RELATO DE LA ESCALERA

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Una mujer, una escalera, una extraña sensación, un mal presagio, un ruido en el sótano, ella quiere saber que... More

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RELATO DE LA ESCALERA:

larubiadelabici@gmail.com

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            Las asas de las bolsas de plástico del super le estaban cortando la circulación a la altura de las muñecas. Había salido, como siempre, corriendo de la oficina,  había parado  en el supermercado a comprar dos o tres cosas que faltaban y que luego resultaron ser ocho o diez y, además, pesadas, se las había enganchado de cualquier manera en los brazos, había cruzado  el semáforo a trompicones, tratando de no  dejarse la barbilla en el asfalto por culpa de  los malditos tacones, acabó con la lengua fuera, delante del portal de su casa,  las bolsas se le habían resbalado y ya las tenía enredadas en las muñecas, como pudo deshizo el enredo y las dejó en el suelo, oyó un crack, probablemente se había roto el bote de mayonesa y todo el contenido de la bolsa se habría manchado, lo que le supondría un trabajo extra y  ya iba contra reloj, tenía que cocinar el almuerzo para comer a las dos y media y ya eran las pasadas las dos.

            Resignada,  dejó las bolsas en el suelo y rebuscó en su bolso, entre el batiburrillo de objetos que acumulaba allí,  las llaves de su casa. A la segunda vuelta de su mano en el fondo oscuro y sin tener que mirar, enganchó el llavero que hacía años le había hecho su hija, tocar las hebras de lana de aquel borlón siempre le recordaba a ella, últimamente con algo de nostalgia, habían pasado muchos años desde que recibió aquel regalo por el día de la madre, estaba sucio, lleno de polvo, pero no se había roto y  a ella le gustaba usarlo, aquellos tiempo quedaban ya muy lejos, su niña había crecido, había mucho que no hacía borlones. Abrió la puerta, volvió a enganchar las bolsas en sus brazos, se le acomodaron justo donde antes le habían cortado la sangre, onde le habían dejado unas profundas marcas rojas, las levantó con fuerza, pesaban,  empujó la puerta con el hombro para poder pasar toda la carga, cerró dando un puntapié.

            Llamó al ascensor. Se encendió la flechita naranja de llamada, oyó el ruido rotundo que indicaba que la máquina había empezado a moverse, pero lo oyó lejos, debía de estar en uno de los últimos pisos, maldijo su suerte, el ascensor tardaría en bajar y ya no podía con tanto peso, se empezaba a plantear subir las escaleras andando, solo eran dos pisos, cuando escuchó un débil chirrido que venía del sótano, aguzó el oído, no oía nada, del hueco de la escalera solo subía silencio, un silencio rancio, pesado y caliente, pero ningún ruido, a pesar de ello su mirada quedó atrapada en la escalera, estaba oscura y silenciosa,  supuso que sería lo habitual, en realidad nunca se había parado a mirarla, ni a escuchar, sin embargo, aquel día, el hueco negro ejercía sobre ella una atracción irresistible, sentía que había algo distinto aunque no era capaz de determinar qué era, esperó sin moverse por si aquello que había sonado volvía a hacerse oír, trató de no mover un músculo, le resultaba difícil, iba aún cargada, sus brazos soportaban el peso en el aire, y  ella trataba de controlar su balanceo, pero oír, lo que se dice oír, solo se  oía su respiración algo agitada por el esfuerzo.

            Quiso aguantar unos minutos más pero sentía que la sangre se le agolpaba a la altura de  las muñecas, iba a hacerse daño de verdad, dejó la compra junto al ascensor que, en aquel preciso instante, hacía notar su presencia con un golpe seco, CLOCK. Abrió la puerta dispuesta a seguir con su rutina, a olvidar el magnetismo que aún le obligaba a mirar hacía el sótano, se convenció de que no tenía tiempo para entretenerse, de que esa extraña sensación que recorría su cuerpo procedía del cansancio, trató de convencerse de que el sudor frío que corría por su espalda era producido por el cambio de temperatura que, con respecto de la calle, tenía el portal, fuera el calor era insoportable, dentro se mantenía cierto fresco aún, pensó que solo había una manera de espantar los malos presentimientos y era ignorarlos, así que sujetó la puerta del ascensor con la espalda y se dispuso a introducir la carga poco a poco. A punto estaba de meter la primera bolsa cuando volvió a oír el chirrido.

