por delante para presentarme en la terminal de Santiago, así que le conté el asunto a mi mujer, que afortunadamente estaba de vacaciones y algo decepcionada, porque, por mi precaria situación laboral, ese año habíamos descartado viajar, hicimos las maletas y nos dispusimos a disfrutar de un apetecible regalo que, además, conllevaba la esperanza de saber de Bernardino y del final de su historia.

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Llegamos a Luxor al mediodía del lunes siete de agosto de 2000. Desde el aeropuerto, nos trasladaron en una de esas pequeñas furgonetas que ahora llaman monovolúmenes y que, sorprendentemente, nos aguardaba sólo a nosotros, para conducirnos hasta un buque que se parecía exteriormente a aquellas barcazas que tantas veces había visto en las películas del oeste, surcando el Misissipi, aunque, por dentro, seguro que el cutrerío de aquellos no tenía nada que ver con el lujo de éste. Nos asignaron un enorme camarote con vistas al Nilo, con terraza exterior, baño con jacuzzi, televisión por satélite, una nevera repleta y, en lugar bien visible, una botella de champagne francés, dentro de un moderno enfriador y con dos elegantes copas dispuestas en una bandeja de plata, junto a un tarjetón de bienvenida firmado con estilográfica por el capitán del barco. Nada más instalarnos, un camarero nos dio aviso para acudir al comedor, porque eran ya más de las dos y media. Estaba nervioso: esperaba encontrarme con Bernardino allí, y probablemente, también con Ana. Pero me equivoqué. Por más que miré una y otra vez en todas y cada una de las mesas, nada, ni rastro de él. Transcurrieron los ocho días de nuestro crucero, visitando las maravillas que atesoran lugares como Edfu, Kom Ombo, Assuán o Abu Simbel y, en ningún momento tuvimos ninguna clase de contacto o noticia de mi amigo. Finalmente, de regreso a Luxor, nos desplazaron hacia El Cairo en un vuelo doméstico. En otro vehículo igual que el de la primera vez nos dejaron en la puerta del Hotel Mena House Oberoi: un decadente palacio junto a las pirámides. Tal vez no sea hoy el mejor hotel de Egipto, ni tampoco el más céntrico, pero su sabor añejo y hasta los recuerdos de la película que allí se filmó sobre la novela de Agata Cristhie, “Muerte en el Nilo”, le dotan de un aura especial. Excelente la suite, inenarrable, con su inmenso dormitorio, su salón privado, su baño de mármol con aquella enorme bañera, su cesta de frutas y su inevitable botella de champagne de bienvenida... en fin, casi da pena recordarlo y no poder estar allí más que con el pensamiento. Apenas habíamos deshecho el equipaje, y mientras yo intentaba fotografiar desde la terraza el disco anaranjado de un sol que parecía apoyarse en la punta de la pirámide de Kefrén, sonó el teléfono. Desde la recepción me comunicaron que “mi

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coche estaba esperando”. Pensé que se trataba de una confusión, porque yo no tenía ningún coche, ni tampoco lo había solicitado o alquilado. Pero como mi inglés no es nada del otro mundo y menos por teléfono, decidí bajar al lobby y comprobar de qué se trataba. Y, efectivamente, pegado al mostrador, un chofer de piel aceitunada, con su gorra de plato en la mano, me dedicó una gran sonrisa cuando vio que preguntaba al recepcionista por lo que yo consideraba un error. No lo era. En la nota que me mostró el propio conductor figuraba mi nombre, aunque mal escrito, y el número de la suite. Pregunté entonces que a dónde pretendía llevarme y me respondió que a cenar, insistiendo en que debía cambiar mi ropa por otra más formal. Le pedí veinte minutos, subí a la habitación, comuniqué la noticia a mi mujer, nos vestimos con lo mejor que llevábamos en las maletas, subimos al Mercedes impecable, negro y enorme que nos esperaba, y cruzamos media ciudad en dirección al centro, tomando primero por la carretera de El Haram y luego por Taha Hussein, hasta apearnos frente a un enorme barco restaurante de la Presidential Nile Cruises atracado frente al Hotel El Gezirah Sheraton. Nos asignaron una mesa dispuesta para cuatro personas, junto a un enorme ventanal desde el que veíamos las luces del Downtown Cairo. Pero nadie en ella aguardaba nuestra llegada. Más champagne. A mí, que no me gusta nada. No podía ser. La cara de idiota que se le quedó al camarero cuando puse la mano sobre la copa para que no me sirviera y le pedí una cerveza, fue antológica. Aún no habían pasado quizás cinco minutos, que a mí me parecieron treinta, porque no hay situación que me resulte más desagradable que la de esperar, lo que sea. No podía dejar de mirar primero a todas partes y luego, exclusivamente, hacia la puerta del comedor, cuando al fin apareció Bernardino, acompañado de una preciosa mujer que, por la descripción de las casetes, tenía que ser necesariamente Ana. Lo peor es que él vestía absolutamente informal, con camiseta y vaqueros, mientras que yo, no sé si por recomendación suya o sólo del chofer, lucía camisa de seda, corbata y americana, aunque, eso sí, perfectamente soportable dada la potencia del aire acondicionado. Ana, en cambio, como suele pasar con las mujeres elegantes, estaba bien pese a la sencillez de su atuendo: un vestido negro corto y ligero, de tirantes, que mostraba sus hombros y brazos sin broncear, en contraste con

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nuestras peles oscurecidas por tantas horas bajo un sol implacable. Benditos los ojos le dije a modo de saludo. Iba siendo hora de que te dignaras a salir a la luz. Tenía mis razones. Además, sabía que si me hacía de rogar, me recibirías mejor contestó sonriente, antes de hacer las debidas presentaciones y sentarse. Después contó que habían llegado aquella misma tarde, desde Alejandría, donde habían pernoctado las dos noches precedentes, tras una etapa anterior en Libia y una ruta marítima desde Tobruk. Estoy haciendo realidad mi cuento de la lechera. Desde

hace ocho meses no hemos pasado más de dos días durmiendo en el mismo sitio. Y espero seguir con este ritmo hasta que me canse del trajín. ¿Qué tal vuestro crucero? Perfecto. Lamento no poder darte ninguna queja le

respondí en el mismo tono distendido, aunque más irónico, que él había iniciado. De pronto, el barco en el que estábamos soltó amarras y comenzó a navegar el Nilo mientras los camareros se afanaban en servir unos curiosos entrantes: bajando la luz del comedor al mínimo, comenzaron a desfilar con unos platos iluminados por unas velas dispuestas en su interior, dentro de un curioso quinqué formado por la capa exterior de una cebolla, y entre los aplausos de los acaudalados turistas presentes. La cena transcurrió animada, al menos para nosotros dos, que acaparamos la mayor parte de la conversación, dejando a nuestras acompañantes pocos resquicios en los que poder meter baza. Aunque quizás fue sólo Bernardino quien acaparó la conversación con su relato de un periplo de casi diez meses.

Seguro que imaginas cuál fue el primer lugar a dónde fuimos. Pues no. ¿Monterrey? ¡Qué poco perspicaz! ¡Buenos Aires! Ya te dije que iba a hacer realidad mi cuento de la lechera y recuperar mis viejos sueños, los verdaderos sueños, que son los que uno tiene a los dieciocho años.

Tras Buenos Aires, ruta hacia el sur por la costa: Mar del Plata, Bahía Blanca, Rawson, Puerto Santa Cruz y, ya en Chile, Punta Arenas y Puerto Williams, en el Cabo de Hornos. Regreso

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a Buenos Aires, avión y salto a México: Monterrey. A continuación, islas del Pacífico: Hawai, Tahití, Samoa, Fiji, Tonga, Vanuatu, Salomón y Papúa Nueva Guinea. Luego, trayecto por el este y norte de Australia, Indonesia, Malasia y Tailandia. Agua a través del Golfo de Bengala, con destino a la India Madrás, Calcuta, Delhi y Bombay y desde allí, Jordania primero y luego Turquía. Más barco hasta Túnez y finalmente Libia y Egipto. Prácticamente, una vuelta completa al globo terráqueo. Su relato, salpicado de detalles, anécdotas y miradas de asentimiento de Ana, nos tuvo entretenidos hasta los postres.

¡Qué grande es el mundo! Pensar que apenas hemos visto nada, que hemos pasado casi de puntillas por los sitios, sin más tiempo que el de hacer un par de fotos, parece increíble. Y eso que tú tienes todo el tiempo que quieras y no

sólo quince días, como nosotros.

Hubo quien me dijo que acabaría cansándome, porque, fíjate, para cualquier turista, el viaje es un suceso extraordinario que rompe las rutinas, abre nuevos horizontes y permite desconectar. Pero que en un caso como el mío, el propio viaje acabaría por convertirse en rutina y hasta me hastiaría de tanto horizonte y de tanta desconexión para, finalmente, desear volver a casa para reencontrarme con la familiaridad de lo cotidiano.

¿Y acertó quien te lo dijo? No. Pero me equivoqué yo, pensando que el mundo era

más pequeño. Un año no llega para recorrerlo y esto de ir tan aprisa, queriendo devorarlo todo, es lo que más cansa. Probablemente los dos necesitemos bajar el ritmo o hacer una pausa. Pero no sé cuándo podremos permitirnos ese lujo.

• ¿Quieres decir que más que viaje es una huida? Sí, empezó siendo una huida. Y lo peor es que no hay

regreso posible. Al menos, de momento. Pero ya hablaremos de eso más tarde. Tengo muchos detalles que contarte y este no es el momento ni lugar.

Tras la cena, exquisita, fuimos testigos de un espectáculo de folclore nubio, de la danza del vientre y hasta de una sesión de discoteca que sabiamente nos saltamos, saliendo a cubierta para contemplar el espectáculo nocturno de una ciudad que es posible que gane cuando el sol deja de iluminar

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sus más feos perfiles. Y pese a que esa noche las riberas del Nilo me parecieron un lugar atractivo, la impresión que tengo ahora de la inmensa ciudad, una vez conocidas sus grandezas y sus miserias, difiere bastante con la estampa apacible de aquellos primeros momentos. El barco atracó de nuevo pasadas las dos de la mañana. Afuera, el mismo chofer y el mismo auto nos aguardaban. Bernardino y Ana se alojaban también en el Mena House, lo que me chocó, dado el numerito del coche y el tipo de la gorra de plato. Pero Bernardino me explicó que, tras su llegada, habían aprovechado la tarde para visitar el Museo Egipcio y, luego, prefirieron dar un paseo y subir a la Torre de El Cairo, para fotografiar desde su imponente altura la puesta de sol, antes que regresar al hotel para, sencillamente, cambiarse de ropa.

Pese a lo que digan, la elegancia, en este país y en todos, la valoran según el color de tu tarjeta de crédito y de las propinas que aflojas dijo riendo.

Ana y Carmen, no sé si discretamente o porque realmente estaban tan cansadas como dijeron, nada más llegar al hotel, planearon la retirada, mientras que a Bernardino y a mí el cuerpo y los ojos nos pedían otra cosa. Tengo una sorpresa. Subo a la habitación y bajo en un minuto. Subimos los tres: Ana, Carmen y yo, mientras que Bernardino prefirió esperar, fumando un cigarro junto al pianista que interpretaba no sé qué pieza árabe en un impresionante Steinway de cola. Las dos suites, la nuestra y la de ellos, estaban contiguas y hasta compartían la terraza, aunque dividida en dos por una mampara de celosía. Cogí en la maleta aún sin deshacer la sorpresa prometida, di un dulce beso de despedida a mi mujer y bajé de nuevo. Aquí tienes tu regalo le dije extendiéndole una caja de cartón que él abrió.

¡Una botella de caña de hierbas! ¡No sabes lo que la echaba de menos! Lo suponía. Y como en este país permiten entrar una

botella de alcohol por persona, yo me he traído una y le he endosado a Carmen otra, pero tostada. Te juro que, como no aparecías, estuve a punto de dar buena cuenta de ellas en el barco. No sabes lo caro que esta el alcohol en este país.

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Lo sé. Y esto, aquí no tendría precio. Salimos a una terraza frente a un recoleto jardín. La noche era perfecta: justa la temperatura y justo el silencio. Veíamos de frente la pirámide de Keops, iluminada por proyectores, imponente y casi irreal. Se acercó un camarero y le pedí dos copas vacías. Tuve que explicarle que teníamos una botella de un licor de nuestra tierra, muy especial, del que íbamos a dar cuenta si no tenía inconveniente. No puso pegas, y aunque al principio vi en su cara un gesto contrariedad, enseguida sonrió, trajo las copas y no aguardó siquiera por la propina que Bernardino buscaba en los bolsillos. Eso sí, a cada tanto, se acercaba discretamente a dónde estábamos, haciéndonos notar su presencia, por si queríamos algo y supongo que para ver si nos emborrachábamos y acabábamos por alborotarle el gallinero. Eres un auténtico cabrón. ¿Cómo has podido dejarme en ascuas tanto tiempo? No tuve más remedio: hube de largarme

precipitadamente.

Ya. Y en estos ocho meses, viajando, no has tenido ni un solo momento para, sencillamente, coger un teléfono y decir: estoy vivo. Lo hubiera hecho si hubiese tenido a mano mi agenda dijo con recochineo. No me vengas con excusas. Mi número viene en la guía. Además, te bastaba con llamar a tu empresa.

¿Y quién me aseguraba que el teléfono de mi empresa no estaba pinchado? La verdad es que, desde que me fui, no llamé a nadie. Era lo más seguro.

Pero podías haber añadido una casete más a esa caja que me enviaste. No. Ya no estaba en mi mano. La verdad es que le di a

Ramón todas las cosas importantes y le pedí que las llevase personalmente a casa de un viejo amigo de facultad que se casó con una rica salmantina y que ahora es dueño de una agencia de viajes y de varios negocios de hostelería. Pero no tuerzas el morro, ni pongas esa cara de desconfiado: grabé esas cintas para ti, tenlo claro, no para él. Ramón me ayudó a huir hasta Portugal, y su regreso con semejante petate no me pareció seguro. Tuve que improvisar y se me ocurrió que lo mejor era que dejase tu

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paquete en Salamanca e incluso él permaneciese allí unos días antes de regresar a Vilarmaior. Más tarde, desde Argentina, envié a Emilio esa carta para ti, dentro de otra con instrucciones para él.

Pero tu carta venía encabezaba con un “Salamanca, 3 de diciembre de 1999”. Pero se escribió en Puerto Santa Cruz, un mes antes de

esa fecha. Sí, puede ser que tomara demasiadas precauciones. Esa fue una más. Pensé que cuando él te enviase mis cintas y papeles, si alguien interceptaba el envío, creerían que yo seguía en España.

¿Por qué te marchaste? Esa es una buena pregunta. Pero la respuesta no es

corta.

Tengo siete días por delante y un par de botellas para aflojarte la lengua. Eso suena muy convincente. Ya lo creo que sí. Eran las tres y diez de la mañana del ya dieciséis de agosto de 2000 cuando Bernardino comenzó, al fin, el relato final de su increíble historia. Tengo aún en mi boca el dulce sabor de la caña de hierbas, el aroma de miel de aquel jardín y, aunque, en este instante en que escribo, afuera llueve, me parece aún sentir en mi piel la caricia de aquel aire tibio que, en leve brisa, parecía llegar desde las arenas desérticas de Sakkara y Memphis. No necesito grabadora, ni cintas, ni notas, para recordar todas y cada una de sus palabras. Ni siquiera las dos copas que me tomé entonces me hicieron perder el hilo de aquel relato que, retrocediendo en el tiempo nueve meses y medio, nos retrotrajo hasta el preciso momento en que Bernardino había interrumpido la última de sus grabaciones, acuciado por el timbre de la puerta. Era Ada, la vecina que días antes había tratado de seducirle, sin éxito, aunque su intento hubiese sembrado de más dudas aún la mente y el corazón de Bernardino. Y traía en sus manos las llaves del apartamento de mi amigo. Resulta que en aquel primer encuentro, cuatro días antes, la precipitada huida ante el acoso al que lo sometió, hicieron que Bernardino olvidase su llavero junto a la taza del té a que Ada le había invitado. No reparó siquiera en ello. Había

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dejado abierta la puerta de su apartamento, por lo que, al regresar y entrar sin dificultad, no echó en falta tan precioso objeto. A la mañana siguiente, al salir hacia su encuentro con Gunmersindo Areas, buscó las llaves en vano. Y ante sus prisas, decidió coger otro juego, de repuesto, que guardaba bajo uno de esos falsos cuadros que se abren hacia un lado y que, al tiempo, esconden los interruptores del cuadro eléctrico. El asunto no pasaría a mayores de no ser porque Ada tenía una hermana, gemela, para más señas. Y al lector astuto que haya llegado hasta aquí, se le habrá encendido una luz al leer la frase anterior, al relacionar a estas gemelas con las hijas que Anaraida había dejado huérfanas. Esa misma luz se le encendió a Bernardino en el momento en que Ada, una vez instalada en el sofá azul, tras aceptar, digamos, la cortés invitación de mi amigo, le refirió el detalle. La otra damisela en cuestión, de nombre Maga, imagino que abreviatura de Magdalena, o quizás no fue quien recomendó a Ada alquilar aquel piso junto al apartamento de Bernardino, refiriéndole que había visto un anuncio interesante en el tablón de la Universidad. El mismo lector inteligente, habrá colegido que Maga, además de mentir aceptablemente, disponía de cierta información privilegiada. Efectivamente: identificada en todo, o en casi todo, con su madre, Anaraida, no había pasado por alto el papel de Bernardino, ni los encuentros de éste con Luis Uría. Una vez sabido esto, era fácil suponer lo que realmente pasó: Maga siguió, vigiló, y logró averiguar fácilmente dónde vivía Bernardino y hasta que, en los cristales de las ventanas del apartamento contiguo, una inmobiliaria había pegado visibles carteles de “se alquila” en los que no faltaba un número de teléfono de contacto. Tras la muerte de Anaraida, y conociendo el interés de su hermana por abandonar la residencia de nombre “Monte da Condesa”, Maga se apresuró en facilitarle el traslado y hasta en prestarse a hacer las oportunas gestiones: pagar el depósito de tres meses y ayudarle en la mudanza. Lo que no podía prever, pero que le vino de perilla, fue la inesperada atracción de Ada por Bernardino y la precipitada huida de mi amigo ante el acoso de la bella dama. Detalles que le proporcionaron dos regalos inesperados: las llaves del apartamento y los cuatro días que permaneció vacío.

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Durante ese tiempo, aunque sin perder ni un solo día, Maga tuvo la posibilidad de entrar, husmear, descubrir el texto manuscrito de Ana, las fotografías y las cintas que Bernardino había ido grabando para mí. Suerte que no pudo descubrir el secreto de cómo entrar en la cueva, porque la cara “B” del casete número diez, la “A” del número 11 y los diecisiete minutos del reverso de esa última cinta, Bernardino los grabó a su regreso y aún estaba en ello cuando fue interrumpido por el timbrazo en la puerta de Ada. Lo sorprendente para mi amigo fue que todas estas revelaciones se las hizo la propia Ada, sentada allí, en aquel sofá azul. Pero: ¿por qué delataba a su propia hermana ante alguien a quien no sólo acababa de conocer, sino que la había rechazado poniéndole por delante la existencia de una rival? Y otra pregunta inevitable: ¿cómo supo Ada de las maniobras de su hermana? La segunda cuestión tiene más fácil respuesta: sorprendió a Maga saliendo del apartamento de Bernardino, bien pertrechada de materiales que sabía no le pertenecían. Tuvieron un enfrentamiento. Ada se empeñaba en que volviese a entrar y devolviese todas las cosas de las que se había apropiado indebidamente. Su hermana trató de convencerla de lo contrario, de la importancia que todo aquello tenía para el esclarecimiento de la muerte de la madre de ambas. Le reveló la verdadera identidad de mi amigo, le mostró la fotografía de la misteriosa mujer saliendo de la escena del crimen de Luis Uría y la obligó a preguntarse qué hacía por allí su apuesto vecino, armado de cámara de fotos, en la misma zona y momento, también, de la muerte de Anaraida. Pronto llegaron a un acuerdo. Escucharían juntas aquellas cintas y, tras ello, decidirían qué camino tomar. Lo sorprendente es que mientras a Ada le pareció totalmente verosímil y exculpatoria la versión que Bernardino ofrecía en su relato grabado, a Maga no le encajaba la justificación, ni tampoco el hecho de tomarse tanto trabajo para, al final, o tal vez debido a la ausencia de ese final no concluir nada en claro. Así, mientras una abogaba por devolver todo a su lugar de origen, la otra prefería hacérselo llegar al juez y que fuese la justicia quien resolviese el embrollo. Sobre todo, teniendo en cuenta que se encontraban ante una evidente ocultación de pruebas, con la segura intención de proteger a esa mujer que aparecía en la fotografía y de la que cabía pensar que

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pudiera estar implicada en la muerte de su madre. Ya que si bien la confesión de ese par de mexicanos huidos de los que Bernardino hablaba en la casete número ocho, para Ada lo dejaba todo clarísimo, Maga seguía preguntándose por el papel que aquella mujer había tenido necesariamente en el desenlace de los hechos. Máxime cuando el propio Bernardino ponía acentos en diversas partes de las grabaciones sobre esas mismas incógnitas. Finalmente, fue Maga quien se salió con la suya. Hizo copias de las fotografías a partir de los propios negativos, duplicó las casetes y fotocopió los documentos. Tras esto, regresó de nuevo al apartamento de mi amigo, dejó las cosas tal como las había encontrado en su primer allanamiento de morada e intencionado hurto y sólo después, le comunicó a su hermana los pasos que había dado. Acto seguido, Maga despareció, dejando a Ada sumida en un mar de dudas. Debía devolverle las llaves a su vecino, pero no se sentía capaz hacerlo sin relatarle el resto de las cosas que habían pasado en su ausencia: el juez debería tener ya a aquellas horas las pruebas remitidas por su hermana y, en cualquier momento, la policía detendría e interrogaría a Bernardino. Entonces, él se daría cuenta de la traición y, seguro, relacionaría la desaparición de las llaves, pese a su inconcebible olvido y pese a estar advertido, con Ada. Se sentía culpable y cómplice, por lo que, con extrema dulzura en la voz y una mirada tierna y entregada, trataba de evitar que Bernardino se enojase. Mi amigo fue listo y no lo hizo, sino que tiró un poco más del hilo. Así se enteró de que Maga había hecho llegar las pruebas a Aulet de modo anónimo, en un paquete que, simplemente, dejó en la estafeta de Correos de la calle del Hórreo, sin remite alguno y con el nombre del juez y la dirección del Palacio de Justicia en la ferrolana calle de La Coruña, escritas en una etiqueta adhesiva hecha con el ordenador de Ada. Trataba de evitar que no pudiesen rastrear el trazo de su letra, ya que de ese modo no podrían implicarla en los delitos cometidos para la consecución de aquellas pruebas. ¿Simple arrepentimiento y sentimiento de culpabilidad por parte de Ada o buscaba algo más? El caso es que su ataque de sinceridad, de haber otras intenciones, no le salió del todo bien porque, a Bernardino, de repente, le saltó la alarma: guardó en una bolsa todos los documentos, las cintas, las fotos, se despidió de Ada

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prácticamente poniéndola en el rellano y aún con la cerveza a medio beber, y puso de inmediato pies en polvorosa. Bajó en el ascensor hasta el garaje, dejó la bolsa en el maletero del coche y salió acelerando en dirección a casa de Ana. No tuvo tiempo a más. A pocos metros de su casa, un coche, sin marcas aparentes, le obligó a detenerse. Dos guardias civiles, de la judicial y de paisano, le obligaron a punta de pistola y rudos modales, a bajar del vehículo. Sabían perfectamente quién era, porque ni se molestaron en pedirle la documentación: sencillamente le comunicaron que estaba detenido. Pasó la noche en un calabozo de Santiago, aunque antes, a petición suya, le permitieron guardar su coche en el garaje. Supongo que comprendieron que era mejor que dejarlo en medio de la calle, obstruyendo el paso en una zona en la que no suelen abundar precisamente las plazas libres para aparcar. Eso sí, escoltado en todo momento por uno de los agentes y previo cacheo. Curiosa sospecha la de que Bernardino pudiese portar armas. Es lo que cabe colegir, porque sólo les preocupaba lo que pudiese llevar encima. En cambio no hicieron otro tanto con el coche: ni siquiera le echaron un vistazo al maletero. A la mañana siguiente, tras comparecer ante un juez en Compostela, fue trasladado primera hora de la tarde a Ferrol y conducido directamente al despacho del juez Aulet en el Palacio de Justicia. Nada más llegar Bernardino le pidió hacer una llamada que le habían negado en Santiago el día anterior. Pero esta vez tuvo premio, y doble, porque Aulet no sólo fue comprensivo, sino que le prestó una guía de teléfonos y hasta le dejó usar el aparato de la mesa de su despacho. Buscó el número de Sindo Areas y llamó, pero nadie descolgó el auricular. Bernardino puso cara de contrariado, pero reaccionó y, sin esperar un nuevo permiso, marcó otra vez. Sabía que su última oportunidad era Ramón, aunque sabía lo difícil que resultaba cogerle en su piso de la calle María. Imagino que en los pequeños actos, como estos, es donde verdaderamente se oculta la mano invisible del destino: una sencilla llamada en el justo momento en que no podemos distinguir cuál es el libre albedrío o dónde está la buena o mala fortuna. Pero Ramón estaba. Y Bernardino le puso en cuatro frases al tanto de su penosa situación:

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Estoy en Ferrol. Me han detenido. Te estoy llamando desde el despacho del juez. No sé qué va a pasar. No digas nada más. Yo me ocupo. Solamente eso. Apenas quince segundos. Y sin poder pedirle siquiera que avisara a Ana, que seguramente estaba ya siendo buscada, si no había sido detenida. Si el juez había escuchado las cintas, si había visto esa foto... Pero Aulet parecía demasiado tranquilo, seguro de sí. Sin importarle siquiera la identidad de la persona con la que acababa de hablar, le preguntó. ¿Tiene usted abogado? La verdad es que no. Nadie me dijo que iba a necesitarlo. Ya. El caso es que había previsto realizar una

reconstrucción de los hechos, aunque antes quiero hacerle algunas preguntas. Y para ello es preceptiva la presencia de un abogado. Si usted quiere, le podemos asignar provisionalmente a uno de oficio. De lo contrario, deberemos esperar a que llegue el que usted designe.

