Marcello, 1920

By linaganef

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Memorias de un pintor. Ficción histórica. Se divide en dos cuadernos. Marcello, 1920 es un viaje oscuro a tr... More

→ Nota de la autora
Palermo, 1920
Primer cuaderno, primera parte
Primer cuaderno, segunda parte
Primer cuaderno, tercera parte
Primer cuaderno, cuarta parte
Primer cuaderno, sexta parte
Primer cuaderno, séptima parte
Primer cuaderno, octava parte
Primer cuaderno, novena parte
Primer cuaderno, décima parte
Primer cuaderno, undécima parte
Primer cuaderno, duodécima parte
Primer cuaderno, decimotercera parte
Primer cuaderno, decimocuarta parte
Primer cuaderno, decimoquinta parte
Primer cuaderno, decimosexta parte
Primer cuaderno, decimoséptima parte
Primer cuaderno, decimoctava parte
Primer cuaderno, decimonovena parte
Fin del primer cuaderno, vigésima parte
→ Nota de la autora (2)
Segundo cuaderno, primera parte
Segundo cuaderno, segunda parte
Segundo cuaderno, tercera parte
Segundo cuaderno, cuarta parte
Segundo cuaderno, quinta parte
Segundo cuaderno, sexta parte

Primer cuaderno, quinta parte

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By linaganef



He atentado contra muchas cosas en mi vida. Heatentado contra mí mismo, contra mi posibilidad desentirme parte del mundo... He atentado contra otros.Busco vivir de cualquier forma en mi propia miseria.¿Tan indigno soy? ¿Qué me hace vivir así? ¿Quéposeen los otros a diferencia de mí? ¿Qué anhelan?


***


Al sentarme junto al señor Venturelli me temblaron las rodillas y sentí mis párpados caerse del ensueño porque, en ocasiones, cuando Salvatore tomaba el control, mi cuerpo se agotaba. Las manos me empezaban a arder y mi pecho no se llenaba del suficiente aire. Pero siempre permanecía la sensación de sentirme vivo por dentro. Más vivo que nunca.

El coche arrancó y vi los colores de la fría mañana pasar a toda velocidad por la ventanilla. Me acomodé en el asiento y aguardé en silencio. Los colores terroríficos de la mañana bañaron la imagen del señor Venturelli y cuando lo observé de reojo, teñía el panorama con su oscuridad. Entre todo el horror, me volví un insustancial detalle.

—Mi hijo tiene profundas ideas sobre el arte, la libertad y otras cuestiones que siempre le han sido indiferentes de cierto modo, hasta ahora —dijo. 

Su voz no fue un susurro. Habló claro y fuerte.

—Agradecería que te mantuvieras al margen. Puedes reservar tus habilidades para un público más adecuado.

Él quería mantenerme alejado de Andrea. Me creía el culpable de sembrar esas ideas en él, obligándolo, de alguna forma, a ceder a cada capricho. No pudo aceptar el interés de Andrea por el arte y la música en vez de esas decepciones heredadas. Sin embargo, yo conocía el corazón de Andrea y en él no existía la convicción de dedicarse al arte por completo. ¿Qué lo motivó? ¿Se trataba de una etapa de rebeldía?

Continúe mirando por la ventanilla y a la cabeza del chofer. No dije nada durante un tiempo. Estaba cansado de responder. Pero los golpes del pasado día ardieron en mi rostro y la obligación de responder fue apremiante, como si rogara por mi vida.

—Fue él quien me invitó a la costa —dije.

Nuestras miradas se cruzaron y un extraño sentimiento de culpabilidad se instaló en mí. No pude sentirme tranquilo. Mi comportamiento le había parecido atrevido. No era esa la respuesta esperada por él. Tuve ganas de reír al imaginar que aguardó por mi complacencia.

El señor Venturelli olía a lavanda, almidón y colonia. Se veía fresco esa mañana, la fiel imagen de un vil traidor. Aunque yo no busqué reparar mi respuesta, él siguió observándome como si aguardara por mis disculpas. El corazón se me hinchó en el pecho y el aire me abandonó. Le miré de manera fija mientras el vehículo seguía su camino y el trayecto se hacía cada vez más corto. No aparté la vista. Tampoco me cegó el miedo.

Nunca fueron las miradas de los demás la razón de mi inseguridad, mi única frustración era observarme al espejo. Le vi apretar uno de los botones de su abrigo para cerrarlo. Desvió la mirada y mi existencia dejó de importarle. El resto del camino no volvió a mirarme.

El automóvil me dejó frente a la universidad.

No volví a ver a Andrea en los pasillos. Tampoco lo encontré a las afueras fumando.Volvió a llover, la lluvia me recordó a él. Fumé en una de las mesas cerca del jardín trasero de la universidad. Llevaba conmigo la agenda de presentaciones del siguiente mes. Me acompañó una joven entusiasmada con la nueva reforma para actos artísticos. Se había proclamado urgente la presentación de obras patrióticas, donde los hombres justos ganan sobre la corrupción, donde el valor del país es realzado.