            Ya no podía ignorarlo, ya no podía decirse a si misma que todo procedía de su imaginación, el ruido se había repetido, no tenía que ser nada malo, no, pero algo había, eso ya no podía negarlo, algo estaba sonando en el sótano, podía tratarse de un gato que se hubiera colado por una rejilla de ventilación, podía ser una rata que habitara por allí, podía uno de esos vecinos desconocidos con los que compartía paredes, suelos, edificio y unos correctos saludos en el portal,  cualquiera de esas cosas eran más probables que esperar encontrarse con un ladrón que la encañonara a punta de pistola o un asesino que la amenazara con un cuchillo o un violador que,  aprovechando la oscuridad, la sujetara para forzarla, no, veía mucha tele, leía demasiado libros de intriga, esas cosas no eran tan corrientes.

Mientras pensaba en todo aquello y evaluaba mentalmente el peligro de bajar sola aquella escalera, su espalda ya se había apartado de la puerta, dejando que el ascensor se cerrase y alguien lo llamara otra vez desde arriba, sus pies habían comenzado a caminar despacio hacia la escalera del sótano, sus bolsas habían quedado abandonadas a pie de ascensor, olvidadas ya por una mente que solo tenía una idea en la cabeza, descubrir qué era aquello que se oía y que tanto la inquietaba. Tenía un mal presentimiento, el chirrido sonaba a desastre, lo que fuera que ocurriese allá abajo no estaba destinado a ser oído ni visto por ella y, precisamente por eso, ignoraba cualquier señal de peligro que su cuerpo emitía, iba a bajar, iba a escuchar, iba a ver.

Se armó de valor y decisión, se paró junto  al hueco oscuro de la escalera, tratando de no hacer ruido, se descalzó, el frío del mármol atravesó sus medias finas y se instaló en la planta de sus pies, sujetó firmemente los zapatos con su mano izquierda, no se planteó dejarlos al pié de la escalera, en un momento dado aquellos finos tacones podían convertirse en un arma. Lentamente, antes de dar un primer paso hacia las entrañas del edificio, se inclinó hacia delante para mirar el pozo negro que se abría ante ella. No vio nad, estaba demasiado oscuro, solo los cuatro primeros escalones eran visibles, después venía lo negro, el vacío, el eco sin sonido, el miedo.

             Comenzó a bajar despacio, apoyando la mano derecha en la vieja barandilla de hierro, triste, simple, recta, sosa, ochentera, y fea como todo el edificio, al tacto su mano la sintió fría, tanto que estuvo tentada de bajar apoyándose mejor en la pared, pero no lo hizo, aquel frío la hacía estar alerta, desconfiada, pendiente de cualquier imprevisto, las yemas de sus dedos se deslizaban  por la baranda  percibiendo todas sus rugosidades, estaba mal pintada, recordó que era blanca, aunque en aquel momento no la veía, sentía en sus dedos los pegotones de una pintura mal extendida, también sintió desconchones en algunos lugares, incluso introdujo la uña en uno de ellos levantando un trozo de pintura. Se llevó la mano a la nariz, como suponía olía muy fuerte a hierro, a hierro oxidado y naranja, ese olor se extendió desde su mano al resto del espacio que la rodeaba, mezclándose con otros que ya había percibido, olor a polvo, a combustible, a quemado, a caucho, a frío de  invierno, a calor sofocante de verano,  a asfalto, a vacío, a soledad, a miedo, en definitiva, a sótano.

