Marcello, 1920

By linaganef

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Memorias de un pintor. Ficción histórica. Se divide en dos cuadernos. Marcello, 1920 es un viaje oscuro a tr... More

→ Nota de la autora
Palermo, 1920
Primer cuaderno, primera parte
Primer cuaderno, segunda parte
Primer cuaderno, tercera parte
Primer cuaderno, cuarta parte
Primer cuaderno, quinta parte
Primer cuaderno, sexta parte
Primer cuaderno, octava parte
Primer cuaderno, novena parte
Primer cuaderno, décima parte
Primer cuaderno, undécima parte
Primer cuaderno, duodécima parte
Primer cuaderno, decimotercera parte
Primer cuaderno, decimocuarta parte
Primer cuaderno, decimoquinta parte
Primer cuaderno, decimosexta parte
Primer cuaderno, decimoséptima parte
Primer cuaderno, decimoctava parte
Primer cuaderno, decimonovena parte
Fin del primer cuaderno, vigésima parte
→ Nota de la autora (2)
Segundo cuaderno, primera parte
Segundo cuaderno, segunda parte
Segundo cuaderno, tercera parte
Segundo cuaderno, cuarta parte
Segundo cuaderno, quinta parte
Segundo cuaderno, sexta parte

Primer cuaderno, séptima parte

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By linaganef



Muchas veces albergué la determinación de suicidarme, de arrojarme a los coches en cualquier calle y esperar el fin. Quise el golpe de las ruedas rústicas desmembrándome. Pero nunca pasó. Quizá en el fondo de mí, ansiaba vivir. Jamás me di cuenta. Con franqueza, no me importó. Durante esa terrible noche, no lo quise averiguar. Solo mi alma conoce mi profunda añoranza por la muerte. Una muerte esperada con hastío. La muerte de un ser nacido solo para morir. Mi única esperanza.

Se espera parecerse a la naturaleza imperecedera, la cual nos hace vernos como esperpentos inútiles y carentes de sentido. Frente a la naturaleza se perece inmóvil. Es una maldición. ¿A qué paisaje podrían pertenecer los sucios, malévolos y minúsculos hombres? ¿A cuál yo?


***


Andrea veía por uno de sus ojos, bien abierto a diferencia del otro, un chocolate. Lo analizaba de cerca. Lo exponía a la luz de la mañana. Luego, sonreía y se lo llevaba a la boca. Eran días de color, no sé si de sabor pues me sentía desdibujado y abandonado. Si la vida tenía un sabor en ese entonces, no lo supe definir. No pude ni siquiera comer esos chocolates junto a Andrea. Incluso mientras estábamos juntos y disfrutábamos de tantas cosas, la realidad regresaba y se alimentaba de nuestras almas, era imposible ocultarla; engullía nuestras largas charlas, los versos y la poesía, la ópera y el jazz.

Los chocolates, de composición espesa, pueden hacernos rememorar un tiempo determinado. La envoltura puede trasladarnos a momentos mejores, aquellos donde el mundo es un paisaje lleno de colores y sabores, infinitos entre sí. Colores y sabores moldeados por el hombre.

Andrea, por ejemplo, aunque amaba el chocolate extranjero, repudiaba la cultura norteamericana. Buscaba entenderla y en algún punto buscó parecerse a ella, tal y como la envoltura busca parecerse a la forma real del chocolate. Pero, en el fondo, como todos los italianos, albergaba un gran odio hacia ella. Le vi guardar un trozo de chocolate en uno de los bolsillos de su pantalón, con la vergüenza dibujada en el rostro, como un niño abochornado de su propia travesura. Caminó hasta donde estaba y se sentó junto a mí. Movió sus manos para abanicarse a causa del calor y se estiró como a un gato en el sillón. Me sonrío con complicidad. Me miró entre los telares, los muñecos de algodón y la madera húmeda que reposaba en el taller. 

