La Biblioteca de Alejandría

By Oscar_Nox

14 2 10

Un relato de baja fantasía que cuenta la historia detrás del incendio de la Gran Biblioteca de Alejandría. A... More

La Biblioteca de Alejandría

14 2 10
By Oscar_Nox


Durante siglos, el incendio de la Gran Biblioteca de Alejandría fue un misterio. Ningún historiador supo precisar cómo se inició el incendio, sólo teorizaron que fue Julio César quien, al ordenar incendiar sus barcos al verse bajo ataque, provocó que las llamas se extendiesen sin control.

Mi familia ha guardado el secreto durante generaciones. Sin embargo ahora, enfermo y sin descendencia, me veo en la obligación moral de no permitir que muera conmigo. Por eso, a continuación contaré cada detalle de lo que realmente ocurrió esa noche.

Una antepasada mía, Aella de Alejandría, estuvo involucrada. Pero no puedo empezar sin relatar el cruel final que tuvo su padre.


Cuando ocupó el cargo de Jefe de los Escribas, fue el responsable de la transcripción y traducción de los miles de rollos de papiro que conformaban la Biblioteca más grande de Egipto y del mundo entero, incluyendo textos prohibidos conocidos apenas por un puñado de personas.

Era el año 61 a.C. cuando, una tarde, fue acusado de robo y traición. Fue cazado, interrogado y apuñalado frente a su casa, ante los ojos vidriosos de una Aella de apenas ocho años. Desde el umbral vio cómo interrogaban y golpeaban a su padre, sangrante en el suelo, sin obtener respuesta alguna. Cuando los soldados entraron a su casa a registrar, ella corrió hacia el bulto informe que era su padre. Sus sandalias se empaparon en el charco rojo que manaba de él.

—Aella, qué bueno que eres tú... —le dijo con voz entrecortada, con sus últimas fuerzas—. Ve al Museium. Busca a Hipatia... Ella cuidará de ti...

Cuando los soldados salieron de la casa tras su infructuosa búsqueda, vieron a Aella sosteniendo la mano fría y rígida de su padre. Algunos intercambiaron miradas pero todos la ignoraron.

Estuvo así durante horas, ahuyentando a los perros que empezaban a rondar. Una vecina se compadeció de ella y la acogió en su casa, y la ayudó con el entierro del padre.

Luego de aquel día los soldados regresaban cada cierto tiempo, registrando su casa en varias oportunidades, hasta que un día dejaron de hacerlo. No pudieron demostrar el robo porque nunca hallaron los documentos, pero Aella tuvo que vivir con el estigma de ser hija de un ladrón y traidor.


Poco después, buscó a Hipatia en el templo de las musas, también llamado Museium, de donde proviene la palabra que hoy conocemos como "museo". Ella se encargó de instruirla es las letras y en las ciencias. Luego de unos años, le otorgó aquellos rollos de papiro por tanto tiempo resguardados. Los que había robado su padre: Uno de ellos era una profecía, y el otro parecía un texto con invocaciones.

Aella no creía en magia, y casi juzgaba al padre por haberla dejado sola en el mundo persiguiendo fantasías. Hipatia parecía ser una mujer fuerte y cuerda, y tampoco la imaginaba creyendo en esas cosas.

—Ten la mente abierta —le dijo—. Tu padre no estaba loco, y es tu deber como hija continuar con su legado y detener el caos que está por venir, o preparar a alguien para que lo haga cuando ya no estés.

La profecía rezaba que cuando surgiera el líder carismático que llorase ante la cabeza de su enemigo, el fuego descendería sobre el templo del conocimiento, acarreando la oscuridad sobre las mentes durante siglos.

En aquel momento no supo lo que significaba. Decidió convertirse en escriba, como su padre, para poder acceder al conocimiento del que carecía y continuar su legado.

Intuía que el templo del conocimiento podría hacer referencia a la Biblioteca de Alejandría, aunque no sabía a qué líder se refería. Especialmente porque la República Romana no estaba controlada por un único líder, sino por los magistrados y el Senado.


Años después, consiguió ingresar como escriba a la biblioteca. El Prefecto, administrador de la biblioteca, fue amigo de su padre y le permitió hacer las pruebas, a pesar de los comentarios bajo la mesa de todos aquellos que desconfiaban de Aella. «Tal como el padre será la hija». «Familia de ladrones». «Sólo así consiguieron el estatus que poseen».

Aella rabiaba por dentro, porque el estatus del que hablaban murió con su padre. Al recibir el favor del Prefecto, debía tragarse sus palabras y soportar las críticas con hidalguía.

