El último aliento de las flor...

By YamunaDuar

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La soledad, la frescura, los cantos apagados de cuervos en la lejanía... Todo aquello esta puesto en escena d... More

Prólogo
Prefacio
01: El ángel alado
02: La viuda negra
03: Negligencia gris
04: Una velada con los muertos
Epílogo

05: Vals de medianoche

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By YamunaDuar

"Y no hay remedio para el recuerdo de rostros. Como una melodía, no dejaré mi cabeza.

Tu alma está acechándome y diciéndome, que todo está bien, pero desearía estar muerta..." - Lana del Rey.

Había amanecido lloviendo, las gotas barrían las cunetas, se llevaban las hojas... Golpeteaban los vidrios, se aglomeraban contra los parabrisas. Toda aquella mañana había caído una llovizna ligera. Pero luego, el rey astro volvió a resurgir de entre las nubes. Como hechizo de magia, solo quedaron las pequeñas perlas en las telarañas, los charquitos de agua en las calles y esa frescura mentolada que deja la lluvia.

Para cuando Andrea dejó su apartamento para ir hacia el bar, el sol bajaba por el horizonte, tan sangriento como herida de cañón. La gente salía de sus oficinas, se aflojaban las corbatas, las camisas. En algunas plazas, los niños se columpiaban en las hamacas, mientras que otros iban por un jugo de naranja o incluso, tomar un helado. El día se había vestido de fiesta, como si ese aguacero pasajero hubiese limpiado la pesadumbre de la ciudad.

Los taxis iban y venían; en el que ella estaba sonaba una radio de chismes. Miraba su celular a cada segundo, los semáforos parecían tardar mucho más de lo normal. Minutos antes, le había enviado un mensaje a Mariano, avisándole que ya estaba yendo para allá, sabía que él no contestaría. En una de las primeras tardes que habían compartido en el cementerio, Andrea le había preguntado si sus envíos le llegaban ―no le había mandado muchos, solo para avisarle que ese era su número y cómo estaba―, Mariano le informó que las notas le llegaban, pero no podía responderlos, según él, algo andaba mal con la empresa. Por esa razón sabía que no le contestaría, pero al menos, lo vería.

Se acomodó la chalina que traía al cuello, un rico perfume se desprendía al moverlo. Luego de una larga meditación, había optado por unos jeans azules, una remera blanca con estampado hindú y un saco de pana negro. Más allá diviso el lugar de reunión, en el cual las mesitas se desparramaban por el comienzo de la peatonal. Las sombrillas estaban cerradas, las masetas desprendían flores invernales, que parecían brillar con el contraste de las lámparas.

Le pagó al taxi y se encaminó al sitio de encuentro. La vivacidad la envolvió, le agitó su cabello hacia todas partes, y para cuando entro al bar, acarreaba un vendaval de frescura. En una esquina, contra los ventanales que daban a la peatonal concurrida, sus amigas Inés y Carina con sus respectivas parejas, la saludaban. Sonrió al contemplarlos y con pasitos apresurados avanzó hasta ahí. « ¿Y Mariano?», se preguntó al ver que él no se encontraba entre las sillas.

―Hay perdonen que tardé, lo que pasa es que esos taxis se ponen lentos.

―No pasa nada, pero ¿dónde está tu "amigo"? ―inquirió Inés haciéndole un lugar en la mesa.

Andrea se preguntaba lo mismo. « ¿Le habrá llegado el mensaje? ¿Estará viniendo? ¿Y si se olvidó de la dirección?» Nerviosa se sentó en la silla de madera pulida. Dos mesas se juntaban, unas velas dentro de sal gruesa iluminaban con tranquilidad. Ya les habían entregado la carta.

―Seguro está viniendo ―los tranquilizó ella. Sus amigos la miraban esperando una respuesta diferente. Andrea sonrió débilmente―. ¿Pidieron algo?

―Te estábamos aguantando a vos, y a Mariano. ¿Así se llamaba no?

―Sí, bueno, si quieren esperamos un toque más... ―Dejó el bolso detrás suyo, se acomodó la chalina y cruzó sus piernas por debajo de la mesa. Le sonrió a Carina, esta estaba rodeada por los brazos de su pareja. Su pelo caía en bucles naturales contra la camisa de encaje que traía puesta.

Rápidamente se pusieron a charlar animadamente. Inés siempre como centro de conversaciones graciosas, haciendo lucir su encanto. Pero Andrea comenzaba a impacientarse, sentía sus manos sudorosas, como un nudo tenso se le formaba en el estómago, la garganta. Miraba el reloj de Martin, el marido de Inés. Ya eran las seis y media. « ¡Media hora! ¿Qué le paso? Me llega a dejar plantada y lo mato. Encima que me prometió estar acá como diez minutos antes, y que se moría de ganas por conocer a mis amigas. Lo mato, lo voy a matar.»

Cada vez que escuchaba la campanilla sonar, giraba su cabeza... Pero él no entraba aun.