Andrea, por órdenes de su padre, despejó el ático de su casa para transformarlo en un taller. Había maniquíes de algodón y pesadas telas cubriendo las ventanas. Dentro del taller yo era libre de escoger cuánta luz deseaba. El lugar estaba provisto de todo lo necesario para pintar el retrato que había prometido. En algún momento, no lo niego, me asaltó la incertidumbre de cómo debía hacerlo, de si estaba bien seguir mi estilo o imitar otro. Recordé las pinturas en el sótano de la universidad y los comentarios respecto a ellas, incluso el rostro repleto de granos del joven encargado de pintar las nubes para la escenografía.

Me sentaba horas frente al lienzo pero no podía concluir ni una sola idea. Estaba muerto en vida, desprotegido y desprovisto de razones y motivos para vivir. Fue una mala idea comprometerme a pintar un retrato familiar, al fin y al cabo, son cuadros forzados. A mí me gustaba pintar flores, eran una obsesión para mí. En tan solo un día, podía pintar diecisiete flores al óleo.

Andrea, por otro lado, no me ayudaba lo suficiente. Siempre subía al taller cargado de panqueques azucarados, cacao recubierto con toneladas de nata y harina sofrita del tamaño de un cacahuete.

—El ser humano se debe comprender primero como parte de un orden cósmico —decía sentado frente a la ventana—. Mayor aún que sus deseos y sus comprensiones terrenales. Pitágoras afirma que así debe ser, que esa es la única manera de encontrarse a uno mismo. Comprender ese mundo exterior que no puede reducirse a solo sobras del interior...

Él hablaba y hablaba, mientras yo trituraba las pastas de color en moldes de madera.

—¿Y ese discurso tiene que ver con mi preparación del óleo o lo dices porque intentas animarme en mi labor? —pregunté.

—No lo sé —admitió—, tal vez intento decirte que debes comprender todo lo que ves para poder pintarlo. Por ejemplo, el escritor debe preguntarse a sí mismo por todo lo que rodea su cabeza y, en ocasiones, no encontrará la respuesta en sus llanas comprensiones terrenales. Así como el músico tampoco puede entender el sonido del universo, si afirma que el mundo externo es solo una ilusión de su yo interno —dijo.

—En resumen, debería dejar de ser tan terco. 

Andrea sonrío mientras contemplaba cómo machacaba la pasta y vertía aceite sobre ella. Miraba con detenimiento cómo acariciaba el pigmento con soltura y cariño.

—¿Has pensado qué es lo que pintarás, Salvatore?

—No, solo alisto colores. Intento hacer de todo un poco. Trabajo y procuro que no me haga falta nada.

—De ahí viene esa extraña magia que siempre suele acompañarte... —susurró.

—¿De qué hablas?

—De esa extraña magia que hace acto de presencia cuando bajas la mirada y sacudes las manos. Parece que todo lo que dices, te lo dices a ti mismo. Una extraña magia en donde hablas y percibes las palabras como...

—Colores —puntualicé.

—Y fragancias —concluyó él, impresionándome—. Son fragancias lo que sale de tu boca. Cada palabra la unes a otra y lo haces por medio de una fragancia. Usas las palabras como una loción.

Miré el lienzo y vi a lo lejos las olas del mar como jinetes blancos, como tumultos de personas extasiadas y hambrientas. Vi también el extraño rostro de mi madre en una de las nubes del cielo, su rostro se desvanecía poco a poco... Tal vez la humanidad es solo la impureza de los colores. Suciedad y bordes.

—Deja de pensar tanto —Andrea colocó en orden los pinceles. Los dejó en la mesita donde ponía el café y los panqueques—. Si piensas demasiado, te bloquearás. Tus ojos se verán más apagados y mi madre se preguntará si soy yo el que no te deja dormir.

—Giovanna parece más contenta estos días...

—Es por mi hermana. Eso la pone feliz, eso hace feliz a las madres —dijo.