            Siguió bajando, pronto estaría envuelta por una oscuridad absoluta, sus ojos se iban acostumbrando a la ausencia de luz, y lo hicieron de tal modo que, pese a no ver apenas, supo que podría distinguir a una persona si la tuviera delante,  sus ojos la intuirían, su cuerpo sabría que alguien la acompañaba, pensar que no había perdido la capacidad de percepción la ayudaba a controlar el miedo que empezaba a subirle por los pies, no podía encender la luz, no quería ser descubierta, así que tendría que ver como fuera, a través de sus ojos, a través de sus oídos, a través de sus manos, siguió bajando lentamente,  poco a poco,  con todos sus sentidos alerta, con las ojeras tiesas, los vellos de punta, los tacones preparados para atacar, siguió bajando, escalón a escalón, adentrándose en lo más profundo, en el helado silencio, sujeta a una barandilla abandonada, cargando un poco de inquietud y otro poco de mal presagio, bajaba  arrastrando el pié izquierdo hasta el filo seco del escalón, con cuidado de no resbalar, una vez colocado allí, dejaba que el pié derecho se suspendiera en el aire para terminar apoyado con firmeza en el escalón siguiente, hizo rutina de esos movimientos, pie izquierdo explorando, pie derecho asentando, peldaño a peldaño, hasta llegar al descansillo de la primera sub-planta.

            Allí el espacio se había más amplio y eso aumentó su inquietud, las paredes se alejaban de su cuerpo, perdía el control del espacio, no podía controlar cada rincón, se pegó a la pared, raspándose los nudillos con el hiriente gotelé.  se deslizó pegada a ella hasta que dio con el segundo tramo de escalones y  continuó bajando con su mecánica aprendida, oyendo solo los latidos de su corazón cada vez más acelerado, pie izquierdo explorando, pie derecho asentando la posición,  mantenía su mente ocupada en esos movimientos, de esa forma la distraía de pensamientos agoreros pero no sabía controlar de la misma forma a su  cuerpo, que seguía reflejando una extraña sensación; sentía todos sus músculos tensos, la mandíbula tan apretada que se estaba empezando a hacer daño, sudaba pese a sentir frío hasta la médula. Una ligera corriente de aire  la hizo concluir que se acercaba a la segunda planta, donde se encontraba su plaza de garaje, la puerta debía de estar  medio abierta, esa puerta siempre producía corriente. La oscuridad se tornó de nuevo en penumbra, oyó pasos, bajó rápido los escalones que faltaban pera llegar al descansillo y, sin descubrir su posición, se asomó, solo entonces, pudo verlos.

            Él la empujaba contra la pared con golpes rítmicos, llevaba el cinturón desabrochado y con cada envestida,  la hebilla golpeaba la pared produciendo el extraño chirrido que ella había escuchado, parecían estar solo abrazados, besándose apasionadamente, pero aquellos movimientos indicaban que entre ellos estaban sucediendo algunas cosas más. Se quedó paralizada mirando. No era lo que había esperado ver, pensó que debía marcharse, volver por donde había venido, no tendría que estar allí, no debía mirar, pero sus pies no hacían caso a su cabeza, se negaban a girar y emprender el camino de vuelta, sus pies querían seguir allí, mirando aquel baile salvaje y caliente. La chica era joven, morena, llevaba el pelo largo echado por encima de un hombro para que no quedara pillado entre la pared y su espalda, era alta, de constitución delgada, de piel blanca aunque se la veía acalorada, mantenía las piernas ligeramente entreabiertas, la falda subida por delante, parecía no ser consciente de nada de lo que ocurría alrededor, se sujetaba a él por las trevillas de su pantalón, evitando que cayera al suelo y arqueaba un poco su cuerpo hacia delante para mantenerse bien pegada al cuerpo masculino, advirtió en ella cierta candidez, mantenía los ojos cerrados. Él, sin embargo, los tenía bien abiertos, por momentos se despegaba de aquellos labios para mirarla con ojos  calientes, secos y viejos, debía sacarle veinte años, aún estaba de buen ver, una vida plácida le había perdonado la calvicie, había sido un joven guapo, se había convertido en un maduro atractivo y poderoso, debía ejercer una fuerte influencia en aquella pobre chica, se cansó de la postura y se separó de ella que protestó con un leve quejido buscando los labios de él sin levantar sus párpados, él la giró y la puso de espaldas, ella apoyó las manos en la pared, le levantó la falda, el pantalón se bajó hasta sus tobillos, la hebilla chocó contra el suelo y, por fin, dejó de sonar.

