El Inferno De Las Trincheras:...

By anastark_

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Owen Walker, un escritor anónimo cuyos artículos críticos sobre la neutralidad de Estados Unidos en la Primer... More

ᴘᴀʀᴛᴇ úɴɪᴄᴀ

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By anastark_

La vida cuando se trabaja en el Congreso de Estados Unidos nunca es sencilla, y mucho menos cuando se está en tiempos de guerra.

Hacía dos años que el caos se había desatado al otro lado del charco, en Europa. Un príncipe muerto, alianzas secretas, y muchas ganas de pelea entre las potencias europeas habían desembocado en una guerra sin sentido e interminable que rozaba la locura y parecía no tener solución. Habían pasado ya tres años desde su inicio, y la gente empezaba a cuestionarse por qué nadie detenía aquel despropósito. Los estadounidenses comenzaban a empatizar con la causa por culpa de (o gracias a) algunos empáticos que insistían en la intervención de la mayor potencia mundial para ahorrar millones de vidas.

La Casa Blanca era un caos, y cada vez más periódicos criticaban la nula intervención del gobierno en los conflictos que sucedían en la otra punta del mundo. Algunos artículos en concreto eran realmente insistentes en la causa, así que se propusieron hallar a los escritores de dichos artículos y obligarlos a cerrar el pico de una buena vez.

Uno de esos escritores que no dejaban de remover el avispero, era anónimo. Arrogante al creer que nunca lo pillarían, no se callaba una sola opinión. Pero, como era de esperar, dieron con él. O más bien, dieron conmigo.

- Agente Walker – la profunda voz de mi jefe me sacó de mi pequeño trance.

Era un agente de alto rango, pero aun así, cuando tu superior te llama, tiemblas de miedo. No me permití hacerlo en aquel momento, claro estaba. Por fuera debía ser el frío y calculador agente secreto que esperaban que fuera. Por dentro, me acojoné como un niño que teme la regañina de su madre.

- ¿Sí, señor?

- En la Casa Blanca requieren su presencia – anunció con la duda pintada en sus palabras.

- ¿Por qué? – Pregunté, sabiendo de antemano que no recibiría ninguna respuesta concreta.

Mi jefe se encogió de hombros, y yo largué un suspiro, nervioso. Tenía alguna idea de en qué lío podía haberme metido aquella vez. Me levanté de mi asiento, dejando mi lugar de trabajo, y caminé en silencio tras mi superior, preguntándome si me amenazarían para callarme o serían más drásticos conmigo. Esperaba que mi puesto en el Congreso me sirviera de algo.

- Hay una limusina esperándolo fuera. Métase dentro y no haga preguntas – dijo cuando llegamos a la recepción del gran edificio. – Tenga cuidado, Walker.

Asentí con la cabeza, tomando aquel buen deseo por parte de mi jefe como una orden.

El trayecto, a pesar de ser de apenas veinte minutos, se me hizo eterno. Sólo había un motivo para que me quisieran en la Casa Blanca, y no podía ser un buen augurio para mí, eso desde luego.

Una sucesión de saludos fríos y silencios incómodos se dieron lugar sin cesar durante la próxima media hora, hasta que finalmente me vi sentado en una inmensa y lujosa sala vacía, a la espera de Dios sabría el qué o quién. Terminé tomando un caramelo de menta de un cuenco cercano, saboreándolo mientras retorcía el envoltorio entre los dedos. Si iban a matarme, esperaba que al menos no fuera de aburrimiento.

Me comencé a plantear quién de la redacción había podido averiguar quién era y delatarme a las autoridades. Sólo por mis artículos, las cifras de venta del periódico se habían disparado, y yo no me llevaba nada, ¿por qué vender a su gallina de los huevos de oro? ¿Tanto dinero estaba el gobierno dispuesto a pagar por esa información?

Entendía el aprieto en el que estaba poniendo al presidente, criticando su moralidad y la de todos los que le rodeaban. Pero ya había sembrado la empatía en el pueblo estadounidense, silenciarme no serviría de nada a aquellas alturas. Mi fin sería el inicio de una revolución. O eso me gustaba pensar, quizás era más ego que realidad.

Pronto, las puertas se abrieron, y mi sorpresa y desconcierto no fueron pocos cuando vi entrar por ellas al mismísimo Woodrow Wilson. El puñetero presidente de los Estados Unidos de América. Me levanté como si tuviera un muelle en el culo, porque en presencia de alguien como él, tenía la sensación de que cualquier acto podría parecer una falta de respeto que podría mandarme a prisión.

Dejé que fuese él quien se acercara hasta mí y hablara primero, sólo por ver qué nivel de formalidad íbamos a usar. A pesar de mis años de servicio y mi experiencia en las altas esferas, las interacciones sociales y los modales me eran difíciles y abrumadores.

- Señor Walker – saludó, estrechándome la mano con fuerza.

- Señor Presidente.

- Tome asiento, por favor – me pidió amablemente, señalando el sofá. Hice lo que me pidió, y procedió a sentarse en el mismo sofá, dejando un metro entre nosotros. Cercano, pero prudentemente distante. – Se preguntará por qué he hecho que lo traigan hasta aquí.

- Ciertamente, sí – asentí con una pequeña sonrisa. – Aunque puedo intuirlo, señor.

- Mi servicio de Inteligencia ha descubierto que ha estado causando revuelo, Owen. Sus artículos me han provocado muchos dolores de cabeza.