Prefiero que acabemos cuanto antes. El juez sencillamente miró al secretario que, sin necesidad de decirle palabra, salió del despacho en busca de un leguleyo a sueldo del Estado, con quien regresó en menos de un minuto. Bernardino se sintió como cogido en una trampa: “para

mí que el tipo estaba ya avisado, esperando detrás de la puerta”,

me dijo. El letrado, Félix Lorenzo Ramil, tras las presentaciones hechas por el juez, tomó asiento y abrió un bloc que comenzó a golpear rítmicamente con la punta de un bolígrafo metálico, mientras que Bernardino le miraba sin entender ni saber si aquel tipo que no debía llegar ni a la treintena tenía noción del caso que acababan de ponerle entre manos. ¿Por qué no me dijo toda la verdad? Siempre le dije toda la verdad Al menos lo que para mí

era la verdad en el momento en que usted me preguntaba.

Ya ¿y los guantes?, por ejemplo. ¿Y ese carrete de fotos que ocultó a sabiendas? Bernardino supo en ese momento que el paquete de Maga había llegado a su destino. Y su reacción fue sorprendente. Veo que le ha llegado mi paquete.

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¿Su paquete? Pues, claro. Ese paquete del que habla no me lo ha enviado

precisamente usted.

¿Quién sino? Alguien que no le quiere bien, supongo. ¿Cómo podría entonces saber que lo ha recibido, sino fui yo quien se lo envió? Buena pregunta. ¡Pero seguro que también sabe la

respuesta!

Pues claro que la sé, acabo de decírselo: yo mismo hice ese envío desde la sucursal de Correos de la calle del Hórreo en Santiago, por correo ordinario y sin remite. Supuse que usted deduciría que era yo quien se lo enviaba.

El juez hizo un gesto y se acercó a él uno de los agentes de la judicial que llevaron a Bernardino hasta allí y que, con seguridad, eran los encargados de las investigaciones. En voz baja, Aulet le dijo algo y el otro salió del despacho sin despedirse. Bernardino, justo en ese momento, a punto estuvo de desmoronarse. Había algo, necesariamente, que el juez sabía y que él no. Pero pese a que Ada le había asegurado que no había ningún remitente, no podía dejar de pensar si acaso Maga había hecho algo más: una llamada anónima, una nota, cualquier cosa... Pero ya estaba dicho: sólo cabía tirar para adelante y, si acaso, estrellarse.

¿Cuándo le ha llegado, ayer? Permita que sea yo quien haga aquí las preguntas. Muy bien. Tendré mucho gusto responderle.

En primer lugar, ¿quién es la mujer que rondaba el lugar en el momento de la muerte de Uría? Yo no vi a ninguna mujer hasta que, al revelar las fotos, descubrí ese cuerpo femenino huyendo del encuadre. Si se ha molestado en escuchar las cintas, sabe que lo que digo es cierto. Como también sabe que lo de los guantes fue una omisión involuntaria. No tan involuntaria. En nuestro segundo encuentro lo ocultó deliberadamente. Verá, si yo fuese generoso, incluso podría admitir que lo del segundo carrete también fue algo involuntario: digamos que se le olvidó que todavía estaba dentro de la cámara.

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Pero los dos sabemos que era consciente de las dos cosas y que las ocultó para tratar de proteger a alguien.

Sí, es cierto. Pero aunque ya sabe que yo sospechaba que la mujer de la foto era una amiga de Anaraida, llamada Ana, ahora, estoy seguro de que no se trata de ella. ¿Amiga de Anaraida? Sí ¿Y también la mujer que usted ama? Sí, también. Curiosas coincidencias. Pero lo de esa amistad lo supe hace menos de un par de días. Y si la de la foto no fue esa Ana: ¿quién se supone que

es?

¿Tal vez Anaraida? ¡No se haga el listo! Bien sabe que sus ropas no

coinciden.

No. Yo eso no lo sé. No vi en ningún momento a Anaraida, ni sé que ropas llevaba o dejaba de llevar aquel día. ¿Y por qué está seguro de que no fue esa Ana? Si no estuviera seguro, no le enviaría a usted nada. Es

cierto que al principio y, ante la duda, traté de protegerla. Y volvería a hacerlo si fuese necesario, pero ya no lo es, porque ahora sé que ella es inocente. Por eso, ya no tiene sentido ocultar ninguna prueba.

En ese momento entró de nuevo en el despacho el mismo agente que había salido hacía unos instantes, se acercó al juez, tuvieron un breve cuchicheo en el que Bernardino oyó sólo la última frase de Aulet: “está bien”. Lego, dirigiéndose de nuevo a él, le preguntó.

¿Y qué día dice que me hizo ese envío? El sábado día 30, a última hora la mañana, serían ya cerca de las dos.

En aquel momento, Bernardino supo que había ganado la primera batalla. La pregunta del juez sólo podía significar que realmente había creído que el autor de ese envío había sido él y nadie más que él. También, claro, que la sospecha de que Maga hubiese incluido una carta, una nota, o cualquier cosa que le delatase inequívocamente, podía ya descartarla del todo.

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Finalmente, se bendijo por haber sido tan escrupuloso en el interrogatorio de Ada y poder así responder correctamente a esa última pregunta.

¿Por qué confía tanto en esa mujer, en Ana? Porque sé que dice la verdad y que en el momento de los hechos estaba en Santiago. ¿Y también la cree cuando le asegura que tiene dos mil

quinientos años?

En eso tengo tantas dudas como usted. Al final de su grabación parecía dispuesto a creerla. Diga mejor a aceptar sus fantasías.

Bernardino vio como el juez dudaba. Todo lo que había dicho encajaba perfectamente, milagrosamente, diría yo. No tengo más remedio que alabar su capacidad de reacción para hilar un relato tan coherente con lo dicho en las cintas y al tiempo, tan falaz y capaz de dar la vuelta a la tortilla de la adversidad que supuso la decisión de las gemelas de delatar su encubrimiento. Así se lo dije en aquella terraza del Mena House. Pero él me desveló que tuvo toda la noche anterior para darle vueltas al asunto y analizar los puntos débiles que debía reforzar. Esa fue su única ocupación en aquellas horas en que permaneció encerrado en el calabozo compostelano, sin permitirse siquiera una hora para dormir. ¿Entonces no sabe usted quien es esa mujer de la

fotografía?

No, pero... Pero ¿qué? ¿Sabía usted que Anaraida tenía una hija? Dos. Si dos, y gemelas. Bien pudiera ser una de ellas. ¡Eso es una suposición!. Sí, pero no se me ocurre otra. Aulet se quedó pensativo. Bernardino supuso que su intento de venganza tenía visos de verosimilitud. Era una hipótesis que el juez no podía descartar, que debería necesariamente investigar.

¿Y los mexicanos? ¡Quién sabe! Volaron. Me temo que para dar con ellos va a tener que echar mano de la Interpol.

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No se burle.. No me burlo. ¿Jack Stromberg y Nicanor Estévez? Sí, eso dijeron. ¿Y qué me respondería, si le digo que en el vuelo en

que llegó Uría, no figuraba nadie con esos nombres?

Que tal vez viajasen bajo nombres supuestos. ¿Y con pasaportes falsos? No lo sé. ¿Acaso es imposible? No, pero no deja de ser extraño. Tan extraño que yo

diría que usted miente. Yo no miento. ¿No miente? ¿Sabe usted cuántas personas de las que llegaron a Madrid procedentes de México tomaron luego el vuelo hacia Santiago? Ni idea. Pues sólo una: Luis Uría.

No sé qué decirle a eso. Pero se me ocurren dos cosas: primero, que tal vez los nombres supuestos fuesen los que me dieron a mí, porque, si acababan de cometer un crimen ¿por qué iban a fiarse de que yo no fuera a delatarles? Y usted los ha delatado le interrumpió Aulet Sí, precisamente. Pero también pienso que es posible que

esos dos llegasen de México en un vuelo diferente al de Uría, quizás un día o dos antes.

Aulet se quedó pensativo, rumiando atónito las sorprendentes respuestas de un Bernardino cada vez más seguro de sí mismo, aunque consciente de que si bien la coartada que había preparado para él había resultado bastante sólida, la de Ana era mucho más endeble. Sólo su palabra la protegía. Y su palabra, de poco podía servir sin otra cosa más tangible. Además, era consciente de que su relato fantástico y su supuesta longevidad en nada iban a ayudarle en un caso en el que sólo la lógica deductiva y las pruebas tenían algo que decir. Afortunadamente, en aquel momento, las dudas de Aulet no parecían ir por ese lado, sino que le preguntó por mí. ¿Quién es ese amigo escritor para el que usted grabó

esas cintas?

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Bernardino esperaba esa pregunta y tenía preparada una respuesta. Un amigo que trabaja en la Faculta de Medicina, y que

también es escritor, se llama Germán Sierra, no sé si le suena.

Para nada. Ha escrito tres novelas, muy buenas. La última se titula

“Efectos Secundarios”, se la recomiendo. Pero claro, él no tiene ni idea de que yo hice esas grabaciones para él. Aunque me gustaría, cuando esto termine, que le haga llegar usted una copia.

El juez no respondió a la petición de Bernardino. Parecía que el último comentario de mi amigo no tenía ya importancia y que, efectivamente, estaba pensando en otra cosa: Y ahora es usted inmensamente rico. Eso parece. Pero, lamentablemente, aún no he tenido

tiempo para disfrutarlo.

Me resultan muy curiosas, por no decir incomprensibles, las razones de Uría. No más que a mí. Aunque creo que ya sabe por qué lo hizo. A esas razones me refería, precisamente. En fin, creo que por ahora ya es suficiente y dirigiéndose a los agentes que nos acompañaban en el despacho y sin hacer más preguntas, se levantó y dijo: Bueno, de todos modos seguiremos con lo previsto.

Vamos allá.

Lo previsto, claro, era desplazarse hasta la zona de Cobas. Dos guardias civiles, dos agentes de la judicial, el forense, el juez, un secretario, el abogado y Bernardino componían la comitiva que, en tres vehículos, inició la partida. Aulet quiso deshacer todos y cada uno de los pasos que mi amigo dio desde que aparcó su coche y comenzó a hacer sus fotos desde lo alto del acantilado; el lugar exacto en el que creyó ver a una pareja, la piedra en que se ocultó y desde dónde hizo la fotografía en que se ve a aquella mujer y a Uría con aquellos guantes amarillos; el recorrido hasta llegar junto al cuerpo aún vivo, el camino que tomó para regresar al coche y tratar de hacer esa llamada; la constatación de la falta de cobertura con el propio teléfono móvil de Bernardino, el sitio exacto desde dónde consiguió telefonear... todo, vamos, absolutamente todo. Pero a Bernardino le pareció que aquello no era ya más que una pantomima sin sentido, tras el giro inesperado de los

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acontecimientos, una vez hecha esa última declaración que lo cambiaba todo. Para Aulet, pese a su meticulosidad, no podía tratarse más que un formulismo rutinario y el único motivo por el que tal vez no suspendió aquella reconstrucción que seguramente tenía prevista desde el momento en que ordenó la detención de Bernardino, era rastrear posibles huellas de la mujer que aparece en la fotografía: cualquier cosa que se hubiese pasado por alto la primera vez. Así, mientras ellos paseaban arriba y abajo, los dos agentes de paisano escudriñaban piedra a piedra toda la zona. Y cuando los Guardias Civiles, el juez y Bernardino regresaron de su periplo en coche desde el lugar en dónde él había realizado la llamada de auxilio el día de autos, vio como los detectives entregaban al forense una bolsita con unas raspaduras que decían haber sacado de una roca situada unos cuatro metros hacia la derecha del lugar en que Uría había fallecido. “Parecen restos de sangre”, dijeron. El forense se quedó observando con detenimiento aquel hallazgo y concluyó con un simple: “Puede ser”, sin molestarse siquiera en acercarse hasta la roca. Sencillamente, guardó la posible prueba en el bolsillo de la americana. Bernardino tenía la seguridad de que la sangre no era de Uría ni, por supuesto, de Anaraida, todavía intacta en aquel momento. Sólo podía ser de Ana, de aquella herida que la estocada le causó en su costado. Probablemente se había agazapado tras aquella roca cuando oyó acercarse los pasos de Bernardino, sin saber que era él. El resto de los rastros de su sangre habrían sido, ciertamente, lavados por la marea que, en su punto más álgido, no podía alcanzar la altura de la roca donde encontraron aquella mancha. Tras esto, Aulet dijo “bueno, ya es suficiente”, subieron de nuevo hasta el borde del acantilado y abandonaron el lugar, con la única particularidad de que Aulet pidió a Bernardino que le acompañara, en lugar de ir, como en la ida, en el coche de la Guardia Civil. Ni tan siquiera lo esposaron. Se sentó junto al juez en el asiento trasero del Rover que conducía el secretario y que copilotaba el forense. Pero nada más arrancar comenzó a sonar el móvil del juez, que se disculpó y se puso a hablar con alguien con quien parecía tener bastante confianza. Mientras, Bernardino no podía dejar de pensar en aquella posible prueba que el forense llevaba en su bolsillo y justo delante de él. Si daban con Ana y si esa sangre coincidía con la de ella, las

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cosas se complicarían. Y mucho. Tenía que ponerla sobre aviso. Debía desaparecer. Y si ya en el colmo de la mala suerte llegaban a encontrar el resto de las cintas, las que había guardado en el maletero de su coche y que contaban, punto por punto, la verdadera participación de Ana en los hechos, sus mentiras no sólo no servirían de nada, sino que él sería acusado de encubrimiento y puede que hasta de perjurio. Lo peor sería que también descubrirían la entrada de la cueva: ¿qué iba a ser del hogar de Ana y del tesoro, una vez metiese allí el hocico la Dirección Xeral de Patrimonio? Y hasta quién sabe si finalmente no concluirían que todo aquel relato grabado no eran más que un conjunto de mentiras construidas únicamente como coartada, pero sin ninguna prueba material que las avalase: un relato hilado con frialdad de un fabulador, para cargar toda la responsabilidad a dos muertos y a un par de desaparecidos de los que no se sabían siquiera sus nombres verdaderos. Esa era la situación. Tras terminar de hablar, el juez, le echó a Bernardino una especia de perorata en la que, pese a tratarle con bastante deferencia y respeto, y en absoluto como si se tratase de un delincuente y ni siquiera, como sospechoso, le dejó caer que su impresión, ya desde la primera vez que lo vio, fue que trataba de encubrir a alguien. Haber descubierto que sus motivos no eran otros que la ceguera de una pasión que parecía sobrepasarle y que le hacían capaz de meterse sin reparos en la boca del lobo, y quién sabe si, llegado el caso, hasta de hacerse pasar por culpable, parecía satisfacerle. Sobre todo porque, a raíz de la aparición del cadáver de Anaraida y más tarde, al leer los documentos y antes de escuchar la totalidad de las cintas, todo parecía señalarle como culpable

Y eso no me encajaba en alguien como usted. Es cierto que, en ocasiones, he tenido que procesar a algunos que, por circunstancias extremas, se habían visto obligados a cometer acciones contrarias a ellos mismos. Pero en esos casos, siempre, o confesaban a la primera o bien optaban por el suicidio. Y usted, en cambio, ni lo uno ni lo otro, lo que me alegra, porque usted me parece un buen tipo..

Pero pese a aquel discurso que parecía exculparle, vio cómo se detenían frente al cuartelillo de la Policía Local, sito en San Juan. El vehículo en el que iba Bernardino aparcó a la

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americana: montando con las ruedas de la derecha la acera frente al cuartelillo. Los otros dos coches avanzaron un poco más, giraron a la izquierda y se introdujeron en el recinto. Aulet y Bernardino, seguidos del forense y el secretario, bajaron del coche. Comprenda que, pese a todo, no le puedo dejar marchar le dijo el juez cuando estaban justo frente a la puerta.

Debemos comprobar aún algunas cosas. Tendrá que permanecer en el depósito de detenidos, al menos esta noche.

Bernardino puso un gesto contrariado, pero no supo qué contestar. Aulet, entonces se dirigió hacia a los agentes que se acercaban a pie desde el aparcamiento, al tiempo que de la comisaría salían dos policías de uniforme que tras saludar al forense, comenzaron a charlar con él. En ese momento Bernardino vio detenerse un taxi, a menos de tres metros de dónde estaban. Al abrirse la portezuela vio asomar el rostro de Ramón. Se acercó hasta el coche. Nadie le detuvo, ni le dijo nada. Ramón le dijo: “Sube. Ahora”. Bernardino miró un momento hacia atrás y vio al juez de espaldas, hablando con los agentes. Sin pensarlo, entró en el taxi. El coche arrancó y salió zumbando calle abajo. Ninguno de los policías hizo nada por detenerles y sólo cuando el taxi ya había avanzado más de cincuenta metros y estaba ya delante del viejo campo de fútbol, vio como el juez gesticulaba y a uno de los policías salir calle abajo, corriendo a pie tras ellos. Los demás parecían desconcertados, aunque enseguida corrieron hacia el aparcamiento. Demasiado tarde: el taxi tomó la curva y perdieron de vista a sus perseguidores. Casi parece ridículo ¿verdad? La verdad es que todo fue

idea de Ramón, pero no pudo salirle mejor. Yo creo que en esa confusión, lo que menos esperaban es que fuese a largarme en un taxi, ni mucho menos que nadie viniese a rescatarme. El juez, se ve que no había comunicado aún a nadie su intención de detenerme y la naturalidad con la que me acerqué al coche, no sorprendió a los policías. Ya ves, ridículo me comentaba

complacido Bernardino sirviéndose la cuarta copa de caña de la noche. ¿Ridículo? Más bien delirante, diría yo. El caso es que Ramón, tras la llamada de Bernardino desde el despacho del juez, se dirigió hacia los juzgados. Su piso de la calle María está a menos de doscientos metros del

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Palacio de Justicia, por lo que, pese a subir por la calle del Hospital y bajar luego por la calle de La Coruña, no tardó ni cinco minutos. Aparcó en doble fila y esperó hasta que vio salir a Bernardino y compañía, y decidió seguirles. Al ver que se dirigían hacia A Malata tuvo claro hacia dónde se iban. Cesó entonces la persecución, dio la vuelta en la Feria de Muestras y regresó de nuevo al centro de la ciudad. Aparcó su coche a unos ochocientos metros del cuartel de San Juan, en pleno Ensanche y luego se acercó a pie hasta una bar cercano al cuartelillo. Pidió una cerveza y esperó, en la primera mesa, junto a la ventana, alrededor de media hora. Desde el mismo bar llamó al taxi, pagó y lo esperó en la acera. Un par de minutos más tarde llegó el coche, subió y dijo al chofer que debían aguardar por otra persona. Al taxista le pareció normal, el taxímetro corría y, mientras, se entretuvo en releer la prensa deportiva y en comentar con Ramón lo mal que le iban las cosas al Madrid en el inicio de liga. Cinco minutos más tarde, al ver llegar a la misma comitiva que había partido de los juzgados, Ramón tan sólo le dijo al conductor: Ahí está, acérquese usted un poco, para que nos vea. Recorrieron un trayecto de apenas un kilómetro, tras varios giros que Ramón se encargó de precisar sin atender las preguntas del taxista, que no comprendía la causa de tantas revueltas: “Métase por esta calle”, “Ahora a la derecha”, “Coja por la siguiente la izquierda“, “Está bien, déjenos ahí delante”, le ordenó finalmente, tras observar que a sus espaldas no había nadie que los siguiese. Se apearon en la calle Fontemoura, a pocos metros de donde Ramón había aparcado su propio coche, un viejo Volvo, con el que abandonaron la ciudad por la Carretera de Castilla y con el que enfilaron rumbo a Santiago, por una extraña ruta de carreteras locales y provinciales, ante el temor de algún posible control en la autopista A-9 o en la Nacional 536. No fueron detenidos. Curiosamente, ni llegaron a cruzarse en todo el camino con el consabido par de motoristas de tráfico. Tardaron algo menos de dos horas en llegar a Compostela y se dirigieron directamente a casa de Ana. Bernardino dijo a Ramón que le dejase allí, mientras advertía a Ana y entretanto, le pidió que fuese hasta su apartamento, con la advertencia de que no se le ocurriera acceder por el portal. Debería entrar a pie, por la portezuela peatonal del garaje, en la

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parte trasera del edificio, y poner mucho cuidado por si alguien rondaba o vigilaba. Tan sólo tenía que coger la bolsa que había en el maletero del todoterreno, subir luego en el ascensor hasta el portal y desde allí, salir a la calle, como si de cualquier vecino se tratase. Lógicamente, nadie le conocía. Y no era probable que vigilasen al mismo tiempo las dos entradas. Ramón tardó menos de cuarenta minutos en regresar y todo había ido perfecto. No vio ningún vehículo ni a nadie controlando la puerta del garaje, pero sí frente al portal: sobre la acera había un coche con dos tipos que se le quedaron mirando, pero continuaron tal cual estaban mientras que Ramón, que había dejado su Volvo en un parking cercano, se alejaba tranquilamente, sin ser molestado. Abandonaron la ciudad en dirección al sur, también por carretera y no se detuvieron hasta llegar a Aveiro, ya en Portugal, donde buscaron alojamiento. Eran más de las doce de la noche. A la mañana siguiente, tras el desayuno, se despidieron de Ramón, que tomó la carretera en dirección a Salamanca, con el encargo de entregar a Emilio Cifuentes la bolsa que había cogido del maletero del coche de Bernardino. Bernardino y Ana, partieron en un vehículo alquilado en dirección a Lisboa. Desde allí, volaron a Buenos Aires, donde Ana tenía viejos contactos relacionados con su antigua actividad de traficante de objetos de arte. No le fue difícil conseguir un nuevo pasaporte para Bernardino que, desde aquel momento, pasó a llamarse Juan Carlos Dalama Clot, de nacionalidad uruguaya e hijo de portugués y catalana. Tampoco le fue difícil hacerse transferir desde su flamante cuenta en suiza, a una nueva que abrió en Argentina con su nombre falso, una importante cantidad de dinero, con la que inició el periplo de ocho meses que culminaba en aquel momento en el jardín del Mena House Oberoi. Ana, por su parte, volvía a usar la identidad de Genevieve Molard Hernández, con la que bien había engañado a Anaraida y que era la última de las muchas que hubo de adoptar a lo largo de su vida. De repente eran ya las cinco de la madrugada. La botella de caña hacía un rato que había dicho buenas noches y Bernardino tenía cara de cansado.

