Pero antes, chocolate

By laurammate

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Alina no es capaz de recordar lo que sucedió en la fiesta de anoche. Se pasó un poco bebiendo, eso es lo únic... More

nota

uno; quince de octubre

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By laurammate

El timbre del teléfono le martillea con fuerza el cerebro. Siente cada ring en la cabeza y cree que si sigue sonando mucho rato más, se le saldrán los ojos de las cuencas. Los nota escocer bajo las pestañas, así que los cierra con fuerza. Apoyada con los codos sobre la mesa, esconde el rostro entre las manos y deja caer el pelo cobrizo a ambos lados. Está agotadísima; tanto, que parece que va a quedarse dormida sentada ahí mismo.

El teléfono no deja de sonar. En la pantalla aparece el nombre de su mejor amiga acompañado de un emoji de un sol. Siente un dolor punzante en la cabeza y vuelve a cerrar los ojos para descansar la vista.

Al fin, después de un minuto que se le hace eterno, deja de sonar y aparece una notificación en su lugar «Pris Mochuela (10)» acompañado esta vez de un icono de un teléfono rojo.

Cuando se asegura de que ha dejado de llamarla, pone el móvil en silencio, boca abajo para no distraerse con el led de la notificación, y se gira hacia el mármol de la cocina para prepararse algo para desayunar.

Tiene el estómago revuelto por la resaca y cualquier cosa en la que piensa le causa rechazo. Aun así, unta chocolate —el único dulce que su cuerpo admite después de las fiestas— en pan de molde, lo pone en la sandwichera y se lo come a mordisquitos mientras intenta centrarse en cómo se hace para volver a ser una persona adulta y funcional cuando una tiene resaca un martes por la mañana.

Mientras sigue royendo el sándwich de chocolate, pone un café a hacerse y, de forma automática, mira el móvil. Resopla al darse cuenta de que justo eso era lo que estaba evitando, pero decide ignorar las notificaciones y mirar Twitter. Cotillea la pantalla sin demasiada atención, también pasa por alto los más de cien mensajes del grupo que tiene con sus amigos. Revisa la hora: quedan apenas treinta minutos para que empiecen las clases y debería ir tirando si no quiere faltar. Este curso está manteniendo su propio récord de asistencia, para su sorpresa.

Se bebe el café tan rápido como es capaz y echa los platos al fregadero. «Ya los limpiaré al llegar de la uni», se dice, tratando de convencerse a sí misma. Sube corriendo a cambiarse, apenas se pone lo primero que encuentra en el armario y pocos minutos después ya está en la calle de camino a las afueras de la ciudad, donde se encuentra el campus.

—¡Lina!

Se gira a ver quién la llama a esas horas de la mañana, pero no ve a nadie detrás de ella. Vuelve a mirar al frente, esta vez con el ceño fruncido porque le duele la cabeza y está muy cansada y solo quiere dar media vuelta y meterse en la cama y dormir hasta pasado el mediodía. Aun así, ahí está, yendo al campus a las ocho y media de la mañana, con el frío de mediados de otoño mordiéndole la piel. Y todo porque compite contra Pris y nunca la dejaría ganar.

—¡Liiinaaa! —Esta vez reconoce la voz. Mira a la carretera y ve al atontado de su mejor amigo sacando la cabeza por la ventana del coche como un perrito. El aire helado le revuelve el pelo castaño, que lo lleva algo largo, y le tiñe las mejillas y la punta de la nariz de un color rosado que hace sonreír a Alina.

—¡Ey! —Levanta la mano en señal de saludo. El hermano de Asier para el coche a su lado y ella se sube casi de un salto en el asiento trasero. Abraza a su amigo por el cuello, desde atrás, y le da un beso sonoro en la mejilla—. ¿Cómo estás?

—Agotado, ayer estuve hasta tarde estudiando para el examen de hoy y apenas he dormido. —Se gira, la mira por encima del respaldo y le guiña un ojo.

—Eso te pasa por no organizarte mejor —le alecciona su hermano. Asier resopla y Alina se ríe.

De repente, el hermano toma un atajo que ella nunca había usado y se extraña.

—¿Por dónde vamos?

—¿Cómo que por dónde? —Asier está claramente confuso—. Lina, tía, no me digas que no sabes lo que ha pasado. —Ella se encoge de hombros, aún con una sonrisa dibujada en los labios—. Bueno, no debería extrañarme, si nunca miras el móvil. ¡Que no vamos a la uni!

—¿Qué ha...?

—Esta mañana me ha llamado Priscila y me ha dicho que su hermano está en el hospital.