- Lo imagino, señor – sonreí internamente. Eso era justo lo que pretendía con ellos. Mi misión estaba cumplida parcialmente. Faltaba la parte importante: detener la guerra. – Entiendo que se me quiera sancionar de algún modo – añadí, diplomático.

- ¡En absoluto! – Soltó una risotada que me dejó muy confuso.

¿Me iba a librar? Acababa de decir que le había causado problemas, ¿me dejarían salir impune? ¿Iban a hacer lo que yo había estado pidiendo? La esperanza latió en mi pecho al ritmo de mi corazón. Intenté no emocionarme, pues no quería llevarme un chasco.

- ¿Entonces? No entiendo, señor – admití, preocupado por lo mucho que sonreía aquel tipo.

- Hemos pensado que usted es el candidato perfecto para una misión muy importante. Lo único malo es que no le voy a pedir que realice la misión. Se lo voy a exigir – la sonrisa desapareció de su rostro, y eso me resultó aún más perturbador. – Usted ha creado el problema, usted lo soluciona.

Me quedé callado, esperando a que se explicara. Prefería no decir nada y meter más la pata. El silencio era lo más prudente cuando de mí se trataba. Mi madre siempre me dijo que era un bocazas. Era irónico cuanto menos que hubiese terminado siendo un agente secreto que trabajaba en el Congreso.

- Supongo que ha leído las noticias del hundimiento del Lusitania, junto a las costas irlandesas – comenzó, pareciendo aquello un preludio de lo que se proponía contarme. Asentí con la cabeza, removiéndome incómodo en el sofá. – La opinión pública no lo ha tomado bien, y aquí en la Casa Blanca tampoco estamos muy felices por la noticia.

- Lo advertí – solté, sin ser capaz de morderme la lengua.

Me arrepentí enseguida, pero ya era tarde. Lo había dicho. Y la cara del honorable presidente de los Estados Unidos de América sugería que me quería estrangular en ese mismo momento.

- ¿Cómo dice?

Me estaba dando la oportunidad de hacerme el loco o disculparme por lo que había dicho. Pero yo y mi bocaza volvimos a empeorar el asunto.

- En mis artículos lo decía a menudo. No podemos permanecer neutrales, es imposible. En Europa saben que tenemos el poder de acabar con la guerra, era cuestión de tiempo que alguien quisiera que nos pusiéramos a favor y en contra de unos y otros. Moralmente estamos obligados a acabar con la matanza, y estratégicamente deberíamos posicionarnos y apostar por el caballo más rápido, no sé si comprende la metáfora, señor.

No sólo acababa de decirle al presidente “te lo dije”, si no que además acababa de insultar su inteligencia al cuestionar su capacidad para entender metáforas. Nada bueno podía salir de aquella reunión.

- Si he logrado llegar a la presidencia, creo que puedo entenderle, señor Walker – dijo secamente.

- Bueno… – iba a cuestionar la dificultad de ser presidente, pero sus ojos me advirtieron de que me detuviera.

- Es usted mucho más insolente de lo que me imaginaba.

Sonreí, y aunque no me ayudaba en absoluto en dar una mejor imagen, fue mi reacción más genuina.

- Le sorprendería lo mucho que me dicen eso, señor Presidente – murmuré con cierta diversión. – A los hombres poderosos no les gusta ser cuestionados.

- Debo darle la razón – suspiró y negó con la cabeza. – No nos desviemos del tema. Owen, queremos mandarlo a Inglaterra. Usted tiene mucho interés en que intervengamos en la guerra para detenerla, pero no sabemos a qué bando deberíamos apoyar.

- El ataque ha sido alemán, ¿no?

- Eso dicen los ingleses – el recelo en su voz me ayudó a adivinar lo que pensaban.

- Queréis que averigüe si fueron ellos y señalaron a los alemanes para ponernos en su contra.

Otro asentimiento de cabeza. Si era sincero, me alegraba de que me encomendaran una misión de tanta importancia, pero a la vez deseaba rechazarla. Mis investigaciones decidirían el curso de la Historia. Si apoyábamos un bando u otro, las consecuencias podrían ser terribles o esperanzadoras.

- El coronel que realizó el informe y presuntamente identificó el submarino como uno alemán, está delegado en una trinchera de Inglaterra. Por eso queremos mandarle allí como un soldado inglés más, para que se acerque al coronel y le sonsaque la información que necesitamos. ¿Se ve capaz?

- Puedo resultar muy persuasivo, señor.

- No lo dudo. Si ha convencido a la mayoría de los estadounidenses de que debemos salvar a Europa de ellos mismos, podrá sacarle al coronel una confesión.

Se levantó, y yo hice lo mismo. Volvió a estrecharme la mano, mientras me explicaba rápidamente lo que iba a sucederme.

- Tomará un vuelo a Londres. Allí, otros espías que tenemos en una casa franca le darán identificaciones y una historia falsa, y lo mandarán directo a la trinchera que nos interesa. Dispondrá de un mes. Su familia y sus compañeros no deben saber nada. Para ellos, usted está de vacaciones en Sudamérica. Ya le irán dando más indicaciones.

- Sí, señor.

Los dos nos despedimos con un ademán de cabeza, y me quedé plantado en el salón, viendo al presidente ir hacia la puerta. Una duda brotó en mi mente, y no pude callarme. No todos los días se podía hablar con el presidente de tu país, tenía que aprovechar.