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Continuaremos mañana. Todavía me quedan algunas cosas interesantes por contarte y además, quiero darte algo que he escrito. Nos vemos en el desayuno. No sé si me levantaré a tiempo. Ni siquiera sé a qué hora cierran el comedor. No importa. El que se levante primero, avisa al otro. Pediremos que nos lo sirvan en la terraza. Como se ve que eres un tipo de posibles. Ya era así antes: no te engañes. Efectivamente, ya era así. No conseguí levantarme antes de las doce. En la habitación Carmen no estaba, tan sólo una nota en la que me informaba de que había ido con Ana a darse un baño en la piscina. Traté de despejarme dándome una ducha y al terminar, tal como habíamos acordado, telefoneé a Bernardino, que me atendió completamente grogui, sin entender que era yo quien le despertaba. Al fin reaccionó y dijo: Pídeme un zumo, café negro y tostadas. Me doy una

ducha y enseguida estoy contigo.

Cuando llegó, tres cuartos de hora más tarde, yo ya había dado buena cuenta de mi parte, fumado dos pitillos y, como tenía miedo de que se me olvidasen los detalles, así que, tomé un bloc y comencé a anotar parte del relato que Bernardino me había hecho la noche anterior. Así me gusta, encontrarte haciendo los deberes me dijo burlón. Sí, pero no me volverás a estropear las vacaciones. Mira que me he traído y le mostré mi vieja grabadora Sanyo de microcasetes, capaz de convertir los treinta minutos de las diminutas cintas, en sesenta. A continuación, transcribiré, literariamente, tanto la parte más jugosa del relato de aquella mañana, como el de la tardenoche de aquel mismo día. Y digo literariamente porque Bernardino, al contrario que en las cintas anteriores, no hizo el menor esfuerzo para buscar las palabras adecuadas con que aderezar su relato, contándome los hechos desnudos y de corrido, y dejándome a mí la ardua tarea no sólo de elaborar el texto, sino que, el resultado de esas grabaciones, se parece más una caótica entrevista sin guión, como la que haría un biógrafo, con continuos saltos atrás y adelante, con precisiones

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solicitadas y acotaciones varias, que hube luego de ordenar y encadenar.

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VEINTISÉIS

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA PRIMERA MICROCASETE

Los asuntos de Uría, según creía yo, estaban en manos de un administrador llamado Julián Lecrerc, un abogado con el que hablé por primera vez por teléfono desde Argentina en diciembre pasado, para comunicarle quien era y decirle simplemente que, en cuanto pudiera, volvería a llamar. Pero aparecí de pronto, sin avisar y con Ana, el lunes 12 de noviembre a mediodía, tan sólo cinco días después de aquella conversación y, sorpréndete: el pájaro había levantado el vuelo. No sé cómo, aunque supongo que no le fue demasiado difícil: se hizo con un falso poder firmado por Uría, y dejó limpias varias cuentas cuya suma de saldos ascendía a la risible cantidad de sesenta millones de dólares –digo risible porque casi da la risa. Además, arrambló con diversas piezas de la colección de arte azteca que se guardaban en la casa.

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Se llevó todo lo que podía llevarse, claro, porque el resto del capital no podía venderlo rápidamente y sin más: propiedades, acciones mayoritarias en dos empresas en las que Uría formaba parte del Consejo de Administración y pequeños paquetes hasta en un centenar de diferentes compañías. A nuestra llegada, la entrada al rancho, una enorme puerta de hierro forjado, estaba de par en par, así que nos acercamos hasta el imponente edificio de estilo neoclásico que veíamos al fondo, a unos cincuenta metros, sin pedir permiso a nadie. Aquello era un enjambre de coches patrulla y gente que entraba y salía. Como nadie nos decía nada y la puerta principal también estaba abierta, nos quedamos allí hasta que un tipo con cara de malo y vestido con un traje beige, nos preguntó, con mala leche, qué coño queríamos. Ante la duda de si estábamos ante un policía de paisano o a alguien relacionado con casa, se me ocurrió decir que había estado con Uría en Galicia hacía algo más de un mes y que él mismo me había invitado a visitarle, porque habíamos hecho buena amistad. Puse cara de extrañado cuando me comunicaron su muerte; expresé muy solemne un “no sabe cuánto lo lamento” y ya nos disponíamos a irnos, porque habíamos entrado en México con pasaportes falsos y no podía revelar de buenas a primeras que era el heredero de la fortuna del finado: no me parecía conveniente identificarme con tantos revólveres y chapas revoloteando por allí, y menos ante un tipo que vete a saber tú quien era. Ya estábamos de nuevo dentro del coche cuando se acercó hasta nosotros Jack Stromberg, el estrangulador de Uría, que no tengo ni idea de dónde salió. La verdad es que no esperaba verle allí: lo hacía huido en cualquier otro país, quizás del cono sur o más lejos, si cabe. Esperen. ¿Adónde iban? nos gritó con un tono áspero y sin saludar siquiera. De momento, fuera de aquí: hay demasiados moscones para mi gusto –dije señalando alrededor hacia los coches policiales. Tenía previsto telefonear más tarde a Julián Lecrerc, para anunciarle nuestra llegada, aunque quizás ya no haga falta, estando usted aquí.

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No espere con dar con ese pinche cabrón dijo y nos refirió la historia que acabo de contarte. Ya ven que las cosas se han puesto feas. Ahora entiendo el revuelo. Sí. Pero usted no puede marcharse. Es preciso que se quede. Pero no aquí. Al menos por el momento será mejor que nos busquemos un buen hotel. Stromberg se ofreció a acompañarnos y, sin dar cuentas a nadie, subió al coche con el que habíamos llegado desde el aeropuerto hasta el rancho y salimos de la finca sin que tampoco nadie nos dijese nada, pese a que Jack iba detrás y las ventanillas posteriores eran ahumadas. Nos recomendó el hotel llamado Quinta Real, al que nos dirigimos siguiendo sus instrucciones, pasando bajo el túnel de La Loma y yendo aún más hacia las afueras de lo que está el caserón de Uría. Enclavado bajo las impresionantes montañas que rodean la ciudad, no esperaba que Jack nos condujese, ni siquiera que existiese, un lugar donde el lujo desmedido es tan sólo el menú básico de todo lo que pueden llegar a ofrecerte. Con decirte que, por fuera, parece un palacio real de arquitectura mexicana, no te harás una idea de lo que esconde en su interior. Pero, como botón de muestra, te diré que no hay en él una sola habitación: las suites son lo más bajo del escalafón y, de ahí para arriba, lo que quieras: Master Suite, Gran Clase, Gobernador y Presidencial son las otras posibilidades y en ese orden. Nosotros elegimos una Gran Clase, por aquello del término medio y porque tenían jacuzzi y caja fuerte, algo que a Stromberg, que fue quien nos aclaró la elección, le parecía indispensable. El caso es que, yendo al grano, Jack nos contó que Nicanor estaba tras la pista del fugado, del que ya se conocía su presencia en los Estados Unidos, bajo la protección de inefable James Howard Cosgrove III. Por lo visto, y según la versión de nuestro acompañante, el magnate americano no perdió baza. Tras enterarse de la muerte de su rival y de la desaparición de Anaraida, tardó lo justo en contactar con Lecrerc. Cosgrove, como también me había dicho Uría, ansiaba ciertas piezas de la colección del finado desde hacía muchos años. Pero no podía ni

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quería arriesgarse a ser él o sus hombres los que actuasen como vulgares ladrones; y menos en un lugar que, pese al desbarajuste que acabábamos de ver, Jack nos aclaró que está vigilado por una guardia de más de una docena de personas. No me preguntes que dónde se habían metido cuando entramos y salimos de la finca como Perico por su casa, porque no sabría qué decirte. Lecrerc no es que fuese el hombre de confianza de Uría, porque Luis no se fiaba de nadie, pero se ve que tenía encomendada la administración del rancho, aunque no así el resto de propiedades ni el capital. Mucho menos las inversiones. Pero Uría le pagaba bien y se hacía respetar por aquel picapleitos que, ante su presencia, se mostraba agradecido y eficaz en las tareas encomendadas. Lástima que ese Julián Lecrerc le saliese ambicioso y débil ante la oferta de Cosgrove, porque aceptó la una y aún fue más allá por su propia cuenta, en lo otro. No le fue difícil hacerse con las piezas desde dentro. Llevaba más de diez años trabajando en la casa y a nadie se le hubiese ocurrido cachearle o revisar el maletero de su coche. El asunto del dinero le llevó algo más de tiempo, aunque finalmente se le ocurrió que podía desviar parte de los fondos, como si se tratase de una inversión más, hacia una varias empresa creadas en lugares como las Islas Caimán o Lietchestein que, de repente, parecían haberse disuelto en la nada, una vez vaciadas de todo su capital de un día para otro. El rastro del dinero parecía haberse perdido irremisiblemente, aunque no la sospecha de que en esta operación hubo alguien que, indudablemente, había ayudado a Lecrerc desde afuera: Cosgrove. Nicanor y Jack estaban, en el momento en que el abogado huyó, disfrutando, más que de una temporada en la sombra, del sol y las garotas de Río de Janeiro pero, al ser avisados desde el rancho por un tal Lucho Rodríguez, otro de los hombres de Uría que, obviamente, conocía su paradero, decidieron regresar y tomar parte en el asunto. Habían llegado a Monterrey la noche antes que nosotros, tras cerciorarse de que no existía ninguna orden internacional de búsqueda cursada contra ellos desde España. Pronto averiguaron que Lecrerc había tomado un avión a Nueva York y, más pronto aún, fue visto acompañando a Cosgrove en su propia residencia de Long Island, donde al

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parecer llevaba, en el momento que Jack me lo contó, casi dos días alojado. Nicanor y Lucho tomaron enseguida otro avión a Nueva York, mientras que Jack trataba de rastrear la pista del posible cómplice que le ayudó a esquilmar a Uría. El propio Nicanor, antes de su partida, trató de dar conmigo para informarme de los pormenores del saqueo de mis bienes, pero mis huellas se habían perdido y ni en mi empresa ni Ramón, con quienes se ve que contactaron, supieron o quisieron decirles por dónde andaba, aunque ninguno supiese realmente a ciencia cierta en aquel momento el lugar exacto dónde Ana y yo estábamos. Obviamente, Lecrerc tampoco informó a nadie en el rancho, antes de emprender el vuelo, de su conversación conmigo, lo que tampoco hubiese servido de nada, porque yo no le revelé desde dónde le telefoneaba. Aunque bien es cierto que, si contaba con un identificador de llamadas y se molestó en comprobarlo, sabría que se trataba de una conferencia desde Argentina. Mi llegada había sido providencial, me decía Jack, a pesar de que yo no sabía qué demonios podía hacer ante semejante estado de cosas. Usted lo ha perdido todo. Bueno, todo no. Pero sesenta millones de dólares no son ninguna pendejada. Debe negociar con Cosgrove. No entiendo, ¿por qué iba a querer él negociar conmigo? Porque don Luis era bastante más listo que Lecrerc y las piezas que se llevó de la casa no son las auténticas. Lecrerc no tiene ni idea de arte, ni tampoco tenía acceso a todos los movimientos del señor. Uría, efectivamente, era, como buen gallego, desconfiado, aunque en su caso, en grado extremo. Conocía perfectamente la apetencia de Cosgrove por algunos de sus tesoros y, para evitarse disgustos, contrató un seguro multimillonario en previsión de robo y, acto seguido, mandó hacer reproducciones casi indistinguibles de las originales, antes de guardar las buenas en diferentes cajas de seguridad del Banco Federal, tomando incluso la precaución de hacerlo en distintas sucursales, ante la posible eventualidad de que alguien, por el consabido procedimiento del

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butrón o método semejante, pudiese desvalijarle. No se le escapaba una, por lo que se ve. Sólo usted puede acceder a esas piezas, una vez se haga cargo de la herencia de Don Luis. Eso puede llevar tiempo. Además yo he entrado en el país con una identidad falsa. Eso no es problema. Le basta con salir y volver a entrar con la suya verdadera. Siempre y cuando, claro, no hayan cursado una orden contra usted. Es probable que sí exista esa orden No se preocupe, lo averiguaré. Pero, lo que puede hacer ya, es dejar a Lecrerc al descubierto. Le basta con decirle a Cosgrove lo que yo acabo de contarle. Si le echa de su casa, le cogeremos y le traeremos aquí. Evidentemente ellos le harían cantar la gallina o le dejarían, si acaso, mudo para siempre. Pero la pregunta era: ¿podía fiarme yo de Jack Stromberg y de Nicanor? Por una parte pensaba que sí. Si lo había hecho Uría, sabiendo cómo era, la cosa parecía segura. Pero Uría utilizaba a ambos tipos única y exclusivamente para su seguridad. En cambio, para todo lo relativo a las finanzas ¿quién podía ser la persona indicada? Decidí hacer caso a Stromberg, por lo que, al día siguiente, una vez el rancho despejado de polizontes, vino a recogernos a Hotel y regresamos a la que aún no me acostumbro a llamar “mi casa”, aunque sea mía. Jack, no sé si para impresionarnos, hizo formar frente a nosotros a todo el servicio: dieciocho personas, de las que doce, como ya te dije, se ocupaban de la seguridad, aunque tres de ellas no estaba en aquel momento, sino en Nueva York. Las otras seis eran, a saber, el mayordomo, el ama de llaves, el chofer, el jardinero y dos fámulas así las llamaron que te juro que nunca pensé que, a día de hoy, todavía existiese tal, ni que un solo tipo necesitara de tantos para manejarse. Les presento al nuevo patrón: don Bernardino, a quien don Luis nombró único heredero. Y ella es su prometida, la señorita Ana. Todos, seguramente aleccionados y avisados por el propio Jack, fueron desfilando ante mí, dándome la mano al tiempo que

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decían, invariablemente, “mucho gusto, señor”. Y el caso es que yo no sabía que decir de lo azorado que estaba, aunque veía en sus caras que esperaban que dijera algo. Y dije, claro, lo que seguramente querían oír. Perdonen, pero yo soy nuevo aquí y no conozco las costumbres ni el modo en que Uría gobernaba su hacienda. Probablemente, en esta ocasión, tampoco tendré mucho tiempo de ponerme al día, ya que es posible que deba partir de viaje en breve. Así que, para su tranquilidad, y viendo lo bien que veo todo, me gustaría que las cosas siguiesen siendo como lo han sido hasta ahora y, salvo que alguno desee otra cosa, para lo que no tiene más que decirlo, que permanezcan aquí desempeñando las labores que hasta ahora venían realizando y, al menos de momento, en las mismas condiciones. Cierto que, como saben, ya no está con nosotros Julián Lecrerc, pero seguro que pronto encontraremos a alguien que le reemplace adecuadamente. ¿Alguna pregunta? El mayordomo dio un paso al frente y se me quedó mirando, aunque sin decir palabra, por lo que le inquirí para que hablase. Quisiera solamente expresarle en nombre de todos la bienvenida a esta casa. Muchas gracias. Y vi como en su rostro y también en los del resto, era patente una satisfacción no disimulada. Supongo que, una vez que supieron de la muerte de Uría y, hasta aquel día, habían sido muchas las cábalas que debieron hacerse sobre mis verdaderas intenciones: si mantendría el rancho, lo vendería, despediría a todos o cualquier otra conjetura. Después de esto, fue el propio mayordomo, atendiendo a un gesto de Jack, el que mandó romper filas y hacer que todos regresasen a sus obligaciones, mientras que el propio Stromberg nos llevó a Ana y a mí de recorrido turístico por aquel preciso palacete. Aquello me resultaba familiar, si caso porque, al igual que la mayoría de los edificios importantes de Ferrol, era de estilo neoclásico y obra de un ingeniero llamado Francisco Beltrán, el mismo que se había ocupado de realizar el Palacio de

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Gobierno de Monterrey, según me contó el diligente ex-agente federal en funciones de cicerone. La casa en la que estábamos había sido construida en 1913, aunque los Uría no se instalarían en ella hasta en año 1924, cuando fue adquirida por el abuelo del difunto Luis. Cuenta con un total de veintitrés habitaciones en la parte principal, además de un anexo, para el servicio, con doce “estancias” más, como les llamó Jack, algunas compartidas, generalmente para los hombres encargados de la seguridad, que sólo pernoctan allí en los turnos de guardia establecidos; en cambio, otras, como la del mayordomo o la del chófer, son verdaderos apartamentos en los que viven todo el año. El resto de las construcciones de la finca las conforman un invernadero, las caballerizas, la bodega y tres torres de vigilancia, además de una especie de kiosco, junto a la piscina exterior, en la parte trasera del palacete. Digo esto, porque hay también otra piscina, cubierta, que se comunica con la exterior, creando dos zonas de sol y de sombra, pero que, en invierno puede separarse y asilarse convenientemente de las inclemencias del tiempo. Lo mejor, quiero decir, lo que más me gustó, fue la biblioteca y el lugar que, por llamarle algo, le diré el sótano. La primera por su sabor colonial y anticuado, por la altura de sus paredes, de más de cuatro metros, forradas completamente de libros y por aquellos sofás de cuero marrón en los que era una delicia sentarse a leer e incluso, si hace sol, salir a una de las terrazas adosadas, de las seis de las que dispone la casa, y contemplar desde allí el jardín y la piscina. No quise, por yo qué se que extraña aprensión, ocupar la habitación de Uría, así que elegí una de las de invitados del primer piso, tal vez la más amplia y también con terraza, que enseguida se ocuparon de prepararnos. Y, sin perder más tiempo, empujados por un Jack que veía cada vez más intranquilo, nos fuimos los tres hacia el sótano del que te hablaba antes: un perfecto búnker con puerta blindada y sin ventanas, al que se accedía por medio de una tarjeta magnética y un código de seis cifras que Jack conocía. Tras descender los peldaños de una moderna escalera, se llegaba a un largo y ancho pasillo dividido en dos por: a la izquierda, tras traspasar una nueva puerta, también codificada, estaba la parte más grande, la que podríamos

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llamar el museo privado de Uría o cueva de Alí Babá.. A la derecha, y tras otra puerta idéntica a las dos anteriores, se llegaba a una estancia más pequeña, que contrastaba enormemente, tanto en su decoración como en su funcionalidad, con todo el resto del edificio puesto que, una vez dentro, se parecía más una de esas modernas oficinas de diseño, dotadas hasta del último invento de la tecnología más puntera y, a la vez, más sorprendente. Un lugar desde el que Uría lo controlaba todo, desde las comunicaciones simples, como los teléfonos, o una emisora de radio, hasta el GPS, por medio de que sabía siempre en qué lugar se hallaba cualquiera de los vehículos de su propiedad. Escáneres de telefonía, localizadores, ordenadores portátiles, detectores de metales y otros muchos cacharros que a primera vista, no sabía ni que eran se disponían en un espacio que fácilmente superaba los cien metros cuadrados. En la mesa principal, la que indudablemente usaba Uría había, a falta de más, tres ordenadores, ya encendidos, configurados en red y controlados desde moderno servidor IBM que sabe dios las cosas que dentro podía llegar a almacenar porque, al menos su capacidad teórica, serviría para albergar y sobrar aún mucho espacio, toda la información de cada uno cada uno de los tomos tal vez más de seis mil con los que contaba la biblioteca de la casa. Había también una especie de mesa mediana, seguramente para reuniones, y una zona con sofás y mueble bar, en la que poder tomar un respiro cuando apeteciese. Pregunté a Jack por qué había una segunda mesa y me respondió que la pequeña era la que utilizaban él mismo o bien Lecrerc, aunque el acceso a del abogado a aquel lugar sólo le estaba permitido en presencia de Uría o bien de Jack, Nicanor, o un tal Lucho Fernández, que eran quienes le abrían las puertas cuando precisaba entrar y volvían a abrirle para salir. Para cometer el desfalco, no se sabía cómo, Lecrerc había entrado sin la ayuda de nadie. Al menos eso era lo que juraba y perjuraba el tal Lucho, a pesar del tercer grado al que fue sometido, tanto por Nicanor y Jack, como luego por la policía. Desde esa segunda mesa Stromberg marcó el teléfono de la oficina de Cosgrove, preguntó por él, se identificó y contestó a su interlocutor que la llamada era de parte del heredero de don Luis Uría. Luego, tapando el auricular, me preguntó si yo hablaba

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inglés y le contesté que el suficiente para hacerme entender, aunque no tan bien como él, ni con genuino acento de Kentucky, que era el lugar de nacimiento de Jack. Un momento, no se retire, le paso con el señor Braña y volviendo a tapar el auricular, me dijo Es él: coja el teléfono negro. ¿Señor Cosgrove? Sí, señor Braña, soy yo. Encantado de hablar con usted. Supongo que sabrá disculpar que no respondiese al fax que usted me envió, pero comprenda que entonces no estaba en condiciones de tomármelo en serio. Ahora, como sabe, las cosas han cambiado. Señor Braña, no me gusta que me hablen con rodeos. Ni a mi resultar descortés. Pero no importa, le diré la razón de mi llamada: sé que tiene con usted a Julián Lecrerc. Sí, es cierto, Lecrerc es mi invitado. Lo sé. Pero tal vez su huésped no le de lo que espera. ¿Qué quiere decir? Quiero decir que las piezas que Lecrerc robó en mi casa para usted, quizás no sean las que en realidad deseaba. ¿Me está acusando de robarle? No le acuso de nada. Usted es un hombre de negocios que le paga a un desgraciado para que le haga el trabajo sucio. Pero sabe tan bien como yo que si fueran auténticas, nunca podría exhibirlas públicamente ¿me comprende? No, no le comprendo. No se haga el tonto. Desconozco si Lecrerc le ha entregado ya lo que me robó a mí. Pero sepa que las verdaderas piezas sigo teniéndolas yo. Por tanto, si aún tiene interés en ellas, es conmigo con quien debe negociar. Yo no soy, como Uría, un coleccionista ¿comprende? y tras un par de segundos de silencio, que hasta me hicieron pensar si no se había cortado la conversación, me dijo: ¿Me llama usted desde Monterrey? Sí. Yo le llamaré más tarde, ¿de acuerdo?