Alina siente un pinchazo en la boca del estómago. Le da vueltas la cabeza y por un momento siente que va a vomitar. Apenas consigue formular una palabra entera:

—¿Sebastián?

—Sí, sí, Sebastián. Bast. Nuestro Bast. —Hace énfasis en ese «nuestro» señalándose alternativamente a ambos con el dedo índice.

Alina nota los oídos taponándose y cierra los ojos con fuerza para frenar el mareo que le ha sobrevenido. Solo quiere parar esta marea de sentimientos que la agitan en su interior con fuerza. Apenas es consciente de que Asier sigue hablando. Le está contando algo sobre qué le ha dicho Pris, sobre cómo lo encontraron o algo así, pero no escucha bien y solo quiere gritarle que se calle un minuto, que necesita un poco de calma. Necesita parar el coche. Necesita bajarse, respirar aire limpio durante unos segundos y calmar su cabeza, su corazón y sus entrañas.

—¿Lina? Tía, ¿estás bien?

Asier la mira por encima del asiento directamente a los ojos. Alina por un momento se siente despojada de toda la intimidad, sabe cómo su mejor amigo es capaz de desnudar su alma con los ojos y ver a través de capas y capas de piel. Nunca le han hecho falta las palabras.

—Ey, Javi, déjanos aquí.

—¿Seguro? Si estamos aquí al lado, no me cuesta nada... —El hermano menor niega con la cabeza mientras se va desabrochando el cinturón.

El hospital es pequeño, de pueblo. Asier se adelanta y se encarga de preguntar dónde está Bast y guía de la mano a Alina, que está claramente conmocionada. Ella no es capaz de articular palabra, ni de orientarse con claridad. Ve todas las puertas iguales, todas las escaleras, paredes y carteles exactamente idénticos. No sabe por dónde han venido ni cómo han llegado al pasillo adecuado: «Unidad de Cuidados Intensivos».

El pasillo está completamente vacío: paredes blancas, sin bancos ni plantas decorativas. Hay una puerta a la izquierda con unas instrucciones y un timbre al lado. Justo enfrente, otra puerta que lleva a una sala de espera.

—Mejor esperemos en la salita, mandaré un mensaje a Pris para no molestar con el timbre.

Ambos se sientan en una mesa redonda que hay frente a un gran ventanal. Desde ahí puede ver el parque como si estuviera bajo sus pies. Alina coge el teléfono y revisa los mensajes que antes había decidido ignorar.

Priscila contaba a primerísima hora del día que les habían llamado del hospital, que habían encontrado a su hermano inconsciente en el suelo de su piso por la noche. Decía que parecía haberse caído por las escaleras: tenía varios huesos rotos y estaba inconsciente. Su cuerpo parecía reaccionar a algunas señales, por lo que los médicos habían declarado que no se trataba de un caso tan grave, pero que tendría que estar en observación al menos veinticuatro horas hasta que se aseguraran de que se estabilizara. Luego lo llevarían a una habitación hasta que recuperara la consciencia y mejorara un poco.

El resto de mensajes son de Asier: de pánico, de sorpresa y de preguntas.

Cuando llega abajo del todo de la conversación, el último mensaje es de Pris: «Ahora salgo a buscaros, ¿estáis en la salita?».

No pasan ni cinco minutos cuando Pris y sus padres salen al pasillo. Ambos chicos se levantan para saludar y dar apoyo. Alina ve a los padres muy desmejorados, aunque la última vez que los vio fue apenas una semana antes; se fija en las arrugas marcadas en el rostro de la madre, y en los ojos hundidos y las ojeras en el del padre. Aunque Priscila se ha enterado esta mañana, es evidente que los padres lo saben desde hace horas y no han dormido nada, preocupados por su hijo mayor.

Pris tiene las mejillas rojas y los ojos hinchados de llorar. Apenas cruza la mirada con Alina, se frota el dorso de la mano con los ojos y esboza media sonrisa.

—Gracias por venir, pensaba que no habrías visto el mensaje —susurra Pris al abrazarla.

—De hecho... —Asier las abraza a ambas por encima de los hombros y continúa—: He tenido que secuestrarla de camino a la uni. —Alina le da un codazo en las costillas.

Pris se ríe un poco y la pelirroja se queda satisfecha. Es una situación de mierda y están todos conmocionados, preocupados, alterados, con el estómago y la cabeza revueltas; pero, por encima de todas las cosas, Alina y Asier detestan ver triste a su mejor amiga así que, incluso en los peores momentos, sacan fuerzas de donde no la hay para hacerla sonreír.

