Funk es un maldito

By linaganef

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No quiero que Dios me cuide a donde sea que vaya, ni quiero que se entrometa con mis colillas de cigarro, las... More

Nota aclaratoria
2. De nada sirve lo que haces si no te diviertes
3. El universo es una bolsa de basura
4. Adentro de los pechos habitan callejuelas y cadáveres
5. Soy el hijo de Satanás y Marilyn Monroe
6. Ábreme la boca y escupe dentro
7. Te van a disparar en la puerta de tu casa, hijo de puta.
8. Despellejándome en la decadencia
9. Cuando pienso en ti, te clavo alfileres

1. La vida es un tumor maligno

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By linaganef


Nueva versión (2018)

Nota: Funk es un maldito contiene material sonoro en cada capítulo. Las canciones las puedes escuchar en su lista oficial en Spotify dando click en el enlace externo.


Capítulo 1

La vida es un tumor maligno

«Esta vida es un cáncer», pensó Sid mientras miraba las letras que ocupaban la calle. Una modelo exhibía una marca nueva de ropa para mujeres con un manchón de caca de pájaro sobre la mejilla izquierda. Llevaba varios días visitando la misma valla publicitaria y en menos de una semana habían cambiado la publicidad. Primero había estado vacía, a los días se exhibió un cartel de promociones para líneas de móvil y luego, esa mujer enseñando el tipo de ropa que encontrarías en cualquier tienda porque todas se parecen. Esa que una vez te la pruebas te sientes la persona más extraña del mundo, con partes de tu cuerpo que no encajan. De pronto te das cuenta que has crecido o que has engordado, y sin más, eres tan feo como te lo deja ver el espejo del probador; del tamaño proporcional a cualquier valla publicitaria.

Sid chupaba sin parar la única piruleta que le gustaba comprar tres cuadras antes de llegar a la valla publicitaria. Llevaba en la espalda el morral que había pintado cuando no le temía al stencil y los botones de sus bandas favoritas, The Cure y The Smiths.

Lo agobiaba tener que caminar la misma calle todos los días para llegar a su colegio, teniendo que desviar la mirada porque la valla seguía allí y lo cubría de pies a cabeza con su sombra, como una burbuja. Y por supuesto que él estaba dentro de una, a decir verdad plagada de privilegios, pero a él no le importaba en lo más mínimo. Ninguna vida, con o sin privilegios, le llenaba. Su único frenesí era malograrse, ser un marginal al que la gente mirara con odio. Estaba saturado de deseos impuros y ningún lugar que pisaba le llenaba. Los pisaba porque no podía volar ni desaparecer de una vez por todas.

¿Qué sabía él de despertar con hambre, en un estupor de drogas o vuelto mierda por un chulo? Nada. Lo único que recordaba era una de las líneas de su película favorita, Perras. "Te cortan un pedacito de cerebro para que te alivianes". Y él creyó que eso era lo único que debía anhelar.

Siguió su camino después de mirar la valla durante quince minutos. No le gustaba llegar a su casa temprano, por eso se paseaba por ahí, matando el tiempo y comiendo cualquier chuchería. Cursar el último año te vuelve así de desvergonzado, dejas de querer verles la cara a tus padres. Te da lástima todo el mundo.

Los padres de Sid eran el prototipo que les da alivio a los vecinos y a la sociedad. Amables de dientes para fuera pero odiosos y patéticos por dentro. Todas las noches la vergüenza les golpeaba en la cara o les arrancaba las uñas de los pies con un alicate para que al siguiente día se maquillaran cualquier tristeza y se metieran en el escaparate. Y mutilados, cumplían su función de adorno como las cabezas de los cerdos en las comidas navideñas que a Sid le causaban repulsión.