            Aquel golpe metálico en el suelo fue para ella como una palmada ante su nariz que la hizo pestañear, volviéndola a la realidad, despertó del ensueño, de la parálisis que la había mantenido aquel tiempo observando, entre las sombras,  aquella escena. Ya no tenía frío, tampoco tenía calor, no tenía nada, ya no había inquietud ni miedo, ya no había chirrido, no había sótano, ni escalera, solo había certeza. Sintió como se le cerraba el estómago y notó  que le faltaba el aire, tratando de no hacer ruido se giró y comenzó a subir la escalera. Esta vez  se adentró en la oscuridad sin titubear,  deslizando la mano floja por el frío hierro, tratando de correr lo más posible para alejarse, pero  los escalones le parecían  demasiado altos, la escalera demasiado empinada, sus fuerzas demasiado escasas.

            Alcanzó el portal y recogió sus bolsas. El ascensor estaba allí, quieto, esperándola. Lo abrió y pulsó el dos. Mientras subía, se miró en el espejo con idea de recomponerse, no sabía cómo se había despeinado tanto, unos cuantos mechones se habían salido de su moño italiano, trató de organizarlos sin mucho resultado, se remetió la camisa por dentro de la falda, que enderezó y alisó compulsivamente en un último intento de parecer la misma de siempre. Trató, sin éxito, de hacer circular el aire por sus pulmones pero la opresión que sentía en el pecho no la dejó. El ascensor paró en seco. Abrió la puerta y la mantuvo sujeta con la espalda mientras se evaluaba antes de entrar en casa, no estaba mal aunque se adivinaba su edad, no tenía canas pero  pequeñas arrugas se alineaban alrededor de sus ojos , un día antes le habían parecido interesantes, aquel día  la hacían sentirse vieja, sus labios seguían siendo carnosos y bonitos, quizá no tan rojos como cuando era joven, se tocó la cara, la notaba cada vez más alargada, miró su cuerpo, sus pechos pequeños, su cintura menuda,  con mucho esfuerzo conseguía mantenerse delgada y, creía ella, aún atractiva. En cualquier caso, era imposible competir con una de veinticinco. Del todo imposible. Resignada, se apartó y dejó al ascensor cerrarse solo. No tuvo, esta vez, fuerzas  para buscar las llaves. Hizo sonar el timbre y  unos segundos después le abrió su hija.

            La niña besó a su madre sin apenas mirarla y se volvió a su cuarto en medio de una retahila de explicaciones acerca de las clases y sus amigas.  Ella dejó las bolsas en la cocina y se paró en el pasillo, ante la puerta del dormitorio adolescente, haciendo como que la escuchaba, pegada con fuerza a la pared, viendo a su hija prepararse para salir.  Se había puesto unos vaqueros, camiseta y un pañuelo  al estilo de la chica que acababa de ver con su marido, lo que le hizo sentir una punzada más en el corazón,  y se estaba calzando unas sandalias sentada en el único hueco que quedaba libre de ropa en su cama. Se había pintado de rojo las uñas de los pies y también las de las manos, llevaba dos o tres anillos de plata en los dedos y un colgante de cuero. Ya no quedaba nada del bebé regordete que la miraba desde la foto que tenía en su mesilla de noche. La niña se levantó, volvió a besar a su madre y se marchó. Ella se quedó allí, en el pasillo, en medio de la nada, sin nada que hacer más que estar allí, quieta, con la mirada fija en la foto de un bebé que fue suyo. Pronto subiría él y la encontraría así, con la mirada fija en el pasado, incapaz de moverse.