Los primeros meses fueron difíciles, pero gracias al trabajo duro consiguió ganarse el respeto de sus compañeros y colegas, y poco a poco el prejuicio a su alrededor se diluyó como arena en el Nilo.


Tras unos años de ardua investigación, fue abordada en la Biblioteca por un sujeto que se hacía llamar El Reclutador, el cual portaba una máscara de halcón.

—¿Y me dices que se hacen llamar La Orden del Ojo de Horus? —preguntó Aella tras oír su discurso.

—Muy pocos conocen nuestra existencia. Nos encargamos de velar por el conocimiento que se halla detrás del conocimiento. Procuramos que el ocultismo permanezca así: oculto. Sabemos que usted ha tenido acceso a muchos de los textos que serían prohibidos para las personas corrientes, y por ello contamos con que posea una mente abierta al respecto.

Aella sopesó la invitación durante varios minutos. Si estaba en lo correcto, era esta la oportunidad que esperaba. Aunque no se alineaba con sus ideologías, podría involucrarse y fingir ser parte de ellos. Podría conocer aquella verdad que llevó a su padre a la muerte. Sabía que había algo más que provocó el robo de los pergaminos con la profecía y las invocaciones.

El Reclutador le otorgó una máscara idéntica a la que él llevaba y la citó en el Templo de Horus luego de tres noches.


Al llegar, y tal como imaginó, todos los presentes llevaban las mismas máscaras. Era una organización anónima, y al parecer el único que conocía las identidades de los demás era El Reclutador.

La ceremonia se ofició y dieron la bienvenida a Aella, solo la nombraron como el "Décimo quinto ojo". La persona que presidía, que ostentaba un número uno en su máscara, dibujó con tinta roja a base de cinabrio un número quince en la máscara de ella.

La sesión continuó sin sorpresas. Tras darle la bienvenida, empezaron a analizar documentos que ella ya conocía, que incluían profecías, leyendas y bestiarios. Con el pasar de los meses, empezó a sentir que era sólo un grupo de fanáticos del ocultismo. Hablaban de magia de fuego que a Aella nunca le pareció más que un delirio de ignorantes.


Sin embargo, a mediados del 48 a.C., las cosas dieron un giro drástico.

—Como han de saber —dijo el Primer ojo—, el Procónsul y Dictador Julio César acaba de llegar a Alejandría, persiguiendo a su opositor Pompeyo. Esta es la oportunidad que estábamos esperando para que El Ojo de Horus sea quien gobierne Egipto. Buscaremos el momento preciso para atacar en el puerto. Hemos movido nuestros hilos con los Consejeros del rey y cuando ellos hagan su jugada, nosotros haremos la nuestra.


Julio César desembarcó por la mañana con su tropa en el puerto de Alejandría, y fue recibido por los Consejeros del rey de Egipto: Ptolomeo XIII. En una bandeja, le entregaron la cabeza de su amigo y rival: Pompeyo. Con aquel salvaje acto, eliminaban al contrincante del nuevo líder, buscando ganar su favor. No obstante, esto enfureció a Julio César, que lloró de impotencia, tanto por haber perdido a su viejo amigo, como por haber sido arrebatado de su victoria.

Tomó el control del Palacio Real, y mandó a llamar a Cleopatra: La hermana, esposa y rival de Ptolomeo XIII que, tras su fallido intento de golpe de estado, fue exiliada a Siria. Ptolomeo huyó temiendo represalias del Dictador. Era apenas un niño de diez años, y quienes lo manipulaban a su antojo eran los Consejeros.

En ese entonces, Julio César no previó que las tropas de Egipto se resistirían y se levantarían en armas contra las escasas tropas romanas. El Dictador sabía muy bien que quienes estaban detrás de ese movimiento eran los Consejeros de Ptolomeo. Lo que no sabía, es que detrás de ellos había una figura siniestra: El Ojo de Horus.

La batalla empezó en las afueras y cerraron las murallas de la ciudad, reforzando la seguridad en el puerto para evitar una incursión por mar. Alejandría estaba preparada para resistir un asedio, pero no para soportar un ataque desde el interior. Fue entonces que El Ojo de Horus hizo su jugada.

Aella se hallaba a puertas de la Biblioteca, saliendo de trabajar. Tras la última reunión, se debatía entre revelarle la conspiración a Julio César. No quería formar parte del golpe de estado, y ya cargaba sobre sí las acusaciones del padre como para ser acusada ella también por traidora.

Buscó al Dictador en el puerto, pero sus barcos parecían desocupados. Había varios romanos montando guardias pero no supo dónde estaba el Dictador. Supuso que se hallaría en el Palacio.