―Che, ¿vamos pidiendo algo? ―Martin los miró a todos―. ¿Este chico va a venir?

―Por lo menos algo para tomar, ¿no? ―Carina miró a Andrea, como esperando que ella aprobara la decisión. Pero la chica estaba en un mental ataque de nervios.

―Lo voy a matar... ―susurró ella mirándose las manos―. Dale, ordenen lo que quieran.

Pudo escuchar los murmullos ahogados de sus amigos, la vos cortante de Inés, incluso creyó sentir las miradas que caían sobre ella. Pero en su cabeza solo podía pensar en una sola cosa: ¿Por qué no había ido él?

―Andre, seguro algo le paso, ya fue. ―Sintió los dedos de su amiga en el hombro. Alzó sus ojos hacia ella―. No voy a negar que ahora me cae un "poquito" mal, pero no tengo porque meterme ―agregó Inés acercándose un poco más hacia Andrea―. Además, nos debemos una cena desde hace mucho, así que... Hoy pasémoslo bien ¿dale?

―Pero hasta ayer se veía seguro de que vendría ―musitó mordiéndose los labios.

―El día también se veía maravilloso ayer, y mira como amaneció ¡lloviendo! Anímate.

―Está bien, pero me debes un hombro en el cual lamentarme ―dijo Andrea sonriendo débilmente. Inés le apretó la mano, y después se ubicó bien en su asiento al ver como el mozo traía unas bebidas y potecitos de maní.

Mientras que a kilómetros de aquella peatonal, en el micro-centro de la ciudad, el cementerio Jefferson cerraba sus rejas. Las gárgolas se volteaban hacia el terreno sombrío, y los cuervos se posaban en los sepulcros abandonados. A su vez, los ángeles parecían crear un vals con sus alas de mármol desgastado.

* * *

Entró a grandes zancadas, sentía su pulso acelerado en las orejas. Había dejado todo en su oficina, la cartera, el almuerzo. En su mente se repetía una y otra vez que él estaría allí, con sus tulipanes y sus ojos color otoño. Se decía a si misma que él le daría una explicación razonable, incluso desarrollaba en su cabeza una innumerable cantidad de insultos, de perdones, de ideas que la ayudarían a averiguar el porqué.

Igual que aquel viernes pasado, el lunes había amanecido lluvioso. Pero el sol estaba como Andrea, sin ganas de resurgir de entre la niebla.

El Jefferson parecía alegrarse cuando garuaba; las lapidas se ponían más brillantes, el césped resurgía con ganas y las flores se levantaban de la aflicción. Los pétalos marchitos se amontonaban en los charcos, tan solitarios como un escorpión en pleno desierto. El asesino olor a clavel desaparecía, los aromas a negligencia estancada volaban por los aires, desapareciendo en el firmamento gris... Los gatos bebían de los estanques, y los cuervos revoloteaban de un lado a otro. Incluso, quizá, los gusanos se retorcían en la tierra, oxigenado aún más el suelo cubierto de hojas y de antigüedad rancia.

Los días de diluvio, en fechas anteriores, alegraban a Andrea, la incitaban a pasearse por el cementerio horas y horas. Sus momentos de mayor imaginación habían transcurridos en instantes así. Pero ahora la ahogaban, la hacían sentirse pesada.

Caminó por los pasillos, desesperada, buscando algún indicio de que Mariano estaba por allí, a la vuelta de la siguiente curva, como si la esperase, la sorprendiera. Siguió girando entre los nichos, estatuas y fuentes... Bajó los escalones, miraba de lado a lado buscándolo, comenzó a merodear por las lapidas bajas. Ahí sería fácil verlo; entre todas esas tumbas descansaba la mujer de él, cubierta de tulipanes blancos, pero tampoco estaba allí. Sus zapatos chapoteaban en el césped mojado, y sus mejillas comenzaban a tintarse de morado, el frío invernal seguía presente. Una vez que traspasó los sepulcros, siguió bajando más escaleras, subió otras, hasta llegar a la parte más antigua del cementerio ―su parte favorita―. Allí el cielo parecía despejarse en pequeños retazos, ya que los árboles se juntaban unos con otros, tanto, que la lluvia aún no había mojado las hojas del suelo.

Merodeó por largo rato, suspirando y perdiéndose en sus propios pensamientos. Más de una vez pateó piedritas con unas contenidas ganas de gritar, de putear a Mariano.

― ¿Qué le pasó, si se veía tan entusiasmado? ―susurró acariciando los labios de una niña, el mármol estaba picado y en algunas partes cubierto de musgo. La chiquilla poseía unas alitas de ángel, y una cesta cargada de guirnaldas.

Se bajó de la estatua y continúo caminado, pero esta vez regresaba hacia la salida.