Andrea salió del taller y se llevó consigo la bandeja de dulces. Yo no salí del taller durante tres semanas. Pasaban los días y yo pensaba en el retrato, soñaba con pintar en el fondo la fuente del cumpleaños de Andrea. Dibujé muchos bocetos pensando en la luz de la fuente, admirándola a lo lejos cuando tenía tiempo. Dibujé todas las flores de su alrededor y aproveché los colores. El gran reto de mi retrato, consistía en pintar a los miembros de la familia gracias a fotografías y bocetos, pues no tuve la oportunidad de reunir a la familia para la pintura. Añadí sus rostros uno a uno, como si emergieran del lienzo. Gracias a cada una de las flores de corte oriental, comprendí la importancia y la belleza de Andrea; decidí ponerlo en la mitad de la pintura, con su rostro amable y su inefable sonrisa. Pude pintar a Sienna gracias a la precisión de la fotografía. En la pintura, su delgado cuerpo se encontraba sentado en una silla de madera y llevaba puesto un vestido blanco sencillo. La figura imponente del señor Venturelli, la pinté a la izquierda, sostenía su abrigo con la luz natural sobre su rostro; desde lo alto, se filtraba por entre las hojas de un árbol, pequeños rayitos de luz. A su lado, la ingenuidad y la calidez de Andrea. La figura de Andrea, hablaba por sí misma al tener, tras de sí, la luz reflejada en el agua de la fuente. Giovanna por otro lado, descansaba sentada junto a su hija. Mi paleta era viva, de tonos pardos, dorados, violetas y azules. Cada flor refulgía en la imitación de su tono natural pero nada además de ellas parecía tener vida en la pintura. Los rostros de la familia Venturelli se ensombrecieron y la luz que yo pintaba sobre ellos, en vez de parecerse a la tenue luz que acariciaba las flores, lucía enfermiza.

El cuadro podía sostenerse a sí mismo como un jarrón. Era un cuadro de tonos melancólicos. Un cuadro donde el cielo, las flores y los árboles temblaban.

Salía de la casa de los Venturelli temprano en la mañana. Visitaba la playa, iba a los mercados para oler los frutos frescos y fumaba mientras veía a los niños jugar en las plazas. Me sentaba en cualquier lugar a ver los pájaros, las flores y a sentir la brisa. Me comía una manzana dulce sentado entre las callejuelas y volvía andar de un lado a otro sin hacer nada en particular. Algunas veces visitaba cafés, otras comía en sitios económicos.

Cuando viajé para visitar mi apartamento, no encontré correspondencia. La última carta era aquella en donde explicaba mi tiempo en la casa de Andrea. Al consultar, me di cuenta que la dirección a donde solía enviar paquetes y cartas había sido cancelada, dicho lugar dejó de existir de un momento a otro. Intenté averiguar por qué los hombres de la Organización parecían haberse desvanecido, pero no encontré nada. Escribí una carta que explicaba mi condición pero tampoco obtuve respuesta. Desistí unos días más tarde. Para mi sorpresa, esos pesados carromatos a cuestas, parecieron irse... Me sentía desprotegido y al mismo tiempo resguardado en una fuerza mística.

Mi estancia en casa de Andrea llegó a su final justo cuando terminé de definir el horizonte del retrato. Una neblina de silencio aturdía la casa y esa presencia parecía volverse más grande si éramos conscientes de ella. Nos volvía minúsculos y desaparecíamos.

A causa de mi retraimiento, Andrea dejó de visitar el taller. Sus reflexiones perdieron encanto y una inexplicable rabia tomó posesión de él los siguientes días. En algún punto, tuve la imperiosa necesidad de irme a vivir lejos y acabar con todo. Acabar con todo es un arte hostil pero es la revolución más honesta. Ni siquiera cuando más solo me sentía me dignaba a ir hasta su habitación. Me encerré, a costa de mi salud, en el taller y me quedé allí. Me encontraba con él en mi tiempo libre y era mucho más cómoda su existencia a distancia.

Me sorprendía tocar cada objeto dentro del taller, saber que era mío. Era una ilusión, por supuesto. Siempre fui ciego. El propósito de esa mano amiga siempre fue limpiar la vergüenza de la otra. Pero yo era muy joven, muy solitario. La terrible deuda de los tristes cuando son bendecidos. La adoración del estrujado. El polvo y las patas de araña. La maldición que se repite hasta el cansancio. No hay forma de escapar de ella, es una espuma negruzca que nos golpea, nos vuelve dulces y salados ante el devenir.