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Como quiera. Esperaré su llamada. Vi como Jack, que durante toda la conversación había estado escuchando desde el otro teléfono, sonreía satisfecho: Perfecto. Todo ha ido según lo previsto. Ahora vendrá lo bueno. E inmediatamente, a través de un teléfono por satélite, contactó con Nicanor, a quien le puso en guardia para no perder de vista cualquier movimiento que pudiesen hacer los hombres de Cosgrove y, sobre todo, Lecrerc. Ese abogado no ser tan tonto como yo pensaba. Llevaba casi diez años en la casa, tiempo suficiente para saber cómo se las gasta Cosgrove. No creo que se fiara de él a la primera y probablemente, aunque está claro que el gringo aceptó su oferta, seguro que está tratando de sacarle más de lo acordado. Pero sospecho que aún no le entregó nada Cosgrove y que es algún otro quien guarda el botín a buen recaudo. ¿Por qué lo dice? De tenerlo Cosgrove en sus manos, ya se habría dado cuenta de su falsedad y no le habría colgado a usted sin tratar de llegar a un acuerdo. Ahora, con seguridad, aceptará la contraoferta de Lecrerc, y le pedirá que le traiga la mercancía para comprobar si lo que usted le ha dicho es cierto. Stromberg sabía, sin duda, de qué iba su trabajo, o al menos hablaba con la seguridad de quien conoce el terreno que pisa. También estaba convencido de que Cosgrove había ofrecido a Lecrerc una cifra mucho más baja que el valor real de las obras robadas, pero ahora el abogado debía sentirse seguro y en una posición de fuerza, creyendo tener la sartén por el mango. Ana, que hasta aquel momento no había abierto la boca, dijo a Stromberg si no le importaba salir un momento. Jack se sorprendió, sin poder evitar que su gesto le delatase, pero respondió cortés. Por supuesto. Estaré aquí fuera. Llámenme cuando me necesiten. Yo también estaba sorprendido, pero al mismo tiempo satisfecho, tal vez porque me gustó cómo tomó las riendas y marcó el terreno frente al papel de gallo del corral que Jack empezaba a asumir.

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Antes de nada no estaría de más que comprobases todo por ti mismo. Quiero decir, tanto los últimos movimientos y el estado de la cuenta que este tipo dice que Lecrerc robó, como qué obras y de qué valor son las que faltan, además de saber exactamente dónde están las auténticas. ¿Crees que Jack no es de fiar? Uría no se fiaba de nadie. De este y de Nicanor parece que sí. También parecía fiarse de Lecrerc

y, resultó que salió rana. Pero piensa que ahora Cosgrove sabe que estás aquí y Jack, que tienes las manos atadas. Me parece que todo esto nos deja en una situación bastante peligrosa, sobre todo, si esos dos están o llegan a ponerse de acuerdo. No olvides que sufrí en mi carne la traición del padre de Uría. En esta clase de negocios, lo mejor es no dejarse sorprender. Ni tampoco creo que sea bueno que Jack piense que confías tanto en él, que acabe por creer que te tiene en sus manos. pueda tener. Piensa que si es capaz de actuar como actuó para hacer realidad parte de sus ambiciones con el tesoro de Uría, no será bueno olvidar su interés por la estatua de oro teniendo en cuenta la oferta que llegó a hacerte. Y eso te coloca en el centro de todas sus ambiciones. Si caes en sus manos...

Entiendo. En ese momento comenzó a sonar el teléfono negro con el que había hablado con Cosgrove. Pensé que sería el, así que descolgué. ¿Sí? ¿Jack? me preguntó una voz que enseguida identifiqué con la de Nicanor

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Si tú lo dices. Sé por qué lo digo.

¿Dónde crees que está el peligro? En las intenciones que ese Cosgrove

No soy Jack, soy Bernardino Braña, dígame. ¡Ah! Es usted. dijo sorprendido Mejor así. Tengo conmigo a Julián Lecrerc. ¿Cómo? Lo que oye. Le hemos interceptado saliendo de casa de Cosgrove, pero nos han visto y nos siguen. ¿Quiénes? Los esbirros del americano. ¿Y bien? Trataremos de despistarles. ¿Qué quiere que hagamos? Tal vez lo mejor sería que trajeran de regreso a ese pájaro al nido. ¿Me comprende? Perfectamente. ¿Puedo hablar con Jack? Sí. Aguarde un momento. Tapé el auricular y le conté a Ana la noticia. Bueno, si quiere hablar con Jack, que hable. Pero

ahora, mantente tú a la escucha.

Bien dije sonriendo ante su ocurrencia dile que pase. Ana abrió la pesada puerta, se asomó y llamó a Jack, que entró con cara de intrigado: Es Nicanor. Han capturado a Lecrerc y quiere hablar con usted le dije con el auricular aún en la mano, pero sin darle tiempo y señalándole el teléfono desde el que antes había escuchado mi conversación con Cosgrove, añadí Cójalo ahí, ¿no le importa, verdad? e hice el gesto de que escucharía la conversación. Volví a notar la misma sorpresa que puso antes de invitarle a salir, pero evitando todo comentario, sencillamente, hizo lo ordenado: Soy Jack. Necesito que me ayudes. Estamos entrando en Nueva York, pero tenemos compañía y no podemos despegarlos. De acuerdo. Aviso a Flip y te llamo.

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Luego dirigiéndose a mí, me aclaró que el tal Flip era un mexicano propietario de una compañía naviera que al parecer, le debía a Uría bastantes favores. La idea era que interceptasen el coche en que viajaban Nicanor, Lecrerc y dos tipos más, los que habitualmente se ocupaban tanto de las operaciones de vigilancia de Cosgrove como de otros asuntos oscuros que les fueran requeridos. Dicho esto telefoneó al tal naviero, le puso al tanto de la situación y éste le garantizó que se ocuparía del tema. Inmediatamente, pero esta vez desde el teléfono por satélite y teniendo la deferencia de pasarme la llamada, sin yo pedírselo, contactó con Nicanor al que, simplemente, dijo. Todo listo. Iros hacia Queens. Ya sabes. Y tras el OK del otro, no hubo ni una palabra más entre ellos. Luego, al preguntarle, me enteraría de que el tal Flip, simplemente, esperó el paso del vehículo de Nicanor frente a un almacén de su propiedad y, con aplomo y parsimonia, cruzó un camión entre ellos y sus perseguidores. Puedo imaginar perfectamente los bocinazos y las caras de impotencia de los tripulantes del segundo automóvil. Pero lo que más me extrañó fue la parquedad de todas las conversaciones: las palabras justas y el extraño e inmediato entendimiento que delataba que aquella clase de cosas debían ser tan habituales que hasta daba un poco de prevención verse en medio de toda esa especie de mafia y cruces de favores, en que jamás me había imaginado que iba a estar. La venida de Lecrerc a Monterrey no estaba prevista hasta dos días después. Jack me explicó que no era buena idea traerle en avión, Porque en él no se pueden llevar armas y, como seguro imagina, resulta bastante complicado traer a nadie a la fuerza sin un revólver apuntándole al cogote. Además, el tal Cosgrove, tenía algo que siempre había anhelado Uría: un avión privado y dotado, por supuesto, de su propia tripulación y de personal encargado de mantenimiento, al margen de importantes contactos tanto en el aeropuerto JFK de Nueva York como en los otros tres aeródromos de la ciudad; lo que le proporcionaba ciertas ventajas a él y seguros inconvenientes a Nicanor y sus acompañantes. El barco, a decir

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de Jack, era más lento, pero más seguro; y más contando con un amigo experto en esa clase de tránsitos, como era el tal Flip, en realidad llamado Felipe García Miravelles y cuyo apodo no era abreviatura de la versión inglesa de su nombre, Philip, sino que le venía por su costumbre de introducir en cada frase de su conversación la citada palabreja, que en castellano podríamos traducir, benévolamente, por la exclamación: ¡ostras!, Tuve tiempo para sonsacarle acerca del naviero: Jack no mostró inconveniente en informarme de que Uría le había ayudado generosamente con varios millones de dólares una vez que su empresa estuvo en serias dificultades. Pero Uría no figuraba, por expreso deseo suyo, como accionista, ni había ningún papel que lo relacionase con la Transcaribean Shipping, comandada por Flip, aunque hacía uso de los barcos como si fuesen propios, sobre todo, para negocios no muy limpios, de contrabandos varios, que había iniciado el viejo Agustín con otros medios y que Luis no tuvo inconveniente ni escrúpulos en continuar, ni engrandecer. Uno de los más rentables, aunque a simple vista no lo parezca, era el de personas, los llamados mojaditos en la jerga local, de los que había continua demanda de pasajes. El segundo tráfico en importancia era el de marijuana, natural y sin tratamientos, procedentes de plantas de gran calidad, a las que al parecer Uría era no sólo bastante aficionado, sino que surtía de ella a todo el estado de Nueva York, sin ver en ello nada pecaminoso, ni siquiera reprochable, pese a que, según Jack, estaba en contra del resto de las drogas y no permitía a ninguno de sus hombres consumirlas, a excepción de la citada y también del alcohol, aunque, eso sí, siempre fuera de las horas de trabajo. La sorpresa vino con la llegada, a eso de las ocho, de Lucho Fernández. Se había adelantado, tomando un avión desde Nueva York, lo que le costó en buen rapapolvo de Stromberg. El tipo se deshizo en disculpas, dijo que nadie le había visto, que había tomado la precaución de volar desde el aeropuerto de La Guardia y que, además, Flip había capturado a los dos tipos que les perseguían y que ahora estaban, junto a Lecrerc, Nicanor y otro matón de la casa, llamado Roberto Merlón, a bordo del barco que los traía a casa. “¿Y por qué huevos no regresaste acá con

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ellos?” le gritó Stromberg, a lo que el otro replicó que en el barco sobraba vigilancia y que quizás él hiciera más falta en el rancho. Jack ardía de ira: ¿Y qué puto te dio permiso?, replicó Stromberg finalmente, dejándole claro quién era el jefe de seguridad. Lo extraño del asunto es que Cosgrove no telefoneó, como había quedado, en las horas siguientes de mi llamada. Pero sí lo hizo en la noche de aquel mismo día, alrededor de las nueve. Y sorpréndete: estaba ya en Monterrey. Ventajas de tener su propio avión, que se diría. Quería verme, a ser posible esa misma noche, para lo que me invitaba a cenar. Jack, que fue quien me pasó la llamada, estaba, como de costumbre, escuchando nuestra conversación y, desde el terminal del ordenador que tenía delante, escribió rápidamente una nota que yo vi en mi pantalla, en la que me decía que aceptase y fijase el hotel Quinta Real como lugar de encuentro. Así lo hice, sin que manifestase ninguna reticencia por el lugar. Tras colgar, Jack dijo que la llamada de Cosgrove había sido hecha desde el hotel Sheraton, donde tenía por costumbre alojarse en las contadas ocasiones en que había visitado Monterrey. Ana, al enterarse de la cita que había concertado con el americano tan sólo una hora más tarde, no digo que pusiera el grito en el cielo, porque no es su estilo, pero digamos que no le pareció buena idea, pese a las muchas garantías de Jack trató de darle acerca de mi protección. Iré yo a esa cita. Perdone, pero no creo que Cosgrove acepte negociar nada con usted. Deje eso de mi cuenta. le contestó, con un tono que no dejaba lugar alguno para la réplica, y que ni siquiera yo conocía en ella. Así las cosas, tampoco yo me atreví a contrariarla y Jack, que ya se había dado cuenta de que Ana había tomado definitivamente el mando, únicamente sugirió dotarla de una guardia de cuatro hombres: dos en el coche que la llevaría hasta el Quinta Real y otros dos en un segundo vehículo, a modo de escolta; a lo que no se negó. Y aunque puso algunas reticencias a la idea de Jack de que ocultase entre sus ropas un micrófono y un

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transmisor, y guardase también en su bolso un localizador, fui yo el que le rogó le hiciera caso. El ex-agente del FBI, por lo que se ve, no había olvidado los viejos métodos que, sin duda, había adquirido en el buró federal. Inmediatamente, con esos reflejos que sólo da la experiencia, telefoneó al Quinta Real, reservó dos mesas, una de ellas no demasiado cercana al jardín central, encargó un menú Presencia para la mesa de Ana y, tras pedir que le pasaran con el jefe de seguridad del hotel, a quien se ve que conocía, le alertó de la presencia del gringo y obtuvo el compromiso de que sería avisado en cuanto Cosgrove pisara el hotel. Como yo le miraba sorprendido, sencillamente dijo “son las ventajas de jugar en nuestra cancha”. Y dicho esto, hizo venir a los hombres que iban a ocuparse de Ana. Ustedes dos dijo a los llamados Julio y Ricardo acompañarán a la señorita y cuidadito con perderla de vista. Y ustedes a Ramiro y Ricky ya saben, en la furgoneta, atentos a cualquier movimiento pero sin bajarse ni para orinar salvo que yo se lo indique. Estos últimos, los de la furgoneta, recibirían la señal del transmisor de Ana y la transmitirían por teléfono hasta el centro de mando donde Jack y yo estaríamos al tanto de los pormenores de la conversación. No te voy a negar que la situación, al principio, me hacía gracia. Era como muy de película, y pese a que Stromberg parecía conjurar el peligro con tanta precaución, a mí, tal vez por ser la primera vez que me veía en semejante trance, me parecía más un juego que otra cosa. Pero conforme avanzaban los preparativos, comencé a ponerme nervioso, a temer por Ana, a arrepentirme de no haber sabido oponerme a que ocupase mi lugar e incluso a plantearme si esa falta de respuesta se debía a una falta de arrestos, a una posición egoísta o a cualquier otra razón oscura. Cuando Ana ya se iba, le dije: Ten mucho cuidado. No seas tonto. No va a pasarme nada y sencillamente, me dio un beso en los labios y salió por la puerta que Julio le sostenía caballerosamente, sin temor alguno aparente

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y sin volver la vista atrás hasta que, una vez sentada en el asiento trasero del coche, me saludó con la mano. Ana llegó antes que Cosgrove al restaurante. La acompañaron a la mesa reservada mientras que sus dos acompañantes se habían apostado en otra, esta sí cerca del jardín, y estudiaban la carta sin perder de vista ni la mesa de Ana, ni la entrada al restaurante. El lugar, que yo ya conocía porque habíamos cenamos en él la noche que Ana y yo pasamos en el hotel, estaba bastante animado, con algo más de la mitad de las mesas ocupadas a esa hora, según me contó luego Ana. El americano fue puntual: según el parte que el jefe de seguridad del Quinta Real le dio a Jack, venía con sólo dos hombres que le acompañaron hasta la entrada al restaurante pero que, a petición suya, no entraron, aunque sí echaron un vistazo desde la puerta antes de retirarse al bar del hotel, llamado Los Murales. Cosgrove, y esto también me lo refirió Ana más tarde, llegó impecablemente vestido con un traje de Armani y un maletín de piel de cocodrilo que no quiso dejar en el guardarropía y con el que se acercó hasta la mesa adonde le condujeron. Aparentaba, por las arrugas de su piel, estar en torno a los cincuenta, aunque su pelo trigueño, peinado hacia atrás con brillantina, no mostraba cana alguna. Al ver a Ana, no manifestó extrañeza, por el contrario, como si lo esperara, sonrió y dijo: Soy James Cosgrove y extendió su mano hacia ella. Ana se la dio y, en lugar de estrechársela, la sorprendió, besándosela ¿Con quién tengo el gusto? Mi nombre es Ana ¿Y el señor Braña la envía a usted sin temor de mi fama? ¿A qué fama se refiere? A la de conquistador, por supuesto. ¿Acaso tengo otra? Tal vez más de las que usted se imagina, aunque esa a

la que usted se refiere lamento decirle que no ha llegado a mis oídos.

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Me veo en la obligación de advertirle de que no haga caso de todo lo que ha oído sobre mí: se dicen muchas mentiras. ¿Tampoco a la de que es usted aficionado al arte y que

haría cualquier cosa por hacerse con una buena pieza para su colección?

¿Aficionado? Creo que esa palabra no me hace justicia. Digamos que me considero una persona sensible para el arte y sí, es cierto que estoy dispuesto a pagar importantes sumas si algo me interesa. Pero no cualquier suma, ni tampoco, como usted dice, sería capaz de cualquier cosa: no me considere tan estúpido ni tan maquiavélico. Conozco los precios del mercado y no me dejo engañar fácilmente, salvo que me encapriche y pueda permitírmelo. Créame que sé bien hasta dónde es lícito y ético realizar una oferta. Pero no tiene inconveniente en adquirir obras robadas,

ni tampoco pagar a terceros para que le hagan el trabajo sucio.

Un momento. Me parece que va demasiado lejos. Creo que tanto usted como el señor Braña están equivocados con respecto a mí. Esta tarde él se atrevió a acusarme de pagar a Julián Lecrerc para que le robase; y pese a no ser cierto y a que debiera mostrarme ofendido, tanto por su atrevimiento como por no acudir personalmente a esta cita, fíjese, he venido y estoy aquí solo, mientras que a usted veo que no le falta compañía y señaló hacia la mesa de Julio y Ricardo. Buena observación le dijo Ana en relación a su último gesto.

Pero ¿cómo explica entonces la presencia del señor Lecrerc en su casa?

Al revés de cómo usted imagina. Verá: hace unos días Julián Lecrerc se puso en contacto conmigo para decirme que, tras la muerte de Luis Uría, era él quien tenía el control. Me preguntó si seguía interesado en algunas de las piezas de la colección de arte de los Uría que, afirmó,

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tenía en su poder. Por supuesto, tras decirme exactamente cuáles eran, le contesté que sí. Y eso fue todo. Pero unos días más tarde se presentó en mi casa. Me contó una historia un tanto extraña que le resumiré: las obras de las que habíamos hablado estaban de camino y llegarían al día siguiente por carretera en un transporte discreto que no levantaría sospechas. Él se había adelantado con el fin de tratar de cerrar el precio y concluir al día siguiente con el intercambio. Yo no me comprometí a nada: le dije que primero quería verlas y sólo después de eso, hablaríamos del precio, valorando una por una las que fueran de mi interés. Parecía tener prisa y quedó contrariado por mi respuesta, aunque finalmente, aceptó. Dado que la mercancía llegaría al día siguiente, le ofrecí, por cortesía, quedarse en mi casa y aceptó: eso fue todo. ¿Eso fue todo? Sí. Hasta esta mañana. La llamada del señor Braña me hizo darme cuenta de que tras ese asunto había una cadena de mentiras. Hablé con Lecrerc. Trató de negarme que se hubiese hecho ilegalmente con esas obras, pero no supo qué responder cuando le planteé el asunto de su autenticidad. Por esa razón, le pedí se fuera de mi casa. Y también por esa razón vine aquí, a tratar de aclarar las cosas con su... ¿amigo?, ¿amante? Las dos cosas, y mucho más aún que todo eso. Esposa no. Sé que él no está casado. No trate de engañarme. Yo no he dicho que fuera su esposa. Bueno, es igual, lo que sean. Pero sepa que no me gusta que me engañen. Sólo quiero que le transmita al señor Braña mi interés, aunque, antes de cerrar ningún trato con él, le pediré ciertas garantías. ¿Cuáles? Si no le importa, se las transmitiré a él personalmente.

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El maitre, que supongo por el sonido que Jack y yo recibíamos desde el centro de operaciones de Uría, comenzó a servirles el primer plato interrumpiendo la charla. No podía creer lo que estaba oyendo.Le pregunté a Jack si él sabía algo de todo aquello, pero me pareció sincera tanto su respuesta como su expresión de sorpresa, que debía ser idéntica a la mía. Espero que no le moleste que haya elegido el menú para

los dos: sencillamente seguí la recomendación de la casa. Pero si desea usted otra cosa.

No creo que sea necesario. Déjeme confiar de momento en su buen gusto. Permítame preguntarle algo. Si usted dice que echó a

Lecrerc de su casa ¿por qué ordenó a sus hombres que le siguieran?

Yo no ordené nada a mis hombres. Pero no crea que estoy ciego ni que tampoco soy tonto. Sé que hace tiempo que Uría me vigilaba mi casa: no se le ocurrió nada mejor que alquilar una casa a nombre de un tercero, muy cerca de la mía. También sé que cada cierto tiempo cambiaba de hombres o de agencia de detectives. Pero es difícil tratar de pasar desapercibido dónde yo vivo, créame.. Aunque no me importa lo más mínimo. Sé bien como eludir su control cuando me interesa. Entonces usted sabe lo que pasó. Sí. Sé que al salir de mi casa, Lecrerc fue detenido por tres hombres de los hombres de Uría: ¿o debo decir, del señor Braña? Diga usted como le plazca, pero lo que no me ha dicho

es si sus hombres le siguieron, con o sin su permiso.

No eran mis hombres, de eso puede estar segura. Pero no me pregunte quiénes eran. Creí que usted lo sabía todo. Sólo lo que me concierne. Y ese asunto no tiene nada que ver conmigo. ¿Para qué iba yo a querer perseguir a un desgraciado como ese Lecrerc?

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Una vez que sabe que ya no tiene nada que pueda interesarle ¿no es eso? ¿Lo ve, como ya empieza a entenderme? No crea: tengo aún muchas dudas respecto

a usted y a

lo que dice.

Pero no seré yo quien pueda resolvérselas, en este caso. Estoy, y prefiero seguir estando, fuera de ese negocio. No me refería ahora a Lecrerc. Entiendo. Se refiere , quizás, a las otras famas que dice le han llegado a sus oídos, además de la de ladrón. Créame que me tiene intrigado. Dispare sin miedo. Anaraida. ¿Anaraida? Sí. Tal vez usted la conozca cómo Esperanza

Villasante.

¡Ah! Esperanza Villasante, sí. Esa es una larga y triste historia. Tengo entendido que la mataron los hombres de Uría. Y yo, que estuvo en su casa días antes de que ella

matase a Luis Uría.

Sí, es cierto. Vino a verme, no voy a negárselo. No podría negarlo. Hay fotografías de ella entrando

en

su casa.

Y usted sospecha, como lo hizo con Lecrerc, que la visita que me hizo esa mujer y la muerte de Uría tienen también relación conmigo. Que tal vez yo le ordenase que lo matara. ¿Me equivoco? Sí se equivoca. No creo que ella actuase como lo hizo

cumpliendo órdenes suyas, pero sí que llegaron alguna clase de acuerdo.

Ya le dije que esa era una historia larga. Y tendríamos que irnos diez años atrás. Hágame un resumen.

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Está bien. No tengo inconveniente. Sitúese usted en este mismo restaurante en la noche en que murió Agustín Uría. Antes de que usted continúe, permítame una pregunta

¿Sabía que Luis Uría le acusó a usted de la muerte de su padre?