- Señor – lo llamé, temiendo que me ignorara y se fuera. Pero con el pomo en la mano, se detuvo, girándose.

- Dígame, Owen.

- ¿Sólo van a actuar por el ataque al Lusitania? – Pregunté, repentinamente nervioso. – ¿O de verdad mis artículos han servido de algo?

Woodrow Wilson sonrió, pensándolo bien antes de contestarme.

- Sus artículos no mentían, Owen. No decían nada descabellado. Pero no teníamos motivos lógicos, racionales. La moralidad a veces no es suficiente. Ahora tenemos el motivo. Por eso creemos que usted debe realizar esta misión. Puede estar orgulloso de su trabajo.

- “Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que en tiempos de crisis moral se mantienen neutrales” – recité de memoria.

- ¿Es suya?

- Ojalá – me reí. – Es de Dante.

El presidente asintió por última vez y salió de la sala.

A partir de ahora, el futuro estaba en mis manos.

Describir cómo fueron los siguientes días de mi vida no sería tan solo una pérdida de tiempo, si no además un auténtico muermo. La burocracia no era lo mío, así que la cantidad de horas que pasé aburrido y esperando que dieran luz verde para poder dar el siguiente paso, me exasperaron.

Pero bueno. Ya estaba en Inglaterra, en un todoterreno militar, camino a la trinchera donde estaba el susodicho coronel Anderson. Estaba al mando de un grupo de soldados que estaban en constante pelea con los alemanes, y yo llegaría junto a un pelotón nuevo.

- ¿De dónde eres, chico?

No me di cuenta de que me hablaban a mí hasta que vi cómo todos los hombres del coche me miraban a mí. Tragué saliva y puse mi mejor acento británico.

- De Bristol, señor – contesté con educación. Sabía que tenía que pasar desapercibido lo máximo posible, parecer un joven asustado y seguro a partes iguales. – Me han trasladado.

- Jimmy, un placer – me tendió la mano, y se la estreché sin mucha confianza.

- Owen.

Decidimos no cambiar mi nombre. A veces, para hacer una mentira convincente, bastaba con usar grandes dosis de verdad. Cuando algo es parcialmente cierto, el peso de mentir es menor.

Todos se presentaron, y comenzaron a decir de dónde eran. Procuré memorizar sus nombres. Me temía que muchos no verían la guerra acabar, y quería recordarlos, pues nadie aparte de sus familias lo haría.

¿Y quién me recordaría a mí? Nada aseguraba que saliera indemne de aquella misión. Pero procuraba no pensar en eso. Me haría cercano al coronel lo antes posible y lograría averiguar la verdad. Después, volvería a casa. En una semana, estaría en casa. Y me repetí eso como un mantra para mantenerme sereno. No podía enloquecer antes de llegar a mi destino. Había oído que en las trincheras un hombre necesitaba toda la cordura y la fuerza de voluntad de la que dispusiera para no perder la cabeza y la fe.

Llegó un momento en que todos estaban hablando mientras yo permanecía ajeno a la conversación, viendo el gris paisaje inglés pasar por delante de mis ojos. Estábamos atravesando un pueblo que había sido bombardeado. Sólo quedaba un edificio que habían montado con prisas y sin mucho esmero: un hospital. Al parecer hacía poco que los habían atacado, y los demás hospitales estaban saturados. Los pocos que habían sobrevivido, estaban allí, recuperándose y ayudando a los que estaban más enfermos que ellos mismos.

Era escalofriante el nivel de destrucción. En la calle aún había cadáveres y miembros, perros y gatos mutilados y moribundos. Aquello me hizo pensar en mi perro, que me esperaba en casa. Se me caía el alma a los pies al pensar que aquello pudiera pasarle a él, o a mi familia. Sentí cómo el miedo enfrió mi cuerpo, generándome un momentáneo malestar.

Atravesamos el pueblo y, al acercarnos a la zona de conflicto, bajamos del todoterreno y seguimos a pie hasta la entrada de las trincheras. No sé cómo, me vi ante las puertas del infierno.

- “Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate” – murmuré, recitando a mi buen amigo Dante.

- ¿Qué dices, soldado? – Me preguntó con curiosidad un compañero.

Lo miré sin saber si traducirle aquella cita. No era una especialmente alentadora, la verdad. Pero decidí contestar con la traducción exacta:

- ‘‘Abandonar toda esperanza, quienes aquí entráis”.

Una semana. Una semana y ya sabía que, cuando regresara a mi patria (si es que lograba regresar), no volvería a ser el mismo jamás. Podría pasarme horas detallando la inmundicia de las trincheras, los horrores que presencié.

A la hora de mi llegada, nos presentaron al coronel y nos mostraron nuestras habitaciones, las cuales eran una sala húmeda y mohosa excavada bajo tierra. Después, nos dieron armas y nos asignaron puestos, y nos dejaron a nuestra suerte. Esa fue la primera y única vez de la semana que vi al coronel, un tipo alto y de anchos hombros, muy rubio, pero con poco pelo, bastante mayor para ser solo coronel, y con una gélida mirada azul que no sugería nada bueno.

Mi primera mañana en las trincheras me despertaron las granadas y los disparos; los alemanes nos estaban atacando. El frenesí y el miedo se hacía presente en todos los hombres, que corrían entre las trincheras, disparando y cayendo en combate. Yo me libré. Estaba en una misión especial, mi vida era más valiosa. Había otro espía infiltrado, que daba las órdenes, y en momentos de peligro siempre me alejaba de la batalla.