Entonces, los vio. Eran los miembros de la Orden de Horus. Llevaban túnicas negras y las máscaras con forma de halcón. Recitaban palabras en idioma antiguo, y tuvo que frotarse los ojos para asegurarse de que lo que veía no era una ilusión: En sus palmas se formaban bolas de fuego que eran lanzadas en forma de llamaradas.

Aella hasta ese entonces no creía en la magia. Siempre pensó que lo que hacían los sacerdotes eran meros trucos, pero el fuego que tenía ante sí era muy real.

Las flamas incendiaron los barcos del puerto, para evitar que los romanos pudiesen escapar. Algunos hombres aún se hallaban en el interior, y saltaban al agua para salvarse.

«Si los hechizos son reales, entonces...», pensó.

Extrajo el pergamino que llevaba en su alforja, aquel que había robado su padre trece años atrás. Era un texto extenso y complejo, y a pesar de sus dudas lo recitó a toda velocidad sin cometer ningún error. Frente a ella, se materializó una criatura mítica e inesperada: Era una esfinge dorada.

Su sedoso pelaje refulgía ante las llamaradas y, aunque sus facciones humanas eran amables, sus ojos estaban encendidos. Sus pisadas retumbaron en el puerto, dejando grietas en la madera del muelle que crujía a su paso ante la mirada atónita de los soldados. Soltó un potente rugido y extendió sus alas, arremetiendo contra el enmascarado más cercano.

«Aella, yo me encargaré de ellos». Oyó su voz en su cabeza, aunque sus labios no se movían. «Ve a advertir a Julio César de la conspiración».

Le tomó solo unos segundos procesarlo, y corrió hacia el Palacio Real.

Al llegar, fue detenida por unos soldados. Uno de ellos, bastante mayor, salió a su encuentro. Lo reconoció, era uno de los que habían matado a su padre. Pensaba que lo había olvidado, pero al ver su rostro sus recuerdos irrumpieron en su mente con furia. Debió ignorar su sed de venganza y tratar de cumplir con su objetivo.

—¡Sus barcos están siendo atacados! –exclamó. No a los guardias, sino a algún sitio detrás de la puerta principal, donde esperaba que Julio César estuviera escuchando—. Una organización secreta llamada El Ojo de Horus es quien tramó matar a Pompeyo. Están detrás de los Consejeros de Ptolomeo, y están preparando una emboscada.

La puerta se abrió, pero quien salió no fue Julio César. Era uno de los Consejeros, uno de los más ancianos.

—Traidora. Igual que tu padre —dijo, y escupió al piso.

Una bola de fuego se formó en su palma, y la arrojó contra ella. La esquivó a tiempo, y la llamarada impactó en el viejo soldado que intentaba retenerla, empezando a arder entre desgarradores gritos.

Aella aprovechó que el viejo Consejero no podía correr y escapó. Al regresar al puerto, encontró un feroz combate. El incendio se había extendido ya a las edificaciones cercanas, incluyendo la Biblioteca.

Vio a Julio César y los soldados romanos combatiendo contra un grupo de guardias egipcios y contra los miembros de la Orden de Horus, quienes tenían ventaja debido al poder del fuego. La mayoría de los soldados no sabían cómo enfrentarse ante aquella amenaza, algunos aterrados, otros maravillados. La figura del Dictador combatiendo con fiereza, con el fondo de la Biblioteca en llamas, causó un trance repentino en Aella.

Recordó la profecía.

«Cuando surja el líder carismático que llorase ante la cabeza de su enemigo, el fuego descendería sobre el templo del conocimiento, acarreando la oscuridad sobre las mentes durante siglos».

Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Sabía que se estaba cumpliendo ante sus ojos, y que aquel incendio traería consigo el fin del esplendor del conocimiento que el rey Ptolomeo I había erigido durante generaciones.

Cayó de rodillas.

Una llamarada impactó cerca de ella y la devolvió a la realidad, sobresaltada. Se incorporó, pero antes de que se diera cuenta, otra enorme bola de fuego se dirigía hacia ella. No podría esquivarla a tiempo.

La esfinge se materializó ante ella y recibió el impacto. Su cuerpo dorado apenas pareció inmutarse. Brillaba ante el fuego como si en ella se reflejara la ira de los dioses.

«Aella, tenemos que acabar con ellos».

—No sé que hacer —le dijo—. No tengo magia para detenerlos.

«Usa el pergamino, invoca a todas las criaturas que puedas. Pelearán por ti».

Aella buscó el pergamino y recitó sus líneas. Ante ella se materializaron cuatro criaturas quiméricas con aspecto humano y animal. No tuvo que decirles nada, pues se giraron hacia ella, hicieron una reverencia, y cargaron al combate.