La belleza siempre queda atrás, lo supe de inmediato. El hombre procura maravillarse de su existencia y de su nacionalidad por encima de cualquier otra cosa. Se alza sobre los escombros para autoproclamarse conocedor y dueño de la verdad.

Sin saber nada de Andrea durante días, mis visitas a prostíbulos y a bares fueron más frecuentes. Pasaba horas, entre conversaciones y risas, con extraños en bares. La vida era más fácil así, incluso más divertida. Las mujeres no se hacían esperar y, al ser conscientes de mi soledad y de mi particular olor, ellas me reconocían con maternidad, no podían negarme su amor y su calidez; como nadie puede negarle afecto a un muerto.

La casa de los Venturelli se cerró para mí. Cuando intenté comunicarme con Andrea solo recibí evasivas, palabras cortantes, nada más. El sol dejó de ser caliente y picante, la vida se volvió más fría. Me enfrasqué en el trabajo; nunca me había sentido tan comprensivo con mi padre como en ese momento, comprobé cómo el dolor deja de sentirse unas cuantas horas para volver impetuoso después.

Una mañana, recibí respuesta de Andrea. Me invitó a pasar una larga temporada en su casa, alejado de la universidad y alejado, por supuesto, de otros compromisos.

—Será por un tiempo. Dos semanas, como mucho. Mi madre pregunta por ti de manera constante, así que decidió acomodarte en una de las habitaciones para invitados. Te quiero cerca de mí durante este tiempo.

Habló como si yo fuera su salvación. Volví a cuestionarme las razones de nuestra amistad.

—Oh vamos, Salvatore. Solo será un fin de semana. Veré qué puedo hacer. Hablaré con el director para que sea más sencillo que te hospedes aquí. De todas formas, has trabajado durante estos días, ¿no? Sé que habrás dejado la agenda al día.

La respuesta a eso era un sí, pero me negué a decírselo. Él no hizo caso de ninguna excusa. Colgó, no sin antes dejarme claro cuánto me esperaba. Yo volví a enfrascarme en el trabajo. Empaqué todo lo que necesitaba esa mañana y logré que cupiese en una sola maleta de viaje. Caminé por mi departamento, miraba todo y lo extrañaba aun sin haberme ido. Seguía polvoriento, con los desperdicios del óleo por doquier. Para mí, nunca antes lució mejor.

Contacté con urgencia, por medio de una carta, a la Organización. Aunque se me olvidara, yo era vigilado de manera constante. Dentro de la carta especifiqué el viaje a la casa de Andrea durante una temporada. No necesitaba escribir ningún otro tipo de información. Dejé el informe y me bañé. Me limpié el rostro y me corté el cabello.

Vi un manchón negro en la cerámica del piso del baño, del cual nunca antes me había percatado.

Visité una barbería para lucir mejor y mientras me miraba al espejo, comprobé tener esa tez pálida anodina. Fumé, de manera compulsiva, apostado en la entrada de un restaurante y al final tomé la determinación de ir a la casa de Andrea.

La señora Giovanna me recibió con una cálida sonrisa desde la puerta. Al entrar y dejar mi maleta a la servidumbre, Andrea bajó por las escaleras con una camisa de algodón sencilla y lo recibí sin sentirme incómodo, pero no pude sentirme bienvenido. Giovanna estaba mucho más elegante, lucía medias de rayón y un vestido negro suelto de flecos con un broche llamativo cerca de su cintura.

Su figura esbelta era la fiel representación delcharlestón y el jazz. Su boca roja describía una nueva forma de vivir.Cuando la veía,venían a mí los toques de la canción napolitana mezcladoscon la música moderna. Ella se despidió, no sin antesacompañarme a la habitación de invitados. Se trataba de un cuartosencillo, yo ya lo conocía. Había descansado allí en otro tiempo.

Giovanna solía visitar a sus amigas, razón por la cual la casa se quedaba desocupada con frecuencia. Los únicos en ella, en caso de no salir a beber a la noche o ir a festejar algún tipo de idea descabellada, éramos Andrea y yo. Otros días la casa estaba repleta.

—Mi marido suele hablar de esa nueva fábrica textil, ya sabes su interés por hacer crecer una mina de oro en cualquier lugar. Tengo que invitarte a una de las nuevas tiendas que han abierto, Giovanna —decía una de las mujeres mientras tiraba los dados sobre el tablero—. ¡Oh, he ganado! —exclamó entre risas.

—¡Oh, no es posible! Yo jamás gano —exclamó otra—. Ahora entiendo por qué me mantenía lejos de todo esto.