Sí, lo sé. Pero, como siempre en él, se equivocaba. Cuando Cosgrove dijo esa frase, me hizo gracia. No dejaba de tener razón respecto a Uría, al menos por lo poco que llegué a conocerle. Pero, volviendo a la historia de Cosgrove, lo no puedo negar es que me resultó absolutamente sorprendente. Como también me resultó igualmente sorprendente la forma educadísima y tal vez un tanto anticuada, de decir las cosas. Respondería perfectamente al prototipo de perfecto caballero británico, más que americano, salvo quizás, por el acento. El americano, pese a lo dicho, no se remontó sólo diez años, sino que yendo aún mucho más atrás, le refirió a Ana que frente a los deseos de su padre, que pretendía se hiciese economista, había decidido anteponer los suyos propios. Consiguió convencer a su progenitor y se instaló en París, donde comenzó unos estudios de Bellas Artes que nunca llegó a terminar y que más tarde, con su padre completamente engañado, iba a “ampliar” en Berlín, tanto porque consideraba a la capital alemana el centro de la vanguardia cultural del momento, como por su falta de interés en regresar a América. Ese regreso significaba, desde su punto de vista, poner fecha de caducidad a su juventud y a una vida que, sin dejar de ser del todo bohemia, tenía la ventaja de estar bien apuntalada por los generosos cheques de su asignación mensual. Así, con diversas excusas de cursos, becas inexistentes y profesores importantísimos de los que su nadie había oído nunca hablar, continuó su periplo europeo por Italia, Grecia, España y finalmente, Inglaterra. Sería allí, en el Londres de 1978, cuando la noticia de la muerte de James Howard Cosgrove II le obligó a enfrentarse con la cruda realidad. Volvió a una casa en la que era hijo único y donde su madre jamás se había interesado por las ocupaciones de su marido. No sé si no le quedó más remedio o tal vez fue que la madurez le llegó de golpe, porque sobre este aspecto pasó de

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puntillas en su charla con Ana: se vio obligado, dijo, a tomar las riendas de los negocios familiares, fundamentalmente petróleo, aunque también importantes inversiones en un sector entonces incipiente, el de las telecomunicaciones, que iba a convertirse en el que a día de hoy le reporta mayores beneficios. Pero la asunción de sus nuevas responsabilidades no habrían de alejarle de su interés por el arte, y aunque abandonó por razones que tampoco explicó ni a Ana, con su mutismo, parecieron interesarle sus veleidades como escultor con ansias de éxito, iba a seguir por una vez los consejos de su padre, que la única utilidad práctica que veía en el mundo al que su hijo se había entregado era la de su rentabilidad como inversión, que consideraba altamente revalorizable “si uno sabe lo que se trae entre manos”. Fue así como James inició sus actividades como coleccionista que, más tarde, ampliaría a las de galerista, abriendo salas en el Soho neoyorquino y en Los Ángeles. Finalmente, debutó como mecenas de algunos artistas por cuyo futuro apostaba., a los que mantenía, pagaba el alquiler del estudio, los gastos y era receptivo frente a sus caprichos. A cambio, nada es gratis en esta vida, les obligaba trabajar a destajo, a cumplir los plazos que marcaba y a una serie de obligaciones contractuales de asistencias a actos y fiestas que no dejaba saltarse ni al más pintado. Porque ese había sido mi error: la desidia, no sé si por la inconsciencia de la juventud, porque el dinero no me preocupaba o porque Europa es diferente de América. Afortunadamente, mi vida en New York me enseño a ver el mundo de otra manera. Postulaba, en aquellos primeros años de tiburón de los negocios, una curiosa teoría según la cual, la procedencia y legalidad de las obras más raras y deseables no debía ser nunca un inconveniente. Y en esto afirmaba no diferir ni un ápice de las prácticas, tanto de otros coleccionistas privados, como de los principales museos del mundo que, sin duda y en esto último estoy totalmente de acuerdo con él, albergan en sus salas un alto porcentaje de piezas procedentes de expolios del acervo cultural de terceros países que, aún hoy, siguen reclamándoles su

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devolución sin éxito alguno. Puso numerosos ejemplos documentados como el de este mismo país: Egipto, y también los de Turquía o Grecia. Cosgrove, que tenía entonces sus veintiséis años recién cumplidos, decía ser impulsivo, extremadamente rico, ambicioso y mujeriego. Y esas cuatro cualidades le iban a llevar inevitablemente a toparse con don Agustín. Como Ana bien sabía, el viejo Uría y digo viejo para distinguirlo de Luis, aunque en realidad, en esas fechas, alrededor de 1980, debía andar por los cuarenta y dos o cuarenta y tres años era entonces uno de los principales traficantes de arte no ya de México, sino de América. Al igual que Cosgrove, tampoco reparaba en la procedencia ilícita de cualquier objeto de su interés: no tenía inconveniente en financiar robos, llegado el caso, y debió ser de los primeros en planear la búsqueda de galeones hundidos frente a las costas del Caribe, en busca de esos soñados tesoros encerrados por centurias dentro de sus entrañas, y en donde el oro figuraba en un destacado lugar. Estas prácticas, obviamente, incitaron a otros buscavidas a seguir su ejemplo y, de repente, fue demasiada la cantidad de hallazgos para un comprador único. Y ahí estaba Cosgrove, por lo que muchos vendedores terminaron por ofrecerle su mercancía, con la particularidad de que el americano tenía más posibles, pagaba mejor y, llegado el caso, si algo le interesaba, superaba las ofertas del mexicano, o de cualquier otro. El choque de intereses estaba servido. Pronto, Agustín vio en Cosgrove un rival que no sólo le estaba llevando delante de sus narices las joyas que él más deseaba, sino que, aún peor, a causa de su competencia, se habían elevado los precios del mercado, por lo que cualquier cosa que codiciase le costaba más que antes, aún sin estar el americano por medio. Uría, antes de cualquier otra cosa, trató de llegar a un acuerdo. La idea consistía, simplemente, en intercambiar información sobre sus mutuas apetencias. Así, sabiendo cuando el otro no estaba en el ajo, se podría apretar al vendedor para que cediese en sus pretensiones de subirse a la parra con los precios. Ambos saldrían beneficiados.

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Era, sin duda, un buen acuerdo, pero Cosgrove cometió el error de la arrogancia. Le respondió que él hacía según su criterio, cuándo y cómo le viniese en gana, sin tener en cuenta a nadie y que así era como iban a continuar las cosas. Pero lo peor fue que le dijo a Uría que, si no tenía suficientes recursos para alcanzar sus objetivos o su casa se le hacía pequeña, él estaba dispuesto a adquirir parte de su colección, sobre todo algunas obras de las que había oído hablar y que tenía entre sus objetivos. No pudo hacer peor ofensa: desde aquel momento, Uría le consideró enemigo irreconciliable y procuró hacerle la vida imposible por todos los medios: desde frustrarle operaciones de las que tenía noticia, hasta tenderle celadas, del estilo de la que había intentado con Ana algunos años atrás. Llego a efectuar avisos más o menos anónimos a las autoridades, cuando tenía constancia de que Cosgrove se disponía a perpetrar tanto una nimia ilegalidad como un importante expolio en territorio extranjero. James, lejos de arrugarse, contraatacó cuando tuvo la oportunidad. De modo que el enfrentamiento velado de los inicios fue convirtiéndose, cada vez más, en una escalada violenta que culminó en 1989 con el asalto de los secuaces de Uría a la casa de Cosgrove en Long Island, aprovechando que el americano se encontraba inaugurando una nueva galería en Chicago. Robo, destrozo de gran parte de la propiedad y, como colofón final, agresión en la persona de su madre que, pese a que inicialmente se repuso, fallecería seis meses más tarde, como consecuencia de una profunda depresión que no fue capaz de superar y que la iba a abocar a un macabro suicidio: se atravesó el cuello de delante atrás con un cuchillo de cocina. Pero nadie fue detenido. Durante los meses posteriores al golpe, Cosgrove no contraatacó: se centró en tratar de recuperar a su madre, en reponer fuerzas y en planear una venganza que sabía no debía acometer de modo inmediato, porque le señalaría irremisiblemente. Hasta aquel momento nunca se había preocupado por su seguridad personal ni tampoco por la de su casa aunque, por supuesto, todo iba a cambiar. Rodeó su finca de una muralla de cuatro metros de altura, instaló cámaras y alarmas, adquirió perros adiestrados y contrató hombres expertos en impedir cualquier intrusión y que, al tiempo, le guardasen sus

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propias espaldas. También haría otro tanto en sus oficinas de New York, convertidas de la noche a la mañana en un bunker controlado por guardias de seguridad, accesos restringidos, tarjetas magnéticas para desbloquear tornos y puertas, y hasta circuito cerrado de videovigilancia. Agustín Uría, al que tal vez las cosas se le fueron de las manos, sin pretender el daño causado ni medir bien las consecuencias de lo que había ordenado hacer, vio en los movimientos de su enemigo el seguro rearme para una guerra en la que se sabía el objetivo final. Su única alternativa era negociar, hacer las concesiones precisas que minimizasen los daños que temía le vendrían más tarde o más temprano. Para ello, concertó con el americano una cena en el propio hotel Quinta Real de Monterrey. Y aquí sí que llegamos al momento diez años atrás que Cosgrove le había anunciado a Ana como el comienzo de la historia de Anaraida. Era el día 24 de enero de 1990. Cosgrove llega al restaurante pertrechado por cuatro de sus hombres. En una de las mesas le espera Agustín Uría, acompañado por una joven despampanante, que no sobrepasaba los veinticinco años, frente a los cincuenta y cuatro del mexicano y los cuarenta, muy bien llevados, de Cosgrove. Luis Uría tenía entonces, exactamente igual que yo, veintiséis años y, en aquel momento, cursaba estudios de Historia en Oxford, Inglaterra, tras haber culminado la carrera de Derecho en el prestigioso centro de formación para futuras celebridades de América: Harvard, Cambridge, Massachussets. Cosgrove no fue ajeno a los encantos de la joven Esperanza Villasante, lo que en principio habla bien de su buen gusto por la belleza y el arte, ni se ve que tampoco ella a los encantos de él, porque, mientras Uría mostraba sus más hondas condolencias por la muerte de su madre, al tiempo que trataba convencerle de que él no tuvo nada que ver en el asalto de su casa, “pese a las diferencias que mantuvimos en el pasado, le aseguro que en esto no tengo nada que ver”, le dice Anaraida trata de provocar al americano, al que dedica miradas furtivas que él entiende como inequívocamente cómplices y hasta pícaras y

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lascivas, aprovechando los momentos en que Uría no le presta atención. La cena, que en su comienzo parece discurrir por los cauces de la diplomacia, comienza a crisparse cuando Cosgrove, sin perder el aplomo ni levantar la voz, le dice que no acepta sus ofrecimientos, consistentes en la venta en condiciones ventajosas de las piezas que deseaba de su colección particular y en su retirada incondicional del mercado del contrabando de arte; que ese mismo ofrecimiento, la concesión que conlleva, le hace aún más culpable a sus ojos y, si le quedaba la más mínima duda, ahora acaba de disipársele del todo; que, en definitiva, nada de todo lo que Uría pudiese tener, ni siquiera todo junto en un único lote, le podrá devolver a su madre muerta, ni haría desaparecer las cicatrices del dolor causado por su pérdida, ni tampoco el resentimiento que en él anidaba por la que consideraba cobardía de Uría, incapaz de enfrentarse a él directamente y, en cambio: Se atreve sabiendo que va encontrarse en la casa con un chofer, un mayordomo y una vieja: valiente cobardía. Me da usted asco dice que le dijo, aunque, en el relato que le hace a Ana, Cosgrove afirma a continuación haberse cuidado mucho de no proferir amenazas, ni mencionar la venganza en la que piensa. Pero, pese a ello, lo dicho, dicho está y la falta de respuesta de Uría trae a la mesa un silencio tenso, que de repente rompe un camarero que, dirigiéndose al mexicano con un teléfono en la mano, le informa de que tiene una llamada. Uría se levanta, dice que la atenderá afuera y sale de restaurante. En el ínterin, Anaraida aprovecha para arreglar una cita con Cosgrove. Le dice que, tras la cena, subirá a la habitación con Uría, pero, como es costumbre del mexicano, la echará de allí tras haber satisfecho sus requerimientos, que no eran muchos ni pasarían, todo lo más, de la media hora. Que era muy importante, por lo que le rogaba la esperase. Agustín Uría regresó con un rostro aún más sombrío que el que tenía al marcharse, se acercó hasta la mesa y, sin tomar siquiera asiento, sencillamente dijo que era la segunda vez que trataba de alcanzar un acuerdo con él sin conseguirlo y que, por tanto, si lo que quería era guerra, estaba preparado. Dicho esto, cogió a Anaraida de un brazo, la levantó de la silla y se la llevó

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en volandas, casi a un paso por delante de él, sin esperar siquiera a degustar los deliciosos postres que un camarero justamente traía en aquel instante y que se vio obligado a maniobrar para apartarse del camino de salida del mexicano. Cosgrove se tomó las amenazas con tranquilidad y, sin levantarse siquiera, concluyó la comida y hasta se pidió un güisqui, aunque, en el momento en que se lo servían, cambió de idea y decidió trasladarse al bar Los Murales, para degustarlo con más tranquilidad, mientras esperaba intrigado el regreso de Anaraida, sin dejar de preguntarse qué era aquello tan importante que quería comunicarle. Efectivamente, no había pasado ni media hora cuando ella apareció frente a su mesa. Le rogó que abandonasen el hotel y fuesen a otra parte, porque lo que tenía que decirle no podía referírselo con algunos de los matones de Uría pululando por todos los rincones y sin quitarles ojo. Salieron, ella agarrada del brazo que él, caballeroso, le ofreció, subieron al coche del americano y, de inmediato, ella le reveló lo prometido: Uría había previsto, de no llegar a ningún acuerdo con él, como así había sido, repetir, con más saña aún, el asalto a su casa. “Que lo intente”, contestó Cosgrove con arrogancia. Pero cuando Anaraida le dijo que la llamada de teléfono que Uría había hecho a mitad de la cena había sido para dar la orden a sus hombres, que por lo visto ya estaban preparados y esperando instrucciones, la arrogancia de James se tornó de golpe en intensa ira. Desde su propio coche, sin perder ni un segundo, telefoneó para prevenir a sus hombres. Y la cosa fue por los pelos, porque mientras hablaba pudo oír perfectamente por el auricular como saltaban todas las alarmas y ladraban con desesperación los perros. Afortunadamente el ataque fue repelido con prontitud: tal vez agresores no contaron con la eficacia del sistema de protección, ni con los hombres, los perros y la presencia casi inmediata en la zona de varios coches patrulla, lo que les obligó a huir sin poder causar demasiados daños. Cosgrove estaba, aún más, fuera de sí: pretendía regresar al hotel para dar cuenta del mexicano con sus propias manos, aunque para llegar hasta él tuviese que cargarse a todos cuantos se cruzasen en su camino. Pero Anaraida, entonces, le reveló que ya no era necesario, que ella misma le había ahorrado el trabajo,

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y que, por ello, necesitaba de su protección para salir del país. Cosgrove, agradecido tanto por el aviso del asalto como por ese último trabajito, decidió ocuparse de ella. Enfilaron en dirección al aeropuerto y, en el avión privado del americano, volaron a Nueva York, donde ambos pudieron recompensarse adecuadamente los favores mutuos. Anaraida permanecería como invitada en casa de él durante una semana, que fue el tiempo que, según Cosgrove, le duró la pasión sexual. También relató que Esperanza era una mujer insaciable, que llegó a enseñarle cosas que hasta entonces desconocía, aunque algunas, se ve que no le gustaron o, cuando menos, le debieron dejar hastiado. A pesar de ello fue Anaraida quien le anunció su marcha, disculpándose en sus deberes para con sus hijas gemelas, que tenían entonces ocho años y habían quedado con su padre en Oporto. Le reveló en aquel momento que estaba casada, aunque también que su matrimonio había sido un fracaso. Que había tomado esa decisión obligada más por las circunstancias que por convencimiento, al quedarse embarazada con sólo dieciséis años. Muy pronto, aunque Cosgrove no reveló si, como en su caso, fue más de una semana, las cosas entre el nuevo matrimonio habían ido de mal en peor. Hasta el punto de que, desde hacía ya unos años, ni siquiera compartían ya el lecho. Anaraida le respondió a la pregunta de por qué no se había separado, con la excusa de sus hijas, aunque sí dijo que en cuanto ellas se despegasen un poco de su padre, afectivamente, le abandonaría. Mientras tanto, Luis Uría había regresado de Europa, se había enterado de las circunstancias luctuosas con pelos y señales: Agustín Uría había sido encontrado desnudo, boca arriba, sobre la cama revuelta y no había en su cuerpo señales aparentes de violencia. El médico del hotel había diagnosticado paro cardíaco, pero la autopsia posterior reveló que el colapso había sido provocado por el efecto de un potente veneno elaborado con una extraña mezcla de datura y un derivado del curare que se usa en medicina como antitetánico. De lo que no cabía ninguna duda, porque lo habían visto tanto los matones como el personal del hotel, era de que Cosgrove salió del brazo de una zorra que, si bien había llegado con su padre y subido luego a la habitación con él, no había

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parado en toda la cena de flirtear con el americano y que, con seguridad, cumplía sus órdenes cuando cometió el crimen. Y el hecho de que ambos hubiesen partido juntos en el avión de Cosgrove hacia Nueva York y también que, en el asalto a la casa de yanqui, les estuviesen esperando, no hacía más que corroborar esas sospechas de complicidad. Pero estos últimos argumentos no convencieron a Luis Uría del todo. Al menos en lo que se refería a la partida de inútiles e incompetentes a los que su padre pagaba, que puso sin temblarle el pulso de patitas en la calle: no habían sabido proteger a Agustín, ni tampoco cumplir las órdenes del viejo como es debido, con aquella chapuza que parecía improvisada, sin haber comprobado los inconvenientes que se podían encontrar. Tenía que buscarse un nuevo equipo de seguridad tan bueno o mejor que el de su enemigo. Al igual que Cosgrove, reforzó primero las medidas del rancho. Tomó todas las precauciones que yo ya había descubierto ya en mi primer día en Monterrey, como el búnker subterráneo, las torres de vigilancia, los equipos de defensa y comunicaciones. Pero en esa tarea no estuvo solo. En primer lugar, hizo llamar a su lado a Nicanor Estévez, hasta entonces un bala perdida al que conocía desde niño y que había trabajado en una agencia de detectives, hasta que se le ocurrió tener un affaire con la hija del jefe y fue despedido. Desde entonces, su vida se había deslizado peligrosamente por la pendiente y hacia el abismo: no paraba de trajinar tequila y cocaína en cantidades tales que una de aquellas noches la terminaría en estado de coma, tirado en un callejón. Luis Uría lo visitó en el hospital y le ayudó a recuperarse, le prestó dinero para montar su propia agencia de detectives y, cuando las cosas en los negocios y en su vida no sólo no repuntaban, sino que volvían de nuevo a deslizarse sin control y sin frenos, le recuperó una vez más y se lo trajo a su propia casa. Cosgrove lo definió como “el perro fiel del cachorro de los Uría”. Nicanor jamás se permitía, salvo en privado, y esto lo digo yo nombrarle de modo diferente que de Don Luis y fue precisamente Nicanor quien se ocupó de buscar los mejores hombres para garantizar la seguridad de su amo.

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La mejor de sus adquisiciones fue Jack Stromberg. Habían coincidido en Puerto Vallarta, donde Uría tenía una preciosa casa de veraneo, además de un barquito de treinta metros de eslora con todos los lujos y comodidades imaginables, que el propio Luis adquirió tras la muerte de su padre. Lo había bautizado con el nombre de Uriel. Nicanor, que ya no flirteaba con la cocaína, pero continuaba dándole al tequila, coincidió en esa afición alcohólica y en su gusto por las salidas nocturnas con Jack. Pero, una noche de borrachera, a Stromberg debió escapársele que había sido agente del FBI y, más tarde, según fueron tomándose confianza, le contaría a Nicanor que vivía en una casa comprada por la administración americana, que también le había proporcionado una nueva identidad, tanto administrativa como física, tras haber estado más de un año infiltrado secretamente en la mafia del juego, la droga y la prostitución en Atlantic City. Al cabo de ese tiempo y a punto de ser desenmascarado sin tener aún pruebas suficientes para incriminar a todos los que pretendía, se vio obligado a entrar en el programa de protección de testigos, y a declarar ante un juez. Como consecuencia, una veintena de mafiosos fueron a parar a la trena, pero otros tantos le habían jurado que con su pellejo harían una bonita alfombra. Jack era el tipo perfecto para las demandas de Luis y pronto, sabiendo éste que Nicanor era igual de fiel que incompetente como detective, nombró a Stromberg jefe de seguridad, aunque manteniendo a su lado, en todo momento, a Nicanor: tanto para controlarle como para que se le pegara algo del oficio. También fue Nicanor quien trajo al rancho a Lucho Fernández, que acababa de ser expulsado del cuerpo de policía de Monterrey tras un sonado caso de corrupción policial en el que le había tocado pagar el pato de todos, aunque, en mayor o menor medida, el resto de sus compinches se habían llevado las mejores tajadas y mordidas, mientras que a él le había tocado la exigua y poco apetecible carne del pescuezo de ese pato. Pero era un tipo competente en lo suyo: había pasado la mayor parte de su carrera en la brigada de delitos económicos aunque, en los últimos dos años, había sido trasladado a estupefacientes. Conocía

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perfectamente el mundillo, sobre todo las rutas de la marihuana, en las que Uría estaba interesado.

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VEINTISIETE

TRANSCRIPCIÓN DE LAS PALABRAS DE BERNARDINO BRAÑA CONTENIDAS EN LA SEGUNDA MICROCASETE

La conversación fue interrumpida por el camarero cuando la cena llegaba ya a los postres: “¿Desean que les sirva ya los caprichos del chef o prefieren los señores algo especial?” En aquel momento tanto Ana como nosotros seguíamos sin saber a qué clase de acuerdo había llegado Cosgrove con Anaraida y cómo influyó, si es que influyó, en la muerte de Luis Uría. Tenía la impresión, quiero decir en relación a lo que habíamos oído en boca del americano, de que trataba de colocarle a Ana una versión edulcorada de los hechos en la que se autorretrataba tan parecido a San Sebastián, mártir, que de no haber oído tantas prevenciones en su contra, hasta parecería un tipo digno de lástima. Porque, salvo el reconocimiento de su arrogancia como principal y único defecto, diríase que jamás había roto un plato.