La batalla fue larga, y aunque algunos miembros del Ojo de Horus huyeron, los romanos vencieron. El costo a pagar fue el incendio de los barcos de Julio César, el puerto y, sobre todo, la Biblioteca de Alejandría. Aella lloró al pie de los escombros aún encendidos.

—Gracias por ayudarnos, jovencita —le dijo Julio César, posando una reconfortante mano sobre su hombro—. No olvidaré tu lealtad hacia nosotros.

—Gracias, señor. Pero ya nada tiene sentido si no pude proteger la Biblioteca.

Él le devolvió una amarga sonrisa, y se quedó de pie a su lado, acompañándola en su dolor. Ella notó que el luto que él guardaba era por sus soldados caídos en batalla. Tenía los ojos clavados en el fuego como si con el humo ascendente se elevaran también las almas de sus hombres.


Pasaron la noche apagando el incendio, y descansando mal y poco. Fueron sorprendidos por la mañana con las tropas de Ptolomeo XIII asediando la ciudad amurallada. Las palomas mensajeras eran interceptadas, por lo que no podían solicitar refuerzos a Roma.

La llegada de Cleopatra marcó la diferencia, trayendo tropas de refuerzo, que permitieron a los hombres de Julio César resistir el asedio durante ocho meses, hasta que finalmente derrotaron a Ptolomeo.

Aella participó activamente en los combates, ganándose el favor del César. Cuando Cleopatra fue nombrada reina de Egipto, ambas tuvieron una entrevista.

—Julio César me contó tu valía durante el enfrentamiento con el Ojo de Horus, joven Aella. Me informaron también que precedía sobre ti el oscuro legado de tu padre, acusado de robo y traición ante mi padre, Ptolomeo XII.

Aella agachó la cabeza.

—Revoco en este momento y de manera oficial tal acusación —continuó—, y te nombro a ti como nueva Prefecta de la Biblioteca de Alejandría.

—Pero mi reina —dijo Aella, con voz entrecortada—, casi toda la biblioteca se vio reducida a cenizas durante la batalla.

—No eres la única que conocía la profecía —dijo Cleopatra, con una sonrisa cómplice. Ambas tenían casi la misma edad: Cleopatra con dieciocho y Aella con veiuntiuno—. Mi padre era un apasionado de las letras y el conocimiento, y me confió sus secretos antes de morir. Por eso se construyeron la Catacumbas del Serapeum.

—¿Las catacumbas? —Aella conocía su existencia, pero no entendía qué tenían que ver con la biblioteca.

—La Orden del Ojo de Horus fue creada por Ptolomeo VI hace generaciones. Tenían el encargo de preservar los conocimientos, por lo que las copias de los textos de la biblioteca se hallan en las catacumbas. Ya mandé a inspeccionarlas y me confirmaron que no se vieron afectadas por el incendio.

—A mi me reclutó la Orden, pero nunca tuve conocimiento al respecto...

—Lo entiendo. Las últimas generaciónes se corrompieron e intentaron conspirar en un golpe de estado para ganar poder. Por ello descuidaron la labor por la que fueron creados. En todo caso, las pérdidas de documentos corresponden únicamente a los textos más recientes, y creo que no tendremos problemas en recuperarlos. Sólo te pido discreción, nadie puede saber sobre lo que pasó con la Orden. La magia no debería ser de conocimiento público, pues es el arma secreta de Egipto ante nuestros enemigos, vengan de fuera o desde dentro.

—Ahora entiendo por qué mi padre robó la profecía y el pergamino con las invocaciones. Se enteró de las conspiraciones del Ojo de Horus y, de alguna manera, dedujo que estarían involucrados con la profecía. Quiso advertirnos pero lo mataron antes de que pudiera decírselo a nadie. Solo pudo dejarle los rollos de papiro a Hipatia y confiar en que yo descubriese lo mismo que él hace trece años.

Aella volvió a casa esa noche y, después de años en los que se sentía en deuda con su padre, pudo dormir en paz. Ahora tenía una nueva misión: La reconstrucción de la Biblioteca de Alejandría.


De igual manera yo, habiendo cumplido con mi misión de no dejar que los conocimientos depositados en mí se pierdan en el tiempo, puedo descansar. Espero reencontrarme en el más allá con mis antepasados.

Le diré a Aella que su esfuerzo valió la pena: Que aunque más adelante la Biblioteca sufrió otros incendios y cayó en el olvido, hoy en día vivimos en un mundo donde el conocimiento está al alcance de todo el mundo. Le diré también que la magia permanece tal y como quería: oculta de la vista de la gente, pero presente. Siempre presente.


FIN

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