Me sentía un fraude. No había conseguido acercarme nada al coronel, y sin embargo el tiempo pasaba, la gente moría, el contador de los millones de personas caídas por bombardeos seguía subiendo. Mi país esperaba respuestas, y yo no podía dárselas. Necesitaban un motivo de peso, e igual que les di uno moral, les iba a dar uno real.

Sinceramente, mucho era que no hubiera perdido la cabeza. Lo que había oído sobre las trincheras no era mentira. La calidad de vida era nula: la mierda se acumulaba, al igual que los cadáveres, y las ratas campaban a sus anchas, royendo todo lo que podían mordisquear sus dientes torcidos. Cada vez que nos atacaban, o atacábamos, los hombres caían como moscas, terminaban mutilados o locos, o ambas cosas. La metralla les destrozaba la cara, y el gas mostaza nos obligaba a pasar horas con máscaras que apenas nos dejaban respirar. Un chico asmático se ahogó delante de mis propios ojos sin que pudiera ayudarlo.

Otro motivo por el que la cordura no abundaba era que nadie dormía, si no era por los inesperados ataques, era por el miedo, por las ratas, por los gritos de los hombres en la enfermería que esperaban a que los llevaran al hospital del pueblo. Y cuando las ratas no te mordisqueaban los pies y lograbas dormir, las pesadillas atacaban. Truculentas y sangrientas como la realidad misma.

Llevaba una maldita semana allí. Una. Y no sólo no había averiguado nada, si no que había logrado hacerme un grave daño psicológico. Me notaba enfermizo, descentrado. Aquello no era una guerra, no lo era. Éramos dos bandos escondidos bajo tierra esperando ser atacados, convirtiéndose a veces nuestro refugio en nuestra peor pesadilla. Tenía un compañero que también amaba a Dante, y cuando por las noches ninguno lograba conciliar el sueño, compartíamos opiniones y leíamos un ejemplar de la Divina Comedia que había llevado conmigo. Arthur, se llamaba. Cada día rezaba para que no muriese. Hacía mi soledad menos atenuante, y aunque la soledad nunca me había molestado, allí necesitaba una distracción para no terminar en un psiquiátrico de Inglaterra.

- ¿Qué haces, Arthur? – Pregunté cuando regresé de tomar el cuenco de sopa que servían esa noche. Era un estofado, y la carne debía ser de rata. No tenía intenciones de comérmela realmente.

- Le escribo una carta a mi mujer y a mi hijo – me informó sin dejar de escribir en el papel.

Sonreí para mis adentros. Había oído hablar mucho de ellos. Me contó tanto sobre su mujer y su pequeño que creía que ya los conocía. Deseaba decirle a mis jefes que ya tenía la información, que detuvieran la locura, y así Arthur podría volver con su familia. Así todos esos hombres podrían volver a casa, yo incluido.

- ¿Crees que esta le llegará?

- Lo espero – asintió, suspirando. – Me estoy quedando sin papel…

- Espera un par de días, a ver si te llega alguna respuesta, no seas impaciente.

- Llevo medio año aquí y desde entonces no sé nada de ella, Owen – murmuró de forma melancólica. – Ni siquiera sé si está viva.

- Lo está, ten fe.

- Es difícil tenerla. Tú llevas una semana, y ya se notan en ti los estragos de lo que has vivido. Espera a que pasen más semanas, y veremos si te queda fe.

Fue de todo menos alentador, pero era la realidad. Llevaba siete días y siete noches allí, y por mal que lo estuviera pasando, podía considerarme un afortunado. La misión que me había llevado allí me mantenía moderadamente a salvo.

Me quedaban aún tres semanas. Sabía que el coronel se pasaba el día y la noche encerrado en un despacho subterráneo, recibiendo órdenes y misivas de sus superiores. Era difícil acceder a él, pero tenía un plan trazado. Al día siguiente llegarían más hombres, y de nuevo, él se presentaría ante ellos. Era mi oportunidad de interceptarlo y hablar con él, mantener una charla amena y tranquila que le hiciera pensar: “qué muchacho más agradable”. Así, la próxima vez sería él el que me saludara al verme y querría hablar. A base de pequeñas conversaciones, llegaría hasta donde quería.

- Arthur, deja de escribir y vamos.

- ¿Adónde?

- Hoy hay luna llena, vamos a ver algo bonito para variar.

Sonrió ante mi idea y se levantó de su maltrecho camastro, acompañándome hasta un lugar sin techo, donde se veía el cielo despejado repleto de estrellas, la Luna brillando, augurando un futuro igual de hermoso que ella. O eso esperaba yo.

- Son estas pequeñas cosas – susurró mi amigo, captando mi atención. Sus ojos verdes centelleaban por la emoción. – Son estas pequeñas cosas las que hacen que siga cuerdo. Al menos un poquito.

- No podemos olvidar que, aunque este sea el Inferno, si logramos salir nos espera el Paradiso.

Asintió en silencio, y ninguno dijo nada más. La esperanza no debía morir en nuestros corazones, porque si moría la esperanza, ¿qué nos quedaría?

Había llegado mi momento. Los nuevos reclutas ya conocían sus funciones, y el coronel Anderson iba de regreso a su despacho. Tenía que cruzarme con él “fortuitamente”. Vi que se acercaba hacia donde yo estaba, así que abrí mi libro, agaché la cabeza y fingí leer mientras me acercaba a él.