Sentía ganas de gritar, pero de un grito frustrado, incomprendido. Iba soltando palabrotas en voz baja. Nunca se había sentido tan abandonada, ningún hombre la había tratado así, sin darle explicación alguna. Comenzó a creer que Mariano si tenía otra novia, y que quizá solo se divirtió con ella. Las ideas negativas comenzaban a florecer rápidamente en su cabeza.

Solo veía perdida como sus pies avanzaban, sin fijarse en nada más. Algo le decía bien en el fondo, que él no estaba en el cementerio.

―Si lo veo lo mato, lo mato... ―volvía a decirse, pero no con ganas de hacerle daño, sino para sentirse, quizá, un poco mejor consigo misma. Entonces se detuvo, escucho que alguien le dialogaba―. ¿Me habló? ―dudó mirando al hombre que la miraba extrañado.

― ¿Está usted bien? ―El jardinero le mantuvo la mirada mientras sostenía su rastrillo entre los dedos. Andrea observó como la carretilla estaba colmada con trozos de estatuas rotas y troncos pequeños.

― ¿Qué le importa? ―escupió ella frunciendo el ceño. «Chusma, ¿a vos que te interesa?, métete en tus asuntos», pensó para sí. Vio como el hombre hacia una mueca y arrugaba su frente.

―No es por nada, pero tengo que reconocer que usted viene muy seguido a este lugar ―dejó el rastrillo en la carretilla y se metió las manos en los bolsillos de su jardinero―, ¿tiene a alguien acá?

―No, y si lo tuviera, no se lo diría. ―Andrea comenzó a avanzar hacia adelante, decidida a finalizar esa conversación.

― ¡Espere! ―exclamó el jardinero, ella se detuvo frente a él y lo miró con una cara que sólo pedía que el hombre continuara―. ¿En verdad usted está bien?

―Le dije que sí, ¿usted está bien o es normal que moleste así a la gente? ―vociferó mientras lo miraba seria.

―No, pero en las últimas semanas he observado como usted dialoga sola, camina, ríe, se sienta... siempre hablándole a algo que no está ―explicó serenamente el jardinero, sus manos se movían al decir las palabras―. Ahora le pregunto de nuevo, ¿está usted bien?

― ¿Quien se cree que soy? ¿Una chiflada? ¡Si hablo, es porque estaba charlando con...! ―Se detuvo, procesó lentamente todo lo que el hombre le estaba planteando―. ¿Qué insinúa? ¿Qué yo hablo con fantasmas?

―Tal vez... ¿Con quién conversa? ―preguntó el jardinero observándola curioso. Andrea continuaba mirándolo incrédula.

―Se llama Mariano ―contestó, al hacerlo, el nombre le sonaba ácido en la lengua―, él visita a su mujer enterrada. En las lapidas de allá ―señaló el gran descampado con cruces y sepulcros blancos.

―Pero... Vayamos para allá, quiero mostrarle algo. ―El hombre tomó su carretilla y comenzó a descender las escaleras, que finalizaban en el terreno señalado por Andrea.

Ella lo siguió, aun dudando del jardinero. « ¿Por qué le interesa con quien converso? Mariano es real, él no es alguien imaginario, me hubiese dado cuenta. Quizá solo quiere jugarme una broma...», maquinaba mientras pisaba con sus pies las hojas marchitas, aplastaba el roció.

En la parte a la cual se dirigían, no existían árboles, solo habitaban lapidas por todas partes, alzándose tristemente hacia el cielo... Allí, las flores se acurrucaban contra las tumbas, atadas unas con otras en lazos ya desteñidos. Los senderos se marcaban bien, las piedritas se desparramaban y las ramitas secas se amontonaban contra los pies de las lápidas.

― ¿A ella visitaba? ―soltó el hombre mientras indicaba la cruz céltica, donde descansaba la mujer de Mariano. Andrea asintió con la cabeza―. Ahora venga hacia aquí, mire ―agregó el jardinero mientras se paraba junto a una tumba. Esta estaba en una fila contigua a la anterior.

Ella percibió como un manto helado le recubría el cuerpo, como su piel se erizaba. Un nudo de terror le exprimió la garganta, quitando cualquier rastro de sonido. Sus dedos comenzaron a temblar lentamente, y sus ojos solo podían ver aquella inscripción, con letras tan delicadas y curvas. En ese momento, todos los encuentros que habían compartido juntos pasaron por su mente, como un cortometraje, pero en blanco y negro.

En una desesperación por entender lo que estaba pasando, se apoyó contra un sepulcro pequeño, que estaba helado. Soltó una bocanada de aire contenido, el vapor se elevó hasta esfumarse en la bruma cargada de soledad. Miraba aquella chapa de bronce, la cual rezaba:

MARIANO KRAWOL

1988 – 2014

«Tiene, no, tenía veintiséis años... Murió el mismo día que su mujer... Pero, ¿qué fuerza extraña esparció las cartas en la mesa? ¿Por qué me pareció tan real, tan cierto? Ahora siento como el aire gélido me entra por las entrañas, me quema las venas, los sentidos.»


-FIN-


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