—Solo podemos entrar de dos en dos. Mamá y papá, podéis aprovechar para iros a casa un rato a descansar. Al menos bajad a desayunar algo.

—Priscila, hija, no tenemos estómago para nada. Gracias por preocuparte, pero creo que estaremos mejor aquí, cerca de Sebastián.

—Lina, creo que deberías entrar tú primera. Al fin y al cabo, eres su... —titubea unos segundos, insegura sobre si debería haber sacado el tema—, bueno, ya sabes...

—Sí, claro, pero no hace falta, eh —Siente una punzada repentina en el estómago, otra vez. Por un momento contempla la posibilidad de que el desayuno le haya sentado fatal y que se le haya juntado con la peor resaca de la historia, pero pronto le sobreviene un sentimiento de horror que es incapaz de interpretar.

—Voy a bajar a por algo de desayunar para todos, id pasando. —Cuando Asier termina la frase, ya se encuentra enfrente de los ascensores.

Alina sacude la cabeza y mira a Priscila a los ojos. Ella le devuelve la mirada con pesadez. Es la primera vez que la ve sin maquillar desde que tenían como catorce años. Se la ve diferente: pequeña, vulnerable, cansada. Coge su rostro con ambas manos por las mejillas, le limpia una lágrima y la abraza con mucha fuerza. Con media sonrisa, le susurra:

—Vamos.

El interior de la Unidad de Cuidados Intensivos es diferente de cómo se lo había imaginado. Priscila ha tenido que picar al timbre y decir que es la hermana del paciente y que viene acompañada. Han entrado y justo detrás de la puerta se han limpiado bien las manos con jabón desinfectante. Pasada la entrada, hay una sala grande con unas mesas llenas de ordenadores y pantallas donde se ven las constantes vitales de los distintos pacientes. Frente a la mesa, hay las habitaciones de cada paciente. Cada una tiene un gran ventanal desde el que los médicos pueden observar a los ingresados. Bast está en la última sala, por lo que Alina ve a los demás al pasar. Intenta evitar que se le vaya la mirada, pero le resulta difícil que no se le escapen los ojos. La mayoría duermen, excepto uno, que habla con un familiar.

Cuando llegan a la última puerta, Priscila pasa delante y, tras dar tres suaves golpecitos en la puerta —y volver a desinfectarse las manos con otro gel—, entra y saluda a su hermano.

Él apenas responde, mueve los ojos bajo los párpados y un sonido gutural sale de lo más profundo de su ser, pero parece incapaz de construir palabras enteras.

—Parece muy, muy dormido, como cuando intentaba hablarle de madrugada y solo respondía con gruñidos. —Las palabras de Pris apenas salen de su boca. Tiene los ojos empañados por las lágrimas y un nudo en la garganta. Le da terror ver el estado en el que se encuentra, tiene la cabeza, una pierna y un brazo vendados y un montón de cables conectados a las pantallas de su alrededor.

—¿Morfina? —La pelirroja señala los tubos.

—Sí —contesta Pris con un leve encogimiento de hombros—, algo así, creo.

—Hola, Bast. —Alina se atreve a hablar. Se acerca con cautela a los pies de la cama, pero mantiene la distancia. La imagen de su exnovio inconsciente, vendado, con la vida pendiendo de un hilo hace que tocarlo le resulte imposible. El nudo de su garganta se estrecha; no le salen más palabras, aunque intenta vocalizarlas. Siente el estómago como si le hubieran pegado una paliza y solo tiene ganas de vomitar. La cabeza le da vueltas y está paralizada: incapaz de expresarse ni moverse.

De repente, la saca de su ensoñación un ronquido grave:

—Lina...

Su voz ha sonado muy ronca, reseca, sin fuerza.

Los ojos se le anegan en lágrimas. Él es consciente de que está ahí para apoyarlo, para darle cariño. Él está vivo, ha podido reconocerla y pronunciar su nombre...

—Dice Asier que ya ha llegado, ¿vamos? —Su amiga le pone la mano en el hombro. Alina no la ha ni escuchado, así que el mero contacto la asusta y da un respingo. Responde de forma automática: asiente con un leve movimiento de cabeza, sin apartar la vista de Sebastián.

—Me voy y dejo que venga Asier, ¿vale? —Le dice Alina a Bast, consciente de que es muy probable que él ni la escuche, es posible que se haya vuelto a dormir y no procese lo que ella le ha dicho. Aun así, intenta añadir en un susurro—: Te quie-

Priscila le pasa una mano por el hombro y se la lleva. Alina se deja llevar, aún en shock. Y la última sílaba se pierde en el aire.

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