Cuando nuestros hombros chocaron con fuerza, lo escuché gruñir y maldecir.

- Por Dios, chico, mira por dónde vas.

- Sí, señor. Lo siento, señor – musité, fingiendo culpa. – No lo había visto, estaba leyendo – le mostré mi libro, acaparando su interés.

- Un soldado erudito, ¿eh?

- No me llamaría así, pero si usted lo cree, señor. Mi padre era militar, pero prefirió inculcarme conocimientos en otras áreas.

- ¿A qué se dedicaba antes, soldado?

- Profesor de filología italiana, señor. Impartía clases en Bristol, que es de donde soy.

- Me imaginabas que serías de ahí, el acento de Bristol es bastante característico.

Sonreí, orgulloso de mi buena interpretación del acento bristolense. Y Paul decía que era malo… Toma zasca, listillo.

- ¿Qué opina un estudioso como usted de todo esto?

La pregunta del coronel me pilló por sorpresa. No tardé en darme cuenta de que apreciaba la inteligencia y la gente culta. Mi papel de profesor lo había impresionado. Bien. Las cosas marchaban viento en popa.

- Si le soy sincero, señor, aunque la guerra es necesaria para que los enemigos no se crean superiores a ti, se cobra muchas vidas inocentes.

Me dio asco tener que decir eso, pero no podía darle mi verdadera opinión a un militar o me encerrarían por cualquier gilipollez inventada. Antipatriotismo o algo por el estilo, porque seguro que existía una ley así.

- Estoy de acuerdo, soldado.

- Me da mucha tristeza, coronel – admití abatidamente. – Pienso mucho en los tripulantes del Lusitania. Las bajas inglesas, francesas y alemanas son comprensibles, estamos peleando, pero ver que nuestro fuego cruzado llega a quienes no debería… Es desalentador.

Lo miré con atención, buscando una reacción, algo en su rostro que me dijera que había tocado un tema sensible y delicado. El coronel permaneció impertérrito.

- Yo mismo escribí el informe de ese ataque, estaba en Irlanda y lo vi estallar y hundirse – negó con la cabeza, decepcionado. – Más civiles que no debieron morir. Los putos alemanes…

- ¡Soldado Walker, a su puesto! – Me gritó uno de mis superiores, cortando abruptamente mi conversación con Anderson.

- Si me disculpa…

- Vaya tranquilo. Ha sido un placer hablar con usted, señor Walker.

Le sonreí amistosamente, hice el saludo militar, que me fue devuelto por el coronel, y seguí andando hasta mi puesto de vigilancia. Estaba contento. Había dado un gran paso hacia la verdad. Anderson parecía un compatriota de pies a cabeza, pero no mentía, fueron los alemanes. Necesitaba más pruebas, de todos modos. Más conversaciones. Podía escapárseme un detalle.

Aún así, supe que pronto estaría en casa.

Once ataques en tres semanas. Los alemanes no se andaban con bromas. Y nosotros se lo devolvimos nueve veces. Teníamos bajas diarias, pero ellos también. Pero los ingleses no parecían animados, ni mucho menos, y era comprensible. Veían caer a sus compatriotas, sus hermanos de patria, y la impotencia de no poder evitarlo les corroía a todos.

A mí no me interesaban Gran Bretaña ni Inglaterra, me importaban las personas. Sufría cada vez que hacíamos el recuento de nuestros hombres, pero también cada vez que oía a alguno de los nuestros describir cómo había acabado con la vida de un rival. Al menos yo nunca iba al campo de batalla ni participaba en las batallitas. Empezó a ser sospechoso que siempre lograra rehuir los enfrentamientos, así que el otro espía me hizo quedarme fuera. Sólo fue una vez, y apenas di dos pasos cuando uno de los nuestros que había perdido los estribos, me embistió, tirándome al suelo y rompiéndome un par de costillas.

Irónicamente, fue lo mejor que me pudo pasar. El coronel vino a verme a la enfermería cada día. Y hablábamos por horas, de todo tipo de temas. Siempre lograba sacar a pasear al Lusitania, mencionándoselo. Estaba más que claro que fueron los alemanes. Pero había averiguado algo nuevo en nuestra última conversación.

- ¿Por qué harían eso los alemanes? No logro entenderlo. ¿Quién querría poner en su contra a los estadounidenses?

- Intercepté su radio, y aunque no entiendo mucho alemán, creo que se equivocaron – soltó una risotada. – Alemanes idiotas…

- ¿Que se equivocaron?

- Creían que era un barco nuestro.

Aquello me hizo pensar. Los alemanes eran culpables, sí, pero por error. Mi misión era averiguar de quién fue el ataque, para ponernos en su contra, pero, siendo un accidente, ¿cambiaba eso algo? No mucho. Al fin y al cabo, solo era nuestra excusa para entrar en la refriega. En los libros de Historia se diría que Alemania perdió la guerra por un error garrafal.

Con esa información, ya podría volver a casa. Solo tenía que buscar al otro espía y decirle las palabras clave. Pero primero quería despedirme de Arthur.

En contra de las protestas del médico, salí de la enfermería, caminando adolorido, medio encorvado. Mi buen amigo debía de estar en su puesto de vigilancia. Me costó lo mío llegar hasta él, pero su felicidad al verme me ablandó. Por las noches venía a la enfermería, a seguir sus debates sobre las mejores citas de Dante, y me hablaba de Amelie y de Thomas. Yo le hablaba de Max, y como no podía hablar de Paul, de mi amadísimo Paul, le hablaba de Paola… Que era lo mismo pero cambiando el pequeño detalle de su género.