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Cómo no terminaba de encajarme tanto exceso de hipocresía concentrada con la idea que me había hecho de su persona, enseguida albergué la sospecha de que sabía que Ana iba provista de un micrófono: sólo así se justificaría el relato comedido y la deliberada omisión de elementos inculpatorios que pudieran ser utilizados en su contra. Bien mirado, que ni siquiera hubiese mencionado el más mínimo detalle de cualquiera de sus negocios ilícitos, aun reconociendo que los tuvo, no hacía más que apuntalar esa sospecha. Hasta este punto del relato de Cosgrove, no había nada que Stromberg pudiera corroborar o refutar, porque todo lo narrado se refería a acontecimientos acaecidos antes de haber entrado al servicio de Luis Uría. Eso sí, la explicación exculpatoria en relación con la muerte de don Agustín le pareció aún más sorprendente que a mí. Tal vez porque Jack sólo conocía de oídas la que podríamos llamar hasta aquel momento “versión oficial de los hechos”; y aun reconociendo que no había en ella más que pruebas circunstanciales en contra de Cosgrove, cualquier jurado del mundo le habría condenado a la pena capital, por muy torpe que fuese el fiscal encargado de la acusación. Pero la perfecta lógica de su coartada, aun siendo imposible de ser comprobada, una vez que Anaraida estaba muerta, introducía las suficientes dudas razonables para equilibrar la balanza y quizás, declararle inocente. Máxime sabiendo lo que Jack sabía de la difunta pitonisa en relación con la muerte de Luis Uría y, también, lo que sabía yo acerca de sus antecedentes familiares. A mí, que entre Ana y Stromberg me habían metido en el cuerpo el gusanillo de la desconfianza, había una pregunta que no me dejaba de rondar por la cabeza: ¿Cómo podía saber Cosgrove que a Anaraida la mataron los hombres de Uría? Y la ausencia de cualquier atisbo de sorpresa cuando Ana dejó caer que fue esa mujer quien mató a Luis, me llevaba a suponer que tampoco ignoraba este detalle. Me reconcomían los nervios y créeme que lamentaba profundamente no estar presente en aquella reunión para hacer las preguntas que me viniesen en gana, sin tener que confiar en que Ana se plantease los mismos interrogantes que yo. Pero a ella lo único que parecía preocuparle era la falta de respuesta a la pregunta inicial que había llevado a Cosgrove a desempolvar de

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sus recuerdos el historial de sus desencuentros con Agustín Uría, cuestión que le planteó nuevamente cuando, con los postres ya en la mesa, James parecía haber perdido el hilo de la charla. El americano, sin tratar de eludir la respuesta, pareció centrarse de nuevo y contó que no había vuelto a saber nada de la que él llamaba “la portuguesa” hasta diez años después. Anaraida le telefoneó el diecisiete de octubre de 1999 a las nueve de la mañana, hora de New York: una hora intempestiva tratándose de un domingo. Aunque Cosgrove no mencionó de modo expreso aquella fecha, yo la asocié rápidamente, porque fue el día que se publicó mi entrevista en El Correo. Ella, tras los saludos y preguntas de rigor, después de tanto tiempo sin saber la una del otro, quiso saber si mantenía alguna clase de contacto con el hijo de don Agustín. Cosgrove no comprendía a dónde quería llegar, por lo que le preguntó qué deseaba exactamente de él. Anaraida le respondió que el mexicano había iniciado una investigación para buscar una estatua de oro de un rey celta, a tamaño natural, que era tan sólo parte de un tesoro mucho mayor. Para ello, continuó, Uría había contratado los servicios de un tipo llamado Bernardino Braña que, según la pitonisa, “debía ser un poco estúpido”, porque había cometido la indiscreción de contárselo a la prensa. Aunque me dolió el comentario, qué quieres que te diga, debo reconocer que razón para pensar así de mí no le faltaba. Cosgrove le pidió que le enviase la susodicha entrevista y, sin comprometerse a nada más, le dijo que ya la llamaría. Pero no la llamó. Por el contrario, pidió que le tradujeran el texto, porque aunque conocía algunos rudimentos, su dominio de la lengua española no iba más allá del nivel elemental. Y ya al día siguiente, el lunes 18, siguiendo su línea habitual de comportamiento en estos casos, decidió hacerme llegar su oferta: el famoso fax en el que me prometía pagarme más que nadie, si daba con la estatua dorada. Y cuando decía “más que nadie” ahora sé que refería, muy concretamente, a Luis Uría, al tomar por cierta la versión errónea que le proporcionó Anaraida de que yo trabajaba para el mexicano. Como Cosgrove demoraba en exceso la conferencia telefónica comprometida, Anaraida, tal vez algo nerviosa, insistió de nuevo el mismo lunes por la tarde. Tenemos que vernos, le

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dijo. Y él: como quieras, aunque no sé para qué. Y ella: es muy importante, más de lo que te piensas. Lo será para ti, le dijo él. Y también para ti, si me haces caso. Finalmente Cosgrove accedió a recibirla y Anaraida, sin perder más tiempo, reservó sus billetes, cogió al día siguiente, martes, el primer vuelo de Iberia desde Santiago a Madrid, a las 6:30; enlazó allí con el avión procedente de Barcelona a las 12:30, ganó seis horas gracias a la diferencia horaria, y aterrizó en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy a las 19:00, hora local. Alquiló un descapotable azul metalizado con chofer incluido, dejó su equipaje en el Hilton y se plantó en Long Island cinco minutos antes de las nueve de la noche. De la exactitud de su horario de llegada hay testimonio gráfico, porque fue fotografiada por los matones de Uría lo que garantiza que tuvo que haber tomado esa combinación de vuelos, que más tarde me molesté en confirmar, como confirmé otras muchas cosas. También se sabe que abandonó la residencia de Cosgrove a las 21:50 porque, al salir, fue nuevamente retratada: dos de las muchas fotos rutinarias que se ve que hacían en su permanente misión de vigilancia los hombres de Uría. Pero lo curioso es que también la siguieran, Lucho y Julio, hasta el hotel en que se alojaba, el Hilton, donde Anaraida despidió el coche y descendió sin equipaje de ahí la suposición de que lo hubiese dejado antes de su entrevista. La entrevista duró, por tanto, cincuenta y cinco minutos. Anaraida comenzó por explicarle que se trataba de viejo asunto, largo de contar y en ello se explayó la primera media hora. Pero se resume básicamente en esto: todo lo que había en la cueva, de la que el americano había tenido noticia por mi entrevista, había sido robado por los antepasados del mexicano a los suyos. Entre otros detalles dignos de mención, le refirió la enemistad secular con los Uría y hasta le mostró un viejo pergamino, que dijo haber heredado de su familia, en el que se daba cuenta tanto el expolio de que habían sido objeto, como de la obligación de recuperar lo robado, costase lo que costase. Anaraida añadió que esa, y no otra, había sido la razón por la que había acabado con la vida de don Agustín. Una razón que diez años atrás le había ocultado a

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Cosgrove, por temor a despertar en él un insano interés por ese tesoro que, entonces, no estaba aún dispuesta compartir. Cosgrove, pragmático, no acababa de creerse lo que oía: De Capuletos y Montescos, pero sin amor por medio, parece esa historia dijo haberle dicho. Pero Anaraida no se amilanó por su ironía, ni tampoco por su escepticismo. Le aclaró que le daba igual si la creía o no. Que lo único que quería de él era que la ayudase a intentar poner freno a los intentos de Luis por llegar hasta el tesoro. Si lo encontraba Uría, no habría nada que repartir. Pero si Cosgrove le informaba de los movimientos de mexicano, compartiría con él, al cincuenta por ciento, el hallazgo. Como colofón, le informó de que sabía el lugar exacto en que se ocultaba. Aunque le advirtió de que el acceso a la cueva que mencionaban los textos, no estaba a la vista. Por lo que, seguramente, no habría otro remedio más que excavar. Y para ello se hacía necesario contar con personal cualificado y de confianza, asunto para el que también le requeriría, llegado el momento. Cosgrove le contestó que parecía interesante, que vería qué podía hacer, y eso fue todo. Nada personal, sólo negocios: ningún rescoldo de su antiguo affaire quedaba ya, visto lo visto. Cosgrove, que no veía qué podía perder, cumplió lo prometido y, cuando se enteró de que Luis Uría había tomado un avión con destino a Compostela, llamó a la pitonisa y le dio la novedad. De ahí que ella estuviese esperando al mexicano en el aeropuerto compostelano de Lavacolla. Lo curioso es que también me conocía a mí, porque ahora sé que me había visto en el periódico, y ni siquiera me miró: indudablemente, sabía disimular. Y esa, según dijo Cosgrove, fue su única relación y su única ayuda a Anaraida; que ahora, a toro pasado, se sentía un poco estúpido por no haber supuesto que las intenciones de ella para evitar que Luis encontrase el tesoro, pasasen por asesinarle. Pero que, en cualquier caso, no se sentía responsable de un crimen que ni había ordenado ni, mucho menos, cometido. Y que su complicidad, si podía llamársele así, se había limitado a un simple aviso de “ahí te va”, con el convencimiento de que con ello tan sólo iba a evitar que su rival se llevase un negocio que él

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estaba en disposición de arrebatarle. La prueba irrefutable de que lo que decía iba a misa, subrayó, era el juego a dos barajas que hizo a espaldas de Anaraida: si la pitonisa fallaba en la búsqueda de la entrada de esa cueva, siempre me tenía a mí, supuestamente cumpliendo un encargo de Uría, y quizás dispuesto a traicionarle ante una oferta mejor. Una postura cómoda que le permitía, sin participar directamente en nada y desde la distancia, atacar a su enemigo por dos flancos. ¿Eso es todo? le preguntó Ana. Más o menos. ¿Se ofendería si le digo que tengo la impresión de que

no me ha contado toda la verdad?

Aunque me ofendiera, lo ha dicho ya. Pero, permítame puntualizar algo sobre sus impresiones: todo lo que le he contado es verdad. Pero toda la verdad, ni siquiera a mí me es dado abarcarla. De todos modos, le he referido, quizás, demasiadas cosas. Y un buen jugador debe guardarse siempre algún comodín en la manga. ¿Puedo hacerle una pregunta más? Preferiría que no. Considero lo que le he contado ya, más que suficiente. ¿Se quedará esta noche en Monterrey? Esta noche sí, aunque mañana debo regresar a Nueva York. Comprenda que soy un hombre fundamentalmente ocupado. Aunque, siempre se puede hacer una excepción. ¿Una excepción? Claro. Su compañía, si me permite la sinceridad, me ha resultado muy agradable: es usted una mujer preciosa que, además, tiene la virtud de saber escuchar, lo que es muy de agradecer. Pero, como bien supone, y sin pretender molestarla, no he viajado hasta aquí para hablar con usted. Por ello, comunique al señor Braña que si este encuentro nuestro ha servido para disipar algunas de sus dudas con respecto a mí, estaré encantado de hablar con él mañana por la mañana. Dígale que puede localizarme en el Sheraton.

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Así finalizó la cena. Y me dejó con las mismas dudas que tenía, a excepción, tal vez, de una, que de repente parecía disipárseme: ¿recuerdas la carta que Luis Uría me había entregado por medio de Jack y Nicanor en la que me comunicaba su intención de dejarme su fortuna y también la de matar a Anaraida y acaso, suicidarse? Decía así:

“Haré que me lleve hasta el lugar. Será lo último que ella haga. Porque la mataré y la enterraré allí mismo. Porque ahora ya sé quién es. ¡Por fin llegó la hora de mi venganza! Aunque sea lo último que haga yo. Pero sepa que, entre otras razones, también lo haré por usted”

¿Verdad que parece ahora mucho más clara? Veamos: ese “ya sé quién es”, sobre todo unido a la idea de la venganza, quería decir seguramente que sabía que Anaraida fue la responsable de la muerte de su padre. Aunque ese “ya sé quién es” pueda tener un segundo sentido: que ella era la mano negra que decía la leyenda, la heredera de la estirpe de brujas que pretendía, lo mismo que con su padre, acabar también con él. Uría sabía en aquel momento que no era hijo de su padre, aunque Anaraida sí lo creyera. Así y sólo así, su última frase cobra una nueva dimensión: “entre otras razones, también lo haré por usted”. Había, claro, más razones que una, aunque, hasta haber oído a Cosgrove, yo las desconocía. Y por último, quedaba igualmente clarísima su primera frase: “Haré que me lleve hasta el lugar”. Anaraida conocía el lugar, aunque no su entrada: sin su ayuda, Uría jamás hubiera llegado a estar tan cerca como lo estuvo. Todo parecía encajar ahora de modo perfecto. Y esto, más que satisfacerme, me dolía, tal vez porque significaba tener que dar por buena la versión de Cosgrove. Ana regresó pasadas la una y media. Comentamos los pormenores de su cena con el americano antes de irnos a dormir. Le reproché que lo hubiese dejado escapar sin haberle preguntado cómo sabía que los hombres de Uría se habían ocupado de Anaraida. Esa, me dijo Ana, era la pregunta que Cosgrove no le permitió hacerle: se la veía venir. ¡Qué astuto el americano!

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Estoy seguro de que aquello que, como quien no quiere la cosa, dejó caer, fue aposta. Quería asegurarse de que yo mordería el anzuelo y concertara una cita con él: sus comodines en la manga. Stromberg decía que no me fiara, pero Ana no veía inconveniente, siempre y cuando jugásemos en nuestro terreno: la clave estaba en invitarle a venir al rancho. Me pareció una excelente idea. Así lo hicimos. A la mañana siguiente le telefoneé al hotel, muy temprano, y le invité a desayunar. Me recuerda usted a Luis Uría. Los dos son igual de desconfiados. ¿Usted no lo es? Quizás. Pero también me gusta disfrutar del riesgo y la aventura. Entonces, le espero. Veo que me ha cazado. Más bien, pescado. En mi tierra se dice que por la boca muere el pez. Un dicho muy bien traído. Muchas gracias. Llegó a las nueve en punto, en una limusina, probablemente alquilada y, al igual que la noche anterior, con sólo dos de sus hombres. Vestía más informal que en la cena, con un pantalón oscuro y un jersey de sport amarillo pastel sobre una camisa de seda blanca, con los cuellos por fuera. Además cargaba su, al parecer, inseparable maletín de piel de cocodrilo: Stromberg le obligó a pasarlo por un detector de metales sin que sonase ningún timbrazo de alerta. Los tipos que le acompañaban le esperaron fuera, junto al coche, imagino que por orden suya. Tras las presentaciones de rigor le hice pasar al jardín, donde había pedido al servicio que dispusiesen una mesa, bastante cerca de la piscina. Durante el desayuno no hubo nada relevante que comentar. Se mostró cortés y correctísimo, aunque huidizo, pese a que estábamos los tres solos: Cosgrove, Ana y yo. También es verdad que no demasiado lejos nos observaba el ejército de Stromberg, dispuesto para intervenir ante cualquier eventualidad. En todo eso se fijó el americano, sin dar muestras de alterarse, ni afectar nerviosismo alguno. Tras degustarse un

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zumo de naranja, un café largo y un croissant, reaccionó, consultó un reloj que no vi muy bien, pero que me pareció de oro blanco y dijo: No quisiera de ningún modo incomodar a la señora pero, si no tienen inconveniente, preferiría que charlásemos usted y yo solos. Y como a mí no me pareció correcto hacer que Ana se marchase, aún sin haber terminado su desayuno, propuse una solución de conveniencia: De acuerdo. Si no te importa le dije a Ana podemos dar una vuelta por el jardín y esto último se lo dije a él. Ana contestó que no le importaba. Apuré de un trago mi café, nos levantamos y nos fuimos caminando en dirección a las caballerizas vacías. Según me había contado Stromberg, Luis Uría, al poco de morir su padre, y estando un día en los establos preocupado por el estado de uno de sus caballos, que tenía una fea herida en una pata al haber intentado soltarse de una alambrada de espinas en la que se había enredado, fue pisoteado por el animal, que parecía haberse vuelto loco. Le rompió tres costillas y le produjo erosiones en casi todo el cuerpo. Su reacción fue la de ordenar matar al agresor y vender a todos los demás. En cambio, había mantenido en pie aquellos viejos galpones, inservibles desde entonces. Le escucho, señor Cosgrove. Lo que tengo que decirle es muy simple y le ruego que no busque interpretar mis palabras, porque voy a hablarle con la mayor sinceridad. Verá, yo ya estoy un poco mayor, y en este momento de mi vida lo único que busco es tranquilidad. Y créame, esto es algo que jamás le diría ni a Agustín ni a Luis Uría. No soy un hombre que se rinda fácilmente y menos, cuando alguien me hiere. Pero quizás con usted sea distinto. Perdone pero, ¿qué es exactamente lo que me quiere decir? Lo que le digo. Usted ha tomado el mando de esta casa, pero todo lo que le rodea, las personas que hay a su

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alrededor, pueden influirle de modo negativo y, tal vez, predisponerle en mi contra. No creo que más de lo que lo hayan hecho ya. Entiendo. No, no entiende. Será mejor que se lo explique: Luis Uría me contó que usted había ordenado asesinar a su padre. Stromberg, que no era usted de fiar. Y supongo que Nicanor, en cuanto llegue, me dirá otro tanto. En cambio, fíjese, estoy aquí hablando con usted, sin que nadie más nos escuche. ¿Y cuáles son sus planes? Vivir. ¿Aquí? ¿En Monterrey? Probablemente no. Yo no soy como usted ni como Uría. No me entienda mal: quiero decir que nunca tuve sus posibilidades. Ahora, no sé si las circunstancias o el destino, me han puesto en bandeja hacer realidad casi todos mis sueños. Y mis sueños, señor Cosgrove, se limitan por el momento a estar con Ana y tratar de conocer el mundo. ¿Y qué piensa hacer de todo esto? La verdad es que aún no he tenido tiempo de pensarlo. Yo podría hacerle una buena oferta. ¿Por esta casa? Por esta casa. Pero, sobre todo, por la colección de arte azteca. ¿Le interesa? No le diré que no. Aunque tal vez este no sea el mejor momento para sentarnos a discutirlo. ¿Cuál es el inconveniente? Ninguno. Pero todavía no me he hecho cargo de la herencia: tan sólo hace dos días que he llegado y no he tenido tiempo siquiera de saber cuál es exactamente el patrimonio que me legó Uría. Aunque confío que dentro de un tiempo, no mucho: tal vez cinco o seis meses, me encuentre ya en condiciones de valorar su ofrecimiento. Me parece un plazo razonable. Y me agrada ver que también usted lo es. Se lo agradezco, aunque, si me permite: ¿para qué quiere usted comprar esta casa?

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Yo no soy un guerrero, señor Braña. Aunque puede que sea esa la idea que tenga de mí. Fui tan sólo un hombre de negocios que hoy está ya cansado de serlo. Mis victorias, por tanto, se enmarcaron siempre en ese mundo, aunque las derrotas me llegaran, en ocasiones, por caminos distintos, como creo que ya sabe. Si entiende esto, comprenderá que esta casa y lo que representa han sido el mayor punto negro de mi vida. Creo que de no haber sido por ella hubiera podido ser un hombre medianamente feliz. Por eso, si todo esto algún día cae en mis manos dijo extendiendo los brazos y girando sobre sí mismo, podría hasta permitirme el lujo destruirlo hasta la raíz de sus cimientos. Aunque no lo haga. Pero, con tener conmigo ese poder, ya me daré por satisfecho. Es a la única venganza a que aspiro. ¿Se conforma tan sólo con una victoria moral? Es más que eso. Verá, yo nunca he sido una persona violenta, pese a lo que le hayan podido decir de mí. Nunca me enfrenté con Luis Uría en ese terreno, ni tampoco con su padre. No soy ningún mafioso. Tal vez por una simple cuestión de carácter. Verá, mi espíritu, desde muy joven, tenía más de artista que de especulador. Me gustaba ganar dinero, claro que sí. Pero hay muchos modos de ganarlo. Y yo elegí el camino de crear, y también de conservar. ¿Y su colección de arte? Esa es una buena pregunta, pero la respuesta no es la que está pensando. Al contrario que mi padre, jamás la inicié pensando en ella como un valor al alza. Primero, por qué negarlo, comencé por puro placer. Quizá también por la satisfacción de poder hacerlo. Pero nunca vendí nada. Y no por afán acaparador, ni por espíritu ruin de coleccionista. Más tarde, conforme pasaba el tiempo, proseguí sólo porque, al encontrarme en mi camino con personas como Agustín o Luis Uría, caí en la cuenta de que, si yo abandonaba, el mundo se quedaría, más tarde o más temprano, sin nada bello y valioso que poder contemplar. Sería solo privilegio de

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unos cuantos indeseables. ¿Le sorprende lo que le estoy contando? Sinceramente, mucho. Pero prosiga, quiero oír el final. Sí, hay un final. Sé que estará usted pensando que resulta contradictorio querer evitar que el arte se quede en unas pocas manos privadas, mientras que yo trato de acaparar el máximo posible. Y en cierto modo, mientras yo viva, así será. Pero en mi testamento hay una disposición especial que hará que toda esa colección regrese a los lugares a que pertenece: cada pieza volverá a su lugar, a su país de origen, siempre que haya una garantía por parte de los gobiernos de que será exhibida de modo permanente en un museo y en determinadas condiciones. En caso de que estas no se cumplan, permanecerán en mi país, para lo que he previsto una partida especial con la que se construirá un complejo cultural que está ya completamente diseñado. ¿Y por qué no lo hace ahora? ¿Por qué esperar a que muera? Por una sencilla razón práctica: acabaría, con toda probabilidad, en la cárcel. Muchas de las obras de mi colección no han llegado hasta mí de un modo limpio. No me importa reconocerlo, pero ya le digo que si no las tuviera yo, estarían en manos de otro que, tal vez, muerto o vivo, no tuviese previsto darles el mismo destino que yo deseo para ellas. Es usted un romántico. Créame que jamás lo hubiese imaginado. No siempre he sido así. Supongo que he cambiado. Entre otras cosas, digamos que me influye la edad. O que tal vez me queden pocos sueños que poder realizar. ¿Y cuáles son esas otras cosas que le han hecho cambiar y no dice? Está usted en todo: no se le escapa nada dijo girándose hacia mí de repente y luego, haciendo una pausa, continuó Digamos que he cambiado a causa de ciertas influencias.

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¿Ciertas influencias o sólo una? Me recuerda usted a cierto psicoanalista. dijo nuevamente mirándome y sonriendo Pero le daré la razón: en realidad, una única influencia. Permítame adivinar: ¿se trata de una mujer? al ver que me miraba, como esperando mi siguiente frase, continué. Seguramente una mujer de una condición social muy diferente a la suya, pero con un corazón igual, quiero decir, sensible para el arte. ¿Tal vez una mujer que pinta? Con la intensidad que sólo pintan los genios dijo con la vista perdida hacia no sé dónde y luego, volviendo a mirarme, y como volviendo en sí, añadió Usted no tendría precio como adivino. Me moriría de hambre, se lo aseguro. Pero, como dice un amigo mío, es fácil ver en los ojos y sobre todo en las palabras, cuando se está enamorado. Porque es una situación, quizás la única, que provoca cambios profundos desde el primer momento. ¿Sabe que fue lo que primero que hice la primera vez que la vi? dijo como si un flashback le asaltase de repente Compré todos los cuadros de su exposición y después, me presenté y la invité a cenar. Pero no la compró a ella. No. Realmente no. Aunque créame que la sorprendí. Estoy seguro. Me alegro por usted. Y yo por usted. ¿Por mí? Sí, no se haga el tonto. Sé que no tiene usted poderes paranormales. Que sólo estando en mi misma situación pudo haberlo adivinado. Ciertamente, nunca había visto las cosas tan claras conmigo como las había visto en él. Pero, me bastó darles un par de vueltas a esas ideas en mi cabeza para reconocerme en mis propias palabras: nadie cambia por sí mismo. Todos mis cambios, tantos, y en tan poco tiempo, me habían llegado por el ansia de

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estar junto a Ana. Había cambiado, incluso, el motor de mi vida y el que ahora la animaba se basaba tan sólo en sus latidos, aunque cause sonrojo decirlo así, y tal vez suene hasta un poco cursi. Pero es lo que hay, nos guste o no. Fíjate en la siguiente reflexión que me vino a la cabeza: Agustín y Luis Uría. El primero despreciaba a las mujeres. Para él eran sólo objetos de placer por los que se negaba a pagar un precio: renegaba de las putas. Pero trataba a las demás como si lo fueran. Creía que todas debían entregarse a su capricho, por pura sumisión ante su estatus. En su vida el amor estaba excluido; y tal vez por eso, fue capaz de hacer lo que hizo en todos los demás aspectos de devenir. Luis, por lo poco que yo sabía de las impresiones de esos primeros días, había seguido los pasos de su padre, aunque sospecho que tal vez porque esperaba a ese amor presagiado en la leyenda que creía suya. Pero acabó ordenando matar a la que finalmente, por un odio inculcado desde su cuna, se adelantó y le mató a él. Amor y odio, vida y muerte: un buen paralelismo. Cosgrove, en cambio, qué importaba lo que había sido o cómo había sido. Importaba lo que había llegado a ser, lo que ahora era. Hay una cosa más que me gustaría saber dijo de repente. ¿La estatua de oro? Exacto. Ahí sí que no puedo ayudarle. No porque no quiera, sino porque no existe ¿Por qué pretende engañarme? Nada más lejos de mi intención. Verá: si quisiera engañarle, le pediría precio. Pero no creo que a usted le interese pagar ni un solo dólar por una momia de dos mil quinientos años recubierta con un baño de oro tan fino como un papel de fumar. ¿Una momia? Sí, señor Cosgrove. ¿Sólo había eso en esa cueva? No, pero lo que había no creo que sea muy interesante para usted. Pese a las creencias de todos y a la leyenda, alguien más que yo había entrado con anterioridad en ese lugar y de

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haber habido entonces algo de valor, tal vez hoy se encuentre en las manos de algún coleccionista como usted. ¿Está usted seguro? Completamente. Lo poco que queda allí, puede que como mucho pueda ir a parar a algún museo local. Porque la cueva, bajo el mar, es un lugar sumamente húmedo. Todos los objetos de hierro están completamente corroídos por el agua y el salitre. Y del resto de las cosas que allí hubo no quedan más que montones de polvo y porquería. Era de esperar dijo finalmente. Y supe, como lo supe cuando hablaba con Aulet, que mi discurso había sido convincente. Es que, la verdad, miento con bastante soltura, pese a que no me considere para nada un mentiroso, al contrario. Pero debo tener madera de buen actor. No podía decirle otra cosa, y aunque, por una parte, lamentaba haberle mentido, por la otra creía correcto obrar como lo hice, sin dejarme subyugar completamente por la imagen de seductor que había exhibido ante mí y ante Ana. Es posible que no me hubiera dicho una sola mentira pero, ¿quién me podía asegurar que todo lo que me acababa de decir era toda la verdad? Como él mismo le había dicho a Ana la noche anterior, ni siquiera él era capaz de abarcar la verdad en su totalidad, quizás, ni siquiera, la totalidad de sus intenciones. En aquel momento, necesitaba cambiar el tercio y sobre todo, resolver la duda que me venía atormentando y que había dado pie a concertar aquella reunión: Quiero que me conteste a una pegunta por la que tengo curiosidad desde ayer. ¿Cuál? ¿Cómo supo que a Anaraida la mataron los hombres de Uría? Cosgrove sonrió y me miró con un brillo pícaro en sus ojos. Estaba usted escuchando ¿verdad? Bueno, usted y Stromberg. Él seguramente le colocó a Ana un micrófono. Lo sabía, lo suponía y no me hizo falta ser brujo para darme cuenta de que aquella hipocresía tenía un motivo y no le era