Solo podemos desear bendiciones dadas por otros, tan perversas como las hemos soñado, y después sucumbir. Esos actos de amabilidad deben ser tan gigantescos como los planetas y los astros. Debemos sentirnos minúsculos para buscar de cualquier forma pagar el favor. No queda más, solo convertirnos en unos desvergonzados.

Con todos esos pensamientos y el licor, capté en el último boceto los ojos acaramelados de Andrea, su inocencia y luminosidad. Repudié su imagen y a la vez me hallé conmovido por ella. Aquellos cuadros malditos de mi niñez volvieron a mí mente, pedían a gritos cariño, ese tipo de amor profesado al rostro de Andrea. En sueños, me suplicaban que los salvara del completo olvido.

No sabré decir cuántas veces lloré en ese taller, cuántas lancé las pinturas y destrocé los marcos o cuántas me quebré los dedos y magullé mi rostro. Me curaba todas las mañanas lamiéndome varias veces las heridas. Me sentaba en una esquina y sollozaba.

Una noche, la más agotadora de todas, caminé por los pasillos de la casa en búsqueda de agua. Los recipientes que usaba para limpiar los pinceles, paños y tarros se habían vaciado. La casa se encontraba a oscuras. Caminé en silencio, llevaba conmigo los pinceles, y traté de recordar dónde quedaban las habitaciones y la cocina. No me importó el mal aspecto que pudiese tener. Bajé como un fantasma, con un carácter insoportable.

No encontré a las criadas ni tampoco a la señora Giovanna. La habitación de Andrea seguía cerrada. A los guardaespaldas y demás hombres de vigilia, fáciles de encontrar durante esas horas, tampoco los vi. Estuve a punto de arrojarlo todo en una esquina y a la mañana siguiente pedir disculpas. Pero entonces me percaté de algo. La figura del señor Venturelli apoyada contra una de las paredes cerca de su oficina.

Encorvado, se sostenía con cuidado sobre sí e intentaba conservar las fuerzas; se le iban, al parecer, en cada paso. Alzó la vista y me miró como lo había hecho la primera vez. Yo llevaba en mis manos los tarros y los pinceles sumergidos en un agua azulada. Él me miró de pies a cabeza. Sentí miedo. Estaba allí sin protección alguna, me pregunté la razón tras la coincidencia, de ese destino para nada ingenuo. Venturelli también era un hombre solitario, un alma inabarcable. 

Se acercó a mí, imaginé el significado de sentirme parte de él. En el silencio reconocí su infierno, la razón de desear su belleza. Una belleza de manos frías. Recogí el cuerpo del señor Venturelli cuando este cayó sobre mí sin decir una sola palabra. Sentí la humedad de su abrigo y su cabello, estaba bañado por mil gotas de lluvia. Pesaba demasiado y, al intentar alzarlo, cayó sobre mí de nuevo. Se desparramaron los pinceles y el agua se derramó.

Fui una bestia hambrienta. No necesité hablarle. Yo podía derrumbar el tedio de los días, podía reposar sobre miles de cadáveres y, aun así, su brillantez seguiría sesgándome. Deseé trazar un corte sobre su cuello y beber su sangre. Hacer cortes transversales de forma tan perfecta sobre su cuerpo para poder probarlo e ingerir su belleza.

Soporté su peso y encerré su cuerpo entre mis piernas mientras él respiraba sin condición en el suelo, celebré mi triunfo. De la nada, una corriente desconocida me atravesó con un golpe profundo. Un cúmulo de excitación. Abrí los ojos y miré con avaricia el techo. Olí el sudor de mi cuerpo y el olor del licor en la boca de Venturelli con cada soplo cálido sobre mi cara. Su cuerpo había caído sobre mí como un nido de avispas.

Tomé una bocanada profunda de aire y mi pecho levantó el suyo. Clavó sus manos en mí y buscó alzarse, me hundió en el intento. Mi cuerpo reaccionó con devoción. Balbuceó mi nombre. Las lágrimas se aglomeraron en mis ojos al oírlo reconocerme y vi con claridad los hilos que nos unían,empezaban a envolvernos aunque todos estuvieran rotos.


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