Con los tenis sucios, abrió la puerta de su casa con sus propias llaves. El olor a pulcritud e idiosincrasia le provocó deseos de morirse allí mismo, bien sea por una trombosis o alguna enfermedad de porquería que le hiciera escupir medio hígado en la alfombra de la entrada. Su madre estaba sirviendo algo de comer; la mesa con pan fresco y mermelada. Su padre, mirando el partido de fútbol; jugaba la selección. Para Sid no eran más que un montón de hombres cansados de tener que seguir una pelota por más de dos horas honrando una bandera que les escupía en la cara cuando se hacían viejos.

— ¡Sid, ven! ¡Vamos ganando, carajo! —Su padre le había insistido, tiempo atrás, en que se volviera fanático del fútbol pero Sid consideraba que si tenía que volverse un descerebrado para eso, sobrellevando un rol de masculinidad que le sudaba, prefería atarse a un árbol y esperar una tormenta —. ¡Sirve la comida de una vez, mujer!

—Te dije que no la iba a servir hasta que llegara Sid —vociferó la madre—. Ven mi vida... —abrazó a su hijo como si a él le importara de a mucho—. ¿Cómo te fue, mi amor? ¿Los chicos del colegio han sido amables contigo?

Y una mierda, los chicos del colegio apestaban y Sid les había dicho que si seguían jodiéndolo les iba a dar con un bate en la cabeza pero de esto no le dijo nada a su madre, porque en el fondo jugaba a ser un buen hijo, como todos. Nadie se escapa de ese juego.

—Lo normal, mamá —susurró, con esa voz casposa y trastabillada. Por dentro se regodeaba de carácter, pero cuando hablaba parecía un pez convaleciente.

—Ven mi amor, siéntate a la mesa. Deja el morral en la sala y lávate las manos, ¿si?

Sid hizo lo que su madre le había pedido y se sentó en el asiento de siempre, el que llevaba las marcas de su culo incipiente y se amoldaba a su espalda, en el que llevaba sentándose desde que tenía once años. A cada lado sus padres, pasándose la ensalada y las papas horneadas, obviando su plato vacío en la mitad.

El tema era inevitable y él lo sabía. Tarde o temprano le iban a preguntar.

—Ya casi es tu cumpleaños, mi amor —le recordó su madre—. ¿Has pensado en quiénes piensas invitar? Tu papá dijo que haría un asado en el jardín.

—Quiero que venga Alberto.

—¿Cómo? ¿Solo Alberto?

—¿Ese niño con cara de mariguanero? —le cortó su padre.

—Alberto es el único bípedo que puedo soportar —soltó.

—Ya te dije Sid que no me gusta que te estés juntando con esos vagos buenos para nada. Nosotros somos personas de bien —le reprochó su madre.

¿Cómo se podía estar listo para conversaciones así? Eran como un triángulo bizarro de poliamor en el que se odiaban hasta la raíz pero seguían conviviendo porque la marginalidad asusta, los vecinos mucho más y el dolor a fracasar como familia peor.

Sid cerró los ojos, respirando profundo, aglomerando el aire en sus pulmones. Odiaba las cenas familiares de los viernes por la noche. ¿Eso era compartir tiempo de calidad con sus padres? Aún así se sentía hasta placentero, suponía que era mejor hablar de temas infantiles como celebraciones de cumpleaños a tratar con los temas que deseaba poder gritarles en la cara, o las cosas que tarde o temprano iban a tener que soportar porque se había cansado de ser un buen hijo. Faltaba poco para que se levantara del asiento y gritara con furia. Muy poco. «Esta familia es un cáncer», pensó.

Sid se hallaba en un momento de insatisfacción, los únicos amigos que tenía y se los tragaba para poder aliviar su pena, eran los libros de Oscar Wilde y Anne Rice. La música estaba formando en su interior una masa abstracta por igual, que lo hacía irritable, que lo despertaba a media noche para preguntarse por qué estaba pretendiendo ser algo que no era; un buen hijo, un buen estudiante, un amigo al que le importaba la mierda de los demás, y así... Todas las noches.

—Alberto no es un buen muchacho —continuó su madre—. Siempre vive metiéndote cosas en la cabeza, con esa música estridente que no te aporta nada bueno. Has cambiado demasiado, Sid...