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propia. Pero sí que me faltó inteligencia para adivinar el ¿cómo?, que fue lo que le pregunté a Cosgrove. Debería haberlo adivinado ya. Pero ese es, precisamente, mi regalo de buena voluntad para con usted. No le comprendo. Míster Cosgrove, bastante más inteligente de lo que era Luis Uría, un hombre que para el americano era tan sólo un niño que nunca superó el rechazo de su padre no necesitó colocar vigilancia alrededor del rancho para saber de sus movimientos y ponerse, al tiempo, en evidencia. Sencillamente, lo hizo desde dentro: Lucho Rodríguez. El ex-policía era un hombre con muchas debilidades, pero la que más había resaltado en él a lo largo de su vida era la capacidad para aceptar sobornos, mordidas y venderse al mejor postor. Cosgrove, buscando el punto flaco en la extraña partida de ajedrez que mantenía con Luis, sencillamente atacó por ahí. Le ofreció a Lucho importantes y generosas cantidades a cambio de que le mantuviese puntualmente informado de algunos de los movimientos de su oponente, pudiendo así anticiparse a sus jugadas. Era fácil, sencillo, y poco comprometedor si sabía hacerse bien. Una vez que Lucho aceptó el primer pago, lo tuvo en sus manos para siempre: si alguna vez decidía volverse atrás en su acuerdo, Cosgrove le delataría y no sería nada agradable lo que Uría y sus hombres podrían llegar a hacerle. Fue gracias a Lucho Rodríguez, por ejemplo, como supo que Uría tenía previsto tomar un avión con destino a Santiago y, por tanto, avisar a Anaraida de su inminente llegada. Gracias a él, tuvo constancia de la muerte de ella a manos de Nicanor y de la de Uría por la estocada de Anaraida. Por él, igualmente, se enteró de que yo era el heredero de la fortuna del finado. Y dicho esto, necesario para poder entender lo demás, nos vamos al principio de esta última historia. Una historia que comienza en el momento en que una furgoneta camuflada con distintivo comercial, con las piezas robadas en casa de Uría, llega a manos de Cosgrove, quien, junto con Lecrerc, aguardan por ellas en las oficinas del primero, sitas en la Quinta Avenida neoyorkina. Te estoy hablando del mismo día, aunque un poco antes, de que Ana y yo llegásemos al rancho por segunda vez, en

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el coche en que Jack nos recogió en el hotel: el 13 de noviembre, sábado. Cosgrove, por supuesto, nada más ver la mercancía, se dio cuenta de la impostura. Pero el muy zorro se cuidó de no decirle nada en aquel momento al abogado. Se disculpó y lo dejó solo, alegado que tenía que hacer una llamada importante. Allí había algo que no cuadraba: carecía de sentido que pretendiese timarle de un modo tan burdo. A él, que en ese terreno se las sabía todas. Y concluyó que el picapleitos no sabía lo que se traía entre manos, que eso que le había dicho de que tenía el control no era más que un vulgar farol. Había dos posibilidades: Lecrerc era tonto de remate de lo que empezaba a estar seguro o de que, alguien, un cómplice, le había engañado. Optó por tirar del hilo, para lo que se puso en contacto con Lucho Rodríguez. Le envió el mensaje habitual, y aparentemente inocuo, a su teléfono móvil y el ex-policía, al poco, le telefoneó a él. Lucho le contó que Lecrerc había robado algunas obras de la colección de Uría. Que él estaba en New York en el momento del golpe, pero que, al enterarse, regresó al rancho, donde se encontró todo lleno de policías. También que Stromberg y Nicanor, a quienes había avisado, habían vuelto inesperadamente de Brasil y que la cosas estaban feas, porque le habían interrogado, creyendo que había podido tener algo que ver. ¿Por qué?, le preguntó Cosgrove. Y Lucho le explicó que, aparte de Jack y Nicanor, era el único que tenía el código de acceso al búnker de Uría, por lo que no se explicaba como Lecrerc había podido entrar. Por último le dijo también que, de inmediato, había partido con Nicanor, con el fin de acorralar al abogado, del que sabían que había volado a Nueva York, donde estaban en ese momento. Cosgrove le aclaró que Lecrerc se encontraba en su casa porque había tratado de venderle las piezas desconociendo que eran falsas. Rodríguez le reveló que sí, que el fruto del robo no eran más que simples copias, pero que además se había llevado sesenta millones de dólares, auténticos, y le detalló el procedimiento del desvío del dinero a una empresa en Islas Caimán. Eso es todo lo que sabemos, le dijo finalmente Rodríguez, como queriendo zanjar el tema.

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Cosgrove no podía dejar de preguntarse qué había detrás de todo eso, ni cómo iba a reaccionar Nicanor, que probablemente estaba en esa casita frente a la suya, vigilándole. Curioso era también el cómo había entrado Lecrerc en el búnker de Uría. Difícil, por no decir imposible, que pudiese hacerlo solo. Jack; Nicanor y Lucho. Cualquiera de los tres, con sus tarjetas y códigos, tenía que haberle ayudado. ¿Estaban realmente en Brasil los otros dos? ¿Y Lucho, como decía, estaba en Nueva York cuando el golpe? El hecho de que para Nicanor y Jack, Rodríguez fuese el primero de la lista de sospechosos, parecía excluirlos a ellos. Pero que Lucho saliese airoso del interrogatorio a que lo sometieron, aparentemente, también le dejaba fuera. Y ¿qué papel jugaba él mismo? ¿Por qué Lecrerc pretendió engañarle? ¿Estaba siendo el abogado, a su vez, engañado? Por lo que sabía, y recapitulando, Lucho podía, y al tiempo, no podía, estar en el ajo: no había sido más que un vulgar policía y ahora un matón de poca monta, que no brillaba precisamente por su inteligencia. Quizás por eso, asumiendo su propia condición, se había conformado siempre con la parte más pobre del pastel, sacando tajada de aquí y de allá, pero que, en suma, no eran más que migajas. Era tan pardillo, que había sido el único expulsado del cuerpo de policía por no haber sabido guardarse las espaldas y porque fue utilizado para expiar las culpas de los demás. A su favor, en cambio, tenía la experiencia de haber trabajado largos años en el departamento de delitos económicos y tras su paso por estupefacientes, conocía las mejores rutas para mover mercancía por carretera y por mar. La única alternativa de Cosgrove era presionar a Lecrerc para que le revelase quién más estaba con él en el asunto. Volvió a la antesala de su despacho, en la que el abogado le esperaba y mirándole desafiante, preguntó: ¿Por qué has intentado engañarme, tratando de colocarme unas piezas falsas? Lecrerc se puso pálido ¿Falsas? ¡No puede ser! y Cosgrove supo al momento que aquel leguleyo no tenía ni idea de lo que tenía entre manos.

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Y hay un pajarito que me ha dicho que las has robado y que también has robado sesenta millones de dólares. ¿Quién le ha dicho eso? le contestó Lecrerc en un tono que se veía perfectamente que reconocía sus culpas y buscaba al traidor. Yo soy quién hace ahora las preguntas. ¿Quién más está contigo en esto? Lecrerc, que se veía entre la espada y la pared, se veía muerto de miedo. No puedo decirle nada. Si lo hago, estaré muerto. De todas formas ya estás muerto. Nicanor y Lucho vienen hacia acá en tu busca. Sólo tengo que esperar a que lleguen y ponerte en sus manos. Créeme que lo haré si no me lo cuentas todo. No puedo. Muy bien. Como quieras. Ya me lo dirás Inmediatamente, dos guardias de seguridad a quienes Cosgrove llamó, aparecieron en el despacho. Ahora volveremos juntos a mi casa, del mismo modo que vinimos le dijo y, luego, a los guardias Lleváoslo a mi coche, yo iré ahora. Cosgrove había sido cauto. Estaba seguro de que no sólo Lucho, a quien se lo había dicho él personalmente, sino el resto de los hombres de Uría que vigilaban la casa, sabían que Lecrerc estaba con él. El abogado, incomprensiblemente, había venido a verle sin precaución alguna. Pero, para el negocio de las piezas, aquella mañana lo había sacado de su casa, oculto en el enorme maletero de su Bentley, mientras que el Chevrolet Blazer con que Lecrerc había llegado hacía dos días, seguía aparcado, bien visible, a la entrada de su propia casa. Pero, lo que son las cosas. Justo en ese momento Stromberg llamó a Cosgrove: a él, le pasaron la llamada a su coche y Jack, me la pasó a mí. Esa fue nuestra primera conversación, de la que ya te hablé antes. Y yo, sin saberlo siquiera, le iba a dar la clave que le faltaba para atar el resto de los cabos. ¿Cómo? Muy sencillo: le acusé de complicidad con Lecrerc en el robo. Si yo le acusaba a él, sólo podía significar que Jack Stromberg que Cosgrove sabía que estaba en ese

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momento conmigo porque se identificó cuando hizo la llamada, también creía eso. Por tanto, si el ex-agente del FBI, sobre todo después de haber interrogado a Lucho Rodríguez, pensaba que Cosgrove era culpable ¿de dónde sacaba eso? ¿Quién podía haberle puesto a él en el punto de mira? La respuesta parecía venir sola. Al llegar a casa, volvió a interrogar a Lecrerc. Ya no es necesario que delates a tu cómplice. Verás, yo te contaré una bonita historia y tú me vas a decir si estoy equivocado o no. Había una vez un tipo llamado Lucho Rodríguez que, por si no lo sabías, trabajaba para Uría pero, al mismo tiempo, también me informaba a mí y cobraba por ello. Un día, al morir su amo, decidió que una parte de la herencia tenía que ser para él. Como necesitaba de un idiota sobre quien echar las culpas, buscó un abogado que trabajaba en la casa para que le hiciera el trabajo sucio. El abogado robó sesenta millones de dólares y unos objetos que creía muy valiosos, pero que resultaron ser falsos. Lucho, claro, no le dijo nada, aunque vaya si lo sabía. Y ahora él seguramente tiene el dinero y tú estás bien jodido ¿me equivoco? Lecrerc no dijo nada, pero seguramente pensó en su penosa situación Ahora, fíjate, tu amigo está ahí afuera con Nicanor. Si te pongo en la calle, caerás en sus manos. Y seguro que Lucho querrá matarte para que no le delates. Así que sólo me tienes a mí. ¿Y usted va a ayudarme? Dame una razón para que tenga que hacerlo. Le diré a cambio todo lo que sé. Me parece que tienes bien poco para negociar. Pero te escucho. Y Lecrerc cantó la ópera completa. Juntando lo que dijo y lo que Cosgrove me contó a mí, la historia podría quedar así: Una vez muerto Uría y con Stromberg y Nicanor fuera del país, a Lucho se le ocurrió que era el momento para dar el golpe perfecto. La idea se ve que le vino a raíz de una llamada del Consulado Honorario de México en La Coruña, que él mismo atendió. Era el día 28 de octubre de 1999, tres días después de la

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muerte de Uría. A requerimiento del Juzgado de Ferrol, el Consulado se interesaba por conocer qué se hacía con su cadáver que, en aquel momento, tomaba el fresco en una nevera del Hospital General de Ferrol. Sabían, por lo que el juzgado les comunicara, que Uría no pasaba problemas económico. Pero si nadie se hacía cargo de los gastos de enterramiento o repatriación, el Ayuntamiento de Ferrol se ocuparía de oficio, aunque luego buscase el modo de cobrar, interviniendo incluso cualquier cuenta bancaria que pudiesen encontrar a su nombre. Lucho contestó que él no era quien de tomar esa decisión y que tampoco tenía acceso a ninguna partida económica con que cubrir los gastos. Desconocía igualmente si Uría tenía alguna clase de seguro que se ocupase de los costes y que no tenía parientes conocidos en México. Del consulado, le facilitaron un teléfono y le rogaron que, en cuanto supiese esos datos, se pusiese en contacto con ellos. Comenzó a pensar que las autoridades mexicanas ignoraban aún el fallecimiento de Uría y, a poco que se dilatase le proceso, dispondría de un margen razonable para moverse. Cono sabes, era el único que tenía en aquel momento la tarjeta y el código que daba acceso al búnker, pero no así a los ordenadores ni a sus contraseñas, que estaban en manos de Lecrerc. Planificó el robo del dinero de la cuenta de Uría y, como última jugada maestra, también de las piezas que Cosgrove tanto ansiaba Uría, siempre prevenido, había creado diferentes compartimentos estancos, sin haber previsto la posibilidad de una conspiración como aquella. El ex-policía Rodríguez, lo vio fácil: sólo tenía convencer al abogado, para dar el golpe juntos, asunto en el que se ve que no tuvo que insistir mucho, tras ponerle en el anzuelo la mitad del botín. Por supuesto, se cuidó de advertirle de que, si las cosas salían mal y se le pasaba por la cabeza delatarle, era hombre muerto. Pero el brillante golpe iba mucho más allá del coge el dinero y corre. Lucho sabía que, por mucho que corriera, no podía huir eternamente de Jack y Nicanor, si éstos llegaban a enterarse de su participación. Y Cosgrove, seguramente, sería también un mal enemigo. Necesitaba de un cabeza de turco en quien hacer recaer las culpas, quedando él completamente impune. Y ese papel, se lo adjudicó igualmente a Lecrerc.

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El primer paso, de los diez, que como los mandamientos, conformaban el plan, fue entrar en el despacho de Uría con los recursos de que disponía, acceder a los ordenadores gracias a las contraseñas que poesía Lecrerc y, revisar su interior, lo que conllevó alguna dificultad para acceder a los archivos privados, que sólo el propio Uría tenía bajo control: llevó su tiempo, pero se logró. Comprobaron de inmediato las diferentes cuentas e inversiones que allí figuraban. Y, voila, nada menos que tres, que sumaban en total sesenta millones de dólares, estaban a nombre de tres diferentes compañías con sede en Panamá. Hubo suerte de que Uría no usase su propio nombre y utilizase un único testaferro, que figuraba como titular en todas las empresas. Panamá, como es sabido, no aplica ningún tipo de fiscalidad ni control sobre los depósitos de bancos extranjeros. Tampoco hay obligación alguna de informar sobre las transacciones exteriores. La cosa se ponía más fácil de lo que esperado. El segundo paso era hacerse con un poder notarial que diese a Lecrerc potestad para realizar, en nombre de Uría, cualquier clase de operación. Lucho sabía bien a quien recurrir. Por tan sólo diez mil dólares un hacendoso notario les facilitó un documento tan auténtico, que sólo la firma de Luis Uría era falsa, aunque perfecta. Por el mismo precio, el notario, envió una copia certificada al testaferro, de nombre Mario Sous, Lecrerc sabía de él, aunque no lo conocía personalmente. Tal vez porque Uría, en eso, era muy mirado y el único nexo de unión entre todos los puntos de su red, era él mismo. El tercer movimiento de la sinfonía podría titularse “Trampa para Lecrerc”. El abogado contactó con Cosgrove, le dijo que tras la muerte de Uría tenía el control, que el difunto le había facilitado un poder notarial y que estaba dispuesto a vender, a quien le interesara, las obras de la colección. Hablaron: Cosgrove sólo quería seis piezas muy concretas, pero que antes de cerrar el trato, debería verlas. Todo correcto. La cuarta fase era hacerse con ellas. Lucho le abrió la puerta del museo privado, las retiraron, embalaron y ocultaron en el maletero de una furgoneta. El quinto elemento del plan sería cubrirse las espaldas. Lucho dijo al abogado que él mismo iría personalmente a las Islas Caimán, donde crearía una nueva empresa a la que poder

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transferir el dinero. Pero, en realidad, voló a Nueva York, donde se dejó ver junto al resto de los hombres que vigilaban la casa de Cosgrove, para hacerse así con una perfecta coartada. Alguien, probablemente algún contacto de sus viejos tiempos, le hizo el trabajito en las Caimán. En sexto mandamiento fue, en el momento preciso, dar orden a Lecrerc para que contactase con el testaferro y transfiriese el dinero a la nueva compañía, bautizada con el irónico nombre de Undercover and Safety. El séptimo, de caballería: Lecrerc sacó de la casa las piezas ya dispuestas en la furgoneta y la dejó aparcada en una determinada dirección, donde la recogerían los encargados de llevar la mercancía a Nueva York. A continuación, Lecrerc tomó un taxi, fue al aeropuerto y voló a Nueva York. El octavo era, de acuerdo con Lucho, que Lecrerc visitase a Cosgrove. Así lo hizo, le dijo que la mercancía estaba en camino, que llegaría en un par de días y, entonces, liquidarían el asunto. Tuvo suerte de que Cosgrove lo invitara a quedarse en su casa, porque, según Lucho, era importante que nadie lo viese paseándose por Nueva York. Lo curioso es que también le dijo que, desde la muerte de Uría, y la huida de Jack y Nicanor, ya no vigilaban a Cosgrove, con lo que podía ir tranquilo a su casa, aunque alerta. La novena, o irrealizable parte del plan, era cerrar el trato con Cosgrove, coger el dinero y llevarlo a la Trascaribean Shipping de Flip, que se encargaría de trasladarlo a las Caimán. Al fin, el décimo, o la suma engañifa, era reunirse, liquidar las empresas y repartir el dinero. El plan B, o sea, el que Lecrerc no sabía, consistía en que Lucho regresaría de Nueva York, una vez el dinero transferido el dinero a la empresa que sólo él controlaba, sacarlo de ahí a una segunda compañía totalmente opaca, liquidar la primera y, de este modo, adiós al rastro del dinero. En Monterrey, tenía que seguir actuando con normalidad, hacer ver que se preocupaba. Pero, siempre hay un pero: circunstancias con las que no se cuenta. Y tras superar el regreso de Jack y Nicanor, el interrogatorio, la llamada de Cosgrove, la captura de Lecrerc, la bronca de Stromberg por su regreso inesperado y sorprendente al

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rancho, quizás no contó con la inteligencia y desconfianza del americano, que le había descubierto la jugada. Tras este apasionante relato que me hizo Cosgrove junto a las caballerizas, sólo nos faltaba por saber quiénes eran los tipos que persiguieron el auto en el que Nicanor, Lucho y Roberto llevaban al abogado. Pero hoy mismo lo sabremos. Los traen de camino hacia aquí junto con Lecrerc. Regresamos a la casa y llamé discretamente a Stromberg: ¿Dónde está Lucho? le pregunté. No tengo ni idea. Julio dice que salió con su carro nada más llegar el americano. Hay que encontrarlo como sea: él fue quien robó el dinero. ¿Está seguro? Del todo. Además, era el confidente de Cosgrove. Después te cuento los detalles, pero ahora, búscale y tráelo aquí. ¡Le voy a dar en la madre! dijo, casi en un susurro, pero con un tono y un rostro que expresaba al mismo tiempo odio, ira y coraje. Stromberg se puso de inmediato en marcha. Ordenó a Julio y a Ricardo que persiguieran a Lucho, lo buscaran aunque fuese debajo de las piedras y se lo trajesen como fuera, pero vivo. A continuación, llamó a la policía, a quienes les contó que el interfecto había huido, que se trataba, con seguridad, del responsable del robo y que sospechaba pudiera tratar de tomar un avión. De inmediato organizó la puesta en marcha un operativo de búsqueda para interceptarle antes de que consiguiera abandonar el país. Señor Cosgrove, de momento tengo que darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí. Después de esto, no le quepa duda de que será usted el primer comprador a quien le ofrezca la colección de Uría. Y el último, espero. También yo. Además, le haré un buen precio. Antes de marcharme, he traído algo para usted, que quiero darle.

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Cosgrove tomó el maletín de piel de cocodrilo que ya había llevado a la cena con Ana y que volvió a traer consigo aquella mañana y me lo entregó. Ábralo Iba a hacerlo cuando Stromberg me lo arrebató de las manos y dirigiéndose a Cosgrove, le dijo. Mejor ábralo usted dijo, pese a que sabía que dentro no podía haber nada metálico. Aunque tal vez sí alguna clase de explosivo. El americano sonrió, cogió el maletín, lo abrió y vació el contenido sobre la mesa de la terraza. Seguro que no te imaginas lo que había dentro: fotos mías en diferentes lugares de Santiago: con Ramón Escadas cruzando la plaza del Obradoiro, con Luis Uría tomando un Pernod en la terraza del Hostal, y hasta una con Ana, pero, en esa, a ella se la veía de espaldas; también otras en mi todoterreno, saliendo de mi casa... en fin, un carrete completo. Y eso no era todo: estaba también la copia de la carta de Luis Uría, del texto manuscrito de Ana en gallego, la copia del diario de Pedro Luz, las famosas fotografías del acantilado, las que los hombres de Uría le hicieron a Anaraida entrando en la casa de Cosgrove e incluso, la que de Anaraida y Luis en blanco y negro en la Alameda compostelana. Finalmente, en dos cajas de 10 casetes vírgenes marca TDK, la copia de las cintas que yo había grabado para ti. Supongo que sabe cómo llegó a mí ese material. Sí. Sólo pudo ser Maga, la hija de Anaraida. ¿Y eso fue todo lo que le envió? No. Había también una carta para mí y una llave: ahí, dentro de ese curioso sobre. Y tan curioso, porque el sobre, de color violeta, llevaba escrita a mano la frase: “Para entregar a Bernardino Braña”. Me la quede mirando sin comprender. Era una llave pequeña, corriente, que seguramente se correspondería con un buzón o una caja de mediano tamaño. Ni idea. Pensé que sabría en dónde encajarla. No tengo ni la menor idea. Y su carta ¿qué decía? Poca cosa. Me anunciaba la muerte de su madre, me agradecía la ayuda que le había prestado y, por si tenía

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interés y podía servirme para algo, me enviaba el final de su curiosa historia: es decir, todo ese material. También me pedía que, una vez lo hubiese visto, se lo entregase a usted. ¿A mí? dije sorprendido. Sí Y, por lo que veo, a usted no le interesa demasiado. No mucho. Las historias esotéricas de Anaraida hace tiempo que dejaron de interesarme. Y menos ahora, sabiendo que nada de lo que buscaba, existe realmente. ¿Y ha escuchado las cintas? Un poco. Sé que es su voz, pero no entiendo bien lo que dice. Bueno, en realidad, no entiendo casi nada. ¿Y no hizo que se las tradujeran? En realidad, llamé a mi secretaria, que es cubana: ella me tradujo un poco de la primera casete, donde habla usted de la muerte de Luis Uría. Imagino que en las demás se cuenta el resto de la historia. Pero consideré que sería demasiado esfuerzo, una vez que ya sé todo lo que me interesa. Entiendo dije con una mezcla entre sorpresa y agradecimiento. En el fondo es lógico, pensé. ¿A quién puede interesar todo esto más que a mí? Tal vez a Ana, tal vez a ti como argumento literario o al juez, que también tiene una copia, para resolver un caso. Pero a Cosgrove, sin tesoro por medio ¿por qué iba a interesarle? Señor Bernardino, he tenido mucho gusto, pero es hora de que me vaya. De acuerdo. Me pondré en contacto con usted en cuando resuelva los asuntos de la herencia y haremos negocios. Así me despedí de Cosgrove. Eran casi las doce de la mañana. Esa misma tarde llegarían Nicanor y Roberto, con Lecrerc y los otros dos tipos, en el barco de Flip. Stromberg, Ana y yo fuimos por carretera, pasando por Reynosa y Matamoros y los recogimos, al lado de la frontera, a menos de una milla de un pueblo costero llamado Bagdad, como la ciudad de las mil y una noches.