—Vamos —exclamó Giovanna—, no es tan complicado una vez que te acostumbras. Otra partida más y jugaremos la revancha. Podríamos visitar la tienda en cuanto nos des el permiso —se dirigió a la mujer bulliciosa—. Concierta una cita. Iremos cuando llegue Sienna, ya saben cómo se pone cuando hacemos planes sin contar con ella. Mi hija viene de visita el próximo mes. Asuntos de su esposo la mantienen alejada de Palermo. Hace tanto calor aquí que siento que el maquillaje se escurre de mi cara.

—El otro día saliste a cenar con Aurelia. Sin embargo, yo no vi mi invitación en ningún lugar.

—Te llamé, pero ese día no estabas.

—Por supuesto que no estaba, ese día tuve que salir —respondió Giovanna tajante, sin darse la vuelta para verla mientras movía las fichas con astucia. Prendió un cigarrillo y miró por encima de las mujeres hasta toparse conmigo, sentado en uno de los sillones al lado de Andrea—. Aquí falta de todo, pero me siento recompensada de alguna forma. Ven más seguido Salvatore, está siempre será tu casa. La compañía siempre me hace bien y veo que con Andrea hace más que milagros.

Por encima de todos, una sombra conocida se alzó. Entró a la habitación con los ojos puestos en mí. Caminó con ligereza, llegó por detrás de Giovanna y colocó una mano sobre su hombro; ella le sonrío y soltó por entre sus labios el humo del cigarrillo. El señor Venturelli miró a cada una de las mujeres.

—Ojalá mi esposo estuviera cerca —dijo una de ellas con la vista en Venturelli mientras colocaba frente a sí las fichas revueltas—. Tienes suerte, Giovanna, de contar con la compañía de tu esposo en días como estos.

Giovannano apartó la mirada de la mujer, la observó de manerafija a ella y despuésa la sortija extravagante enuno de sus dedos. Lafina joya brillaba aún bajo poca luz. Noté cómo, de forma incómoda, intentabapermanecer casual ante la conversación en un acto de desmedida desazón. Elsemblante seguro de la señora Giovanna cambió de manera drástica. La solapresencia de esa mujer en lahabitación perfumaba el aire con un descaro del que Giovanna y aquellas otras mujeres, escondidas tras el humo y las tazas de café calientes, eran conscientes.La mano de Venturelli, posada en elhombro de Giovanna, intentó escalarmás arriba hasta abrazarlacon fuerza de su cuello, ella la acogió. La vi respirar profundo sin dejar deobservar a la mujer de la joya; ella, absortaen su labor, se había distraído de toda su complicidad. Giovanna alzó la vista haciasu marido y buscó apartarse de él. La mano delseñor Venturelli se escurrió de su hombroy el semblante de Giovanna volvió a revitalizarse, como sise apartara de una sombra dolorosa. La mano resbalópoco a poco y ella volvió a mirarme de nuevo, esta vez consciente de mipresencia, de la verdad que había descubierto.

Logré ver el brillo simbólico de una infidelidad a través de una joya. Sentado desde el sillón, los ojos de Venturelli se posaron sobre mí, nadie se dio cuenta de este hecho porque ninguno de los presentes se atrevía a mirarlo, mucho menos a cuestionarlo. Mientras todos agacharon sus cabezas, yo la mantuve en alto. El rostro de la mujer del anillo esbozaba una sonrisa maliciosa. Sin embargo, nunca alzó su rostro para encontrarse con él, aun cuando habían compartido una intimidad clara para todos en el silencio.

Mi mirada vagaba entre las mujeres y el café, pero volvía a él de forma inevitable. Nos miramos en cuestión de segundos. Algo dentro de mí se agitó con furia. Un deseo de querer arrancarme la piel, de introducirme en el fondo de la oscuridad visible, palpable. No existía penumbra más envolvente. Bajo sus ojos, quedaba por completo desnudo.

Miré el reloj del salón. Tenía presente la hora exacta de su llegada y me pregunté si se iría en algún momento o si permanecería allí más tiempo. Debió haberse topado con mis maletas. Cerré los ojos y las sombras, que luchaban contra Giovanna, parecieron tomar posesión de mí. Cuando abrí los ojos le volví a encontrar en la distancia.

Los ojos del señor Venturelli me siguieron, me conversaban enun lenguaje transparente para mí, pero nunca antes expuesto con tantanaturalidad; descubrí el habla y la fuerza de aquel lenguaje en ese precisomomento. Cada rincón, cada palabra, se traducía en ello y yo pude sentirlo. Me apoyé cómodo en elsillón y, a diferencia de las amigasde Giovanna, cuando prendí mi cigarrillo una promesa avanzó entre los dos, haciéndonos conscientes uno del otro sin vergüenza alguna.Los golpes propiciados a mi cuerpo volvieron a dolerme. Me pregunté si ese dolor lo llevaban laspieles anhelantes, si ha de ser así como sientenaquellos adoloridos por el deseo.


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