- No deberías estar aquí fuera, Owen – me riñó con una sonrisa cariñosa.

Abrí la boca para responder, mientras mis pasos me seguían acercando a él, cuando una granada cayó a sus pies y estalló antes de que el miedo pudiera brillar en sus ojos. Salí disparado contra el muro de la trinchera, golpeándome la cabeza y lastimando más mis costillas. Estaba aturdido y mareado, y los gritos de los soldados avisando del ataque hacían que quisiera llorar por el dolor de cabeza. Los disparos y los estallidos no dejaban de resonar, como un bombo en mi cabeza.

Cuando el humo se disipó, vi a Arthur tendido en el suelo. Gemía de dolor, tenía la carne al rojo vivo, pero algo iba mal. Le faltaba algo. Me arrastré, al borde del desmayo, hasta él. Cada centímetro que avanzaba era un dolor punzante que me atacaba en todo el cuerpo. Pero tenía que llegar hasta él.

- Owen – susurró cuando logré tenderme a su lado. Comprobé horrorizado que solo quedaba medio Arthur. Sus piernas no estaban. – Owen, mátame.

Su súplica me horrorizó. Mis ojos se anegaron en lágrimas.

- Saca… una carta… mi bolsillo… Amelie.

A pesar de que apenas lo entendía, comprendí lo que trataba de decirme. Del bolsillo de su pecho saqué una carta, doblada cuatro veces, y me la guardé.

- Se la daré, Arthur, lo prometo – juré, llorando como un crío.

- Mátame – suplicó, queriendo incorporarse. No le dejé, no quería que viera lo que le habían hecho. Le dolía, pero no chilló. – Mátame, por favor…

Negué con la cabeza, pero cuando miré de nuevo hacia abajo, quise vomitar. No podía dejarlo sufriendo hasta que se desangrara.

- “No hay nada que temer, nada puede privarnos de nuestro destino, es un regalo” – recitó en voz baja, usando sus fuerzas para ello. – Hazlo, Owen.

No quería. Pero si esa era su última voluntad… Cerré los ojos, derramando más lágrimas.

Clavé un puñal en su corazón, y lloré más y maldije al mundo, por crear hombres crueles que obligaban a los hombres nobles a morir por ellos.

- “Nadie piensa en la cantidad de sangre que cuesta” – susurré, viendo el rostro inerte, pero en paz, de mi amigo.

Me desplomé sobre el barro, a su lado, y deseé morir. Pero no lo hice. Mi destino, no era ese. Me sumí en la inconsciencia, pensando en todas las frases de Dante que me hacían sentir identificado en aquel momento.

Desperté en una cama blanda y caliente. No sentía nada. La luz era blanquecina, y temí estar muerto. Pero cuando mis sentidos se fueron afinando, fui siendo más consciente de mi dolor.

Intenté incorporarme, anhelando respuestas, pero una suave mano me empujó, obligándome a permanecer acostado. No rechisté. Una hermosa chica me miraba preocupada. Sólo tenía un brazo.

- Me alegra verlo despierto, señor Walker – me dijo con dulzura. – Se ha dado un buen coscorrón.

Me llevé la mano a la cabeza, y tenía una gran inflamación. Me dolía bastante, además.

- Está de suerte, uno de sus superiores dice que se va a casa – me informó la joven, sin dejar de sonreírme.

- ¿Pattinson?

Apenas reconocí mi voz. Sonaba ronco, desganado.

- Sí.

Respiré hondo. El otro espía. Me iba a casa, y era de verdad. Suspiré aliviado. Giré la cabeza y vi mi uniforme militar, revuelto sobre una silla.

- Señorita, ¿podría buscar una carta que debe estar en alguno de mis bolsillos? – Pedí con educación.

- Claro, señor.

Me daba miedo que se hubiese caído en algún momento. No sabía dónde se suponía que tenía que buscar a Amelie, pero quería dársela, de veras quería.

- Creo que es esto, aquí tiene – la joven me entregó la hoja, y le di las gracias en voz baja.

Desdoblé el papel y contuve la respiración: esas eran las últimas palabras escritas que había de Arthur. Aquello era el último recuerdo físico que me quedaba de él. Quizá, en el contenido de la misma me daba alguna pista de adónde tenía que buscar a Amelie.

<<Para aquella que logra que mis venas y mi pulso tiemblen,

No sé si te ha llegado alguna de mis anteriores cartas. No sé si me has mandado alguna. Tienen muy controlado lo que escribimos y, a algunos, se los llevan por el contenido de estas misivas. Y cuando digo que se los llevan, quiero decir que no vuelven. Tengo la sensación de que no quieren que de las trincheras salga nada que no les interese.

Las demás veces he sido sutil, y creo que ni siquiera así ha podido llegar nada a tus manos. Esta vez seré más claro. Puede que me fusilen y termine siendo un cadáver más entre las montañas de muertos, o quizá logres leer mis palabras y hacer algo ahí fuera.