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Nicanor preguntó inmediatamente por Lucho Rodríguez. Stromberg le explicó que estaban tras su pista y que era cómplice de Lecrerc. Nicanor ya lo sabía, porque, en su trayecto en barco, había hecho confesar al abogado. Pero lo curioso, bueno, a lo mejor no es tan curioso: Nicanor nos dijo que Lucho, primero, había intentado matar a Lecrerc, antes de que pudieran embarcarlo. Algo que ya sospechó Cosgrove en su momento. Pero Roberto y él lo evitaron: una, porque si Lucho lo mataba, jamás se podría recuperar el dinero y dos, porque yo había dicho que lo trajeran. Tras eso, haría menos de una hora que habían zarpado, cuando cayeron en la cuenta de que Lucho había desaparecido. Lo buscaron por todo el barco, pero no estaba. Y como regalito de despedida, se había cargado la radio, la radiobaliza, el GPS y el único teléfono por satélite que tenían. Y los móviles normales ya no tenían cobertura, porque estaban lejos de la costa. Lo único que había dejado sano era el radar. Toda la travesía la pasaron incomunicados. Los tipos que les habían perseguido juraban pertenecer a la agencia de detectives de Nueva York de Chester Garbuz y decían no saber el nombre de quien les había contratado, aunque creían que era una mujer. Su documentación y credenciales parecían en regla. Stromberg se puso de inmediato en contacto con la agencia que, en principio, se negaban a darle tal dato. Jack, sin perder la calma, les amenazó afirmando que tenía con él a aquellos dos y que, si no le decían lo que quería saber, les ataba una piedra al cuello y los tiraba al fondo del mar. Hizo que uno de ellos, llamado Stacy, se pusiese al teléfono y ratificase lo que decía. Tras esto, le revelaron sin dilación la identidad de su cliente: una francesa llamada Jeanine Vidal. Les había encargado que no perdiesen de vista a un tipo llamado Julián Lecrerc, les facilitó una dirección en Long Island y una fotografía. Pagó por adelantado tres mil dólares. Pero ¿quién coño era? A nadie le sonaba de nada aquel nombre. Regresamos a Monterrey. Entregamos a Lecrerc a la policía y dejamos libres a los otros dos aprendices de detective. Cenamos en el rancho y, por ese día, acabó el cuento. A la mañana siguiente, mientras tomaba un baño con Ana en la piscina, se acercó Nicanor con un paquete en la mano.

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Han traído esto para usted. El paquete, un envío urgente de UPS, lo remitía Jeanine Vidal y procedía de Islas Caimán. Vaya, al fin sabremos quién es la misteriosa dama. Abrí el paquete y, dentro, había solo una caja, pequeña, metálica. Ningún papel, ni una nota. Nicanor me aclaró que la había pasado por el detector de metales y al sonar la alarma, la introdujo en un escáner de rayos x. Parecía que dentro sólo había un papel enrollado, parecido a un pergamino. Traté de abrir la caja, pero estaba cerrada. Bajo una pestaña metálica que se deslizaba hacia un lado había una cerradura, pero ninguna llave. ¡Exacto! Tenía una llave que me había dado Cosgrove y una caja en que probar. Fui a buscar la llave al dormitorio, la introduje en la cerradura, giré y, con toda la facilidad, la abrí. Dentro había una carta, efectivamente enrollada y con un lazo alrededor. Decía así: Mi querido Bernardino: No tuve suerte contigo en nada de lo que intenté. Traté de seducirte, pero te escapaste. Traté también de vengarme, cumpliendo mi destino, pero conseguiste escapar de nuevo. ¿Sabes ya quién soy? Sí, Ada. Bueno, para ti soy Ada, aunque en realidad, te engañé. Ada, la pobre, ni siquiera sabe que existes. No te parezca raro: tampoco quiere saber nada de mí. Digamos que no existo para ella. En realidad, mi nombre es Maga. Fui yo quien te hice todas esas fotografías en Santiago, que supongo ya te habrá entregado James Cosgrove. Sí, te estuve siguiendo. Y fue, interesante. No te diste cuenta de nada. Supongo que me tomaste por una turista más. Después de aquello, alquilé el apartamento contiguo al tuyo y entré en tu vida. Cómo me gustó acorralarte, ver cómo te azorabas y, mirando la zanahoria pero sin ver la caña, dejabas las llaves de tu apartamento en el mío. Fue tan fácil. Aunque, siendo del todo sincera, debo decirte que esperaba otra cosa de ti o, mejor, que deseaba otra cosa. Los dos nos lo perdimos. Fue divertida también la segunda vez. Entretenerte en tu apartamento, contándote la maniquea historia de Ada y de Maga, mientras que daba tiempo a la policía. Sí, les avisé yo cuando me di cuenta de que habías vuelto a casa. Vinieron en tu busca en día anterior, pero no estabas y me dejaron una tarjeta. No te ofendas pero, qué fáciles de engañar sois los hombres.

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Pero volviste a escaparte. De mí, era lógico. Pero lo de los policías fue una sorpresa, aunque no desagradable. En realidad, no tengo nada en tu contra. Salvo, quizás, que seas quien eres. Claro que esa es una vieja historia que tanto a ti como a mí nos cae un poco lejos. Pero tengo más secretos que contarte. ¿Por dónde empiezo? ¿Tal vez por el viaje que hice a New York aún antes de conocerte? ¿Te parece bien? Pues verás: fui con mi madre, sí, las dos juntas. ¿Sorprendido? Tú ya sabías que ella estuvo en casa de Cosgrove, porque tenías aquellas dos fotografías. Yo la esperé en el Hotel Hilton. Me encanta ese hotel. Cuando mi madre regresaba, me llamó con su móvil desde el coche y me contó que la venían siguiendo. Y como yo soy muy juguetona y uno de los que trataban de vigilarla no tuvo reparo, ni cuidado, en continuar su persecución hasta el hall del hotel: me fui a por él. Este sí que no se escapó. Me lo llevé a la cama. Se llamaba, bueno, en realidad aún se sigue llamando, Lucho Rodríguez. Seguro que el nombre te dice algo. No es tan listo ni tan guapo como tú, pero no está mal del todo. Y qué sencillo fue sonsacarle: uno de los hombres de Luis Uría, nada menos. ¿Por qué siguió a mi madre? Porque, al igual que te pasó a ti la primera vez que la vise en el aeropuerto, a él también le gustó su culo, aunque ahora creo que prefiere el mío. Supongo que también lo hizo porque se aburría mucho encerrado en aquella casa, con la aburrida compañía de tres detectives de mala muerte. Después de esa noche, mamá y yo regresamos a casa. Y llegaron los días en que te perseguí para hacerte esas fotografías. ¿Verdad que te saqué muy bien? Bueno, debo reconocer que eres bastante fotogénico. Después de que te detuvo la policía, al día siguiente, por la noche, me telefoneó Lucho. Me echaba de menos. Tú ya te habías escapado y, aunque yo aún no lo sabía, curiosamente, también me apetecía una escapadita. Así que fui a Monterrey. Estuve en el rancho. ¿A que no lo sabías? Y aunque me gustó el colchón mullido de la cama de Uría, quizá fuese un poco blando. Pero lo mejor fue que Lucho me contó que le habían llamado del Consulado y que en México, oficialmente, nadie sabía que Uría estaba muerto. De pronto tuve una idea perversa. ¿La imaginas? Seguro que ya sí, porque para estas cosas eres bastante listo aunque, para otras, no tanto. Yo fui la que vine a las Islas Caimán. Y aún sigo aquí. Me gusta este sitio. Creo que no me importaría vivir en él. Pero ¿sabes lo mejor? Hay más de quinientos bancos de todo el mundo y casi medio billón, con b, de dólares americanos en depósitos. Y más de treinta mil empresas. Y sobre todo, qué fácil es hacer cualquier cosa cuando se tiene dinero y a nadie le importa cómo lo has conseguido. Dinero de verdad, claro, como por ejemplo: sesenta millones de dólares.

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Quizás creas que te estoy escribiendo esta carta por puro recochineo. No es así. En realidad no tiene nada que ver contigo. Esto no puedes reprochármelo porque, a ti, no te robé nada. En aquel momento todo seguía siendo de Uría. Y aunque tú y yo lo supiéramos, oficialmente no estaba aún muerto, al menos en su país. Son esas cosas buenas que tiene la tantas veces maldecida lentitud de la burocracia. Además, quien roba a un ladrón... porque ese dinero no era limpio, ni blanco, aunque estuviese bien lavado. Pero, sobre todo, lo considero una indemnización razonable por parte de Uría, proclamado y autoproclamado convicto y confeso de haberme dejado huérfana. Te decía lo fácil que es todo aquí. Puedes hacer y deshacer empresas. Cambiar el dinero de sitio cuantas veces quieras, sin que nadie diga a nadie que es tuyo. Absolutamente confidencial. Y encima, sin pagar ni un dólar de impuestos. Te pondré un ejemplo: al llegar, todo el mundo es servicial. Empresas como la International Company Services, por sólo 600 libras esterlinas te ofrece el registro, a su nombre, de tu empresa en las Islas Bahamas. Otras, como Scope International te facilitan pasaportes de supervivencia, a elegir entre ciento veinte países, a partir de la insignificante cantidad de diez mil dólares. Y hasta te explican cómo hacer desaparecer tu nombre de todos los ordenadores y bases de datos. Hay muchas más, para qué seguir: imagínate lo que quieras, cualquier cosa y seguro que hay una empresa que te la vende. Por eso, no esperes dar conmigo. Tampoco con el dinero. Ni, por supuesto, con Lucho. Tú tienes a tu Ana y yo, de momento, lo tengo a él. Aunque, la verdad, te preferiría a ti: porque eres más guapo, más listo y tienes más dinero. Pero en fin, no se puede tener todo. A lo mejor, en el futuro, si las cosas con Ana te van mal y no envejeces mucho y te pones fofo, quién sabe, tal vez vaya a por ti. Por último, sólo una cosa, en relación a lo que a ti y a mí nos une por esas extrañas relaciones de nuestras familias: me considero satisfecha. Y confío que mi madre, mi abuela y todas las demás, que tanto hicieron y deshicieron, también lo estén. A fin de cuentas, seguro que tu Ana, si es cierto todo eso que te dice (permíteme que me ría y te desee mucha suerte con ella), se lo gastó ya todo. De lo que estoy bastante segura es de que ha pasado ya demasiado tiempo para que otros, los que fueran, conservaran intacto lo que a mi familia le robaron. Además, lo del oro y las joyas me gusta para pulseras, anillos y pendientes. Los collares, mira, no mucho. Para una noche de fiesta, puede. Pero, desde luego, prefiero la comodidad de las joyerías y no tener que buscar como quien busca una aguja en un pajar. Y aun suponiendo que lo encontrara, tener luego que malvenderlo,

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es una complicación y un trabajo que prefiero evitar. Si queda algo y lo encuentras, todo para ti. Espero que no me guardes rencor. Un besito (como aquel que te robé) Maga.

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VEINTIOCHO

NOTA EXPLICATIVA DEL AUTOR

Aquel viaje a Egipto, sin duda, mereció la pena. Y por muchas cábalas que me hice en todos aquellos meses de espera, jamás hubiese imaginado que el final de su historia fuese a ser como finalmente fue y Bernardino me contó. Guardé las dos microcasetes como oro en paño. Pero como no me pareció suficiente, por temor a que se me borrasen o cualquier otro incidente, logré hacerme en un mercadillo con una vieja máquina de escribir mi maltrecha economía no daba para un ordenador portátil. Tampoco me atrevía a pedirle a Bernardino que me regalase uno y aproveché las noches que no restaban de aquel viaje para transcribir las cintas tal cual estaban

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Únicamente me resta por añadir que, tras aquella sorprendente carta de Maga, Bernardino ordenó a sus hombres que cesasen en la búsqueda de Lucho, algo que Stromberg no podía entender, pero que no tuvo más remedio que aceptar. Bernardino sabiendo cómo supo que Uría tenía un precioso barco de recreo de su propiedad, anclado en Puerto Vallarta, decidió irse allá, reunir a la tripulación y partir primero rumbo a Hawai y luego, un maravilloso periplo por el Pacífico y por el Índico, que nos había contado por encima, aunque omitiendo el detallito del barco, la primera noche que pasamos juntos en El Cairo. De sus desavenencias con la justicia sabía, al menos, que Aulet no había ordenado ninguna búsqueda y captura de ámbito internacional, aunque sí, por supuesto en España. Y ello hacía que su regreso fuese, al menos, imposible, porque, pese a su falso pasaporte, resultaba demasiado arriesgada la posibilidad de ser reconocido. Aunque, dentro de unos años, ese riesgo, prácticamente, se reduciría a cero. Tras aquella semana, maravillosa, en El Cairo, donde tuve también la oportunidad de conocer un poco más a Ana y ratificar punto por punto todo lo que Bernardino había dicho de ella, salvo, claro, su supuesta longevidad, nos despedimos con la promesa de que cualquier día, en mi buzón, recibiría de nuevo noticias suyas. Sólo una última cosa, no vaya a pensar alguien que busco demasiado protagonismo en una historia que me es ajena: Bernardino, justo antes de aquella despedida, me entregó un texto de su puño y letra, que me pidió colocase, tal cual, en la parte final de este relato. Y eso es, sin más, lo que he hecho.

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VEINTINUEVE

CARTA O TEXTO DE BERNARDINO BRAÑA

¿Qué significa este legado? No lo sé. ¿Cuál es el sentido de la leyenda? Tampoco. Ni siquiera qué debo hacer como rey o heredero de ese rey que dicen que soy. Ramón dice que, la profecía, instigada por Uriel y que, según la leyenda, parece derivarse de ver cumplido su íntimo y último deseo, no fue tan así, es decir, fraguado por él solo. Que algo como esto no hubiese subsistido sin el apoyo e incluso la dirección moral, ideológica y hasta profética de su ovate. Que la relación que existía entre ellos, e incluso el grado de conocimiento de Uriel sobre los saberes druídicos y sobre los valores que sustentaban tanto su

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mundo como la propia vida, eran estrechos. Que la misma profecía va más allá de una simple historia de amor frustrado, que debe aguardar un nuevo y largo ciclo para poder consumarse. Que el verdadero rey y su regreso representan algo más. No sé si cuando Ramón lo dijo estaba hablando de esas profecías milenaristas, del fin del mundo o de todos esos temores comunes a casi todas las civilizaciones que van más allá de la propia muerte individual. Pero puede que tenga un algo o un mucho de razón en lo que explica, aunque no sé si, tal vez, dentro de esta historia o, solamente, dentro de su cabeza. El rey, claro está, representa la cúpula de un modo de organización de la vida. Un modo que, en Galicia, permaneció estable y casi sin cambios durante más de dos mil años, para ir luego adaptándose y cediendo el poder hacia esa nueva clase dominante de jerifaltes de la iglesia y de la nobleza importada, o bien local, pero al servicio de otra nobleza foránea, un escalón por encima. Lo que somos hoy es el resultado final de todas esas circunstancias, que han conformado el mundo en qué vivimos. Cada uno de nosotros somos el último eslabón de una cadena que nos conecta con aquellos hombres que vivieron, sintieron y nos dejaron, escrita por sus labios, su sabiduría. Y el caso del mundo que los celtas conocieron, y el legado que nos dejaron, está a punto de perderse, indefectiblemente. Hay una leyenda celta, llamada no sé exactamente como, pero algo así como del fin del mundo, en la que un druida, tras un sueño mágico, ve en el futuro como su mundo se ha desmoronado y los valores que su cultura representaba se han perdido para siempre. Al despertar pide a todos que hagan lo posible para que ese sueño nunca se haga realidad. Pero, en realidad, está muy cerca de serlo. Ya no vivimos en un mundo de individuos, en donde primaría el respeto por la diferencia, y la tolerancia, que son los valores que, precisamente, protegen al individuo, como ser único e irrepetible. Sino que vivimos en un mundo global, dónde lo importante es la sociedad y más que está, su sistema, frente al sistema del vecino, dónde las personas no son ya individuos, ni siquiera en el mundo del arte.

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Aquellos que tienen el poder y por tanto las armas, los medios y la ley hacen uso de él, como siempre ha sido a lo largo de la historia y sigue siendo hoy, imponiendo su idea de nación, su religión, su cultura, su sistema económico y hasta su nacionalismo disfrazado de patriotismo o de cualquier otra palabra eufemística. Y para ello, si es necesario, se niega la propia historia y se inventa otra. Y aunque el pensamiento no se puede encadenar, sí se puede silenciar, condenar al ostracismo a quien esgrime proclamas distintas. De la suma de esa imposición no aceptada y de la represión subsiguiente acaba por surgir el dolor del que se siente pisoteado. Como un péndulo de acción y reacción, frente a ese patriotismo no compartido, surge otro, que quizás ya estaba ahí, con otra idea de nación, que reivindica sus señas de identidad y el respeto a los valores diferenciales. Y si estos vuelven a ser negados, una y otra vez, sistemáticamente, el odio no tarda en llegar. Y el nacionalismo se vuelve extremista. Y de la conjunción del odio y de la radicalización de las ideas, que acaban por enquistarse en un espacio colindante entre la razón y el sentimiento, nace el conflicto que, dependiendo del potencial militar deriva en guerra o en terrorismo. De aquel mundo que heredamos de aquellos celtas, con sus valores, poco nos va quedando. Al margen de las imposiciones, los métodos se han vuelto más sutiles: la persuasión, disfrazada de atractiva publicidad, de ejemplos dichosos a los que imitar que nos bombardean desde todas partes, han vuelto a muchos acríticos, simples borregos que siguen los dictados de las modas marcadas por los intereses comerciales. Pero, lo peor es que hemos convertido en ley suprema lo que antes era sólo ambición de pocos: el deseo de riqueza y el vendernos por un fajo de billetes, nos parecen casi legítimos. Sin darnos cuenta que la riqueza, si no la creamos nosotros, es la que hay: sólo cambia de manos y, lo que acumulemos aquí, escaseará allá. El valor de ese mundo que nos venden a falta de otros valores desterrados, está en una sola palabra: éxito. Palabra de extraña definición, vacía de contenido, y que no tiene gradación. O tienes éxito o eres un fracasado, te dicen. O lo uno o lo otro. Y

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los signos de ese éxito se miden por la cantidad de dinero que acumulas, por un tipo de vida en la que el modelo del bienestar ya no basta, sino que tiende hacia el lujo, el refinamiento, el glamour, el reconocimiento y la ostentación. Con todo eso, eres un ser social, intocable, sino, serás tan solo un globalizado. Un consumidor de medio pelo viviseccionado por los estudios de mercado, con los datos precisos de todos tus gustos, tus hábitos, tus ideas, tu sueldo, tus hipotecas, bien grabados en los discos duros de los ordenadores: información valiosa que da poder porque puede venderse, sirve para trapichear, para intercambiar, para minimizar el riesgo empresarial de sacar al mercado un nuevo producto superfluo e innecesario. Lo único que cuenta es pasar del bocadillo al restaurante de cinco tenedores y, de ahí, al exclusivo mundo de pídeme lo que quieras que aquí está mi Visa Oro. Lo importante es cambiar el coche nuevo, cada dos años, por otro mejor. De la vivienda alquilada, a la propiedad de un chalet en una urbanización con guardia jurado en la puerta. Esa es la dinámica en qué nos meten: el único objetivo válido de nuestra vida. Y, lo peor es que, para llegar a él, cualquier medio vale. No mientras subes, pero sí cuando has llegado. Pero nadie nos dice, más bien se oculta, que cuando al fin alcanzamos esa cima social, no somos más felices, ni tampoco hacemos mejor el mundo, sino al revés. Es sólo un espejismo, una zanahoria tras la que corremos, pisando cabezas, aplastando a los demás, a cualquiera que se nos cruce en nuestro camino e intente usurparnos nuestro derecho, un derecho que tenemos por ser de aquí y no de fuera, por ser de la religión de los que tienen el poder, por tener el carnet de su partido y, por, de vez en cuando, si cabe, sentarnos en la misma mesa que ellos. ¿Qué derecho tienen esos otros? El mío es mayor. Y es que la competencia, mi querido amigo, es el valor a fomentar, con los concursos, las oposiciones, la acumulación de méritos, de títulos. Así, bajo la premisa de elegir a los mejores, a los más capacitados, además de seguir los presupuestos darwinianos y las leyes de la evolución, desterramos de la sociedad el valor de la solidaridad, de la ayuda al otro, del apoyo al más débil, de la cooperación. Y nos dan el cambiazo con un sucedáneo mortal: el del trabajo en equipo, el de pieza con

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recambio asegurado para un engranaje del que sólo conocemos la baldosa que pisamos. Y por eso, no importa ya la amplitud de la cultura, sino la especialización. No importa la vocación, ni las aptitudes individuales, sino la demanda del mercado para algunos empleos mejor pagados. Y sobre todo, no importa ya el respeto, ni siquiera dentro de nuestra propia familia. Hasta ahí llega la competencia. Me asquea leer en la prensa, por ejemplo, que al llegar el verano, numerosas familias abandonan a sus padres ancianos en las salas de urgencias de los hospitales, igual que lo hacen con sus perros y gatos. Porque la vida hay que vivirla como sea y a costa de quien sea, sin que nadie se me cruce en los objetivos vitales, profundamente egoístas, que ya, desgraciadamente, tanto han arraigado. Y es verdad, nadie lo dice, nadie tiene nada que decir, porque nadie piensa hacia atrás, con la vista puesta en la propia historia, sólo importa el futuro inmediato, el beneficio inmediato, en períodos electorales de cuatro años. Y el futuro, hoy, más que nunca, es esa fecha que se aplaza una y otra vez con promesas que nunca llegan, que se olvidan, que son imposibles, pero no porque sean utopías que debamos perseguir, sino que son burdas promesas sobre un papel en blanco que nadie está dispuesto a tomarse el tiempo de escribir. Y por eso ¿qué puedo hacer yo? ¿Cuál es mi papel de rey? No voy a meterme en política, por supuesto. En pocos meses, seguro, perdería la perspectiva, me sumergiría en la vorágine de la burocracia, me absorberían los asuntos ordinarios, las firmas y las comidas protocolarias, como les pasa a todos, como me pasa ahora con mi propia empresa, y, al poco tiempo, tan sólo me preocuparía mantener mi propio sillón, con los objetivos diluidos por esa que llaman “cruda realidad”, que es la que tumba a todas las utopías, pero que tiene mucho más de cruda, que de realidad. Por eso, mi única posibilidad, quizás la misión escrita en mi destino sea la de hacer llegar este mensaje. Y para eso, mi querido amigo, te tengo a ti. Tú eres el único que puede ayudarme. Publica el contenido de estas cintas. Sus palabras son, como en la parábola bíblica, granos de semilla que, en la mayoría

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de los casos, caerán en terreno yermo y no germinarán. Pero si unos pocos arraigan e inducen a alguien a reflexionar, a sentirse más individuo y menos masa, a buscarse a sí mismos y a su propia identidad, la de verdad, por encima de todas las mentiras, de todas las ideologías que nos encadenan y, si eso, sirve para hacer a alguno más libre, más tolerante y proselitista con sus creencias, cuando muera, tal vez, podré sentarme a la misma mesa, con todos mis antepasados y no avergonzarme de no haber sabido estar a la altura del destino que ellos me trazaron, de la misión para la que me eligieron, de la sabiduría que ellos me legaron, que nos legaron a todos.

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