Él habría sido capaz de apostar cada pelo de su cabeza si con eso se le aseguraba que podía ser otro cada vez que quisiera. Odiaba la sensación de sentirse un mísero gusano, dándole vueltas a la misma manzana, cavando agujeros en el mismo lugar. Su casa ya no era su hogar. Ya no se sentía bienvenido. Quería salir corriendo, molerse la cabeza a golpes contra el pavimento y llorar como nunca le habían permitido hacerlo.

De la nada, le nació un tirón en el estómago, abriéndose paso por sus pulmones, deformando su boca y obligándolo a escupir lo que quería por puro placer. Estaba listo para acabar con sus padres y ser irreversible; convertirse en ese dolor que los haría dormir mal y murmurarse en la noche qué habían hecho para merecer una cosa así, en qué habían fallado.

—Soy gay —confesó—. Me encantan los penes y los tipos escuálidos. Odio el fútbol porque le hace creer a la gente que pueden confiar en una patria vuelta mierda, y créanme, me importa dos pepinos si la sociedad no funciona; los tipos que lo juegan deben estar cansados de las hinchadas descerebradas, que creen que gritarle a un equipo les hace crecer un tercer testículo. No me importa cumplir años porque lo que menos quiero es llevar la cuenta de cuántos años llevo viviendo solo porque me asusta suicidarme. Y sí, quiero cambiar para no odiarme en el caso de que me parezca a ustedes en el futuro.

Sin decir nada más, mordiéndose la lengua y esperando con una fe absurda que no se le escapara más bilis, lanzó el pan que le habían puesto en el plato junto con la ensalada y las papas horneadas, amarillas y jugosas, contra la pared más cercana. Pensó que debía estar luciendo como un monstruo porque Alberto siempre le decía que cuando se enojaba parecía un mandril con los ojos rojos. Sus padres se quedaron en silencio, congelados en el tiempo; no sabían si se estaban soñando lo que pasaba o estaban teniendo una experiencia paranormal.

«Vaya mierda, me da por confesar que me gustan los hombres un viernes por la noche. No me libro del puto capitalismo»

Corrió a la sala porque sabía que la bomba iba a durar poco y cuando los muertos se despertaran del impacto, Hiroshima no iba a volver a ser lo mismo. Agarró el morral que había dejado en el sillón en donde su padre se había sentado a ver el partido, y al ver el rostro de los miembros de The Smiths en uno de los botones, entendió a la perfección el tema There Is a Light That Never Goes Out; se dio cuenta que no estaba listo para asumir algo así pero que ya había metido la pata.

Y como en la ópera rock Quadrophenia, corrió como Jimmy lo hizo, solo que sin una bicicleta ni la música de The Who de fondo; luciendo bastante idiota, sin amarrarse los cordones de los converse y cayéndose cada que daba dos o tres zancadas. La explosión lo alcanzó, y las voces de sus padres se colaron en el viento de la noche, en las bocinas de los carros y en el olor a chorizos de la venta nocturna. Pero no le importó nada, siguió corriendo porque irónicamente no quería seguir huyendo más. Había elegido, sin lugar a dudas, empezar a vivir como un marginal y crucificarse a base de comida instantánea y cigarrillos. La respuesta estaba ahí, en el rugido de su interior, en el escozor de sus ojos, en las lágrimas que estaba derramando por fin. Y a lo mejor en una dimensión alternativa, Jimmy estaba corriendo junto a él.

Tomó rumbo hacia el apartamentucho de Alberto y no paró, no paró. Corrió como si lo hubiese ensayado toda su vida.


*

Si quieres escuchar la playlist oficial de Funk es un maldito da click en el enlace externo.

PD: Recuerden que pueden seguirme en Instagram como @linaescritora, en Facebook encuentran la página oficial de la novela como @funkesunmaldito y a mí como /linarengifofficial o Lina Ganef. De igual forma, el club de lectores oficial de Facebook se encuentra como "Club de lectores de Lina Ganef"

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