            Tratando de reaccionar,  se encaminó a la cocina y ocupó sus manos en colocar las compras en su sitio. La encimera blanca de mármol estaba invadida de cacharros recién fregados que aún no se habían secado,  una cacerola cayó al suelo con estrépito, la recogió y se afanó en secar y ordenar todo como si le fuera la vida en ello. Vació el cajón de las cacerolas y volvió a llenarlo. Pasó la escoba por el suelo. Ordenó la nevera. Le pareció que el tiempo se hacía eterno, aunque no lo hubiera reconocido, le estaba esperando y él tardaba demasiado.

            No lo oyó llegar. Entró en la cocina y la abrazó por detrás, ella respondió tensando la espalda, con fría resistencia, él la meció despacio, con cariño, hasta conseguir que ella le siguiera el compás unos segundos, enlazó sus manos grandes, frías de mentiras con las pequeñas manos de ella, olió su pelo y acarició con suavidad su mejilla, ella se dejó hacer sin pensar nada, vacía de sentimientos, sin hacer preguntas, sin hacerse preguntas, sin buscar respuestas en aquellas manos, en aquellos brazos que la abrazaban como ayer, como siempre, entonces supo que no iba a pasar nada, que todo seguiría igual y estaba bien como estaba.

            Más calmada, se encaminó hacia el cuarto de baño, esta vez el espejo le devolvía una imagen más amable de sí misma, bajo una luz más calidad que el neón del ascensor, su cara parecía más real, más viva, se lavó la cara con jabón, el agua fría le sentaba bien, poco a poco sintió que cedía la presión de las sienes, se secó con suavidad y, sin prisas, se terminó de desmaquillar los ojos con un algodón rosa, su pulso adquirió firmeza  ante ese ritual cotidiano, sin maquillaje se veía más joven, menos artificial, más auténtica, se inclinó ante el lavabo para mirarse fijamente a los ojos, halló en ellos una nueva determinación.

            Él estaba en casa, no había por qué asustarse, si cerraba los ojos y los volvía abrir, la niña de veinticinco desaparecería para siempre, no volvería a escuchar el chirrido, ni a bajar aquella escalera envuelta en frío y desasosiego, ni la subiría jamás con dolor y miedo. Los cerró, los volvió a abrir. Ante ella solo estaba el mueble del lavabo, de madera clara, invadido por los objetos que le eran más cercanos, su cepillo de dientes,  la laca de uñas roja que su hija llevaba puesta, su perfume, abrió el frasco y cerró los ojos para olerlo. Olía bien, fresco, alegre, a flores blancas, a Jaime le encantaba ese perfume. Jaime, su compañero de trabajo de tantos años, su amigo, su confidente, el que hacía un par de noches, tras una cena de la empresa, deshinibido por el alcohol se atrevió a abrirle su corazón para que ella lo rechazara ......volvió a mirarse en el espejo con las manos fuertemente sujetas a la porcelana del lavamanos, una idea se fue formando en su mente, dejó escapar algunas lágrimas, pocas, frías, casi secas, no había lugar para la autocompasión ni para lamentos, así era la vida y ella iba a vivirla, aún era joven, aún era guapa, aún era deseable. Con decisión, sacó el  móvil de su falda, se sentó en la taza del water  y tecleó:

 “ Jaime. olvida lo que te dije ayer. Estoy preparada.”

Permaneció encerrada un rato más, mirando con ilusión la pequeña pantalla, esperando una respuesta que sabía que abriría una nueva etapa para ella, esperó con la ansiedad de una niña, la ilusión renacida, el corazón latiendo fuerte, esperó con una nueva sonrisa en los labios, esperó hasta que el teléfono vibró entre sus manos sudorosas. Jaime.

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