Esto es un horror, no hay modo distinto de describirlo. Tú, querida, que eres una amante de Dante Alighieri, entenderás si te digo que esto parece el infierno que él describió, el Inferno de Dante. Es como si la representación de Botticelli del mismo, hubiese cobrado vida. Diría que la única diferencia es que no somos pecadores, pero la mayoría lo somos a estas alturas de la guerra. Hemos hecho, visto y oído tantas atrocidades que muchos dudamos conservar el alma. Al principio éramos muy entusiastas, pero con el tiempo, el patriotismo por el que todos quisimos venir se ha convertido en un recelo extremo. No creemos en lo que hacemos, y mucho menos en lo que hacen nuestros enemigos. En realidad, comienza a costarnos diferenciar a nuestros aliados de nuestros rivales.

Los hombres mueren enfermos, heridos, en manos de sus propios compañeros o deciden terminar directamente con sus vidas. Las fosas donde arrojan los cuerpos rebosan. Todo apesta, todo está sucio, todo es miseria. Ninguno tenemos esperanzas de sobrevivir, pues somos pocos los que llegamos y vivimos más de unos cuantos meses. Y los que sobrevivimos no nos consideramos afortunados; la mayoría desearíamos terminar con esto cuanto antes. Pero sé que estás esperándome en casa, y me mantengo fuerte.

He conocido a tantos hombres, Amelie, tantos que te estremecería saber cuántos de ellos he visto caer. Hombres con acentos de todo el país, listos y tontos, esbeltos y toscos, buenos y malos. He visto pasar por aquí a viejos y niños que apenas podían sostener un arma. La situación, es insostenible. A veces me paro a pensar si, en algún momento, no quedarán más hombres en Inglaterra.

Empezamos a hacer más preguntas, a revolvernos, y nadie nos da respuestas ni nos da motivos para creer en lo que hacemos.

Mi queridísima Amelie, no sé si volveré, pero te ruego que reces por mí y por mi alma. Aquí no hay salvación, no en estas trincheras, no en el maldito Inferno. Tú que estás ahí fuera, haz ruido, lucha por nuestras almas. La guerra que estamos librando no va a ningún lado. Si no acabamos con esto, acabará con nosotros. Todos nosotros. Ingleses, franceses, alemanes… ¿Qué más da? Todos nuestros cadáveres se pudren de igual forma.

Cuídate, mi amor. Vive y lucha, por ti, por mí, por la patria y por el mundo, pero sobre todo, por nuestro pequeño Tom.

Espero que mis palabras no sean en vano>>.

Derramé más lágrimas, conmovido por aquellas palabras. Arthur era un gran hombre, indigno del final que había tenido. Y Amelie se merecía leer esa carta. Me encargaría de que así fuera.

- ¿Está bien, señor Walker?

- Sí, descuide – sonreí un poco y miré a la hermosa joven. – Mi amigo me pidió que le diera esto a su esposa. Le habla de muchas cosas… Y el cabrón ni me menciona a mí, a su mejor amigo – bromeé, intentando alejar la profunda tristeza que me mordía el corazón.

- Señor, sin ánimo de ofender… Los hombres no podéis hacer dos cosas a la vez, así que su amigo no pudo hablar de amor y hablar de usted a la vez – siguió bromeando.

Cuando reí, me ardió el abdomen. Debió ver mi mueca de dolor, porque me dijo:

- Descanse.

Y le hice caso sin chistar.

Era oficial: me iba a casa.

Tras una semana recuperándome en el hospital que había visto en el pueblo destruido, estaba listo para tomar un vuelo a Estados Unidos y entregar el informe que detendría la guerra.

Mis pocas pertenencias que quedaron abandonadas en mi habitación en las trincheras, me fueron enviadas al hospital, y ahora hacía mi pequeña maleta, silbando feliz por regresar a mi patria. Estaba harto de fingir el dichoso acento.

Otro espía estadounidense me esperaba fuera, en un coche normal, nada de todoterrenos militares.

Me colgué al hombro la mochila que me hacía de maleta, pero antes de que pudiera abandonar el hospital, la enfermera que conocí el primer día apareció de la mano de un chiquillo. No la había vuelto a ver, y me gustó ver una cara conocida.

- ¡Señor Walker, espere!

No me moví, y sonreí al niño que venía con ella. No debía tener más de ocho años, pero su rostro estaba lleno de horribles cicatrices. Me dio muchísima pena, pero no la demostré; a la gente no le gusta que la miren con lástima.

- Hola – me saludó, estirando el brazo hacia mí, con una carta aferrada entre los deditos. – Mi mamá me ha dicho que usted se va.

- Así es.

- ¿Es un lugar mejor?

- Sí - asentí con orgullo.

- Pues cójala – movió la carta delante de mí, y al fin la tomé. – ¿Me haría el favor de dársela a mi padre? Él está donde usted va, en un lugar mejor.

Un nudo me cerró el estómago. Miré a su madre, que tenía los ojos llorosos, y comprendí la situación.

- Se la daré, lo prometo.

- Gracias, señor.

- No hay de qué.

- Tenga buen viaje, señor Walker – se despidió la chica.

Me despedí con un ademán de cabeza, y salí del hospital con paso resuelto. Subí al coche y respiré hondo. Se había acabado, volvía a Estados Unidos. Miré la carta y, por pura curiosidad, la leí, mientras el coche se ponía en marcha.

<<Para mi papi,

Mamá me ha dicho que ahora estás en un lugar mejor, pero yo no lo entiendo. Si te hubieses ido a un sitio mejor que este, nos habrías llevado contigo, ¿verdad? No sé a qué dirección mandar esta carta, pero no te preocupes, mami dice que te llegará.

Ella está rara. Estoy preocupado. Desde que te fuiste, está triste. Creo que está molesta contigo por irte sin nosotros. Yo a veces también estoy enfadado. Pero sobre todo te echamos de menos, también estamos tristes por eso.

Me pareció raro que, después de decir que te ibas a pelear por el país, te fueras a ese otro sitio mejor, sin despedirte. A mamá le tuvieron que quitar un brazo, y ahora tengo que ayudarla con todo. Mi cara ya no es como antes tampoco, aunque mamá dice que sigo siendo igual de guapo. Al principio me dolía mucho, pero ya no tanto. Me da miedo que ese sitio en el que estés no puedan curarte si tú también te hiciste daño. Puedes volver, los médicos de aquí son muy simpáticos.

Sólo quería decirte eso. Te extraño mucho papi, quiero ir contigo a ese sitio mejor. Cada día espero que vengas a por mí. Ya sabes que no soy muy paciente, así que no tardes.

De tu hijo,

Thomas>>.

Cuando llegué al final, lo leí al menos diez veces.

- Thomas – repetí en voz alta. – Para el coche – espeté al conductor, que me obedeció sin preguntar.

Apenas habíamos avanzado unos cien metros. Me bajé y corrí como un loco, con la carta de Arthur en el bolsillo. Amelie era la enfermera. Como no recibía noticias de su esposo, lo había dado por muerto. Y al final, tenía razón. Pero merecía tener su última carta.

Entré en el hospital jadeando, buscando a la mujer con desesperación.

- ¡Amelie! – Grité asomándome por los pasillos. – ¡¡Amelie!!

Ella salió de una habitación, seguramente estaba atendiendo a un paciente. Su hijo no estaba con ella, así que intuí que se había ido a la parte trasera del hospital, donde los niños que podían, jugaban.

- ¿No te ibas?

Me acerqué hasta ella, regulando mi respiración después de la carrerita que había dado, y saqué la carta de mi bolsillo y se la di.

- Él quería que la tuvieras – dije con una pequeña sonrisa.

Sus ojos brillaron, y las lágrimas no tardaron en asomarse en ellos.

- ¿Cuándo murió?

- El mismo día que llegué aquí.

- Arthur – sollozó, llevándose la mano a la boca. Miró el papel y luego me miró a mí. – Gracias…

- Owen – sonreí un poco, con intención de marcharme. – Te deseo a ti y a Tom todo lo bueno que os pueda pasar, Amelie.

- Lo mismo le digo, Owen.

Con el corazón más tranquilo, volví andando hasta el coche. Había entregado la carta a su destinataria, había cumplido mi palabra.

Cuando finalmente llegué a mi hogar, sentí el peso de la realidad ceñirse sobre mí. Acababa de condicionar el curso de una guerra. Yo había decidido quiénes ganaban y quiénes perdían. Había salvado millones de vidas, sí, pero ¿a qué precio? Por fin comenzaba a comprender lo difícil que era actuar en tiempos de guerra, que no era todo dicho y hecho, si no que se requerían muchos sacrificios.

La guerra terminaría. Debía quedarme con eso. Y mi país salía beneficiado de todos los modos posibles. Me sentía como una especie de antihéroe. Fuera como fuese, todo había terminado. Estaba en casa.

El primero en recibirme fue Max, mi perro. Saltaba y brincaba, lamiéndome las manos mientras lo acariciaba. Me esforcé en no pensar en las calles de aquel pueblo inglés, llenas de cadáveres de animales. Max estaba sano y salvo, además de muy contento de verme. Yo también me alegraba de poder acariciarlo de nuevo.

- Perdona si no muestro el mismo entusiasmo – la angelical voz de mi pareja me hizo sonreír y alzar la mirada hacia la puerta del salón. Su sonrisa era cálida y tierna, y la emoción era evidente en sus ojos, por mucho que pretendiera que no me había echado de menos. – Espero que ahora no tengas acento inglés.

- Creo que te encantaría mi acento inglés – me mofé caminando hasta él y abrazándolo. – No seas cabezota y admite que has estado preocupadísimo por mí, Paul.

- ¿Por qué no cierras el pico, Owen? – Protestó tratando de librarse de mi abrazo, cosa que no le permití. – Estoy enfadado contigo. No me avisaste. Te fuiste y dejaste una nota cutre en la encimera de la cocina.

- Era una misión secreta, no debí decirte de qué trataba, en primer lugar.

Él lo sabía, y recordárselo pareció ablandarlo. Me devolvió el abrazo y sonrió de nuevo, apoyando la cabeza en mi hombro. Cerré los ojos, feliz por estar de nuevo con él.

- La próxima vez que salves el mundo, procura avisarme con más antelación – susurró con su sarcasmo típico, ese que había extrañado tanto.

- No creo que saquen la segunda parte de esta historia, al público no ha parecido hacerle gracia…

Los dos reímos en voz baja, disfrutando de aquel momento. Todo había terminado al fin, ahora había que esperar a que las cosas se pusieran poco a poco en su sitio. Yo esperaba de todo corazón que aquel horror no se repitiera. Con una Guerra Mundial era suficiente, pensé ilusamente.

Pero el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, el único que es capaz de documentar toda la Historia y, aún así, jamás aprender de ella. Hay que saber de dónde venimos para saber hacia dónde vamos, pero también hay que saber en qué hemos fallado para no volver a repetirlo.

Porque el que no conoce su historia está condenado a repetirla.

(6940 palabras)

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